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ArribaAbajo- XIX -

Había hecho yo algo más de una legua de camino, y bregaba ya por abrir la puerta de golpe que daba entrada a los mangones de la hacienda del padre de Emigdio. Vencida la resistencia que oponían los goznes y eje enmohecidos y la más tenaz aún del pilón, compuesto de una piedra tamaña enzurronada, la cual, suspendida del techo con un rejo, daba tormento a los transeúntes manteniendo cerrado aquel aparato singular, me di por afortunado de no haberme atascado en el lodazal pedregoso, cuya antigüedad respetable se conocía por el color del agua estancada.

Atravesé un corto llano en el cual el rabo-de-zorro, el friega-plato y la zarza dominaban sobre los gramales pantanosos; allí ramoneaban algunos caballejos molenderos rapados de crin y cola, correteaban potros y meditaban burros viejos, tan lacrados y mutilados por el carguío de leña y la crueldad de sus arrieros, que Buffon se habría encontrado perplejo al tener que clasificarlos.

La casa, grande y antigua, rodeada de cocoteros y mangos, destacaba su techumbre cenicienta y alicaída sobre el alto y tupido bosque del cacaotal.

No se habían agotado los obstáculos para llegar, pues tropecé con los corrales rodeados de tetillal; y ahí fue lo de rodar trancas de robustísimas guaduas sobre escalones desvencijados. Vinieron en mi auxilio dos negros, varón y mujer: él sin más vestido que unos calzones, mostraba la espalda atlética luciente con el sudor peculiar de la raza; ella con follao de fula azul y por camisa un pañuelo anudado hacia la nuca y cogido con la pretina, el cual le cubría el pecho. Ambos llevaban sombrero de junco, de aquéllos que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo.

Iba la risueña y fumadora pareja nada menos que a habérselas con otra de potros a los cuales había llegado ya su turno en el mayal; y supe a qué, porque me llamó la atención el ver no sólo al negro sino también a su compañera, armados de rejos de enlazar. En gritos y carreras estaban cuando me apeé bajo el alar de la casa, despreciando las amenazas de dos perrazos inhospitalarios que se hallaban tendidos bajo los escaños del corredor.

Algunas angarillas y sudaderos de junco deshilachados y montados sobre el barandaje, bastaron a convencerme de que todos los planes hechos en Bogotá por Emigdio, impresionado con mis críticas, se habían estrellado contra lo que él llamaba chocheras de su padre. En cambio habíase mejorado notablemente la cría de ganado menor, de lo cual eran prueba las cabras de varios colores que apestaban el patio; e igual mejora observé en la volatería, pues muchos pavos reales saludaron mi llegada con gritos alarmadores, y entre los patos criollos o de ciénaga, que nadaban en la acequia vecina, se distinguían por su porte circunspecto algunos de los llamados chilenos.

Emigdio era un excelente muchacho. Un año antes de mi regreso al Cauca, lo envió su padre a Bogotá con el objeto de ponerlo, según decía el buen señor, en camino para hacerse mercader y buen tratante. Carlos, que vivía conmigo en aquel entonces y se hallaba siempre al corriente hasta de lo que no debía saber, tropezó con Emigdio, yo no sé dónde, y me lo plantó por delante un domingo de mañana, precediéndolo al entrar en nuestro cuarto para decirme: «¡Hombre! te voy a matar del gusto: te traigo la cosa más linda».

Yo corrí a abrazar a Emigdio, quien parado a la puerta, tenía la más rara figura que imaginarse puede. Es una insensatez pretender describirlo.

Mi paisano había venido cargado con el sombrero de pelo color de café con leche, gala de don Ignacio, su padre, en las semanas santas de sus mocedades. Sea que le viniese estrecho, sea que le pareciese bien llevarlo así, el trasto formaba con la parte posterior del largo y renegrido cuello de nuestro amigo, un ángulo de noventa grados. Aquella flacura; aquellas patillas enralecidas y lacias, haciendo juego con la cabellera más desconsolada en su abandono que se haya visto; aquella tez amarillenta descaspando las asoleadas del camino; el cuello de la camisa hundido sin esperanza bajo las solapas de un chaleco blanco cuyas puntas se odiaban; los brazos aprisionados en las mangas de una casaca azul; los calzones de cambrún con anchas trabillas de cordobán, y los botines de cuero de venado alustrado, eran causa más que suficiente para exaltar el entusiasmo de Carlos.

Llevaba Emigdio un par de espuelas orejonas en una mano y una voluminosa encomienda para mí en la otra. Me apresuré a descargarlo de todo, aprovechando un instante para mirar severamente a Carlos, quien tendido en una de las camas de nuestra alcoba, mordía una almohada llorando a lágrima viva, cosa que por poco me produce el desconcierto más inoportuno.

Ofrecí a Emigdio asiento en el saloncito; y como eligiese un sofá de resortes, el pobre sintiendo que se hundía, procuró a todo trance buscar algo a qué asirse en el aire; mas, perdida toda esperanza, se rehízo, como pudo, y una vez en pie dijo:

-¡Qué demonios! A este Carlos no le entra el juicio. ¡Y ahora!... Con razón venía riéndose en la calle de la pegadura que me iba a hacer. ¿Y tú también?... ¡Vaya! si esta gente de aquí es el mismo demontres. ¿Qué te parece la que me han hecho hoy?

Carlos salió de la alcoba, aprovechándose de tan feliz ocasión, y ambos pudimos reír ya a nuestras anchas.

-¡Qué Emigdio! -dijo a nuestro visitante-: siéntate en esta butaca, que no tiene trampa. Es necesario que críes correa.

-Sí ea -respondió Emigdio sentándose con desconfianza, cual si temiese un nuevo fracaso.

-¿Qué te han hecho? -rió más que preguntó Carlos.

-¿Hase visto? Estaba por no contarles.

-Pero ¿por qué? -insistió el implacable Carlos, echándole un brazo sobre los hombros-; cuéntanos.

Emigdio se había enfadado al fin, y a duras penas pudimos contentarlo. Unas copas de vino y algunos cigarros ratificaron nuestro armisticio. Sobre el vino observó nuestro paisano que era mejor el de naranja que hacían en Buga, y el anisete verde de la venta de Paporrina. Los cigarros de Ambalema le parecieron inferiores a los que aforrados en hojas secas de plátano y perfumados con otras de higo y de naranjo picadas, traía él en los bolsillos.

Pasados dos días, estaba ya nuestro Telémaco vestido convenientemente y acicalado por el maestro Hilario; y aunque su ropa a la moda le incomodaba y las botas nuevas lo hacían ver candelillas, hubo de sujetarse, estimulado por la vanidad y por Carlos, a lo que él llamaba un martirio.

Establecido en la casa de asistencia que habitábamos nosotros, nos divertía en las horas de sobremesa refiriendo a nuestras caseras las aventuras de su viaje y emitiendo concepto sobre todo lo que te había llamado la atención en la ciudad. En la calle era diferente, pues nos veíamos en la necesidad de abandonarlo a su propia suerte, o sea a la jovial impertinencia de los talabarteros y buhoneros, que corrían a sitiarlo apenas lo divisaban, para ofrecerle sillas chocontanas, arretrancas, zamarros, frenos y mil baratijas.

Por fortuna ya había terminado Emigdio todas sus compras cuando vino a saber que la hija de la señora de la casa, muchacha despabilada, despreocupadilla y reidora, se moría por él.

Carlos, sin pararse en barras, logró convencerlo de que Micaelina había desdeñado hasta entonces los galanteos de todos los comensales; pero el diablo, que no duerme, hizo que Emigdio sorprendiese en chicoleos una noche en el comedor a su cabrión y a su amada, cuando creían dormido al infeliz, pues eran las diez, hora en que solía hallarse él en su tercer sueño; costumbre que justificaba madrugando siempre, aunque fuese tiritando de frío.

Visto por Emigdio lo que vio y oído lo que oyó, que ojalá para su reposo y el nuestro nada hubiese visto ni oído, pensó solamente en acelerar su marcha.

Como no tenía queja de mí, hízome sus confidencias la noche víspera de viaje, diciéndome, entre otros muchos desahogos:

-En Bogotá no hay señoras: éstas son todas unas... coquetas de siete suelas. Cuando ésta lo ha hecho, ¿qué se espera? Estoy hasta por no despedirme de ella. ¡Qué caray! no hay nada como las muchachas de nuestra tierra; aquí no hay sino peligros. Ya ves a Carlos: anda hecho un altar de corpus, se acuesta a las once de la noche y está más fullero que nunca. Déjalo estar; que yo se lo haré saber a don Chomo para que le ponga la ceniza. Me admira verte a ti pensando tan sólo en tus estudios.

Partió pues Emigdio, y con él la diversión de Carlos y de Micaelina.

Tal era en suma, el honradote y campechano amigo a quien iba yo a visitar.

Esperando verlo venir del interior de la casa, di frente a retaguardia oyendo que me gritaba al saltar una cerca del patio:

-¡Por fin, so maula! ya creía que me dejabas esperándote. Siéntate, que voy allá. Y se puso a lavarse las manos, que tenía ensangrentadas, en la acequia del patio.

-¿Qué hacías? -le pregunté después de nuestros saludos.

-Como hoy es día de matanza y mi padre madrugó a irse a los potreros, estaba yo racionando a los negros, que es una friega; pero ya estoy desocupado. Mi madre tiene mucho deseo de verte; voy a avisarle que estás aquí. Quién sabe si logremos que las muchachas salgan, porque se han vuelto más cerreras cada día.

-¡Choto! -gritó; y a poco se presentó un negrito medio desnudo, pasas monas, y un brazo seco y lleno de cicatrices.

-Lleva a la canoa ese caballo y límpiame el potro alazán.

Y volviéndose a mí, después de haberse fijado en mi cabalgadura, añadió:

-¡Carrizo con el retinto!

-¿Cómo se averió así el brazo ese muchacho? -pregunté.

-Metiendo caña al trapiche: ¡son tan brutos éstos! No sirve ya sino para cuidar los caballos.

En breve empezaron a servir el almuerzo, mientras yo me las había con doña Andrea, madre de Emigdio, la que por poco deja su pañolón sin flecos, durante un cuarto de hora que estuvimos conversando solos.

Emigdio fue a ponerse una chaqueta blanca para sentarse a la mesa; pero antes nos presentó una negra engalanada el azafate pastuso con aguamanos, llevando pendiente de uno de los brazos una toalla primorosamente bordada.

Servíanos de comedor la sala, cuyo ajuar estaba reducido a viejos canapés de vaqueta, algunos retablos quiteños que representaban santos, colgados en lo alto de las paredes no muy blancas, y dos mesitas adornadas con fruteros y loros de yeso.

Sea dicha la verdad: en el almuerzo no hubo grandezas; pero se conocía que la madre y las hermanas de Emigdio entendían eso de disponerlos. La sopa de tortilla aromatizada con yerbas frescas de la huerta; el frito de plátanos, carne desmenuzada y roscas de harina de maíz; el excelente chocolate de la tierra; el queso de piedra; el pan de leche y el agua servida en antiguos y grandes jarros de plata, no dejaron qué desear.

Cuando almorzábamos alcancé a ver espiando por entre una puerta medio entornada, a una de las muchachas; y su carita simpática, iluminada por unos ojos negros como chambimbes, dejaba pensar que lo que ocultaba debía de armonizar muy bien con lo que dejaba ver.

Me despedí a las once de la señora Andrea; porque habíamos resuelto ir a ver a don Ignacio en los potreros donde estaba haciendo rodeo, y aprovechar el viaje para darnos un baño en el Amaime.

Emigdio se despojó de su chaqueta para reemplazarla con una ruana de hilo; de los botines de soche para calzarse alpargatas usadas; se abrochó unos zamarros blancos de piel melenuda de cabrón; se puso un gran sombrero de Suaza con funda de percal blanco, y montó en el alazán, teniendo antes la precaución de vendarle los ojos con un pañuelo. Como el potrón se hizo una bola y escondió la cola entre las piernas, el jinete le gritó: «¡ya venís con tus fullerías!» descargándole en seguida dos sonoros latigazos con el manatí palmirano que empuñaba. Con lo cual, después de dos o tres corcovos que no lograron ni mover siquiera al caballero en su silla chocontana, monté y nos pusimos en marcha.

