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María la Monarca [Fragmento]

Homero Aridjis

Juan Palomino (ilustrador)



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Si el mar que por el mundo se derrama
tuviera tanto amor como agua fría,
se llamaría, por amor, María
y no tan sólo mar, como se llama.


Francisco Luis Bernárdez, Soneto del dulce nombre.                






Eréndira y Corina eran primas y mejores amigas. Solían sentarse en lo alto de la escalinata de su escuela, en el pequeño pueblo de Contepec, para ver allá abajo las casas, las calles empedradas y la estación de trenes. También veían con claridad el cerro Altamirano, cubierto de oyameles. Sabían que del otro lado del cerro se hallaba una gran ciudad y, aunque la imaginaban, nunca la habían visitado. Las niñas tenían once años y a veces planeaban ir allá de vacaciones, pero los autobuses partían sin ellas y entonces qué pequeñas y vacías se quedaban las calles.

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Eréndira tenía pelo castaño, nariz pecosa y ojos sonrientes. Parecía que nunca hubiera lustrado sus botines rojos. Sus tobilleras no combinaban, una era verde y la otra, amarilla. Era fuerte a pesar de ser flaca: decía que podía cargar un saco de limones con una mano y su prima la había visto subir a zancadas la escalera de la escuela, de dos en dos.

Los ojos de Corina eran grandes y vivaces. Tenía los labios delgados, el pelo de un negro contundente y su cutis parecía de barro bruñido. Un moño amarillo anudaba sus trenzas. Usaba tenis, pero le quedaban grandes porque Carmen, su madre, los había comprado así para no tener que conseguir otros hasta que ella acabara de crecer.

Un día de otoño, cuando fantaseaban con irse en uno de esos autobuses, vieron llegar algo que parecía nubes vivas: volaban sobre los cerros, cruzaban el llano, atravesaban las calles como ríos aéreos. Eran las primeras mariposas monarca y venían del norte por millones, como cada año. Pasaban sobre los árboles y los tejados en grupos grandes y pequeños, o una por una.

Las primas, como siempre, observaron fascinadas el hermoso espectáculo, las miríadas volaban bajo las nubes blancas y sobre los maizales.

Al frente iba una mariposa que destacaba del resto por sus alas relucientes. ¿Sería la Quetzalpapálotl, la mítica madre de todas las mariposas monarca? En sus juegos, las niñas solían imaginar que la encontraban y que, al conocerla, adquirían poderes mágicos. Sacaron sus celulares y tomaron algunas fotografías, pues nunca se cansarían de ese espectáculo majestuoso.

Cuando volvieron al salón, la maestra Alicia anunció que irían de excursión después del Día de Muertos. Todos los alumnos se pusieron contentos con la noticia. Las dos primas y su amiga Minerva intercambiaron sonrisas: ir al cerro Altamirano era una de sus actividades favoritas. La maestra dio una breve explicación del viaje y el ciclo de la mariposa:

-Estas monarcas vienen desde Canadá y recorrieron más de 4.000 kilómetros, a través de vientos y tempestades, para llegar a este cerro. Imaginen su metamorfosis: del huevo en el envés de la hoja del algodoncillo sale una oruga a rayas negras, blancas y amarillas, como un tigre enrollado; luego se transforma en una crisálida verde como jade; y de la crisálida sale al fin la mariposa que emprende el viaje a través de una gran distancia para llegar a nuestra tierra.

Eréndira levantó la mano:

-Maestra, ¿es verdad que las mariposas tienen etiquetas en las alas?

-Es cierto, Eréndira, en 1940 empezaron a colocárselas en Canadá, para saber a dónde llegaban. Por eso muchas de ellas llevan su nombre en las alas.

Al día siguiente, Eréndira y Corina fueron al cementerio; llevaban un ramo de girasoles y buscaban la tumba de su abuela. Estaba cerca de un viejo eucalipto. Su vida estaba encerrada en dos fechas: 1904-1986, y su nombre, escrito en grises: Josefina Fuentes. Un ángel esquelético miraba hacia el cielo. Era Día de Muertos.

-Mi mamá dice que las monarcas son las almas de los difuntos que regresan al mundo en forma de mariposas -dijo Corina.

-¡Cuántas mariposas! -Eréndira estaba emocionada-. Quisiera llevármelas conmigo.

-¡Pero no puedes! -Corina se rio con su prima-. Aunque te gusten mucho, ya lo sabes.

