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ArribaAbajoCapítulo VI

Fuego y relámpagos


-¡Siiigaaa, Guaaapooo, Cieeervooo, siiigaaa!

Los bueyes marchaban rumiando sed y cansancio y soltando espesa baba. Los ejes rechinaban lúgubres bajo la penosa carga.

Por el lado del Ybytyruzú se veía subir una negrura inquietante. La luna se ocultó de prisa. Y doña Flora, Arturo, Juancho y demás acompañantes continuaron lentos, envueltos en densa polvareda, perforando el agobio de una noche de pronto tormentosa. El viento apagó la vela y nadie la volvió a encender. No valía la pena. Iluminaba el cadáver el fulgor6 de los relámpagos cada vez que el negro cielo se agrietaba. Vadeado el último arroyo -seco y oliente a carroña-, restaba por andar solamente media legua. Las nubes renegridas traspusieron la cordillera, y grandes gotas comenzaron a golpear las doloridas espaldas. Al asomarse el campo de Perulero, Arturo giró súbitamente sobre el apero, exclamando:

-¡Miren..., hay fuego en Puesto Guerra!

Todos quedaron paralizados. La fogarada se alzaba ahuecando el horizonte en la dirección indicada. Coincidentemente, un fiero rayo despejó las nubes bajas y pudo verse a lo lejos el caserón en llamas.

-¡Por amor de Dios! -gritó doña Flora, bañada por los sucesivos relámpagos, dirigiéndose a los hombres-. ¡Vayan a salvar lo que sea posible!

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Las respuestas sobraban. Juancho hincó los ijares, y todos, incluso Arturo, partieron a campo traviesa. La carreta prosiguió su cansina marcha, con la desconsolada doña Flora por única acompañante.

La lluvia se desencadenó de inmediato cubriendo el contorno con una cortina de agua enloquecida. Cesaron de gemir los ejes, pero sí gemía el viento y estallaba enfurecido el cielo. Al cabo de tanta mezquindad, ahora se desplomaba en torrentes.

Los jinetes avanzaron con gran dificultad, castigados por la lluvia y la tormenta. Atropellaban charcos y malezales, enderezando el rumbo cuanto podían. Luego, el viento cesó, pero el agua continuaba golpeando sin piedad. Cuando al fin pudieron llegar, el incendio se había extinguido. La violenta precipitación impidió que Puesto Guerra fuese borrado por el fuego. Juancho entregó a Arturo el arma que perteneciera al difunto, y él preparó su wínchester. Los otros, cada quien con el dedo en el gatillo, entraron a tomar posiciones. Inspeccionados los alrededores, los corrales, caballerizas y la cocina, se introdujeron en la casa grande. Las puertas no habían sido violentadas. Los faroles estaban en sus sitios; los prendieron. Nadie parecía haber estado allí, ni encontraron nada que no fuese rastro del siniestro curiosamente comenzado por los cuatro costados del caserón. El agua del cielo había irrumpido poco antes de que el robusto maderamen fuera seriamente afectado.

El lento cortejo arribó por fin. Doña Flora se adelantó a ver los destrozos del incendio. Y pese a su inmenso infortunio y a su dolor, exclamó «¡gracias a Dios!» al comprobar que los animales -olvidados en su encierro desde la mañana- estaban sanos y salvos, y que no todo el techo de la casa había sido dañado de gravedad. Juancho comentó a media voz:

-Don Panta mandó la lluvia; es hijo de bendición.

Todos, incluso el cadáver, estaban empapados. En el comedor, cuyo techo se había perforado pero aún servía, los hombres acomodaron la gran mesa tallada proveniente de los Guerra del pasado. Doña Flora la cubrió con una sábana, y encima, cuidadosamente, fue depositado el cadáver en espera del cajón. Dos de los hombres empezaron   —91→   a construirlo, usando tablas sin cepillar. Doña Flora y Arturo cortaban charques y pelaban mandiocas, disponiéndose a cocinarlos. Juancho, mientras tanto, servía mates. En fin, la vida continuaba.

Hacia el tercer canto de gallos, la rústica obra de carpintería estuvo terminada. Entre tanto, ya los estómagos se habían apaciguado con trozos de carne y mandiocas hervidas. El velatorio reunió a la desolada gente de Puesto Guerra bajo el pedazo de techo salvado por la lluvia. Doña Flora, ojerosa y abrazada a su hijo, se pasaba contemplando el cadáver. Ya ése no era don Pantaleón Guerra. Simplemente tratábase de los despojos de su propia malograda esperanza, una más, concluida. Los hombres rezaban en un murmullo de colmenar deshecho: Pagre nuestro quetás en lo cielo... en lo cielo... en lo cielo... Ave María, magre de Dio... de Dio... de Dio... Luego, las siete oscuras, inescrutables palabras del Señor, aprendidas en el anquilosado léxico de la tierra. De pronto, del murmurio se destacó el plañido de la única mujer presente: Dios Padre... Dios Hijo... Dios Espíritu Santo... Y el coro de patéticas voces masculinas respondió poseído por la presencia de la muerte: Acuérdate de nosotro... de nosotro... de nosotro...

La lluvia no cesó durante el resto de la noche. El rezo se hacía clamor cada vez que una centella derramaba fulgor hacia todos los vientos. Sin duda, Dios les estaba haciendo sentir su poder omnímodo, como siempre lo hacía en esas latitudes: Dios a veces benévolo, con mansa lluvia salvadora de vidas; Dios a veces malvado, con fogaradas arrasadoras o bofetadas de agua sobre el huérfano rostro de la tierra. Este Dios, el que aplastaba y hundía, desbarataba sueños y propósitos, jugaba con esos hombres empequeñecidos por la tragedia de vivir, dejándolos luego, como un niño deja los juguetes, abandonados, desparramados, maltrechos.

Amaneció rojizo y húmedo. Sobre el campo de Perulero caía el eco rumoroso del día. La tierra había succionado con avidez toda el agua caída, resarciéndose así de la vasta sed soportada. Como en los mejores días, guiños de sol estallaban entre las hojas de las palmeras y laureles negros. Los pájaros, repentinamente felices, recuperaban   —92→   el canto, tendiendo una cortina de holgorio tras el sufrimiento pasado, olvidándolo tan fácilmente como si fuesen hombres.

Muerto don Panta, surgían sentimientos que doña Flora no esperaba. La efectiva solidaridad del personal, de esos rudos jinetes de la pobreza, impedía que ella se viera en total desamparo. Fue, pues, necesaria la desgracia para que la humana igualdad renaciera.

A media mañana, sorteando minúsculos aguachares, últimos vestigios del aluvión, lleváronse entre todos el enorme cajón a través del campo, hasta el olvidado cementerio de los antepasados, invadido por el denso pajonal.

Al borde de una fosa oliente a barbecho fresco fueron dichas las últimas oraciones, y el difunto bajó al regazo de la tierra que amara más que a su propia vida. Y lo cubrieron terrones humedecidos con lágrimas.

Ya caminando de regreso y notablemente dolorido, Juancho dijo con voz tiplada:

-Ahora tenemos que poner el cruz en Paso Oculto.

Poco antes del entierro, una alta cruz de lapacho aserrado se acababa de armar y era pintada al alquitrán. La agobiada doña Flora, negándose a quedar en la casa y descansar como le suplicaba Arturo, lenta, silenciosa, casi ausente, los acompañó al lugar.

El fatídico Paso Oculto, realmente oculto entre barrancos y enmarañado monte, había sido esa vez elegido por don Panta en su vano afán de burlar a la muerte. Su cadáver, testimonio del postrer error, pudo ser hallado tras denodada búsqueda. El capataz había pasado y pasado por el vado sin poder ubicarlo. Y recién al atardecer, la presencia de los buitres que rondaban desde el aire, ayudó a encontrarlo. La impresionante cruz de lapacho alquitranado, constancia perpetua de aquel error, había de ser implantada allí, en el punto más alto del barranco, tal vez porque desde esa altura cumpliría mejor su cometido de recordar a quien quiera por ahí cruzase el sitio preciso donde acabaran la vida y la potestad de un hombre a quien sus pocos amigos y sus muchos enemigos llamaban Pantaleón Guerra.

Transcurrida una escasa quincena, Gringo obtuvo   —93→   aquello que durante largo tiempo acariciara. Debido al homicidio, muy comentado en Loma Verde, las autoridades entraron a preocuparse por la seguridad de los habitantes de Perulero. Y fue creado el cargo de comisario. A poco llegaban armas y municiones. Además, material humano: Lacú, Mbopí y Serapio, hombres de confianza pese a todo, prestos volvieron al servicio de Gringo, ahora conocido por su nombre completo: don Eliseo Smith. Y aunque nadie creyera, al novel comisario se le encomendó prioritariamente investigar el alevoso asesinato. Días más tarde llegó el juez, don Benigno Santa Cruz, coautor indiscutible de la paz en que yacía Loma Verde. Debía levantar inventario de los bienes del difunto, para cuyo efecto lo acompañaba Gringo, flamante autoridad. Luego, concluido el procedimiento judicial, correspondía nombrar un depositario, y, como era de esperar, el nombramiento recayó en la persona más espectable del lugar, cuyo nombre huelga repetir. Desde ese momento arrancaron los tejemanejes de la sucesión.

Al margen de las rumbosas escrituras -poderes, tutelas y otros engorros-, doña Flora heredaba dos hijos: diez y seis años el mayor, Arturo; la menor apenas meses. Desde su casa de Loma Verde, seguía con estupor la acelerada evolución del poder de Gringo, convertido en instrumento de una insólita ley. Por ser madre soltera, ella carecía de voz jurídica. Sólo la sabia justicia arbitraría en su hora los derechos de los menores, sus hijos. Un día, por fortuna y mediante previa certificación, obtuvo la gracia de poder llevarse las vacas y objetos de su propiedad particular que Juancho condujera una vez procedentes de Borja, únicos bienes de que podía disponer merced a la ley, ley benévola al fin, aun teniendo a don Eliseo Smith por agente. Doña Flora soportaba un opresivo nudo en la garganta el día que se llevaba sus bienes personales, dejando definitivamente Perulero, su bello cielo arrebolado a ras del Ybytyruzú y su aromado campo libre. Desde lejos, no cesaba de contemplar el azulado rincón serrano entre cuya gleba, juntamente con los despojos de don Panta, dejaba enterrada media vida. Amargo -y redondo como un candado- se le hacía el nudo.

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Arturo conducía la carreta. Sentada sobre un tablón puesto a modo de pescante, doña Flora iba como dejando caer jirones de sí misma en cada trecho de la huella. Juancho cabalgaba delante con las vacas, silbando bajito una desentonada melodía campera. También él soportaba opresiones por dentro. Era, principalmente, porque ya no podía continuar sirviendo al nuevo amo de Perulero, de quien no cesaba de sospechar que fuese el asesino de don Panta Guerra. El depositario se daba cuenta de ello y lo odiaba. A propósito, horas antes, con motivo del viaje acompañando a doña Flora, le había dicho:

-Ta bien... te podés ir nomás con la viuda. Pero, si no pensás volver, te vasa ir pelado como viniste. No vasa llevar ni una argolla.

Y Juancho, con humilde firmeza, le contestó:

-Vea don; mi caballo, mi apero y la argolla que usté dice son todito mío. Yo no monto caballo ajeno ni apero ajeno, aunque usté no puede decir lo mismo. No vine aquí pelado ni me voy a ir pelado. Y he e volver, no sé si mañana o cuándo. He de volver. Quiero estar aquí cuando venga otra seca, para ver cómo se muere la víbora.

Don Eliseo no lo entendió, o quizá lo entendió muy bien, por eso calló. Juancho ensilló su caballo y se preparaba para el viaje, esperando alguna reacción del depositario. Pero nada pasó.

Ahora, conduciendo las vacas en lenta marcha, pensaba en su propia vida. Nada dejaba en Perulero, ni recuerdos de juventud ni sueños. Si dejaba ese lugar sería casi como dejar un purgatorio. Aunque no conociese vida mejor, tal vez pudiera encontrarla si buscaba. Tal vez...

Doña Flora y Arturo tuvieron que afrontar una nueva y dura lucha. Más hermanos en orfandad que madre e hijo, veíanse forzados a redoblar energías. Necesariamente, ella debía tornar a la juventud y él madurar. Todo aquello que una difícil subsistencia impone los unía. Debían superar temores, dolores, y renovar esperanzas.

A lo lejos, el Ybytyruzú lucía intacto, inalterable a la acción de la maldad humana. Como siempre, día tras   —95→   día, un niño sol nacía mojado de rocío sobre sus montes, y en las quebradas más altas, de tanto en tanto, se posaba como un huevo la luna llena.

Si bien en Loma Verde no habían palmeras con racimos de pájaros que adormecieran tristezas al caer las tardes, en el arduo largor de los días no faltaban recuerdos que llegaran trayendo olor a selva virgen.



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ArribaAbajoCapítulo VII

La «autoridá» y la víbora


Nuevamente feraz el campo de Perulero, don Eliseo Smith prosperaba aceleradamente. Disponía de un potrero propio donde la vaquería se multiplicaba de semana en semana. En su carácter de depositario general, a menudo viajaba a Loma Verde, dejando un reemplazante en su rol de comisario. No viajaba por puro gusto, desde luego. Era que debía informar a la mayor brevedad acerca de cualquier daño o pérdida que afectaran a los bienes de la sucesión. Y él, claro está, no dejaba pasar el tiempo sin hacerlo, ello para evitar disgustos a la superioridad. Generalmente, el perjuicio se cobraba una vaquillona preñada o una vaca lechera, de las mejores.

-El tigre, señor Jue, anda cebado... -repetía cada vez, muy descorazonado, el depositario.

Y el señor Juez, aún en conocimiento de que tigres no quedaban en la zona desde años atrás, en presencia del secretario que tomaba debida nota de todo, trataba de infundir ánimo a don Eliseo, diciéndole invariablemente, como cosa aprendida de memoria:

-Mi estimado señor Smith, tenga calma. Se hace lo que se puede. Se precisa más pertrechos, le daré una orden para el delegado. No es cuestión de enfrentar a las fieras con las uñas (¡caramba, en semejante paraje!). No   —98→   se imagina usted, secretario, el tamaño de los mosquitos que hay allá. ¡Le chupan a uno como vampiros!

El secretario, pluma alerta en mano, goteando pavadas de vez en vez, alzaba la cara de idiota útil, asintiendo mecánicamente:

-Sí, señor Juez, me imagino, señor...

De tanto en tanto, según lenguas disolutas, el juez se otorgaba merecidos asuetos, yendo montado en un cansino bayo a nutrirse la vista y el espíritu con las esplendideces del Ybytyruzú, pernoctaba nadie sabía dónde, y regresaba trayendo abundante carne fresca. En ausencia de S. S., el secretario -muy otro tipo en esas ocasiones-, se mofaba diciendo a quien quisiera oírlo que «la autoridad competente» andaba por Perulero cazando tigres.

Luego, en una de ésas, el juez no regresó. Y fue don Eliseo Smith, el comisario, quien, en ejercicio de sus atribuciones, arribó reportando la mala noticia.

-Le comió los tigres -dijo-. No se pudo encontrar su resto. Solamente su caballo. Está en el fondo de una quebrada descuartizado.

-El secretario, para su coleto, dijo «no». También él sabía que en Perulero no quedaban tigres. Además, estaba al tanto de las andanzas de S. S. apadrinando al bandolero Gringo, ahora don Eliseo Smith por obra y gracia suya, y del incumplimiento por parte de éste de su compromiso de partir utilidades. Últimamente había pescado una acre discusión entre ambos al respecto. Para el secretario, a todas luces, el juez era la segunda víctima importante del bandolero. Pero prefirió callar.

Entre tanto, en Perulero, los paupérrimos ex-aliados del Gringo, venían sufriendo una sorprendente atrocidad. Apenas había llegado a los cargos de comisario y depositario general, don Eliseo rompió relaciones con los cañadenses, mandando a su hombres alejarlos a tiros. Y sus hombres, ahora auténticos soldados con uniforme y todo, sudaban reprimiéndolos todo el tiempo. Pero ése no era el único trabajo que hacían. Sudaban, además, aserrando rollos y arreando reses. Jamás había salido tanta madera ni tanto ganado de Puesto Guerra como en la época de Eliseo Smith.