Mientras llegábamos al sitio del rodeo, distante de la casa más de media legua, mi compañero, luego que se aprovechó del primer llanito aparente para tornear y rayar el caballo, entró en conversación tirada conmigo. Desembuchó cuanto sabía respecto a las pretensiones matrimoniales de Carlos, con quien había reanudado amistad desde que volvieron a verse en el Cauca.

-¿Y tú qué dices? -acabó por preguntarme.

Esquivé mañosamente darle respuesta; y él continuó:

-¿Para qué es negarlo? Carlos es muchacho trabajador: luego que se convenza de que no puede ser hacendado si no deja antes a un lado los guantes y el paraguas, tiene que irle bien. Todavía se burla de mí porque enlazo, hago talanquera y barbeo muletos; pero él tiene que hacer lo mismo o reventar. ¿No lo has visto?

-No.

-Pues ya lo verás. ¿Me crees que no va a bañarse al río cuando el sol está fuerte, y que si no le ensillan el caballo no monta; todo por no ponerse moreno y no ensuciarse las manos? Por lo demás es un caballero, eso sí: no hace ocho días que me sacó de un apuro prestándome doscientos patacones que necesitaba para comprar unas novillonas. Él sabe que no lo echa en saco roto; pero eso es lo que se llama servir a tiempo. En cuanto a su matrimonio... te voy a decir una cosa, si me ofreces no chamuscarte.

-Di, hombre, di lo que quieras.

-En tu casa como que viven con mucho tono; y se me figura que una de esas niñas criadas entre holán, como las de los cuentos, necesita ser tratada como cosa bendita.

Soltó una carcajada y prosiguió:

-Lo digo porque ese don Jerónimo, padre de Carlos, tiene más cáscaras que un siete-cueros y es bravo como un ají chivato. Mi padre no lo puede ver desde que lo tiene metido en un pleito por linderos y yo no sé qué más. El día que lo encuentra tenemos que ponerle por la noche fomentos de yerba mora y darle friegas de aguardiente con malambo.

Habíamos llegado ya al lugar del rodeo. En medio del corral, a la sombra de un guásimo y al través de la polvareda levantada por la torada en movimiento, descubrí a don Ignacio, quien se acercó a saludarme. Montaba un cuartago rosillo y cotudo, enjaezado con un galápago cuyo lustre y deterioro proclamaban sus merecimientos. La exigua figura del rico propietario estaba decorada así: zamarros de león raídos y con capellada; espuelas de plata con rodajes encascabeladas; chaqueta de género sin aplanchar y ruana blanca recargada de almidón; coronándolo todo un enorme sombrero de Jipijapa, de ésos que llaman cuando va al galope quien los lleva: bajo su sombra hacían la tamaña nariz y los ojillos azules de don Ignacio, el mismo juego que en la cabeza de un paletón disecado, los granates que lleva por pupilas y el prolongado pico.

Dije a don Ignacio lo que mi padre me había encargado acerca del ganado que debían cebar en compañía.

-Está bien -me respondió-. Ya ve que la novillada no puede ser mejor: todos parecen unas torres. ¿No quiere entrar a divertirse un rato?

A Emigdio se le iban los ojos viendo la faena de los vaqueros en el corral.

-¡Ah tuso! -gritó-; cuidado con aflojar el pial... ¡a la cola! ¡a la cola!

Me excusé con don Ignacio, dándole al mismo tiempo las gracias; él continuó:

-Nada, nada; los bogotanos les tienen miedo al sol y a los toros bravos; por eso los muchachos se echan a perder en los colegios de allí. No me dejará mentir ese niño bonito hijo de don Chomo: a las siete de la mañana lo he encontrado de camino aforrado con un pañuelo, de modo que no se le veía sino un ojo, ¡y con paraguas!... Usted, por lo que veo, siquiera no usa esas cosas.

En ese momento gritaba el vaquero, que con la marca candente empuñada iba aplicándosela en la paleta a varios toros tendidos y maniatados en el corral: «Otro... otro»... A cada uno de esos gritos seguía un berrido, y hacía don Ignacio con su cortaplumas una muesquecilla más en una varita de guásimo que le servía de foete.

Como al levantarse las reses podía haber algunos lances peligrosos, don Ignacio, después de haber recibido mi despedida, se puso en salvo entrando a una corraleja vecina.

El sitio escogido por Emigdio en el río era el más adecuado para disfrutar del baño que las aguas del Amaime ofrecen en el verano, especialmente a la hora en que llegamos a su orilla.

Guabos churimos, sobre cuyas flores revoloteaban millares de esmeraldas, nos ofrecían densa sombra y acolchonada hojarasca donde extendimos las ruanas. En el fondo del profundo remanso que estaba a nuestros pies, se veían hasta los más pequeños guijarros y jugueteaban sardinas plateadas. Abajo, sobre las piedras que no cubrían las corrientes, garzones azules y garcitas blancas pescaban espiando o se peinaban el plumaje. En la playa de enfrente rumiaban acostadas hermosas vacas; guacamayas escondidas en los follajes de los cachimbos charlaban a media voz; y tendida en las ramas altas dormía una partida de monos en perezoso abandono. Las chicharras hacían resonar por dondequiera sus cantos monótonos. Una que otra ardilla curiosa asomaba por entre el cañaveral y desaparecía velozmente. Hacia el interior de la selva oímos de rato en rato el trino melancólico de las chilacoas.

-Cuelga tus zamarros lejos de aquí -dije a Emigdio-; porque si no, saldremos del baño con dolor de cabeza.

Rióse él de buena gana, observándome al colocarlos en la horqueta de un árbol distante:

-¿Quieres que todo huela a rosas? El hombre debe oler a chivo.

-Seguramente; y en prueba de que lo crees, llevas en tus zamarros todo el almizcle de una cabrera.

Durante nuestro baño, sea que la noche y la orilla de un hermoso río dispongan el ánimo a hacer confidencias, sea que yo me diese trazas para que mi amigo me las hiciera, confesóme que después de haber guardado por algún tiempo como reliquia el recuerdo de Micaelina, se había enamorado locamente de una preciosa ñapanguita, debilidad que procuraba esconder a la malicia de don Ignacio, pues que éste había de pretender desbaratarle todo, porque la muchacha no era señora; y en fin de fines raciocinó así:

-¡Como si pudiera convenirme a mí casarme con una señora, para que resultara de todo que tuviera que servirle yo a ella en vez de ser servido! Y por más caballero que yo sea, ¿qué diablos iba a hacer con una mujer de esa laya? Pero si conocieras a Zoila... ¡Hombre! no te pondero; hasta le harías versos. ¡Qué versos! se te volvería la boca agua: sus ojos son capaces de hacer ver a un ciego; tiene la risa más ladina, los pies más lindos, y una cintura que...

-Poco a poco -le interrumpí-: ¿es decir que estás tan frenéticamente enamorado que te echarás a ahogar si no te casas con ella?

-¡Me caso aunque me lleve la trampa!

-¿Con una mujer del pueblo? ¿Sin consentimiento de tu padre?... Ya se ve: tú eres hombre de barbas, y debes saber lo que haces. ¿Y Carlos tiene noticia de todo eso?

-¡No faltaba otra cosa! ¡Dios me libre! Si en Buga lo tienen en las palmas de las manos y a boca qué quieres. La fortuna es que Zoila vive en San Pedro y no va a Buga sino cada marras.

-Pero a mí sí me la mostrarías.

-A ti es otra cosa; el día que quieras te llevo.

A las tres de la tarde me separé de Emigdio, disculpándome de mil maneras para no comer con él, y las cuatro serían cuando llegué a casa.




ArribaAbajo- XX -

Mi madre y Emma salieron al corredor a recibirme. Mi padre había montado para ir a visitar los trabajos.

A poco rato se me llamó al comedor, y no tardé en acudir, porque allí esperaba encontrar a María; pero me engañé; y como le preguntase a mi madre por ella, me respondió:

-Como esos señores vienen mañana, las muchachas están afanadas porque queden muy bien hechos unos dulces; creo que han acabado ya y que vendrán ahora.

Iba a levantarme de la mesa cuando José, que subía del valle a la montaña arreando dos mulas cargadas de caña-brava, se paró en el altico desde el cual se divisaba el interior, y me gritó:

-¡Buenas tardes! No puedo llegar, porque llevo una chúcara y se me hace noche. Ahí le dejo un recado con las niñas. Madrugue mucho mañana, porque la cosa está segura.

-Bien -le contesté-; iré muy temprano; saludes a todos.

-¡No se olvide de los balines!

Y saludándome con el sombrero, continuó subiendo.

Dirigíme a mi cuarto a preparar la escopeta, no tanto porque ella necesitase de limpieza cuanto por buscar pretexto para no permanecer en el comedor, en donde al fin no se presentó María.

Tenía yo abierta en la mano una cajilla de pistones cuando vi a María venir hacia mí trayéndome el café, que probó con la cucharilla antes de verme.

Los pistones se me regaron por el suelo apenas se acercó.

Sin resolverse a mirarme, me dio las buenas tardes, y colocando con mano insegura el platito y la taza en la baranda, buscó por un instante con ojos cobardes, los míos, que la hicieron sonrojar; y entonces, arrodillada, se puso a recoger los pistones.

-No hagas tú eso -le dije-, yo lo haré después.

-Yo tengo muy buenos ojos para buscar cosas chiquitas -respondió-; a ver la cajita.

Alargó el brazo para recibirla, exclamando al verla:

-¡Ay! ¡si se han regado todos!

-No estaba llena -le observé ayudándole.

-Y que se necesitan mañana de éstos -dijo soplándoles el polvo a los que tenía en la sonrosada palma de una de sus manos.

-¿Por qué mañana y por qué de éstos?

-Porque como esa cacería es peligrosa, se me figura que errar un tiro sería terrible, y conozco por la cajita que éstos son los que el doctor te regaló el otro día, diciendo que eran ingleses y muy buenos...

-Tú lo oyes todo.

-Algo hubiera dado algunas veces por no oír. Tal vez sería mejor no ir a esa cacería... José te dejó un recado con nosotras.

-¿Quieres tú que no vaya?

-¿Y cómo podría yo exigir eso?

-¿Por qué no?

Miróme y no respondió.

-Ya me parece que no hay más -dijo poniéndose en pie y mirando el suelo a su rededor-; yo me voy. El café estará ya frío.

-Pruébalo.

-Pero no acabes de cargar esa escopeta ahora... Está bueno -añadió tocando la taza.

-Voy a guardar la escopeta y a tomarlo; pero no te vayas.

Yo había entrado a mi cuarto y vuelto a salir.

-Hay mucho que hacer allá dentro.

-Ah, sí -le contesté-: preparar postres y galas para mañana. ¿Te vas, pues?

Hizo con los hombros, inclinando al mismo tiempo la cabeza a un lado, un movimiento que significaba: como tú quieras.

-Yo te debo una explicación -le dije acercándome a ella. ¿Quieres oírme?

-¿No digo que hay cosas que no quisiera oír? -contestó haciendo sonar los pistones dentro de la cajita.

-Creía que lo que yo...

-Es cierto eso que vas a decir; eso que crees.

-¿Qué?

-Que a ti sí debiera oírte; pero esta vez no.

-¡Qué mal habrás pensado de mí en estos días!

Ella leía, sin contestarme, los letreros de la cajilla.

-Nada te diré, pues; pero dime qué te has supuesto.

-¿Para qué ya?

-¿Es decir que no me permites tampoco disculparme para contigo?

-Lo que quisiera saber es por qué has hecho eso; sin embargo, me da miedo saberlo por lo mismo que para nada he dado motivo; y siempre pensé que tendrías alguno que yo no debía saber... Mas como parece que estás contento otra vez... yo también estoy contenta.

-Yo no merezco que seas tan buena como eres conmigo.

-Quizá seré yo quien no merezco...

-He sido injusto contigo, y si lo permitieras, te pediría de rodillas que me perdonaras.

Sus ojos velados hacía rato, lucieron con toda su belleza, y exclamó:

-¡Ay! no, ¡Dios mío! Yo lo he olvidado todo... ¿oyes bien? ¡todo! Pero con una condición -añadió después de una corta pausa.

-La que quieras.

