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ArribaAbajoCapítulo XI

Proyectos de Napoleón.-El autor se inclina a la causa de la Independencia.-Recíbense noticias de un levantamiento general de las provincias.-Aspecto de la Corte y del Real Palacio ocupados por los franceses.-Noticias de la guerra y juicios sobre ellas.-Llegada de José Bonaparte y conducta que observa.-Rumores sobre la derrota de Dupont.-Evacúan los franceses a Madrid.-Situación de la capital después de la retirada de los invasores.-Asesinato de Vigury.-Causas que comprometieron al autor a dar palabra de casamiento.-Proyectos y ocupaciones que tiene en aquellos días.


A la catástrofe del Dos de Mayo siguió la sujeción de Madrid. Pronto fueron llegando noticias de Francia, en que iban apareciendo hechos consumados las maldades y desgraciaei ya previstas. Traspasóse de un modo violento y nulo la Corona por Fernando a su padre, y por éste al emperador Napoleón, entendiéndose que había de recaer en su hermano José, a la sazón rey de Nápoles. Todo esto se iba sabiendo, sin faltar cierta esperanza vaga de que un movimiento de la nación española haría inútiles tales pasos. Nuestra persuasión en este punto era tan ciega, que llevaba a cometer locuras. Me acuerdo que por estos días, cuando ya se sabía que Fernando no había de reinar, aunque no constase aún de oficio, comiendo juntos algunos amigos en la fonda francesa de Jenicis, llena de oficiales del ejército enemigo, acalorándonos con el vino y las pasiones dominantes, brindamos por Fernando VII en alta voz, teniendo, los que nos oían, la generosidad de disimular aquella provocación de muchachos calaveras.

Pero en medio de estos deseos confusos, con mezcla de esperanzas inciertas, aunque no por eso menos firmes, lo hecho en Bayona parecía que iba a traspasar la nación española a nuevo dueño, no viéndose qué elementos podrían sostener, o siquiera empezar, la resistencia que era común anhelar y prometerse. Así en Madrid se preparaban las cosas para asentar el nuevo Gobierno. Napoleón, desde Bayona, había resuelto convocar allí una Junta Magna, a modo de Cortes o de las juntas de notables usadas en la antigua monarquía francesa, que, en nombre del pueblo español, en cierto modo aprobase el traspaso de la Corona a otro dueño, y también dictase o revistiese de su aprobación varias providencias por donde la monarquía y la sociedad española fuesen regeneradas. También llamó a su lado a varios de los ministros que habían sido de Fernando, miembros del cuerpo llamado Junta de Gobierno, que estaba rigiendo a España desde la salida de ella del rey, y que por haber tomado o aceptado por cabeza al príncipe Murat, se habían puesto a la devoción del emperador francés y comprometido en su servicio. Prestóse a ir allí con gusto don Miguel José de Azanza, y mandó acompañarle a mi tío don Vicente, poco antes nombrado tesorero general, y que obedeció forzado y pesaroso, desviándose con esta discordancia de opiniones del afecto antiguo que con el ministro le unía. También yo, en mi pequeñez y corta edad, manifesté apartamiento y aun aversión a Azanza, siéndome lícito blasonar de que, aun siendo entonces tan pocos mis años, la elección que hice de la causa de la Independencia española, en vez de la del Gobierno del intruso, no fue hecha a ciegas y como por quien sigue ajeno impulso, no pudiendo todavía dársele aún propias determinaciones en materias graves, ni tampoco fue resuelta sin renunciar algunas ventajas que para el momento inmediato se me ponían delante. En verdad, mis pretensiones de ser empleado podían en aquella hora ser conseguidas con harta más ventaja que cuanta podría prometerme bajo el anterior Gobierno. Azanza, por su natural inclinación, estaba dispuesto a favorecerme, y por razones políticas, él y sus colegas, y todos cuantos componían el novel Gobierno francoespañol, deseaban ganar reclutas a su bandera, y para encontrarlos no escaseaban promesas ni favores, y los que buscaban especialmente en personas de mi clase, y con particular empeño en los jóvenes adictos a las ideas filosóficas del siglo. En mí, hasta la circunstancia de poseer tanto los autores franceses a la par con su lengua, me recomendaban a los extranjeros dominadores de mi patria y a los que en obediencia al poder francés iban a mandarnos. Todo esto lo vi yo claro; todo esto, además, se me hizo presente por quien podía favorecerme en gran manera, y todo esto lo deseché y no ciertamente por apego al Gobierno antiguo de España, sino por ciertas ideas patrióticas que aconsejaban volver el honor mancillado del nombre español, buscando la regeneración nacional, junta con el sostenimiento de nuestra independencia y gloria.

