Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Manuscrito alucinado

Las mujeres de Manuel

Mario Halley Mora



Cubierta



Portada





  —5→  

No recuerdo muy bien lo que decía el certificado de defunción de mi madre en cuanto a las causas de su ascensión al Paraíso, pero cualquiera haya sido el mal apuntado, el médico se equivocó porque yo tengo la certeza de que mamá murió de miedo, no de un terror súbito y fulminante, sino de uno largo, permanente y corrosivo que al fin acabó con ella. Todo se debió a la inclinación de la casa.

Estaba ubicada sobre la calle Humaitá, en los alrededores del arroyo Jaén, que la culta ciudadanía asuncena se ha encargado de poluir hasta la podredumbre: el mismo donde Julio Correa vio un inocente barquito de papel y escribió un poema, cosa de otros tiempos, porque si un niño de hoy pone un barquito de papel en el agua, no navega, sino se disuelve en los innombrables ácidos de la miseria humana. La calle era solitaria y húmeda, con moho verdoso creciendo entre las junturas del empedrado y las aceras de piedra losa, de nuevas inmaculadamente blancas y desde que tengo memoria, de un color marrón fecal nada propicio a contemplaciones estéticas. Frente a casa, una larga muralla carcomida e impregnada de humedad ocultaba un   —6→   malezal salvaje que se disputaban ratas y gatos, y al borde de los cordones de la acera, corría el consabido arroyito de agua verdosa procedente del reventón de hediondos pozos ciegos. Mi madre heredó la casa de su padre. En realidad no fue herencia, sino regalo de bodas del abuelo, increíblemente contento de que su única hija consiguiera marido y le diera libertad para ejercer su viudez a todo vapor hasta culminar su alocada primavera de libertad sobre el cuerpo desnudo y gordo de una vecina ninfómana. Siempre me pregunté si el ataque cardiaco vino antes del orgasmo o vice versa. Lo cierto es que la espantada ciudadana entregó sus primicias a un hombre razonablemente vivo y tuvo que sacudirse de encima un cadáver. Pero eso es historia. Que sigue cuando nací yo, Manuel Quiñonez, también único hijo de madre abandonada y padre ausente, conforme a lo que me contaba mamá sobre lo canalla que fue mi padre que la abandonó en pleno embarazo. Yo dudaba en creer la historia así como contaba mamá, porque desde mi infancia, el vecindario susurraba que mi padre no se fue, sino lo llevaron en una helada madrugada de agosto enfundado en una   —7→   camisa de fuerza y echando espuma por la boca, una versión que siempre me empeñé en bloquear en mi mente, acaso por el oculto temor de que algún gen paterno y deteriorado se haya instalado en mi cerebro, y está allí, como la granada de mano que aquel excombatiente del Chaco guardaba en su ropero y un día explotó y se llevó al desaprensivo héroe y a media familia.

En todo caso, nunca dejé de preguntarme la razón por la cual los dos hombres en la vida de mi madre, su padre y su esposo, coincidieran en el enfermizo deseo de poner la mayor distancia posible entre ellos y ella, uno muriéndose de veras y otro posiblemente muriendo en vida. Algún defecto de carácter debió tener la pobre y santa mujer.

Sorprendentemente, mi madre recordaba poco a su padre, pero sí con frecuencia salía de su silencio, caía en una verborragia alegre de cotorra feliz, y me hablaba del tío Jorge, tío de ella, no mío, hermano de mi abuelo. El tío Jorge parece haber sido todo un personaje. De joven, de aquellos que la gente mayor llamaba «cajetillo» y los más finos «calavera». Según los recuerdos de mamá, que fluían torrenciales cuando del tío Jorge se trataba, iba siempre   —8→   vestido con elegancia extrema y sin un peso en los bolsillos, viviendo feliz a expensas del hermano, mi abuelo, que parecía tenerle un cariño especial al vago de su hermano. Experto en bailar tangos y boleros y en los tiempos de sequía económica «Profesor de Guitarra y Baile-Tango-Foxtrot- Boleros-Pasodobles» según anunciaba a las «niñas y jóvenes de la Sociedad» en los diarios, mi madre le perdonaba todos sus pecados, y tengo entendido que ese cariño privilegiado al tío convirtió después su memoria en algo vivo y querido, por la forma que hablaba de él, y ahora que recuerdo, porque las tontas anécdotas que me contaba eran las pocas cosas que coloreaban su vida gris de hija única de un padre posiblemente severo, y después de esposa abandonada. Suelo pensar frecuentemente que mi madre mantenía vivo el recuerdo del tío porque creaba en su interior un país de ensueño, feliz y divertido donde iba a refugiarse, a bailar en sus fantasías la música que no bailó jamás, y acaso tener romances con galanes que nunca conoció. Alguna vez le oí decir suspirando a mamá que el tío Jorge fue para ella el «Embajador del mundo perdido».

  —9→  

«La Guerra del Chaco lo encontró con edad más que suficiente para ir a combatir -contaba mi madre- y el muy pícaro que nunca logró pasar más allá del primer curso de la Escuela de Comercio, se agenció de alguna manera la profesión de Contador Público, y se presentó a la Intendencia del Ejército, de donde salió convertido en Oficial de Administración, orgulloso de su uniforme y sus botas, luciendo su elegancia marcial por las calles de Asunción, sin tarea más heroica que contabilizar las raciones de galleta, locro y carne conservada que iban al frente o que se entregaban a los deudos de los muertos y a las familias de los Oficiales combatientes. Terminada la guerra, se ingenió para participar en el Desfile de la Victoria, y yo, una niña -decía mi madre- lo veía sobresalir por su apostura y gallardía sobre aquella tropa polvorienta y casi andrajosa que pasaba recibiendo una lluvia de flores de las damas del palco oficial. Era un tremendo pícaro -contaba mi madre- pero en el fondo, inocente e inofensivo»

«Yo era muy niña en aquellos años -seguía mi madre- y adoraba al tío Jorge, que jamás llegaba a casa sin traerme el obsequio de una   —10→   muñeca, una caja de caramelos o cintas o encajes de Paris que nadie averiguaba donde y cómo conseguía. Traía discos nuevos que ponía en la Victrola y me enseñaba a bailar. Mi padre se burlaba de su elegancia, de sus trajes de casimir o de tussor, sus zapatos de charol de agudísima punta, sus cuellos impecablemente duros y prolijos y sus corbatas de increíble buen gusto. «Yo no sé de donde saca plata este tipo para vivir en ese tren» decía mi padre, y por si acaso, ponía llave al cajón de su escritorio. Pasaron los años, envejeció, se ajó un poquito en su elegancia. No era ya joven y caía en el error de fingir que lo era, y papá decía que su hermano andaba haciendo el ridículo. Y entonces llegó la Revolución de 1947, otra aventura guerrera con la que creyó repetir la vida fácil y el privilegio del uniforme. Pero se equivocó el pobrecito porque no quedó a administrar provisiones sino le dieron un feo uniforme de miliciano, le pusieron un birrete colorido en la cabeza, y como un viejo gallo de pelea lo mandaron a combatir».

En este punto del relato de mamá, que yo transcribo de memoria tal vez no muy fielmente pero sí en lo esencial, las palabras de   —11→   endurecían en su garganta, se mordía los labios, se le enrojecían los párpados y la historia quedaba trunca.

Llegué a conocer el fin del tío Jorge por don Anselmo.

-Cayó prisionero -me contó-. Dicen que le ataron a un árbol, lo castraron en carne viva, le metieron los trozos en la boca y murió asfixiado por sus propios testículos.

Incluyo en este manuscrito a la persona del infeliz tío Jorge, porque con mi madre, aprendí que la memoria de los seres queridos que se fueron, es una energía interior que nos viene de fuentes sobrenaturales que nunca conoceremos del todo. Carmen lo certificaría después como verán en este manuscrito. Mamá no fue feliz ni con su padre, ni con su esposo, ni siquiera conmigo. Fue feliz con la memoria del tío Jorge, y afirmaba que la visitaba en sueños, y ella era jovencita y el tío elegante como Fred Astaire y bailaban zapateando en una nube. Toda su cara amanecida y gastada se iluminaba de dicha contándome esos sueños. Nunca dejé de sentir ciertos persistentes sentimientos de celos desde niño. Toda la capacidad de cariño de mi madre parecía agotarse con el tío Jorge, y sus ternuras   —12→   conmigo venían como de compromiso, por algún fugaz aviso de su conciencia, de que allí tenía un hijo. Es cierto que alguna vez, ya cuando era adolescente, mi madre me preguntó «por qué no te dejas querer». Cíclicamente, a lo largo de mi vida, suelo1 preguntarme qué quiso decir mi madre y hasta ahora no encuentro explicación. Una persona quiere, y no es necesario que la otra lo permita.

Pero volvamos a la casa, que fuera herencia anticipada de mi abuelo a mi madre. El amable lector que no conoce nuestra bella ciudad y tenga un poquito de capacidad de observación, habrá sacado la conclusión, como yo la saqué, que en los primeros años de este siglo vinieron algunos arquitectos o constructores sicilianos, o lombardos o napolitanos que se pusieron a construir casas inspiradas en las de la Patria lejana. Algunos dieron en el clavo y muchas de las construcciones pretenden hoy alzarse a la categoría de patrimonio cultural del país. Pero yo tengo la sospecha que junto a tales respetables artistas apareció también como la chusma del gremio, arquitectos de media cuchara u oficiales albañiles devenidos en espurios arquitectos que sedujeron   —13→   a la burguesía de la mitad para abajo e inundaron la ciudad de casas inspiradas en los chorizos, generalmente un largo corredor de baldosas y pilares, perpendicular a la acera, y abriendose a los corredores una ristra de habitaciones cuyo número solo estaba limitado por el presupuesto del dueño o porque el lote de terreno se acababa. Cocina al fondo y baño al fondo y a la derecha. Un aljibe, un espacio para el jardín frontal donde generalmente crecía un ubicuo jazmín-mango y unos carotos2 irreductibles, y una escalerilla que conducía al portón sobre la acera. Así era la casa, sala al frente, dormitorio en el centro y comedor en el tercer chorizo de la ristra que mi abuelo otorgó a mi madre.

La casa que empezó a inclinarse. Porque el terreno vecino contenía una casa abandonada, con las puertas y ventanas clausuradas con tablones, silenciosa, obscura y siniestra. Mi madre me solía contar lo que le contaba a ella su padre, que allá por los años treinta, quizás después, vivía allí un joven matrimonio; que hubo una historia de celos y el hombre mató a la esposa y luego se suicidó. Después del doble sepelio, apareció un anciano de afligido aspecto y cinta de luto en   —14→   la manga del saco, posiblemente padre de la mujer asesinada, acompañado de unos trabajadores que cerraron herméticamente la casa, y nunca más hubo allí una señal de vida.