-El día que yo haga o diga algo que te disguste, me lo dirás; y yo no volveré a hacerlo ni a decirlo. ¿No es muy fácil?

-Y yo ¿no debo exigir de tu parte lo mismo?

-No, porque yo no puedo aconsejarte a ti, ni saber siempre si lo que pienso es lo mejor; además, tú sabes lo que voy a decirte, antes que te lo diga.

-¿Estás cierta, pues, vivirás convencida de que te quiero con toda mi alma? -le dije en voz baja y conmovida.

-Sí, sí -respondió muy quedo; y casi tocándome los labios con una de sus manos para significarme que callara, dio algunos pasos hacia el salón.

-¿Qué vas a hacer? -le dije.

-¿No oyes que Juan me llama, y llora porque no me encuentra?

Indecisa por un momento, en su sonrisa había tal dulzura y tan amorosa languidez en su mirada, que ya había ella desaparecido y aún la contemplaba yo extasiado.




ArribaAbajo- XXI -

Al día siguiente al amanecer tomé el camino de la montaña, acompañado de Juan Ángel, que iba cargado con algunos regalos de mi madre para Luisa y las muchachas. Seguíanos Mayo: su fidelidad era superior a todo escarmiento, a pesar de algunos malos ratos que había tenido en esa clase de expediciones, impropias ya de sus años.

Pasado el puente del río, encontramos a José y a su sobrino Braulio que venían ya a buscarme. Aquél me habló al punto de su proyecto de caza, reducido a asestar un golpe certero a un tigre famoso en las cercanías, que le había muerto algunos corderos. Teníale seguido el rastro al animal y descubierta una de sus guaridas en el nacimiento del río, a más de media legua arriba de la posesión.

Juan Ángel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto que llevaba, nos veía con ojos tales cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de asesinato.

José continuó hablando así de su plan de ataque:

-Respondo con mis orejas de que no se nos va. Ya veremos si el valluno Lucas es tan jaque como dice. De Tiburcio sí respondo. ¿Trae la munición gruesa?

-Sí -le respondí-, y la escopeta larga.

-Hoy es el día de Braulio. El tiene mucha gana de verle hacer a usted una jugada, porque yo le he dicho que usted y yo llamamos errados los tiros cuando apuntamos a la frente de un oso y la bala se zampa por un ojo.

Rió estrepitosamente, dándole palmadas sobre el hombro a su sobrino.

-Bueno, y vámonos -continuó-: pero que lleve el negrito estas legumbres a la señora, porque yo me vuelvo -y se echó a la espalda el cesto de Juan Ángel, diciendo-: ¿serán cosas dulces que la niña María pone para su primo?...

-Ahí vendrá algo que mi madre le envía a Luisa.

-Pero ¿qué es lo que ha tenido la niña? Yo la vi ayer a la pasada tan fresca y lucida como siempre. Parece botón de rosa de Castilla.

-Está buena ya.

-Y tú ¿qué haces ahí que no te largas, negritico -dijo José a Juan Ángel-. Carga con la guambía y vete, para que vuelvas pronto, porque más tarde no te conviene andar solo por aquí. No hay que decir nada allá abajo.

-¡Cuidado con no volver! -le grité cuando estaba él del otro lado del río.

Juan Ángel desapareció entre el carrizal como un guatín asustado.

Braulio era un mocetón de mi edad. Hacía dos meses que había venido de la Provincia a acompañar a su tío, y estaba locamente enamorado, de tiempo atrás, de su prima Tránsito.

La fisonomía del sobrino tenía toda la nobleza que hacía interesante la del anciano; pero lo más notable en ella era una linda boca, sin bozo aún, cuya sonrisa femenina contrastaba con la energía varonil de las otras facciones. Manso de carácter, apuesto, e infatigable en el trabajo, era un tesoro para José y el más adecuado marido para Tránsito.

La señora Luisa y las muchachas salieron a recibirme a la puerta de la cabaña, risueñas y afectuosas. Nuestro frecuente trato en los últimos meses había hecho que las muchachas fuesen menos tímidas conmigo. José mismo en nuestras cacerías, es decir, en el campo de batalla, ejercía sobre mí una autoridad paternal, todo lo cual desaparecía cuando se presentaban en casa, como si fuese un secreto nuestra amistad leal y sencilla.

-¡Al fin, al fin! -dijo la señora Luisa tomándome por el brazo para introducirme a la salita-. ¡Siete días!... uno por uno los hemos contado.

Las muchachas me miraban sonriendo maliciosamente.

-¡Pero Jesús! qué pálido está -exclamó Luisa mirándome más de cerca-. Eso no está bueno así; si viniera usted con frecuencia, estaría tamaño de gordo.

-¿Y a ustedes cómo les parezco? -dije a las muchachas.

-¡He! -contestó Tránsito-: pues qué nos va a parecer, si por estarse allá en sus estudios y..

-Hemos tenido tantas cosas buenas para usted -interrumpió Lucía-: dejamos dañar la primera badea de la mata nueva, esperándolo: el jueves, creyendo que venía, le tuvimos una natilla tan buena...

-¡Y qué peje! ¿ah Luisa? -añadió José-; si eso ha sido el juicio; no hemos sabido qué hacer con él. Pero ha tenido razón para no venir -continuó en tono grave-; ha habido motivo; y como pronto lo convidarás a que pase con nosotros un día entero... ¿no es así, Braulio?

-Sí, sí, paces y hablemos de eso. ¿Cuándo es ese gran día, señora Luisa? cuándo es, Tránsito?

Ésta se puso como una grana, y no hubiera levantado los ojos para ver a su novio por todo el oro del mundo.

-Eso tarda -respondió Luisa-: ¿no ve que falta blanquear la casita y ponerle las puertas? vendrá siendo el día de Nuestra Señora de Guadalupe, porque Tránsito es su devota.

-¿Y eso cuándo es?

-¿Y no sabe? Pues el doce de diciembre. ¿No le han dicho estos muchachos que quieren hacerlo su padrino?

-No, y la tardanza en darme tan buena noticia no se la perdono a Tránsito.

-Si yo le dije a Braulio que se lo dijera a usted, porque mi padre creía que era mejor así.

-Yo agradezco tanto esa elección como no podéis figurároslo; mas es con la esperanza de que me hagáis muy pronto compadre.

Braulio miró de la manera más tierna a su preciosa novia, y avergonzada ésta, salió presurosa a disponer el almuerzo, llevándose de paso a Lucía.

Mis comidas en casa de José no eran ya como la que describí en otra ocasión: yo hacía en ellas parte de la familia; y sin aparatos de mesa, salvo el único cubierto que se me destinaba siempre, recibía mi ración de frisoles, mazamorra, leche y gamuza de manos de la señora Luisa, sentado ni más ni menos que José y Braulio, en un banquillo de raíz de guadua. No sin dificultad los acostumbré a tratarme así.

Viajero años después por las montañas del país de José, he visto ya a puestas del sol llegar labradores alegres a la cabaña donde se me daba hospitalidad: luego que alababan a Dios ante el venerable jefe de la familia, esperaban en torno del hogar la cena que la anciana y cariñosa madre repartía: un plato bastaba a cada pareja de esposos; y los pequeñuelos hacían pinicos apoyados en las rodillas de sus padres. Y he desviado mis miradas de esas escenas patriarcales, que me recordaban los últimos días felices de mi juventud...

El almuerzo fue suculento como de costumbre, y sazonado con una conversación que dejaba conocer la impaciencia de Braulio y de José por dar principio a la cacería.

Serían las diez cuando, listos ya todos, cargado Lucas con el fiambre que Luisa nos había preparado, y después de las entradas y salidas de José para poner en su gran garniel de nutria tacos de cabuya y otros chismes que se le habían olvidado, nos pusimos en marcha.

Éramos cinco los cazadores: el mulato Tiburcio, peón de la Chagra; Lucas, neivano agregado de una hacienda vecina; José, Braulio y yo. Todos íbamos armados de escopetas. Eran de cazoleta las de los dos primeros, y excelentes, por supuesto, según ellos. José y Braulio llevaban además lanzas cuidadosamente enastadas.

En la casa no quedó perro útil: todos atramojados de dos en dos, engrosaron la partida expedicionaria dando aullidos de placer; y hasta el favorito de la cocinera Marta, Palomo, a quien los conejos temían con ceguera, brindó el cuello para ser contado en el número de los hábiles; pero José lo despidió con un ¡zumba! seguido de algunos reproches humillantes.

Luisa y las muchachas quedaron intranquilas, especialmente Tránsito, que sabía bien era su novio quien iba a correr mayores peligros, pues su idoneidad para el caso era indisputable.

Aprovechando una angosta y enmarañada trocha, empezamos a ascender por la ribera septentrional del río. Su sesgo cauce, si tal puede llamarse el fondo selvoso de la cañada, encañonado por peñascos en cuyas cimas crecían, como en azoteas, crespos helechos y cañas enredadas por floridas trepadoras, estaba obstruido a trechos con enormes piedras, por entre las cuales se escapaban las corrientes en ondas veloces, blancos borbollones y caprichosos plumajes.

Poco más de media legua habíamos andado, cuando José, deteniéndose a la desembocadura de un zanjón ancho, seco y amurallado por altas barrancas, examinó algunos huesos mal roídos, dispersos en la arena: eran los del cordero que el día antes se le había puesto de cebo a la fiera. Precediéndonos Braulio, nos internamos José y yo por el zanjón. Los rastros subían. Braulio, después de unas cien varas de ascensos, se detuvo, y sin mirarnos hizo ademán de que parásemos. Puso oído a los rumores de la selva; aspiró todo el aire que su pecho podía contener; miró hacia la alta bóveda que los cedros, jiguas y yarumos formaban sobre nosotros, y siguió andando con lentos y silenciosos pasos. Detúvose de nuevo al cabo de un rato; repitió el examen hecho en la primera estación; y mostrándonos los rasguños que tenía el tronco de un árbol que se levantaba desde el fondo del zanjón, nos dijo, después de un nuevo examen de las huellas: «Por aquí salió: se conoce que está bien comido y baquiano». La chamba terminaba veinte varas adelante por un paredón desde cuyo tope se conocía, por la hoya excavada al pie, que en los días de lluvia se despeñaban por allí las corrientes de la falda.

Contra lo que creía yo conveniente, buscamos otra vez la ribera del río, y continuamos subiendo por ella. A poco halló Braulio las huellas del tigre en una playa, y esta vez llegaban hasta la orilla.

Era necesario cerciorarnos de si la fiera había pasado por allí al otro lado, o si, impidiéndoselo las corrientes, ya muy descolgadas e impetuosas, había continuado subiendo por la ribera en que estábamos, que era lo más probable.

Braulio, la escopeta terciada a la espalda, vadeó el raudal atándose a la cintura un rejo, cuyo extremo retenía José para evitar que un mal paso hiciera rodar al muchacho a la cascada inmediata.

Guardábase un silencio profundo y acallábamos uno que otro aullido de impaciencia que dejaban escapar los perros.

-No hay rastro acá -dijo Braulio después de examinar las arenas y la maleza.

Al ponerse en pie, vuelto hacia nosotros, sobre la cima de un peñón, le entendimos por los ademanes que nos mandaba estar quietos.

Zafóse de los hombros la escopeta; la apoyó en el pecho como para disparar sobre las peñas que teníamos a la espalda; se inclinó ligeramente hacia adelante, firme y tranquilo, y dio fuego.

-¡Allí! -gritó señalando hacia el arbolado de las peñas cuyos filos nos era imposible divisar; y bajando a saltos a la ribera, añadió:

-¡La cuerda firme! ¡los perros más arriba!

Los perros parecían estar al corriente de lo que había sucedido: no bien los soltamos, cumpliendo la orden de Braulio, mientras José le ayudaba a pasar el río, desaparecieron a nuestra derecha por entre los cañaverales.

-¡Quietos! -volvió a gritar Braulio, ganando ya la ribera; y mientras cargaba precipitadamente la escopeta, divisándome a mí, agregó:

-Usted aquí, patrón.

Los perros perseguían de cerca la presa, que no debía de tener fácil salida, puesto que los ladridos venían de un mismo punto de la falda.

Braulio tomó una lanza de manos de José, diciéndonos a los dos:

-Ustedes más abajo y más altos, para cuidar este paso, porque el tigre volverá sobre su rastro si se nos escapa de donde está. Tiburcio con ustedes -agregó.