Corría mayo, y sabíase estar llevada a cumplido efecto en Francia la renuncia al trono de nuestros reyes, sin que se viese empezar la lid que se apetecía y se preveía como cierta. A falta de realidades, que al cabo no tardaron en venir, nos contentábamos con ilusiones, y antes de recibir nuevas graves, nuncios de importantes resultas, nos satisfacíamos con prometernos grandes consecuencias de algunos bastante pequeños. Así, al saber que en Segovia había un movimiento de rebelión contra la autoridad francesa o dígase la española que obraba a nombre del Gobierno de Bonaparte, hubo esperanzas de que saliese triunfante, o a lo menos de que se mantuviese largo tiempo sin ser domado aquel conato de resistencia; y cuando se supo que, como era de suponer, los franceses habían entrado en Segovia y arrojado de allí a los levantados, túvose por dudosa y aún diose por falsa la noticia, afirmándose haber llevado los enemigos un revés, aunque no había allí quien pudiese causársele. Más tarde, noticias menos mentirosas anunciaron sucesos de muy superior gravedad. No cabía, en efecto, duda de que se habían levantado y puéstose en guerra contra el poder francés casa todas las principales capitales, y a ejemplo de éstas las inferiores, y por último las provincias de España, dondequiera que no estaba pisado el suelo por las tropas del extranjero invasor. Con no menos señales de veracidad se sonaba que en todas partes había hecho causa común con los sublevados la fuerza del Ejército, ya estuviese suelta en pequeñas fracciones, ya formada en divisiones más o menos crecidas. Contábanse tragedias de generales acreditados y queridos, de empleados civiles de superior nota y respeto, de personajes de cuenta por su nacimiento o riqueza, hasta entonces dueños del amor y la reverencia de sus compatriotas en los lugares donde residían, y, en fin, de otros sujetos de inferior esfera en pueblos pequeños, que, o por haberse opuesto, ya directa, ya indirectamente, al heroico pero temerario alzamiento proyectado y empezado, o por no haber cooperado a él, por tibieza o sólo por sospechas fundadas o infundidas de que le miraban con temor y disgusto, habían caído víctimas de la furia popular, ejecutándose en sus sangrientas reliquias increíbles atrocidades. Faltaban los correos, por donde a un tiempo se dudaba de la cabal certeza de lo que se refería, y se adquiría seguridad de que había roto la guerra contra la capital de España, esto es, contra quienes la tenían dominada, en los numerosos distritos que con ella habían interrumpido sus ordinarias comunicaciones. De todo ello nos dábamos el parabién; y aunque la imprudencia del emprendido movimiento y su poca probabilidad de terminar felizmente apareciesen notorias, esto no lo conocíamos, siendo la ceguedad de quienes vivíamos bajo el aborrecido yugo igual o superior a la que dirigía los pasos de los levantados.

Con las noticias de lo que pasaba en las provincias, los militares estaban en Madrid, con rarísimas excepciones, determinaron irse adonde estaban tremolando el estandarte de la independencia, a tomar parte en la ceguera comenzada.