Aunque señales fantasmales sí. Por las noches y pared de por medio. Acostado, de niño, con mi madre, oíamos ruidos extraños, como de cubiertos que se ponían en la mesa, pasos, de pronto voces, algunas veces gemidos y llantos y golpes de muebles que caían. En ocasiones, especialmente después que cumpliera los 14 años y empezaba a tener fantasías pasionales, me parecía escuchar una voz femenina que pronunciaba mi nombre, con cierta urgencia de llamada. Mi madre rezaba y yo arropado en mi cama sentía que todo estaba bien y el miedo lejos. Pero mamá ahuyentaba su terror con inacabables ave marías y padre nuestros que fluían incansable de sus labios. Aquellos ruidos se hicieron tan rutinarios que acabamos por aceptarlos como naturales y perder el miedo, hasta el punto en que yo, ya en la adolescencia, cuando sentía que entre aquella sinfonía sobrenatural me llamaban por mi nombre sin imaginar que era Carmen, solía invitar a amigos y compañeros   —15→   de colegio a pasar la noche en la habitación de atrás, orgulloso de tener una casa fuera de serie, con una vecindad de lastimeras almas en pena que a veces parecían llamarme desde la eternidad. De paso, aquella diversión me servía de test para determinar el grado de coraje de mis amigos. Al presentarse los ruidos fantasmales, unos sencillamente salían disparados rumbo a la terrestre normalidad de sus casas, otros palidecían pero el viejo amor propio funcionaba y se atrevían a permanecer en vela, dejándome un poco frustrado porque nadie mencionaba lo de la llamada. Ahora que recuerdo, ninguno de mis amigos aceptó una segunda invitación.

Aquel fenómeno sobrenatural, fue al fin, la causa indirecta de que nuestra casa se inclinara progresivamente, y progresivamente fuera matando a mi madre.

Pero ya llegaremos a eso. Porque debo hacer primero la confesión de un atrevimiento que ahora que lo memorizo, marcó desde mi niñez esta especial vivencia (¿desvarío?) que es mi vida de adulto, al que contribuyeron con eficacia don Anselmo, don Otto y la libidinosa doña María y en especial Carmen y las otras   —16→   mujeres. Me introduje clandestinamente en aquel santuario del dolor y de la tristeza. Tenía quizás trece o catorce años, edad que se dice del despertar de las pasiones y aunque no se dice pero yo sé, es también del despertar de las curiosidades urgentes, sean por los erizantes secretos que oculta una falda femenina como por las interioridades subyugantes de una casa vacía con un tesoro de aventuras, sobresaltos y escalofríos. El adulto, viejo o anciano que afirma no haber mirado por una cerradura alguna esplendorosa intimidad femenina o explorado jamás una casa abandonada, miente.

Por el frente era imposible entrar, pero el hecho fue que desde el techo de la letrina familiar era posible deslizarse a los fondos de la casa misteriosa. Y así lo hice una siesta de verano, de un brillante sol que hacía imposible toda convocatoria de aparecidos, protagonistas de las obscuridades espesas de la noche. Fue fácil forzar un ventanal que iluminaba la cocina. Por allí me introduje, y de la cocina, encontré el camino al interior de la casa.

Fue como penetrar en un mundo extraño, y me equivoqué con el sol que brillaba afuera,   —17→   porque dejaba intactas las sombras que parecían solidificadas de la casa abandonada. Había una sala con rastros de haber sido lujosa, con muebles y sillones cubiertos de polvo y en el piso una alfombra que había perdido sus colores. En las paredes numerosos cuadros con marcos que tal vez fueran dorados, todos con pinturas de flores, pensamientos y violetas en graciosos jarrones, un clavel enorme que parecía querer desprenderse del marco, un rosedal florecido bajo el sol de primavera, lirios sobre un fondo obscuro y de prestancia casi funeraria recibiendo el haz de luz de una ventana, narcisos que se miraban en un transparente estanque, un cantero de margaritas en flor. Flores y luz irradiando de los viejos cuadros como si la delicada feminidad de aquella desgraciada esposa quisiera imponerse en todos los detalles de la sala, que se completaba con una suerte de hornacinas abiertas en las paredes, con polvorientas figuritas de porcelana, doncellas y pastores, gnomos querendones, un molinero obeso y de mejillas de manzana y damas de elegancia versallesca que hablaban de delicadezas de mujer, con una sola excepción, un cuadro distinto sobre una falsa   —18→   chimenea, casi una réplica masculina y grosera a la abundancia floral, pues representaba un grupo de soldados harapientos y esqueléticos que empujaban tratando de hacer rodar un férreo cañón en un terreno pantanoso y espeso.

Recuerdo nítidamente un piano en la sala. Vertical y negro, con la tapa abierta, como si quien tocara por última vez sus teclas interrumpiera su música solo por un instante y no para la eternidad inesperada que acechaba en un día de tragedia. Recuerdo también la partitura sobre el piano, la Serenata, de Schubert. Entonces, en mi mente adolescente que ya había sido agredida por la literatura atroz de Vargas Vila, sin entregar su inocencia hasta entonces, tomó una forma idealizada aquella difunta que reclamaba paz en las noches fantasmales. Joven, amaba las flores, amaba la música. Complaciente, permitía a su marido violar el delicado equilibrio de su sala con sus soldados cadavéricos en el pantano maloliente y un feo cañón inmovilizado en el barro.

Sobre el piano, dos fotografías en marcos gemelos plateados. Sacudí el polvo de una de las fotografías, era ella, y tenía una dedicatoria:

  —19→  

«A mi amado esposo Carmen» con una letra pulida y perfecta que ya no se ve y cuya tinta azul se había vuelto violeta. El otro retrato era del esposo. «Con cariño, Pablo», lo que se dice, una dedicatoria a la carrera y sin compromiso. No pude sino forjarme entonces, la imagen de uh hombre frío, formal, disciplinado, enamorado de glorias bélicas e inexpresivamente formalista, con brevedad castrense. Un personaje conflictivo, especialmente para la dulce tañedora de la serenata de Schubert. ¿No habrá sido un militar? -me pregunté entonces.

Dudoso, porque la fotografía era de un hombre de civil, de no más de treinta años. Un rostro huesudo, sin carnes, ascético, como imaginamos que fuera el Dr. Francia, mirada cruel incluida.

Toqué casi nada, atacado como estaba de una carga reverencial en el alma. Salvo la fotografía de Carmen, que me la llevé, y un grueso cuaderno de tapas rojas con un inevitable diseño en relieve dorado de una flor, y un nombre: Carmen Sosa. Tengo la fotografía hasta hoy, miles de años después de aquella incursión. O mejor dicho, ella me tiene a mí.

*  *  *

  —20→  

«Alguna vez llegará. Llegará en las sombras. Y habrá un propósito que engendra luz. En la espera no pasa el tiempo. El tiempo es un poro de mi piel». Esta fue uno de los pensamientos (poemas?) escritos en el cuaderno de Carmen.

La historia de fantasmas perdió con el tiempo su episodio original, que fue olvidado, y empezó a tejerse la leyenda de un «entierro» de los tiempos de López, custodiado por almas dolientes que no hallarían la paz si algún afortunado no encontraba el tesoro. Aquello interesó a una especie muy característica de la Sociedad paraguaya, hombres sombríos y enflaquecidos en la pasión del oro oculto, que se pasan la vida recopilando historias de fantasmas, aparecidos y espectros que hacen sonar invisibles cadenas, con una variante zoológica de perros sin cabeza y relinchos de caballos de batalla enloquecidos. La torpe codicia concebía aquellas manifestaciones sobrenaturales como «señales» de la existencia de una riqueza enterrada.

A oídos de uno de esos personajes llegó distorsionada ya, el rumor de las andanzas de ultratumba de la casa vecina, y al frente de una pandilla de fanáticos como él, se introducía   —21→   a altas horas de la noche en la casa abandonada y procedían a cavar con tanto frenesí que el edificio se llenó de hoyos, los hoyos de agua subterránea, y los cimientos de ambas casas, la de los fantasmas y la de mi madre, empezaron a apoyarse en tierra fofa y removida. Consecuencia de la fallida aventura de los buscadores de tesoros, fue que la mansión espectral se derrumbó, y la casa de mi madre, como una torre de Pisa de los extramuros asuncenos, empezó a inclinarse. De los pilares y maderamen caía un fino polvillo, las paredes se adornaban de rajaduras de caprichoso diseño, y no había puerta que encajara en los quicios. Ahí empezó la corrosiva angustia que terminó por llevar a mi madre al otro mundo. Especialmente por las noches se percibía que la casa se iba inclinando hacia atrás, como la gorra sobre la frente de un soldado acalorado que va llevando la visera hacia la coronilla. El estallido de una baldosa en el corredor, la queja metálica de una canaleta de hojalata, el deslizamiento de una teja, el crujido de un tirante o el rechinar de una viga, nos despertaba para salir despavoridos a la seguridad del patiecito ladero. Día a día, la inclinación era más   —22→   evidente y si algo caía al suelo, resbalaba hasta la pared medianera. Mas tarde, también los platos y los vasos en la mesa de la cocina tendían a deslizarse y mi madre hubo de poner un trozo de madera para sujetar su máquina de coser que cuando ella trabajaba deslizábase por la pendiente.

Los sucesivos sustos nocturnos fueron minando la resistencia de mi madre. Alguna vez insinué que nos mudáramos. «Ni loca» me respondió, y me repetía su teoría de que los cimientos encontrarían un plano rocoso y cesaría nuestro tormento. Pero ni ese optimismo sirvió de bálsamo. La casa que la pobrecita había heredado se moría y parecía querer llevarse con ella a su propietaria.

Entonces sucedió. Una noche de julio soplaba un fuerte y helado viento del sur, cuyas ráfagas arremetían en tandas sucesivas contra las paredes de la casa. Aquellos empujones nos tenían insomnes, alertas a cada arremetida del viento y a los quejidos de la vieja estructura, cuando se presentó otro sonido, ominoso, distinto, subterráneo, lo más parecido que he oído en mi vida al estertor de agonía de una casa. El piso se inclinó y nuestra cama se deslizó por la pendiente hasta   —23→   detenerse contra la pared. Entrenado como estaba en tantos zafarranchos de desastre salté de la cama y salí al pequeño patio. Volví la vista y mi madre no estaba. Vacilé y solo volví cuando el gorgoteo subterráneo cesó. La casa aparecía más inclinada que nunca, y mi madre, en la cama, estaba muerta. Tenía entonces diecinueve años, y cursaba el primer año de la facultad de Derecho.

