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- XII -

Sospechas


Las noticias que había yo dado a Antonio no le dejaron dormir aquella noche.

A pesar de todas sus filosofías de amor, Antonio no podía soportar con paciencia el pensamiento de que Mariquita, que no le amaba, hubiese amado a tantos hombres. El tenor, el comisionista, el del retrato y otros que tampoco él había visto jamás, se le presentaban a la imaginación, con semblantes y cuerpos que la misma imaginación les prestaba, y les veía ir, como en procesión fantástica, a ponerse a los pies de doña Mariquita, la cual estaba en su trono, a manera del de Venus o cosa por estilo, y los iba recibiendo con amabilidad sobrada.

Esta visión, en cuyos pormenores no me parece bien detenerme, traía desvelado a mi pobre amigo. A veces, según él me ha referido después, se resignaba a ser uno de los llamados a la procesión, y se introducía en ella en espíritu, y se ponía a caminar hacia doña Mariquita; mas cuando ya se iba acercando al trono, oía una voz áspera y misteriosa que le decía: «Tú no tienes vela en este entierro»; y sentía una fuerza irresistible y contraria a su voluntad que le separaba de aquella mujer.

La frase vulgar de «tú no tienes vela en este entierro» distaba no poco de trocarle en comedia aquella escena que se representaba en su mente, y que por mucho que tuviera de grotesco, aún tenía para él más de trágico. Antonio recelaba que aquel entierro era de su propio corazón, muerto temprano y de muerte ridícula, a manos del desengaño y de unos indignos amores. Mas, a pesar de todo, no podía odiar a doña Mariquita; a pesar de todo la seguía amando hasta con furia, aunque siempre con la singularísima explicación, que él mismo se daba, de que no amaba sino al ser ideal y sublime que, con ocasión de doña Mariquita, había concebido o le había sido revelado.

La doña Mariquita que veía en su mente se le transfiguraba a veces en este ser ideal, y le sonreía con una sonrisa de ángel, llena de melancolía y de amor; pero luego se le volvía a aparecer alegre, regocijada y vivaracha, recibiendo al tenor, al comisionista, a don Fernando y a otros amigos.

Tales visiones, sentidas y lamentadas con la mayor energía, eran indudablemente para volver loco a cualquiera; pero Antonio tenía más brío en el entendimiento que en la imaginación y que en el alma sensible, y no se dejaba vencer de aquel tormento, aunque no acertaba a libertarse de él.

-Lo pasado, pasado -decía Antonio para sí mismo-; ella los ha querido como ellos la querían y podían quererla; acaso llegue a quererme a mí como yo la quiero. Acaso sea mi amor para ella una revelación del verdadero amor que aún no conoce.

Con estas y otras consideraciones anodinas, y con la suposición de que entonces no amaba a nadie doña Mariquita, procuraba Antonio consolarse de sus desvíos. Tenía, además, la esperanza de poder hablar con ella a solas durante la jira, y de declararle y ponderarle de tal suerte su amor, que ella se enamorase al cabo del amor mismo, ya que no de su persona. Esta esperanza, sin embargo, no era bastante a traer el sosiego a su corazón y el sueño a sus párpados, y Antonio permanecía sin poder pegar los ojos.

El silencio de la noche era grande; completa la obscuridad de la estancia. Antonio esperaba impaciente y despierto a que despertase la aurora. Nuestros balcones daban a la carrera de las Angustias.

De repente creyó Antonio oír pasos y una tos en la calle; luego percibió más claramente los preludios de una guitarra, y oyó, por último, una voz, no ya fantástica, sino real y verdadera, una voz que le pareció si sería la del tenor, porque era de tenor, y que cantó linda y apasionadamente una copla de rondeñas.

La copla, según confesión del mismo Antonio, porque yo estaba en siete sueños y no llegué a oírla, era de lo más bello y sentimental que puede cantarse, y tan vaga y tan melancólica en su concepto, que así pudiera cantarla un amante desdeñado, como uno, aunque ausente, favorecido. Las quejas del poeta eran contra el amor y contra la fortuna, y no contra su dama.

Los cuatro versos de la copia suscitaron en el alma de Antonio una tormenta de sospechas, de celos y de temores. No es posible trasladar aquí aquellos cuatro versos porque a Antonio se le borraron de la memoria, y se le hincaron en el corazón como cuatro flechas enherboladas; pero, a juzgar por el efecto que habían producido, deben tenerse por maravillosos, y a juzgar por todo lo que Antonio creyó aprender en ellos, por obra de una concisión nunca vista ni oída.

El Contemporáneo, nº. 94, jueves 11 de abril de 1861

Antonio creyó adivinar que la que inspiraba los versos era doña Mariquita, que quien los cantaba era un rival digno de él y un amante digno de ella, y que había algo, por no decir mucho, de extraño, de dramático y hasta de fuera del orden común en aquella serenata. Si él la hubiera dado no hubiera cantado mejor copla, ni la hubiera cantado de otro modo; pero a su serenata le hubiera faltado un inconcebible misterio que aquélla tenía.

Movido por la curiosidad y por los celos, saltó Antonio de la cama, abrió precipitadamente el balcón, aunque procurando no hacer ruido, y se asomó a él para descubrir al cantor; pero el cantor había ya desaparecido.

Se conocía que estaba de prisa o que era hombre que prodigaba poco su habilidad. Apenas hubo cantado la copla, que tantas ideas y tantos sentimientos encerraba, cuando volvió la espalda, se alejó de la casa y pasó sin duda el puente de Sebastián y traspuso del otro lado del Genil, pues aunque era noche sin luna, la serenidad y la pureza del aire dejaban que las estrellas iluminasen este bajo mundo, y a su luz incierta y suave le pareció a Antonio que veía el bulto de un hombre embozado, el cual acababa de pasar el mencionado puente. Después se perdió el bulto en una de las bocacalles que están al otro lado del río, y volvió a quedar la carrera en la más completa soledad y en sosegado silencio. Sólo se oía el murmullo del agua del río y el levísimo susurro que un viento apacible formaba al agitar en los árboles del paseo algunas hojas secas que aún había dejado en ellos la otoñada. Antonio imaginó también oír con harta pena y disgusto de su alma, el ruido de la puerta de otro balcón, que, no distante del balcón en que estaba él, se cerraba con recato, y casi al propio tiempo los golpes que dan contra los pedernales del empedrado las herraduras de caballos que parten a galope. Todo esto le hizo presumir que el misterioso cantor y amante no vivía en Granada, y que Mariquita le había oído y le había visto aquella noche, y que él había tomado su caballo, que le estaría aguardando con alguna persona en la calle misma por donde entró y por donde había salido de la ciudad.

Esta pequeña aventura, si es que aventura puede llamarse, y los pensamientos que despertó en el alma de mi amigo, acabaron por quitarle el sueño y hasta la gana de volver a acostarse; antes se vistió de cualquier modo y se puso a dar, a obscuras, paseos por la sala esperando la venida del día.

No bien empezó a amanecer, me llamó y me refirió lo acontecido, y lo mal que había pasado la noche.

-¿Quién será este amante misterioso? -me decía- ¿No sabes tú nada? ¿No sabe nada doña Dolores de este amante?

-Ya le preguntaremos -le respondía yo-; pero creo que nada sabe cuando no me lo ha dicho. ¿Habrá algo que ella sepa y no diga? Así tuviese doña Mariquita idéntica condición, y ella te informaría hoy mismo de todo. Pero sea como se quiera hoy debes hablarle y preguntarle cuanto se te ocurra, y exigirle respuestas categóricas, y saber a qué atenerse.

-Pero ¿qué respuesta más categórica quieres que me dé ella -replicó Antonio- que repetirme que no me quiere y que no me querrá nunca?

-Puede que hoy varíe de opinión, y si no varía, tú no debes esperar más ni hacer el papel de desdeñado. Haz hoy la última tentativa, y si se te frustra, deja a esa mujer y consuélate con otra, que mil tendrás que te adoren. No seas por más tiempo el ludibrio de esa pícara.

-No, eso no; yo no me puedo quejar de ella. Ella nada ha hecho por enamorarme, y sí mucho por desengañarme.

-En fin -dije yo para terminar el coloquio-, vamos a vestirnos y a acicalarnos; hermoseémonos lo más que se pueda, y tal vez hoy seamos dichosos en amores. La hora de salir a la jira llegará pronto, y La Violenta sin temor no tardará en aparecer.

En esto vino a despertarnos Miguel, que aún nos creía dormidos, y con su asistencia nos vestimos en un momento. Antonio estaba muy bien con faja y marsellé, pero de pantalones, y no de zahones o calzón corto. Una palidez interesantísima y poética cubría su semblante. Yo estaba muy prosaico, porque en aquella época era estar muy prosaico el estar gordo y colorado, como yo lo estaba. Había, con todo, personitas de gusto a quienes no les desagradaba la prosa. Dígalo si no doña Dolores. ¡Válgame Dios, y con qué orgullo (¿y por qué lo he de negar?), me endosé la calesera empeñada, que me había prestado ella, y que se me amoldaba tan bien que parecía nacida criada sobre mis hombros!

Hechos ya unos archiduques, o si se quiere unos Adonis, salimos al comedor a tomar el chocolate y una copita de aguardiente para matar el gusanillo. Allí estaban Currito Antúnez, el teólogo, Finuras, doña Dolores y don Pedro. Doña Francisca a ver cuál de los dos guisaba daba dando disposiciones. Doña Mariquita fue la última que llegó. Llegó después de nosotros, y nos pareció más linda que nunca. Traía un vestido de lana escocés, esto es, a cuadros de colores rojo, verde y amarillo alternados; delantal y pañolón negros, y la cabeza descubierta y adornada con flores.

Todos tomamos nuestro chocolate en amor y compaña, y aún no habíamos acabado de tomarle, cuando oímos el sonar de las campanillas, el estrépito; de las ruedas y el rechinar de los ejes, y supimos que se acercaba La Violenta, y sentimos que se paraba a la puerta de nuestra casa.

Pronto nos colocamos en aquel vehículo los nueve expedicionarios, no sin colocar antes en lugar seguro y conveniente las vituallas que habían de servirnos en la expedición.

Antonio se sentó al lado de doña Mariquita, y yo al de doña Dolores. Doña Francisca iba entre el teólogo y Currito Antúnez.

No debo olvidar que Miguel venía con nosotros en atención a sus muchas habilidades, y a que iba desafiado con doña Francisca estaba lista también, pero aún mejor un cochifrito de cordero.

Miguel se había puesto en la delantera con el automedonte, vulgo tío Paco, y con ambos y con los nueve que íbamos en el seno espacioso de La Violenta se contaban once personas, de quienes, amén de La Violenta misma, tenía que tirar un solo caballo; pero todo esto y más era fácil y llanísimo para el tío Paco, merced a la gracia con que sabía jalear a su bestia y al pulso con que tendía el látigo sobre sus lomos descarnados.

No bien estuvimos todos en orden y agradablemente acomodados, cuando La Violenta empezó a andar, y nuestras piernas y nuestros brazos a estremecerse y agitarse como si tuvieran azogue, y nuestras cabezas a dar casi contra el toldo o techo de la tartana, y nuestros cuerpos a ladearse y a caer unos encima de otros, lo cual tenía mucho encanto para Antonio, cuando doña Mariquita, aunque momentáneamente e involuntariamente, se inclinaba y recostaba sobre él. La Violenta, sin embargo, no iba más que al paso muy pausado; pero, no en balde, sino para algo había de llamarse La Violenta.

Gran expedición fue la que hizo aquel día, y tan rica de sucesos, que merece, y aun exige de necesidad un capítulo aparte, el cual ha de ser de los más largos y de los más importantes de cuantos contiene esta verdadera historia.




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- XIII -

La jira


Ibamos todos contentísimos. La Violenta sin temor se podía asegurar que estaba rellena de alegría y de regocijo. Sólo doña Francisca se mostró en un principio algo mustia y aceda por la oposición que se había levantado entre nosotros a que Palomo nos acompañase; oposición a que doña Francisca no tuvo más remedio que ceder, aunque muy a pesar suyo; pero pronto se le pasó aquella incomodidad, y volvió a serenarse el apacible cielo de su alma, por donde empezaron a volar mil bandadas de deleitosos pensamientos, los cuales, era iban camino del opíparo almuerzo y de la no menos opípara comida, por comer y por venir en aquella fiesta, ora se reposan un poco para escuchar y responder a los arrullos del teólogo y de Finuras, dignos de hacer olvidar, no ya los de Palomo, sino los de la misma ave Fénix.

Don Pedro iba contentísimo, porque creía que iba convidado. La generosa doña Dolores pagaba a hurtadillas el escote de él y el de ella, haciendo creer a su marido que doña Francisca los mantenía y divertía todo un día de Dios, por buena cara y gentil presencia de ambos.

Finuras dividía sus atenciones entre doña Dolores y doña Francisca, y nada lograba de ninguna, mas no por eso dejaba de estar alegre y fino como de costumbre. El teólogo, más solapado y más pertinaz, poniendo en todos sus planes mucha circunspección, diciéndose de continuo a sí propio stote prudentes sicut serpentes, sondeando las profundidades del corazón de doña Francisca abriéndose camino para llegar a él, e insinuándose en él con la mayor dulzura y disimulo, iba penetrando hasta su centro, y preparando en su centro un abrigado y misterioso nido a sus amores.

Currito Antúnez y Miguel venían de nones, habiéndose dejado en casa sus cuidados con Rafaela, pero ambos estaban dispuestos a divertirse, a despecho de Amor, ya consagrándose a Diana, esto es, a la caza y a la pesca, ya a Ceres y a Baco.

Lo que es de mí se decir que estaba en mis glorias. Doña Dolores me tenía encantado. Eran aquellos mis primeros amores, pues no quiero contar en el número de mis amores uno que tuve con una criada de mi casa, allá en el lugar. Y aquí no puedo menos de lamentarme de la miserable condición humana y de lo diabólicamente que están dispuestas las más de las cosas en este pícaro mundo. Porque ¿quién habrá que no deplore el que todos aquellos dulcísimos ensueños de la primera juventud, y los tesoros intactos del alma que se abre al amor, y la flor y la crema de los corazones inocentes de los mancebos, sean, por lo general y usual, presa, pasto y comidilla de alguna fregona, incapaz las más veces de comprender lo que tiene entre manos, de estimar y aquilatar como se debe tanta ventura? No sólo los mozos que cuando hombres no pasan de ser hombres vulgares, sino los mozos que vienen con el tiempo a ser héroes, poetas o artistas, tienen casi siempre la desgracia de no hallar nada que corresponda al anhelo primitivo del alma inocente; a aquel anhelo merecedor de que se les aparezca y los abrace la ninfa Egeria o el hada Parabanú, y de que se los lleve consigo a su espléndido palacio y a sus fantásticos jardines. Pero no hay que pedir peras al olmo; no hay que exigir del mundo lo que en él no hay. Este anhelo no halla casi nunca satisfacción condigna, ni aproximada siquiera; y en vez de llevarnos a los jardines y al palacio referido, nos hace caer vergonzosamente en un camaranchón o en una trascocina.

Por eso yo he sido siempre de parecer de que los niños y mancebos deben ser educados con más recato que las doncellitas; y creo firmemente que la mayor parte de las melancolías, de los disgustos y del hastío que nos atormenta a los hombres de este siglo XIX proviene de aquella falta y descuido de nuestra primera educación y de las consecuencias que trajo. Pues qué, ¿es cosa de risa el haber echado a las arpías, sin calcular lo que hacíamos, la ambrosía y el néctar de nuestros corazones? ¡Mil veces dichoso el que, como Chérubin, encuentra una condesa de Almaviva! Todas las condesas, si tuvieran viva el alma, habían de andar penadas por algún Chérubin; pero, repetimos, que no es esto lo que generalmente sucede. Así es que yo estaba muy orgulloso, figurándome que era el Chérubin de doña Dolores, la cual bien merecía el título susodicho, aunque no tuviese el condado.

Doña Dolores estaba muy regocijada y satisfecha, y, doña Mariquita parecía estarlo también, aunque su alma era, según ni opinión, un enigma y un abismo, difíciles de sondear y comprender.

La persona de cuya alegría podía dudarse más era de mi amigo Antonio. Harto procuraba él disimular y encubrir sus penas: sus penas le salían a la cara. El cantor misterioso de la noche anterior y el golpe de la puerta del balcón de Mariquita al cerrarse, le cantaban y le golpeaban el corazón y la fantasía y la memoria, y no le dejaban libre para embromar y reír como sus compañeros de jira.