Aquellos cuyos cuerpos estaban fuera de la capital, como sucedía al de Torrijos, marcharon a reunirse con ellos y a correr su misma fortuna, entendiéndose que había de ser en guerra contra los franceses. De los regimientos cuya plana mayor y banderas estaban en Madrid, también fueron desertándose poco a poco oficiales y soldados, hasta llegarse a formarse en una o diversas partes. Siendo militares todos los de mi pandilla, acudieron, pues, a empuñar las armas contra el común enemigo, y yo quedé casi solo en Madrid, lo cual influyó en mi modo de vivir, desde luego, y a la larga en mi suerte. Pasaba las horas con poca distracción, no estando concurridos los paseos ni otros parajes públicos donde se tropezaba con los odiados franceses. En las casas particulares tampoco se congregaba mucha gente, habiéndose ausentado de Madrid gran número y rehuyendo otros conversaciones que, por recaer sobre política, objeto principal de todos los cuidados, podían hacerse peligrosas. A pesar de esto, en algún café una porción de personas, entre sí conocidas, hablaban de los negocios públicos, y me acuerdo que en el de Europa, situado en la Corredera de San Pablo, leímos una proclama de Palafox, probablemente supuesta, después de una no más cierta victoria conseguida en Las Heras, junto a Zaragoza, a mediados de junio. Lo que sí me servía de entretenimiento era visitar el Real Palacio, donde me estaba franca la entrada, o recrearme con la colección de magníficas pinturas que entonces contenía, hoy casi todas trasladadas al Real Museo. Retirado Murat de Madrid hacia fines de mayo o principios de junio, y no pensando todavía José Bonaparte en venir a ocupar el trono que le estaba destinado, y del cual ya se titulaba dueño, quedó desocupada, o, diciéndolo con propiedad, mal ocupada la mansión de nuestros reyes. El privilegio de pasearme por ella a todas horas me había sido procurado por mi constante amigo Quilliet, quien, a pesar de ser enemigo de Bonaparte y sincero desaprobador de la usurpación de España, por más que haya habido quien diga lo contrario, como al fin era francés y tenía con algunos paisanos suyos relaciones de amistad y pasaba por un inteligente en punto al mérito de pinturas, había conseguido el favor en que me dejaba entrar a la parte. Pero el gusto que yo recibía con la contemplación de los primores del arte salía acibarado con otras consideraciones. Ofendíase mucho mi orgullo como español de ver la insolencia con que pisaban los salones regios franceses de muy baja esfera. Un día algunos de estos estaban sentados en la cama que había sido de la reina madre, con castañuelas en la mano, y delante de ellos una mujerzuela de mala vida, y aun en la categoría de su infame profesión, no de la más elevada, bailaba delante de ellos el bolero, dándoles gusto y lecciones. Más todavía que este espectáculo me lastimaba, si cabe, notar las torvas miradas que me echaban algunos de los empleados antiguos de Palacio, creyéndome cómplice en aquella profanación y desvergüenza, porque al fin me veían entrar con franceses y andar entre ellos. Pero me falta hablar del entretenimiento o de la ocupación que he citado como de mal influjo en mi fortuna. Era éste entregarme a mi pasión, pasando casi todas las horas al lado de la que me la inspiraba, patrocinado por su madre, cuyas artes procuraban que mis amores viniesen a parar en un mal pensado y loco casamiento, y cuya sagacidad preveía que su artificio no sería empleado en balde.

De este modo corría el tiempo. Las noticias que llegaban de las provincias nos anunciaban señaladas victorias de nuestros compatriotas sobre el común enemigo. También solían cantarla por su lado los franceses, insertando en la Gaceta y haciendo correr de otros modos noticias de sus triunfos. En unas y otras de las opuestas relaciones había parte de verdad y la había asimismo de mentira; pero la credulidad común acogía como patrañas todas las ventajas reclamadas por los franceses y como verdades todas las que se referían alcanzadas por los españoles, haciéndonos en aquellas horas el entusiasmo y la sujeción al yugo crédulos a todos, incluso a los que no solíamos serlo de ordinario. A lo que pasaba en Bayona se prestaba poquísima atención, porque en el concepto general de que sólo no participaba un gremio muy reducido de personas dadas al servicio de Napoleón, cuanto allí se hiciese, si triunfaba la usurpación, muy levemente disminuiría la afrenta o el peso de la servidumbre, y saliendo vencedores los españoles, quedaría como si no hubiese sido, salvo para dar castigo a todos cuantos en aquellos actos voluntariamente hubiesen tomado parte.