*  *  *

«Acaso él venga de la soledad. La soledad es el vientre colmado de una mujer de luto». Carmen, en su cuaderno.

Solo en el mundo, abandoné la casa, que terminó poco más tarde de derrumbarse. Pero no me fui del vecindario. Don Anselmo, el almacenero del barrio que me conocía de niño y para no aburrirse me enseñó a jugar ajedrez, panzón, sucio y bondadoso, me ofreció una pequeña habitación en el fondo de su casa, y por añadidura comida, con la entusiasta aprobación de doña María, su esposa, que lloriqueó algo como «que no tenemos hijos» mirando con reproche a su marido que empezó a rascarse los testículos, como si allí residiera la vergüenza de su vida, agravada   —24→   por el hecho de que doña María era una mujerona morena y aun joven con grandes pechos como capaces de suministrar leche a todo un orfanatorio y caderas anchas y generosas que parecían hechas para parir bebés por camadas. Aclaré al principio que no tenía con qué pagarle, y me respondió que lo lógico en mi situación era que buscara trabajo, que le pagara cuando lo consiguiera, y que debía preocuparme de continuar mis estudios. Doña María hacía gestos aprobatorios. Y además -decía don Anselmo- que debía buscar un abogado que abriera la sucesión de mamá para heredar lo que quedaba de la casa, que algo valdría. Todo un alma de Dios, buenote como eran todos los almaceneros panzones, de los que tenían un cartelito entre latas de durazno y mortadelas que decía que «hoy no se fía mañana sí» pero fiaban siempre, antes que los coreanos los convirtieran en una especie en extinción. Me instalé allí y salí a buscar trabajo. Que fue más difícil de lo que suponía, porque mi preparación de estudiante de primer año de Derecho no me capacitaba mucho, además no escribía a máquina ni sabía inglés. Debo aclarar que cuando mi madre vivía, recibía   —25→   cada fin de mes un cheque que nos ayudaba a sostenernos en ajustada austeridad. Mi madre era poco en todo. Comíamos poco, me hablaba poco, me contaba poco de su padre y de su marido, y solo parloteaba mucho cuando se desataba el aguacero de sus recuerdos del querido tío Jorge. Además, yo transitaba las calles cuando no estaba en la escuela o el Colegio, haciendo trabajitos como entregar paquetes de una imprenta y llevar pedidos de un Almacén al Por Mayor y Menor. Nunca averigüé de donde venía y quien mandaba el cheque, de suerte que no tuve modo de contactar con aquella misteriosa fuente de ingresos, informar del tránsito de mamá y sugerir respetuosamente mi persona, Manuel Quiñonez, como destinataria del envío mensual. Lo curioso del caso es que al morir mi madre, la ayuda cesó. Sospecho que mi madre se llevó a la tumba un episodio secreto de su vida, posiblemente relacionado con la camisa de fuerza en que metieron a mi padre. De ahí mi búsqueda de trabajo.

Conocedor de mis fracasos, don Anselmo me recomendó a un amigo suyo, «un alemán algo tilingo», me dijo, que necesitaba un ayudante y tenía un extraño oficio, arreglaba   —26→   muñecas y restauraba maniquíes en un tallercito montado en su casa, sobre un callejón impregnado de olores cuya procedencia mejor no averiguar, cercano al Hospital de Clínicas, despreciado, el callejón de trasmano, por las farmacias de todo pelaje y magnitud que se amontonan voraces en torno a ese antro de dolor y necesidad que es el Hospital.

Cuando llegué al taller de don Otto, la puerta estaba abierta, de modo que entré en el galponcito penumbroso, uno de esos lugares donde la luz parece negarse a penetrar salvo para trazar una línea de sol pálido donde se mueve un mudo festival de polvos movedizos, y allí no había nadie, salvo una colección de ojos azules, violetas, verdes y obscuros que me miraban desde mesitas, estantes e incluso desde el suelo, y en otros estantes, lastimeras muñecas polvorientas y ajadas con las cuencas de los ojos vacías, mutiladas y espectrales, como cadáveres en una improvisada catacumba de la inocencia. Y los maniquíes sin los ropajes, de pie en sus pedestales, fingiendo en las sombras una asamblea de bellezas congeladas en una última pose seductora. Por asociación de ideas, me vino a la memoria la lúgubre sala de la casa de los fantasmas.

  —27→  

Llegó don Otto, y a primera impresión que tuve fue que con lo de «alemán medio tilingo» mi benefactor se había quedado corto. Era tilingo entero y quizás más. Es lo que pensé antes de conocerlo mejor. Flaco, rubio, con huesos forrados de fibra más que de carne, de pelo herrumbroso y erizado, ojos pequeñitos perdidos en la profundidad de las cuencas protegidas por cejas torrenciales color arena, se había dejado crecer un bigote que en ambos extremos apuntaban hacia abajo, como si quisiera disimular su tipo nórdico con ese bigote de chino. No demostró ninguna molestia por mi intrusión en el taller.

-¿Muchacho? -Su voz ronca venía cabalgando sobre una bocanada de caña fuerte.

-Soy el recomendado de don Anselmo. Manuel Quiñonez.

-Ya, ya. ¿Le trataron bien?

-No había nadie en la casa, don Otto.

-Me refiero a ellas.

Desconcertado miré a mi alrededor.

-¡Ellas, las chicas! -repitió con mayor énfasis y aliento más espeso.

Sospeché que se refería a los maniquíes. Borracho o loco, o más bien borracho y loco fantaseaba con las muñecas de hielo. Que lo   —28→   hiciera si le venía en ganas -me dije entonces- siempre que resultara inofensivo. Yo necesitaba trabajar, y no sabía lo que sé hoy, que cada uno tenemos una respuesta a la soledad, y todas son válidas.

-Son mi familia, vienen y se van -decía don Otto- se van más bellas de lo que vinieron. Donde quiera que se vayan, recuerdan con nostalgia al viejo Otto.

Acariciaba un maniquí y me informaba.

-Esta es Gladys. Le tuve que borrar de la cara una fea arruga de amargura. Parece que tuvo amores con un hombre casado, la pobrecita.

Tuve que pasar toda la mañana conociendo a Gloria, la divorciada, a Matilde «que tenía esa expresión dura porque fue violada por su padre» según me informaba, para agregar después con voz bajita para que Matilde no oyera que el shock de la violación «la volvió tortillera»; y a Nancy La Defraudada que nunca podía tener un hijo porque a los seis meses perdía el bebé, y a Rosana y a Beatriz y a Silvia, coincidentemente todas protagonistas de historias tristes y desgarradoras cocinadas en las profundidades de aquel cerebro saturado de alcohol que parecía abrirse en una rendija tenue por donde escapaba una poesía   —29→   que por ser poesía no necesita ser cuerda ni hace loco a nadie.

Pero pensé seriamente que por mi salud mental, en la que no confiaba mucho por el posible antecedente de mi padre enfundado en una madrugada de agosto en una camisa de fuerza, debería buscar una ocupación algo más convencional y un patrón un poco más juicioso, pero con esos remilgos no hallaría los medios para pagar cama y comida a don Anselmo. Además, un poco permeable a las fantasías de don Otto encontré cierto atractivo levemente pecaminoso en el fetichismo del alemán que elaboraba para aquellos bellos rostros de yeso y pintura una imaginaria impronta de humanidad herida. Un poco más tarde descubrí lo seductor de caer en tales fantasías, cuando me di cuenta de que al fin, yo también tenía mi propio fetiche, la fotografía de la dulce Carmen y su cuaderno de apuntes. Desde entonces fui más paciente y comprensivo con los delirios de don Otto.

Los delirios de don Otto. Durante las noches, como sobremesa de nuestras cenas de pan, mortadela y vinos ácidos en cuyo linaje no figuraba una sola uva, me contaba que sacaba a pasear por las noches a las   —30→   chicas. Reían felices como cotorras, decía, y después reflexionaba que la alegría de la libertad, del paseo por las calles, devolvía la inocencia y borraba penas de la memoria. Me aclaraba muy serio que las llevaba, en grupo bullicioso, por «los lugares de esta ciudad que enseñan algo». La zona de la Terminal de Ómnibus a veces, donde la niñez derrotada mostraba su rostro más angustioso y doliente, o el Mercado 4, con sus carniceras gordas, el barro podrido sobre los asfaltos, las prostitutas niñas, los chicos que aspiran cola de zapatero para fugarse del abandono y los laberintos apiñados de ese mundo donde se oferta una desgarrada pobreza para comprar un día de supervivencia; la Plaza Uruguaya donde desteñidas putas fofas y desdentadas ofrecían su carne corrompida en hórridos hoteles de camas crujientes, colchones que huelen a claudicación y una roña como de vida podrida manchando las paredes y obscureciendo obscuros pasillos y tambaleantes escaleras. Me decía el pobre viejo que les mostraba a las chicas esas miserias, porque la vista de la derrota ajena consuela la pequeña derrota propia. Y que subían las calles empinadas que conducen a la escalinata de   —31→   Antequera, encontrando en cada esquina travestis patéticos, exhibiendo sus atuendos provocadores, sus maquillajes monstruosos, sus pechos inflados, sus minifaldas que no insinuaban el tibio misterio de una vulva cálida sino la pesadumbre sin fin de un pene inútil y la barbarie de un trasero transformado en órgano sexual. Algunos de ellos desafiantes, otros tímidos y acechando clientes desde la sombra de tinta china de los últimos naranjitos de la ciudad cambiante.

-Les hace bien la vista de esas miserias -decía don Otto-. Vienen reconciliadas con su propio dolor.