El Contemporáneo, nº. 100, jueves 18 de abril de 1861

Entretanto La Violenta seguía su carrera, por no decir su paso. Habíamos atravesado los callejones de Gracia, estábamos en medio de la hermosa vega, y nos dirigíamos a un lugarcillo del Soto de Roma, llamado Fuente-Vaqueros. Debíamos almorzar en mitad del camino, en un ventorrillo famoso por el agua fresca y sabrosa y por el anisado aguardiente de Albondón que en él se expendía.

La conversación que seguíamos dentro de La Violenta era tan animada cuanto ingeniosa: pero como no tocan, ni atañen, ni importan al mejor conocimiento de esta historia los dichos que allí se dijeron, me abstengo de trasladarlos aquí, para que no se me tache de difuso, y para que no se me censure de que no cuento nada y de que todo se me va en discursos y reflexiones. Ya escribiré yo con el tiempo una novela, toda fingida, en la cual he de poner más lances y más enredos que hay en Los tres mosqueteros y en Los misterios de París; pero sobre la verdad y exactitud de lo que voy refiriendo al presente, se me figura que sería un cargo de conciencia el bordar, el alterar o el añadir la más mínima cosa.

Sin quitar, pues, ni poner nada, diré que llegamos al cabo dichosamente al ventorrillo predestinado para el almuerzo.

Se paró la tartana y bajamos todos. Yo di el brazo a doña Dolores, Antonio a doña Mariquita, y a doña Francisca el teólogo. Finuras y Currito Antúnez cargaron con el cesto en que venían las provisiones de boca. Miguel agarró del brazo al tío Paco y se le trajo hacia el ventorrillo.

Era éste una choza, donde apenas cabían de pie los dos esposos felices que le habitaban, los cuales, por su venerable ancianidad y por el cariño que se cuenta se tenían, pudieran pasar por la Baucis y por el Filemón de aquellos contornos. Filemón había ido a cortar leña. Baucis, a quien el vulgo llamaba la tía Gorica, estaba sola al cuidado y despacho del agua y del aguardiente de doble anís, y nos ofreció sus servicios en cuanto llegamos. Nosotros no le pedimos más que un cántaro de agua fresca y algunos vasos, si tenía, que tuvo hasta tres, de finísimo vidrio todos y con muchas flores y ribetes dorados.

Miguel hizo de maestre-sala con pulcritud. Tendió por el suelo los manteles que venían en el cesto; puso sobre los manteles huevos duros, pescado frito, salchichón y aceitunas, colocando todo ello en sendas esportillas o liado en papel de estraza; y en medio de aquel aparato bucólico, plantó, como centro y ramillete del festín, una damajuana mayúscula henchida hasta el gollete de vino superior de Baza.

En torno de aquella mesa improvisada improvisó también Miguel blandos asientos para los convidados con los almohadones de La Violenta y con las mantas y las capas que traíamos.

Mientras duraron estos preparativos no soltó Antonio el brazo de Mariquita, y tuvo tiempo para decirle una y mil veces, con más reposo y con menos temor de ser oído, lo que ya le había dicho tantas.

-Yo la quiero a usted más que a mi vida.

Mariquita contestó al fin con más piedad que de costumbre.

-Señor don Antonio, ya usted conoce mi propósito de no querer a nadie. Si yo fuese capaz de amar aún, tal vez le amaría a usted.

-¿Pero es cierto que no ama usted a nadie?

-Y tan cierto.

-Pues entonces -dijo Antonio-, ¿quién es el que canta de noche a los pies de su balcón de usted? ¿Quién es el que la desvela con sus canciones?

Mariquita se puso colorada y mostró extraordinaria sorpresa al oír que Antonio sabía que la noche anterior había venido un galán a cantar bajo su balcón y que ella le había oído; pero no trató de disimular de palabra lo que no había disimulado con el gesto. No quiso negar que conocía a aquel galán, ni que le había oído. Mariquita contestó, pues, con noble franqueza:

-Ni a usted importa saber quién es ese galán, ni yo puedo ni quiero decírselo. Bástele saber que no es mi amante.

Al mismo tiempo que Antonio tenía este diálogo, le preguntaba yo a doña Dolores:

-¿Y usted no sabe quién es el que viene a cantar a los pies del balcón de Mariquita a altas horas de la noche y no bien canta una copla muy apasionada monta a caballo y se sale de la ciudad?

-Nada sé de esa aventura romántica -contestaba doña Dolores- ¿Si será el cantor el del retrato? ¿Si será don Fernando?

-Lo que es don Fernando no es -replicaba yo.

-Pues no sé quién sea -proseguía doña Dolores y se perdía en conjeturas.

En esto la voz de Miguel, que nos convidaba ya a tomar asiento y a disfrutar del banquete, vino a sacarnos de aquellas cavilaciones, y todos nos sentamos alrededor de los manteles y de lo que sobre ellos había, y empezamos a comer con un apetito envidiable.

El tío Paco se había sentado también, aunque algo separado del corro y formando rancho aparte. No estaba, con todo, bastante lejos para que yo, alargando el brazo, no pudiese transmitirle las provisiones de boca.

Sólo Miguel y la tía Gorica se habían quedado de pie. Él nos escanciaba el vino manejando la damajuana como si fuese un pomito de esencias olorosas y ella nos escanciaba el agua, haciendo el uno y el otro de Hebe y de Gaminedes de aquel Olimpo.

El comer no impedía, entretanto, el hablar y doña Francisca era la que más hablaba y la que estaba más alegre y expansiva, olvidada por completo del disgusto que le había causado no traer consigo a Palomo.

-Hijo, desengáñese usted -decía encarándose con el teólogo, que le había interpelado acerca de las virtudes del bello sexo-, la mujer es un ente más imperfecto que el hombre en lo tocante a sensibilidad. Por eso son tan frecuentes ciertas virtudes. ¡Desdichada la mujer cuya organización y cuya alma son más varoniles, esto es, más completas y nobles que lo general! Para ella la caída y el vencimiento son disculpables, y el mundo, con todo, no las disculpa. El mundo las mide a todas con la misma medida y no se hace cargo de que la una ha tenido un terrible enemigo interior y de que no le tiene la otra.

Ya comprenderá el lector que yo no respondo de las teorías de doña Francisca, la cual continuaba de esta manera:

-Las más sublimes excelencias del carácter, la calidad de tener un alma compasiva, concurren a menudo a la perdición de la mujer. Todas estas y otras muchas virtudes y calidades buenas son como armas de finísimo temple y como espadas de dos filos que se clavan en el corazón de la mujer y hacen de ella una santa y una mártir si se defiende, pero que la exponen también muy mucho a no lograr la victoria. ¿Hay nada más difícil ni más aventurado a caer en el precipicio que el ser blanda y suave de condición y el resistir, con todo, a los ruegos, a las súplicas, a las lágrimas y a las palabras melifluas que penetran por los oídos y llegan al alma y la corrompen como veneno? ¿No hay, sino permanecer fría e impasible a los billetitos, a los rendimientos a las quejas y lamentaciones de un asiduo, enamorado y decidido perturbador de nuestro sosiego? ¿Y el encanto seductor de los presentes dónde me le deja usted? Aunque una no sea interesada, ¿no estimará siempre en mucho la fineza y el sacrificio? ¿Qué no hacen estos picaronazos de hombres para pervertirnos y marearnos? ¿Y luego extrañan y luego condenan los ingratos nuestra conducta llamándonos frágiles y otras cosas? ¡Ah, indignos!, a veces la que creéis más frágil de todas ha combatido como una heroína antes de alzar bandera de parlamento. A veces, si los combates íntimos del alma fueran justipreciados y ponderados y tasados en juicio contradictorio, merecía y obtendría la más flaca de entre nosotras una cruz de San Fernando laureada como la que tenía mi difunto, que en gloria esté.

-Vaya si tiene razón doña Francisca -dijo doña Dolores-. Las mujeres vivimos en una tristísima contrariedad. El hombre, para ser valiente, discreto, honrado y famoso, ha menester de facultades; pero en teniéndolas, todas ellas concurren a acrecentar su honra y su fama. A nosotras nos da una reñida y continuada batalla, y conspirando a un fin contrario, las más bellas prendas que poseemos.

-Vamos, señoras -dijo el teólogo-, me querrán ustedes convencer de que en siendo tonta una mujer y, sosa y sin alma, es más fácil que...

-¡Hombre! ¡Pues no ha de ser mil veces más fácil! -respondieron a dúo las interpeladas.

-Señorito -dijo entonces la tía Gorica-, puede usted creer que es mucho más fácil.

-Y, por consiguiente, mucho menos meritorio -añadió doña Francisca-. El mérito y el valor se debieran calcular por el número de batallas que se han ganado. Quien combate, ¿qué tiene de particular que salga herido y hasta que caiga en ocasiones? Pero cuando vence, ¿cómo no se cuenta? Yo no soy jactanciosa; mas ya que me están provocando, diré que he despreciado a centenares los adoradores y que entre ellos los he tenido condes y marqueses, y hasta vistas jubilados de la aduana.

Esto último lo dijo aludiendo a don Pedro, a pesar de que doña Dolores se hallaba presente; pero doña Dolores no se dio por entendida.

En suma, todos nos quedamos convencidísimos, gracias a la elocuencia de doña Francisca de que la virtud era negocio muy arduo para las mujeres de algún valer, y de que doña Francisca había sido una roca y un prodigio, sobre todo, durante su matrimonio.

Mariquita no desplegó los labios para intervenir en aquella interesantísima discusión. Antonio no habló tampoco. Todo el tiempo se le iba en mirar a Mariquita, en cuyo rostro creyó ver pintada una indecible tristeza y cuyo rostro imaginó que se teñía de un ligero carmín de rubor y de vergüenza cada vez que su tía esforzaba los argumentos.

La palidez y la transparencia de la tez de Mariquita, que hacían parecer su rostro como de blanco mármol pentélico, tomaba entonces un vivo sonrosado. La delicada sangre se veía, al través de la tez, acudir con violencia y traer tan bellos colores. Cuando éstos se presentaban, imaginaba Antonio que la Mariquita celeste hacía una brillante aparición y que la Mariquita de este mundo se transfiguraba y se remontaba con elevación maravillosa. Él se quedaba extático contemplándola.

Lo que es yo, que por el interés de mi amigo miraba y observaba de continuo a doña Mariquita, no acertaba qué pensar de ella. Y persistía en no ver los prodigios que veía Antonio; pero no veía tampoco nada que no fuese superior a su clase y a su esfera, en el ademán, en la cara, en los modales y hasta en lo que yo mismo había observado y no había sabido de otros, sobre la conducta de aquella mujer.

Esta mujer -decía yo entre mí- puede que haya sido como las otras que están presentes; pero desdeña su inmodesta disculpa y se avergüenza de darla y de que la den.

El carácter de doña Mariquita, por lo que yo podía traslucir, me iba pareciendo todo menos vulgar, y esto me asustaba más por amor de Antonio. No sabía si desear que ella le siguiese desdeñando o que le amase, y tal vez prefería lo primero. Estaba ya convencido de que estos amores, si eran al cabo correspondidos, no podían ser una mera distracción, un pasatiempo estudiantil. Se me figuraba que podían llenar toda la vida de mi amigo, ocupar todo su ser, cautivar su corazón y su espíritu por completo. Sentía, en resolución, que no fuese doña Mariquita una mujer de la misma estofa que doña Francisca o que doña Dolores, aunque Antonio fuese un Chérubin, como los más de los querubines, sin su condesa de Almaviva correspondiente.

Distraído con estos pensamientos no atendía yo a la conversación, ni estaba con doña Dolores todo lo fino que era justo, y como ella me mirase y me viese embobado, mirando a Mariquita, no se pudo contener y me pellizcó cruelmente con no mucho disimulo.

Acabado el almuerzo, recogió Miguel la damajuana y los relieves de los manjares, y dio medio duro a la tía Gorica, que se maravilló de tanto rumbo.

El Contemporáneo, nº. 103, domingo 21 de abril de 1861

Todos volvimos luego a encajonarnos en la tartana, y ésta prosiguió su viaje, sin novedad alguna, hasta llegar al hermoso Soto de Roma, rarísimo asombro de fertilidad y muestra de cuán generosa es España.




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- XIV -

Prosigue la jira


Cerca del lugar de Fuente-Vaqueros tenía una quinta cierto amigo de don Pedro, el cual nos la había franqueado para que en ella nos pudiésemos solazar. Había en dicha quinta una casa grande, limpia y bien amueblada, muchas flores, abundancia de árboles frutales y una sombría y espesa alameda, que se extendía sobre las dos orillas de una acequia de agua cristalina.

Allí hicimos alto; allí pescó Miguel truchas gordas y sabrosas, y allí recorrimos el teólogo con doña Francisca, yo con doña Dolores y Antonio con Mariquita los sitios más intrincados y nemorosos.

Don Pedro se quedó pescando con Miguel; pero Currito Antúnez no me dejaba. Finuras seguía a doña Francisca y al teólogo, y no los dejaba tampoco. Sólo Antonio y Mariquita, sin que nadie los siguiese ni persiguiese, acabaron por internarse en la espesura. Allí cantaban los pajarillos y arrullaba la tórtola, el sol velaba sus rayos con el ramaje, el agita murmuraba dulcemente y el viento hacía un ruido apacible y melancólico en las hojas amarillas y secas de los árboles.

Antonio logró verse, por último, con Mariquita sin importunos testigos y en medio de aquellas amenas soledades.

Cualquiera imaginará que Antonio se mostró más atrevido entonces; cualquiera creerá que la requirió de amores con más vehemencia que nunca; tal vez haya alguien que sospeche que se propasó Antonio; que presumió que ella se había hecho la distraída para separarse de los otros y para darle ocasión, que no quiso desaprovecharla; pero todos se equivocan; Antonio no hizo, al pronto, ni imaginó nada por el estilo. Un respeto invencible, un poderoso temor y una candidez enamorada y fraternal al propio tiempo, se apoderaron de su alma. Antonio se puso a hablar con Mariquita de literatura, de botánica, de astronomía y hasta de teología. A Antonio, que era todo amor, se le olvidó hablar del amor en aquel momento. Antonio sintió el calor suave y el dulce peso, del brazo de Mariquita sobre el suyo y no intentó estrechársele. Antonio, que delante de gente andaba siempre atormentándose y buscando ocasión para decir a aquella mujer «ámeme usted, yo la quiero a usted más que a mi vida», no la dijo nada de esto en cuanto se vio solo con ella.

Apenas si se atrevía a mirarla. Miraba el cielo, las hojas caídas, la corriente del agua, las flores, los pájaros y hasta las moscas y las avispas que iban volando por el aire, y todo le parecía bonito, más bonito que nunca, pero a ella no la miraba. A ella la tenía en el corazón, hermoseándolo todo con su presencia. Y Antonio habló de Dios, y de la inmortalidad del alma, y del sistema de Copérnico, y de los abencerrajes y zegríes, y hablé divinamente y con mucha seriedad de todas estas cosas. Y Mariquita le escuchó y le contestó del mismo modo. Y ambos siguieron hablando y caminando con pausas, como si estuvieran olvidados de ellos mismos y como si sus almas se hubiesen exhalado y difundido juntas por el perfumado ambiente de aquellos bosques y jardines.

Se diría que el alma de Antonio había logrado o creía haber logrado ponerse en comunicación con la Mariquita del cielo, de quien tan lindas cosas soñaba, y que estaba reposando en aquel enlace místico y bañándose en la luz de su visión dichosa. Se diría que no iba hablando con una hermosa mujer a quien amaba, sino con algún compañero de estudios, con el cual discurría muy tranquilamente. De Mariquita no se ha de extrañar que fuese y que hablase con la misma tranquilidad. Mariquita le había dicho que no le amaba. Pero en él era singularísima aquella conducta. Todos los discursos hechos a solas en su cuarto, todas las declaraciones de amor mil veces repetidas al viento y sin que nadie las oyese, todas las ternuras, todas las quejas, todos los requiebros que había pensado decirla y que había dicho mil veces a las paredes, todo se quedó por decir, habiendo para decirlo una ocasión tan propicia.

Y en verdad que no duró poco esta ocasión, sino que duró una o dos horas, que a Antonio no se le hicieron más largas que otros tantos minutos.

Mariquita se sintió cansada de andar y se sentó en un canapé de madera cubierto de musgo, que a la sombra de un frondoso nogal se parecía. Antonio se sentó a su lado.

Antonio suspiró y Mariquita suspiró también; efecto natural del cansancio.

El suspiro de Mariquita hizo, sin embargo, que Antonio volviese en sí como de un sueño. Entonces reflexionó que todas aquellas explicaciones que pensaba pedir a Mariquita, que todos aquellos planes que había formado para conquistar su corazón, que todas aquellas razones mil veces pasadas y repasadas en su fantasía para cuando lograse verse con ella a solas, se habían quedado hasta aquel momento por pedir, por realizar y por decir, aunque hacía una o dos horas que estaba a solas con ella. Antonio se motejó de tímido y propuso enmendarse y corregir luego aquella falta.