Con todo, en algo más vino a pensarse, en lo que se estaba haciendo en el vecino reino, cuando se supo que el titulado rey de España se preparaba a entrar en los que se llamaban sus dominios. Al principio, hasta coplillas soeces, que aun dichas en voz baja pasaban de boca en boca, trataban como delirio que pudiese siquiera respirar el aire de España semejante personaje. Hombres de talento e instrucción, oyendo decir esto con gusto, llegaban a persuadirse de la misma idea. Un día oyó Madrid el estrépito de las salvas con que las baterías francesas, situadas particularmente en el Buen Retiro, anunciaban que José I estaba ya dentro de los ámbitos de su monarquía. Para el vulgo, con todo, aquel estruendo tuvo poco valor, creyéndole uno de los medio con que los embusteros franceses trataban de embaucar a los españoles. Pero en las gentes de más valer, la precaución no pudo llegar al extremo de tan necias dudas o tan obstinada credulidad. Tardó poco en circularse por los franceses y sus parientes la noticia de una formal batalla, en que con grande estrago había sido desbaratado por el mariscal Bessières un ejército español de bastante consideración, en las cercanías de Medina de Ríoseco. Sobre este último punto se creyó que había habido batalla, pero afirmándose que de ella habían salido los españoles vencedores. Con más razón se creían de otras partes de España felices nuevas, aunque ponderándose demasiado los reveses del enemigo. Hablábase de la gloriosa resistencia de los zaragozanos, extremándose al tratar de ella la hipérbole y la alabanza, bien que, aun rebajada a su debida proporción, mereciese ser sabida y citada con asombro, y ensalzada con pasión y noble orgullo. Referíase asimismo que el mariscal Moncey se había puesto delante de los muros de Valencia, y queriendo entrar a viva fuerza en aquella ciudad, defendida sólo por endebles y antiguos muros, propios para resistir a otras armas que a la artillería, había quedado rechazado, teniendo que retirarse hasta pisar de nuevo los términos de Castilla; noticia ésta tan verídica que sólo había lugar a un poco de exageración al referir las circunstancias. Por último, el más considerable ejército francés, entre cuantos había en España, pasaba por cosa corriente que si bien Dupont, que le mandaba al principio, había forzado el paso del puente de Alcolea, venciendo y ahuyentando a numerosas turbas que se presentaron a hacerle frente, y entrado después en Córdoba y saqueándola, cosas todas negadas al principio y confesadas ya por dolorosas verdades, al fin el mismo general francés, cargando sobre él tremendo golpe de fuerzas, había tenido que hacerse muy atrás, y se encontraba cercado y próximo a caer prisionero, siendo estos rumores de aquellos en que una corta parte de verdad da visos a lo falso de lo verídico, y en que conjeturas hechas con esperanzas demasiado lisonjeras, favoreciéndolas los caprichos de la fortuna, pasan a ser profecías. Mientras los que vivíamos en Madrid estábamos halagados con tan sabrosas nuevas, hubo de sorprendemos saber que José Napoleón estaba casi a las puertas de Madrid, e iba a hacer su entrada en la capital de España, con lo cual quedaba aprobada de cierta la victoria de los suyos en Ríoseco, y puestos en duda muchos triunfos que con veracidad mayor o menor, pero al cabo con alguna, se refería haber sido alcanzados por las armas españolas. Ya que no era posible estorbar que el usurpador se sentase en su trono, pensóse en hacerle el paso a él desabrido y amenazador, poniéndole patente la aversión con que era mirado por el pueblo que pensaba tener bajo su cetro. Recordábase lo contado en las historias, y particularmente en los comentarios de la Guerra de Sucesión por el marqués de San Felipe, sobre la entrada en Madrid del archiduque Carlos de Austria, titulándose Carlos III; y cómo estaban solas las calles y cerradas las ventanas y puertas por las calles de su tránsito, y que los pocos que consintieron en verle le miraban con ceño, hasta que, disgustado él de tal recibimiento, sin llegar a Palacio se volvió con sus soldados diciendo de la capital de España que era una corte sin gente. Pensóse, pues, en dar segunda representación del mismo espectáculo, y como se intentó se hizo. No asistí yo a la entrada del rey intruso, según era llamado José por quienes con más decoro le trataban; pero supe por los que a verle fueron, que si no había sido acogido con todo el despego con que lo fue Carlos, cerca de un siglo antes, recibió hasta tristeza y soledad en los lugares que atravesó; de modo que, rebajando algo de lo que hubo de ponderar el historiador de Felipe V, bien puede decirse que igualmente mal fue recibido por los madrileños este pretendiente, que lo había sido por sus antecesores el de la época pasada. José, con todo, sin volverse atrás, pasó a hospedarse en el Palacio, que miraba como suyo. Dispúsose para dentro de dos o tres días su solemne proclamación en varias plazas de Madrid. Tocaba en esta ceremonia alzar el pendón real al marqués de Astorga, conde de Altamira, en calidad de alférez mayor del reino; y este señor, que estaba en la capital, huyó de ella por no tener parte en semejante acto. Celebrósele por ello como a un héroe. Al mismo tiempo andaba el llamado rey muy solícito en procurar que se le jurase fidelidad y obediencia, así como una Constitución formada en la Junta de Bayona. A esto se prestaban unos cuerpos o individuos, y se negaban otros, los últimos usando más bien evasivas y dilaciones que de una resistencia desembozada y valiente, y yendo adelantando en la indocilidad según averiguaban que la fortuna iba siendo contraria a los franceses y al monarca por ellos traído. A todo estábamos atentos los a quienes la falta de carácter público tenía exentos de todo compromiso, tachándose con el más duro rigor cualquiera señal de condescendencia. Además, la persuasión en que estábamos de tener nuestra redención segura, y aun poco distante, nos llevaba a amenazar a los que reconocían por rey al aborrecido intruso. En estos días crecieron y tomaron cuerpo las voces de haber llevado los franceses en Andalucía un revés de magnitud increíble, y no menos que el de haber caído todos ellos en manos de los españoles. Por improbable que esto fuese, atendiendo a la calidad y al número de sus contrarios, como he dicho ya más de una vez, se había creído. Entonces empezó, como cuando más, el observar a los franceses en sus movimientos, en sus gestos. Era necedad antigua en los que vivían bajo su yugo desde la hora en que comenzó a pesar y a saberse o esperarse, que fuera había quien se hubiese levantado a resistirle y a levantarle de las cervices de los oprimidos, salir a la calle a saber noticias y buscarlas en la cara de cada oficial del ejército enemigo con quien tropezaba; de suerte que tras de haber visto a un francés que, por motivos particulares de pena y enfado, entraba cabizbajo o ceñudo, se volvían las gentes a casa, diciendo muy alegres: Algo bueno ha pasado, porque ellos están hoy de mal humor y muy confusos. Hacia el 28 ó 29 de julio esta majadería, que entonces dejaba de serlo para convertirse en observación fundada, subió de punto. Notábase no a uno solo de los enemigos por casualidad, sino a todos ellos, inquietos, indignados, y con todo eso no soberbios ni provocativos. A poco llegó a noticia de algunos, y velozmente pasó a la de todos, que había desaparecido el ejército francés de Andalucía, cuyo total había llegado a ser de más de veinte mil hombres, y que estando el mariscal Moncey, en su movimiento de retirada, no menos que en Aranjuez, era seguro que venían sobre la capital los vencedores valencianos y andaluces, y que trataba de evacuarla José Napoleón con sus secuaces franceses y españoles. Seguíase comprobando la verdad de estas noticias, con lo que a las claras se notaba. La evacuación de Madrid, ya no dudosa, tuvo principio el 29 de julio, y fue llevada a remate en la noche del 31 del mismo al 1 de agosto.