Don Otto me enseñó los secretos del rejuvenecimiento de los maniquíes y de la reconstrucción de las muñecas mutiladas por la tierna ferocidad de las mamitas niñas. No tenía familia y la historia de su vida era un misterio, porque me contaba, generalmente en estado de borrachera aguda lindante con el delírium trémens, y sucesivamente, que fue soldado en Stalingrado, oficial del Afrika Corps de Rommel, capitán de un submarino negro que tenía pintada una U enorme en el casco. Más tarde olvidaba dichos antecedentes y se convertía en un   —32→   heroico agente doble que había salvado muchos judíos haciéndoles cruzar la frontera suiza, y enamorando y seduciendo en la jornada a través de bosques de pinos y desfiladeros obscuros a todo un catálogo de Ruths, Judhits, Miriams y demás bellas hijas de Israel que se rindieron con gratitud a sus encantos viriles. Un día que se levantó de la cama todavía con el temblor mañanero del bebedor que no arremetió contra el primer vaso, y con menos nostalgias marciales, me dijo que había sido maquillador jefe de la Ópera de Berlín, cosa que me parecía más creíble, especialmente cuando se divertía en envejecer o rejuvenecer, entristecer o alegrar, dar un toque de sombría amargura o de iluminada inocencia a un rostro de maniquí, con algunos diestros trazos de su pincel.

No me fijó sueldo sino sencillamente dividía puntillosamente en dos partes los ingresos de la semana y me entregaba mi mitad, que con frecuencia era la mitad de nada, porque arreglar muñecas y remendar maniquíes y repintar sus hermosos rostros no era un oficio de mucha demanda, pero como me dejaba mucho tiempo libre, puse un cartelito de «se enseña aritmética y castellano» y para   —33→   sorpresa mía, acumulé en torno mío un alumnado de como de diez avergonzados taraditos en edad escolar traídos por sus frustradas mamás. Obtuve así una buena renta semanal que ofrecí a don Otto dividir también en dos, con el resultado sorprendente de que con algún resto de su hidalguía germana se ofendió a muerte, como si hubiera agraviado su hombría tocándole indecorosamente el trasero.

Pude pagar mi pensión y continuar dificultosamente mis clases en la facultad, tomando en préstamo libros y alcanzando síntesis de las lecciones que era fotocopias de fotocopias, y todo hubiera transcurrido en paz, si no hubiera perdido mi virginidad, masculina y heterosexual, se entiende, en la forma tan vergonzosa como ocurrió.

*  *  *

«Vence a la bestia, amado. Tu victoria soy yo». Todo lo que escribía Carmen era críptico a veces. Y a otras de deslumbradora claridad.

Solía llegar a casa muy tarde, ya alrededor de las once de la noche, procedente de la facultad. Entraba siempre sin hacer ruido,   —34→   especialmente los días en que don Anselmo no iba a jugar su partidito de bochas y de paso emborracharse como una cuba con otros barrigudos como él en el Club Martín Pescador, y con ánimo de no molestar el sueño de mis benefactores. Aquella noche encontré como siempre mi modesta cena sobre la mesita de luz, tapada con una servilleta inmaculadamente blanca y con la correspondiente gaseosa al lado. También como siempre, consumí la generosa porción de bife a la marinera con ensalada de papas. Repasé durante una hora mis lecciones, salí afuera a orinar, me quité la ropa, me acosté, extraje, como todas las noches en íntimo ritual, la fotografía de Carmen del cajón de mi mesita de luz y me puse a contemplarla. El cabello obscuro y tirante hacia atrás, descubriendo una frente iluminada, cejas espesas y unas pupilas que debieran ser azules o verde claro o pardas, imposible de determinar en una foto color sepia, y aquella media sonrisa que ya me sabía de memoria, que me miraban como pidiendo perdón por haber vivido tan lejos de mí en el tiempo, por ser tan hermosa y por haberse muerto en forma tan atroz. Le di las buenas noches a   —35→   Carmen y caí inmediatamente en mi acostumbrado sueño de plomo juvenil y fatigado.

En la profundidad del sueño, intuí que algo raro estaba pasando. Pensé en una pesadilla, un terremoto. Estaba en mi casa que caía. Mi casa que me aplastaba contra la cama. Subí un poco mas arriba, hacia un despertar. No, no era mi casa sobre mí. Las casas caen pero no galopan. Desperté. ¿Qué diablos hacía mamá sobre mí? No era mamá. Era Doña María, desnuda, estaba sentada ahorcajadas sobre mi humanidad, yo la tenía ensartada y ella galopaba con velocidad creciente, como un sargento de caballería lanzado al combate, y dando grititos de guerra. Sentí susto, terror, miedo, asco, y de pronto, placer, más placer, la visión de dos pechos enormes que rebotaban con el galope, y por fin, aterrorizado y eufórico, sentí que mis entrañas salían disparadas y sacudían con el impacto a la poderosa mujerona que se erguía casi hasta alcanzar el techo y gorgoteaba y se tiraba de la espesa cabellera revuelta y negra. Fatigada, se dejó caer sobre mí que me asfixiaba con tanto cabello desparramado cubriendo mi cara, y me susurró al oído que «mi amor, cada vez que Anselmo se va a las   —36→   bochas voy a venir a hacerte feliz». Me liberó de su pesada feminidad de hipopótamo y desnuda, se fue silenciosamente.

A la mañana siguiente descubrí dos cosas. Que sobre la mesita de luz había una grueso fajo de billetes, y que me resultaba imposible durante el desayuno, mirar la cara de arcángel gordo y envejecido de don Anselmo.

Camino ami trabajo, mi ángel y mi demonio se trenzaban en fragorosa pelea. Mi de demonio me deslumbraba con la tentación de una vida regalada, dinero y repeticiones de una iniciación sexual que empezó con una violación y terminó en una explosión de gozo. Mi ángel me echaba en cara la bondad burlada de don Anselmo, mi benefactor devenido a cornudo, la vergüenza que me quemaba la cara al enfrentarme a él, la certidumbre de vivir en adelante, la vida de un malevo satisfecho y en lucha contra su conciencia.

Inesperadamente, apareció en mi mente el rostro de Carmen. ¿Qué me diría Carmen sobre mi dilema? Carmen tocaba melodías lánguidas en el piano, amaba las flores, escribía lo que parecían pensamientos, ideas o poemitas dulces en un cuaderno, anotaba sus penas y nunca escribía un reproche.   —37→   Carmen era toda la dulzura que puede oponer una mujer a la crudeza de una montaña de carne sudorosa galopando sobre mi vientre. Saqué en conclusión de que al enterarse Carmen de lo que había sucedido, me miraría escandalizada y me daría la espalda.

Carmen decidió por mí. Sorpresa, pena, desencanto se pintaron sucesivamente en la cara de don Anselmo cuando al día siguiente, le dije que me mudaba a vivir con don Otto. En su cara regordeta casi asoma un puchero infantil. Yo era el objeto y sujeto de su espíritu cristiano y le estaba quitando la alegría de ganarse el cielo por anticipado. Me fui y dejé el dinero donde doña María lo encontraría. Carmen no aprobaría que me llevara el dinero.

Había en los fondos de la casa de don Otto una ruinosa pieza amoblada con una cama, un ropero, una mesita y un foco eléctrico colgando de un cable reseco y cagado de moscas. El alemán la tenía alquilada a una madura enfermera del Hospital que al principio solo la utilizaba para pasar la noche, pero caída después en una «menopausia deficitaria» según el diagnóstico de don Otto, aparecía cada noche con un acompañante   —38→   masculino distinto, sin que se notara ningún proceso de selección, porque lo mismo podría ser otro enfermero, vendedor ambulante, estudiante de medicina o médico jovencito, hasta que la dormida moralidad de don Otto empezó a manifestarse al ver que la insaciable mujer traía a la habitación a un indio alto y musculoso cargado de arcos y plumeros que no había podido vender, y se sintió definitivamente herida cuando el acompañante de turno resultó ser un sujeto descarnado y pálido que caminaba sosteniendo en alto un frasco de suero conectado a su antebrazo con un tubo de goma. Aquello le resultó tan malsano y enfermizo al idealizador de bellezas, que echó a la enfermera. Con semejante antecedentes, compré un colchón y sábanas nuevas para la cama.

Don Otto me ayudaba a desempacar y a poner en orden mis libros, cuando vio el retrato de Carmen.

-¿Tu madre cuando joven? -preguntó.

-No.

-¿Tu abuela?

-No. Es Carmen.

-¿Y quien es Carmen, Manuel?

Le conté toda la historia, las almas en pena   —39→   y mi incursión incluida en la casa abandonada. Pero a pesar de ser tan detallista mi relato, tenía la sensación de que no estaba contando todo. Que Carmen era más que la víctima de un episodio trágico. Que no era en mis recovecos mentales una mujer muerta sino concretamente una mujer, sin edad, sin ubicación en el tiempo, curiosamente viva, y tierna y omnipresente en mis sueños y también en una memoria que se me iba instalando sin darme cuenta. Los ojos del alemán me taladraban desde abajo del matorral de sus cejas, y tuve la certeza de que estaba leyendo todos mis secretos.

-¿Robaste otras cosas de ella?

-No las robé. Ella me las dio.

Me miró con una complacida sonrisa de complicidad como pensando que ya no estoy solo, los locos somos dos. Enseguida me pregunté por qué había dicho la tontería de que ella me había dado el retrato y el cuaderno, con tanta seguridad. La camisa de fuerza de mi padre cruzó velozmente por mi mente.

-¿Qué más? -insistía don Otto.

-Un cuaderno.

-¿Un diario íntimo?

  —40→  

-Solo apuntes.

-¿Puedo verlo?

-No -negué rotundamente. Carmen me pertenecía, y su intimidad también. Sino fuera por mi incursión el retrato y el cuaderno, Carmen y sus pensamientos, se estarían pudriendo bajo una pila de escombros. ¿No tenía acaso el atrevido su colección de maniquíes bellas y castigadas por la vida?

Finalmente, haciendo un esfuerzo me rescaté de lo que consideraba delirio y asomé a la ramplona realidad que no tiene ubicación para fetiches más o menos seductores de yeso o convertidos en cenizas en una sepultura. Le di el cuaderno a don Otto y se lo llevó a su dormitorio.

*  *  *

«La memoria es el bálsamo de la consumación». Un pensamiento lleno de melancolía de Carmen.

-Tienes que averiguar por qué la mataron -me decía don Otto, que se había pasado la noche en vela hojeando el cuaderno de Carmen.

Estábamos trabajando en el taller. Don Otto tratando de reinsertar un ojo en la cuenca vacía de una muñeca rubia y yo   —41→   haciendo el borrador del «deber de aritmética» que el más burro de mis alumnos debía copiar en su cuaderno. Era un trabajo extra, no muy ético, que había derivado de mi oficio de enseñar. Hacía deberes escolares por encargo, y composiciones sobre «las vacaciones» o «las flores de mi jardín», y mapas, con la gratitud de las mamás que a veces enviaban dinero, y generalmente, alimentos para nuestra escuálida Intendencia, que así llamaba don Otto a una roñosa fiambrera de tejido de alambre fino.