En vez de reconocer en sí mismo timidez, Antonio había presumido siempre de atrevido y sereno, por lo cual no acertaba a explicarse cómo andaba de aquella suerte, y se desconocía. Tal vez la novedad de los objetos que le rodeaban y la misma inesperada felicidad de verse tan pronto en lugar apartado, solo con la señora de sus pensamientos, le habían distraído de sus valientes propósitos y habían turbado la serenidad y decisión de su alma. Pero ya sentado al lado de ella con todo el reposo y la oportunidad convenientes, no era cosa de dejar que se perdiese tan buena coyuntura. ¿Quién sabe, imaginaba él, si ella se habrá apresurado a proporcionármela, y si estará impaciente, y si dudará de mi amor, de mi discreción o de mi carácter porque no la aprovecho?

Mientras que Antonio discurría así, gastando menos tiempo en discurrir que nosotros en decir su discurso, gracias a la celeridad con que cruzan los pensamientos por la mente, Mariquita se entretenía mirando una flor que llevaba en la mano.

Antonio, sin duda para cobrar brío y perseverancia en su resolución, fijó la vista en Mariquita; pero ésta, o ponía la suya en la flor, o la levantaba hacia Antonio, con una naturalidad, con una indiferencia sosegada y con una paz y una dulzura tan ajena del desdén y del amor, que el pobre perdía las fuerzas y, sentía que desmayaba su espíritu. Contemplábala luego con atención, con intensidad, como si a través de la frente cándida y despejada, de los ojos que no se fijaban en punto alguno, indecisos, hermosos y tranquilos, y de los labios en que no notaba la menor contracción ni de disgusto, ni de impaciencia, ni de deseo, quisiese sorprender y columbrar los sentimientos y los pensamientos de su amada; pero nada descubría sino la olímpica impasibilidad de una hermosa estatua. Entonces se le figuraba que estaba enamorado como Pigmalión, y acudían a su memoria todas aquellas frases desconsoladoras que ella le había dicho: «No se canse usted; yo no le quiero, yo no le querré nunca, yo no puedo querer a nadie.»

Estas frases, oídas por el alma, allá en su centro y retiro más oculto, postraban la energía de Antonio y producían en él recelos y consideraciones contrarios a lo que antes había resuelto. -Ahora que no le hablo de amores -decía en su corazón- me oye y me habla ella con afecto y me concede su amistad y su confianza, ¿no las perderé si vuelvo a hablarle de amores?-. Y, en efecto, no se atrevía a hablarle para no perderlas. Temía que aquella hermosura que, tenía tan cerca de sí; que aquella hada, que aquella ninfa que se dignaba dirigirle la palabra y entablar con él regalados y divinos coloquios, iba a desvanecérsele como una sombra, iba a perderse en las nubes, iba a desaparecer para siempre de su lado, si no seguía tratándola con el mismo religioso respeto.

Ya he dicho que no fue larga la pausa producida por estas y otras cavilaciones de Antonio, tan vagas, tan sublimes y tan inefables, que no puedo dar de ellas la menor idea. Sólo añadiré ahora que Antonio debía parecer hermosísimo mientras luchaba con las cavilaciones susodichas. El amor, la alucinación, el respeto, la desconfianza, el desesperado afán que le atormentaba y el deleite melancólico que sentía al ver junto a él a la mujer aquella, que tan hondamente agitaba todo su ser y tan poderosamente influía en su existencia, debían revelarse en su fisonomía y bañarla de insólitos esplendores.

Mariquita sacó a Antonio de aquel arrobo y le habló nuevamente de los árboles, de las flores, de la grandeza de los cielos, del brillo de los astros y de la bondad de Dios.

Ignoro si fue arte, si fue casualidad o si fue un instante angélico o diabólico (¿quién es capaz de penetrar y de llevar la luz al obscuro abismo del alma femenina?); pero es lo cierto que Mariquita logró disipar aquella turbación y aquel difícil y espinoso silencio, que habían venido a interrumpir su amistosa y suave plática con Antonio. No sé cómo, pero sé que de la manera más natural y sencilla le hizo hablar de sí, que es un hablar que pone olvido de todo, aun de los menos amantes de sí mismo. Le hizo que le contase su niñez, que le ponderase el cariño que su madre le tenía, que le hiciese un retrato físico y moral de su madre, que le hablase de su lugar y de los amigos que en su lugar tenía, y le tuvo como embelesado, haciéndose oír y olvidado de los amores. Mariquita observó luego, sin que ni en su gesto, ni en el tono de su voz, ni en las expresiones de que supo valerse, pudiera traslucir el más receloso el menor viso de lisonja, que Antonio sabía mucho para sus pocos años y para verse criado y educado en un pueblo pequeño. Y Antonio respondió disculpándose con modestia, muy turbado y muy colorado. Y Mariquita persistió en sostener y afirmar que era muy instruido. Y Antonio, excitado por ella, tuvo que hablarle de su tío don Diego, y de su grande y rica biblioteca, y de los estudios que gracias a su tío y a los libros de su tío había podido hacer.

Engolfado ya con esta conversación científica hubo de declarar Antonio que tenía afición grande a la filosofía. Mariquita también se declaró aficionada aunque ignorante y rogó a Antonio que le explicase los principales y más modernos sistemas. Antonio no pudo negarse a ello.

Hay Cartas a Emilia sobre la Mitología y hay Cartas a Sofía sobre la Física, la Química y la Historia natural, y aunque yo las he leído y las encuentro bastante bonitas, siempre me ha chocado que sus autores se entretuviesen en escribir a sus novias o queridas sobre tales asuntos, y siempre aplicaba yo a sus autores aquellos versos de Quevedo.


   Mi novio si no...
a lo menos me gradúa.

Imagine pues, el lector lo que yo me hubiera espantado de oír a Antonio hacerle a Mariquita, aprovechando la ocasión de verse a solas con ella, una historia de filosofía moderna desde Cartesio hasta Hegel. Por honra de mi amigo he estado a punto de callar esta particularidad de la historia; pero amicus Plato, magis amica veritas. Aquí se ha de decir la verdad y caiga el que caiga.

Antonio empezó su historia. Mariquita le escuchaba con mucha curiosidad. Cuando se le ofrecía alguna duda, la exponía con lucidez. Antonio respondía disipándola. De este modo llegaron hasta Kant. Antonio estaba, por decirlo así, en la fuga de su filosofismo. En vez de salir de sus labios las palabras mi bien, mi vida, te adoro, te idolatro, bendita seas, ángel, paloma, corazón y encanto, salían: yo, no yo, categorías, absoluto, razón pura, razón práctica, y otros vocablos del mismo género.

En esto estaban cuando por una senda inmediata acertó a pasar el señor don Pedro, de vuelta para la quinta y con no escasa provisión de peces que había pescado. Antonio y Mariquita no le vieron: pero él los vio, y notando la animada conversación que tenían, le entró curiosidad de saber de qué trataban y se acercó de puntillas y por detrás al nogal, a cuya sombra ellos se habían sentado.

El Contemporáneo, nº. 106, jueves 25 de abril de 1861

Así fue de repente, y en lo mejor de la explicación de Antonio vino a interrumpirlos una ruidosa carcajada. Don Pedro salió de su escondite riendo como un loco.

-¡Jesús, Jesús mil veces! -decía-, vamos, ¿quién lo había de pensar?

Y volvía a reírse a más y mejor, poniéndose las manos en los ijares.

Antonio se quedó anonadado, confuso; se encontró soberanamente ridículo. No tuvo ni pensó tener derecho para incomodarse contra la insolencia de don Pedro. La cara que puso Antonio en aquella ocasión debió de tener mucho de consternado a lo cómico, porque él creyó notar en los labios finísimos de la impasible Mariquita un fruncimiento leve, como de sonrisa semi-burlona. Esto acabó de acobardarle y de confundirle.

Don Pedro añadió entonces:

-Me voy, me voy, señores. No quiero interrumpir por más tiempo. Siga la lección.

Y se fue, en verdad, dejándolos tan solos como estaban antes.

Antonio no sabía qué hacer ni qué decir. Estaba sumamente apurado. Tenía la cabeza baja y las manos puestas sobre ambas rodillas, como Mario cuando meditaba en las ruinas de Cartago.

Sobre una de aquellas manos vino a apoyarse de pronto la linda diestra desnuda de Mariquita. Antonio alzó los ojos. Mariquita le miró con un cariño maternal, y le dijo entre risueña y afectuosa:

-¡Qué niño es usted!

-Sí, señora; soy muy niño y muy tonto.

-Eso último no diré yo, sino lo contrario.

-Sí, señora; soy muy tonto, lo conozco; la estoy fastidiando a usted.

-Usted no me fastidia. ¿Qué obligación tendría yo de escucharle si me fastidiara?

-Pues entonces la divierto a usted; la hago reír, que es peor.

-Tampoco. ¿Pues no advierte usted lo que me interesa cuanto me dice? Repito que es usted un niño. No le creía a usted tan niño.

Y al decir esto retiró Mariquita la mano, dando a Antonio en la suya una ligera y cariñosa palmada.

Hubo enseguida nuevo silencio, que rompió Mariquita con esta singular exclamación:

-¿Sabe usted que es extraño? Hasta ahora no lo había reparado bien. Yo creía que tenía usted los ojos negros, y ahora noto que los tiene verdes como los míos.

-¡Qué han de ser verdes mis ojos, ni como los de usted! -contestó Antonio-. Mis ojos son pardos, o qué sé yo de qué color; pero no se parecen a los de usted, que son tan hermosos.

Este «son tan hermosos» fue el primer quiebro que había dirigido Antonio a Mariquita durante aquel largo y solitario coloquio.

Mariquita replicó:

-Deje usted cumplimientos a un lado. Nuestros ojos se parecen. ¿Por qué dirán que los ojos son el espejo del alma? A ver los ojos.

Antonio se acercó para que Mariquita se los mirase, y se puso a mirar los de ella. Esta contemplación muda de unos ojos y de otros los fatigó de suerte que se velaron y nublaron los de ambos contempladores y los párpados se pusieron levemente rojos, y luego se llenaron de lágrimas.

Entonces Mariquita y Antonio, con los labios entreabiertos, con el corazón palpitante, con simultáneo y no esperado movimiento, sin pronunciar una sola palabra, como impulsados por un poder superior, irresistible, fatal, se aproximaron más el uno al otro, y sus bocas se unieron en un prolongadísimo beso. El espíritu y la vida de él y de ella se diría que se habían concentrado y oprimido y compenetrado en el punto en que sus labios se tocaban.

Mas en aquel instante apareció otra vez don Pedro y con él todos nosotros. Yo no vi nada. No creo que lo viesen los demás. Don Pedro al menos no sospechó que acababa de interrumpir otra lección de más sabrosa y mística filosofía, lección que no seré yo quien determine si doña Mariquita se la dio a Antonio en pago de la que de él había recibido, o si fue el propio Amor quien se la dio a ambos cuando menos lo esperaban o lo temían.




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- XV -

Un corrido


La llegada de todos nosotros aumentó la natural agitación de Antonio, que se puso más encendido que la grana; pero Mariquita estaba sosegadísima, al menos en apariencia, y don Pedro, que era el más malicioso de la reunión, no tuvo la sospecha más leve de las nuevas lecciones que se habían dado en aquel sitio. Don Pedro imaginaba aún que habían seguido los dos solitarios interlocutores embebecidos en las mismas filosofías de que él había escuchado un poco. Así fue que dijo encarándose con Antonio:

-¿Se terminó ya la lección? Amigo, si sigue usted con ese ahínco, va usted a hacer una sabia de doña Mariquita.

Antonio estaba tan ensimismado, que nada contestó a don Pedro.

Antonio no veía ni sentía en el alma sino la escena que acababa de tener lugar, y era feliz con aquel sentimiento. Mariquita, pensaba él, le amaba sin duda cor un amor invencible. Mariquita tenía probablemente muy poderosos motivos para ocultarle su amor, y había tratada de ocultársele hasta entonces; pero vencida al fin de una fuerza superior a toda reflexión y a todo cálculo, se había declarado, y casi se había rendido de tan repentina manera. Todo esto, explicado así, halagaba y ensoberbecía a Antonio, infundiendo en su alma un contento imponderable. Pero no era Antonio, aunque tan nuevo en el mundo, de los que se entregan con abandono y con entera confianza a la alegría.

El recuerdo, los dejos suaves de aquel deleite, punto menos que infinito, que Antonio acababa de gozar, le tenían como encantado el corazón y se le colmaban de una beatitud hasta entonces para él desconocida. A pesar de la viveza y poder de su imaginación, Antonio se confesaba a sí propio que jamás había presentido ni soñado un pálido trasunto de todo el bien y de la felicidad inmensa que contienen y transmiten los labios de una mujer hermosa, querida y enamorada. Antonio se repetía mentalmente los versos de amor de los más egregios poetas, y descubría en ellos bellezas, profundidades de sentimiento y ocultas y misteriosas armonías que antes nunca había descubierto. En resolución se le figuraba que Mariquita le acababa de abrir con sus labios como con llave de oro las puertas del alcázar ideal, revelándole un mundo de hermosura y de amor por él ignorado hasta entonces.

Tales eran las ideas y sentimientos que a Antonio regocijaban; pero, como ya he dicho, había otros que nublaban y turbaban su regocijo. Aquella revelación de amor quisiera él que hubiese coincidido con otra idéntica en Mariquita. Ofendía su orgullo el considerarse como iniciado y el considerarla como hierofante. Dudaba de su propia felicidad hasta estar seguro de que Mariquita la hubiese compartido por completo. No quería deberle nada y pretendía penetrar en lo íntimo del alma de aquella mujer para descubrir si ella había sentido y sentía como él, y para exigir que sintiese tanto. No quería Antonio más dicha de ella que la que él pudiera darle.

El tierno y regalado beso no había podido sanar del todo la herida, o mejor diremos, la picadura que había hecho en el corazón de Antonio la casi imperceptible risa burlona que poco antes del beso había creído ver en los labios de su amada.

La palmadita en la mano, el decirle «qué niño es usted» y otras muestras de afecto demasiado maternal que le dio Mariquita después de la sonrisa y, antes del beso se le representaban a Antonio en la imaginación con tal carácter de superioridad protectora, que se le antojaban insolencias y le ofendían.

Ya creo haber dicho en otro lugar, y si no lo he dicho ahora lo digo, que Antonio tenía un orgullo de todos los diablos. Éste me parecía a mí entonces que era su único defecto.

El orgullo le acibaraba el amor; pero también le apartaba de la mente muchos recelos que otro hubiera sentido, tal vez acerca del objeto amado; Antonio no dudaba de la nobleza del alma de Mariquita. Antonio no iba hasta el extremo de creer que Mariquita se había entretenido en dirigir y en tomar parte en la escena que tanto le había encantado a él, poniendo ella en dicha escena, no su corazón y su inspiración, sino un arte consumado. Antonio era receloso, pero el orgullo le hacía confiado en este punto. Lo que le atormentaba era la duda sobre la intensidad del amor de Mariquita, que él no se contentaba con menos, sino con que fuese tan intenso como el suyo.

Meditando en estas cosas, estaba Antonio lejos de nosotros, aunque circundado por nosotros. Ni oía los discreteos de Finuras, ni las sentencias de doña Francisca, ni las agudezas de Currito Antúnez, ni acertaba a responder a varias preguntas que yo le hice al oído, ansioso de saber el resultado de su conferencia. Al verle tan caviloso no sabía yo qué pensar.

Doña Francisca propuso que nos fuésemos a la quinta. Ella tenía que dar disposiciones para la comida, y sobre todo que preparar el cochifrito que iba a hacer en competencia con otro que ya Miguel estaba condimentando. Nosotros en el ínterin podíamos estar en la sala, donde había una guitarra que el teólogo, gran guitarrista, tendría la bondad de tocar para que bailásemos y cantásemos.

Todos aplaudieron y aceptaron esta determinación de doña Francisca, y todos nos pusimos en marcha para llevarla a cabo.

Antonio, a pesar de la distracción en que había caído, le dio inmediatamente el brazo a Mariquita, mas íbamos tan unidos que no podía decirle mil cosas que le quería decir, que estando sólo con ella no le había dicho, y que entonces anhelaba nuevamente decirla, sintiéndose con la más decidida voluntad para ello.

Pudo, con todo, insinuarle estas palabras al oído, con más ternura y con más energía que otras veces:

-Harto sabe usted cuánto la amo. ¿Me quiere usted, Mariquita?

-Le quiero a usted -contestó ella, con una voz firme y tranquila, que si por un lado parecía nacer de la convicción profunda en que ella estaba de la verdad de aquellas palabras, por otro lado daba cierta frialdad a las palabras mismas. Se podía creer que decía «le quiero a usted», como quien dice «quiero a mi prójimo».