Y dirigiéndose a Lucas:

-Los dos a costear el peñón por arriba.

Luego, con su sonrisa dulce de siempre, terminó al colocar con pulso firme un pistón en la chimenea de la escopeta:

-Es un gatico, y está ya herido.

En diciendo las últimas palabras nos dispersamos.

José, Tiburcio y yo subimos a una roca convenientemente situada. Tiburcio miraba y remiraba la ceba de su escopeta. José era todo ojos. Desde allí veíamos lo que pasaba en el peñón y podíamos guardar el paso recomendado; porque los árboles de la falda, aunque corpulentos, eran raros.

De los seis perros, dos estaban ya fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies de la fiera; el otro dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares desgarrado, había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra que ocupábamos.

De espaldas contra un grupo de robles, haciendo serpentear la cola, erizando el dorso, los ojos llameantes y la dentadura descubierta, el tigre lanzaba bufidos roncos, y al sacudir la enorme cabeza, las orejas hacían un ruido semejante al de las castañuelas de madera. Al revolver, hostigado por los perros, no escarmentados aunque no muy sanos, se veía que de su ijar izquierdo chorreaba sangre, la que a veces intentaba lamer, inútilmente, porque entonces lo acosaba la jauría con ventaja.

Braulio y Lucas se presentaron saliendo del cañaveral sobre el peñón, pero un poco más distantes de la fiera que nosotros. Lucas estaba lívido, y las manchas de carate de sus pómulos, de azul turquí.

Formábamos así un triángulo los cazadores y la pieza, pudiendo ambos grupos disparar a un tiempo sobre ella sin ofendernos mutuamente.

-¡Fuego todos a un tiempo! -gritó José.

-¡No, no; los perros! -respondió Braulio; y dejando solo a su compañero, desapareció.

Comprendí que un disparo general podía terminarlo todo; pero era cierto que algunos perros sucumbirían; y no muriendo el tigre, le era fácil hacer una diablura encontrándonos sin armas cargadas.

La cabeza de Braulio, con la boca entreabierta y jadeante, los ojos desplegados y la cabellera revuelta, asomó por entre el cañaveral, un poco atrás de los árboles que defendían la espalda de la fiera: en el brazo derecho llevaba enristrada la lanza, y con el izquierdo desviaba los bejucos que le impedían ver bien.

Todos quedamos mudos; los perros mismos parecían interesados en el fin de la partida.

José gritó al fin:

-¡Hubi! ¡Mataleón! ¡hubi! ¡Pícalo, Truncho!

No convenía dar tregua a la fiera, y se evitaba así riesgo mayor a Braulio.

Los perros volvieron al ataque simultáneamente. Otro de ellos quedó muerto sin dar un quejido.

El tigre lanzó un maullido horroroso.

Braulio apareció tras el grupo de robles, hacia nuestro lado, empuñando el asta de la lanza sin la hoja.

La fiera dio la misma vuelta en su busca; y él gritó:

-¡Fuego! ¡fuego! -volviendo a quedar de un brinco en el mismo punto donde había asestado la lanzada.

El tigre lo buscaba. Lucas había desaparecido. Tiburcio estaba de color de aceituna. Apuntó y sólo se quemó la ceba.

José disparó: el tigre rugió de nuevo tratando como de morderse el lomo, y de un salto volvió instantáneamente sobre Braulio. Éste, dando una nueva vuelta tras de los robles, lanzóse hacia nosotros a recoger la lanza que te arrojaba José.

Entonces la fiera nos dio frente. Sólo mi escopeta estaba disponible: disparé; el tigre se sentó sobre la cola, tambaleó y cayó.

Braulio miró atrás instintivamente para saber el efecto del último tiro. José, Tiburcio y yo nos hallábamos ya cerca de él, y todos dimos a un tiempo un grito de triunfo.

La fiera arrojaba sanguaza espumosa por la boca: tenía los ojos empañados e inmóviles, y en el último paroxismo de muerte estiraba las piernas temblorosas y removía la hojarasca al enrollar y desenrollar la hermosa cola.

-¡Valiente tiro!... ¡qué tiro! -exclamó Braulio poniéndole un pie al animal sobre el cogote-: ¡en la frente! ¡ése sí es un pulso firme!

José, con voz no muy segura todavía (¡el pobre amaba tanto a su hija!) dijo limpiándose con la manga de la camisa el sudor de la frente:

-No, no... ¡si es mecha! ¡Santísimo patriarca! ¡qué animal tan bien criado! ¡Hij'un demonio! ¡Si te toca, ni se sabe!...

Miró tristemente los cadáveres de los tres perros, diciendo:

-¡Pobre Campanilla! es la que más siento... ¡tan guapa mi perra!...

Acarició luego a los otros tres, que con tamaña lengua afuera ijadeaban acostados y desentendidos, como si solamente se hubiera tratado de acorralar un becerro arisco.

José, tendiéndome su ruana en lo limpio, me dijo:

-Siéntese, niño, vamos a sacar bien el cuero, porque es de usted -y en seguida gritó-: ¡Lucas!

Braulio soltó una carcajada, concluyéndola por decir:

-Ya ése estará metido en el gallinero de casa.

-¡Lucas! -volvió a gritar José, sin atender a lo que su sobrino decía; mas viéndonos a todos reír, preguntó:

-¡He! ¡he! ¿pues qué es?

-Tío, si el valluno zafó desde que erré la lanzada.

José nos miraba como si le fuese imposible entendernos.

-¡Timanejo pícaro!

Y acercándose al río, gritó de forma que las montañas repitieron su voz:

-¡Lucas del demonio!

-Aquí tengo yo buen cuchillo para desollar -le advirtió Tiburcio.

-No, hombre; si es que ese caratoso traía el jotico del fiambre, y este blanco querrá comer algo, y... yo también, porque aquí no hay esperanzas de mazamorra.

Pero la mochila deseada estaba señalando precisamente el punto abandonado por el neivano: José, lleno de regocijo, la trajo al sitio donde nos hallábamos y procedió a abrirla, después de mandar a Tiburcio a llenar nuestros cocos de agua del río.

Las provisiones eran, blancas y moradas masas de choclo, queso fresco y carne asada con primor: todo ello fue puesto sobre hojas de platanillo. Sacó en seguida de entre una servilleta una botella de vino tinto, pan, ciruelas e higos pasos, diciendo:

-Ésta es cuenta aparte.

Las navajas machetonas salieron de los bolsillos. José nos dividió la carne que, acompañada con las masas de choclo, era un bocado regio. Agotamos el tinto, despreciamos el pan, y los higos y ciruelas les gustaron más a mis compañeros que a mí. No faltó la panela, dulce compañera del viajero, del cazador y del pobre. El agua estaba helada. Mis cigarros de olor humearon después de aquel rústico banquete.

José estaba de excelente humor, y Braulio se había atrevido a llamarme padrino.

Con imponderable destreza, Tiburcio desolló el tigre, sacándole el sebo, que diz que servía para qué sé yo qué.

Acomodadas en las mochilas la piel, cabeza y patas del tigre, nos pusimos en camino para la posesión de José, el cual, tomando mi escopeta, la colocó en un mismo hombro con la suya, precediéndonos en la marcha y llamando a los perros. Deteníase de vez en cuando para recalcar sobre alguno de los lances de la partida o para echarte alguna nueva maldición a Lucas.

Conocíase que las mujeres nos contaban y recontaban desde que nos alcanzaron a ver; y cuando nos acercamos a la casa estaban aún indecisas entre el susto y la alegría, pues por nuestra demora y los disparos que habían oído, suponían que habíamos corrido peligros.

Fue Tránsito quien se adelantó a recibirnos, notablemente pálida.

-¿Lo mataron? -nos gritó.

-Sí, hija -le respondió su padre.

Todas nos rodearon, entrando en la cuenta hasta la vieja Marta, que llevaba en las manos un capón a medio pelar.

Lucía se acercó a preguntarme por mi escopeta; y como yo se la mostrase, añadió en voz baja:

-Nada le ha sucedido, ¿no?

-Nada -le respondí cariñosamente, pasándole por los labios una ramita.

-Ya yo pensaba...

-¿No ha bajado ese fantasioso de Lucas por aquí? -preguntó José.

-Él no -respondió Marta.

José masculló una maldición.

-¿Pero dónde está lo que mataron? -dijo al fin, haciéndose oír, la señora Luisa.

-Aquí, tía -contestó Braulio; y ayudado por su novia, se puso a desfruncir la mochila, diciéndole a la muchacha algo que no alcancé a oír. Ella me miró de una manera particular, y sacó de la sala un banquito para que me sentase en el empedrado, desde el cual dominaba yo la escena.

Extendida en el patio la grande y aterciopelada piel, las mujeres intentaron exhalar un grito; mas al rodar la cabeza sobre la grama, no pudieron contenerse.

-¿Pero cómo lo mataron? ¡cuenten! -decía la señora Luisa-: todos están como tristes.

-Cuéntennos -añadió Lucía.

Entonces José, tomando la cabeza del tigre entre las dos manos, dijo:

-El tigre iba a matar a Braulio cuando el señor (señalándome) le dio este balazo.

Mostró el foramen que en la frente tenía la cabeza.

Todos se volvieron a mirarme, y en cada una de esas miradas había recompensa de sobra para una acción que la mereciera.

José siguió refiriendo con pormenores la historia de la expedición, mientras hacía remedios a los perros heridos, lamentando la pérdida de los otros tres.

Braulio estacaba la piel ayudado por Tiburcio.

Las mujeres habían vuelto a sus faenas, y yo dormitaba sobre uno de los poyos de la salita en que Tránsito y Lucía me habían improvisado un colchón de ruanas. Servíanme de arrullo el rumor del río, los graznidos de los gansos, el balido del rebaño que pacía en las colinas cercanas y los cantos de las dos muchachas que lavaban ropa en el arroyo. La naturaleza es la más amorosa de las madres cuando el dolor se ha adueñado de nuestra alma; y si la felicidad nos acaricia, ella nos sonríe.




ArribaAbajo- XXII -

Las instancias de los montañeses me hicieron permanecer con ellos hasta las cuatro de la tarde, hora en que después de larguísimas despedidas, me puse en camino con Braulio, que se empeñó en acompañarme. Habíame aliviado del peso de la escopeta y colgado de uno de sus hombros una guambía.

Durante la marcha le hablé de su próximo matrimonio y de la felicidad que le esperaba, amándolo Tránsito como lo dejaba ver. Me escuchaba en silencio, pero sonriendo de manera que estaba por demás hacerlo hablar.

Habíamos pasado el río y salido de la última ceja de monte para empezar a descender por las quiebras de la falda limpia, cuando Juan Ángel, apareciéndose por entre unas moreras, se nos interpuso en el sendero, diciéndome con las manos unidas en ademán de súplica:

-Yo vine, mi amo... yo iba..., pero no me haga nada su mercé... yo no vuelvo a tener miedo.

-¿Qué has hecho? ¿qué es? -le interrumpí-. ¿Te han enviado de casa?

-Sí, mi amo, sí, la niña; y como me dijo su mercé que volviera...

No me acordaba yo de la orden que le había dado.

-¿Conque no volviste de miedo? -le preguntó Braulio riendo.

-Eso fue, sí, eso fue... Pero como Mayo pasó por aquí asustao, y luego ñor Lucas me encontró pasando el río y me dijo que el tigre había matao a ñor Braulio...

Éste dio rienda suelta a una estrepitosa risotada, diciéndole al fin al negrito aterrado:

-¡Y te estuviste todo el día metido entre estos matorrales como un conejo!

-Como ñor José me gritó que volviera pronto, porque no debía andar solo por allá arriba... -respondió Juan Ángel viéndose las uñas de las manos.

-¡Vaya! yo te mezquino -repuso Braulio-; pero es con la condición de que en otra cacería has de ir pie con pie conmigo.

El negrito lo miró con ojos desconfiados, antes de resolverse a aceptar así el perdón.

-¿Convienes? -le pregunté distraído.

-Sí, mi amo.

-Pues vamos andando. Tú, Braulio, no te incomodes en acompañarme más; vuélvete.

-Si es que yo quería...

-No; ya ves que Tránsito está toda asustada hoy. Di allá mil cosas en mi nombre.