-¡Que locura! -dije.

-Exactamente, es una locura, hijo.

Desde semanas atrás me venía llamando «hijo». Al principio no me gustó, pero después descubrí que la palabra sonaba bien.

-Entonces, papi, dime la razón por la que haga una locura.

Silencio, concentración en aquel ojo que no respondía a los temblores matinales de la mano de don Otto, entraba, pero la muñeca quedaba bizca.

-¿Crees que soy un hombre razonablemente feliz? -preguntó.

-¿Que es «razonablemente feliz»?

-No tener nada y tener todo.

  —42→  

Pensé que la primera condición estaba hartamente cumplida por don Otto. No tenía nada. En ese momento, ni dinero para su desayuno alcohólico. ¿Pero donde estaba el todo? Se lo pregunté. El viejo sonrió y se volvió a mirar su colección de maniquíes.

-Mi todo es mi locura, hijo.

Curioso -me dije_ por fin dice algo cuerdo para justificar su locura.

-No hablan, no complican, no piden. Se dejan amar -decía don Otto-. Son tan puras que ni siquiera tienen historias, y bondadosamente dejan que yo les dé una historia y un nombre, y mucha compasión y mucha comprensión.

-¡Pero si son de yeso y cartón!

-Y yo soy de carne y hueso, y tengo mi espíritu, mi alma, mi memoria, mis huevos fosilizados y mi pito devenido en una uva pasa. Ya no necesito sexo ni sensualidad, solo un poquito de contemplación y fantasía. Eso es «todo», hijo. Si quieres ser feliz, tu maniquí es Carmen. No tienes que inventar su historia, sino descubrirla. Y ya estás en camino.

-Eso sí que es nuevo.

-Ya estás en camino. Estás enamorado de Carmen. Es tu maniquí. Busca su verdad y la encontrarás a ella y será toda tuya.

  —43→  

-¿Eso es ser «razonablemente feliz», don Otto?

-Como yo, hijo.

-Pero se da el caso de que soy joven, tengo el pito como una banana inquieta y los huevos cargados con una turba de descendientes posibles. Estoy estudiando para abogado. No me puedo pasar la vida tratando de resucitar a una muerta.

-Está menos muerta de lo que piensas.

No sabía don Otto la verdad que estaba diciendo, y la influencia que tendría Carmen sobre toda mi vida, ni yo hubiera hecho tan grosera referencia a mis genitales.

Está mas loco de lo que parece -me dije sin embargo entonces- y escuché como un suspiro en mis espaldas. Me volví y me pareció ver en la penumbra que Rosana, o tal vez fuera Beatriz, o Silvia o Matilde o Nancy me guiñaba un ojo como diciendo que don Otto es más sabio de lo que se supone. Me levanté y salí afuera, irritado conmigo mismo. Si empezaba a confundir el pedo de algún ratón con un suspiro femenino y un juego de luz con un guiño, estaba más cerca de la camisa de fuerza de mi padre, de lo que pensaba.

Como si me faltara mas elementos que agregar a los conflictos que en ese tiempo   —44→   sentía rebullir en mí, y más imágenes tontas y generalmente pesadillas y sueños de romances espectrales, algunos días después de la ridícula conversación con don Otto, me desperté encontrándolo sentado en mi cama. Sonreía feliz de oreja a oreja con el aire de ser portador de una gran noticia. Tenía un papel en la mano.

-Carmen ya tiene nombre -me dijo-. Se llama (no dijo «se llamaba») Carmen Sosa de Ortiz. Esposa de Pablo Ortiz.

Lo miré intrigado.

-Lo de Pablo ya sabía -le dije- ¿Pero de donde sacaste el apellido?

-¡Del diario! -exclamó triunfal pasandome un amarillento recorte.

Más curioso de lo que habría admitido iba a leer el trozo de periódico.

-¡No! -me dijo- tengo otra gran noticia. -Lo decía como un Papá Noel sub alimentado que estaba llenando de regalos mi cama, y me entregó el papelito lleno de rayas que se cruzaban y un círculo entre el laberinto de líneas.

-¿Que es esto, don Otto?

-Un mapa. La ubicación de su sepultura.

Me miraba con la expresión de quien   —45→   espera un merecido aplauso, pero lo enfermizo de la cuestión (según me parecía entonces) solo dio para que le diera un gracias, con la generosa intención de no arruinarle el día. Tuve que soportar primero el relato de su investigación en algún archivo olvidado y por los laberintos del cementerio, y después, que realmente había sido en sus buenos años agente especial de la Gestapo y que había tomado tereré con el mismísimo Himmler.

Cuando se fue, allí, acostado en la cama, leí el recorte arrancado de alguna colección de viejos diarios. «¿Fin de una Tragedia? En la tarde de ayer fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta los restos mortales del desgraciado matrimonio que protagonizara la tragedia que venimos informando en ediciones anteriores, y que ocurriera el 7 de noviembre pasado. Pablo Ortiz y su joven esposa Carmen Sosa de Ortiz están juntos en la eternidad y tal vez se han llevado para siempre las causas de la horrenda muerte de ambos. Como se sabe, la versión policial es que Pablo Ortiz, en un arranque de celos disparó contra su esposa y luego se suicidó. Nuestro, diario sostiene que la explicación no tiene consistencia, habida   —46→   cuenta de las declaraciones de vecinos del matrimonio a nuestro diario, en el sentido de que la joven y bella Carmen era una esposa amante y ejemplar, apasionada por la música y muy apegada a su casa, de la que salía poco. No era el tipo de mujer para aventuras extramatrimoniales. Además, nunca apareció en el curso de las investigaciones el supuesto amante de la joven. En todo caso, los protagonistas de este drama que ha sacudido a nuestra tranquila ciudad, ya duermen el sueño eterno. Paz en su tumba».

Un doloroso sentimiento de compasión me embargó. «No era el tipo de mujer para aventuras extramatrimoniales». Yo ya lo sabía en el fondo de mi corazón. Me lo habían dicho las flores desde un cuadro, Schubert desde un piano difunto, y su cuaderno de apuntes de pensamientos íntimos donde no se deslizaba ni la sombra de una pasión de pecado. «Papá dice que la felicidad es tener paz del espíritu. Entonces debo considerarme feliz. Mi casa. Mi música», había escrito con su pulida letra de alumna distinguida. Las pecadoras no tienen paz. No aman su casa. Se van de ella. Aunque no me expliqué por qué no puso al marido en el Activo del   —47→   balance existencial, junto a su casa y su música. Tal vez no lo amaba, la pobre.

*  *  *

«Tengo mucha fiebre. Mundo: necesitas fiebre». Del cuaderno de Carmen.

Pasaron lentamente los años. Yo estaba empezando el quinto curso y don Otto sufría de esa declinación de borracho que se traduce en temblores más persistentes, y en su caso, una progresiva inanición. Cada vez bebía más y comía menos. La abundancia de las ofertas de las jugueterías hacía que las muñecas averiadas ya no se arreglaban sino se tiraban. La media docena de maniquíes recompuestos y repintados nunca fueron retirados y permanecían en la penumbra acumulando polvo que algunas veces, con cierta piedad en el alma, sacudía con un plumero.

-No me den las gracias, chicas. Lo hago por don Otto. -Ofendidas, no se dignaban contestarme.

A la declinación física de don Otto acompañó la declinación mental. El delirio no era ya cuestión de momentos, sino de todas las horas. Vivía delirio y un vez me dijo en   —48→   tono preocupado:

-Las sinvergüenzas salen, Manuel.

-¿Qué?

-Salen de noche. Creo que van a putear a la Plaza Uruguaya.

Desde esa noche montó guardia nocturna. Bebía coñac para entonarse y café para mantenerse despierto. Semejante combinación iba acelerando su destrucción. Apiadado y para permitirle dormir, me ofrecí a hacer de centinela. No se fue sino hasta comprobar que me instalaba en un sillón de mimbre quejumbroso, conectaba la lamparita y tenía en mi regazo unos libros de texto que debía estudiar. La luz de la lamparita daba directamente sobre las páginas del libro que leía, y todo alrededor quedaba en sombras. En ninguna de las noches en que ejercí la delirante guardia, pude aprender una línea. «Idiota de porquería» me decía al descubrir que era consciente de presencias extrañas que me impedían sumergirme en los meandros del Derecho Romano. Alzaba la vista y allí estaban, erguidas en las sombras. Entonces me golpeaba la cabeza y me daba bofetadas porque de repente caía en el delirio de pensar que sufrían por mi culpa de una ira   —49→   silenciosa, cautivas como estaban, imposibilitadas de salir por las calles obscuras, danzar como náyades fantasmas en torno a alguna fuente seca, correr contra el viento con velos y cabellos flameando; subir parloteando escalinatas, asomarse a terrazas para contemplar el parpadeo de las mortecinas luces de la ciudad en la madrugada, y traviesas, robar flores de los jardines y ponerse coronas sobre sus cabellos de naylon. Ya no sabía si soñaba o fantaseaba cuando las veía erguidas con sacerdotisas esperando la salida el sol sobre el espejo de la bahía y para iluminar la pobreza arrebujada en la noche de la Chacarita. Caminar de prisa por las calles del Puerto, sorteando con delicadeza borrachos dormidos y dejando una flor en una carretilla desprolija y sucia. Y andar por las calles de zonas olvidadas, con balcones enrejados no para que trepe el jazmín sino para que no entre el ladrón y...

Pensé que eso no era sano, ni normal, y con el lenguaje más razonable y mentiroso posible anuncié a don Otto mi renuncia a las guardias. Don Otto no dijo nada aunque su mirada me enviaba andanadas de reproches, y reanudó su vela de todas las noches, hasta   —50→   que una mañana amaneció muerto. Nunca supe que tuviera familia, ni tenía idea de qué hacer para enterrar a un difunto que no dejaba herencia ni para el costo de un ataúd, pero sentía que le debía dar cierto decoro. Le vestí su mejor traje, camisa blanca, corbata, zapatos no porque los hombres deben entrar descalzos y humildes a la Casa del Señor. Lo tendí recto sobre una mesa y hasta encendí dos velas cuyas llamitas oscilaban y parecían dar vida a las caras de Rosanna y Beatriz y Gloria... que rodeaban la mesa mortuoria, porque al fin de cuentas eran su familia, sus protegidas. Nunca un hombre venido de la nada tuvo un velatorio más alucinante.