Amaneció este alegre día, uno de los de más gozo que yo he visto en mi vida, en la cual me ha tocado ser testigo de tantos grandes acontecimientos. Muy temprano estaba en pie, y en las calles, toda la población madrileña. Iba la corriente de las gentes hacia los jardines del Buen Retiro, convertidos por los dominadores en fortaleza, ahora abandonada. En el Prado, cuando yo pasé, una partida de ocho a diez franceses, quedados atrás, estaba detenida por el bullicio, teniendo que sufrir terriblea insultos.

Al fin uno de ellos fue acometido, y cayó al suelo a fuerza de golpes. Pero era un muchachuelo de pocos años y complexión al parecer débil, y causó lástima su desvalimiento. Oyóse un clamor general, diciendo: ¡Pobrecillo, dejadle, dejadle!, y así se hizo, y él se levantó sin haber recibido grave mal, y dio a correr, haciendo lo mismo los otros, encaminándose hacia las puertas de Madrid por donde habían salido los suyos, y los dejó ir adelante y acompañó el pueblo con algazara, saludándolos no con alaridos de odio y guerra, sino con silbidos y zumba. Así es la plebe, o si disgusta el vocablo, el pueblo.

Agolpábase toda la población de Madrid en los jardines del Buen Retiro, visitando las obras de fortificación de los franceses. Entre ellas había repuestos de provisiones. De repente se oyeron salir de entre las turbas bramidos de dolor y de rabia. Afirmaban que los franceses habían dejado envenenados los líquidos para hacer este daño más al retirarse a los españoles. Citaban casos de personas que estaban ya padeciendo los efectos del veneno. Real y verdaderamente atravesaron dos hombres de la plebe llevados entre cuatro por entre la bulla y casi accidentados, siguiéndolos gentes de la misma especie con llantos e imprecaciones. Pronto se notó que los supuestos envenenados lo estaban sólo de la verdadera, pero lenta ponzoña, del aguardiente a que se habían dado con loco exceso, en señal de alegría o por cebarse en los despojos del enemigo. Visto ser así, quedó convertida en risa la furia.