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Sin embargo, la bonanza no fue duradera para él. Al cabo de un par de años, nuevamente arribó la mala racha, la que siempre rondaba la zona desde la primera gran sequía. De nuevo se poblaron de buitres los potreros y aguadas. Al comienzo, don Eliseo trató de minimizarla persuadiéndose que sería pasajera. En traza de comisario, siempre bien borracho, iba de un lado a otro montando el alazán de Panta Guerra, luciendo sus arreos enchapados y sus polainas de charol, muy seguro de sí y despreocupado como cualquiera que manda. Pero sus problemas empezaron a incrementarse a desmedro de su prosperidad. No se limitaban a los meros efectos de la sequía. A ese engorro se sumaban cada vez más los vecinos. Sin tierra y sin agua, seguían allí con vida, esperando incansablemente la coyuntura que les permitiera caer sobre Puesto Guerra.

Se le hacía increíble que esos infelices pudieran todavía continuar estorbándolo y fueran capaces de puercas raterías, tal como él mismo les enseñara en aquellos tiempos que no quería recordar. Diríase que lo aprendido por ellos del bandolero Gringo, ahora se volvía en contra de don Eliseo Smith, agente de la ley.

Los malditos de allende el Bolascuá, soliviantados por los retorcijones del estómago, nuevamente dejaban las inmundas casuchas, igual como lo hicieran en vida de Panta Guerra, se daban mañas para carnear una que otra ternera, mostrando ahora llamativa preferencia por las que lucían la marca 'S' marca privada de don Eliseo Smith. Y si la sequía continuaba, nadie podía imaginar qué otras mañas irían a darse.

Cada vez con mayor frecuencia, al depositario se le cortaba en seco la alegría de vivir al comprobar que los muy hambrientos acababan de ensañarse con alguno de los mejores ejemplares de su plantel. Para colmo, a medida que el agua faltaba y sus hombres resoplaban y se agotaban sin dar abasto, él, personalmente, debía también pasarse jornadas enteras rabiando con las estúpidas vacas, las que, adrede, se amontonaban en las hoyadas fangosas que quedaban del arroyo seco, desde donde sus vecinos fácilmente las podían cazar. Con furia   —100→   impotente veía cómo la sed las empujaba sin que hubiera fuerza capaz de volverlas atrás.

Una mañana, ya muy avanzada la sequía, en Perulero se coló el infierno. Don Eliseo se rasuraba para una visita urgente a Loma Verde. En la caballeriza, el alazán del difunto Panta, molesto por el calor, tentaba breves relinchos, como quejidos, de tanto en tanto. Nadie más estaba en la casa. Los hombres campeaban o monteaban afrontando las jugarretas de Natura. E inesperadamente, Crisanto, el más fogoso de los hombres de don Eliseo, llegó con aspecto agónico, pudiendo apenas tartajear una palabra:

-¡Ju... u... ancho!

Y se tumbó. Rojos borbotones le saltaban del tórax acuchillado.

El comisario, a medio rasurarse y más pálido que el muerto, salió zancajeando en busca del alazán, el que, precisamente, minutos antes había dejado de inquietarse. Lo encontró tendido sobre las boñigas, degollado. Y la autoridad gritó gimiendo:

-¡Juaaanchooo! ¡hijue la gran puta! Pero contuvo su rabia desesperada. Necesitaba serenarse. Necesitaba más que nunca todo el poder de su astucia. Tenía que acabar con el puerco, barrerlo de este mundo antes de que aquél lo hiciera con él. Le resultaba casi imposible creer que haya vuelto. Ya olvidaba lo que le había dicho antes de marcharse acompañando a doña Flora; que volvería en la seca; que quería estar allí para ver cómo se muere la víbora... ¿Qué quería decirle con eso el desgraciado?

Pues, bien, desde aquella partida de Juancho Sosa, ni noticias tenía de su paradero, tanto que sus estériles ganas de matarlo, con el tiempo se le fueron pasando. Pero, a veces, andando por los vericuetos de su mal habida prosperidad, de repente se le antojaba la súbita aparición del correntino, y pese a su arrogante autoridad, un desagradable temblor le sacudía las tripas.

Enredado ahora en un tumulto de vacilaciones a pesar del coraje que trataba de infundirse, abandonó el cadáver del alazán, y escudriñando desaforado en procura de algún otro caballo, de pronto, sus ojos se deslumbraron   —101→   ante la más insospechada visión: alrededor, todo ardía. Puesto Guerra estaba siendo sitiado por el fuego. Ardían campos y montes. Alguien, favorecido por la sequía y el viento, propagaba el incendio a todo galope, pretendiendo atraparlo a él, justamente a él.

Correr hasta su cuarto, prenderse las cartucheras y reaparecer cargando el máuser fue lamentable pérdida de tiempo, tiempo vital, tiempo aprovechado por las voraces llamas, varias de cuyas avanzadas apuntaban veloces al caserón. Y don Eliseo, comisario y depositario general según testimonios obrantes en Loma Verde, dominado por una suerte de pánico delirante, llegó al extremo de avistar entre la fogarada al fantasma de Panta Guerra montando el degollado alazán, guadaña encendida en la mano y enderezando hacia él. Y él sintió mojársele la entrepierna como cuando era bebé. Y sólo atinó a correr gritando:

-¡Seraaapiooo, Laaacúuuu, Mbooopíii, dónde estáaan?

El grito acabó sofocado y sin eco. Sus hombres quizá lo abandonaron. O quizá fueron asesinados igual que Crisanto. La humareda empezó a llegar densa y ardiente. Don Eliseo tosió, tosió, tosió... y continuó corriendo. Una sola vía de escape podía ver: una parte del arroyo lindero distante menos de un kilómetro, libre de fuego. Era justamente la zona lindante con los cañadenses, ansiosos ahora por desollarlo. No obstante, allá se dirigió.

En tan crítica coyuntura, sólo le restaba cruzar como fuera el arroyo seco, ganar el monte y llegar al Ybytyruzú. Mal que le pese al fantasma de Panta Guerra que, creía él, galopaba persiguiéndolo, ya don Eliseo se aproximaba al vado seco, ya tenía en sus ojos el ocre de las barrancas, y entonces, dándose más prisa todavía, se lanzó pendiente abajo en supremo esfuerzo por escapar. Pero se encontró con que allí, a pocos pasos, a izquierda y derecha, ya la fogarada avanzaba, y eran sus propios hombres, con haces de paja encendida, los que completaban afanosos el increíble círculo de muerte. Y el pavor impidió al fugitivo tan siquiera usar el poderoso máuser. Para empeorar aún más su situación, al otro lado del cauce seco, sus malditos ex-cómplices aparecieron blandiendo   —102→   hachas y machetes. Pero, al verlos, Eliseo Smith olvidó su terror, y el odio le dio coraje. Preparó el arma y avanzó. Él no había nacido para ser ultimado por semejantes menesterosos. Apuntó. Apenas intentaban cerrarle el paso, él los hacía cadáveres. Y una vez llegado al otro lado, el monte era suyo... Sin embargo, agotado como estaba de nervios y cansancio, ni reparaba dónde ponía el pie. Así fue como pudo atropellar una enorme cascabel que huía del fuego, y desplomarse. El animal enfurecido se le enroscó a las piernas, hincándole los garfios cuanto podía.

Escaso tiempo duró el mortal enlace entre la autoridá y la víbora. A medida que el hombre perdía la visión, entreveía multiplicadas las impías caras de sus victimarios encabezados por... ¡Juaaanchooo!

Pronto dejó de ver, de oír, y la lengua se le anudó en la garganta. El feroz ofidio, al sentirlo finalmente inmóvil, comenzó a desenroscarse, momento en que un tiro sonó. La autoridad y la víbora quedaron hermanadas en la muerte, en tanto el círculo de fuego se cerraba.

Los cañadenses se vindicaban disfrutando del espectáculo. Una mujer andrajosa escupió su naco y habló:

-Ñandeyara castigo nteco, che caraí.

Y todos asintieron. Tal castigo sólo podía provenir de Dios.

Concluida la venganza, comenzaron a retirarse lentamente, rodeando a Juancho, héroe de pronto. Un rengo con el hambre en el rostro dijo con voz quebrada:

-Ch'hermano Juancho, nde jha-é Ñandeyara remimboú.

Y hombres y mujeres convinieron en que Juancho fuese un enviado de Dios.

-Se murió el tapichá como tenía que morirse; eso nomá co es lo que pasó -señaló el correntino por toda respuesta. Implacablemente, su designio se cumplía. Había dicho una vez que quería ver cómo se muere la víbora en la seca.

Y el rengo concluyó:

-La mboi chiní aveí. Opotí oñondivé mocoivé añá rymbá. Jha peicha vaera vointe.

Y todos convinieron en que estaba bien que mueran   —103→   juntas ambas bestias del demonio.

En Puesto Guerra sólo quedó una montaña de ceniza. El viento giraba en gris remolino esparciéndola hasta cubrir paulatinamente todo en varios kilómetros a la redonda. Los vengadores poseían ahora un ancho desierto. Tenía razón doña Flora cuando decía que la tierra debía ser trabajada por todos, para bien de todos. Sólo así sería realmente amada y cuidada. Si hubiera prosperidad verdadera, la de todos, también habría paz en Perulero.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Los bufos de la pobreza


Todos estaban muertos. Y él, fortuito sobreviviente aparecido en la tapera, no solamente los conocía sino había compartido con ellos ingentes episodios de una azarosa vida.

Ahora, al encontrarse repentinamente con sus nombres, sentía como si esos compañeros estuviesen de pronto con él. Podía verlos como eran antes, con la mordaz alegría de una infancia descalza y harapienta. Y podía verlos ya adultos, tratando cada cual de insertarse con su esperanza en cierto gran sueño popular que llamaban libertad.

Entre todos, a quien mejor podía recordar era el pequeño Lucho (Luciano), cuya pintoresca niñez era con frecuencia revivida por los relatos de Zoilo. Contaba el herrero ciego que Lucho había nacido en el revoltijo de techumbres hacinadas junto a las barrancas del Chororó, un arroyo con pasado de leyendas y presente de basuras e inmundicias letrinales.

Desde el día en que nació, la madre lo había acostumbrado a quedarse solo y dormido, todas las mañanas, en la casucha que habitaban. Y ya por los cinco años, lúcido y travieso como todo niño de su condición, apenas despertaba en su soledad, se entretenía mortificando a la abúlica vecindad. Por entonces, y por severo encargo de la madre, su cotidiana principal actividad consistía   —106→   en procurarse suficiente agua para el uso del día. Iba a la hoyada temprano llevando un par de latas vacías, las que aprovechaba para armar la mayor batahola posible a lo largo del rancherío. Y por si el alboroto fuera poco, le agregaba un estrepitoso galope diablamente imitado con los pies, levantando la más horrible polvareda que se puede imaginar.

El galope remataba invariablemente al borde del agua, con desafiantes relinchos. Y las respuestas -groserías y pedradas, como era de esperar-, poca o ninguna mella producían en él, ya que, si bien se lo veía siempre cubierto de arañazos y moretones, Lucho era feliz.

Aquel niño tenía un solo amigo, un pequeñín que se pasaba el día llorando, hundido entre excrementos en su hamaca de arpillera, mientras la madre, al igual que la de Lucho, se ganaba el sustento limpiando tripas en la tablada.

De tanto en tanto, Lucho se daba una escapada para verlo, y tan pronto sus manos aferraban las hilachas de la hedionda hamaca, el pequeño cesaba el gimoteo. Al sentirse columpiado, se llevaba el dedito gordo a la boca y hacía como si durmiese. Así cada vez, día tras día. Lucho, su amigo llorón y el vecindario aquél constituían un mundo inédito.

La mañana en que comenzó su tragedia, Lucho había llegado al Chororó como de costumbre. Pero entonces todo le pareció extrañamente novedoso. Los chicos, infaltables como él, no se conducían de la manera usual. Jugaban, sí, y se salpicaban con el fango de la orilla, gritando y arrojando porquerías en el agua, pero lo insólito estaba en el trato que le daban a él. Lo recibieron sin hostilidad y aún con gestos amistosos. Uno de ellos gritó:

-Luuchooo, ¿qué te trajo lo reye?

Lucho se detuvo sin responder. La pregunta le atoró el relincho del imaginario corcel. Y, ni pedradas ni salpicones como reacción. Al contrario, la manada de rotosos le sonreía. De pronto se le hizo una suerte de inocente conciencia, pudiendo comprender cuán atrasado andaba con respecto a tales reyes que, según veía,   —107→   ayudaba a los otros chicos a soñar y divertirse. Tímidamente, se acostó sobre el barro del borde y llenó las latas. ¿Lo reye? ¡Lo reye! Ni que le hablaran en inglés. El fango espeso le dejó la pobre ropa hecha un asco. Maquinalmente, como sacudiéndose la pregunta que se le atravesaba de sien a sien, meneó la cabeza. De pie, miró a su alrededor. De la ropa le choreaba tierra roja y líquida. Él ni se daba cuenta de ello. Alzó las latas.

-Luchooo, decí py qué te trajo lo reye...

-Decí py, Luchooo...

Las vocecillas le caían como pedruscos en lo hondo de su desconcierto. Sin dejar las latas, las que alrededor soltaban finos hilos de agua, se sonó con la manga del harapo, liberó un pie hundido en el barro, lo afirmó en la tosca y empezó a retroceder desconfiado hasta una prudente distancia, donde se detuvo un instante a observar. Tulo, hijo de la chanchera Salú, lucía ojotas azules, prontamente sucias de lodo pero lindas. Tina, hija de Chulí, la quilombera, mostraba orgullosa su nueva muñequita de plástico, rosadita, regordeta. Y Teto, un grandote culo afuera sin padres conocidos, enfadado por la empecinada mudez de Lucho, acabó mofándose de él, y blandiendo un robusto garrote, le decía que lo reye le trajeron eso para romperle el cogote si seguía sin hablar.

Pero Lucho continuó en silencio su camino. Dos líneas trazadas por las goteras marcaban sus huellas a través de la arena rojiza, hasta llegar a la tosca más alta, donde de nuevo apoyó las latas y se sentó. Desde esa altura podía continuar alimentando su asombro con lo que sucedía en la hoyada, algo menos receloso y sin reparar en las pérdidas de sus latas. Aquellos bullangueros ahora se burlaban de él, lo cual le parecía más propio y natural en ellos. Y cansado por fin de oír las groserías y rechiflas que le dirigían, se dispuso a completar su trayecto, cayendo en la cuenta, recién entonces, de que los tachos se vaciaban velozmente. Refunfuñando, volcó el contenido de uno en el otro que pedía menos y echó a trotar.

En la horqueta de un palodeburro, sombra en verano y apoyo a la vez de uno de los lados del techo, yacía   —108→   empotrado el cántaro. Lucho enganchó el pie en el nacimiento de la horqueta y, resoplando penosamente, alcanzó a transvasar el agua.

Como de costumbre, el bebé solitario lloraba. Lucho miró preocupado hacia el ranchito vecino. Le dolía no ir allá, y lo haría si no fuese por el hambre que también él sentía. Suspirando, tomó del cerco un trozo de tacuara, lo convirtió por arte de magia en briosa cabalgadura y, de un trotecito, se metió por el agujero acortinado de mohosa lona, puerta de entrada de su vivienda. El chiquillo, casi adrede, comenzó a lanzar chillidos extrañamente agudos y estridentes, como atacado por avispas o algo parecido. Y Lucho no tuvo más remedio que postergar su desayuno.

Por motivo de seguridad, la hamaca estaba sujeta a los horcones a la altura de una persona mayor, razón por la cual él no podía ver qué pasaba adentro, limitándose a columpiarla. Se colgó de las hilachas y pegó un envión, lo que el pobrecito llorón tomo como un acto de amparo. Llevose el dedito gordo a la boca e hizo como si otra vez durmiera.

Lucho, ya libre, pudo volver a su morada y atender la otra urgencia, la de su estómago.

El «parapití», caldero de lata negro de humo y colgado del techo, contenía el cocido, desayuno que Jacinta, su madre, acostumbraba dejarle preparado al marcharse. Cuando Lucho subió a buscarlo, todavía continuaba dominado por la obsesión de «lo reye», extraña cosa cuya existencia, por obvias razones, la madre le ocultaba. A ella, sin embargo, quizá le hubiese gustado que lo supiera, pero en la tablada sólo le pagaban con tripas y sebo, materias primas que ella convertía luego en alimento y velas. Se pasaba noches enteras ensebando pabilos, rota de cansancio, hasta casi la hora de partir. Las velas, finalmente las vendía, y debía congratularse si el dinero le alcanzaba para el alquiler del rancho. Por suerte, de vez en cuando, algún visitante la usaba durante la noche, dejándole el importe de la dormida para pequeños menesteres, incluso a veces para los trapitos con que cubrirse y cubrir además al «hombre de la casa», apelativo que le gustaba aplicar al hijo en raptos de buen   —109→   humor. Su mal genio habitual se lo debía al otro hombre, al que no había vuelto a ver desde que la dejara con la barriga hinchada y sin un centavo.