Por la noche fui al Hospital de Clínicas, hablé con un médico de guardia y le dije que tenía un muerto para ellos.

-Aqui no vienen los muertos sino los que van a morir -me dijo con un gracejo profesional que no me dejó precisamente muerto de risa.

Felizmente un estudiante con el guardapolvos manchado de sangre como si viniera de una guerra, le informó que el cuerpo que tenían para destripar en la clase de anatomía había sido retirado a última hora por su familia. Y así don Otto, fuera donde fuera, podía   —51→   fantasear con los ángeles o con los demonios que había tenido una contribución importante a la ciencia médica, especialmente para la cura de la cirrosis del hígado.

Trajeron una camioneta para llevárselo. Pobre don Otto. No una carroza fúnebre, ni siquiera una ambulancia, simplemente una camioneta con la carrocería abierta, tendido al lado de dos gomas de auxilio inservibles, un rollo de cuerdas y un tacho negro, depósito de letrina u olla colectiva, no sé.

Eran el médico de guardia y tres estudiantes, que al contemplar el espectáculo de aquel singular velorio se quedaron pasmados, y empezaron a mirarme como se mira y se trata a los locos, con excesiva amabilidad, con ese aire de «prudencia, no sea que se ponga furioso y empiece a repartir hachazos». Dejé las cosas así. Y que en mi homenaje, entre burlones y asustados, dieran cortésmente los pésames a las chicas, sin que faltara el travieso de la clase que furtivamente le tocó a Rosanna, o Nancy o... no sé, el sitio donde debía tener el sexo, haciendo que los compinches y hasta el desconcertado doctor escupieran risa. Se fueron llevándose a don Otto. Sentí tristeza, culpa, pero reaccioné pensando que mejor   —52→   que ser comido por los gusanos, resultaba ser destripado por estudiantes. Nunca se presentó ningún deudo ni heredero, y yo seguí viviendo en la casa de don Otto.

*  *  *

«Te sentía muy próximo. Olía a lluvia de verano y a tierra mojada. Mi pecho estallaba de bienvenidas». De Carmen.

-Su examen escrito está muy bien, joven Manuel Quiñonez. ¿Pero qué significa Carmen Sosa? Obviamente Ud. no es Carmen Sosa.

-No, Profesor -contesté avergonzado.

-¿Y entonces?

Me pasó mi examen por escrito, de varias páginas manuscritas. En la primera página, cada esquina del papel tenía, de mi puño y letra, el nombre de Carmen Sosa, como las orlas y las flores enmarcan un diploma.

-Ud. es un buen estudiante. Puede llegar a ser un buen abogado -me dijo-. Pero recuerde que la Ley trabaja sobre lo más crudo y prosaico de lo real. Y las fantasías están demás -concluyó.

A pesar de todo me había puesto un cuatro. Al merecer esa nota alta concluí que si alguna influencia tenía Carmen en mí, era para hacerme perfeccionista. En todo.

  —53→  

«Hermoso sería que el mundo fuera perfecto, que la gente fuera perfecta. Que por perfección, nos coloquemos más cerca de la felicidad». Carmen en su cuaderno.

No era la primera vez que inconscientemente escribía el nombre de Carmen. Mis libros, mis cuadernos de apuntes, algunas hojas sueltas con números de teléfonos o direcciones sepultadas en mis bolsillos tenía Carmen Sosa, o C. S, convertido en monograma que a veces era una flor, un barco de velas o un medallón azteca. Hay gente que habla por teléfono y hace dibujitos en la pared o en la carpeta, y otra que mientras llega el mozo dibuja sus iniciales o monigotes en la servilleta de papel. Algunos siquiatras le dan significados simbólicos a ese jugueteo automático. Yo me preguntaba entonces qué significado simbólico tenía la repetición inconsciente del nombre de Carmen. Sabía que había una respuesta, pero de ninguna manera se la pediría a un siquiatra.

En algún tratado de criminología había leído una palabra, referida al carácter de un homicida-ejemplo. La palabra era «obsesivo». ¿Era yo un obsesivo con respecto a Carmen?

«Yo creo que nadie pierde la pureza de la   —54→   inocencia. Pasaremos mil avatares por la vida y tengo fe de que siempre hay un rinconcito escondido en el alma donde guardamos lo mejor de nosotros» decía una frase escrita en el cuaderno de Carmen. No es posible que personas así despierten obsesiones malsanas.

Hice un examen de conciencia. Es cierto que desde que murió don Otto me llevé su plano al cementerio y localicé la tumba de Carmen. Que iba todos los domingos a llevarle flores. Es cierto que cuando nadie estaba cerca le susurraba preguntas fingiendo rezar, y a veces creía, solo creía, escuchar respuestas. Es cierto que había tratado de reproducir su rostro en uno de los maniquíes que había heredado de don Otto. Y es cierto que tenía vida sexual nula, porque me avergonzaba que Carmen lo supiera, y me suscitaba un molesto sentimiento de culpa. Además, había crecido en mí una terrible timidez en mi trato con las mujeres, pienso ahora, impronta de aquella iniciación sexual con una elefanta en celo. Y es cierto también que me sabía de memoria los pensamientos y poemitas escritos por Carmen con su letra de abanderada del Colegio. Y que tenía pocos   —55→   amigos, y la soledad me pesaba a veces, pero me libraba de complicaciones. ¿Era eso una obsesión? Acaso fuera una forma de obsesión, pero no enfermiza, ni degradante, ni corrosiva de mi inteligencia o mi entendimiento, porque, sin falsa modestia estaba terminando mis estudios de Derecho con notas brillantes. Además, en el pequeño universo de mis circunstancias ortegagassetnianas Carmen era el más puro personaje de mi entorno, por encima de mi madre encerrada en sus secretos, de don Anselmo, culpable de impotencia y bonachón como todo castrado, don Otto, Doña María y sus calenturas salvajes, y los que van surgiendo en esta narración, gente demasiado bípeda, ordinaria, lejos de la excelsitud de Carmen y de su cuaderno. Por añadidura, los obsesos de mi texto de criminología habían matado. Yo era, un obseso, si lo era, empeñado en dar vida a Carmen. Y antes de que me olvide, no conservaba los maniquíes de don Otto por ninguna causa que no fuera el respeto que me merecía la memoria del mejor amigo que tuve.

Quiero aclarar en este punto algunas sospechas que pueden suscitarse en la mente de las personas que lean este manuscrito.   —56→   Confesé mi timidez con las mujeres y mi poca actividad sexual, y acabo de escribir también que conservaba los maniquíes de don Otto. El menos suspicaz de los lectores puede sacar en conclusión que había heredado el fetichismo del «alemán tilingo» como había dicho don Anselmo y había caído en manías horribles como substituir a las mujeres por muñecas. No es así. Las chicas bonitas me producían una gran dosis de sano deseo y tenía los candentes sueños eróticos en los que daba rienda suelta a la pasión con mujeres tiernas, complacientes y hermosas. A veces, solo a veces, las mujeres de mis sueños tenían la cara de Rosanna, o Matilde o Silvia, pero la carne ofrecida a mis urgencias era rosada, tibia y viva.

¿Por qué entonces mi renuencia a abordar como Dios manda a las chicas que me suscitaban deseo? Ya dije, además del episodio placentero-culposo-chocante con doña María, quizás por haber sido criado por una mamá y sin papá, era tímido. Dicen algunos textos que los padres son un ejemplo de virilidad que los hijos recogen, transforman en modelo y tratan de imitar. Es posible, pero no doy a esa teoría una certidumbre absoluta, porque   —57→   volviendola al revés, un niño criado solamente por la madre, terminaría puto, y yo no lo soy. La timidez es la única razón, repito, y desde luego, no tengo por qué ocultarlo, el temor de ofender a Carmen. Muchos trabajos se tomó la pobre Amalia, y después Selva, sacármelas de encima. A la timidez y a Carmen, porque no resultaría extraño que fuera intención de las dos mujeres «liberarme» de ambas a la vez.

*  *  *

«Polvo devuelto al polvo -alguna vez seré- seré solo memoria perdida en un laberinto de luz. -Rescátame, desconocido.- Solo me basta una gota de lágrima-».

Este era uno de los minipoemas escritos en el cuaderno de Carmen, que mayor ternura me suscitaba, y me parecía, entre tanto discurrir por sus páginas, que era el que contenía un mensaje para mí. Rescátame, desconocido. Me traía a la memoria lo que había dicho el pobre don Otto, que le debía a Carmen el esclarecimiento de su tragedia. Lavar su honra, como diría un payaso literario. Muchas veces me dispuse a investigar, pero realmente no sabía por donde empezar, y en aquellos momentos en que con mayor urgencia unas vocecitas interiores me   —58→   decían que saliera a hurgar en ese pasado tan lejano, estaba en la etapa de los exámenes finales de la Facultad y absorbido por mis estudios, con gran entusiasmo, pero con algún retintín de sentimiento de culpa.

Recibí por fin mi diploma de Abogado. Mis compañeros corrían a mostrársela a sus padres. Yo habría querido correr a mostrársela a don Anselmo, pero ahí estaría doña María. De modo que corrí a mostrársela a Carmen. «En el horizonte de la soledad, siempre se vislumbra una mano que llama», esto es de Carmen.

No debo pasar por alto en estos apuntes, que desde que cursaba los cursos superiores, trabajé como auxiliar en el estudio de un abogado, el Dr. Meza, una buena persona aunque ramplona, insensible y bastante tacaña, que me ayudó a alimentarme mejor, a abrir la sucesión de mi madre y vender la propiedad de la calle Humaitá, que me dio el dinero suficiente para poner a nueva la casa de don Otto, haciéndola mucho más habitable para todos. Recuerdo que el Dr. Meza, con su terrestre sentido práctico de abogado en lo comercial, se escandalizó cuando se enteró que había gastado todo el dinero en una   —59→   propiedad cuyo título no tenía, y cuando aceptó mi invitación de visitar la casa totalmente remodelada, observó los maniquíes de don Otto con cierta desproporcionada aprensión y hasta murmuró algo sobre «las locuras de la decoración moderna». No me tomé el esfuerzo de explicarle que no era decoración sino homenaje aun amigo, pero la equivocada impresión que noté en él creció de punto cuando frunció la nariz. Era pleno verano. Me miró con el aire ofendido del superior cuyo subordinado ha echado un irrespetuoso pedo en su presencia y hasta examinó sus zapatos por si hubiera pisado una caca de perro. Le tuve que explicar.

-Es el olor, Dr. Meza.

-¿Que olor?