Así es que Antonio le preguntó de nuevo con impaciencia y en tono imperioso:

-¿Me quiere usted de amor, como yo la quiero?

-Sí -replicó ella entonces, dando a este dulce monosílabo un acento de verdad y de solemnidad pasmosos.

Dijo sí en voz que apenas hería el oído y penetró con todo en el alma de Antonio, como si tuviese aquel sí la fuerza de los juramentos más apasionados y como si ligase con retorcidos lazos y con una cadena mágica e indisoluble el corazón de ella y el suyo.

Antonio me ha confesado después que, a pesar de lo mucho que amaba a Mariquita, tuvo miedo o algo por el estilo, al escuchar un sí tan solemne. Le pareció sentir en aquel sí todos los compromisos, todos los dolores, todo lo terrible a par que todo lo deleitable y grato del amor.

Puede creer el lector que si no fuese porque siempre he tenido yo a mi amigo Antonio y a esta tal doña Mariquita por dos criaturas de las más singulares que he conocido en el mundo, y al mismo tiempo tan humanas ambas y tan en las condiciones de nuestro ser, que no hay sujeto por vulgar que sea que en ellas no se reconozca, no referiría yo, ni tan prolijamente me detendría en escribir sus aventuras, las cuales, hasta lo presente, no tienen, en resumidas cuentas, nada de particular y que no está sucediendo de diario. Lo que me mueve a escribir es el maravilloso parecido de Mariquita a la mujer y de Antonio al hombre como idealmente los concebimos. A ambos les acontecía como a ciertos retratos, que se parecen más al original, que el original se parece a sí propio. Ojalá que en el traslado que yo voy haciendo aquí, conserven ambos este parecido.

El Contemporáneo, nº. 112, jueves 2 de mayo de 1861

Antonio se alegró de aquel de Mariquita, consecuencia del beso y más importante que el beso. Aquel ligaba su corazón al corazón de Mariquita con vínculo estrecho y a su entender sagrado, y, sin embargo, desechando el temor que le inspiró al pronto, no pudo menos de tranquilizarle y de envanecerle. Ya creía estar seguro de que Mariquita le amaba.

Él y Mariquita empezaron a mostrarse más alegres y comunicativos, a mezclarse en la conversación general, y a charlar y a embromar con todos.

Estando los héroes de esta historia en tan buena disposición de ánimo, llegaron con nosotros a la quinta y entraron en la sala, donde todos tomamos asiento, menos doña Francisca, que fue a la cocina a dar disposiciones y a trabajar para salir con lucimiento de su certamen con Miguel.

Entonces fue cuando a ruegos de Finuras, apoyados en su pretensión por cuantos allí se encontraban, tomó la guitarra Mariquita y se dispuso a cantar. Antonio jamás la había oído; Mariquita cantaba rarísimas veces. Unos le pidieron que cantase las malagueñas, otros la caña, otros el fandango; pero doña Dolores se empeñó en que cantase un corrido.

La gente del campo canta aún a la guitarra, en algunos lugares apartados de Andalucía, los antiguos romances; pero los romances y la música se van perdiendo, y la costumbre de cantarlos acabará también por perderse. Ya en aquella época era harto raro oír, en boca de un habitante de las ciudades, un corrido, que así se llaman los romances cantados.

Mariquita, sin hacerse mucho de rogar, con una voz argentina y llena de expresión, más de contralto que de tiple, cantó el siguiente:


Clara brillaba la luna,
era la noche tranquila,
el caballero vagaba solitario en la montiña.
Buscando va la doncella
cuya imagen peregrina
vio en el espejo fadado
que su madre poseía.
No sabe si la doncella
ha muerto ya o está viva,
si mora en aqueste mundo
o en otros mundos habita.
Mas él está enamorado
y la busca noche y día;
vivir no puede sin ella,
sin ella no quiere vida.
A encontrarla o a morir
determinado camina;
el mundo por ella deja,
la gloria por ella olvida.
Ni quiere tomar esposa
ni quiere tener amiga;
ha tiempo que vaga triste
por la soledad esquiva.
Vio a lo lejos, a deshora,
brillar una lucecita;
tomándola por su norte
a un castillo se avecina.
A las puertas del castillo
llegó cuando amanecía.
Con prodigioso silencio
las puertas solas se abrían.
Todo en torno del castillo
helado y muerto yacía.
Ni cantan en el vergel
ni vuelan las avecicas;
no murmuraban las fuentes
por conjuro detenidas;
el aire en hondo letargo
entre las flores dormía.
A entrarse por el castillo
el caballero se anima.
Dueñas en él silenciosas,
pajes sosegados mira;
harto conoce al mirarlos
que era todo hechicería.
Ni allí el rumor de sus pasos,
ni allí una mosca se oía,
allí el sonido faltaba
y el movimiento y la vida.
En una cerrada puerta
hay una leyenda escrita;
las letras eran de oro,
de oro lo que decían:
«Abre, si tienes valor,
verás a la hermosa niña
en blando lecho de rosas
hace ya tiempo dormida,
con un amador soñando
que la suerte le destina.
Un beso ha de despertarla
de quien amores le inspira;
si otro a besarla llegase
muy caro le costaría.»
El caballero al instante
en el abrir no vacila;
abre y entra y ve a la dama
que en el espejo veía,
en su encantado desmayo
más encantadora y linda.
El atrevido mancebo
va a besarla en la mejilla,
pero se encuentra la boca,
y el beso allí deposita.
De muerta que estaba ella
con el beso quedó viva,
y aquel extraño silencio
se convirtió en armonía.
Las campanas del castillo
todas alegres repican,
vuelan moscas, cantan aves,
zumban abejas y avispas:
los pajes juegan y bailan,
charlan las dueñas y chillan,
el arroyuelo murmura,
las flores el aire agita,
se oyen las trompas de caza
y los caballos relinchan:
hasta el almirez resuena
en la remota cocina.
Todo es fiesta y regocijo;
que el beso destruye y quita
los encantos de la muerte
con encantos de la vida.
Así fue desenfadada
la princesa de Palmira,
que por ser muy desdeñosa
mal fadada se veía.
Casó con ella el mancebo
que de hechizos no temía,
y el hada de los hechizos
fue de las bodas madrina.

Maravilla me causó el desenfado con que cantaba Mariquita. Como no sabía yo aún el método tan parecido al del caballero del romance, que Antonio había empleado para desenfadarla, no acertaba a explicarme aquella animación nueva para mí y que nunca había visto en ella.

Lo que es Antonio se maravilló más, y se asustó al oír los cuatro últimos versos que hablaban de casamiento. Aquella desenvoltura y las bodas le hicieron recelar mucho. Pero Mariquita, que debió leer en su cara sus ocultos pensamientos, se le acercó al oído, y mientras todos aplaudíamos el romance y lo bien que le había cantado, pudo decir a Antonio:

-Los cuatro últimos versos no tienen nada que ver con nuestra historia. Ni yo soy princesa de Palmira, ni traigo reino, ni castillo ninguno en dote, ni tengo hada por madrina, ni me he casado nunca, ni nunca me casaré.

Dijo esto con tan profundo acento de sinceridad y hasta de humildad, que Antonio se avergonzó de haber echado a volar sus pensamientos ruines, creyendo interesada a aquella mujer.

Antonio no supo qué contestar, y mostrando cara de arrepentimiento y de contrito, se quedó callado. Entonces Mariquita se le acercó de nuevo al oído y con el mismo tono desenvuelto con que había cantado el romance, pero con más ternura, le dijo:

-Lo que importa del romance, lo que debe usted conservar en la memoria, al menos todo el día de hoy, hasta las doce o la una de la noche, es lo que sigue:


   En una cerrada puerta
Hay una leyenda escrita:
«Abre, si tienes valor.»

No bien acabó de decir esto, cuando sin esperar respuesta se apartó Mariquita del lado de Antonio, se acercó con la guitarra en la mano al teólogo, y entregándosela, le dijo:

-Ea, toque usted un vals. Tengo gana de valsar. ¿A qué hemos venido al campo sino a divertirnos?

El teólogo tocó el vals. Como yo no sé valsar, no pude lucirme con doña Dolores; y Finuras valsó con ella y Antonio con Mariquita.

Mariquita tenía un talle muy airoso y valsaba admirablemente. Antonio no lo hacía mal tampoco. Ambos valsaron con tanto ardor y se dijeron durante el vals tantos secretos, que hasta don Pedro empezó a comprender que las lecciones de filosofía habían tomado otro giro.

Los secretos que se dijeron no eran, con todo, de la mayor importancia. Cuando empezaron el vals, lo esencial estaba ya dicho.

Los secretos se reducían, por consiguiente, a un perpetuo «¡yo te amo!; ¡qué hermosa eres!; ¡qué buena eres!», por parte de él; y a una ligera explicación de los tres versos ya referidos, por parte de ella.

Antonio estaba mareado, más que de valsar, de pensar en la repentina mudanza de su fortuna en amores, y de cavilar sobre el carácter y la condición de aquella mujer cuyos actos y cuyos sentimientos se le figuraban a él que se ajustaban a otra pauta, y procedían por caminos diversos que los de las demás mujeres.

-¿Si será afectación de romanticismo? -se preguntaba Antonio a sí propio-; pero noto en ella una naturalidad contraria a toda afectación. ¿Si será cálculo? Pero el cálculo hubiera estado en hacerme creer que yo la seducía y cegaba; no en venir a mí con plena libertad, con perfecto conocimiento, y aun tomando la iniciativa. Quién sabe si se mostrará tan ligera para hacer valer menos el favor, y para que yo aparte de mí toda idea de cine voy a contraer un compromiso y a unirme con ella por un lazo más firme acaso de lo que ella misma se cree.

Antonio se fijaba en este pensamiento con más constancia que en todos. Antonio pensaba ver en el alma de Mariquita una pasión profunda, ciega, vehemente, que ella trataba de encubrir y de transformar, hasta a sus propios ojos, en ligero capricho. Antonio pensaba sentir por ella un amor no menos grande. La generosidad, la confianza, el abandono de Mariquita que le entregaba de repente su alma, sin exigir condición, ni promesa, ni palabra de que él seguiría amando, le tenían absorto.

Así pasó Antonio todo el día, esperando la noche con extremada impaciencia.

La comida fue magnífica. Doña Francisca y Miguel se lucieron en los cochifritos, y nadie se atrevió a decidir cuál era el mejor. Ambos autores merecieron y obtuvieron los honores del triunfo.

El tío Paco, Currito Antúnez y Miguel, que no tenían amores que los distrajesen, bebieron demasiado, y los tres, y singularmente el tío Paco, piloto de La Violenta, se consolaron y alegraron con el vino más de lo regular. En la damajuana no quedó ni una gota.

La sobremesa duró más de lo justo, y la noche se nos vino encima a más andar, obscura como boca de lobo. Sin embargo, era menester volver a Granada.

El tío Paco enganchó; nos colocamos todos en su famoso vehículo, y más alegres y contentos que al llegar a la quinta, salimos de ella con dirección a la ciudad; pero Dios o el diablo, que no duerme, dispuso las cosas de manera que, cuando esperábamos todos dormir con sosiego en nuestra casa y Antonio esperaba el logro de sus más ardientes deseos, ocurrieron casos tan adversos a cuantos nos hablamos prometido, que acabó en tragedia la jira regocijada, y la fiesta y la risa se trocaron en lágrimas y lamentos.

El Contemporáneo, nº. 125, domingo 19 de mayo de 1861




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- XVI -

Percance


En el punto mismo en que La Violenta empezó a caminar, oímos las campanas de Fuente-Vaqueros que daban lenta y solemnemente el toque de oraciones.

Todos nos quitamos el sombrero y el teólogo dijo con mucha devoción el angelus domini.

Doña Francisca rezó y se persignó.

Don Pedro empezó a mostrar miedo de volver a la ciudad y propuso que nos quedásemos en la quinta o que buscásemos posada en el lugar vecino.

A mí también, lo confieso, me entró cierto temor y apoyé a don Pedro en su idea.

Pero Antonio, Mariquita, doña Francisca, Miguel y Currito Antúnez querían volver a Granada, y triunfó el dictamen de la mayoría.

El tío Paco trató de aquietar nuestra zozobra, y con la vista empañada y con la voz balbuciente del vino, nos aseguró que nos iba a poner en Granada sanos y salvos, en menos que se canta un credo.

La Violenta, pues, siguió su camino. Yo temía un vuelco a cada paso. Los brincos que daba La Violenta eran espantosos. El tío Paco no escaseaba los latigazos; pero el caballejo andaba poquísimo. En esto empezó a llover a mares y la noche se hizo más obscura.

Ya llevábamos una hora de caminar, y sólo habríamos caminado poco más de media legua, cuando entramos en un camino muy lóbrego a causa de los copudos y frondosos olivos que había a un lado y a otro.

Yo creí ver entonces entre los olivos unas sombras o bultos que nos seguían cautelosamente. Lo advertí a mis compañeros y todos se echaron a reír. Todos me dijeron que el miedo me hacía ver visiones.

Le dije a Miguel que mirase, y Miguel no me respondió. Iba durmiendo en la delantera como un bienaventurado.

-Doña Dolores -dije quedito-: ¿no ve usted unas sombras entre los olivos?

-Yo no veo más sombras que las que los olivos hacen -me contestó ella.

-Pues yo sí las veo -exclamaba don Pedro, que tenía más susto que yo.

Antonio y Mariquita no hablaban nada o hablaban con voz tan sumisa que era imposible oírlos. Currito Antúnez dormía y roncaba. Sólo el teólogo y Finuras seguían con la misma animación que antes, hablando con doña Francisca y disputándose sus favores.

Todos, en suma, volvíamos contentísimos de la jira, si bien el recelo de que nos aconteciese algún lance desagradable turbaba un poco la satisfacción de los más prudentes. Sólo la de Antonio era tal y tan alta, que nada bastaba a turbarla. Antonio no pensaba más que en su dicha.

¿Quién podrá describir lo que pasaba en el fondo de aquel noble corazón, que por vez primera se creía amado y comprendido por una mujer digna de él? ¿Quién podrá decir lo que fingía su mente de deleites celestiales, de abandono amistoso, de mística y estrecha unión de dos almas, de fusión de dos espíritus en una sola idea de amor, y de coloquios suavísimos y de abrazos estrechos, y de consonancia y dulce armonía de dos voluntades? Antonio no sabía cómo explicarse a sí propio toda la felicidad que le aguardaba. Antonio, como hacen todas las almas extraviadas y sublimes, acudía para representársela y explicársela, a pensamientos de un orden superior, y divinizaba lo humano y profanaba lo divino.

La Violenta, entretanto, continuaba su marcha.

Los bultos que yo imaginaba ver en el olivar, no dejaban de percibirse.

De repente La Violenta se estremeció de un modo más violento que de costumbre. Todos chocamos unos con otros.

El mismo Currito Antúnez despertó sobresaltado de su sueño.

Enseguida La Violenta crujió y algo que había debajo de La Violenta, y que le servía de base, crujió también con pavoroso crujido.

-¡Ave María Purísima! -dijo doña Dolores.

-¡Jesús me valga! -exclamó doña Francisca.

-Que se ladea..., que nos caemos..., que se nos hunde el piso...-gritaron todos, acompañando estas palabras con las interjecciones de costumbre en Andalucía.

La Violenta, en efecto, se había ladeado.

Lo que crujía debajo de La Violenta era un puentecillo de madera que había allí para pasar una acequia.

-Señores, no hay cudiao -dijo el tío Paco cuando notó el peligro en que nos hallábamos, y cuando ya le habían notado todos: pero antes de que acabase de decir no hay cudiao, los maderos del puente acabaron de ceder, y faltándole pie a La Violenta, dio con muchísima gracia una vuelta de campana, y cayó en la acequia, poniéndosenos por montera.

El puente no estaba alto, ni la acequia era profunda. El golpe no fue, por consiguiente, muy terrible, ni el salto fue muy peligroso. Hubo, sin embargo, un trastorno, un caos, un maravilloso revoltijo dentro de La Violenta, al dar aquel gentil brinco y al ir a posarse en el agua.

Piernas, brazos, cabezas, todo se confundió y mezcló, a punto de no acertar nadie qué cabeza o qué piernas o qué brazos eran las que tocaba o tenía encima.

Un profundo silencio reinó un instante en el trastornado seno del vehículo.

No se oía ni una queja, ni un ¡ay!, ni una maldición, ni un terno seco.

Pero ¿qué sequedad había de haber en la acequia en cuyas corrientes aguas, puras, cristalinas, acrecentadas por la lluvia, nos estábamos bañando a pesar nuestro?