Si tal era el aspecto del Buen Retiro, no era menos singular el de la capital entera. Faltaba absolutamente quien la gobernase. El universal regocijo servía en parte de fianza a la conservación del orden, porque distraía los ánimos y otros pensamientos que el de recrearse en la presente dicha. Sin embargo, muy de temer era algún exceso de sanguinaria venganza contra los verdaderos o supuestos amigos de los fugitivos franceses, de los cuales casi todos los habían seguido, o contra los de la misma nación que, establecidos desde algún tiempo antes en Madrid, habían juzgado conveniente y creído posible seguir donde estaban entregados a sus respectivas pacíficas ocupaciones. Por otra parte, estando muy cercanos, aunque yendo de retirada los franceses, distantes todavía las tropas españolas, nadie se atrevía a mandar, por no decir en nombre de qué Gobierno mandaba, porque en declararse obediente a uno u otro había en aquella hora mucho y grave peligro. Así, deseaban todos oír llamar a Fernando VII rey, como era llamado en las provincias, pero aunque a media voz todos como tal le aclamasen, se pasó más de un día sin que documento alguno público pusiese patente estar su autoridad de nuevo reconocida. En el ansia de oír dado el nombre del adorado rey como el de monarca reinante, hubo quien citase con gusto que habiendo asistido en aquel primer día de libertad a una misa cantada, oyó al decir la colecta al preste, más arrojado que otros entonar con voz clara: et rege nostro Ferdinandum cuando un día antes, al tener que decir Josephum, o nada pronunciaba, o cantaba entre dientes. A tales pequeñeces atendía entonces el amor al rey y a la independencia, que como toda pasión viva así reparaba en lo más leve como en lo más grave. Entre tanto, por disposición o del Ayuntamiento o del Consejo Real, que ya aspiraba al Gobierno, no siendo ni capaz de ejercerle ni cuerpo autorizado para tomarle, dispúsose que recorriesen a Madrid crecidas rondas de vecinos honrados. A la de mi barrio asistía yo, aunque sólo tuviese diecinueve años y viviese bajo la tutela de mi madre. Juntábamonos los de nuestro barrio o cuartel en la casa que era entonces del Banco Nacional de San Carlos, situada en la calle de la Luna. Salíamos por las calles, y en dos días nuestra única ocupación fue oír vivas al rey y a la patria, y responder nosotros con otros iguales. Al tercero, una ocurrencia funesta nos causó terror y congoja. En la hora de estar juntos, que era la de la tarde, nos llegó la noticia de que el intendente don Luis Vigury, amigo del Príncipe de la Paz, de quien he citado un hecho grave en estas MEMORIAS, había sido objeto del furor de una parte de la plebe atumultuada, y de que su vida corría el mayor peligro. No tardamos en caber que había caído asesinado, y que sus matadores y otros aprobantes del hecho, poniendo una soga al cuello a su cadáver, le llevaban arrastrando por las calles, sin que hubiese quien se arrojase a detenerlos. Contábase que el origen de esta desgracia era que la pobre víctima tenía un negro esclavo, a quien castigó con razón o sin ella, y que resentido el tal sirviente por el castigo, empezó a gritar que le maltrataba su amo por haber dicho: ¡Viva Fernando. VII! Lo cual oído, bastó para arrojarse la gente alborotada sobre aquel personaje, nada bienquisto por sus anteriores relaciones. Fuera esto verdad o mentira, el acto de la muerte de Vigury horrorizó, y también, creyéndole nacido de la infamia del negro, causó general temor, por juzgarse muchos a merced de cualquier inferior descontento, bien que pocos tenían tantas razones de temer cuantas el pobre Vigury. Por otro lado, el trágico fin de éste, en medio de la ferocidad de los tiempos revueltos, en que aun las cosas más graves o más atroces dan materia a burlas, fue causa de formarse el verbo vigurizar, muy corriente en breve para expresar la acción de un asesinato por odios políticos, seguido de arrastrar por las calles el cadáver.