-Mira, Corina, a lo mejor ésta que se paró en mi pelo es el alma de la abuela -respondió Eréndira, tomando con cuidado a la mariposa y mostrándosela a su prima.

-Ya quisieras.

-Esta es María la Monarca, lo acabo de leer en su etiqueta -respondió Eréndira y extendió la palma, sobre la que la mariposa movió sus alas con tranquilidad.

El miércoles los alumnos partieron a la excursión hacia el cerro Altamirano, a visitar a las monarcas. Algunas de las colegialas pidieron caballos para subir la cuesta. Los animales, con las grupas caídas y las patas inseguras, resbalaban por las piedras sueltas. La tímida Minerva, hija de una costurera de la fábrica Olimpo, iba al lado de los hijos de campesinos, quienes para llegar a la escuela andaban caminos de lluvia y de sol abrasador.

Todo era excitante para Corina y Eréndira: las piedras musgosas, los árboles palo blanco con sus raíces cruzadas sobre la tierra, los cactos, el gorjeo de jilgueros invisibles y el olor a humedad que salía de la Cañada del Pintor, donde había pinturas de la extraña, la única Quetzalpapálotl, la mariposa quetzal.

El grupo llegó al Llano de la Mula, donde todo era majestuoso: los oyameles desgarbados, los millones de lepidópteros bajo el cielo, las flores amarillas, las gotas de rocío y, abajo de todo, el arcoíris sin principio ni fin que flotaba en el tiempo.

-¿Dónde estará María la Monarca? -preguntó Corina, buscándola con la mirada.

-Allá, ¿la ves? -Eréndira señaló a una mariposa monarca que parecía verla con sus pequeños ojos color miel oscura.

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Las alas de la mariposa, que eran negras y lustrosas, estaban atravesadas por franjas de un intenso naranja y una raigambre de venillas negras; su cabeza también era negra, como una coronita espectral, y los extremos de sus alas, punteados por blancos fulgurantes, le daban un esplendor de joya viva. A medianoche había volado sobre los oyameles con alas como ruedas de oro, para alumbrarse a sí misma en la oscuridad.

Al volar, María la Monarca no se alejaba de la colonia ni de sus otras compañeras que revoloteaban entre los oyameles. A unos metros de ellas, abría las alas según le daba el sol.

Minerva hizo una pregunta:

-¿A qué hora se desprenden las mariposas de los árboles, maestra?

-La fiesta comienza al alba, cuando las mariposas son tocadas por la varita mágica de la luz y se desprenden de los racimos vivos de los troncos.

-Mira, Corina, qué bonita se ve María la Monarca -dijo Eréndira en un susurro.

-Sí, pero parece que un fuerte viento se la lleva lejos.

-No importa -respondió Eréndira-, mañana estará de nuevo con nosotras.

En ese momento la maestra las interrumpió:

-Niñas, dejen de platicar y vengan para acá. Ya vamos a comer. Cada uno escoja una piedra para sentarse -la maestra sacó la comida.

Luego de que comieran y observaran un rato más el espectáculo natural, el día empezó a apagarse y las mariposas se empercharon en los troncos de los árboles para pasar la noche.

-Es tiempo de regresar, niños, comienza el sueño de las mariposas -dijo la maestra Alicia, mientras se cubría los hombros con un chal.

-¡Es muy pronto, maestra! -protestó Eréndira-. Apenas he visto a María la Monarca.

-Tenemos que irnos ya, Eréndira. En la oscuridad la bajada es más difícil y peligrosa, y los caballos pueden derraparse en el pedregal. La otra vez un potro se lastimó las patas.

-Bueno, ni modo. Buenas noches, María -Eréndira se despidió de su mariposa, ya con las alas plegadas en la sombra de la noche.

El grupo bajó con cuidado y los que no iban a caballo se apoyaban en varas fuertes para no resbalar.

De repente, Corina y Eréndira se detuvieron al ver detrás de un peñasco cuatro figuras siniestras. Era una banda de maleantes muy conocida en el pueblo, formada por cuatro hermanos: el cabecilla era el Tongo, a dos los conocían como el Talador de los Ojos Rojos y el Bandido de los Dientes de Oro, y la única hermana se llamaba Alonsa, una mujer que siempre iba de negro, de los pies a la cabeza. Todos sabían que se dedicaban a traficar con la fauna del lugar y también con la madera de los oyameles. Ese día regresaban con varias jaulas y redes con zorros, armadillos y cachorros de coyote. Lo más seguro es que los fueran a vender en la caseta de cobro de la carretera. Minerva se acercó a las primas y varios de los compañeros les hicieron señas para que siguieran caminando y no llamaran la atención de los bandidos. La maestra iba ya muy adelante, cuidando a otros niños.