-De la morgue del Hospital. Está a una cuadra. La congeladora no da abasto para la superpoblación de cadáveres y algunos no alcanzan el privilegio de congelarse decentemente.

-¡Jesús!

Se marchó inexplicablemente irritado. Más que cincuentón, el hombre sufriría mucho si no empezaba urgentemente a convivir con la muerte. Además no tenía por qué marcharse   —60→   sin saludar. El olor solo venía cuando soplaba el viento del norte.

Al llegar el fin de mes, me pagó mi sueldo y me despidió, pero pronto conseguí trabajo en otro estudio. Es que yo era bueno en el oficio, perfeccionista en todo como quería Carmen, tanto que apenas me recibí, el Profesor Candia, uno de los mejores maestros que he conocido, padre de Amalia, y que se había jubilado el mismo año que yo me gradué, me ayudó a poner un pequeño estudio propio, en una habitación sobre la calle Piribebuy anexa a una casa que usaba su casi extinguida familia (solo él y su hija) como un depósito de muebles. Puse en buenas condiciones la habitación en cuestión, aunque el resto de la gran casa quedó como siempre, con sus paredes que daban a la Iglesia de la Encarnación deteriorada por las balas y las esquirlas procedentes de ametralladoras y fusiles instalados en el campanario de esa Iglesia que nuestra política convertía en «cantón», es decir, en el pasado, alta atalaya desde donde se disparaba contra el prójimo por la salvación de la Patria.

Me especialicé, es un decir porque tuve pocos casos, en cuestiones de carácter   —61→   penal, donde hay pocas zonas grises entre la inocencia y la culpa, y más que eso, las miserias de los crímenes me abrían un amplio territorio para ir conociendo la mentalidad de asesinos y violadores, y tener más elementos de juicio para buscar la verdad con respecto a Carmen.

«He llegado a la conclusión de que tengo que dividir mi fe entre Dios y las personas. No se puede creer en Dios sin creer en las personas» había escrito Carmen. Creer con tanta inocencia en la gente no era precisamente virtud de una adúltera.

Un domingo por la mañana que había ido a llevarle flores a Carmen, tuve la sorpresa de que ese día no era yo el único visitante. Desde lejos, vi que frente al pequeño panteón de Carmen, estaba una persona en silla de ruedas. Bueno, no era precisamente una persona, sino lo último que queda vivo de una persona antes de pagar el inexorable tributo a la naturaleza. Una anciana arrugada, con el espinazo ya vencido y el cuerpo sostenido en la silla por almohadones. Escasos cabellos grises cubiertos por una pañoleta y en el regazo una manta de colorido e incongruente diseño escocés. Los ojos apagados y en las manos que parecían las garritas de un gorrión   —62→   difunto un monederito rosado y barato. Los labios se movían como si orara, o tal vez orara realmente. Un muchacho joven estaba sentado irreverentemente sobre una ruinosa lápida con la inscripción de «tu familia nunca te olvidará», leía la edición matinal de un diario. Evidentemente, era el que empujaba la silla de ruedas y estaba cumpliendo esforzadamente su misión piadosa en ese domingo de sol ofrecido a su juventud. Me aproximé a él. Levantó la vista de su diario con curiosidad.

-Perdón... ¿Es su abuela? -pregunté.

-Es mi bisabuela. Tiene 98 años -me contestó.

-¿Puedo hacerle unas preguntas?

-¿Por qué?

-Soy abogado.

-No creo que la vieja haya cometido un crimen.

-No se trata de eso. Veo que la señora está rindiendo homenaje a Carmen Sosa de Ortiz, o a Pablo Ortiz. ¿Por qué?

-No tengo la menor idea, doctor. En todo caso no veo la razón de su interés.

-Es una antigua cuestión sucesoria -mentí veloz y descaradamente- estoy reconstruyendo varios títulos de propiedad. ¿Podría hablar con la señora?

-No puede.

  —63→  

-¡Vaya!

-Tampoco yo puedo, ni mi madre, ni nadie. La pobre vieja es casi un vegetal.

-Es raro que un vegetal venga a rezar en el cementerio.

-Dije «casi», doctor. Hoy amaneció algo lúcida, dijo que era el aniversario de no sé que cosa e insistió en venir aquí.

Recordé el recorte que me trajera don Otto. Hablaba de «la tragedia del 7 de noviembre pasado». Ese domingo era el 7 de noviembre. Aniversario.

La anciana había terminado al parecer y daba golpecitos impacientes a la silla.

-¿Me permite hablarle? -solicité al muchacho.

Me dio el permiso. Me acerqué a la viejecita. Le saludé con un «mucho gusto, señora» que me pareció bastante estúpido. Y a ella también, porque ni me miró ni contestó y pareció arrugarse más sobre su esqueleto. Sus ojos se habían vuelto hacia adentro, como su boca sin dientes. Un pensamiento amargo me estremeció. Para qué vivir tanto si se va a llegar a ser la tumba viva de uno mismo. Pero ella todavía vive -me dije- tiene memoria, recuerda un aniversario. Tiene sentimientos, visita un sepulcro y reza o musita quien sabe   —64→   qué. Una sensación de descubrimiento me embargó. En ese tenue hilo de vida y racionalidad estaba tal vez el último testimonio de lo que había pasado con Carmen. Siempre en plan de abogado de una sucesión pregunté al muchacho si podía visitar a la anciana. Se encogió de hombros y me dio la dirección. Al parecer su único interés era acabar con esa molesta misión dominguera y ejercer su juventud en ese hermoso día de sol y de verano.

Al día siguiente, lunes, Amalia me hizo la misma pregunta que me hiciera mi profesor en la facultad.

-¿Quién es Carmen Sosa?

Tenía derecho a interrogarme. Era la hija del Profesor Candia, generoso hasta dotarme de oficina, y de paso, dotarme también de secretaria ad honorem, en la persona de Amalia. Había entre nosotros cierta relación tensa. De alguna manera no muy sutil, la presencia de Amalia en mi estudio era una imposición de su padre. Ella lo sabía, y sabía que yo sabía que ella sabía, una situación que hace un laberinto los caminos de la comunicación. Era un poco mayor que yo, alta pero con piernas de cigueña, soltera y en un   —65→   par de años más solterona, y hubiera sido bonita si no padeciera de un nariz afilada de beduino que a ojos vista era su tormento. Alguna vez pensé traer a colación como quien no quiere la cosa a Barbara Streissand que había llegado a estrella arrastrando su enorme apéndice nasal, pero pensé que sería muy torpe. Sobre todo con ella, que era Licenciada en Filosofía, nada menos.

En verdad las tensiones iniciales se fueron puliendo hasta que alcanzamos un statu quo razonable. No tenía horario ni sueldo, pero trabajaba bien hasta hacerse indispensable como secretaria, un primer paso para hacerse indispensable a secas, y lo demás caería de maduro: un casamiento que en rigor, estaba en el fondo de la generosidad del profesor Candia. Semejante situación me causaba mucha preocupación. Sabía que terminaría por desencantar a los que confiaban en el proceso lógico de una relación entre un hombre tímido y una muchacha fea, que termina en matrimonio que resulta en alianza contra la soledad, una ristra de hijos y, en el caso del Profesor Candia, la realización del candoroso sueño de ser abuelo por gracia de su única hija fecundada por   —66→   mí. Más preocupación aun me causaba que la pobre Amalia pensara que a pesar de nuestros intercambios de largos silencios rebosantes de reservas mentales, todo ese proceso ya era cosa tácitamente planteada y aceptada. Pero yo no. Ni loco. No podría mirarle la cara a Carmen. Mi compromiso con Carmen era ser bueno, decente, correcto, honrado y todo lo demás.

*  *  *

«Oí en la noche el galope de un caballo. En la obscuridad, tu cabellera alborotada». Carmen.

Contesté a medias la pregunta de Amalia. Que me había interesado la historia de la tragedia de Carmen Sosa de Ortiz. Que me parecía un ejercicio intelectual estimulante encarar el crimen-suicidio no develado satisfactoriamente. Rogaba interiormente que Amalia no inquiriera las razones de ese interés que según sus patrones de licenciada en filosofía y de hija única fea podía tener un fondo morboso, cuando ella misma me sacó del aprieto.

-Me alegra que ya estés pensando en tu tesis doctoral -me dijo.

Procuré no demostrar mi sorpresa. Amalia   —67→   suponía que mi relación con Carmen era una investigación para una tesis doctoral titulado mas o menos «Las Limitaciones de la Investigación Judicial en los Crímenes Pasionales». Dejé que creyera así, y sin malicia y con buen sentido, pensé que mientras Amalia tuviera esa creencia que ella misma había elaborado por sí sola, sería una valiosa ayuda para ayudarme a aclarar lo sucedido a Carmen.

No obstante, fui solo a visitar a la anciana del cementerio. La casa quinta era enorme, sobre la avenida Fernando de la Mora, construida sobre una gran propiedad cuando esa avenida era una carretera de tierra roja, en extramuros de la ciudad. Una especie de castillo feudal entre añosos árboles reinando sobre el pobrerío de la zona. Ya no era castillo, sino una edificación arcaica, acosada, sobre la avenida asfaltada apiñada de negocios y de vendedores ambulantes. Los únicos habitantes de la gran casa eran la señora Elena, viuda joven aun y madre del joven Roberto a quien conocí en el cementerio, y ella, Elena, a su vez nieta de la viejecita que había visitado a Carmen en el aniversario de la tragedia. Una composición   —68→   familiar bastante rara, una madre que cuidaba a su abuela desvalida y tenía un hijo joven, además de un marido difunto. Por su estructura y su amplitud, la casa debió contener en un tiempo una familia numerosa y que se hubiera reducido a tres resultaba una curiosidad, y pasé por alto la tentación de preguntar su por allí había pasado una peste en el pasado.

Doña Elena era una de esas mujeres que creen que los seres humanos nacen para ser serviciales. Gordita, sonriente, diligente, parecía más un hada madura que una viuda joven. Además tenía tendencia a repetir con frecuencia un latiguillo de «¡estoy tan sola!» como si esa fuera la causa de su amabilidad y esta fuera una culpa. Me atendió con deferencia, se tragó amablemente mi historia de la reconstrucción vía sucesoria de unos títulos de propiedad, y me dijo que lamentaba en el alma no tener la más mínima idea de la razón por la cual su abuela visitaba a Carmen Sosa de Ortiz en el cementerio. Consintió sin reserva alguna que yo viera a la anciana y me acompañó a la habitación donde la tenía en reposo, a la que llegamos después de cruzar algunas grandes habitaciones obviamente   —69→   en desuso, caminar por un corredor de primorosas baldosas que ya no se ven y cruzar un patiecillo completamente a cubierto del sol por una parralera que debió ser plantada el siglo pasado, haciendo sombra a un pozo de agua que aun tenía una bomba de larga palanca, ya completamente oxidada, un itinerario dos o tres veces matizado por el consabido «estoy tan sola». Al abrir la puerta e invitarme a entrar tenía en la cara una apenada expresión de culpa, y supe por qué al penetrar en la habitación, donde me atropelló un devastador olor a vejez y derrota.