Al tiempo que Lucho lograba descolgar la vasija, se ladeó la silleta en que apoyaba el pie, y él -¡ay!- se vino a tierra, recibiendo el primer dulce baño de su vida. Abajo se formó un charco verdusco donde dos veloces gatos acudieron a disputar a la arena el líquido caído. Y el niño, buscando liberarse de la silleta que le atrampaba el pie, acabó pisando una cola por ahí metida, hecho que obligó al afectado a defender su integridad con uñas y dientes.

Lucho lloriqueaba en medio del charco, rabiando contra los gatos, en tanto restañaba con saliva los arañazos y mordiscos recibidos en las piernas, cuando llegó Jacinta. Sorpresivamente, ésta soltó en el piso la latona con tripas que traía, anunciándose con voz enronquecida:

-Ya vengo catu jhina, Luchooo. Hicite pa la fuego, pusite pa la agua, Luchooo.

Y Lucho, quitándose las lágrimas, posó una triste mirada en la madre, y como despertando de algún atribulado sueño, interrogó a su vez:

-Mamita, ¿qué pio e lo reye?

Jacinta, comúnmente precipitada, le adelantó unos golpes, fijándose recién después en las heridas del hijo, a la vez que se percataba de lo allí ocurrido y, montando en redoblada cólera, farfullaba llorosa:

-¿Qué mierda pio te pasó, Luchooo? ¿Qué pio hicite con tu cocido, che membyyy?

Y sonaron golpes nuevamente, rabiosamente. Luego, histérica, se tomó a puntapiés con los gatos y con el niño. Tenía ganas de dar patadas a todo el mundo, pudiendo desfogarse sólo contra los más próximos e indefensos. Lucho, tartajeante, protestó entre sollozos:

-Si yo nio te pre un té no ma qué pa e lo re ye, ¿po qué me pa ti áaa?

Estaba hecho una lástima. Jacinta, reventada de nervios y no queriendo verlo más, agarró las latas aguateras y salió al disparo.

Minutos después, jadeante, escalaba de vuelta el caminejo de toscas, y al alcanzar el nivel de los ranchos   —110→   tuvo que parar. Un desfallecimiento que no había sentido nunca la dominó de golpe. Apoyó las latas en tierra para darse un descanso. Pero, al hacerlo, se acordó con estupor de las achuras y los gatos. Ni siquiera le había dejado el encargo a Lucho. Abandonó los tachos y corrió desesperada. Ya en el rancho, quedó muda y tiesa viendo a los animales -ya no dos sino media docena- tironear enfurecidos a través de todo el patio las tripas embadurnadas de inmundicias, mientras Lucho, transportado a lo ignoto, trazaba sobre la tierra mojada de cocido, en torno a sus piececillos7 mugrientos y sangrantes, esotéricas figuras que, en la exclusividad de sus ensueños, tal vez representaban ojotas azules, cosas que nunca había tenido, y ese día las vio allá, abajo, en la hoyada del Chororó.

Quizá la muy honda ensoñación del niño haya contribuido a paralizar la violencia de Jacinta, quien, además, completamente abatida, ya no podía continuar golpeando al hijo, porque no sólo sus nervios en desorden la estaban atacando sino alguna horrenda enfermedad. A duras penas recuperó trozos de las tripas, y ya no pudo más. Se desplomó sobre un pirí tendido en el piso de tierra. La atosigaban violentas náuseas y una fiebre que llegó galopante. Echado cerca de ella, cansado de sollozar, Lucho se había dormido. Jacinta, pese a haberse prometido no dirigirle la palabra en todo el día, al verlo tan próximo, tan único partícipe de su huérfana tribulación, desfalleciente como estaba, se arrastró hasta él y lo atrajo junto a su cuerpo. Tan pequeño y famélico lo encontraba, tan idéntico a ella.

Jacinta empeoró. Nada podía hacer sino llorar. Sus lágrimas le quemaban el rostro, tanto que debió apartarse del niño para evitar le fuesen a despertar. Se había dormido con hambre y era mejor que continuara durmiendo.

Debajo del cuerpo de Jacinta crujían las cañas del pirí. De espaldas al hijo, desolada y muy asustada, mantenía tensos los sentidos, percibiendo raros rumores provenientes de su organismo infecto. Sin embargo, aun sintiendo cosas horribles, de a rato dormitaba. Y llegada   —111→   la noche, de pronto se sobresaltó al recordar que ni el niño ni ella habían comido en todo el día. Lucho, menos mal, no se despertaba. Si no estuviera tan postrada, se habría levantado a hervir las tripas y hubiesen podido tomar su alimento. Pero se sentía atrapada, paralizada por el mal, permaneciendo así hasta cerca del alba. Al tercer canto de los gallos, hora de su cotidiana partida al trabajo, hizo que las cañas del pirí crujiesen con violencia al tratar de levantarse y caer varias veces. Finalmente, con enorme penuria, agarrándose de las grietas de la tapia, consiguió ponerse de pie y encender la vela. En ese momento, el olor corrupto de las tripas la invadió. Las moscas verdes las habían echado a perder. Las arrojaría a los gatos, pero estaba sin fuerzas. Mejor era poner el parapití sobre la llama y echarle yerba. Eso podía. Mientras el agua se calentaba, ella se pasó quejándose a solas. Una vez bebida su parte del cocido, creyó sentirse mejor. Era necesario que así fuese. Debía sentirse mejor. Con gran dificultad colgó la lata con el desayuno para Lucho en el lugar de siempre, y antes de apagar la vela y marcharse, la volvió hacia el niño y estuvo contemplándolo. Hubiera querido ser pequeñita como él y no tener que ir al trabajo; quedarse sobre el pirí y no tener que moverse de allí.

Rota, calcinada por la fiebre, quiso desperezarse pero no pudo. Tampoco podía faltar al trabajo. La suplantarían de inmediato. «Hay tantas hambrientas que esperan» -se dijo-, y comenzó a caminar lentamente, arrastrando los pies.

Era muy avanzada la mañana cuando, completamente agotada, pudo alcanzar el matadero. Algunas de sus compañeras la vieron arribar y desplomarse sobre las piedras de la entrada. Dejaron el trabajo y acudieron en su ayuda, mas no atinando qué hacer con ella, le dieron masajes y estuvieron apantallándola. Pronto cesó el hálito que le movía los pechos. Entre tanto llegaron otras. Llegó la vecina cuyo pequeño era amigo de Lucho, y con voz de sabihonda prorrumpió:

-Seguro que ha de ser el corazón; hay que meterle trapo mojado.

Los ojos de Jacinta miraban fijos al cielo. Al desabrocharle   —112→   la ropa, el espanto fue general. Tenía las tetas y el abdomen amoratados como cadáver de varios días. La tripera que la atendía gritó:

-¡E la mancha negra, carajo!

-¡E la mancha! -farfulló otra.

Y ambas corrieron en busca de agua para lavarse. Ellas conocían los inequívocos signos de la peste fatídica. Así, en menos de un pestañeo, todas abandonaron a Jacinta, dejándola sola con su muerte.

El encargado de la tablada, puesto al tanto de lo ocurrido, despachó al pueblo un mensajero a todo galope. Era de esperar que las autoridades tomaran medidas con la mayor urgencia dado el peligro de una epidemia. Pero hacia el mediodía el cadáver seguía en el mismo lugar. Las triperas que iban dejando el trabajo daban un gran rodeo. En la entrada, las moscas verdes empezaban a zumbar haciendo de las suyas. Recién al atardecer llegaron soldados con sogas y una lata de combustible. Enlazaron el cadáver por las patas, lo arrastraron impúdicamente hasta los yuyales aledaños, lo cubrieron de basuras y le prendieron fuego.

Lucho no llegaba a los seis años cuando dejó el rancho que ocupaban. Dejó de ver a su pequeño amigo llorón porque empezó a pasear su orfandad por la ciudad, de puerta en puerta. Mendigaba para vivir y dormía donde la noche lo sorprendía. Un día, andando por las calles, encontró a Zoilo que, seguido de bulliciosos chicuelos, pregonaba chucherías de hierro y hojalata que él mismo fabricaba. Y Lucho, ya sin nadie que lo controlase y llevado de su infantil curiosidad, se largó detrás.

Al final de la jornada, cuando los ruidosos parvulotes habían desaparecido y el anciano retomaba la senda del regreso a su morada, el huerfanillo continuaba sigilosamente pegado a sus pasos. Zoilo, al notarlo, le habló, enterándose, más por su silencio que por sus palabras, de que el niño estaba en el mundo tan solo como él. Sin indagar más, lo tomó de la mano como hacen los ciegos, y caminaron juntos.

Impensadamente, Zoilo hallaba un asidero en medio de su perpetua oscuridad. Hasta entonces, su único aliciente, el que recogía de las calles, le ocupaba el vacío   —113→   del alma durante el día. Pero en la vastedad de las noches, nada más que su pasado, un cadáver en lo hondo de sí mismo, lo acompañaba. A partir de ese encuentro, tal vez la vida tuviera nuevos matices para él, tal vez pudiera el huerfanillo devolver a sus horas desérticas alguna vivencia. A medida que avanzaban, una renaciente esperanza lo iluminaba. En el aire percibía la proximidad de su cabaña.

Fue así como Lucho volvió a tener un hogar. Ahora debía comenzar por aprender los oficios de vendedor ambulante y de herrero, compartiendo la herrumbre que el ciego cargaba en sus caminatas, y, como descanso, remachando trébedes y sartenes. Por las noches, antes de dormir, una cantarina voz de abuelo le narraría fascinantes hechos de imaginería. Y ya dormido -como otrora, sobre un pirí-, viajaría en alas del sueño buscando a Jacinta allende el Chororó, donde un mundo insólito yacía.

Los años hicieron luego lo propio con la vida de cada cual. Las cosas no podían seguir iguales indefinidamente. Mientras el anciano, metido en la nimiedad de su rutina, se corrugaba cada vez más, el niño dejaba de serlo, cobraba de a poco fuerza y voz de hombre, y la existencia al lado de Zoilo se le hacía gradualmente incómoda. Un día, su protector, luego de largo penar dándose callada cuenta de la realidad, lo llamó, le palpó todo el cuerpo como acostumbran los ciegos, y muy sereno, le dijo:

-El tiempo tenía que llegar, ayépa che ra-y. Ya no precisás progimidá. Tenés que procurar ser honrado. Y, por si acaso te hace falta dónde dormir, acordate de este tu rancho.

Y Lucho comprendió que lo estaba soltando, como las aves a sus pichones, para que fuese a comenzar su propia vida.

Y habiéndose marchado el muchacho, Zoilo debió tornar al silencio de antes. Por las noches, inmerso en la doble negrura, pensaba en el ausente. Pensaba dónde andaría, si lo habrían o no llevado a la guerra. Porque una fiera guerra se había declarado unos meses atrás, y nadie, ni siquiera los ciegos podían sentirse a salvo de sus coletazos. Zoilo captaba la ansiedad del pueblo en la voz atribulada   —114→   de las mujeres y en el hosco mutismo de los hombres. Cuánto había de durar la matanza era cosa que solamente Dios podía saber.

Dos años transcurrieron sin que nada se supiera de Lucho. E, inadvertidamente, también Zoilo se borró de las calles. Era natural que un anciano como él muriese o quedase postrado al cabo de tan largo y penumbroso andar por la vida. Pero, si bien el sentido común así lo indicaba, en su caso particular, hasta el sentido común se equivocaba. Siendo él un sujeto marginado de los comunes fenómenos de la vida ciudadana, a él, muy al contrario de lo previsible, lo habían instalado en un calabozo. Aunque pareciese absurdo, el ciego, acusado de ocultar en su gris habitáculo a elementos antiguerreristas perseguidos por las autoridades, pues cayó preso una noche cualquiera, juntamente con esos elementos. Extremos del sentir humano, al contactar, se habían fundido en una extraña dimensión.

La violencia, entre tanto, se encarnaba en la población civil. Los combatientes, llegados en goce de licencia tras sangrientos ajetreos en el frente, la traían en sus mochilas. La roja tempestad de allende los páramos chaqueños, proyectaban salpicones de sangre al rostro de las villas y aldeas. En los aledaños de Loma Verde, una insólita resistencia a la reincorporación tomaba cuerpo para bochorno de los patriotas locales cuyas hazañas llenaban los periódicos. Las primeras legiones de reservistas rebeldes, que preferían agusanarse en los montes antes que volver al combate, atrajeron sobre sus huellas a los terribles «yaguá-peró», suerte de milico absolutamente impopular, que nunca estuvo en la guerra. Su función era perseguir.

Para colmo de infortunios, el invierno entró a castigar, y completando el lúgubre cuadro, a pesar de la crudeza del clima, la temperatura de un acumulado descontento laboral llegó súbitamente a su grado extremo. En los ingenios y demás lugares de trabajo estalló la huelga. Adolescentes, mujeres y ancianos, únicos libres del fardo bélico, formaban la fuerza obrera. Habían venido reclamando vanamente impostergables mejoras y el pago de haberes demorados, y al término del humano   —115→   aguante, la ira se manifestó. Entonces, la respuesta fue inmediata. Una fanatizada tropa de «yaguá-perós», verdadera jauría con sangre en los ojos, arribó en tren de aplastar. Aquello daba lástima. Ni Loma Verde se preparaba para una batalla. Ni los padres, esposas e hijos de los combatientes que afrontaban la vorágine de la guerra eran enemigos. Pero la orden era aplastar. Lo sucedido se debió a que las tropas nunca piensan; sólo cumplen órdenes.

Y esa noche, cuando todo había concluido, desafiando un silencio garantizado por los máuseres, de pronto se alzó una voz. Emergía de la temible oscuridad, ya aquí, ya allá, simulando un temerario sitio en torno a la zona céntrica. ¿Se trataría del comienzo de una revancha? ¿Una demencial contraofensiva de la derrotada fuerza obrera?

Una furibunda partida se lanzó a la caza del fantasma de la sedición. Una voz emergiendo del mismísimo corazón de Loma Verde, no podía ser. Y si lo fuera, pues, significaba que ese aplastado corazón continuaba palpitante pese al poder de las balas.

Un endiablado viento sur enroscaba la llovizna contra los árboles. La voz provenía ora de un lado, ora de otro:

-¡Viva la huelgaa!

Llegaba punzante, traspasando la densa noche. La búsqueda se hizo brutal, tremebunda por momentos, capaz de convertir en feroz matanza cualquier confusión. Y cuando ya parecía haberse diluido el fantasma y cesado su impertinente grito, de repente, en un cruce de calles, bajo un farol apenas parpadeante, un bulto demasiado flaco para que fuese un hombre, alzando un raquítico par de algo parecido a brazos, y todo él apenas visible en la semi-luz, repitió: -¡Viva la huelgaaa!

El cabeza de patrulla ordenó al grupo detenerse. Acabado ejemplar de ímpetu marcial, gruñó iracundo:

-¡¡¿Quién viveee?!!

Y por toda respuesta, surgiendo del espantajo cimbreante en la bocacalle, ahora un tanto trémula, insistió la voz, la inverosímil voz:

-¡Viva la huelgaaa!

-¡Alto, carajo! ¿Quién vive?

  —116→  

-¡¿Quién vive, pue, infelí?! -urgió otro del grupo, apuntando amenazante.

Y por fin, un poco vacilante, la respuesta exigida se dejó oír:

-Oficial...

-¿Oficial?

¿Un oficial metido a perturbador del orden constituido? La patrulla se aproximó recelosa. Las linternas, ignorando al agónico farol de la calle, enfocaron al intrépido oficial, apelativo éste casi divino en los tiempos que se vivía. Mas el oficial se veía completamente ebrio, andrajoso y sucio.

-¿Oficial de dónde es usted?

-Oficial de la zapateriá Velazque, mi teñente, hic...

Fue fácil voltearlo de un empellón, darle patadas hasta el cansancio y arrastrarlo hasta el calabozo.