Esa noche Corina se sentía asustada, tenía miedo de que el Tongo y sus hermanos pudieran merodear su casa. Llamó a Eréndira al celular.

Las primas platicaron y se rieron en medio de la noche. Corina se tomó una selfie con el cerro Altamirano de fondo, que apenas se distinguía en medio de la oscuridad, y se la envió a Eréndira. También le contó que alguien había dejado una gatita en su puerta, en una caja de cartón.

Eréndira le envió una de sus propias selfies y ambas se pusieron a jugar con los mensajes: «Mira el sol que se pone como una mariposa con las alas mojadas». «Y mira en el arroyo las ropas de los niños zurcidas con los hilos de la tristeza».

«Mira estos broches de plata que una helada dejó en mi pelo», dijo Corina.

«Imagíname con patas y alas de mariposa», dijo Eréndira.

Las primas pidieron permiso para ir el domingo, a primera hora, al cerro Altamirano, pues querían ver a María la Monarca desplegar las alas en el racimo de mariposas dormidas.

Carmen vio partir a las niñas y las despidió con maternales recomendaciones: «Cuídense mucho y no vuelvan tarde, por favor».

Las niñas estaban cerca del santuario cuando oyeron voces. Se escondieron detrás de unos matorrales y desde ahí atisbaron a varios hombres a caballo con rifles y pistolas que disparaban a los oyameles por pura diversión. Algunas ramas se quebraban y caían aplastando a las mariposas posadas en el suelo. En la Cañada del Pintor volaban los pájaros por el escándalo; caían muchos conos de oyamel y varios animales huían asustados.

Eréndira distinguió a María la Monarca entre las mariposas caídas, así que salió de su escondite y la tomó en sus manos con suavidad, sopló sobre ella para ayudarla a volar de nuevo. En ese momento, los hombres pasaron de regreso al lado de las niñas. Las primas, pegadas a los oyameles, los miraron bajar sobre sus caballos por el sendero pedregoso. Los guiaban el Bandido de los Dientes de Oro y el Talador de los Ojos Rojos.

Allá abajo, a la orilla de la laguna de Santa Teresa, Alonsa cuidaba las camionetas negras. Los bandidos las abordaron y al poco rugieron los motores, los vehículos tomaron curvas forzadas y desaparecieron. Luego un profundo silencio cubrió el valle.

Las niñas se dieron cuenta de que el Tongo había marcado los árboles que iban a talar, por lo que las embargó una gran preocupación, pues eso comprometía el futuro de las mariposas. No podían creer lo que veían y lo que acababa de pasar. Bajaron del cerro tan rápido como pudieron.

De regreso a casa, ya repuestas del susto, se detuvieron en la caseta abandonada al lado de la estación de ferrocarril. Ahí trabajaba tiempo atrás Natalio Correa, el papá de Corina, fallecido en un accidente carretero. Muy cerca corrían las vías del tren y aún vibraban los cristales por los mensajes de telégrafo que tiempo antes habían notificado el lugar donde los trenes se detenían durante días o semanas.

Las estaciones, situadas a kilómetros de distancia una de otra, además de estar ligadas por hilos metálicos, estaban unidas por el viento y por el paso de las mariposas rumbo al cerro Altamirano.

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Natalio era experto en código morse -aunque Corina y su mamá aseguraban que en realidad era experto en mariposas- y había transcrito miles de transmisiones en las que palabras y silencios se formaban por puntos y rayas; y, por la misma vía, había sabido cuántos días faltaban para que se fueran las mariposas, marcados por una serie de tics y tacs.

Eréndira y Corina, asomadas a la ventana de la vieja caseta de la estación, buscaban en su interior no al padre telegrafista, sino a las mariposas que habían entrado por la puerta y salido por las ventanas. Las primas intercambiaron datos imaginarios que viajaban a través de los cables tendidos entre poste y poste. Un bip corto significaba un punto; un bip largo, una raya; podían formar mensajes como alas extendidas; con chasquidos representaban el revoloteo de las mariposas en el aire; jugaban a que los cables del telégrafo anunciaban la llegada de las mariposas al cerro Altamirano.

Corina pensó: «Aún espero que mi padre regrese en un tren especial como único pasajero».

La niña trataba de oír las voces invisibles del pasado, mientras los instantes corrían velozmente hacia el olvido.





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