-Y esta guambía que llevaba... Ah -continuó-, tómala tú, Juan Ángel. ¿No irás a romper la escopeta del patrón por ahí? Mira que le debo la vida a ese dije. Será lo mejor -observó al recibírsela yo.

Di un apretón de manos al valiente cazador, y nos separamos. Distante ya de nosotros, gritó:

-Lo que va en la guambía es la muestra de mineral que le encargó su papá a mi tío.

Y convencido de que se le había oído se internó en el bosque.

Detúveme a dos tiros de fusil de la casa a orillas del torrente que descendía ruidoso hasta esconderse en el huerto.

Al continuar bajando busqué a Juan Ángel: había desaparecido, y supuse que temeroso de mi enojo por su cobardía, habría resuelto solicitar amparo mejor que el ofrecido por Braulio con tan inaceptables condiciones.

Tenía yo un cariño especial al negrito: él contaba a la sazón doce años; era simpático y casi pudiera decirse que bello. Aunque inteligente, su índole tenía algo de huraño. La vida que hasta entonces había llevado no era la adecuada para dar suelta a su carácter, pues mediaban motivos para mimarlo. Feliciana, su madre, criada que había desempeñado en la familia funciones de aya y disfrutado de todas las consideraciones de tal, procuró siempre hacer de su hijo un buen paje para mí. Mas fuera del servicio de mesa y de cámara y de su habilidad para preparar café, en lo demás era desmañado y bisoño.

Muy cerca ya de la casa, noté que la familia estaba aún en el comedor, e inferí que Carlos y su padre habían venido. Desviéme a la derecha, salté el vallado del huerto, y atravesé éste para llegar a mi cuarto sin ser visto.

Colgaba el saco de caza y la escopeta cuando percibí un ruido de voces desacostumbrado. Mi madre entró a mi cuarto en ese momento, y le pregunté la causa de lo que oía.

-Es -me dijo- que los señores de M*** están aquí, y ya sabes que don Jerónimo habla siempre como si estuviese a la orilla de un río.

¡Carlos en casa! pensé: éste es el momento de prueba de que habló mi padre. Carlos habrá pasado un día de enamorado, en ocasión propicia para admirar a su pretendida. ¡Que no pueda yo hacerle ver a él cuánto la amo! ¡No poder decirle a ella que seré su esposo!... Éste es un tormento peor de lo que yo me había imaginado.

Mi madre, notándome tal vez preocupado, me dijo:

-Como que has vuelto triste.

-No, no, señora; cansado.

-¿La cacería ha sido buena?

-Muy feliz.

-¿Podré decir a tu padre que le tienes ya la piel de oso que te encargó?

-No ésa, sino una hermosísima de tigre.

-¿De tigre?

-Sí, señora, del que hacía daños por aquí.

-Pero eso habrá sido horrible.

-Los compañeros eran muy valientes y diestros.

Ella había puesto ya a mi alcance todo lo que yo podía necesitar para el baño y cambio de vestidos; y a tiempo que entornaba la puerta después de haber salido, le advertí que no dijera todavía que yo había regresado.

Volvió a entrar, y usando de aquella voz dulce cuanto afectuosa que la hacía irresistible siempre que me aconsejaba, me dijo:

-¿Tienes presente lo que hablamos los otros días sobre la visita de esos señores, no?

Satisfecha de la respuesta, añadió:

-Bueno. Yo confío en que saldrás muy bien.

Y cerciorada de nuevo de que nada podía faltarme, salió.

Lo que Braulio había dicho que era mineral, no era otra cosa que la cabeza del tigre; y con tal astucia había conseguido hacer llegar a casa ese trofeo de nuestra hazaña.

Por los comentarios de la escena hechos en casa después, supe que en el comedor había sucedido esto:

Iba a servirse el café en el momento en que llegó Juan Ángel diciendo que yo venía ya e impuso a mi padre del contenido de la mochila. Éste, deseoso de que don Jerónimo le diese su opinión sobre los cuarzos, mandó al negrito que los sacase; y trataba de hacerlo así cuando dio un grito de terror y un salto de venado sorprendido.

Cada uno de los circunstantes quiso averiguar lo que había pasado. Juan Ángel, de espaldas contra la pared, los ojos tamaños y señalando con los brazos extendidos hacia el saco, exclamó:

-¡El tigre!

-¿En dónde? -preguntó don Jerónimo derramando parte del café que tomaba, y poniéndose en pie con más presteza que era de esperarse le permitiera su esférico abdomen.

Carlos y mi padre dejaron también sus asientos.

Emma y María se acercaron una a otra.

-¡En la guambía! -repuso el interpelado.

A todos les volvió el alma al cuerpo.

Mi padre sacudió con precaución el saco, y viendo rodar la cabeza sobre las baldosas, dio un paso atrás; don Jerónimo, otro; y apoyando las manos en las rodillas, prorrumpió:

-¡Monstruoso!

Carlos, adelantándose a examinar de cerca la cabeza:

-¡Horrible!

Felipe, que llegaba llamado por el ruido, se puso en pie sobre un taburete. Eloísa se asió de un brazo de mi padre. Juan, medio llorando, trató de subírsele sobre las rodillas a María; y ésta, tan pálida como Emma, miró con angustia hacia las colinas, esperando verme bajar.

-¿Quién lo mató? -preguntó Carlos a Juan Ángel, el cual se había serenado ya.

-La escopeta del amito.

-¿Conque la escopeta del amito? -recalcó don Jerónimo riendo y ocupando de nuevo su asiento.

-No, mi amo, sino que ñor Braulio dijo ahora en la loma que le debía la vida a ella...

-¿Dónde está pues Efraín? -preguntó intranquilo mi padre, mirando a María.

-Se quedó en la quebrada.

En este momento regresaba mi madre al comedor. Olvidando que acababa de verme, exclamó:

-¡Ay mi hijo!

-Viene ya -le observó mi padre.

-Sí, sí, ya sé -respondió ella-; pero ¿cómo habrán muerto este animal?

-Aquí fue el balazo -dijo Carlos inclinándose a señalar el foramen de la frente.

-Pero ¿es posible? -preguntó don Jerónimo a mi padre, acercando el braserillo para encender un cigarro-; ¿es de creerse que usted permita esto a Efraín?

Sonrió mi padre al contestarle con algo de propia satisfacción:

-Le encargué ahora días una piel de oso para los pies de mi catre, y seguramente habrá preferido traerme una de tigre.

María había visto ya en los ojos de mi madre lo que podía tranquilizarla. Se dirigió al salón llevando a Juan de la mano: éste, asido de la falda de ella y asustado aún, le impedía andar. Hubo de alzarlo, y le decía al salir:

-¿Llorando? ¡ah feo! ¿un hombre con miedo?

Don Jerónimo, que alcanzó a oírla, observó, meciéndose en su silla y arrojando una bocanada de humo:

-Ese otro también matará tigres.

-Vea usted a Efraín hecho un cazador de fieras -dijo Carlos a Emma, sentándose a su lado-; y en el colegio no se dignaba disparar un bodoquerazo a un paparote. Y no señor... recuerdo ahora que en unos asuetos le vi hacer buenos tiros en la laguna de Fontibón. ¿Y estas cacerías son frecuentes?

-Otras veces -respondióle mi hermana- ha muerto con José y Braulio osos pequeños y lobos muy bonitos.

-¡Yo que pensaba instarle para que hiciésemos mañana una cacería de venados, y preparándome para esto vine con mi escopeta inglesa!

-El tendrá muchísimo placer en divertir a usted: si ayer hubiese usted venido, hoy habrían ido ambos a la cacería.

-¡Ah! sí... si yo hubiera sabido...

Mayo, que habría estado despachando algunos bocados sabrosos en la cocina, pasó entonces por el comedor. Paróse en vista de la cabeza; erizado el cogote y espinazo, dio un cauto rodeo para acercarse al fin a olfatearla. Recorrió la casa a galope, y volviendo al comedor, se puso a aullar: no me encontraba, y acaso le avisaba su instinto que yo había corrido peligros.

A mi padre lo impresionaron los aullidos: era hombre que creía en cierta clase de pronósticos y agüeros, preocupaciones de su raza, de las cuales no había podido prescindir por completo.

-Mayo, Mayo, ¿qué hay? -dijo acariciando al perro, y con mal disimulada impaciencia-: este niño que no llega...

A ese tiempo entraba yo al salón en un traje en que a la verdad no me hubieran reconocido sino muy de cerca Tránsito y Lucía.

María estaba allí. Apenas hubo tiempo para que cambiásemos un saludo y una sonrisa. Juan, que estaba sentado en el regazo de María, me dijo en su mala lengua al pasar, señalándome la puerta del corredor:

-Ahí está el coco.

Y yo entré al comedor sonriendo, porque me figuraba que el niño hacía alusión a don Jerónimo.

Di un estrecho abrazo a Carlos, que se adelantó a recibirme; y por aquel momento olvidé casi del todo lo que en los últimos días había sufrido por culpa suya.

El señor de M*** estrechó cordialmente en sus manos las mías, diciendo:

-¡Vaya, vaya! ¿cómo no hemos de estar viejos si todos estos muchachos se han vuelto hombres?

Seguimos al salón: María no estaba ya en él.

La conversación rodó sobre la cacería última, y fui casi desmentido por don Jerónimo al asegurarle que el éxito de ella se debía a Braulio, pues me puso de frente lo referido por Juan Ángel.

Emma me hizo saber que Carlos había venido preparado para que hiciésemos una cacería de venados: él se entusiasmó con la promesa que le hice de proporcionarle una linda partida a inmediaciones de la casa.

Luego que salió mi hermana, quiso Carlos hacerme ver su escopeta inglesa, y con tal fin pasamos a mi cuarto. Era el arma exactamente igual a la que mi padre me había regalado a mi regreso de Bogotá, aunque antes de verla yo, me aseguraba Carlos que nunca había venido al país cosa semejante.

-Bueno -me dijo, luego como la examiné-. ¿Con ésta también matarías animales de esa clase?

-Seguramente que sí: a sesenta varas de distancia no bajará una línea.

-¿A sesenta varas se hacen esos tiros?

-Es peligroso contar con todo el alcance del arma en tales casos; a cuarenta varas es ya un tiro largo.

-¿Qué tan lejos estabas cuando disparaste sobre el tigre?

-A treinta pasos.

-Hombre, yo necesito hacer algo bueno en la cacería que tendremos, porque de otro modo dejaré enmohecer esta escopeta y juraré no haber cazado ni tominejas en toda mi vida.

-¡Oh! ya verás: te haré lucir, porque haré entrar el venado al huerto.

Carlos me hizo mil preguntas sobre sus condiscípulos, vecinas y amigas de Bogotá: entraron por mucho los recuerdos de nuestra vida estudiantina: hablóme de Emigdio y de sus nuevas relaciones con él, y se rió de buena gana acordándose del cómico desenlace de los amores de nuestro amigo con Micaelina.

Carlos había regresado al Cauca ocho meses antes que yo. Durante ese tiempo sus patillas habían mejorado, y la negrura de ellas hacía contraste con sus mejillas sonrosadas; su boca conservaba la frescura que siempre la hizo admirable; la cabellera abundante y medio crespa sombreaba su tersa frente, de ordinario serena como la de un rostro de porcelana. Decididamente era un buen mozo.

Hablóme también de sus trabajos de campo, de las novilladas que cebaba en la actualidad, de los nuevos pastales que estaba haciendo; y por fin de la esperanza fundada que tenía de ser muy pronto un propietario acomodado. Yo le veía hacer la puntería seguro del mal suceso; pero procuraba no interrumpirle para evitarme así la incomodidad de hablarle de mis asuntos.

-Pero, hombre -dijo poniéndose en pie delante de mi mesa y después de una larguísima disertación acerca de las ventajas de los cebaderos de guinea sobre los de pasto natural-: aquí hay muchos libros. Tú has venido cargando con todo el estante. Yo también estudio, es decir, leo... no hay tiempo para más; y tengo una prima bachillera que se ha empeñado en que me engulla un diluvio de novelas. Ya sabes que los estudios serios no han sido mi flaco: por eso no quise graduarme, aunque pude haberlo hecho. No puedo prescindir del fastidio que me causa la política y de lo que me encocora todo eso de litis, a pesar de que mi padre se lamenta día y noche de que no me ponga al frente de sus pleitos: tiene la manía de litigar, y las cuestiones más graves versan sobre veinte varas cuadradas de pantano o la variación de cauce de un zanjón que ha tenido el buen gusto de echar al lado del vecino una fajilla de nuestras tierras.