Mézclese el aroma del colchón orinado, del polvo acumulado, de la humedad aposentada en las junturas, del hierro enmohecido, del remedio fermentado, de las zapatillas podridas, un poquito de telaraña con algo de caca de cucaracha y una pizca de moho, y tendremos el indescriptible3 olor en la habitación de la vieja señora. Comparando, el olor que venía con el viento norte de la morgue del Hospital era más genuino, venía de la muerte y olía a muerte. Ahí venía de la claudicación de la vida y olía a desesperanza.

Discretamente Elena me dejó solo con la viejecita yacente. La observé, respiraba, ya era   —70→   una buena noticia. La toqué suavemente en la mejilla para despertarla. Nada. Pensé en la perversidad de apretarle la nariz para que despertara por falta de aire, pero me pareció demasiado irreverente. Entonces me arrodillé junto a la cama y le susurraba interminablemente en los oidos Carmen Sosa, una y otra vez. En el vigésimo intento parpadeó, movió las manos queriendo aferrar algo, la frazada o un recuerdo. Insistí con el nombre de Carmen Sosa. Despertaba, abrió los ojos, me miró y en los ojos había vida, un residuo de inteligencia. Con más urgencia repetí el nombre de Carmen Sosa. Sus labios se movieron, la vieja lengua se estaba liberando de su espesa condena de silencio. Temblando, pensé que estaba en un momento histórico. Tendría el primer testimonio vivo de Carmen. Entonces ella murmuró trabajosamente:

-Carmen Sosa.

-¡¡Sí, sí!! ¡Carmen Sosa! -urgí.

-Hija de puta -gorgoteó.

Quedé pasmado. La grosería del insulto me golpeó y el desconcierto me mareó. ¿Por qué razón se había tomado tanto trabajo para recordar un aniversario, movilizar a su biznieto4 e ir hasta el cementerio para visitar   —71→   a quien consideraba hija de puta?

La miré, más despierta y lúcida, y hasta parecía sonreír con sonrisa de bruja.

-Ud. fue a rezar por ella.

-No -la negativa le salió rotunda como una bala de cañón.

-¿Por Pablo Ortiz?

-No -otra bala.

-¡Déme una explicación!

Confieso que perdí la paciencia y alcé la voz y la anciana se puso a berrear como un bebé asustado, tiró la frazada y empezó quitarse furiosamente el camisón. Felizmente entró Elena y me salvó de la horrible visión de su desnudez. Elena aferró la cabeza de la anciana, le abrió diestramente la boca y como si fuera en un embudo echó unas gotas en la garganta de algo que había en un frasco a mano, y la anciana se desplomó como vi alguna vez que se desplomaba un caballo en el matadero. Empezaba a sentir náuseas pero me dominé. Por cierto que el olor a vómito estaría demás allí.

-Dormirá hasta mañana -me dijo la buena señora. -¿Consiguió algo?

-Nada -le dije callando el insulto a la memoria de Carmen, tan buena era Elena   —72→   que hasta podía ponerse a llorar por mi frustración.

-Que pena -dijo frunciendo los labios como en un puchero.

-Por lo menos, dígame el nombre de su abuela.

-Claro, se llama Brunilda Torres de Galván. O viuda de Galván.

¡Brunilda!

«Leí en una novela que Brunilda se llamaba la reina de los hielos en un país de nieves eternas. Pero ella tenía un corazón cálido. Brunilda tiene un corazón de hielo».

Obviamente, el párrafo de Carmen se refería a dos Brunildas, la literaria que reinaba sobre los hielos y era cálida, y la real que tenía un corazón de hielo.

Te tengo una noticia, Carmen, el corazón de hielo sigue latiendo. Por qué fue a rendirte homenaje si tiene corazón de hielo. Misterio, Carmen.

Acaso fuera a gozar de tu consumación. No a rezar. ¿A maldecir?

-¿Me acompañaría a tomar una taza de café, o prefiere una limonada? ¡Estoy tan sola!

El hada madura me sacó de mi ensoñación.

-Sí, claro, le aceptaría un café.

  —73→  

-¡Que gusto! -lo decía como una niña a quien se anuncia que se le llevará a la calesita.

Rehicimos el camino rumbo a la gran sala de la casa, donde todo era demasiado grande, demasiado viejo y demasiado inútil, salvo el pequeño juego de sillones, sofá y mesita. Todo lo demás, piano, estante para libros, una variedad de cuadros, fotografías melancólicas en las paredes, de próceres familiares con bigotes erizados, damas en lánguidas poses, parejas de recién casados posando al lado de un escultura de Cupido apuntando con su arco, diplomas y pergaminos que ya no certificaban nada, la araña sin bombillas colgando del techo, un candelabro roto, parecían estar allí por inercia, empujados por la escoba del tiempo, sin uso y ya sin significado. Un naufragio donde sobrenadaba Elena y repetía una y otra vez que «estoy tan sola». Patético.

Me senté en el sofá y ella salió revoloteando a preparar el café. No tardó mucho en reaparecer con una bandeja, y con el cabello mejor peinado, y con un poco de carmín en los labios.

Se sentó a mi lado, tan sola, muy próxima, muy cálida, muy gordita, blanca, abundosa, prometedora. Estaba entendiendo el mensaje   —74→   apenado de «estoy tan sola». Tomamos café, charlamos, intimamos. Un hormigueo anticipador me hacía cosquillas en la ingle y debajo de la bragueta sentía un poderoso despertar. La toqué, me tocó, jadeó y atrajo mis manos hacia sus pechos redondos y duros que parecían llenos de leche tibia. Me suplicó que la abrazara, así lo hice y ella se echó en el sofá llevándome encima. Abría las piernas y buscaba ansiosamente mis botones. Todo iba camino a una culminación gozosa, cuando entreví como disparada por un flash en mi cerebro la cara de Carmen, el fuego se extinguió y la dureza claudicó tristemente, y lo que es peor, en las manos de Elena que me miró con sorpresa.

-Lo siento -le dije con una elaborada expresión de vergüenza muy adecuada a la ocasión.

Ella no me soltó, practicó algunos desesperados ejercicios para restablecer el ímpetu de mi fláccido miembro. Nada. Nada. Y yo estaba feliz, no mancillaría así la memoria de Carmen. Me levanté, ella, avergonzada y frustrada se arregló el vestido, no sin que antes yo vislumbrara que no tenía bombacha.

-¿Eres impotente, Manuel? -preguntó entre   —75→   humillada y nerviosa.

Le dije que no, bastante herido en mi ego. Le expliqué que había sufrido un bloqueo. Me pareció que merecía una explicación, e hice una mescolanza de verdad y de mentira relatándole que había tenido una novia a la que amaba mucho, se llamaba Carmen y murió de cáncer. No podía olvidarla, estaba en mí y me producía apagones como el que acaba de suceder con ella. Y traté de ser caritativo.

-Te ruego que no te sientas humillada, Elena. Eres hermosa y deseable. El mal está en mí.

Lo dije poniendole moñitos a la cuestión, con verdadera compasión, porque realmente estaba pensando que Carmen me salvó de un revolcón vergonzoso con una viuda gorda hambrienta de sexo.

-¿Has visto a un siquiatra?

Su estúpida pregunta me irritó sobremanera. Pero lo oculté a medias.

-No veo por qué deba ver aun siquiatra, Elena.

-Tienes una impotencia síquica. Mi marido era médico y algo aprendí de él.

-Te aseguro que es una cuestión momentánea. Espero demostrarlo en la próxima ocasión, Elena.

-¿Vendrás a visitarme?

  —76→  

-¡Por supuesto! -mentí.

Volvió instantáneamente a ser la niña querendona.

-Yo también te debo una explicación -me dijo-. Te ruego no pienses que soy una ninfo-maniaca o algo así. Es que... ya no recuerdo cuando estuve la ultima vez con un hombre. Y todavía soy joven, y eres atractivo -vaciló y continuó- de modo que no me califiques mal. Soy una mujer normal.

¿Mujer normal, una viuda calentona? Don Otto no andaba muy errado con sus mujeres de cartón y yeso. A este paso, eran las únicas mujeres normales.

-¿Quién puede dudarlo, Elena? -respondí rápidamente.

La razón por la que estaba siendo tan equitativo y razonable con ella, es que me había pasado por la mente la idea de que esa vieja casa con sus viejos muebles y su vieja historia, también debería guardar viejos papeles. Especialmente los papeles de Brunilda Torres de Galván.

-¿Me prometes volver a visitarme? -pedía ella.

-Para reivindicarme contigo. Además están   —77→   los papeles.

-¿Papeles?

-Supongo que tu abuelita debe tener una carpeta, o álbum, o algo así.

-¡Podemos buscarlo ahora mismo! -exclamó con el entusiasmo infantil que provoca la aventura en un desván de cosas antiguas.

Fuimos a abrir una cuarto pequeño y obscuro, atestado de baúles y valijas, carpetas, grandes libros contables de gruesa tapa negra. Me sentí desolado porque baúles y valijas contenían ropa comida por las polillas y hasta un sombrero de copa, una sombrilla, y una capelina y un bastón de caña. Los archivadores guardaban papeles comerciales y los libros eran de contabilidad. Una gran carpeta con el rótulo de «correspondencia» solo contenía cartas comerciales. Todo era basura, testimonio de una riqueza que pasó.

Pasamos a otra habitación mucho más grande, donde solo quedaba el esqueleto de una gran cama, y en la pared opuesta un monumental tocador Luis con número romano con su espejo carcomido y aplicaciones de bronce para sostener algún tipo de lámpara. Elena abrió todos los cajones del tocador, y en uno de ellos, encontró una carpeta que contenía   —78→   papeles amarillos. Cartas, cartas recibidas y cartas enviadas con la firma de Brunilda.

Sin reserva alguna, Elena me entregó la carpeta. Y me fui después de prometerle formalmente que la visitaría la próxima semana. Ni loco.

IndiceSiguiente