Siendo yo buen patriota, como entonces empezaba a decirse, poco tenía que temer de la furia de la plebe. Pero había una circunstancia que era para mí causa de gran cuidado. Mi amigo Quilliet se había empeñado en quedarse con nosotros, y aun en abrazar la causa de España contra Napoleón, de quien en verdad antes de los últimos sucesos, y cuando ninguno le llevaba a hacerlo, solía mostrarse constante enemigo, hasta enseñando a personas de su confianza invectivas en prosa y verso que contra él tenía compuestas desde tiempos muy pasados. Sin embargo, estas razones valían poco para el furor del vulgo, que cuando veía un francés le señalaba y trataba como a enemigo. Así tuvo mi amigo que ocultarse, y buscándole yo donde estar seguro, hube de pensar en la casa de la señora cuya hija era objeto de mi pasión. Prestóse la tal señora al servicio que le pedía por complacerme, y esto hubo de acarrearme importantes consecuencias. Oficioso imprudente el francés, mirando por el bien de mi familia y el mío propio, entró en conversaciones con aquellas señoras relativamente a mis amoríos, y procuró persuadirlas de que no les estaba bien que siguiesen, pues yo estaba bajo la potestad de mi madre, la cual no consentiría que en mi corta edad me casase, y menos con persona de ningunos posibles. En verdad, mi madre miraba ya con disgusto y miedo mi pasión, y no sólo por la pobreza de mi amada y por mi juventud, sino por tener en menos que lo debido a la señorita, a causa de los extravíos de su madre, y por otros motivos no tan justos. A pesar de mi inexperiencia y mi arrebatado afecto a aquella mujer, había yo evitado cuidadosamente pronunciar en mis conversaciones amorosas la palabra matrimonio. Pero el bienintencionado y no diestro interventor la pronunció, y la conversación que tuvo hubo de serme repetida. Salió con esto a plaza una cuestión peliaguda; procuré yo en vano eludirla, o dar sobre ella explicaciones nada claras ni terminantes; vime apretado con poderosos argumentos, y casi recibí una intimación de renuncia a mis gratas relaciones, si no prometía, como era justo, terminarlas casándome con mi amada. En una hora de loca pasión di la fatal promesa; en la siguiente me arrepentí, pero me había ya formado una regla de conducta que después he seguido en varios casos, no sin sujetarme por ello a gravísimos inconvenientes y males; y era, una vez empeñada mi palabra, no retraerme de su cumplimiento por mucho daño que de mi puntualidad me resultase. Más de dos meses de tormentos pasé mientras se preparó el difícil cumplimiento de mi empeñada promesa, mirando con agudo dolor y terror el hecho que había de hacerme legítimo dueño de una persona a quien amaba con no poca ternura.

A otras cosas tenía que atender entre tanto. Por algunos días tuve el pensamiento de volver al servicio de las armas, y aun mi madre no lo repugnó, pudiendo, más que su temor en punto a mi suerte entre los peligros de una sangrienta guerra, su entusiasmo por la causa que el pueblo español defendía. Don Ignacio Ruiz de Luzuriaga, médico y amigo de mi familia, hombre de instrucción vasta y varia, educado en Inglaterra, muy apasionado de aquel país y entonces fogosísimo partidario de la causa de la independencia española, aunque después vino a ponerse entre los servidores de José Bonaparte, a la par que me traía libros sobre política y diarios ingleses, se ofreció a proporcionarme que el marqués de San Simón, emigrado francés y general español que se creía próximo a entrar en activo servicio, me pidiese y obtuviese por su ayudante de campo, no siendo difícil alcanzarme, desde luego, la charretera de subteniente, en aquellas horas muy prodigada. No hubo de tener consecuencias este proyecto, sin que supiese yo bien por qué razones; pero fue una de ellas no tener el de San Simón la colocación que se prometía, siendo ya anciano y estando tenido por hombre de pocas luces, a lo cual se agregaba que el ser francés no sonaba bien en los oídos de los españoles. No pudiendo yo, pues, todavía, a lo menos según el modo que yo deseaba, servir a la causa de mi patria con mi débil brazo, me dediqué a servirla con la pluma, en cuanto consentían mis fuerzas, también por este lado flacas. Escribí y publiqué una oda a las victorias conseguidas por mis compatriotas, composición ni muy mala ni muy buena, correcta, fría, a pesar de dictármela un legítimo entusiasmo; en fin, llena de imitaciones y de pensamientos comunes. También me ocupé en traducir un folleto que componía Quilliet desde su escondrijo, con el título de Bonaparte démasqué, que puse yo en español Bonaparte sin máscara; folleto que hubo de causarme disgustos, pues, publicado, indujo a muchos en la idea de buscar al autor no para celebrarle por el mal que decía del odiado enemigo de España, sino para castigarle por andar oculto entre los españoles, suponiéndosele por su nacimiento, a pesar de cuanto escribía, embozado, contrario y quizá pérfido espía. También traduje yo retazos del Ambigú, periódico francés publicado en Londres, y aun pensé en dar a luz la versión que hice de un artículo largo intitulado Robespierre y Bonaparte, que al fin no fue dado a la imprenta. Volvía con ésta a concurrir alguna vez a casa de don Manuel José Quintana, capitán de la hueste político-literaria dominante en aquellos días. Ahora no vendrá fuera de lugar ni estará demás, aunque al hacerlo repita lo que he dicho en alguna obra mía, decir algo del estado de las ideas en España en aquel período, y señaladamente en la capital recién libertada del yugo francés, y expresar asimismo cuáles eran mis pensamientos en punto a las graves cuestiones que ocupaban los ánimos de mis compatriotas.