-Veamos -empezó leyendo los rótulos de los libros-. «Frayssinous», Cristo ante el siglo, La Biblia... Aquí hay mucha cosa mística. Don Quijote... Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.

-¿No, eh?

-«Blair» -continuó-; «Chateaubriand...». Mi prima Hortensia tiene furor por eso. Gramática inglesa. ¡Qué lengua tan rebelde!; no pude entrarle.

-Pero ya hablabas algo.

-El how do you do como el comment ça va-t-il del francés.

-Pero tienes una excelente pronunciación.

-Eso me decían por estimularme -y prosiguiendo el examen:

-¿«Saquespeare»?, «Calderón»... versos, ¿no? Teatro español. ¿Más versos? Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca. ¿Conque haces?

-No.

-Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.

-«Cortés» -continuó-; ¿Conquista de Méjico?

-No; es otra cosa.

-«Tocqueville, Democracia en América»... ¡Peste! «Ségur»... ¡Qué runfla!

Al llegar ahí sonó la campanilla del comedor avisando que el refresco estaba servido. Carlos, suspendiendo la fiscalización de mis libros, se acercó al espejo, peinó sus patillas y cabellos con una peinillita de bolsillo, plegó, como una modista un lazo, el de su corbata azul, y salimos.




ArribaAbajo- XXIII -

Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos así: presidía mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre, a su derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada historia de aquel pleito que por linderos sostenía con don Ignacio; a continuación del de mi madre había un asiento vacío y otro al lado del señor M***; en seguida de éstos, dándose frente, se hallaban María y Emma, y después los niños.

Cumplíame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. A tiempo de enseñárselo, María, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenía inmediata, como solía hacerlo para indicarme sin que lo comprendiesen los demás, que podía estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me era tan familiar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba y me senté al lado de Emma.

Puso milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que había presentado al Juzgado el día anterior, y volviéndose a mí, dijo:

-Vaya que les ha costado trabajo a ustedes interrumpir sus conferencias. De todo habrá habido: buenos recuerdos del pasado, de ciertas vecindades que teníamos en Bogotá... proyectos para el porvenir... Corriente. No hay como volver a ver un condiscípulo querido. Yo tuve que olvidarme de que ustedes deseaban verse. No acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme venirse solo.

Manifesté a don Jerónimo que no podía perdonarle el que me hubiese privado por tanto tiempo del placer de verlos a él y a Carlos; y que sin embargo, sería menos rencoroso si la permanencia de ellos en casa era larga. A lo cual me respondió con la boca no tan desocupada como fuera de desearse, y mirándome al soslayo mientras tomaba un sorbo de chocolate:

-Eso es difícil, porque mañana empiezan las datas de sal.

Después de un momento de pausa, durante la cual sonrió mi padre imperceptiblemente, continuó:

-Y no hay remedio: si no estoy yo allá, debe estar éste.

-Tenemos mucho que hacer -apuntó Carlos con cierta suficiencia de hombre de negocios, la cual debió de parecerle oportuna sabiendo que cazar y estudiar eran mis ocupaciones ordinarias.

María, resentida tal vez conmigo, esquivaba mirarme. Estaba bella más que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos pliegues, susurraba tan quedo como las brisas de la noche en los rosales de mi ventana. Tenía el pecho cubierto con una pañoleta transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni la base de su garganta de tez de azucena: pendiente de ésta en un cordón de pelo negro, brillaba una crucecita de diamantes: la cabellera, dividida en dos trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en sus espaldas.

La conversación se había hecho general; y mi hermana me preguntó casi en secreto por qué había preferido aquel asiento. Yo le respondí con un «así debe ser», que no la satisfizo: miróme con extrañeza y buscó luego en vano los ojos de María: estaban tenazmente velados por sus párpados de raso-perla.

Levantados los manteles, se hizo la oración de costumbre. Nos invitó mi madre a pasar al salón: don Jerónimo y mi padre se quedaron a la mesa hablando de sus empresas de campo.

Presentéle a Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese instrumento. Después de algunas instancias convino en tocar algo. Preguntó a Emma y a María, mientras templaba, si no eran aficionadas al baile; y como se dirigiese en particular a la última, ella le respondió que nunca habían bailado.

Él se volvió hacia mí, que regresaba en ese momento de mi cuarto, diciéndome:

-¡Hombre! ¿es posible?

-¿Qué?

-Que no hayas dado algunas lecciones de baile a tu hermana y a tu prima. No te creía tan egoísta. ¿O será que Matilde te impuso por condición que no generalizaras sus conocimientos?

-Ella confió en los tuyos para hacer del Cauca un paraíso de bailarines -le contesté.

-¿En los míos? Me obligas a confesar a las señoritas que habría aprovechado más, si tú no hubieras asistido a tomar lecciones al mismo tiempo que yo.

-Pero eso consistió en que ella tenía esperanza de satisfacerte en el diciembre pasado, puesto que esperaba verte en el primer baile que se diese en Chapinero.

La guitarra estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para no olvidar.

-¿Qué te recuerda esta pieza? -preguntóme poniéndose la guitarra perpendicularmente sobre las rodillas.

-Muchas cosas, aunque ninguna particular.

-¿Ninguna? ¿y aquel lance jocoserio que tuvo lugar entre los dos, en casa de la señora...?

-¡Ah! sí; ya caigo.

-Se trataba -dijo- de evitar un mal rato a nuestra puntillosa maestra: tú ibas a bailar con ella, y yo...

-Se trataba de saber cuál de nuestras parejas debía poner la contradanza.

-Y debes confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto -replicó Carlos riendo.

-Yo tuve la fortuna de no verme obligado a insistir. Haznos el favor de cantar.

Mientras duró este diálogo, María, que ocupaba con mi hermana el sofá a cuyo frente estábamos Carlos y yo, fijó por un instante la mirada en mi interlocutor, para notar al punto lo que sólo para ella era evidente, que yo estaba contrariado; y fingió luego distraerse en anudar sobre el regazo los rizos de las extremidades de sus trenzas.

Insistió mi madre en que Carlos cantara. Él entonó con voz llena y sonora una canción que andaba en boga en aquellos días, la cual empezaba así:


   El ronco son de guerrera trompa
Llamó tal vez a la sangrienta lid,
Y entre el rumor de belicosa pompa
Marcha contento al campo el adalid.

Una vez que Carlos dio fin a su trova, suplicó a mi hermana y a María que cantasen también. Ésta parecía no haber oído de qué se trataba.

¿Habrá Carlos descubierto mi amor, me decía yo, y complacídose por eso en hablar así? Me convencí después de que lo había juzgado mal, y de que si él era capaz de una ligereza, nunca lo sería de una malignidad.

Emma estaba pronta. Acercándose a María, le dijo:

-¿Cantamos?

-¿Pero qué puedo yo cantar? -le respondió.

Me aproximé a María para decirle a media voz:

-¿No hay nada que te guste cantar, nada?

Miróme entonces como lo hacía siempre al decirle yo algo en el tono con que pronuncié aquellas palabras; y jugó un instante en sus labios una sonrisa semejante a la de una linda niña que se despierta acariciada por los besos de su madre.

-Sí, las Hadas -contestó.

Los versos de esta canción habían sido compuestos por mí. Emma, que los había encontrado en mi escritorio, les adaptó la música de otros que estaban de moda.

En una de aquellas noches de verano en que los vientos parecen convidarse al silencio para escuchar vagos rumores y lejanos ecos; en que la luna tarda o no aparece, temiendo que su luz importune; en que el alma, como una amante adorada que por unos momentos nos deja, se desase de nosotros poco a poco y sonriendo, para tornar más que nunca amorosa; en una noche así, María, Emma y yo estábamos en el corredor del lado del valle, y después de haber arrancado la última a la guitarra algunos acordes melancólicos, concertaron ellas sus voces incultas pero vírgenes como la naturaleza que cantaban. Sorprendíme, y me parecieron bellas y sentidas mis malas estrofas. Terminada la última, María apoyó la frente en el hombro de Emma; y cuando la levantó, entusiasmado murmuré a su oído el último verso. ¡Ah! Ellos parecen conservar aún de María no sé si un aroma; algo como la humedad de sus lágrimas. Helos aquí:


   Soñé vagar por bosques de palmeras
Cuyos blandos plumajes, al hundir
Su disco el sol en las lejanas sierras,
Cruzaban resplandores de rubí.
   Del terso lago se tiñó de rosa  5
La superficie límpida y azul,
Y a sus orillas garzas y palomas
Posábanse en los sauces y bambús.
   Muda la tarde, ante la noche muda
Las gasas de su manto recogió:  10
Del indo mar dormida en las espumas
La luna hallóla y a sus pies el sol.
   Ven conmigo a vagar bajo las selvas
Donde las Hadas templan mi laúd;
Ellas me han dicho que conmigo sueñas,  15
Que me harán inmortal si me amas tú.

Mi padre y el señor de M*** entraron al salón a tiempo que la canción terminaba. El primero, que sólo tarareaba entre dientes algún aire de su país, en los momentos en que la apacibilidad de su ánimo era completa, tenía afición a la música y la había tenido al baile en su juventud.

Don Jerónimo, después de sentarse tan cómodamente como pudo en un mullido sofá, bostezó de seguida dos veces.

-No había oído esa música con esos versos -observó Carlos a mi hermana.

-Ella los leyó en un periódico -le contesté-, y les puso la música con que se cantan otros. Los creo malos -agregué-: ¡Publican tantas insulseces de esta laya en los periódicos! Son de un poeta habanero; y se conoce que Cuba tiene una naturaleza semejante a la del Cauca.

María, mi madre y mi hermana se miraron unas a otras con extrañeza, sorprendidas de la frescura con que engañaba yo a Carlos; mas era porque no estaban al corriente del examen que él había hecho por la tarde de los libros de mi estante, examen en que tan mal parados dejó a mis autores predilectos; y acordándome con cierto rencor de lo que sobre el Quijote había dicho, añadí:

-Tú debes de haber visto esos versos en El Día, y es que no te acuerdas; creo que están firmados por un tal Almendárez.

-Como que no -dijo-; tengo para eso tan mala memoria... Si son los que le he oído recitar a mi prima... francamente, me parecen mejores cantados por estas señoritas. Tenga usted la bondad de decirlos -agregó dirigiéndose a María.

Ésta, sonriendo, preguntó a Emma:

-¿Cómo empieza el primero?... Si a mí se me olvidan. Dilos tú, que los sabes bien.

-Pero usted acaba de cantarlos -le observó Carlos-, y recitarlos es más fácil: por malos que fueran, dichos por usted serían buenos.

María los repitió; mas al llegar a la última estrofa su voz era casi trémula.

Carlos le dio las gracias, agregando:

-Ahora sí estoy casi seguro de haberlos oído antes.

¡Bah! me decía yo: de lo que Carlos está cierto es de haber visto todos los días lo que mis malos versos pintan; pero sin darse cuenta de ello, como ve su reloj.




ArribaAbajo- XXIV -

Llegó la hora de retirarnos, y temiendo yo que me hubiesen preparado cama en el mismo cuarto que a Carlos, me dirigí al mío: de él salían en ese momento mi madre y María.

-Yo podré dormir solo aquí, ¿no es verdad? -pregunté a la primera, quien comprendiendo el motivo de la pregunta respondió:

-No; tu amigo.

-¡Ah! sí, las flores -dije viendo las de mi florero, puestas en él por la mañana y que llevaba en un pañuelo María-. ¿A dónde las llevas?

-Al oratorio, porque como no ha habido tiempo hoy para poner otras allá...

Le agradecí sobremanera la fineza de no permitir que las flores destinadas por ella para mí, adornasen esa noche mi cuarto y estuviesen al alcance de otro.

Pero ella había dejado el ramo de azucenas que yo había traído aquella tarde de la montaña, aunque estaba muy visible sobre mi mesa, y se las presenté diciéndole:

-Lleva también estas azucenas para el altar: Tránsito me las dio para ti, al recomendarme te avisara que te había elegido para madrina de su matrimonio. Y como todos debemos rogar por su felicidad...