Al cabo de un tiempo sin medida, el perturbador se recuperó. Y Lucho Valenzuela, pues de él se trataba, primeramente se deprimió lo indecible, pero no tardó en darse cuenta de que no estaba solo. En un rincón del patio-calabozo (único en su género por inmundo y destartalado), clavado el mentón entre las rodillas, dormitaba un anciano. Y al reconocerlo, la alegría le llegó a las lágrimas: era Zoilo Herrero.

De tan insólita manera, en esa ratonera común, al fin se reencontraban. Ahora ya no importaban las increíbles pruebas de resistencia necesarias allí para sobrevivir.

A partir de entonces, varias remesas de cautivos hubieron de conocer al travieso Zoilo y a su ex-criado Lucho que, por obra de los años y de las trampas leguleyas, resultó de hecho condenado a ser una suerte de mascota de presidio. Y, seguramente, gracias a su peculiar escualidez, no cayó como muchos otros en la inmundicia homosexual. De tanto en tanto, los cancerberos, quizá cansados de verle la pelechada traza, lo ponían en libertad. Pero, al poco tiempo, nuevamente maniatado y muy machucado, lo devolvían a la prisión.

En cuanto a Zoilo Herrero, tampoco muy atractivo, parecía como si a ninguno de los de la paz y el orden le interesara que durase en cautiverio. Sin embargo, igual como a Lucho, apresarlo cada vez que lo encontraban en   —117→   cualquier encrucijada, les resultaba una rara tentación que no podían resistir.

Por otra parte, gracias a ese reencuentro, pudo Zoilo iniciar con su muchacho un contacto que había de ser frecuente desde entonces. Finalmente, los aprehensores, ya obvia la estupidez de mantener a Valenzuela preso, descubrieron de pronto que el reo venía transgrediendo la ley del servicio militar desde años atrás. Había traspuesto vendavales enteros sin que le notaran el grave delito. Tal vez él mismo ignorase su edad. Desde luego, no debía resultarle fácil conocerla con certeza no teniendo a nadie que se lo indicara. Se supone que lo habrían descubierto con la ayuda de esotéricos manejos de barajas. O, posiblemente Zoilo, sin proponerse ni pensarlo, habría reportado la evidencia. Lo cierto era que el reo Lucho, con menos de veinticinco años, aparentando cuarenta por la grisura y siendo por su físico y desarrollo mental tan sólo un niño grande, debió pasar al servicio de la patria oficiando de letrinero y limpiabotas uniformado, hasta nueva orden.

Y bien, hablemos ahora de Sixto, aquél cuyo nombre también aparecía perpetuado a cuchillo sobre el urundey de la tapera. Uno más que compartiera la marginación y la singular amistad del herrero ciego. Presente estaba a su vez en el mágico reencuentro, nudo crucial de ensueño y realidad, secuencia debida a la voz nunca olvidada de un ciego inmemorial, voz enlazando vidas y generaciones en una síntesis de magia y de recuerdos.

Según Zoilo, era común que pasaran semanas y hasta meses sin que Sixto apareciera por su casa. Luego, de repente, irrumpía jovial y fresco como un aguacero, y de nuevo desaparecía. Se lo veía rondando la zona más comercial de Loma Verde, la del mercado. Vivía de un retumbante oficio, el de anunciador ambulante. Prestaba su servicio a comercios, kermesses, bailes o a quien quiera le tomase interés. Al comienzo no le fue fácil. Su enorme bocina de hojalata metía miedo a los niños y era motivo de mofa general. Pero perseveró. Ante la furia con que lo rechazaba la minoría platuda de ramos generales, probó convencer a los orilleros ansiosos de salir adelante. Y fue cierto campesino apenas reformado pero   —118→   muy listo, don Quiterio García, el primero en aceptar la novedad, sorprendiéndose al poco tiempo por el renombre que cobraba su negocio, a tal punto que, debido a la propaganda, captó numerosa nueva clientela, incluso la de los grandes almacenes del centro, hecho que, sin lugar a dudas, hubo de tener sus consecuencias.

A Sixto, quizá, el riesgo no le pasó desapercibido. Si bien corto de inteligencia, poseía en cambio la astucia propia de su condición, indispensable como el olfato en el perro, para rumbear y sobrevivir. Por eso, al enterarse de que ciertos comerciantes estaban molestos a causa del retumbo de su bocina de lata por toda Loma Verde y en beneficio de uno solo, se limitó a sonreír y esperar. Llegaba, pues, muy a prisa, la hora crítica. O lo fundían -cosa fácil y casi natural- o, Dios mediante, tal vez mejoraba.

La acción de los ofendidos no se hizo esperar. Todos puestos de acuerdo una vez vistas y consideradas las ventajas del increíble servicio publicitario, llegaron, para sorpresa de Sixto, al extremo de visitarlo en la mismísima casucha que habitaba, propiedad de su favorecedor, ofreciéndole, sin preámbulos, tres veces la paga que recibía, toda vez que el trabajo fuera hecho para todos con equidad. Y Sixto, naturalmente, no halló inconveniente en dar el sí.

El asombro cundía horas después, cuando, a todo pulmón, el anunciador propalaba equitativa ponderación para los negocios de cada uno de los matacristos, amén del negocio de su amigo, desde luego. Pero éste, más que nadie sorprendido y de pronto furioso, reaccionó como cualquier humano mercante lo haría. Botó a la calle el jergón de Sixto, cerró la casucha y le echó un buen candado. No había de tardar el propagandista en presentarse por su paga, e iría entonces a escuchar como nunca en su vida la palabra «traidor» escupida contra él con apasionado asco.

Invariablemente, su buen humor solía salvarlo de amarguras, pero esa noche, sin el ya acostumbrado albergue, entró a padecer poniendo en seria duda su éxito. Ninguno de los nuevos clientes le ofrecía tan siquiera un hueco donde cobijarse. Y él, bastante timorato para   —119→   pordiosear favores, quizá hubiese buscado refugio en los montes si su parca memoria no le traía repentinamente la solución: arrimarse al rancho del ciego Zoilo Herrero, tan marginado como él. Y así, gracias a su casual recuerdo, se encaminó al cobijo del viejo camarada.

Pero, lastimosamente, la suerte le andaba dando la espalda. En efecto, con feo estupor, encontró a Zoilo tirado en el piso, molido a palos, aunque todavía con vida. Y olvidando entonces su propio problema, Sixto lo acomodó en un catre y corrió en busca del curandero.

Mientras trotaba de vuelta con el fulano detrás, pensaba que ahora tenía la obligación de quedarse y atender al enfermo. Y no solamente la noche debía quedarse sino también el día, y no un solo día, por cierto.

Afortunadamente, la grasa de teyú, el ajenjo, la caña brava y otros prodigios de la cura folklórica pusieron al ciego fuera de peligro y pudo Sixto volver a sus afanes en pocos días, acicateado por la urgencia de alimentos para sí y su paciente. Pero he ahí que sus nuevos empleadores lo habían desempleado sin piedad. Nada entendían los malvados de ayudar al prójimo, y menos podían entender que Sixto cesara de hacerles la propaganda comercial por andar salvando la vida de un pobre infeliz como Zoilo Herrero. Quizá el campesino Quiterio lo habría comprendido y hasta ayudado, pero con él, ¡mala suerte!, ya no podía contar.

Sin trabajo, y sin más recurso que el diminuto ingenio traído del barro natal, Sixto tuvo que mantenerse firme y buscar con paciencia el apoyo de nuevos anunciantes. Lograrlo le llevó semanas, pero subsistió con tenacidad, y hasta con gusto, porque veía al amigo Zoilo recuperarse y lo oía infundiéndole ánimo.

Pasada la crisis, buscó afanosamente superar la extrema humildad de sus comienzos. Se le ocurrían frases llenas de sugerencias, verdaderas creaciones, ni que fuera un virtuoso arrancando maravillas a la tosca trompa de lata. Sixto empezaba a vibrar.

Poco tiempo después, ya no sólo trabajaba con palabras. Improvisaba poses cómicas, gestos de mimos, recursos de payasos. Con su tronante «turú» llegaba hasta   —120→   las últimas callecitas, en cuyas arenas encontraba la alegría de sentirse rodeado y acogido.

Finalmente cambió la trompa delata por una bocina a batería. Prosperaba. Era, al menos, lo que la gente creía. Por entonces, también a Loma Verde se la creía en tren de prosperidad. Su rostro marcado de tribulaciones parecía mejorar, aunque sus habitantes no olvidaran los mandobles de su reciente historia. Ya una relativa calma habitaba los espíritus cuando, de repente, en una ciudad del norte, distante unas veinte leguas -tan sufrida y altiva ¡ay! como Loma Verde-, estalló la rebelión. Viejas tensiones socio-políticas y militares hicieron crisis, localizándose allí el foco de la insurrección.

Al comienzo, la palabra «revolución», súbitamente de moda, apenas pasaba de ser una más para Sixto. Pero, a los pocos días, alguien que le conocía su extracción paupérrima encontró en él un elemento de suma utilidad. Le puso en las manos un respetable paquete de propaganda revolucionaria, lo convenció sin dificultad del relevante rol que el destino del país le asignaba dentro del movimiento, y Sixto, que ni leer sabía, se sintió de pronto invadido por un especial ardor que los papeles prohibidos le infundían. Así, su afán de ser útil, quizá más fuerte que su miedo, lo acopló a la causa. A partir de ese momento, la propaganda fue profusamente distribuida en toda Loma Verde. Tratábase de la proclama de los insurrectos exhortando a los ciudadanos a levantarse en armas, nada menos.

Cierta mañana de sol, hallándose próximo al fin de su temeraria tarea, Sixto recibió la noticia de la repentina muerte de Quiterio García. Jamás olvidaría que fue aquel campesino el primero que le dio la oportunidad de saberse capaz. El impacto de la noticia le cortó el novel entusiasmo revolucionario. Ahora sentía la obligación de acudir a la casa del finado.

El almacenero había muerto tal como la gente esperaba que muriera: medio cuerpo sobre el mostrador y otro medio metido en una bolsa de vituallas.

En el velatorio, algunas placeras del mercado -quienes también habían vaticinado esa muerte-, escudriñando la narizota de carancho y la amarillez de santo   —121→   del cadáver, comentaban entre otras malquerencias la de una tal Ña Lugarda, vieja cliente de Quiterio que se le había mofado en presencia de otras varias, diciéndole:

-Cuanti ma tu bolicho e grande, vo te va moriendo de hambre, viejo miserable...

A lo cual, el servidor del pueblo hubo de responder con la llaneza que le era propia:

-Y si me muero de hambre, ¿a vo qué te importa, vieja malparida...?

Se lo veía, en realidad, acabado. Mezquino hasta consigo mismo, no se le conocía descendencia ni relación alguna con mujeres. Tampoco tenía amigos. Sixto, por él arrojado a la calle cierta vez, no sólo debió olvidar el agravio, sino, además, ni bien en la casa mortuoria, debió ocuparse de los aprestos funerarios, del convite a la gente y hasta del rezo.

No obstante haber sido el finado un vil amarrete, sus restos sin gloria eran honrados por Sixto y, justo es decirlo, por numerosos ganapanes y placeras del mercado, que trasnochaban masticando maíz tostado, chupando mates de miel y exagerando anécdotas referentes al difunto. Ni cirios ni flores había, pero la humilde concurrencia, si bien un tanto lenguaraz, rendía de corazón el homenaje de su presencia, el cual, seguramente, debía congratular mucho más al pobre ánima de un bolichero.

Al terminar el cuarto rezo, Sixto repartió la caña de una damajuana encontrada oculta entre arpilleras amontonadas, escondite antiinspectores conocido sólo por el propietario y, en otros tiempos, por Sixto. ¡Buena costumbre aquélla, la de pagar la caridad del rezo con tragos de aguardiente! Sixto, no olvidó cobrarse los propios. Por coincidencia, a menudo Quiterio solía pagarle parte de sus servicios con una copa bien repleta, facilitándole de ese modo su familiaridad con la damajuana y su escondite.

Pasada la medianoche, cayó gente armada y uniformada. Las placeras cedieron los asientos. Pensaban al comienzo que la milicia se hacía presente para rendir honores a don Quiterio García, últimamente con fama de platudo, cualidad que a cualquiera vuelve importante. Sin embargo, el sargento no se dignaba mirar siquiera al   —122→   muerto. De espaldas a él -¡vaya falta de respeto!-, secamente habló diciendo que buscaba a cierto tipo cuyo oficio era recorrer las calles voceando propagandas. Y Sixto, increíblemente tranquilo, pensando quizá que se trataría de algún interesado en su servicio, salió al pequeño redondel con techo donde un par de faroles a querosén destacaban la decrepitud de Quiterio.

-Soy yo -dijo.

Y, tardíamente avispado, sintió subírsele al rostro la lividez del muerto. Pero ya la cosa estaba hecha.

De la penumbra empezaron a surgir más soldados, algunos tan pálidos como el de pronto aterrado Sixto.

-Tiene que acompañar por orden superior -concluyó con aire triunfal el sargento.

¿Y qué otra cosa podía Sixto sino dejarse conducir? Hasta entonces no se le había ocurrido pensar en los panfletos tan afanosamente sembrados en toda Loma Verde, y menos aún en las consecuencias personales que habría podido esperar. Ahora, su pensamiento se limitaba a la conjetura respecto de si acabaría en un calabozo de la policía o en uno de la región militar.

Había en la alta noche una calma propia de cementerios. Delante y detrás, los soldados, tristes sombras que se movían obedeciendo órdenes, y eran verdaderamente tan inocentes como el propio Sixto, pero qué implacables para con él.



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ArribaAbajoCapítulo IX

El cabecilla


Mil novecientos treinta y cuatro, dos de marzo, plena guerra. Arturo, eufórico, vestía su nuevo traje de gabardina confeccionado por doña Flora, quien, desde la muerte de don Panta, se dedicaba a la costura.

Ese día, importante día, Arturo iniciaba su primer curso en el Nacional. Y, precisamente ese día, en horas de la mañana, el estudiantado reunido en asamblea frente al colegio, había declarado la huelga, hecho que él ignoraba.

Cuando, vivamente emocionado, pisaba la acera del viejo edificio, alguien le salió al paso:

-Shiiist, ¿sos estudiante?

La pregunta no le gustó. Le sonaba hostil. Claro que sí, que lo era, pero nada dijo.

-Mirá, ¿ves a aquéllos? Son los dirigentes. Desde esta mañana estamos en huelga.

Siendo apenas la una de la tarde, Arturo sintió caérsele encima la noche. Al notarlo, su interlocutor decidió llamar a otro.

-Shiiist, Pitíiin, aquí hay un boludo, no entiende nada, vení explicale vos...

Arturo estaba paralizado. La alegría le abandonaba el cuerpo. Pitín le gritó desde la esquina:

-Andate, volvé a tu casa.

Luego, viendo que Arturo no se movía, caminó hacia   —124→   él y agregó: -Deciles a tus padres que estamos en huelga en apoyo de nuestros hermanos obreros, ¿entendés?

A decir verdad, unas cosas entendía, otras no. Principalmente, no entendía por qué a él, siendo estudiante, lo despachaban, en tanto varios otros permanecían allí. Reflexionando duro, pudo finalmente arribar a cierta conclusión aceptable: no lo querían por novato. Sin embargo, tomando en cuenta las edades, los que ahí reunidos decidían las cosas no le llevaban gran ventaja. Si recién ahora él se iniciaba, ello sólo era debido a que perdiese algunos años. No se trataba pues de un «mita-í» como aquellos «tipos» parecían pretender.

Arturo caminaba de mala gana, hablando solo: «¡Uf, los muy superiores! Mezcla de bárbaros y señoritos almidonados...».

Pero, en realidad, aquéllos se le habían adelantado algunos cursos, y eso lo dejaba disminuido. Confuso comenzaba a resultarle ese mundillo del Nacional. Arturo se marchó a su casa.

Doña Flora, «los padres» en su caso particular, acogió la noticia sin estupor, antes bien con velada simpatía, debido a que en el fondo de sus tribulaciones algún sedimento de idealismo subsistía.

La tarde transcurrió en aparente calma. Recién al anochecer llegaron al barrio rumores de violencia. La inevitable operación sablazos estaba en marcha, buscando romper la huelga que amenazaba generalizarse. Ya varios cabecillas estaban presos, y en respuesta, obreros y estudiantes, por primera vez unidos sobre la mínima base de la solidaridad, empezaban a formar comisiones encargadas de visitar las casas y explicar el verdadero sentir del movimiento. Los comentarios acerca de un supuesto conato comunista menudeaban y trascendían veloces.