Ignoro lo que pensaría y lo que sentiría cada cual en aquel momento. Sólo sé que yo sentía frío Y que el agua me cubría todo el cuerpo menos la cabeza.

Yo pensaba y temía que alguno de mis compañeros se hubiese ahogado.

El tío Paco y Miguel no daban razón de sus personas, ni acudían a sacarnos de allí.

Dentro de La Violenta no se veían los dedos de las manos; pero yo sentí que alguien me asió, diciéndome:

-¿Quién eres?

-Juan -le contesté, reconociendo la voz de Antonio.

-¿Y Mariquita?

-Aquí estoy -dijo Mariquita-, no me ha pasado nada. Llame usted a Miguel, y dígale que nos ayude a salir de aquí.

-¡Miguel! ¡Miguel! -empezamos a gritar Antonio y yo.

-¡Miguel! ¡Tío Paco! -exclamó entonces con voz doliente el señor don Pedro, dando acuerdo de su persona.

Todo esto aconteció con tanta rapidez, que apenas tuvimos tiempo para recobrarnos del susto, ni para buscar modo de salir de La Violenta sin socorro exterior.

-¡Miguel! ¡Tío Paco! -gritaron también Curito Antúnez, Finuras, el teólogo, doña Dolores y doña Francisca, sacándonos y sacándose mutuamente de la duda en que estábamos sobre la suerte de cada uno, y asegurándonos de que todos estaban sanos y salvos, aunque más remojados de lo que convenía.

-¡Miguel! ¡Tío Paco! ¡Miguel!

Al último grito de Antonio llamando a Miguel, contestó éste al fin; pero contesté con otro grito ahogado, inarticulado, furioso, como si fuera el último de su vida; como si Miguel muriese de muerte violenta.

-¡Miguel! -dijo de nuevo Antonio todo azorado.

Pero Miguel no contestó ya.

Antonio se lanzó entonces en busca de la salida, apartando cabezas y piernas y cuerpos que le estorbaban el paso, y arrastrándose por dentro de la volcada tartana. Yo le seguí.

Llegó Antonio a la puertecilla de la zaga, pero no le fue posible abrirla. Dio un fuerte golpe, la forzó y salió. Apenas estuvo fuera, oímos un grito semejante al que Miguel había dado, y todo volvió a quedar en reposado silencio.

Extraordinario fue entonces nuestro susto. Fuera de la tartana teníamos algún cruel enemigo. Un peligro, cuya naturaleza ignorábamos, pero cierto, inminente y, grave, nos rodeaba sin duda.

Miguel, el tío Paco y Antonio quizá habían sido víctimas de aquel enemigo que estaba en acecho en torno de nosotros.

Mariquita hubo de pensarlo así, y, sin decir palabra, sin exhalar un solo ¡ay!, me apartó con brío, se deslizó por entre todos con indecible ligereza y salió también de la tartana.

El grito esta vez fue más agudo, más prolongado, más furioso aún que los de Antonio y Miguel.

El mismo silencio aterrador sobrevino luego.

En pos de Mariquita me lancé yo fuera de la tartana. A mis demás compañeros se diría que el temor los había convertido en estatuas. No se atrevían a moverse.

Cuando me vi fuera de la tartana me encontré en medio de la acequia, donde ya de pie, no me llegaba el agua muy por cima de la rodilla. Apenas tuve tiempo, sin embargo, de ver dónde estaba y de buscar con la vista a mis compañeros. Dos hombres enmascarados me sujetaron y ataron los brazos con un cordel, otro me tapó la boca con tal fuerza y con tan apretada venda, que me fue imposible dar más grito que uno parecido a los que mis compañeros habían dado antes y cuya causa comprendí entonces. Me vendaron también los ojos. Luego sentí que me sacaron del agua, que me llevaron fuera del camino, entre los olivares, y, que allí me ataron los pies, como ya antes me habían atado las manos, y me tendieron en el suelo.

Los hombres que hacían esto no pronunciaban una sola palabra. Se diría que todos ellos estaban mudos. Yo sólo oía el ruido de sus pasos.

Luego imaginé que se alejaban. Después sentí el andar de varios caballos y el ruido de los estribos y de las escopetas al chocar con los cuerpos de personas que montaban en los caballos. Oí, por último, el golpe de las herraduras en los pedernales del camino, como si los caballos partiesen al trote largo con todos sus jinetes.

Entonces volvió cuanto me rodeaba a entrar en la calma más profunda.

Sin ver, sin moverme, sin poder gritar, sin poder adivinar nada de lo que pasaría a mis compañeros, permanecí tendido boca abajo más de media hora, que se me figuró medio siglo.

Lo único que yo calculaba era que todos estarían como yo, atados, con mordaza y en idéntica postura; pero no acertaba a explicarme el objeto de los que así nos habían tratado.

Se me figuraba, con todo, que el vuelco había sido casual; que los bultos que había yo visto en los olivares tenían algún proyecto contra nosotros, y que se habían aprovechado de la caída para realizarle a mansalva y, sin la menor resistencia.

Pero ¿quiénes eran y qué querían de nosotros aquellos enmascarados? Ladrones no eran. Los ladrones ni usan máscara, por lo común, ni dejan a sus víctimas sin aliviar el peso de sus bolsillos.

En estas y otras cosas estaba yo cavilando, todo empapado en agua y muerto de frío, con el relente y el vientecillo fresco de la noche, que horcaba mi ropa. La hierba, sobre la cual reposaba mi cuerpo estaba mojada con la reciente lluvia.

Mi situación no podía ser más incómoda. Había, con todo, un encanto particular en cuanto me rodeaba; encanto a que yo no podía mostrarme sensible, sino para rabiar y desesperarme más aún.

El aroma de las flores silvestres y de las uvas ya maduras de las cercanas viñas llegaban hasta mí. El aire me le traía en sus alas. La misma tierra humedecida daba de sí un fresco olor a búcaro. El ruiseñor cantaba en la copa de un árbol. Aunque yo no veía, presumía que, disipadas ya las nubes, había vuelto a brillar el cielo con multitud de estrellas. La naturaleza toda estaba alegre y tranquila, y era insensible al mal rato que yo estaba pasando, lo cual me hacía montar en cólera contra la naturaleza.

El Contemporáneo, nº. 128, jueves 23 de mayo de 1861

-Ni la luna ni el sol -decía yo para mis adentros se pusieron nunca pálidos por ningún cuidado ni por ninguna desgracia de los hombres. Jamás se han marchitado las flores con nuestras lágrimas. Ni las aves dejan de cantar, ni el cielo de sonreír, ni las plantas de florecer, ni la primavera de vestirse sus galas, ni el otoño de dar sus frutos, por más que nosotros rabiemos.

Este discurso, salpicado de reniegos, hacía yo en el fondo de mi alma, y hasta llegaba a persuadirme de que me iba a morir de frío o de rabia antes de que amaneciese y acudiese alguien en mi auxilio, cuando volví a sentir pasos cerca de mí. Con esto renació mi esperanza.

De repente dijeron a mi lado, en voz baja:

-¡Aquí está uno! ¡Aquí está uno!

Era la voz de Currito Antúnez.

Luego sentí que Currito se inclinaba y me desataba los pies y los brazos.

Enseguida me ayudó a levantarme. Yo mismo me quité apresuradamente la venda de los ojos y la de la boca.

Currito, el teólogo, doña Dolores, el señor don Pedro, Finuras y doña Francisca estaban delante de mí. Todos ellos habían perdido al cabo el miedo y habían salido de la tartana, cuando ya los que ataban y tapaban la boca habían abandonado el campo.

-¡Ay, señor don Juan! -dijo doña Francisca- ¿Qué es esto? ¿Quiénes son los pícaros que le han atado?

-¡Qué sé yo, señora! ¿Y Mariquita, y Antonio, y Miguel? -le pregunté.

-¿Y qué sabemos nosotros? -contestó ella.

-Vamos a buscarlos -dijeron todos.

La noche se había serenado, como yo imaginé mientras tenía vendados los ojos. Un número infinito de estrellas tachonaban el cielo, derramando un resplandor suave. A su débil claridad dimos a no mucha distancia con otros dos bultos. Eran el tío Paco y Miguel.

El tío Paco, aunque parezca increíble, era tanto el vino que tenía en su cuerpo, que mojado, atado, vendado y sobresaltado, había sido vencido por el sueño. Cuando le destapamos la boca y los ojos, nos pareció, al menos, que volvía de un letargo, beato, en vez de salir de una situación desagradable.

Miguel, por el contrario, aunque era uno de los hombres más piadosos que pueden imaginarse, empezó a blasfemar y a echar maldiciones en cuanto tuvo libre la boca, amenazando al cielo y a la tierra y jurando que había de tomar la más dura y espantosa venganza de los infames que le habían agraviado atándole y dejándole por tierra como un costal. Cuando supo que ni Mariquita ni su señorito habían parecido aún, su furor subió hasta la locura. Sacó la navaja y empezó a hacer firmas en el aire, como si tuviese delante a sus contrarios y los quisiese matar. Don Pedro, doña Dolores y doña Francisca sospecharon si se habría vuelto loco, y si no los detenemos, hubieran echado a correr por aquellos campos.

No me costó pequeño trabajo sosegar a Miguel y hacerle comprender que no había aún motivo de perder la esperanza. Antonio y Mariquita debían de estar, como habíamos estado nosotros, tendidos por aquellos suelos.

Siendo inútil llamarlos, porque no nos responderían, nos pusimos todos a buscarlos sin pronunciar una sola palabra más.




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- XVII -

Pesquisas


No poco tiempo anduvimos buscando por un lado y por otro a Antonio y a Mariquita sin dar con ellos. Miguel se desesperaba y echaba sapos y culebras por la boca, como vulgarmente se dice. Yo no me mostraba mucho más comedido en el hablar, y doña Francisca lloraba y hacía mil extremos y otras tantas conjeturas y reflexiones.

-Serán ladrones -decía-, y se los habrán llevado para exigirnos el rescate, como ahora se usa. Es un adelanto del siglo. Hasta en el robar ha habido progresos. Pero lo que es con mi sobrina buen chasco se llevan. Aunque vale todo el oro del Perú, ¿cómo le he de dar, si no le tengo?

-¡Qué mundo éste! -era lo único que decía y repetía don Pedro a cada paso, en lugar de ofrecer su dinero a doña Francisca.

El teólogo y Finuras procuraban consolarla.

-Ya verá usted cómo encontramos a su sobrina le decía el teólogo - Consuélese usted, señora.

-Dios me lo perdone -contestaba ella--; pero no puedo consolarme. ¡Pícaros! ¡Malvados! ¿Qué habéis hecho de mi sobrina? No hubiera faltado más para que hubiera sido completa la función, sino que hubiese venido Palomo y se hubiese ahogado en la acequia. Ahora conozco que hice bien en no traerle. Ojalá que Mariquita se hubiese quedado también en casa. Ella no quería venir, pero yo me empeñé en que viniese. Yo me tengo la culpa de esta desgracia. Toma, toma... -y se daba de bofetadas, sin ninguna compasión de sí propia.

-Vamos, doña Francisca -decía Currito Antúnez-, no se maltrate usted de ese modo; ya daremos con ellos.

-Aquí está don Antonio, aquí está -dijo entonces Miguel.

Y en efecto, le descubrimos sobre la hierba, atado de pies y manos, vendados los ojos y tapada la boca, como Miguel, el tío Paco y yo nos habíamos visto. Mas Antonio lo llevaba con mucho menos paciencia, y se revolcaba furiosamente en el suelo. En balde, para arrancarse la venda de los ojos y la de la boca, y para poder ver y hablar, se había restregado contra las piedras; sólo había conseguido desollarse y acardenalarse la cara.

-Apenas le quitamos las ligaduras, se puso en pie y miró a todas partes sin decir una sola palabra. Cuando nos vio a todos y no vio a Mariquita, dijo con más desaliento que cólera:

-¿Y Mariquita? ¿Dónde está Mariquita?

-¿Quién sabe dónde está? La han robado, señor don Antonio. Esos pícaros infames se la han llevado consigo -contestó la buena de doña Francisca, antes que contestase nadie.

A respuesta tan categórica y terrible nada tuvo Antonio que replicar, y no replicó nada. Parecía que le habían puesto en la boca una mordaza más dura y más eficaz que la que acabamos de quitarle. Taciturno, sosegado en apariencia, se puso a buscar a Mariquita, como si se tratase de buscar el objeto más indiferente.

Los demás hicimos lo mismo durante algún rato, pero todo fue inútil.

Antonio dijo entonces rompiendo su largo silencio:

-Vamos a Fuente-Vaqueros, señores. Los que estén muy fatigados reposarán allí. Los que no lo estén y quieran seguirme, tomarán las armas y los caballos que se puedan hallar y saldrán conmigo en persecución de los malhechores. Quizá alguna gente del lugar quiera salir también con nosotros.

Obedecieron todos a aquel que más parecía mandato que consejo, y muy pronto, más pronto que si hubiéramos ido en La Violenta, nos encontramos en el lugar.

Antonio hizo despertar al alcalde y le refirió nuestra malandanza.

La señora alcaldesa, tan sana de alma como de cuerpo; tan firme y consistente en todas sus virtudes domésticas, a lo que he sabido después, como sólida y maciza en sus carnes, las cuales estaban a prueba de pellizco, según testimonio de sus sobrinos, de algunas amigas íntimas y de su esposo, a quienes ella permitía sólo que intentasen pellizcarla, aunque nunca lo pudieron lograr; la señora alcaldesa, que fuera de esta vanidad de solidez y de robustez, no tenía otra alguna y que tenía en cambio un corazón muy bueno, hospedó en su casa a doña Francisca y a doña Dolores, a Finuras, al teólogo y a don Pedro, y les dio ropa para que se mudasen y quitasen de encima la mojada.

Antonio y los demás compañeros de jira ni quisimos aceptar la hospitalidad ni la ropa. Todos pedimos armas y caballos, como los príncipes de los cuentos de hadas, que quieren dejar la corte del rey su padre e ir en busca de aventuras. El pueblo entero se desveló y alborotó. El alcalde, que era, aunque viejo ya, activo y valeroso y que mandaba la milicia, porque entonces había milicia, hizo tocar alarma y faltó poco para que no hiciese que las campanas tocasen también a rebato.

La gente del lugar acudió al llamamiento como un solo hombre.


   Los moros, que el son oyeron
que al sangriento Marte llama,
uno a uno, dos a dos,
un gran escuadrón formaban.

Más de treinta, de a pie los unos y de a caballo los otros, aunque no moros, sino católicos de buena ley, por más que no lo pareciesen, se reunieron en la plaza en un santiamén. Para Antonio, para Miguel y para mí hubo escopetas y tres rocines corredores. El tío Paco tenía harto con pensar en su desvencijada Violenta para que desease acompañarnos.

El señor alcalde estaba pasmado y ofendido de que dentro del término de su jurisdicción se hubiese cometido la fechoría de que Mariquita había sido víctima, y queriendo volver por la buena fama de pacíficos y de seguros de que aquellos sitios gozaban, no consintió en quedarse en el lugar, y se apercibió a venir con nosotros. Era el señor alcalde gran patriota, progresista y admirador del general Espartero. Leía a veces los periódicos, tenía facilidad para hablar y gustaba de echar discursos.

Cuando nos vio en la plaza congregados a todos, con tan gentil ánimo y marcial talante y aparato, no pudo resistir la tentación, y dijo de esta manera:

-¡Valientes milicianos!, no os maravilléis ni os sobresaltéis de que os llame antes de amanecer. La patria y las instituciones liberales no peligran. Por ahora no reclaman el esfuerzo de nuestros inauditos corazones. Lo que sucede (¡cosa indigna de este siglo de las luces!) es que, no lejos del lugar, han robado a una dama ciertos enmascarados. Los debemos, pues, perseguir para librar de sus garras a la inocente paloma y para entregarlos a la justicia, la cual descargará sobre ellos todo el peso de la ley. Espero que me seguiréis con denuedo en una empresa tan propia de hombres libres; que arrostraréis con serenidad cuantos peligros se ofrezcan, y que os coronaréis de inmarcesibles laureles. ¡Milicianos! ¡A vencer o a morir! ¡Viva Espartero! ¡Viva la libertad! ¡Viva la Constitución!

Todos respondieron: «¡Viva! ¡Viva!» y todos se mostraron llenos de bélico entusiasmo con la perorata. Luego nos dividimos en tres grupos de a diez o doce hombres, y salimos del lugar, el alcalde al frente de uno, Miguel en otro y Antonio y yo dirigiendo el tercero. Cada grupo tiró por su lado, recorriendo diferente camino, visitando los cortijos y las quintas e inquiriendo por dondequiera y de cuantos encontrábamos, si habían visto a los raptores y a la mujer robada. Nadie nos daba razón ni de los unos ni de la otra.