-Sí, sí -me respondió-; ¿conque quiere que yo sea su madrina? -añadió como consultando a mi madre.

-Eso es muy natural -le dijo ésta.

-¡Y yo que tengo un traje tan lindo para que le sirva ese día! Es necesario que le digas que yo me he puesto muy contenta al saber que nos... que me ha preferido para su madrina.

Mis hermanos, Felipe y el que le seguía, recibieron con sorpresa y placer la noticia de que yo pasaría la noche en el mismo cuarto que ellos. Habíanse acomodado los dos en una de las camas para que me sirviera la de Felipe: en las cortinas de ésta había prendido María el medallón de la Dolorosa, que estaba en las de mi cuarto.

Luego que los niños rezaron arrodilladitos en su cama, me dieron las buenas noches, y se durmieron después de haberse reído de los miedos que mutuamente se metían con la cabeza del tigre.

Esa noche no solamente estaba conmigo la imagen de María; los ángeles de la casa dormían cerca de mí: al despuntar el sol vendría ella a buscarlos para besar sus mejillas y llevarlos a la fuente, donde les bañaba los rostros con sus manos blancas y perfumadas como las rosas de Castilla que ellos recogían para el altar.




ArribaAbajo- XXV -

Despertóme al amanecer el cuchicheo de los niños, que en vano se estimulaban a respetar mi sueño. Las palomas cogidas en esos días, y que alicortadas obligaban ellos a permanecer en baúles vacíos, gemían espiando los primeros rayos de luz que penetraban en el aposento por las rendijas.

-No abras -decía Felipe-, no abras, que mi hermano está dormido, y se salen las cuncunas.

-Pero si María nos llamó ya -replicó el chiquito.

-No hay tal: yo estoy despierto hace rato, y no ha llamado.

-Sí, ya sé lo que quieres: irte corriendo primero que yo a la quebrada para decir luego que sólo en tus anzuelos han caído negros.

-Como a mí me cuesta mi trabajo ponerlos bien... -le interrumpió Felipe.

-¡Vea qué gracia! Si es Juan Ángel el que te los pone en los charcos buenos.

E insistía en abrir.

-¡No abras! -replicó Felipe enfadado ya-: aguárdate veo si Efraín está dormido.

Y diciendo esto, se acercó en puntillas a mi cama.

Tomélo entonces por el brazo, diciéndole:

-¡Ah, bribón! ¡conque le quitas los pescados al chiquito!

Riéronse ambos y se acercaron a poner la demanda respetuosamente. Quedó todo arreglado con la promesa que les hice de que por la tarde iría yo a presenciar la postura de los anzuelos. Levantéme y dejándolos atareados en encarcelar las palomas que aleteaban buscando salida al pie de la puerta, atravesé el jardín.

Los azahares, albahacas y rosas daban al viento sus delicados aromas, al recibir las caricias de los primeros rayos del sol, que se asomaba ya sobre la cumbre de Morrillos, esparciendo hasta el zenit azul pequeñas nubes de rosa y oro.

Al pasar por frente a la ventana de Emma, oí que hablaban ella y María, interrumpiéndose para reír. Producían sus voces, con especialidad la de María, por el incomparable susurro de sus eses, algo parecido al ruido que formaban las palomas y azulejos al despertarse en los follajes de los naranjos y madroños del huerto.

Conversaban bajo don Jerónimo y Carlos, paseándose por el corredor de sus cuartos, cuando salté el vallado del huerto para caer al patio exterior.

-¡Opa! -dijo el señor de M***-, madruga usted como un buen hacendado. Yo creía que era tan dormiloncito como su amigo cuando vino de Bogotá; pero los que viven conmigo tienen que acostumbrarse a mañanear.

Siguió haciendo una larga enumeración de las ventajas que proporciona el dormir poco; a todo lo cual podría habérsele contestado que lo que él llamaba dormir poco no era otra cosa que dormir mucho empezando temprano; pues confesaba que tenía por hábito acostarse a las siete u ocho de la noche, para evitar la jaqueca.

La llegada de Braulio, a quien Juan Ángel había ido a llamar a la madrugada, cumpliendo la orden que le di por la noche, nos impidió disfrutar el final del discurso del señor de M***.

Traía Braulio un par de perros, en los cuales no habría sido fácil a otro menos conocedor de ellos que yo, reconocer los héroes de nuestra cacería del día anterior. Mayo gruñó al verlos, y vino a esconderse tras de mí con muestras de antipatía invencible; él, con su blanca piel, todavía hermosa, las orejas caídas y el ceño y mirar severos, dábase ante los lajeros del montañés un aire de imponderable aristocracia.

Braulio saludó humildemente y se acercó a preguntarme por la familia a tiempo que yo le tendía la mano con afecto. Sus perros me hicieron agasajos en prueba de que les era más simpático que Mayo.

-Tendremos ocasión de ensayar tu escopeta -dije a Carlos. He mandado pedir dos perros muy buenos a Santa Elena, y aquí tienes un compañero con el cual no gastan burlas los venados, y dos cachorros muy diestros.

-¿Ésos? -preguntó desdeñosamente Carlos.

-¿Con tales chandosos? -agregó don Jerónimo.

-Sí, señor, con los mismos.

-Lo veré y no lo creeré -contestó el señor de M*** emprendiendo de nuevo sus paseos por el corredor.

Acababan de traernos el café, y obligué a Braulio a que aceptase la taza destinada para mí. Carlos y su padre no disimularon bien la extrañeza que les causó mi cortesía para con el montañés.

Poco después, el señor de M*** y mi padre montaron para ir a visitar los trabajos de la hacienda. Braulio, Carlos y yo nos dedicamos a preparar las escopetas y a graduar carga a la que mi amigo quería ensayar.

Estábamos en ello cuando mi madre me hizo saber disimuladamente que quería hablarme. Me esperaba en su costurero. María y mi hermana estaban en el baño. Haciéndome sentar cerca de ella, me dijo:

-Tu padre insiste en que se dé cuenta a María de la pretensión de Carlos. ¿Crees tú también que debe hacerse así?

-Creo debe hacerse lo que mi padre disponga.

-Se me figura que opinas de esa manera por obedecerle, no porque deje de impresionarte el que se tome tal resolución.

-He ofrecido observar esa conducta. Por otra parte, María no es aún mi prometida y se halla en libertad para decidir lo que le parezca. Ofrecí no decirle nada de lo acordado con ustedes; y he cumplido.

-Yo temo que la emoción que va a causarle a María el imaginarse que tu padre y yo estamos lejos de aprobar lo que pasa entre vosotros, le haga mucho mal. No ha querido tu padre hablar al señor de M*** de la enfermedad de María, temeroso de que se estime eso como un pretexto de repulsa; y como él y su hijo saben que ella posee una dote... lo demás no quiero decirlo, pero tú lo comprendes. ¿Qué debemos hacer, pues, dilo tú, para que María no piense ni remotamente que nosotros nos oponemos a que sea tu esposa; sin dejar yo de cumplir al mismo tiempo con lo prevenido últimamente por tu padre?

-Tan sólo hay un medio.

-¿Cuál?

-Voy a decírselo a usted; y me prometo que lo aprobará; le suplico desde ahora que lo apruebe. Revelémosle a María el secreto que mi padre ha impuesto sobre el consentimiento que me tiene dado de ver en ella a la que debe ser mi esposa. Yo le ofrezco a usted que seré prudente y que nada dejaremos notar a mi padre que pueda hacerle comprender esta infidencia necesaria. ¿Podré yo seguir guardando esa conducta que él exige, sin ocasionar a María penas que le harán mayor daño que confesárselo todo? Confíe usted en mí: ¿no es verdad que hay imposibilidad para hacer lo que mi padre desea? ¿usted no lo ve, no lo cree así?

Mi madre guardó silencio unos instantes, y luego sonriendo de la manera más cariñosa, dijo:

-Bueno; pero con tal que no olvides que no debes prometerle sino aquello que puedas cumplir. ¿Y cómo le hablaré de la propuesta de Carlos?

-Como hablaría a Emma en idéntico caso; y diciéndole después lo que me ha prometido manifestarle. Si no estoy engañado, las primeras palabras de usted le harán experimentar una impresión dolorosa, pues que ellas le darán motivo para temer que usted y mi padre se opongan decididamente a nuestro enlace. Ella oyó lo que hablaron en cierta ocasión sobre su enfermedad, y sólo el trato afable que usted ha seguido dándole y la conversación habida ayer entre ella y yo, la han tranquilizado. Olvídese de mí al hacerle las reflexiones indispensables sobre la propuesta de Carlos. Yo estaré escuchando lo que hablen, tras de los bastidores de esa puerta.

Era ésta la del oratorio de mi madre.

-¿Tú? -me preguntó admirada.

-Sí, señora, yo.

-¿Y para qué valerte de ese engaño?

-María se complacerá en que así lo hayamos hecho, en vista de los resultados.

-¿Cuál resultado te prometes, pues?

-Saber todo lo que ella es capaz de hacer por mí.

-¿Pero no será mejor, si es que quieres oír lo que va a decirme, que ignore siempre ella que tú lo oíste y yo lo consentí?

-Sí será, si usted lo desea.

-Mala cara tienes tú de cumplir eso.

-Yo le ruego a usted que no se oponga.

-Pero ¿no estás viendo que hacer lo que pretendes, si ella llega a saberlo, es como prometerle yo una cosa que por desgracia no sé si pueda cumplirle, puesto que en caso de aparecer nuevamente la enfermedad, tu padre se opondrá a vuestro matrimonio, y tendría yo que hacer lo mismo?

-Ella lo sabe; ella no consentirá nunca en ser mi esposa, si ese mal reaparece. Mas ¿ha olvidado usted lo que dijo el médico?

-Haz, pues, lo que quieras.

-Oiga usted su voz; ya están aquí. Cuide de que a Emma no vaya a ocurrírsele entrar al oratorio.

María entró sonrosada y riendo aún de lo que había venido conversando con Emma. Atravesó con paso leve y casi infantil el aposento de mi madre, a quien no descubrió sino cuando iba a entrar al suyo.

-¡Ah! -exclamó-; ¿aquí estaba usted? -y acercándose a ella-: ¡pero qué pálida está! Se siente mal de la cabeza: ¿no? Si usted hubiera tomado un baño... la mejora eso tanto...

-No, no; estoy buena. Te esperaba para hablarte a solas; y como se trata de una cosa muy grave, temo que todo ello pueda producirte una mala impresión.

María fijó en mi madre una mirada brillante, y palideciendo le respondió:

-¿Qué será? ¿qué es?...

-Siéntate aquí -le dijo mi madre señalándole un taburetico que tenía a los pies.

Sentóse, y esforzándose inútilmente por sonreír, su rostro tomó una expresión de gravedad encantadora.

-Diga usted ya -dijo como tratando de dominar la emoción, pasándose entrambas manos por la frente, y asegurando en seguida con ellas el peine de carey dorado que sostenía sus cabellos en forma de un grueso y luciente cordón que le ceñía las sienes.

-Voy a hablarte de la manera misma que hablaría a Emma en igual circunstancia.

-Sí, señora: ya oigo.

-Tu papá me ha encargado te diga... que el señor de M*** ha pedido tu mano para su hijo Carlos...

-¡Yo! -exclamó asombrada y haciendo un movimiento involuntario para ponerse en pie; pero volviendo a caer en su asiento, se cubrió el rostro con las manos, y oí que sollozaba.

-¿Qué debo decirle, María?

-¿Él le ha mandado a usted que me lo diga? -le preguntó con voz ahogada.

-Sí, hija; y ha cumplido con su deber haciéndotelo saber.

-¿Pero usted por qué me lo dice?

-¿Y qué querías que yo hiciera?

-¡Ah! decirle que yo no... que yo no puedo... que no.

Después de un instante, alzando a mirar a mi madre, que sin poderlo evitar lloraba con ella, le dijo:

-Todos lo saben, ¿no es verdad?, todos han querido que usted me lo diga.

-Sí; todos lo saben menos Emma.

-Solamente ella... ¡Dios mío! ¡Dios mío! -añadió ocultando la cabeza en los brazos que apoyaba sobre las rodillas de mi madre; y permaneció así unos momentos.