Al anochecer del siguiente día, alguien golpeó en el portón de los Guerra. Arturo dejó entrar a un muchachón de unos diez y siete años en quien de inmediato había reconocido a Pitín. Su rostro franco y su afable trato contrastaban visiblemente con los del día anterior. De entrada, él mismo se presentó. Doña Flora, que acababa   —125→   de servir la cena, se vio obligada a ofrecerle una porción del guiso familiar. Pitín aceptó gustoso, y tan pronto se sentó a la mesa, comió y habló sin rodeos.

-Señora, -dijo-, he venido a conversar con usted y con su hijo. Tengo entendido que él es estudiante. Lo vi ayer en el colegio...

Y se explayó sobre los problemas del momento, sobre la huelga y sus motivaciones. Doña Flora escuchaba y respondía con interés. Terminada la cena, la plática continuó animada. Mientras, por los alrededores, ya el silencio cubría la pesadumbre en que la gente se encerraba. Arturo, al verse partícipe de tan serio asunto, se sentía como sometido a un test probatorio de su madurez. A cada planteamiento del huésped, buscaba la respuesta en el rostro de la madre, en tanto ésta, aún con reservas, en general compartía las razones del estudiante. En ningún momento se mostró adversa, e incluso repetía:

-Estoy con ustedes, estoy con ustedes...

Pero luego debió aclarar su posición:

-Sí, estoy con ustedes, pero no confío en que esta huelga pueda triunfar. No olviden el estado de guerra; no olviden que el ejército se encarga de todo; no olviden lo que pasó la última vez...

En ese punto crítico basó su negativa:

-No veo beneficio alguno que pudiera derivarse de esa huelga -insistió una vez más-. Simpatizo ¡claro!, por un sentimiento de justicia y de rechazo a la maldad, pero mi esperanza se ha agotado, y además tengo miedo.

-Es preciso que confíe -presionó Pitín-; es preciso que todos confíen...

-Comprendo -lo interrumpió doña Flora, pero repito que tengo miedo. Vivimos desamparados, y no soportaría ver a mi hijo sangrando en un calabozo.

Pitín poseía poca experiencia fuera del ámbito estudiantil. Se veía forzado por momentos a guardar silencio o dar salidas improvisadas a sus evidentes dificultades. En cambio, eran sinceras y contundentes las razones de doña Flora. Finalmente, buscando atenuar su revés, Pitín clavó una inquieta mirada en Arturo, diciéndole:

  —126→  

-¿Y vos? ¿También tenés miedo?

-Todos tienen miedo -respondió al instante el joven Guerra, y luego, como avergonzado, agregó: -Pero yo..., creo que no.

Doña Flora lo observó sorprendida. Nunca lo había escuchado hablar de cosas que no fueran las comunes y cotidianas. Ahora, de repente, creía comprobar la presencia de sus juveniles vibraciones en las venas del hijo. Con marcada emoción en la voz, prorrumpió:

-Yo no quiero que se acobarden, no... Pero recuerden que los militares tienen ametralladoras. Ustedes, en cambio, ¿qué tienen?

Obviamente, doña Flora se precipitaba. Para ella, la huelga constituía en substancia una declaración de guerra. Se apresuraba presintiendo el desenlace sangriento. Consideraba al movimiento un desafío descabellado. Pitín trató de atemperarla. Nuevamente explicó los alcances y objetivos de la medida.

-No se trata de armar pelea sino de ejercitar un derecho legítimo -remarcó-. Es nuestra única arma. Por qué la usamos, usted bien lo sabe: a los cañeros y demás trabajadores les explotan miserablemente; también a los maestros. Toman la guerra como pretexto para continuar hambreándolos. Hoy día, porque estamos en guerra, los capitalistas hacen lo que les viene en gana, y las autoridades parecen forzadas a consentir. ¡Claro!, para la guerra, es más importante el apoyo de los platudos que la justicia social. Las autoridades prefieren complicarse, y seguirán haciéndolo hasta que los trabajadores aprendan a exigir justicia y respeto. Es lo que están tratando de hacer, y nosotros tenemos la obligación moral de apoyarlos.

-Pronto vendrán los yagua peró y habrá pelea y sangre -le opuso nerviosa doña Flora.

-Tal vez tenga razón. Todo se puede esperar, pero hay que hacerlo. A propósito, fue encontrado muerto y flotando en el río el estudiante universitario a quien ayer se lo creía preso. ¿No se enteraron de la noticia?

-¡No! -se asombró doña Flora- es que nosotros apenas nos enteramos de lo que dicen los comunicados que aparecen en el pizarrón de la plaza.

  —127→  

-Bueno, ahora lo sabe, señora. Es un crimen ante el cual nadie debiera quedarse quieto y callado.

Pitín dejó la casa decepcionado. La madre de Arturo se mostraba acobardada. Y no era ella la única. El miedo estaba en todas las bocas. Pitín comenzaba a dudar de su propia capacidad para infundir coraje a la gente. Lo opuesto, el miedo, se veía indiscutiblemente mayoritario.

Arturo lo acompañó hasta el portón. Al despedirse, Pitín le dijo:

-Mañana, a las siete, nos reunimos en el corralón de los Yegros. Estás invitado. Y comenzó a caminar en la oscuridad. Se había demorado indebida e infructuosamente.

Doña Flora tapó la máquina de coser, diciendo:

-Es hora de dormir, hijo, aunque creo que yo no pegaré los ojos. ¿Sabes qué pienso? Que este muchacho es muy desenvuelto para su edad. Vos tal vez fueras como él si no dejabas el estudio.

-Lo recuperaré, mamá -se apresuró a contestar Arturo-. Yo no hablo como él pero puedo pensar igual. Pitín tiene razón, mamá.

Doña Flora lo miró en silencio, largamente, con disimulada sorpresa. Arturo fue a la cama sin que se le apartare de la mente lo dicho por la madre, especialmente una frase: «Es hora de dormir, hijo». Si él fuera Pitín, quizá le respondería: «Es hora de despertar, mamá».

Al día siguiente, Arturo escapó temprano sin que la madre supiera para dónde. Al cabo de una noche de vigilia, doña Flora lo sintió partir, y reprimiendo el temor que a su pesar le crecía dentro como un feto espurio, se quedó callada. Callaba pese a que ese silencio le dolía. Por primera vez, Arturo salía sin despedirse de ella, señal de que esa noche había cambiado algo para él, o para ambos. Doña Flora permaneció acostada, absorta en la recordación de un pasado demasiado vigente, cuando Arturo, no más que un jirón de rosada carne, abandonaba su cuerpo reclamando para sí una vida propia. Quizá esa vida comenzaba a ser propia recién ahora.

Entre tanto, él avanzaba envuelto en el rocío mañanero.   —128→   Papeles de varios colores, arrojados durante la noche, se diseminaban en las calles. Jamás había visto semejante cuadro. Las casas estaban aún cerradas, y un grupo de jinetes marchaba en dirección opuesta a él llenando el aire de inquietante traqueteo. Para evitar que lo vieran, Arturo se metió en el hueco de una verja, donde, casualmente, el viento había introducido un par de volantes. Tomó uno, quiso leerlo, pero los de a caballo se acercaban, y él se vio obligado a guardar el papel y apretarse dentro del hueco. Los jinetes pasaron trotando a pocos metros sin percatarse de su presencia, y sin que él pudiera verles la cara. Un gruñón con voz de viejo decía bostezando:

-Nunca les falta un pretexto para armar bochinche. El gobierno tiene la culpa por poner tantos colegios.

-No se preocupe, mi teñente -respondió otra voz- todavía son más poco que nosotro, y pronto les vamo a sacar la gana de joder.

Luego de verlos cruzar la bocacalle, Arturo se puso a leer con prisa:

«¡Pueblo de Loma Verde, a las calles! La guerra es un sacrificio inútil que nos imponen falazmente los fabricantes de armas, los magnates petroleros y sus cómplices criollos, sin ningún beneficio para nuestro país. Es hora de que digamos '¡basta!' a los mercaderes de la guerra, '¡basta matanza entre hermanos!'».

Hasta aquí leyó antes de hacer con el papel un bodoque y arrojarlo. Una nueva desazón lo invadía. Según dedujo del breve párrafo, aquel escrito debía provenir de gente interesada en aprovechar el descontento para indisponer al pueblo contra la guerra del Chaco. Él, como la mayoría de los connacionales, creía en la justeza de esa guerra. Como todo buen patriota, odiaba a los bolivianos (¿cómo no odiar a los matadores de tantos conocidos y parientes?). Al igual que la generalidad, ni remotamente pensaba en las penurias y pérdidas humanas sufridas parejamente por el maldito enemigo, ni en el crimen de los atizadores y beneficiarios de la gran matanza. Aún sin comprender enteramente el menjunje político que encerraba el párrafo leído, él resolvió sin embargo desechar el volante. Le molestaba principalmente   —129→   porque, apenas empezó a leerlo, todo se le hizo más oscuro y complicado.

Un tanto vacilante, dejó el escondite y retomó la calle. Pitín lo había invitado para una reunión, y allá se dirigía. Pero ahora no se sentía muy seguro de hallarse en la senda correcta. Ya no sólo dudaba del panfleto. Dudaba incluso de si debía continuar o regresar a la casa. En ese momento, escudriñando hacia el extremo de la calle, divisó las siluetas de dos muchachos que corrían en dirección al posible lugar de la cita. Olvidó al punto sus reconcomios y se largó tras ellos. Ansiaba despejar el interrogante que sentía en aumento. Sin duda, su campesina tranquilidad había terminado.

Con rojizo fulgor nacía el sol por encima del Ybytyruzú. Arturo apuró la corrida. Hubiera querido unirse a los muchachos, pero aquéllos ya estaban lejos. No obstante, de a poco fue acortando distancia hasta poder determinar el lugar donde entraban. Y se convenció entonces de no haberse equivocado. Arturo llegó y entró con precaución, mas la sorpresa y el recelo fueron inevitables al aparecer inesperadamente en pleno ardor de la secreta reunión. Estudiantes y otros que no parecían serlo discutían a media voz, reprimiendo los nervios agitados. Arturo vio a Pitín sentado en el fondo del galpón, sobre una pila de maderas. Lo saludó y fue a sentarse a su lado. Su presencia provocó un brusco silencio, y Pitín, que había decidido romper la estrechez del grupo dirigente, se adelantó a las preguntas que pudieran surgir, afirmando conocer al recién llegado y ser responsable de que estuviese presente.

-Yo lo invité -dijo-. Anoche estuve en su casa y me impresionó bien, y lo felicito por haber venido. El muchacho demuestra sensibilidad y valentía.

Enseguida advirtió al nuevo amigo que no podría retirarse antes de que finalizara la reunión. -Es por simple vigilancia- le dijo.

Ahora, quien estaba en uso de la palabra continuó:

-Ustedes pretenden debilitar el movimiento -aseveró-. La mayoría de los huelguistas rechazará la lucha contra la guerra. ¿Desean que la huelga pierda fuerza y no pueda lograr los objetivos propuestos? Primero   —130→   hay que alcanzar lo principal. Después lo demás. Sobre una victoria, la segunda será más fácil. Es cuestión de comprenderlo bien, compañeros.

Desde el fondo irrumpió uno con apariencia atlética, vociferando:

-No estoy de acuerdo. Hay que aglutinar todos los descontentos y hacerlos estallar con violencia. Condenando la guerra, la mayoría del pueblo, principalmente las mujeres, nos apoyarán. En cuanto a la huelga, nuestro primer objetivo, no se verá debilitada sino fortalecida por la lucha contra la guerra...

Sobresaliendo del coro de voces ya enardecidas, una que se elevaba más de lo conveniente hizo vibrar la penumbra del caserón, respondiendo a los últimos en hablar:

-Lo que ustedes proponen como primer objetivo no hace sino estorbar a la lucha contra la guerra. La lucha antiguerrerista es el primer objetivo.

-¡Emboscado! ¡Traidor! -le gritaron varios-. ¿Querés que los bolivianos agarren todo el Chaco, hasta el río?

Y comenzó una silbatina descomunal. Exacerbados los ánimos, y antes de que el incidente se convirtiera en gresca, la reunión se disolvió apresuradamente. Pero, al retirarse, los del grupo abucheado tomaron las calles como tribuna y marchaban gritando: «¡Abajo los mercaderes de la guerra! ¡Viva la fraternidad de los pueblos!».

Aquellos luchadores contra la guerra, que no pasaban de un puñado de adolescentes, como mariposas atraídas por las llamas, marchaban a quemarse las alas. Pero, aunque demasiado pocos para que fuesen escuchados, lucían inmensos en esa pequeñez desorbitada, sublimes en su disonancia.

A las pocas cuadras, las voces quedaron de pronto apabulladas por el repentino griterío de centenares de reclutas, camionadas de rotosos que atravesaban la ciudad rumbo a la estación del ferrocarril. Ese griterío sí, ese vocerío agónico de quienes partían a entregar la vida por una soberanía cuyo significado ignoraban, había de quedar vibrando por mucho tiempo en la desolada quietud de Loma Verde, ciudad pretérita, que aun padeciendo   —131→   bajo la ley de la pólvora, creía en ella. Como una envejecida madre de soldados, pariendo al margen del tiempo y creyendo al margen de la razón, Loma Verde cargaba su cruz y adoraba su Cristo rezando un sinfín de preces noche y día por los frutos malogrados de su vientre.

Un polvo rojizo subía de la tierra a los rostros. Cesó la columna de rugientes camiones y el vocerío continuó vibrando en el aire denso y ardiente. Grupos de escolares empezaron a poblar las calles, fijas las miradas hacia el horizonte donde el convoy acababa de perderse de vista tragado por la nube de polvo que poco a poco descendía cubriendo la solemnidad de los guardapolvos blancos. En los escasos balcones, la minoría rica, hinchados los ojos de holganza y aún en ropas de dormir, comentaba sombría respecto al increíble número de menesterosos que marchaban al combate. Al igual que los escolares, esos hombres y mujeres de senil aspecto permanecían tensando la mirada en dirección a la tolvanera sanguinolenta. Y cuando el polvo acabó de asentarse en sus cabellos, en los alféizares de sus ventanas y en las hojas de los árboles, recién entonces, con pueblerina sorpresa, se percataron de que los escolares que pasaban pateando el polvo de la calle no iban a la escuela sino que estaban de regreso. Volvían, en efecto, en desusado silencio, tras encontrar desérticas las aulas.

Pero la vida, fuera de los colegios, de los ingenios y los talleres en huelga, continuaba. Ni la guerra, ni las amenazas, ni el miedo a la represión podían detenerla. Por otra parte, tampoco la muerte se detenía. Tras un bombazo, de los cotidianos, en la plaza, apareció en el pizarrón de los comunicados una nueva lista de bajas. Por cada dos o tres nombres, uno venía marcado con una cruz, de ahí que el pizarrón semejara ese día un paisaje de cementerio. Decenas de nombres pertenecían a originarios de Loma Verde, y la gente convocada por el estruendo leía sin pestañear, buscando entre ellos, con visible excitación, el patronímico de algún familiar caído.

Mientras tanto, los revoltosos de la hora temprana porfiaban en su intento con nuevas tretas. Recorrían en grupitos, invitando a quienes veían a unírseles para   —132→   manifestar contra la guerra. La nueva lista de bajas les reportaba renovados argumentos.

Contrariamente, los más ortodoxos no cesaban de tomar posiciones en las bocacalles, tratando de impedir la gestión de los antiguerristas. Resultado: menudos pugilatos en los encuentros. Pero, de momento, la cosa no pasaba a peores. Era que un buen moquete no estaba prohibido por las leyes. Y era más: parecía que eso fuera a desfogar los espíritus.

Los niños los miraban emocionados, llenos de curiosidad, como si se tratara de pintorescos anunciadores de algún nuevo circo.

Fue a la tarde de ese día de inauditas experiencias que Arturo Guerra tuvo una grata sorpresa. Pudo ver nuevamente, después de varios años, al herrero ciego. Desde su regreso a Loma Verde se preguntaba qué habría sido de él. Y la idea de que acaso hubiese muerto en los pasados inviernos hacía que tratara de no pensar en él salvo en ocasiones de encontrarse con marginados de los muchos que deambulaban por las calles y siempre en algo se le parecían.

Pero resultó ser que Zoilo no estaba muerto. Sólo que, a consecuencia de una malvada golpiza, había caído en larga postración, hecho que Arturo ignoraba debido a su alejamiento de la ciudad. E ignoraba, además, que si pudo salvar la vida fue sólo gracias al auxilio de otro marginado como él, su amigo Sixto.