Pronto empezó a alborear, y amaneció un día hermosísimo; el cielo, azul, sin nubes; el aire, dulcemente fresco; la tierra regocijada; las aves, más parleras y alegres que de costumbre, y los pámpanos y las hojas de las higueras, de los nogales y de los olivos, más verdes y brillantes, a causa de la lluvia en que se habían bañado por la noche. El sol salió a poco por el horizonte y se levantó hacia el cenit, tan encendido y hermoso que hacía chiribitas, como dicen en mi país.

Mariquita, entretanto, no parecía ni viva ni muerta. Nadie nos daba razón de los que la habían robado. El rastro, la huella, no se podía descubrir. Preguntábamos en algunos lugares y cortijadas, y nos respondían que nada habían visto. Mirábamos el piso de todas las sendas y veredas, y veíamos señalados en el barro los cascos y las herraduras de muchas caballerías; mas ¿cómo averiguar cuáles eran las señales que habían impreso en su fuga los caballos de los raptores?

El Contemporáneo, nº. 131, domingo 26 de mayo de 1861

Antonio ni hablaba ni se quejaba; pero su rostro hacía contraste con la paz de la naturaleza que nos sonreía en torno. Su rostro estaba adusto, cetrino, como si la sangre se le hubiera convertido en hiel. En sus ojos y en la contracción de sus labios y en la mueca desdeñosa que formaban, conocía yo, sin que él me lo dijese, que ya había perdido toda esperanza de hallar a Mariquita; que lamentaba, sin duda, su pérdida con un dolor sublime y que al mismo tiempo veía en el lance y en todos sus pormenores tanto de cómico, de vulgar y de ridículo que principalmente pesaba sobre él, que se sentía como abrumado y avergonzado, y deseaba que se le tragara la tierra. La historia de sus amores con Mariquita era hermosa, noble, poética, mirada allá en el santuario y en la profundidad de su corazón mirada exteriormente; mirada por los profanos y de un modo profano, se prestaba más a la burla que a la compasión trágica; más que al llanto, a la risa. Había hecho del desdeñado y del rendido con una pupilera, que de todo podía tener fama menos de inexpugnable, y después de haberla pretendido sin éxito se la hablan robado en las barbas, dejándole a él amarrado y revolcándose en el cieno.

Tales eran, por fuerza, las cavilaciones que asaltaban y atormentaban a Antonio, y que debían tenerle muy poco satisfecho de sí mismo y de la fortuna. Cansado, al fin, de andar buscando inútilmente a su prenda, y pareciéndole cada vez más ridículo e insoportable el papel que hacía, me dijo con voz sorda y casi desmayada:

-Vámonos, Juan..., es inútil. Volvamos a Fuente-Vaqueros, a Granada, a cualquiera parte, con tal de que nadie me vea, ni yo vea a nadie tampoco.

Yo le obedecí y nos volvimos a Fuente-Vaqueros con los bizarros milicianos nacionales.

A eso de las doce del día, quizá más tarde que más temprano, entramos en el lugar con la misma pompa guerrera con que de él habíamos salido antes de rayar el alba.




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- XVIII -


Amaro e noia
La vita, altro mai nulla.


LEOPARDI                


No permanecimos mucho en Fuente-Vaqueros. La Violenta y su caballo habían salido de la acequia y se hallaban en estado de trasladarnos a Granada, adonde todos, perdida la esperanza de descubrir a Mariquita, deseábamos ya volver, Antonio gratificó con generosidad a los milicianos que nos habían acompañado y a los hombres que habían ayudado al tío Paco para sacar de la acequia La Violenta. Nos despedimos cariñosamente del alcalde, de la alcaldesa y, de todos los del lugar, y nos pusimos en marcha.

La desaparición y robo de doña Mariquita se divulgó por Granada, no bien llegamos. Se hicieron nuevas pesquisas, inútiles todas. No quedó mesón, venta, posada ni parador, en diez leguas a la redonda, adonde Antonio no enviase a preguntar si habían visto a unos hombres con una mujer, cuyo traje, edad, figura y demás señas se expresaron minuciosamente. Nadie supo dar razón de Mariquita ni de sus raptores. Nadie los había visto. En ninguna parte se habían albergado. No habían dejado rastro, ni huella, ni indicio de su paso por parte ninguna.

Sospechando si Mariquita estaría en la misma ciudad de Granada, hicimos que la Policía inquiriese y buscase su paradero; pero tampoco nos valió esta medida. Antonio receló al principio de don Fernando. Don Fernando disipó todo recelo. Vino a ver a doña Francisca, en cuya casa no había puesto los pies desde el día del lance con Antonio; probó la coartada, sin que pareciese que trataba de justificarse, y se mostró con Antonio y con todos nosotros muy afligido y consternado de la desaparición de Mariquita.

No podíamos atribuir el rapto sino al cantor misterioso que oyó Antonio la víspera de la jira. Antonio quiso informarse de quién era este cantor, y todo fue en balde. Rafaela no sabía nada. Miguel, al menos, la interrogó una y mil veces, y ella dijo siempre que nada sabía. Doña Dolores hablaba del temor, que estaba cantando en Barcelona; del comisionista, que se hallaba en Marsella o en París, y de otros varios que habían sido, o que aquella suponía que habían sido, amantes de doña Mariquita; pero ninguno de ellos era posible que hubiese sido raptor. Del de la serenata nada sabía doña Dolores.

Lo único cierto era que aparecían tres amantes, tres adoradores, tres personajes incógnitos, que habían ejercido; y que tal vez seguían ejerciendo, un influjo poderoso en el destino de la joven pupilera pero estos tres personajes incógnitos podían ser muy bien uno solo. El que estaba retratado en el guardapelo empeñado en casa de don Pedro, el de la copla que oyó Antonio cantar, y el raptor, por último, no eran quizá sino un mismo sujeto.

Antonio se atormentaba por averiguar quién sería éste uno o quién estos tres personajes misteriosos.

Fue a ver a don Pedro; le rogó que le entregase la joya empeñada de doña Mariquita; le ofreció y dio por ella lo que le pidió don Pedro, y la obtuvo. Vio entonces el retrato, y conoció que era de un hombre hermoso. No estaba pintada más que la cabeza, y no era posible, por consiguiente, calcular por el traje la condición de la persona, ni la época en que el retrato se hizo. El retrato parecía, con todo, hecho muchos años hacía. La persona retratada, a juzgar por la imagen, parecía tener, cuando el artista la pintó, de veinticinco a treinta años.

La única persona que podía dar alguna luz en todo este obscurísimo negocio era doña Francisca, que lloraba amargamente la pérdida de su sobrina, pero que seguía cuidando la casa, comiendo bien, acariciando a Palomo y teniendo de tal suerte identificadas la imaginación y la memoria, que nadie podía confiar en la verdad de lo que dijese, sin poder tampoco acusarla de mentirosa ni mucho menos.

Antonio, sin embargo, le pidió una entrevista a solas, y doña Francisca se la acordó. Antonio le contó punto por punto cuanto con doña Mariquita le había pasado; le dijo que la quería con toda el alma y que se juzgaba querido, y le rogó con las más encarecidas razones que supo, que le descubriese lo que de la vida de su sobrina fuera conducente al descubrimiento de su raptor o raptores. Doña Francisca aseguró infinitas veces y persistió en asegurar que no sabía nada.

-Pero, señora -le decía Antonio, perdida ya casi la paciencia-, ¿usted no sabe los amantes, los novios, los queridos que ha tenido su sobrina?

-Hijo, yo sé y no sé -contestaba ella-. Esas cosas nunca las saben bien las tías. Yo sé que desde que estamos en Granada han pretendido muchos hombres a mi sobrina; pero del éxito de las pretensiones, ¿qué he de saber yo? Eso no lo dicen a las tías las sobrinas reservadas, y Mariquita lo es en extremo.

-Pero, en fin, ¿quién son los que la han pretendido?

-Son -y doña Francisca empezaba contar por los dedos-, son el tenor italiano, el comisionista francés, don Fernando, algunos señoritos de aquí, y, por último, una infinidad de estudiantes. Ya lo sabe usted. ¿Está usted más adelantado con saber esto? ¿Se puede deducir de esto quién ha sido el raptor? Ni uno sólo de los pretendientes que he recordado tiene facha ni pelaje de raptor. Para robar a Mariquita como la han robado, se necesita más poder, y más decisión, y más entraña y atrevimiento que los de aquellos señores.

-¿Y usted no sabe -proseguía Antonio- que algunas noches venía un hombre a cantar al pie de la ventana de su sobrina?

-Señor don Antonio, aquí en Granada se canta mucho, se dan muchas serenatas; el oír cantar una copla es un suceso tan vulgar y ordinario, que no me hubiera hecho impresión ese cantor misterioso de que usted habla, aunque lo hubiese oído. No creo, no recuerdo, con todo, haberlo oído.

-Y de otros amores de Mariquita en otras ciudades... Menester es que usted me lo diga todo. Me importa saberlo.

Antonio pronunció estas palabras con tono tan imperioso, que doña Francisca, a pesar de su buena pasta, salió de sus casillas, y dijo, con más acritud de la que solía usar:

-Señor don Antonio, no sé con qué derecho quiere usted que yo le descubra la vida íntima de mi sobrina. No comprendo qué utilidad pudiera traer a usted saberla punto, por punto. Ni estoy de humor de contarla, ni para contarla tengo datos y noticias suficientes.

Antonio comprendió que doña Francisca tenía razón, y procuró disculparse Y calmarla.

-Vamos, señora -le dijo-; usted comprende el interés que por su sobrina me tomo y debe excusar mis preguntas como nacidas de ese vivísimo interés. No pretenderé ya que me refiera usted la historia de su sobrina. Yo sólo pretendo una cosa.

-¿Cuál es?

-Que me responda usted con toda sinceridad y claridad a una sola pregunta: que si sabe quién es una persona que yo claramente le designe y qué género de relaciones tuvo o tiene con su sobrina, me lo diga sin rodeos.

-Prometo que lo diré si lo sé.

-Pues si así lo promete, yo confío en que lo cumplirá.

Y diciendo esto sacó Antonio del bolsillo el guardapelo, y fue a abrirle para mostrar el retrato. Doña Francisca dijo antes de que le abriese:

-Usted ha desempeñado esa prenda que estaba en casa de don Pedro; pero yo no puedo consentir que esa prenda permanezca en sus manos de usted. O devuélvala a don Pedro y recobre el dinero, o entréguemela al punto, y fíe en mí que yo le pagaré cuanto antes lo que el desempeñarla le ha costado.

-Señora, no pensaba yo en quedarme con el relicario. Aquí está; guárdele y devuélvasele a su sobrina, si es que logra verla de nuevo.

-¿Cuánto ha dado usted a don Pedro por él?

-Cien duros.

-Cien duros le debo a usted, y procuraré pagárselos. Volveré la prenda a casa de don Pedro y se los pagaré enseguida.

-Eso no lo consentiré yo. Guárdela usted y págueme cuando pueda, o no me pague nunca.

Este rasgo de generosidad conmovió de tal suerte a doña Francisca, que empezó a llorar como una Magdalena, y dijo:

-¡Ay, señor don Antonio!, qué alma tan noble tiene usted. Yo nunca podré agradecerle...

-Sí, señora; usted tiene medio de agradecerme y de pagarme. Lo que yo deseo es hallar a Mariquita. Ayúdeme usted a hallarla y me daré por pagado.

-¿Y cree usted que no quiero yo hallarla también? -replicó doña Francisca-. ¿Ignora usted acaso que la amo con todo mi corazón? Usted lo debe saber todo, todo. Con usted no quiero hacer misterios de nada. Mariquita no es mi sobrina. ¡Mariquita es mi hija!

El descubrimiento de la madre de Mariquita en doña Francisca disgustó soberanamente a Antonio. La prefería sin madre, hubiera querido para ella una madre menos vulgar; al oír la declaración de doña Francisca se quedó frío como el hielo.

Procurando darse por desentendido, preguntó:

-Y dígame, señora, ¿quién es el del retrato?

-El del retrato es el padre de Mariquita -dijo ella con tono melifluo.

Antonio, que tenía ciertos instintos aristocráticos en el alma, y que estaba apesadumbrado de que tuviese su amada una madre tan vulgar, imaginó que tal vez el padre no lo sería tanto.

-¿De dónde era el padre? -preguntó rápidamente.

-Inglés -contestó doña Francisca.

-¿Su profesión? ¿Su calidad?

Aquí hubiera deseado Antonio que mintiese doña Francisca con tal de que te dijese que el padre de Mariquita era un lord; pero doña Francisca, contra su costumbre, estaba aquel día terriblemente verídica. Doña Francisca, contestó:

-Piloto.

-¿Y por qué se separó usted de él?

-Porque se había arruinado. Se embarcó en Málaga en un buque de su nación y se fue a la India a hacer fortuna.

-¿Y sabía Mariquita que este retrato era de su padre? ¿Sabía que es usted su madre?

-Todo lo sabía.

-¿Y no han vuelto ustedes a saber de él?

-Hace más de veinte años que no sabemos.

El Contemporáneo, nº. 134, jueves 30 de mayo de 1861

-¿Cómo es que no le ha escrito a usted?

-Se marchó enojado conmigo.

-¿Había nacido ya Mariquita cuando él se marchó?

-No había nacido aún. Nació cinco meses después de su partida.

-En fin, señora -añadió Antonio, cambiando de conversación bruscamente y como si toda aquella historia le repugnase y le hiriese y marchitase las ilusiones de su alma-; en fin, señora, ¿usted no sospecha quién ha sido el raptor de su... sobrina?

-No, señor, no lo sospecho.

Antonio terminó entonces bruscamente la conferencia, saliendo del cuarto de doña Francisca más que nunca desesperado.

En vez de averiguar algo conducente a dar al fin con doña Mariquita, Antonio sólo había descubierto cosas que le hacían más ruin, más bajo, más prosaico cuanto tenía relación con su diosa, con la mujer cuya presencia había traído a su alma un enjambre de ilusiones divinas y cuyo recuerdo, después de haberla perdido, se le aparecía lleno de una hermosura y de una perfección celestiales. En su alma tenía él a aquella mujer, circundada de la más sublime poesía; en la realidad, en el mundo sensible, parecía que todos se esmeraban en circundarla de la prosa más vil y más despreciable. ¿Por qué Antonio, con todo el afán de la limpieza y de santidad para el alma de la mujer querida, había echado su corazón en el fango cuando pensaba levantarle hasta el cielo?

Antonio estaba avergonzado de que el público supiese sus desgraciados amores con Mariquita y el ridículo fin que habían tenido; casi no se atrevía a salir a la calle, ni ir a la Universidad, ni presentarse en parte alguna. Se le figuraba que era objeto de burla para el mundo todo. Exteriormente su posición le parecía ridícula. Él poetizaba allá interiormente en su alma su amor y su infortunio mas para los que no podían ver su alma suponía él que ambas cosas debían se asunto de mofa y de regocijo a sus expensas.

Había, en efecto, mucha verdad en estas apreciaciones.

Yo casi no me atrevía a disimular para consolar a mi amigo; mas era lo cierto que en Granada se reían del rapto de doña Mariquita, y suponían que había sido una farsa que ella misma había preparado para embromar a su tía y para dejar a Antonio, como se dice vulgarmente, con un palmo de narices.

Antonio, entretanto, metido en su habitación, imaginativo siempre, silencioso y mustio agravaba más la ridiculez de su posición en vez de hacerla olvidar.

A veces quería salir a la calle, ir al Café de Pedro Hurtado, presentarse en la Universidad y provocar un lance y romperse con alguien la cabeza para que terminase la risa que había suscitado y que a él se le figuraba que debía de ser inextinguible.

-Ni aunque me suicide -me decía Antonio fuera de sí-, ni aunque me suicide dejará la gente de considerar como aventura cómica la desventura trágica de mis amores. Si yo no la hubiese amado con toda mi alma; si yo no la amase todavía, sería el primero en reírme; pero, ¿cómo he de reírme, si tengo la debilidad, la desgracia de amarla más cada día? Esa mujer me dio un hechizo, un veneno, un filtro que ha trastornado mi corazón. Pero, ¿crees tú que se ha burlado de mí? ¿Crees tú que no me ha querido, ni siquiera en el punto en que me dio el beso? ¿No es posible que su raptor se la haya llevado contra su voluntad? ¿No podríamos saber algo de los misterios de la vida de esta mujer por sus papeles? ¿Rafaela no podría traernos los que haya dejado ella en su cuarto?