Levantando luego pálido el rostro y rociado por una lluvia de lágrimas:

-Bueno -dijo-; ya usted cumplió: todo lo sé ya.

-Pero María -le interrumpió dulcemente mi madre-, ¿es, pues, tanta desgracia que Carlos quiera ser tu esposo? ¿no es...?

-Yo le ruego... yo no quiero; yo no necesito saber más. ¿Conque han dejado que usted me lo proponga?... ¡todos, todos lo han consentido! Pues yo digo -agregó con voz enérgica, a pesar de sus sollozos-, digo que antes que consentir en eso me moriré. ¡Ah! ¿ese señor no sabe que yo tengo la misma enfermedad que mató a mi madre, siendo todavía ella muy joven?... ¡Ay! ¿qué haré yo ahora sin ella?

-¿Y no estoy yo aquí? ¿no te quiero con toda mi alma?...

Mi madre era menos fuerte que ella pensaba.

Por mis mejillas rodaron lágrimas que sentía gotear ardientes sobre mis manos, apoyadas en uno de los botones de la puerta que me ocultaba.

María respondió a mi madre:

-Pero entonces, ¿por qué me propone usted esto?

-Porque era necesario que ese no saliera de tus labios, aunque me supusiera yo que lo darías.

-Y solamente usted se supuso que lo daría yo, ¿no es así?

-Tal vez algún otro lo supuso también. ¡Si supieras cuánto dolor, cuántos desvelos le ha causado este asunto al que tú juzgas más culpable!...

-¿A papá? -dijo menos pálida ya.

-No; a Efraín.

María exhaló un débil grito, y dejando caer la cabeza sobre el regazo de mi madre, se quedó inmóvil. Ésta abría los labios para llamarme, cuando María volvió a enderezarse lentamente: púsose en pie y dijo casi sonriente, volviendo a asegurarse los cabellos con las manos temblorosas:

-He hecho mal en llorar así, ¿no es cierto? yo creí...

-Cálmate y enjuga esas lágrimas: yo quiero volver a verte tan contenta como estabas. Debes estimar la caballerosidad de su conducta...

-Sí, señora. Que no sepa él que he llorado ¿no? -decía enjugándose con el pañuelo de mi madre.

-¿No ha hecho bien Efraín en consentir que te lo dijera todo?

-Tal vez... cómo no.

-Pero lo dices de un modo... Tu papá te puso por condición, aunque no era necesario, que te dejara decidir libremente en este caso.

-¿Condición? ¿condición para qué?

-Le exigió que no te dijese nunca que sabíamos y consentíamos lo que entre vosotros pasa.

Las mejillas de María se tiñeron, al oír esto, del más suave encarnado. Sus ojos estaban clavados en el suelo.

-¿Por qué le exigía eso? -dijo al fin con voz que apenas alcanzaba a oír yo-. ¿Acaso tengo yo la culpa?... ¿hago mal, pues?...

-No, hija; pero tu papá creyó que tu enfermedad necesitaba precauciones...

¿No estoy yo buena ya? ¿no creen que no volveré a sufrir nada? ¿Cómo puede Efraín ser causa de mi mal?

-Sería imposible... queriéndote tanto, y quizá más que tú a él.

María movió la cabeza de un lado a otro, como respondiéndose algo a sí misma, y sacudiéndola en seguida con la ligereza con que solía hacerlo de niña para alejar un recuerdo miedoso, preguntó:

-¿Qué debo hacer? Yo hago ya todo cuanto quieran.

-Carlos tendrá hoy ocasión de hablarte de sus pretensiones.

-¿A mí?

-Sí; oye: le dirás, conservando por supuesto toda la serenidad que te sea posible, que no puedes aceptar su oferta, aunque mucho te honra, porque eres muy niña, dejándole conocer que te causa verdadera pena dar esa negativa...

-Pero eso será cuando estemos reunidos todos.

-Sí -le respondió mi madre, complacida del candor que revelaban su voz y sus miradas: creo que sí merezco seas muy condescendiente para conmigo.

A lo cual nada repuso. Acercando con el brazo derecho la cabeza de mi madre a la suya, permaneció así unos instantes mostrando en la expresión de su rostro la más acendrada ternura. Cruzó apresuradamente el aposento y desapareció tras las cortinas de la puerta que conducía a su habitación.




ArribaAbajo- XXVI -

Impuesta mi madre de nuestro proyecto de caza, hizo que se nos sirviera temprano el almuerzo a Carlos, a Braulio y a mí.

No sin dificultad logré que el montañés se resolviera a sentarse a la mesa, de la cual ocupó la extremidad opuesta a la en que estábamos Carlos y yo.

Como era natural, hablamos de la partida que teníamos entre manos. Carlos decía:

-Braulio responde de que la carga de mi escopeta está perfectamente graduada; pero continúa ranchado en que no es tan buena como la tuya, a pesar de que son de una misma fábrica, y de haber disparado él mismo con la mía sobre una cidra, logrando introducirle cuatro postas. ¿No es así, mi amigo? -terminó dirigiéndose al montañés.

-Yo respondo -contestó éste- de que el patrón matará a sesenta pasos un pellar con esa escopeta.

-Pues veremos si yo mato un venado. ¿Cómo dispones la cacería? -agregó dirigiéndose a mí.

-Eso es sabido; como se dispone siempre que se quiere hacer terminar la faena cerca de la casa: Braulio sube hasta el pie del Derrumbo con sus perros de levante: Juan Ángel queda apostado dentro de la quebrada de la Honda con dos de los cuatros perros que he mandado traer de Santa Elena: tu paje con los otros dos esperará en la orilla del río, para evitar que se nos escape el venado a la Novillera: tú y yo estaremos listos para acudir al punto que convenga.

El plan pareció bueno a Braulio, quien después de ensillarnos los caballos ayudado por Juan Ángel, se puso en marcha con éste para desempeñar la parte que le tocaba en la batida.

El caballo retinto que yo montaba, golpeaba el empedrado cuando íbamos a salir ya, impaciente por lucir sus habilidades: arqueado el cuello fino y lustroso como el raso negro, sacudía sus crespas crines estornudando. Carlos iba caballero en un quiteño castaño coral que el general Flores había enviado de regalo en esos meses a mi padre.

Recomendada al señor de M*** la mayor atención, por si el venado venía al huerto como nos lo prometíamos, salimos del patio para emprender el ascenso de la falda, cuyo plano inclinado terminaba a treinta cuadras hacia el oriente, al pie de las montañas.

Al pasar dando la vuelta a la casa, por frente a los balcones del departamento de Emma, María estaba apoyada en el barandaje de uno de ellos: parecía hallarse en uno de aquellos momentos de completa distracción a que con frecuencia se abandonaba. Eloísa, que se hallaba a su lado, jugaba con los bucles destrenzados y espesos de la cabellera de su prima.

El ruido de nuestros caballos y los ladridos de los perros sacaron a María de su enajenamiento, a tiempo que yo la saludaba por señas y que Carlos me imitaba. Noté que ella permanecía en la misma posición y sitio hasta que nos internamos en la cañada de la Honda.

Mayo nos acompañó hasta el primer torrente que vadeamos; allí, deteniéndose como a reflexionar, regresó a galope corto hacia la casa.

-Oye -le dije a Carlos, luego que se pasó una media hora, durante la cual referí sin descansar los más importantes episodios de las cacerías de venados que los montañeses y yo habíamos hecho-; oye: los gritos de Braulio y ese ladrido de los perros prueban que han levantado.

Las montañas los repetían; y si se acallaban por ratos, empezaban de nuevo con mayor fuerza y a menor distancia.

Poco después descendió Braulio por la orilla limpia del bosque de la cañada. No bien estuvo al lado de Juan Ángel, soltó los dos perros que éste llevaba de cabestro y los detuvo por unos momentos asiéndolos del pestorejo, hasta que se persuadió de que la presa estaba cerca del paso en que nos hallábamos: animólos entonces con repetidos gritos, y desaparecieron veloces.

Carlos, Juan Ángel y yo nos desplegamos en la falda. A poco vimos que empezaba a atravesarla, seguido de cerca por uno de los perros de José, el venado, que bajó por la cañada menos de lo que nos habíamos supuesto.

A Juan Ángel le blanqueaban los ojos y al reír dejaba ver hasta las muelas de su fina dentadura. Sin embargo de haberle ordenado que permaneciera en la cañada, por si el venado volvía a ella, atravesó con Braulio, y casi a par de nuestros caballos, los pajonales y ramblas que nos separaban del río. Al caer a la vega de éste el venado, los perros perdieron el rastro, y él subió en vez de bajar.

Carlos y yo echamos pie a tierra para poder ayudar a Braulio en el fondo de la vega.

Perdida más de una hora en idas y venidas, oímos al fin los ladridos de un perro, los cuales nos dieron esperanza de que se hubiera hallado de nuevo la pista. Pero Carlos juraba al salir de un bejucal en que se había metido sin saber cómo ni cuándo, que el bruto de su negro había dejado ir la pieza río abajo.

Braulio, a quien habíamos perdido de vista hacía rato, gritó con voz tal que a pesar de la distancia pudimos oírla:

-¡Allá va! ¡allá va! Dejen uno con escopeta allííí: sálganse a lo liiimpio, porque el venado se vuelve a la Hooonda.

Quedó el paje de Carlos en su puesto, y éste y yo fuimos a tomar nuestros caballos.

La pieza salía a ese tiempo de la vega, a gran distancia de los perros, y descendía hacia la casa.

-Apéate -grité a Carlos-, y espéralo sobre el cerco.

Hízolo así, y cuando el venado se esforzaba, fatigado ya, por brincar el vallado del huerto, disparó sobre él: el venado siguió; Carlos se quedó atónito.

Braulio llegó en ese momento, y yo salté del caballo, botándole las bridas a Juan Ángel.

De la casa veían todo lo que estaba pasando. Don Jerónimo salvó, escopeta en mano, la baranda del corredor, y al ir a disparar sobre el animal, se enredó los pies dichosamente en las plantas de una era, lo cual iba haciéndolo caer a tiempo que mi padre le decía:

-¡Cuidado! ¡cuidado! mire usted que por ahí vienen todos.

Braulio siguió de cerca al venadito, evitando así que los perros lo despedazasen.

El animal entró al corredor desatentado y tembloroso, y se acostó casi ahogado debajo de uno de los sofás, de donde lo sacaba Braulio cuando Carlos y yo llegábamos ya a buen paso. La partida había sido divertida para mí; pero él procuraba en balde ocultar la impaciencia que le había causado errar tan bello tiro.

Emma y María se aproximaron tímidamente a tocar el venadito, suplicando que no lo matásemos: él parecía entender que lo defendían, pues las miró con ojos húmedos y asombrados, bramando quedo, como acaso lo solía hacer para llamar a su madre. Quedó absuelto, y Braulio se encargó de atramojarlo y ponerlo en sitio conveniente.

Pasado todo, Mayo se acercó al prisionero, lo olió a la distancia que la prudencia exigía, y volviendo a tenderse en el salón, apoyó la cabeza sobre las manos con la mayor tranquilidad, sin que bastase tan exótica conducta a privarle de un cariño mío.

Poco después, al despedirse Braulio de mí para volver a la montaña, me dijo:

-Su amigo está furioso, y yo lo he puesto así para vengarme de la chacota que hizo de mis perros esta mañana.

Yo le pedí me explicase lo que decía.

-Me supuse -continuó Braulio- que usted le cedería el mejor tiro, y por eso dejé la escopeta de don Carlos sin municiones cuando me la dio a cargar.

-Has hecho muy mal -le observé.

-No lo volveré a hacer, y menos con él, porque se me pone que no cazará más con nosotros... ¡Ah! la señorita María me ha dado mil recados para Tránsito: le agradezco tanto que esté gustosa de ser nuestra madrina... y no sé qué hacer para que lo sepa: usted debe decírselo.

-Lo haré así; pierde cuidado.

-Adiós -dijo tendiéndome francamente la mano, sin dejar por eso de tocarse el ala del sombrero con la otra-; hasta el domingo.

Salió del patio llamando sus perros con el silbido agudo que producía en tales casos, oprimiendo con el índice y el pulgar el labio inferior.



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