Apareció en la bocacalle inesperadamente, en pleno teatro de operaciones, en medio de huelguistas y antiguerristas, momento en que Arturo, atrapado por la fiebre rebelde, integraba uno de los grupos.

El anciano ciego, mascota de una ciudad y de un tiempo, fue inmediatamente rodeado por elementos de ambos bandos de pronto entremezclados y amontonados en torno a él. Era como si su presencia trocase de repente la hostilidad en buen humor, o como si el impar personaje mereciera un festejo aun en esas horas de trajín violento. Un estudiante lo encaró:

-Zoilo, ¿estás8 con nosotros? ¿Sos huelguista?

Y enseguida otra voz y otra pregunta:

-¿Sos antiguerrista? ¿Estás contra la guerra?

  —133→  

Lo más probable era que las preguntas tuvieran una intención jocosa, pero cayeron con peso de plomo en la honda receptividad del ciego.

Entre tanto, un tercero se despachó con pueril crueldad, diciendo:

-¡Qué va ser huelguista ni nada! ¡Qué va ser...! ¿No ven la cara de carnero degollado que tiene!

Zoilo guardó silencio, mas no porque nada tuviese que decirles, precisamente a ellos, que marchaban inaugurando su estatura de hombres, sino porque le dolía la gratuita mofa de que le hacían objeto.

Y fue entonces que otro, más incisivo todavía le silbó: «¡Bicho feo!», lo cual tuvo el efecto cabal de una injusta bofetada. Su sempiterna sonrisa se obnubiló, su rostro adquirió gravedad tormentosa, y de su boca deforme brotaron palabras como truenos:

-¡Añá membyré! Si la huelga es contra la maldá y la crueldá, ¡viva la huelga!

Varios lo levantaron en andas, y entre vítores y estribillos anduvieron con él a cuestas, en asombrosa identidad, hasta que Zoilo, negándose a seguir aupado, se largó a caminar con los demás, confundido entre el bullicio juvenil, iluminado el semblante de fervor.

Pero, habiendo marchado durante apenas unos minutos más, los manifestantes quedaron bruscamente bloqueados por un piquete de fusiles crepitantes, entre gritos de '¡alto...!' y obscenidades a granel. Era la represión en su demorado pero inevitable acto de presencia.

Ante el procedimiento, comúnmente comienzo de imprevisibles peripecias, era natural que estuviesen azorados. Sin embargo, no faltaron quienes levantaron la voz protestando por la injusta represión. Estéril vocerío. Pronto los sables y látigos los redujeron al silencio y, hundido en el polvo hasta las pantorrillas, tuvieron que marchar en fila, tragándose sus rebeldías.

La delegación civil a donde fueron conducidos, más presidio colonial que administración de gobierno, alzaba su ruinosa fachada frente a la plaza. Su único acceso, un portal de hierro, testigo de bravas épocas, agregaba un detalle duro y tétrico a la fealdad, Por ese portón entraban   —134→   las autoridades y los reos, y escapaba la pestilencia de los retretes.

La noche los encontró allí, apiñados en el inmundo patio-calabozo de pronto escenario de las diversas reacciones de los presos que iban desde el total abatimiento hasta la ira. Y en medio, las sorprendentes bufonadas de Zoilo, divino en su improvisado paternalismo, exigiendo de sí lo mejor en su afán de levantar los ánimos en mengua.

Hacia la medianoche, un estrépito de hierros y huesos golpeados en la entrada les anunciaba que uno más era arrojado adentro. A la luz del sucio farol, siempre encendido como en toda verídica prisión, fue posible verle al sujeto la cara y partes del cuerpo lacerado a golpes. Luego de una patada final, quienes lo traían cerraron las rejas lo más ruidosamente posible y se fueron riendo entre gargajos.

El nuevo huésped apenas podía tenerse en pie. Pero cobró de repente cruel postura y comenzó a burlarse de la visible flojedad de los otros presos que se consternaban viéndolo molido a palos. Al instante, Zoilo le reconoció la voz. El nuevo era su amigo Sixto, el propagandista venido a menos desde su primer apresamiento. Encontrarse en ese lugar fue gran sorpresa para ambos, y para festejarlo, se engancharon los brazos, entonaron una lastimosa polka y, con total desprecio por la angustia presente, inventaron en plena horrible prisión y en plena noche una suerte de alegría cargada de humor negro que duró casi una hora.

Concluido el agasajo, todos quedaron dormidos menos Zoilo. Los pajarillos de los aleros comenzaban a piar por encima de las letrinas.

El señor delegado, apellidado Benítez, alias «Carancho peró», apareció temprano, impaciente por verles la cara a los revoltosos. A eso fue a las rejas y estuvo observándolos en tanto se alisaba los bigotes con gesto de ansiedad, temeroso de toparse con algún rostro familiar. Al rato barbotó el apellido del cancerbero de guardia, ordenándole:

-¡Alvarenga! Lleve a éstos a mi oficina.

Semejante al graznido del pajarraco homónimo, la   —135→   orden dada al guardia licuó súbitamente la modorra de los presos abotagados por el insomnio, las pulgas y los pedregullos del piso sin afirmar sobre el cual estaban tirados.

Yendo por un lóbrego pasillo hasta al fondo, llegaron a una abertura iluminada: la oficina. Dentro los aguardaba el delegado. Su impecable vestidura le disimulaba escasamente la repelencia rematada en chata calva. Primeramente enrojeció; luego dijo:

-¿Quién de ustedes es el cabecilla?

Al ver que nadie se daba por aludido, hincó los nudillos en la mesa repitiendo la pregunta silabeada y acompañada de nerviosos golpes.

-¿Quién es el ca be ci lla, he di cho!

Y ahora, desde atrás de todos, desde el sitio donde Zoilo se había sentado en el piso debido a problemas de sus piernas, llegó la respuesta:

-Yo, señor...

Se puso de pie con dificultad, se sacudió el trasero y avanzó a tientas. Y ya delante del delegado, insistió:

-Soy yo, señor...

Al comienzo, el sarcasmo provocó perplejidad, pasada la cual, Sixto, mirando de reojo a los estudiantes y luego al delegado, hizo de las manos bocina y gritó:

-¡Viva el cabecilla Zoilo Guerrero!

Un atlético puntapié del cancerbero lo dejó sin voz. Seguidamente, los golpes le zumbaron la indefensa oscuridad. Y todos, con él a la cabeza, fueron a parar de nuevo al patio-calabozo.

Allí, los revoltosos quedaron atrapados bajo el fardo de un oscuro silencio. Zoilo, si bien con sana intención, los había aplastado, sumiéndolos en una repulsiva humillación. Pero al ridículo se sumaba una suerte de respeto que les impedía decir 'A'. El propio Sixto, hazmerreír de la gente del mercado, los abrumaba. Aunque culpables ambos de arrojarlos a una condición pueril, les había dado una lección de coraje.

Y se sucedieron luego las horas y los días. El estado de guerra hacía ociosa cualquier defensa de los inculpados. En el patio-calabozo, la lobreguez hacía girar los ánimos en un vacío alienante, comenzando los presos a sentir,   —136→   uno tras otro, un lastimoso desplome moral.

En cuanto a Zoilo y Sixto, marginados aún en la prisión por un absurdo resentimiento, y privados así de la confianza necesaria para intervenir tratando de infundir valor y ganas a los demás, también ellos hubieron de caer en el mutismo.

Al cabo de una eternidad en sufrimiento, cierta mañana, Pitín, sacando fuerzas del propio abatimiento, se plantó frente al mustio montón de compañeros y habló:

-Bueno, ¡ya basta de boludeces! ¡Basta les digo a todos, incluyéndome a mí mismo!

Y las cabezas giraron sorprendidas, mientras él proseguía:

-Es hora de que busquemos la manera de recuperar la fe y la entereza, ¿no les parece? No sabemos cuánto tiempo ha de durar esto, y creo que debemos mantener alto el espíritu.

No cabía dudas de que Pitín tenía razón, pero el montón continuaba mudo. Otra vez tuvo que ser Sixto quien alzara la voz por ellos:

-¡Cierto, compañero! -fue su grito.

Aunque lo hiciese meramente llevado de su payasesco modo de ser, logró sin embargo alguna reacción positiva. A Sixto, pese a su dudosa cordura, nadie le podía negar agallas. Pitín continuó como hablando consigo mismo:

-Bueno, creo que debemos organizar nuestra vida. Propongo que pidamos a los parientes que nos traigan libros, revistas y algún juego de ajedrez, damas o lo que fuera, para leer, jugar y entretenernos. ¿Qué les parece?

Un murmurio surgió de la veintena de presos, lo cual sin duda insinuaba un cambio de actitudes.

Por fin, alguien dijo:

-De acuerdo.

Y otro agregó aún:

-Tenés razón, Pitín. Todo lo que acabás de decir es correcto.

Se sumaron ademanes de aprobación, algunos aplausos, gestos de confianza, sonrisas. Resurgía la comunicación como por magia.

-¡Bien! -se alegró Pitín-. Ahora miraremos las   —137→   cosas de otro modo. Ah, hay otro importante asunto que mencionar: ni Zoilo ni Sixto son culpables de nuestra suerte. Ellos nos han ayudado. Y nosotros les interpretamos mal. Ellos manejan un arma poderosa: el buen humor, la risa. Ellos se ríen de todo. Si nosotros usáramos ese arma secreta, no nos pasaríamos noches y días mortificándonos, lo cual es precisamente lo que el yagua peró desea: que nos enfermemos de tristeza. Pero, compañeros, de hoy en adelante, le demostraremos con nuestra alegría que no estamos vencidos...

Estalló el entusiasmo. Todos festejaron las palabras de Pitín.

De inmediato, la inspiración comenzaba a cuajar. Cesaron las amarguras al sólo pensar que las vigilias pronto cobrarían color diferente.

Desde ese día, los parientes y amigos que los visitaban se informaban del propósito que los movía. Y pronto, en efecto, la solidaridad se hizo sentir, conmovida por el nuevo espíritu nacido en la horrible prisión. Entre los alimentos empezaron a llegar libros, revistas y objetos de esparcimiento. Ante la vista perpleja de los guardias, comenzaron los presos a leer, jugar, reír y discutir acerca de los temas del momento: el creciente horror de la guerra -glorias para unos y muerte para muchos-, la huelga nuevamente rota, los despidos y extrañamientos. Pero habían además otros temas: la querida enferma de nostalgia, el año académico perdido, los sueños empantanados en el fango del patio calabozo.

Superado el marasmo general, cada uno se empeñó por dar de sí lo mejor que podía con tal de hacer llevadera la prisión. Lo hacía incluso el imprevisible Sixto, a quien, además de pasarse chacoteando a medio mundo, se le daba por aprender a leer. Deletreaba a voces y malísimamente las crónicas bélicas y los chismes de sociedad, especialidades del ditirámbico diario local. El único preso que permanecía como excluido del nuevo clima debido a su creciente desánimo, era Zoilo. Su participación, pudiendo ser rica en vitalidad, se reducía a escasos y mustios recuerdos de cosas intrascendentes. Lejos de hacer bromas como antes, mostrábase sumamente suspicaz y se irritaba por cualquier nimiedad.   —138→   Sobre todo, lo sacaba de quicio el menor intento de indagar su pasado. Tratar un tema tocante a su persona o hacer una simple relación de algún dicho suyo provocaba su ira. Cierta noche, Pitín, deseando ganarse su confianza, lo abordó:

-Zoilo -le dijo-, ¿tuviste mujer alguna vez?

Y al anciano se le acabó la paz por el resto de la velada. En vista de sus tan frecuentes rabietas, nació entre los compañeros el temor de que un grave mal estuviera matándolo de a poco; temor que no debía resultar exagerado para aquellos que estaban al tanto del brutal apaleamiento recibido por él de los yaguaperoes que habían allanado su rancho para atrapar a supuestos antiguerreristas allí escondidos.

Mientras tanto, el fin de la contienda chaqueña continuaba remoto. Se sucedían éxitos y reveses, y nuevos lutos y más miseria se sumaban, simples resultantes de una larga guerra. Al margen de los lacónicos comunicados, la población entera tensaba los oídos entre confusos rumores acerca de mediaciones y un armisticio que nunca se concretaba, especies tan vagas como vacías de real esperanza. Las únicas convincentes -aunque ominosas- continuaban siendo las muy puntuales listas reproducidas tras un bombazo en el pizarrón de la plaza. Y convincente el silencio respecto de los desaparecidos, presuntos desertores, que ni merecían ser mencionados. La gente se había tomado la costumbre de medir la magnitud de las acciones bélicas basándose en la profusión de los signos que acompañaban a los nombres. A medida que la contienda se prolongaba, la grave epidemia de las cruces pasaba a depender exclusivamente de la voluntad de Dios.

Pero, una fortuita noche, al cabo de un tiempo que ya no se medía y en el momento menos pensado, fieros estruendos de bombas y descargas de fusilería poblaron de voces asombradas las calles y los balcones, las casas y los baldíos:

-¿Qué pico es lo que pasa, che Dios?

-¿Llegaron pico los bolí, o qué...?

-Parece que llegó el año nuevo fuera de tiempo...

En contados minutos, la ansiedad se metió en las   —139→   alcobas, en las cabañas adormiladas, y sobre todo en la lobreguez presa en los fondos de la delegación civil.

Todavía duraba el triquitraque de los tiros y gritos enrareciendo la atmósfera, cuando ya el alcaide (clase responsable de los presos) llegó a las rejas con hipos y vueltas de ojos, inequívoca señal de que afuera se festejaba algún suceso importante de cuya trascendencia estaban excluidos los presos. Con esfuerzo consiguió expresarse.

-Señore sandiaybygüy cuera (aludía a los antiguerristas, tratándolos de emboscados): mañana todo el mundo en libertá. ¡Sacabó la guerra, carajo! Mañana, lo sandiaybygüy y todo tiene que emborracharse para festejar el triunfo...

Buscó prudente apoyo en los barrotes, trastabilló la reglamentaria medía vuelta y se fue hipando: ¡Shau!

Y apenas el sujeto se alejó unos pasos, los presos, en delirante explosión de ansias contenidas, confundiéronse en un multitudinario abrazo, entre borbotones de lágrimas, vivas y hurras.

En la semipenumbra, también los odiados guardias, humanos al fin por obra y gracia de la gran euforia, llegaron a hermanarse con los presos en inverosímiles abrazos a través de las rejas, caso único en la historia de un sucio presidio.

Pero todavía el cautiverio tenía que prolongarse hasta el día siguiente, o hasta que al delegado se le antojara concurrir al despacho y por ventura acordarse de dar cumplimiento al decreto de amnistía, primera medida del gobierno en homenaje a la victoria. El alcaide, loro de nunca cerrar el pico, no había podido contener sus ganas de adelantar la novedad, tal vez porque así, los prójimos cautivos tendrían una perra noche menos que aguantar, llenando en cambio de alegría las hediondas horas restantes.

Y para completar el repentino regocijo, nada mejor encontraron los presos que ponerse a consumir las reservas de alimentos hasta las últimas migajas.

Uno de los guardias, comúnmente feroz pyragüé y de pronto solidario camarada, halló la manera de birlar al señor delegado una enterita botella de cognac, intocado ornato del despacho, la que de inmediato inició su tránsito   —140→   de boca en boca, de un lado al otro de las rejas, entre carcajadas, brindis y vivas, festejo sin medida que cesó cuando ya vacío el envase, el increíble guardia aquel ordenó (en consumación de algún ignorado y oscuro desquite) que cada uno repusiese lo bebido «de cualquier manera», hasta volver a llenar la botella. «Así -explicó-, la rabia del carancho peró no se producirá tan pronto». Y la desopilante orden -«de cualquier manera»-, incluyendo orines, escupidas y etcéteras, se cumplió.

Mientras tanto, los cantos y vivas desbordaban la vecina plaza Libertad. La delirante Loma Verde volcada allí en esa masa olvidaba por un instante sus muertos, sus inválidos, sus desaparecidos, sus presos, su maltrecha huelga...

Frente al pizarrón de los comunicados, aplastando polvorientos helechos y espadañas, la población entera enferforizada glorificaba a los conductores de la santa guerra. Y, como nota grotesca de la algazara, el prisionero Sixto llevaba a cabo su mejor hazaña. Aprovechando la embriaguez general y la propia, perforó el techo de una de las letrinas y, trepándose por él, llegó hasta lo más alto de la delegación civil, desde donde sumó sus hurras y vivas al multitudinario clamor, acompañando el candoroso júbilo de ese pueblo que creía llegado el fin de sus padecimientos9.