Yo encontré buena esta idea y, hasta cierto punto, lícita. Informé a Miguel, Miguel se entendió con la criada, y a poco tuvimos, no las cartas, sino la noticia de que doña Mariquita quemaba cuantas recibía. Se halló, sin embargo, dentro de su libro de devociones un papel ininteligible para el vulgo. Estaba escrito en lengua inglesa. Mas Antonio y yo, que entendíamos algo, pudimos traducir lo que sigue, con no pequeña admiración:

«La pena que ayer me causó tu contestación, no sabré ponderarla. Estuve por dejarme caer de espalda con la silla en que estaba sentado, dar en el suelo con el colodrillo y morir como el pontífice Helí cuando le anunciaron la muerte de sus hijos muy amados. ¿Qué hijos pueden serlo más, que estos mis amores apenas nacidos y ya muertos?»

-Me parece -dije yo, interrumpiendo la lectura que hay en esta carta cierta dosis de socarronería.

-A mí también me lo parece -contestó Antonio-; por lo demás, se me figura que, al leerla, mi alma se mira como en un espejo. Prosigamos.

Yo proseguí leyendo de esta suerte:

«Pero me contuve y me quedé quieto, sin echarme hacia atrás, guardándome para mayores cosas, y riéndome en mi interior de la idea estrambótica que se me había ocurrido de imitar al pontífice Helí; antes bien, me propuse hacer del indiferente y del desdeñoso y, plantarte y desecharte de mí diciéndote que todo había sido broma. A ello daban, indudablemente ciertos visos de certeza mis cartas anteriores, escritas todas más para reír que para enternecer, como no fuese que, al través de las burlas, acertases tú a descubrir las lágrimas y la sangre con que estaban escritas. Porque es de notar que los hombres descreídos que tenemos el corazón amoroso, solemos amar entrañablemente cuando amamos, poniendo en la mujer un afecto desmedido, infinito, que sólo para Dios debiera guardarse.

Temblando me puse, pues, a escribirte la carta de despedida; pero con tanta cólera, que rasgaba el papel, como el moro Tarfe, y la carta no salía nunca a mi gusto. Al cabo, después de escribir siete u ocho, determiné no enviarte ninguna. Entonces tomé la honrada y animosa determinación de despedirme de tú de palabra, conservando en tu presencia una dureza pedernalina y una frialdad de 25 grados bajo cero. Dormí mejor aquella noche, acaso con la esperanza, que yo no osaba confesarme a mí mismo, de que en cuanto te dijese se acabó, te me echarías al cuello y me pedirías que no te abandonase, y que entonces te olvidarías de lo que ya es fuerza olvidar y serías mía para siempre. Ello es que a pesar de mi terrible determinación de dejarte, me puse para ir a tu casa hecho un Medoro. A pesar de mi furor, tomé un baño, no sé si para que se me calmaran los nervios y estar más sereno en aquella grande ocasión, o si para estar más limpio y más oloroso; me afeité más a contrapelo que nunca, dando a mis mejillas una increíble y voluptuosa suavidad; limpié los dientes y perfumé la boca, haciendo desaparecer todo olor de cigarro con el elixir odontálgico del doctor Pelletier; me eché en el pañuelo esencia triple de violetas de míster Bayley, en Londres, y en fin, me atildé como Gerineldos cuando fue por la noche, según el romance que tú cantas, a buscar a la infantina que quería tenerle dos horas a su servicio.

Con toda esta pompa y majestad me encaminé hacia tu casa. En ella pensaba hallarte con la cabeza erguida, tan alegre, tan indiferente; pero también pensaba que al cabo caerías en mis brazos, pálida y marchita de amor, como las flores con el sol del estío.

Figúrate qué desengaño, qué dolor no sería el mío cuando me dijeron: la señorita se ha marchado. -¿Adónde?-pregunté. -No sabemos- respondieron, -¿Ha dejado algo para mí?- y me entregaron una carta, tu lacónica carta, única que me has escrito. «Perdóneme usted», decías; «no me aborrezca usted. Adiós. Soy muy desgraciada.» Pero yo te aborrezco, y no te perdono y nunca te perdonaré.

Me has herido de muerte, me has burlado y no puedo persuadirme de que eres mala. Al par que te aborrezco, me parece que te amo y he de seguirte y perseguirte donde quiera que vayas. Adiós.»

Así terminaba la extraña carta. No tenía firma ni fecha. Parecía, con todo, que hacía ya mucho tiempo que había sido escrita. Mariquita la tenía, según hemos dicho, dentro del devocionario, como si recientemente la hubiese leído de nuevo. El devocionario estaba bajo llave; pero Rafaela, poco escrupulosa en sus pesquisas, había abierto la cómoda de Mariquita violentando la cerradura. La llave se la había llevado ella, aunque en su cómoda no había otro tesoro ni más secretos que aquella carta, su ropa y algunas alhajillas de poco valor.

No acertaré a ponderar aquí el efecto que hizo la lectura de la carta en Antonio. No acertaré a repetir la multitud de cavilaciones que hizo sobre ella.

Pensó primero si sería una carta dirigida a doña Francisca por el padre de Mariquita; pero considerando luego que era la carta demasiado alambicada y quintaesenciada para escrita por un piloto, que el papel no parecía tener veinte años, sino cuatro o cinco a lo más, y que el elixir odontálgico de Pelletier y otras invenciones de que hablaba la carta eran más modernos, desechó aquel pensamiento y se aferró con creer que a nadie sino a Mariquita podía haberse dirigido la carta.

Pero, ¿quién sería aquel inglés y dónde le conocería? Antonio no pudo resistir a la tentación de interrogar de nuevo a doña Francisca.

Fue a su cuarto y la halló sola, muy tranquila, con Palomo al lado y cogiendo puntos a unas calcetas, a pesar de la cortísima habilidad que Dios le había dado para la costura. Al verla con aquel sosiego, le dio a Antonio rabia; pero se reportó, procuró hacerse el amable, enredó con ella conversación, y a poco, sin muchos rodeos ni preparativos, le preguntó lo siguiente:

-Dígame usted, doña Francisca, digame usted con toda franqueza, porque me importa saberlo, ¿ha tenido Mariquita algún novio inglés?

-¡Hombre! ¡Usted hace unas preguntas muy extravagantes; pues ya se ve que probablemente los habrá tenido! ¡Figúrese usted que ella y yo hemos vivido más de un año en Gibraltar! Allí todos los oficiales de la guarnición son ingleses y todos nos conocían.

-¿Y hace mucho tiempo de eso?

-Cuatro o cinco años.

-¿Y cuál era el que ella prefería? ¿Cómo se llamaba?

-Qué sé yo cómo se llamaba. ¡Los ingleses tienen unos nombres tan enrevesados¡... Mariquita lo sabía bien porque aprendió la lengua; pero yo nunca pude aprender más que good morning y how do you do. En cuanto a los apellidos, no se me ha quedado presente más que el de Smith, y la mitad de los ingleses tienen este apellido. ¡Vaya usted a preguntar por un estudiante en Salamanca!

-¿Pero el piloto, señora, no le enseñó a usted algo más de la lengua inglesa? ¿Ni siquiera su apellido?

-¡Ay! -dijo doña Francisca suspirando muy amargamente, el piloto se llamaba también Smith, Juan Smith, y en cuanto a enseñarme, no dejó de enseñarme muchas palabras, pero ya se me han olvidado. Sólo recuerdo estas tres o cuatro, además de las dichas: I love you, my darling.

-Voto va, señora -dijo Antonio con la paciencia ya perdida-, y qué flaca es usted de memoria. Pero ¿esos señores no tenían nombres de bautismo?

-Sí, señor, se llamaban Roberto, Enrique, Tomás, Arturo, en fin, se llamaban como se llaman los hombres en todas partes; y perdóneme usted que le diga, don Antonio, que se va usted poniendo pesado.

-Doña Francisca -contestó Antonio amostazadísimo-: tiene usted un alma de corcho. Lo mismo se le importa a usted de su hija, que de esa calceta que está cosiendo.

Dijo esto con tanta ira y con tal tono de amargura, que aterró y sobrecogió a la pobre mujer, la cual verdaderamente sentía a su modo la desaparición de Mariquita. Doña Francisca rompió en el llanto más desconsolado y sincero. La pobre, en medio de la villanía en que tal vez había vivido, conservaba cierto candor infantil y la dulce sensibilidad de una persona que no discurre mucho.

Antonio, que necesitaba de consuelo tuvo que emplearse en consolar a doña Francisca. Luego que la consoló y la apaciguó lo mejor que supo, se salió de su cuarto y se volvió al nuestro, echando venablos y no más adelantado que antes en la averiguación de quién había sido el raptor de su amada.

Será un oficial inglés de la guarnición de Gibraltar -decía Antonio para sí-. Pero si la carta tiene de fecha cuatro o cinco años, ¿cómo y por qué ha esperado para robarla todo este tiempo? Y, aunque yo esté seguro de que ha sido un oficial inglés, ¿cómo buscarle y vengarme de la afrenta? Pero yo le buscaré.

El Contemporáneo, nº. 136, domingo 2 de junio de 1861

El raptor no puede ser otro que un oficial inglés. Yo iré a Gibraltar. Allí estará él probablemente. Allí estará Mariquita. Yo sabré encontrarlos y vengarme. Estoy decidido. Yo no sirvo para estudiar. Ahorco los hábitos de estudiante y, emprendo nueva vida, más conforme con mis aficiones. Una vida de viajes y de aventuras. Voy a salir en busca de Mariquita. También yo la perseguiré, como la ha perseguido el incógnito escritor de la carta. Puede que yo la halle en menos tiempo que en hallarla ha tardado él. Será absurdo, será necedad interesarse por una mujer a quien las apariencias todas condenan, pero es mi destino... Y en suma, la vida es desabrida sin un fin, sin un objeto. El que yo doy a la mía será malo, será detestable, pero es poético. ¿Quién podrá negar que es poética Mariquita? Angel o demonio, es algo más que una mujer.




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- XIX -

La monnaie est indispensable á
l'homme, du moment qu'il vit en société.


MICHEL CHEVALIER                


Casi determinado Antonio a irse a Gibraltar en busca de Mariquita, nos llamó a consejo a Miguel y a mí, a fin de poner su determinación por obra. Ambos acudimos a la conferencia, que se celebró, si no me es infiel la memoria, tres días después de la desaparición de la hermosa pupilera, perdida ya la esperanza de hallarla y hechas ya todas las investigaciones de que en el capítulo anterior he hablado.

Antonio empezó por declarar la vehemente sospecha que tenía de que hubiese sido el raptor un oficial inglés; dijo luego que estaba locamente enamorado de Mariquita, que no podía vivir sin ella y que por ella iría hasta el cabo del mundo, y propuso, por último, su designio de ir a Gibraltar, que al cabo no está tan al cabo.

Miguel, que tenía unas luces naturales muy claras y que sabía los más sublimes axiomas de la ciencia económica, sin haber leído nunca a su tocayo el señor Chevalier, fue el primero que habló haciendo esta pregunta discretísima:

-¿Y con qué dinero nos vamos de viaje? El señorito acaba de gastar cien duros en desempeñar un relicario; el comerciante que le da la mesada le ha adelantado dos y no querrá adelantar más. Estamos en noviembre y el señorito ha cobrado ya las mesadas de diciembre y enero. El señorito tal vez no tenga veinte duros con que contar.

-No tengo ni veinte duros -dijo Antonio bastante melancólico- No me señoritees tanto, que no lo merezco.

-Entonces -replicó Miguel-, ¿qué hemos de hacer sino aguantarnos? Con tan poca moneda no hay que pensar en aventuras ni en peregrinaciones a lo caballero. O quedarse en Granada estudiando, o empuñar el bordón, o salir con un trabuco por esos caminos. No hay otro medio.

El razonamiento de Miguel era de una verdad y de una lógica grandísimas pero no faltará alguien que no comprenda bien las premisas en que se apoyaba. ¿Cómo es posible, me dirá, que el hijo del Creso de tu pueblo no tuviese un ochavo? ¿Cómo son en tu pueblo los pobres, cuando los Cresos y los Cresillos son tales? ¿Pero qué he de contestar yo a esto sino lo del andaluz? ¡Pues ahí verá usted!

Mi amigo Antonio era rico, era poderoso, para lo que entonces se usaba. No había otro estudiante en aquella Universidad que tuviese más mesada que él. Antonio tenía mil quinientos reales mensuales, la envidia y el asombro de toda la caterva estudiantil. La mesada máxima de un estudiante no excedía, en mi tiempo, en Granada, de mil reales vellón. Los que tanto tenían eran contados, admirados y envidiados. Lo usual, lo común, era de veinte a cuarenta duros. En esta escala o extensión de los veinte a los cuarenta estaba comprendida la tan celebrada aurea mediocritas. El que tenía menos de veinte duros era ya algo pobre; el que tenía más de cuarenta pasaba por rico. Figúrese el lector por qué no pasaría mi amigo que cobraba setenta y cinco pesos fuertes cada mes.

Muchas veces me he puesto a considerar, diez o doce años después de haber tenido lugar los sucesos que voy refiriendo, en si ha mejorado la fortuna pública, o en si ha cambiado de manos, o en si entonces vivía yo entre gente de una clase y ahora vivo entre gente de otra. De todo habrá probablemente; pero lo cierto es que muchos de los estudiantes que con cuatrocientos o quinientos reales al mes se juzgaban dichosos en aquellos días felices, en éstos de ahora arrastran coche, pisan alfombras, beben vinos extranjeros y todavía se lamentan cuando no tienen sino cuatro, cinco o seis mil duros que gastar. Cualquiera diría al verlos tan afligidos, y a muchos de ellos tan aristócratas, tan quejosos de la revolución, tan partidarios del antiguo régimen y tan descontentos del poco dinero que tienen para atender a sus obligaciones, que son otros tantos príncipes porfirogenetos, o dígase nacidos en la púrpura, cuyos alcázares, cuyos tesoros y cuyos siervos han venido a cubrir la ola ascendente de la democracia.

Pero dejando digresiones a un lado y volviendo a mi historia, diré que no era lo peor que Antonio no tuviese sino setenta y cinco duros al mes; lo peor era que tratando en balde de condensar el tiempo, mi amigo había condensado y aun evaporado las mesadas. Estaba realmente en noviembre y rentísticamente habían pasado para él diciembre y enero y se hallaba en el mes de febrero. Tan desenfrenado había sido su lujo, que en menos de un mes que hacía que estaba en Granada había gastado tres mesadas y media casi, esto es, unos ciento sesenta y dos y medio pesos fuertes, o sean tres mil doscientos cincuenta reales vellón, sin contar con el piquillo que traía en la bolsa cuando llegó del lugar. Pero Antonio no se ahogaba en poca agua.

-Ninguno de esos tres extremos que me presentas me parece bien -le contestó a Miguel-. Sin ser bandolero, sin ser romero, quiero dejar de ser estudiante.

-Pues vea su merced qué hacemos con los veinte duros que tiene y con siete u ocho que yo tengo y que pongo a su servicio. Lo que es el comerciante no dará un real más aunque le emplumen.

-Puedo disponer de mil reales -dije yo entonces.

-Gracias -replicó Antonio-, yo los acepto y te los pagaré. Para ir a Gibraltar, iremos por Málaga. Desde aquí a Málaga, en diligencia, y desde Málaga, en barco de vapor. Tú, Miguel, vendrás conmigo. Los caballos son inútiles. Venderemos el tuyo y el mío, y bien podremos sacar por ellos de nueve a diez mil reales, malbaratándolos. Si empeño, además, mi reloj y mis anillos en casa de don Pedro, podré tomar otros tres mil reales. Todo esto suma..., veamos: 1500 y 1000, son 2500, y 10000, son 12500, y 3000, son 15500. ¡Eh! ¿Qué tal?... ¿No es ya una cantidad respetable?

-Ya lo creo -dije yo-, basta y sobra con ella para ir a Gibraltar y aun para vivir en Gibraltar algunos meses. Pero si Mariquita y su raptor han traspuesto ya, si se han ido a Inglaterra o a la India, como el piloto Juan Smith, o si han emigrado a América o a la Australia, ¿cómo les habéis de seguir la pista con ese dinero? ¿Cómo es posible creer que tu padre te le envíe para que hagas una locura tan enorme, que no otra cosa le ha de parecer el que dejes los estudios y el que consagres tu vida a viajar en busca de Mariquita? Si al menos estuvieras seguro de que se fue a Gibraltar, de que vas a encontrarla allí, o de que vas a encontrar allí rastro de ella... Pero nada se sabe

-Si algo se supiese -dijo Antonio incomodado-, ¿vacilaría yo un solo instante? ¿Os consultaría? ¿Me detendría por nada? ¿Qué pensaríais de mí si no estuviese yo en Gibraltar, el raptor muerto, vengada la injuria que he recibido?

-Todo eso es cierto -dijo Miguel-, pero hay que reflexionar que allí, en la plaza, la justicia es muy ejecutiva, y su merced estaría ahorcado también sin andarse en aquí la puse.