El alba sorprendió a la muchedumbre chapaleando en la arena rojiza de las calles, cantando y danzando al son de la banda municipal. Mientras, en el patio-calabozo se filtraban las primeras luces, y el anciano Zoilo, hasta entonces al margen de la velada, habló de pronto pidiendo silencio. Había pasado toda la noche mudo y completamente inadvertido. Y ahora, al no encontrar otra forma de adherirse al regocijo de esos compañeros que ya eran como de su propia sangre, y presintiendo cercana su muerte, resolvía revelarles un gran secreto que había ocultado inflexiblemente durante medio siglo.

Formaron, pues, un apretado corro a su alrededor, mientras él, en el idioma de sus ancestros y con temblorosa voz, comenzaba:

-Y bueno, parece que se acabó la guerra. Para mí también se acabó. Ya me está llegando la hora, y no   —141→   quiero dejarles sin que conozcan la verdad de mi vida. Ahora ya puedo contarles todo. Ya no tengo miedo. Solamente les pido que tengan la paciencia de escucharme, porque esta historia ha de ser como un abrazo de despedida en esta hora que va a quedar en el recuerdo.

Extraños presentimientos entraron a invadir los ánimos. Todos miraban al pálido rostro del anciano, imaginando cada cual a su manera la tragedia que trataban de adivinarle en la voz y en el semblante.

-Yo tenía una linda y muy buena compañera que me dio muchos hijos -continuó con débil acento-, y también vi el mundo con mis propios ojos, como ustedes, un mundo que en ese tiempo me parecía maravilloso, pero después vino la sangre, mucha sangre, vino la Guerra Grande. Quedé huérfano, sin casa, sin nada, y así crecí. Ya mozo, recuperé el destruido rancho de mi taitá, junté un montón de hierros viejos y continué su oficio. Un día llegó una mujer que dijo ser mi mamá. Venía del Brasil, según me dijo, donde la habrían llevado los «cambá». Me escapé -me dijo- para venir a buscarte. Pero yo no la conocía, y me negué a seguirla. Y ella se marchó llorando. Fue a vivir en Espinillo10, en la tapera de un pariente también muerto en la guerra. Más tarde, quienes la conocían me dijeron que ella me abandonó para marcharse tras un «rapay» enemigo. El desaparecido rancho de mi taitá ocupaba un baldío grande y lindo. Lo volví a levantar, pero allí, ahora sólo queda un montón de cruces. Tal vez ustedes lo conozcan. Allí encontré la felicidad y también la desgracia...

Dominados por una lúgubre sensación, lo escuchaban mencionar el afamado baldío de las cruces, relacionando de inmediato al anciano con sucesos misteriosos y tremebundos casi siempre exagerados por la fantasía popular.

Una vez más, Zoilo ponía a prueba su mentado talento narrativo, recuperando un retal de historia cuyo principal protagonista era él. Con la fluidez que le permitía el mágico guaraní de la gente de su época, trasladó a sus oyentes al terreno aquél donde viejísimas cruces de madera sobresalían de un montículo, entre despojos de toda laya, integrados por la acción del tiempo   —142→   y cubiertos de tunas y madreselvas perennemente florecidas, conformando el conjunto un verídico y triste calvario. Según decires, esas cruces estaban allí desde antes que el barrio existiera, y la superstición acabó atribuyéndoles ya espectrales movimientos nocturnos, ya milagros en problemas de salud y enredos de amor. Lo cierto era que el baldío permanecía deshabitado e invadido de vegetación salvaje. Y solamente ciertos rapazuelos que llegaban del centro solían aventurarse entre la maleza, principalmente en otoño, cuando guayabas y chirimoyos, vueltos a retoñar de antiguos troncos, exhibían el prodigio de uno que otro fruto. Los chicuelos irrumpían sólo a la luz del día, en horas en que las cruces no ejercían su poder de espanto ni los aparecidos infundían el miedo animal que obligaba a la gente a santiguarse siempre que pasaba cerca del lugar.

Ciertamente, en su lejana adolescencia, Zoilo había reconstruido el rancho aquél que antaño fuera el hogar paterno. Y en ese rancho, muy precozmente, había puesto en práctica el oficio de herrero heredado de su progenitor. Por entonces, el muchacho vivía solo. A media legua de allí, en un paraje denominado Espinillo, vivía la madre, a quien, luego de alguna reflexión, visitaba periódicamente, llevándole alguna ayuda, pese a creerla culpable de abandonarlo cuando muy niño, conforme le decían sus coetáneos.

Y fue, regresando de una de esas visitas, que la yeta se le atravesó en el camino. Cruzaba un bajío anegadizo, por una senda que serpenteaba entre yuyales y monte chato, perdiéndose a trechos en verdinosos aguachares. Le silbaban tataupaes, le gritaban teroteros, a su paso huían teyúes y tapitíes, y veía sobre la arena húmeda horripilantes huellas de víboras. Zoilo avanzaba con su natural cautela, única defensa válida contra las feroces dentudas. Y súbitamente, como pedrada recibida en lo hondo de su frágil sosiego, escuchó: ¡Sooocooorrooo! El grito le erizó todo el cuerpo. Se destacaba claramente de entre las voces salvajes que flotaban difusas en la atmósfera del malezal. Zoilo paró de golpe, aguzó el oído cuanto pudo, y nada. Se le ocurrió entonces que aquello pudiera ser sólo un fenómeno de origen animal.

  —143→  

Retomó su camino tratando de olvidarlo, aunque, sentía haber perdido buena parte de su relativa tranquilidad. Ya no solamente debía cuidarse de las víboras. Alerta el oído, sus pies oprimían la arena con sigilo. Y a poco, un involuntario pensamiento lo detuvo nuevamente: en todo el inhóspito malezal, ningún animal había capaz de emitir semejante alarido. Sujetando el sombrero pajizo contra un fastidioso viento que le impedía oír con claridad, en vano buscó serenarse tratando de comparar mentalmente la que había escuchado con la voz de cuanto habitante del estero él conocía. Finalmente meneó la cabeza con desazón y siguió andando. Pero apenas caminó un corto trecho, y otra vez, aún más claro y aterrador, el grito:

-¡Sooocooorrooo!

-Es una mujer -pensó en voz alta el muchacho, con real pesadumbre.

Procuró establecer la dirección y distancia probables de donde provenía, y empezó a correr zancajeando entre las maciegas y examinando cada matorral que cruzaba. Llegado a un bosquecillo de donde podría provenir el grito, desenvainó el cuchillo, arma sin el cual nunca salía. Rachas de viento sacudían las ramas, permitiéndole entrever el cauce de un arroyuelo. En ese preciso momento, pasos presurosos y jadeos humanos le dieron cuenta de que alguien huía hacia una espesura mayor que estaba cerca. Zoilo atropelló sin medir el peligro, yendo a parar junto al lecho del agua. Y allí, ante sus ojos espantados, atada de pies y manos contra unas matas, despatarrada y ultrajada, yacía Juliana.

La joven, muy conocida en toda Loma Verde, estaba desvanecida. Vendedora de alojas que ella misma preparaba con jugos y miel de caña, Juliana solía corretear su dulce mercancía, llegando desde Espinillo con un enorme cántaro sobre la cabeza. Era huérfana y criada por una tal Cholí, echadora de suertes y curandera. Y por opción de esa tutora, había llegado a convertirse en la popular alojera del lugar. El negocio lo hacía Juliana, aunque las ganancias fuesen para Cholí.

Andando en esos trajines, Juliana cobró al fin forma de mujer y empezó a inquietar los instintos en cuantos la   —144→   veían yendo y viniendo por desolados caminos, con la sola compañía del cántaro y alguna cantilena aprendida del viento.

Polí, un retardado mental y también harto conocido, aunque éste sólo por sus pillerías, la había seguido esa vez. Fue aproximándosele a medida que la chica dejaba el poblado, y al verse favorecido por la soledad del paraje aquél, la atacó salvajemente.

La resistencia de la muchacha nada pudo contra él. La golpeó hasta hacerla desmayar. Luego, con jirones arrancados a su propio vestido, la ató contra las matas y la violó. Contemplaba su obra antes de abandonar a la víctima a merced de los caranchos, cuando se percató de que alguien se acercaba irrumpiendo entre la maraña, y huyó.

Zoilo cortó las ataduras, alzó a la chica desnuda y sangrante a cuestas, y se puso en marcha. Ya en el rancho, la lavó y curó cuidadosamente, mientras sus ojos recorrían llenos de consternación el pequeño cuerpo violentado. Los años le habían dado pubertad, mas no el desarrollo que la hiciese capaz de soportar tan despiadada cópula. Polí le había destrozado el sexo y magullado a dentelladas las pequeñas mamas.

Al superar el penoso letargo que sufría, Juliana se encontró desnuda junto a un desconocido que la atendía, y nuevamente cayó en crisis. Jamás había recibido piedad de nadie y no podía comprender lo que Zoilo hacía por ella. Este la ayudó a beber una cocción de hierbas, y con bondadosas palabras logró serenarla.

A partir de entonces transcurrieron semanas, y Juliana mejoró. Ya podía valerse de sí y ocupar su tiempo en algún quehacer. El rancho de Zoilo, a la vez herrería y vivienda, habitualmente oscuro y triste, cobró paulatina condición de hogar. Era que Juliana, habiendo encontrado allí un trato diferente y amable para ella, se consideraba en deuda y deseaba retribuir de alguna manera el bien recibido. Por eso había resuelto no volver a la casa de Cholí.

A medida que sanaba, ponía sus mejores afanes al servicio de su nueva morada. Apenas pudo, además de ocuparse de la comida y la ropa, trabajó de a poco la   —145→   tierra del contorno, y ésta no tardó en responder a su esfuerzo. El herbazal cedió sitio a una nueva vegetación: las hortalizas y las flores. A Juliana, una grata sonrisa le iluminaba la cara.

Sin embargo, por momentos, tan inverosímil se le hacía ese cambio, ese salto desde una vida penosa y desprotegida a un pasar apacible y más seguro. Además, con frecuencia creciente se sentía sumida en honda pena, y sus motivos no eran para menos. En sus entrañas se incrementaban los movimientos de un hijo, su hijo, producto de una cópula espuria, engendro de un deformado mental. «¿Será un monstruo como el padre?» -se preguntaba azorada-. «¡Dios me libre y guarde!».

Cuando meses después nació el niño, y Juliana vio a Zoilo acunarlo en sus brazos, comprendió que lo hacía por ella, para que ella se sintiera feliz. Comprendió que él la amaba y lloró de felicidad besando al hijo de su vientre y al hombre que la ayudó a parirlo. Después, año tras año, llegaba un hijo más.

El herrero Zoilo, confiado y en paz, trabajaba con ahínco. Día por medio caminaba cargando los trabajos terminados hasta la parte urbana de Loma Verde, los entregaba y recibía nuevos encargos. Regresaba al rancho agobiado por la carga, atesado de calor pero contento. Alternaba el oficio de herrero aliviando las tareas de Juliana. Además de la pequeña plantación, en la casa se criaban aves, engordaban cerdos y la vida comenzaba a ponerse linda.

Eran aquéllos los tiempos en que Loma Verde, hechizada todavía por la magia de una epopeya superior a sus fuerzas, dormitaba su interminable fatiga heroica, inmóvil en un poético dejarse estar. Sus autoridades, honorables sobrevivientes de la Gran Guerra, que llegaron con pompas desde lejanos exilios y se entregaron al premio de la holganza, se sucedían románticamente en los cargos, sostenidos por la indulgencia popular.

Y la gente del pueblo, marginada de la cosa pública, se limitaba a oírlos, acatarlos, tolerarlos. En vísperas de elecciones llovían promesas aderezadas con aguardiente y carnes con cuero, todo porque las elecciones representaban una diversión importante y provechosa. Gane   —146→   quien ganare, luego vendría el tiempo restaurador, y Loma Verde continuaría siendo leyenda y tradición, viejas casas con verjas y diamelas, callecitas verdes y rojizas, dormidos rancheríos a los cuatro vientos, funciones patronales, velatorios cantados, serenatas con miel de luna y todo lo demás que alimenta la lírica pobreza.

Y cierta vez, haciendo Zoilo su jornada de costumbre, del rancho al poblado distante algo más de media legua, comenzó a ponerse nervioso sin motivo alguno que lo molestase, dudando de si debía seguir adelante, pues sentía un vehemente deseo de volver. Ni bien traspuso el arroyo, límite natural del pueblo, se introdujo en el primer boliche, hizo algunas compras, pidió una copa, y en tanto la achicaba a pequeños tragos, su pensamiento urdía extrañas conjeturas. Estaba seriamente preocupado. Incluso el aguardiente le negaba su pizca de placer, tanto que lo dejó a medio beber y salió trotando de regreso. Al rato, ya no trotaba, corría.

Desde lejos empezó a divisar los viejos árboles de su predio ancestral, y entre el follaje, su terrosa vivienda de yajhapé. Ya recobraba algo de tranquilidad cuando, de pronto, reviviendo en él bruscamente la imborrable tragedia del malezal, sus oídos captaron gritos pidiendo auxilio que provenían de su propia casa. Gritaba su mujer y gritaban los niños. Eran gritos desesperados. Zoilo dio uno, diez, cien saltos, atravesó marañas y alambrados en línea recta, y llegó. Mas no atinó a tomar las precauciones para evitar que su llegada fuese advertida. El ruido causado por la sarta de objetos metálicos que traía hizo que Polí -que del mismísimo se trataba nuevamente- pudiera escabullirse por un ventanuco trasero y darse a precipitada fuga, mientras Juliana y los niños continuaban dominados por el pavor.

A Zoilo le costó aceptar el duro revés. Después de tanto tiempo, el bestial sujeto había podido dar con el paradero de su víctima, ahora convertida en mujer de hogar. Y al localizarla, ansioso de repetir la hazaña, quedó en acecho entre la maleza de los alrededores durante días y noches, hasta ver finalmente que Zoilo se alejaba en dirección al pueblo. Esperó entonces un rato   —147→   más, y pensando que ya el herrero estaría en Loma Verde, entró en acción.

Atrapados en el rancho, los niños y la madre gritaban desesperados pidiendo auxilio. Juliana luchaba como fiera para mantener a raya al desalmado y dilatar la aterradora escena con la esperanza de que alguien pudiese oírlos. Pero tan escasa población había por entonces en esa zona que, entre cabaña y cabaña, la distancia era considerable. Sólo gracias al extraño presentimiento que hizo regresar a Zoilo apresuradamente, los clamores pudieron ser oídos.

Esta vez, Polí debió fugarse en ayunas, pero a su paso dejó una grave zozobra. Por si volviera, Zoilo resolvió, como primera medida, clausurar el ventanuco trasero, asegurándolo con troncos infranqueables. Luego dio filo de navaja a un machetón, arma de mayor alcance que el cuchillo, y hecho todo lo cual, esperó.

Aún los niños moqueaban aterrados y Juliana temblaba de nervios, cuando casualmente llegó la madre de Zoilo, mujer todavía fuerte, que dejaba de tanto en tanto su vivienda de Espinillo con el amable pretexto de pasar el día con los nietos. Lo hacía siempre que transcurriese algún tiempo sin la visita de su hijo, ahora hombre afamiliado. Llegaba de improviso, rezongaba por cualquier nimiedad, rezongaba siempre, y finalmente se iba. Pero en esa ocasión, en vista del feo suceso que ensombrecía las caras, reclamó le diesen un arma cualquiera y decidió quedarse.

Mientras tanto, en un hueco de la maleza, tumbado y jadeante como fiera herida, Polí pasó el resto del día babeando la rabia de su fracaso. Gemía entre retorcijones de sus vísceras convulsionadas. Su hambre animal devenía furia asesina, pero furia cobarde, furia de maniático. Tenía conciencia de que Zoilo lo esperaba, de que si llevaba a cabo otro intento, lo mataría sin asco, y eso lo frenaba. Estuvo masticando veneno hasta más de medianoche, hasta el momento en que, pasando el límite de su aguante, acabó masturbándose desesperadamente. Pero aún aliviado el morboso apetito, no halló paz. Dejó entonces la guarida y comenzó a reptar. Apenas podía distinguir a lo lejos la forma del rancho. Jadeando   —148→   sin cesar, se detenía de trecho en trecho, se revolvía los bolsillos, agujeros y remiendos, y por fin pudo dar con lo que buscaba: una arrugada caja de fósforos, arma vandálica que guardaba entre los pliegues del harapo. Continuó arrastrándose, y de pronto, para su mayor tormento, el rotoso pantalón se le cayó. Había perdido el trozo de alambre con que lo sujetaba.

El infeliz se puso colérico. Revolvió el herbazal a manotazos, agarrando abrojos y ortigas en vez de alambre, pero finalmente lo encontró, y ya sin volver a ponerlo como cinto, lo cazó entre las mandíbulas y continuó reptando, acercándose cada vez más al oscuro bulto de paja y tapia cuyo imán le aceleraba el jadeo.

En un dormidero próximo al rancho, los gallos, asustados de repente, cesaron de gritar su responso. Adentro, Zoilo despertó ahogado por el sudor y la tos. Le atoraba los pulmones un espeso humo que bajaba del techo. Enredado en la confusión de lo que creía una maldita pesadilla, dejó el catre de un salto, comprobando con horror que también las mujeres y los niños tosían, que lenguas de fuego perforaban el techo por todos los costados, que la paja seca ardía con ruido de pólvora, que las picanillas empezaban a estallar y que las tijeras crujían bajo la acción de las llamas. Esta pesadilla no era por cierto de las comunes que solían atacarlo. Por desgracia, se trataba de un incendio real, de un verídico infierno anticipándose a la más horrible muerte. Pronto, ya todos se debatían entre los agónicos alaridos de la asfixia. Aquello era pavorosamente cierto. Zoilo saltó a la puerta con intención de abrirla, pero la puerta, ¡ay!, ¡estaba asegurada por fuera! Las argollas portacandados habían sido atadas (para algo, el demente traía en la boca el trozo de alambre). Zoilo, en descontrolado forcejeo, sólo conseguía provocar desprendimientos del techo que precipitaban el fuego en el interior. Quemado, sofocado y enloquecido, emprendió entonces a machetazos contra la puerta, y en tanto conseguía cortar uno de los travesaños, ya todo el cuarto ardía y el techo amenazaba desplomarse. La desesperación de las mujeres por proteger a los niños perdía fuerza y ya sólo eran estertores ahogados entre las llamas.

  —149→  

Cuando, demasiado tarde, la puerta terminó por partirse, Polí estaba metros adelante, iluminado por los resplandores, esperando ver acabada su obra. Por si acaso alguien pretendiera salir con vida, estaba armado, para impedirlo, con un fornido varejón arrancado del cerco. Y al aparecer el único sobreviviente blandiendo el machetón con el cual pudo romper la puerta, el maniático le asestó un fiero porrazo que lo derribó, pero pese al golpe y a las quemaduras, Zoilo saltó nuevamente, y esa vez, de un machetazo lanzado con toda su alma, tajó en dos la cabeza del agresor, que rodando fue a parar entre la hoguera, momento mismo en que el rancho se desplomaba. Las mujeres y los niños quedaban ahora sepultados. Polí, cadáver a su vez, humeaba como insecto entre las brasas. Y Zoilo, también envuelto en llamas, pudo sin embargo ser socorrido por personas que llegaron justo a tiempo para evitar su muerte, echándole tinas de agua. Habían divisado el siniestro desde la distancia, y cuando alcanzaron a llegar, sólo uno daba señales de vida. Una masa humeante con escasa apariencia humana fue retirada del lugar. Lo demás era infernal hoguera trascendiendo a carne quemada.

Pasado un tiempo imposible de precisar, Zoilo superaba penosamente su agonía. Al fin pudo darse cuenta de que yacía sobre hojas de tayaó y era tratado con óleos y miel silvestre. Quienes habían acudido en su ayuda, extraños de identidad pero hermanos en la pobreza, hacían lo posible por salvarlo de lo peor, y lo estaban consiguiendo. Pero Zoilo todavía ignoraba su propio paradero. Vuelto de tanto en tanto a la lucidez, comprobaba horrorizado la muerte de sus ojos. Y quizá se habría quitado la vida si las llagas no le obligaran a total quietud. Nada podía consigo siquiera, nada sino padecer y aguantar. Ningún milagro podía remediar la tiniebla de sus ojos. Y sumada a la pérdida de todo cuanto en el mundo amaba y al colmo de quedarse sin la imagen de ese mundo, la certeza de haber matado cargaba con peso de condena su conciencia. No importaba cuán malvado fuera el hombre. Se trataba de un ser a quien Dios le mandaba llamar hermano, y él tuvo que matarlo.

Hasta aquí la síntesis de lo relatado la noche última,   —150→   en el patio calabozo de la delegación civil, en homenaje de despedida. Zoilo había llegado a comprender la ínfima diferencia que existía entre estar preso por asesino o estarlo por cabecilla de ilusos pacifistas, y a comprender, además, que el dolor y el amor tanto se parecían, que deberían por igual ser compartidos, aunque con ello se transmitiese al prójimo la propia herida.

-Y bueno -concluyó-, ahora ya saben por qué me emperraba con mi secreto. Tienen que disculparme si he dañado la alegría de esta noche.

Y se calló.

El montículo a que se refería, cubierto de añosas tunas y madreselvas, y aquellas cruces destartaladas y musgosas, eran los testimonios de su recóndito drama. Eran lo tangible de su dolor y eran su consuelo, el reducto de sus oscuras lágrimas. Visitaba el lugar mientras el pueblo dormía, pues entiéndase que habiendo crecido Loma Verde hasta convertirse en la segunda ciudad más poblada del país, todo fue ocupado salvo el baldío de las cruces, un gran espacio salvaje. Las cruces, las había construido el mismo Zoilo, muchos años ha, ni bien recuperadas sus fuerzas. Sus manos penumbrosas las habían clavado allí, en la cima del calvario familiar. Luego, la naturaleza y el tiempo hicieron lo propio decorándolas de madreselvas y musgos. Todas las noches, Zoilo las visitaba, las mimaba, les hablaba como si fuesen personas. Le respondía el viento entre el follaje, lo acompañaban la luna y las estrellas, lo perfumaba el hálito de las flores silvestres. Al rato se iba.

A pesar de la oscuridad de algunas noches, nunca faltaba quien lo viese, pero a nadie se le ocurría que la suya pudiera ser una presencia humana. El baldío de las cruces cobraba fama por sus ánimas en pena, fabulosas custodias de tesoros (Plata-ybygüy) supuestamente enterrados por los ricos pobladores de la Loma Verde anterior a la Guerra Grande. En leguas a la redonda, esas apariciones constituían tema sensacional en tertulias y velorios.

Ya vacío del secreto tan largamente guardado, Zoilo clavó el mentón contra el pecho y se durmió. Los demás presos, tendidos y silenciosos, contemplaban el nacimiento   —151→   del nuevo día que lentamente se filtraba por las roturas del techo.

Era avanzada la mañana cuando se levantaron y cayeron en la cuenta de que esa vez no habían pasado la lista reglamentaria. De pronto, el alcaide abrió el enorme portón cuanto abrirse podía y entró sonriente.

-¡Jhoooo, los sandiaybygüy11, cha...! -saludó. (Aún al mote de emboscados le daba sabor a broma). -Jhéee, devera que ustede habla solamente castellano... Bueno, la cosa es que el señor delegado hace comunicar que están en libertá.

Y arrojada la noticia, así, a quemarropa, dibujó un abrazo en el aire y dio media vuelta, dejando por primera vez en su cancerbera vida el portón abierto. El desasosiego causado por el relato de Zoilo quedó de golpe olvidado. Por su parte, el protagonista de la infortunada historia permanecía inmóvil en su sitio, como si hubiera muerto. Pitín, al notarlo, se acercó, lo tocó y le dijo:

-Che ru, estamos en libertad, tenemos que irnos.

Zoilo, quebrada la voz, le contestó:

-No hay apuro, che ra-y. Solamente los pájaros son libres. La libertá perdió la guerra: ganaron los milicos. Mala suerte, che ra-y...

Los meses soportados en la prisión, momentáneamente relegados al olvido gracias al armisticio, recuperarían insospechada significación a su debido tiempo. Al emerger del fondo fangoso al que fueron arrojados, pronto empezarían esos jóvenes a reconocer imprevistas claridades y penumbras. Las parcas palabras de Zoilo, el anciano ciego que todo lo compartiera con ellos no obstante padecer callado su grave mal para evitarles dolor, alguna vez cobrarían forma de realidad.

Cada uno se marchó por su lado sin demora. Pitín, un poco rezagado, caminaba tragando bocanadas del aire cálido de la calle, tratando todavía de penetrar la simple profundidad de aquellas palabras: «Solamente los pájaros son libres» y «La libertad perdió la guerra, ganaron los milicos...». Grandes y sabias palabras, razones por las cuales tal vez el anciano habría preferido que su cautiverio se prolongare. No creía en la tal libertad. Pitín caminaba pensando en voz alta: «El hombre de este   —152→   tiempo, incluso un hombre como Zoilo, deja de ser libre tan pronto piensa y se manifiesta como hombre».

Loma Verde, en su día especial de gracia, vestía como quinceañera en su fiesta, con todos los ornamentos propicios a la soñada felicidad. En lo alto, las campanas de la iglesia no cesaban de repicar a gloria. Y en el patio-calabozo ya desértico, Zoilo continuaba echado sobre el piso, sin ningún signo de prisa por irse. Un guardia se puso furioso al encontrarlo tan desinteresado por su libertad. Lo alzó del brazo como un botijo inservible y lo arrojó a la vereda. Hasta allí llegaban rumores de un libre viento que jugaba en los árboles de la plaza de enfrente. Zoilo cruzó la calle con dificultad, tentando el aire con ambas manos, hasta tropezar con un banco, donde se dejó caer. Podía oír el susurro de las ramas. Podía oír, además, pasos vivaces que recorrían a lo largo de la vereda, risas y besos, congratulaciones y saludos jubilosos de gente que acaso no sufría o simplemente marginaba la angustia por ser ése un día diferente. También oía de tanto en tanto repercutir tacazos disonantes, toquidos de muletas y jadeos que parecían provenir de un mundo de sombras como el suyo.

Muchas horas estuvo sin moverse del banco, percibiendo diversos ruidos lejanos y próximos, percibiendo latidos de la ilusión popular que se licuaba poco a poco en una siesta tórrida. Al atardecer, escasos gritos y ya ningún estruendo festejaban el fin de la guerra. Al caer la noche, todo había cesado, aun el susurro de las ramas, aun el viento.

Finalizaba una jornada que ojalá fuese eterna. Lo excepcional se extinguía y se ensombrecía nuevamente el pueblo. Era como si despertando de un placentero sueño, Loma Verde volviese a su incesante realidad. Una noche como cualquier otra noche con cada quien de vuelta a sus tribulaciones, suplantaba al destello del festejo vivido.

Para Zoilo Herrero, mero bulto esfuminado sobre un banco de la plaza, indubitablemente, todo terminaba. A sus pulmones y a su corazón acezantes de fiebre y vejez, tanto la alegría como el dolor los empeoraban. De quedarse allí sentado, presentía su fin sobre ese mismo banco, y le   —153→   daba vergüenza que alguien tuviese que interrumpir su parte del festejo sólo por ocuparse de su feo cadáver.

Bien entrada la noche, el imaginaria de enfrente lo vio ponerse de pie e iniciar penosamente la marcha, muy encorvado, tentando el aire con las manos, volviendo la cabeza de un lado a otro como si fuese huyendo. Y le gritó desde su puesto:

-¡Adió manté, che ru...! ¡Qué macana, se acabó la farra...!

Él no respondió. Huía de la plaza vacía, del centinela socarrón, de sí mismo. Huía sumergiéndose en la noche, con la propia noche en los ojos y en el alma, y con la entera certeza de que la «farra» definitivamente terminaba para él.

En el baldío de las cruces, después de un intervalo de varios meses, la aparición se hizo presente esa noche. Los vecinos, desalojados de sus cuartos por una temperatura de verano fuera de tiempo, buscaban el aire libre para pernoctar. Una clara luna llenaba los callejones por donde algunos noctámbulos todavía transitaban, dándose cuenta de repente de que el fantasma estaba allí, junto a las cruces, como en sus mejores tiempos. E increíblemente, no faltó entre los curiosos un par de temerarios capaces de reprimir el miedo enraizado en ellos desde el ancestro y averiguar de una vez por todas la naturaleza del bulto que veían. Pero el yuyal que les cerraba el paso estaba tan plagado de ortigas y tunillas, que los intrépidos apenas pudieron avanzar hasta donde comenzaron a persuadirse de que aquella cosa nada podía tener de humana, puesto que nadie osaría aventurarse por tan escabroso lugar en semejantes horas. Y a punto estaban de abandonar el intento cuando, de repente, confirmando sus peores sospechas, el aparecido se entregó a la inverosímil tarea de abrazar y besar a cada una de las cruces.

Por lo visto, el fantasma se despedía. Se alejó luego sigilosamente hacia la maraña que cubría gran parte del baldío, agitando las manos como si flotara en un lago de sombras, y desapareció. Poco después, la quietud allí reinante se vio conmovida por algo semejante a una sorda explosión subterránea. Los indagadores temblaron. Sobrevino un silencio sobrecogedor. Sólo la brisa,   —154→   casi imperceptible, les trajo un pesado aroma de flores nocturnas. Uno de ellos murmuró:

-¡Ves pa, es pora nomás!

Y el otro, también a media voz:

-¡Cosa increíble, chamigo!

Obviamente, no se trataba de otra cosa. La presencia del fantasma en el baldío, motivo de constante inquietud en las noches, los instalaba esa vez en una preocupante evidencia. Los vecinos, unos12 más que otros, con un dejo de miedo en la lengua, se apresuraron a ganar los cuartuchos de barro a pesar del calor, atrancándose en espera de la luz del día.

Moderado el espanto luego de un par de semanas, los más próximos, progresivamente molestos por un olor a carroña proveniente del baldío, se vieron forzados a hurgar entre los matorrales, pero sólo pudieron encontrar algunos restos de animales muertos años atrás, aunque, finalmente, descubrieron un antiguo pozo de agua cubierto de helechos salvajes, de cuyo negro fondo surgían los olores que a remezones corrompían el aire. Pero, como nadie pensó que pudiera ser un ánima en pena y no un perro vagabundo cualquiera la víctima causante del problema, simplemente aceptaron la solución de seguir aguantándolo durante algún tiempo y dejar el asunto en olvido.

Días más, y algunas guayabas y chirimoyas amarillearon en los viejos árboles que sobrevivían hermanados con la maleza, y el baldío, como todos los años, se vio convertido en escenario de las incursiones y travesuras de un tropel de rapazuelos llegados del centro, capaces de descubrir nuevos mundos en cualquier yuyal.

Los visitantes, además de ocuparse debidamente de los frutos pintones, no tardaron en dar con el misterioso hueco de cuyas profundidades aún surgían los olores. Con la ayuda de un sol que en horas de la siesta enfocaba desde el cenit, apartando cuidadosamente los helechos de los bordes, alcanzaron a divisar el profundo ojo de agua, y, flotando en él -¡vaya sorpresa!-, un cadáver de forma humana.

El descubrimiento trascendió causando sensación en   —155→   Loma Verde, hasta el extremo de merecer la atención de las autoridades. Revisado entonces el maloliente agujero, se comprobó que, efectivamente, en su fondo líquido flotaban los despojos de un hombre. Posteriores averiguaciones produjeron la certeza de que, en los últimos tiempos, ninguna desaparición había sido denunciada en Loma Verde, considerado lo cual, la comuna providenció el relleno del curioso sepulcro.

Tarde o temprano, la noticia del hallazgo más las infaltables conjeturas al respecto debían llegar a oídos de los ex-compañeros de prisión de Zoilo Herrero, conocedores de la triste historia que lo relacionaba con aquel baldío. De otra manera no hubiera sido posible que, a los pocos días, los vecinos cayeran en la cuenta, con justa sorpresa, de que al grupo de musgosas cruces, una más se había sumado, tosca y alta, hecha de palo verde.

Sea quien haya sido el que allí clavara la última cruz, debía tratarse de alguien verdaderamente solidario y piadoso, capaz de pensar que así cumplía con un fraterno y cristiano deber.

Cuentan que luego tuvo lugar una larga temporada de lluvias y bonanza, que la cruz de palo verde echó raíces, que le crecieron retoños y prontamente se transformó en un árbol de ponderada frondosidad; que en primavera daba extrañas flores, que los pájaros lo preferían para anidar y cantar, y los niños, para trepar y jugar en sus ramas.