-Mejor que mejor. Si me ahorcaban me ahorraban el trabajo de hacerlo yo mismo, que al fin en eso vendré a parar.

-Ea, calle usted, señorito, y no diga disparates. Su merced se chancea Pues qué, ¿había su merced de morir como Judas? Viva la gallina, aunque sea con su pepita, y mátenos Dios que nos creó.

-Creo -dije yo entonces- que Antonio tendría razón si supiésemos quién ha robado a Mariquita. Aun prescindiendo de Mariquita, aun sin estar enamorado de ella, merece castigo y venganza la burla que nos ha hecho, dejándonos atados y llevándose a la muchacha. Por menos se perdió Troya, y no dejaron atado a Menelao, cuando robaron a Elena. Pero entonces se sabía que Paris había sido el raptor. Ahora todo se ignora. Quiero suponer que ya están ustedes en Gibraltar, y quiero suponer que Mariquita está allí con quien la ha robado. Pero ¿cómo verla? ¿Piensan ustedes que el raptor la dejará salir a la calle? ¿Cómo reconocer entre tantos oficiales ingleses el que se la ha llevado? ¿Los has de desafiar a todos y has de pelear con todos, uno por uno, hasta dar con el ofensor?

-¿Y por qué no? Empezaré por desafiar al que se me antoje, por la traza, que es el que me ha ofendido.

¿Y si no lo es, o si niega que lo es y no quiere reñir en duelo?

-Lo coseré a navajazos.

Esta briosa contestación de Antonio, dicha sin cólera, con reposo, como se dicen tales cosas cuando es capaz de hacerlas quien las dice, me convenció de que no había forma de disuadirle. Con todo, añadí después de una breve pausa:

-Antonio, la determinación que quieres tomar es muy grave. Repito que si supieras quién había robado a Mariquita y quién te ató, o, por mejor decir, quién nos ató y nos dejó tirados en el suelo, debías buscarle, desafiarle y matarle si podías. Pero no sabiéndolo, es un absurdo, ir a empeñar un lance con cualquier oficial de Gibraltar, que podrá muy bien no aceptar el desafío, y que tendrá razón para no aceptarle. Asesinar a un hombre es acción que no tiene excusa jamás, y te creo incapaz de ella. Todavía comprendería yo, aunque siempre condenarla, el asesinato de un hombre que te hubiese hecho una injuria gravísima y se negase a darte satisfacción; pero el que nunca te ha injuriado, y en tal caso estará probablemente el oficial inglés a quien te dirijas, está en su derecho de no aceptar el duelo a que le provoques. Vas, pues, a Gibraltar expuesto a cometer un crimen o a quedarte en ridículo, y a mi ver, casi condenado a no encontrar a Mariquita, que puede muy bien haber ido a otro punto y no a Gibraltar, y que si a Gibraltar ha ido, puede cuando tú llegues allá estar ya en Inglaterra.

-O en el quinto infierno -añadió Miguel.

-Pues al quinto infierno he de ir en busca de ella -dijo Antonio.

-Estos amores tuyos son muy extraños -proseguí-; puestos en una novela pasarían por inverosímiles. No quiero disputar sobre ellos; son una enfermedad que se ha apoderado de tu alma y no tiene cura. Haz lo que tu pasión te dicte ya que te ciega hasta ese extremo; pero refrena un poco tu impaciencia; aguarda una o dos semanas, y tal vez en este tiempo tendremos noticias de Mariquita. Ella te dijo que te amaba y te dio el beso que tal te tiene; ella te escribirá y te dirá dónde está, si es que el amor no le pasó y si te quiere aún por libertador y por amigo. Si no vienen cartas ni noticias, señal es de que le va bien con el nuevo o con el antiguo amante, como queramos que se nombre, y no hay para que salgas en su busca. Resígnate, olvídala, toma otros amores y ten más razón y más juicio.

-El señorito don Juan -dijo Miguel está hablando como un Séneca y se me antoja que lo mejor es seguir su consejo en todo.

-¿Cómo en todo? Yo no puedo, ni quiero, ni sé resignarme. Yo no me resigno. Tampoco puedo olvidarla. Será absurdo, monstruoso, inverosímil o tendrá algo de locura..., pero yo la amo... Si me la finjo buena, generosa, víctima de su mala estrella, la adoro como un ángel; si me la represento embustera, pérfida, complaciéndose en hacer burla de mí y en poner en mi corazón el fuego del infierno y en verter sobre mí la luz mágica de sus ojos, luz que produce la enajenación mental, aún la amo, aún posee mi alma y mi sentido, como si fuera un demonio.

-Vamos, sosiégate -dije yo-. No se trata de que la olvides; no se trata de que dejes de amarla. Queremos únicamente que aguardes unos quince días a ver si en este tiempo tenemos noticias de ella.

Miguel hizo idénticas aclaraciones y súplicas, y al fin, aunque no sin trabajo, pudimos lograr que Antonio se calmase y que se resignase a aguardar el término del plazo que le habíamos fijado.

Aquel mismo día escribí yo una larga carta a don Diego contándole cuanto nos había sucedido y pintando con viveza el estado de exaltación en que su sobrino Antonio se hallaba.




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- XX -


Heridas tengo de muerte,
de ellas non puedo guarir.


ROMANCE ANTIGUO                


Mientras reteníamos nosotros a Antonio en Granada a fin de que no fuese, sin saber dónde, en busca de Mariquita, se seguían haciendo averiguaciones para descubrir el paradero de ésta, o, al menos, el camino que llevaban los que la habían robado; pero todo era en balde. El recato y el disimulo de los raptores tenían algo de milagroso.

La desesperación de Antonio se exacerbaba entre tanto, en vez de mitigarse. La gente de Granada, harta ya de reír del lance de la fuga o desaparición de Mariquita, empezó a compadecer seriamente a Antonio, cuyo amor ponderábamos, así Miguel y yo, como Currito Antúnez, los demás compañeros de casa y el propio, don Fernando, que había acabado por hacerse gran admirador y partidario de mi amigo. En Granada no se hablaba de otra cosa sino del monstruo que había robado a Mariquita y de la pena y de los amores de Antonio. Pepe, el mozo-poeta del Café de Pedro Hurtado, había compuesto un curioso romance sobre el particular. El vulgo, lejos de mostrarse adverso como antes a la buena opinión de Mariquita, y de presentarla como una mujer de mal carácter y peor condición, aventurera, tramoyona, enemiga del sosiego de los hombres, sin fe, sin lealtad y sin afectos de ninguna clase, empezó por uno de esos cambios repentinos y casi inexplicables a fingírsela y a imaginársela como un ser superior mal comprendido, como una de esas joyas brillantes, hermosas y limpias, que por algún inescrutable designio de la Providencia han venido a caer en el fango del mundo, dentro del cual conservan, con todo, su interior pureza y su infinito precio. Contribuía poderosamente a que empezase a predominar este parecer, el romanticismo entonces en moda. No faltaba en Granada quien hubiese leído a Víctor Hugo, y tuviese a Mariquita por otra Marión Delorme, su tocaya; no faltaba quien habiendo leído también la María, de Miguel de los Santos Alvarez, aplicase a la nuestra aquellos versos que dicen:


   Ángel ella nacido
En el amor, para el amor criado,
Vino a dar en la casa del pecado
Por justicia de Dios...

De la casa de doña Francisca se hacía sin escrúpulos la casa del pecado, y de doña Francisca una pecadora de no menor calibre y circunstancia que la doña Tomasa del susodicho poema. Nada distaba, sin embargo, más de la verdad. Nuestra doña Francisca no había hecho jamás el oficio de doña Tomasa para con otras mujeres; pero tampoco había cuidado con afán, como doña Tomasa, de la virtud e inocencia de su sobrina, a pesar del más estrecho parentesco que la unía con ella. Nuestra doña Francisca tenía una especie de inocencia que oponía a que cuidase de la de otros, una inocencia que hace inculpables e irresponsables, ante la justicia humana, a aquellos que la poseen; la inocencia del ser inconsciente, dulce y benigno, que se confía más en la misericordia divina y en el perdón de ciertos pecados, que en la fortaleza de ánimo para no cometerlos; la inocencia modesta y humilde, y extraviada al mismo tiempo, que ignora lo que es orgullo, que no teme ni recela el menosprecio, que no se revela contra el fallo de la sociedad, que no pretende ni ambiciona la estimación de las gentes, que no desea levantarse de la bajeza en que ha caído o en que la fortuna desde un principio la pone. No es esto decir que ignorase doña Francisca sus pecados. Doña Francisca era buena cristiana; los sabia, se arrepentía de haberlos cometido y se confesaba de ellos; pero volvía a recaer porque somos débiles y frágiles. Nunca le pasó por la imaginación justificarse con el mundo, cobrar buena fama, elevarse a otra esfera; bastábale a ella con que Dios la perdonase. Del perdón, de la estimación del mundo, se le importaba un comino. Se le figuraba de buena fe y sin ser mal pensada ni maldiciente que no podía haber mujer que, dadas las condiciones en que ella se había hallado, no hubiera hecho lo mismo que ella. Para doña Francisca el temor de Dios era el único freno, y creyéndose ella muy temerosa y no bastándole, suponía que las demás mujeres no podrían vivir, ni vivirían tampoco más enfrenadas. El pensamiento orgulloso del buen nombre, de la honra, no sospechaba doña Francisca que, en la baja posición en que ella se había visto y se veía, pudiese conservar la virtud de una mujer en toda su entereza.

Esto parecerá extraño si se atiende a que tal vez en país alguno más que en España ha descendido tanto la idea, el sentimiento del honor hasta en las clases más ínfimas. No hay hija de artesano, ni de campesino, no hay pobre lugareña ni fregona infeliz que no se detenga ante la idea o el sentimiento del honor, y resista a la seducción del estudiante, del criado o del señorito travieso; pero todas éstas tienen familias, han sido educadas, en el seno de ellas, y la familia más miserable en España presume un tanto de hidalga e infunde a todos sus individuos una voluntad constante, perpetua, estoica, de mantener y de acrecentar el honor.

No era así doña Francisca. Doña Francisca, cuya primitiva historia es tan obscura y tan mitológica como la de Roma o la de Grecia, no había conocido familia alguna. La idea del honor no le pudo ser transmitida. La idea del honor, tal era la humildad, el prosaísmo, la suave dejadez y pereza de su espíritu, no pudo desenvolverse en él enérgicamente hasta el extremo de que le pusiese ella en ciertos asuntos. Todo el ser de doña Francisca se estremecería de horror si le dijeran que podía ser capaz de robar una hilacha, de herir o de maltratar a alguien, de intervenir o de ser cómplice en algún crimen, en algún delito, hasta en alguna estafa. Pero en lo tocante a los amores, era tan bondadosa, que no acertaba a comprender que estuviese mal mirado el dejarse llevar de la bondad, y era tan sencilla y tan sin vanidad alguna, que no se le ocurría que hubiese nada malo, siendo ella pobre, en gastar alegremente cuanto le diera o pudiera darle un amigo que fuese rico. La máxima aquella de Pitágoras de que todo es común entre amigos leales, la observaba y seguía doña Francisca sin saber que fuese de Pitágoras y sin haber oído mentar en su vida al filósofo de Samos. Así es que tomaba cuanto le daban, y ella solía dar cuanto tenía por pura bondad y sin calcular si era digno de reprobación el dar unas cosas y el dar otras digno de alabanza.

Con esta mujer, y con el descuido y abandono natural en esta mujer, se había criado Mariquita, espíritu noble y soberbio, que, desenvolviéndose gradualmente, había notado, sin duda cuando ya no tenía remedio, la abyección y la bajeza en que vivía.

Las tristezas, el carácter arisco y zahareño, las excentricidades de Mariquita, provenían acaso de que allá en el fondo de su alma estaba ella poseída y combatida por este pensamiento doloroso: «No hay culpa, no hay delito, no hay maldad que Dios no perdone al pecador que se arrepiente y que llora y que hace penitencia; pero el mundo ni perdona ni puede perdonar jamás. No hay hombre, por honrado, noble y valiente que sea, que baste a defender con su valor y a amparar y a cubrir con su honra a la mujer que la ha perdido.»

Persuadidos estábamos Antonio y yo de que este sentimiento se hallaba en el corazón de Mariquita y le ulceraba y le hería de muerte; pero no os era dable adivinar si, no bastándole a ella el perdón del cielo sin alcanzar el del mundo, y desesperada de toda rehabilitación, trataría de resignarse y de humillarse, y si había resistido por esto el amor de mi amigo hasta que por un involuntario movimiento se había dejado arrastrar a él, o si rencorosa y ofendida de la suerte, del mundo y de la vida humana, se dejaba llevar de pasajeros caprichos y se complacía en burlarse de todo, así como el destino y el amor se habían burlado de ella. ¿Habían sido una extravagancia momentánea, un efímero impulso sentido acaso cuando ya estaba ella, de acuerdo para huir con el otro, la escena del bosque, el beso y las demás ternuras de la quinta, o habían sido la explosión, el arranque irreflexivo, impremeditado, de una pasión vehemente, comprimida hasta entonces por una fuerza de voluntad poderosa?

Esta duda atormentaba a Antonio, y si bien se inclinaba más a creer en el segundo extremo, hasta porque halagaba su amor propio, todavía la sospecha de que pudiese ser cierto el segundo, le detenía, para no salir en busca de Mariquita, más que el no saber dónde estaba. Perseguir a una mujer que involuntariamente le hubiese dejado y se hubiese ido con otro, le parecía algo ridículo, como no fuese para matarlos a ambos, y para esto no había motivo ni pretexto. Mariquita había besado a Antonio en un bosque donde todo estaba convidando al amor; Mariquita le había cantado el romance de La Princesa encantada y le había dado una cita; pero, ¿qué juramentos, qué promesas de fidelidad le había hecho? ¿Con qué lazo había atado su existencia a la suya? Mariquita, en el caso de haber huido voluntariamente, y hasta en el caso de haber sido robada con violencia, si bien conformándose luego con la voluntad del raptor, podría decir a Antonio, si Antonio la encontraba y la pedía cuenta de su conducta: «Entre usted y yo nada hay de común. Ni usted me debe nada, ni yo a usted tampoco. Soy libre, me he venido con este hombre y estoy con este hombre porque quiero.»

Estas cavilaciones tenían a Antonio fuera de sí y le hubieran hecho caer enfermo o volverse loco, a no tener él una complexión tan robusta y una cabeza tan firme.

Así se pasaron, pues, cuatro días más sin noticias y sin carta de la joven pupilera. «O está muy vigilada por su raptor y no puede escribir, o le va bien con él y no quiere que sepamos dónde se halla.» Tal era el pensamiento de Antonio.

Una carta de don Diego, en contestación a la mía, llegó en esto a decidir lo que habíamos de hacer. Don Diego era un hombre novelesco y generoso; la carta estaba concebida en estos términos:

«Mi querido amigo: Mucho pesar me trae la carta de usted con la nueva de la fuga de Mariquita, a quien Dios confunda. Mucha rabia me ha dado de la burla que el inglés o quienquiera que sea ha hecho a ustedes todos. Creo, sin embargo, que lo más discreto es aguantarla y hasta reírla.

Yo no puedo ir ni quiero ir a Granada; ni sirvo para aconsejar ni consolar a mi sobrino. ¿Qué consuelo ni qué consejo puedo yo darle? Usted tiene juicio y penetración. Consuélele y procure persuadirle de que es una locura perseguir a la tal pupilera errante. Si su amor es una chiquillada, un poquillo de vanidad ofendida, usted le curará de él. Si por desgracia es más serio, no soy yo bastante rígido moralista para condenarle y oponerme a sus consecuencias y resultados. Mi sobrino tiene manos, es ágil y tira bien a la espada y a la pistola; yo he sido su maestro cuando, tres años ha, no me atormentaba tanto la gota. Si le escuece, pues la burla; si sigue enamorado de doña Mariquita y no puede olvidarla, y si anhela vengarse de su raptor, ni corazón ni destreza le faltan. Lo único que le faltaba era dinero; ahí se lo envío; déjele usted ir, si no hay otro remedio, y vaya bendito de Dios. Usted créame su afectísimo, etc.»

Acompañaba a esta carta una letra de 3000 reales sobre un comerciante de Granada para subvenir los primeros gastos y una carta de crédito hasta el valor de algunos miles de duros para uno de Gibraltar, que, a su vez, pudiera transmitir dicho crédito a otros comerciantes de diversos países y plazas. Don Diego, solterón, hombre de mundo y de historia, pero apasionado, impetuoso hasta el extremo y cariñosísimo con su sobrina quien pensaba dejar por heredero de sus cuantiosos bienes, no hallaba justo que por falta de numerario se viese aquél burlado y escarnecido en sus amores, sin ir a tomar venganza de la ofensa.

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Madrid, 1861






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