ArribaAbajoCapítulo XII

Causas, móviles y tendencias del alzamiento nacional de 1808.-Primeras aspiraciones sobre reforma política.-Puntos en que diferían y en que convenían los españoles.-Opiniones del autor.-Llegada de las tropas valencianas.-Desórdenes que promueven.-Entrada en Madrid de los vencedores de Bailén.-Proclamación de Fernando VII.-Estado de las operaciones militares.


Ha sido común pintar el levantamiento del pueblo español en 1808, contra el poder francés, en defensa de la gloria e independencia de la patria y para rescatar al cautivo rey, de muy varia manera en cuanto al objeto a que se encaminaba o el fin que se proponía. Como en aquella hora todos hablaron claro y alto, y pensaban acordes en unos puntos, y no así en otros, resultó de sus voces a la par una unanimidad asombrosa y una confusión increíble. De aquí ha nacido en muchos escritores, y en no pocos hombres en conversaciones privadas, achacar aquella revolución o sublevación primera a distintas y aun opuestas causas, mirándola unos como hija de un patriotismo ilustrado, y otros como producto de un fanatismo ciego; aquellos como dictada por deseos de conquistar y asegurar la independencia de la nación, y con ella la libertad política y civil de los ciudadanos, y estos como dimanada de un empeño en sostener la aristocracia, la superstición, la intolerancia, en suma, todos los privilegios y abusos de la sociedad antigua o de la tiranía civil y religiosa; considerándola los primeros la causa del pueblo, por él mismo tomada como suya y abogada, y con tesón y sacrificio defendida; y viendo en ella los segundos la causa de los cortesanos, de los grandes y del clero, abrazada por la alucinada plebe, que, sirviéndoles de instrumento, les dio el mando; en una palabra, comparándola sus admiradores con la de los patriotas franceses, cuando con tanta heroicidad se defendieron en 1792 y 1793 de la invasión extranjera, e igualándola sus detractores con la de los levantados de la Vendée, que en la misma época, con arrojo y virtudes dignas de mejor y más útil propósito, se sacrificaron en una guerra popular para mantenerse, y consigo a todos sus compatriotas, en ignorancia, opresión y vasallaje.

Bien mirado, en estas dos opiniones contrarias hay mucho de falso, y también bastante de cierto. Quien leyere las proclamas, manifiestos y decretos de las varias Juntas hijas de la insurrección española, o los numerosos escritos en la misma época publicados por los partidarios de la resistencia a Napoleón, encontrará en los tales documentos abundantes y buenas razones para achacar la revolución de España a que me refiero a la una o a la otra causa de las dos antes indicadas; y por consiguiente, según fuesen las opiniones del lector, para vituperarla o para aplaudirla. Verdaderamente, en las obras de que trato, así como en las acciones que las acompañaban, se encuentran cosas dictadas por el más feroz y brutal fanatismo, donde se ahoga por los más perniciosos abusos y las más desvariadas doctrinas, y al mismo tiempo tropezará con otras inspiradas por un patriotismo a la romana, en que se propagan y sustentan doctrinas de las llamadas liberales en muy alto grado; sucediendo también darse con no pocas donde va singularmente mezclado lo uno y lo otro, efecto de la ignorancia o confusión de ideas reinantes en los escritores, de que varios hechos contemporáneos dan muestra muy evidente. No es síntoma éste peculiar de la revolución española de 1808, sino, al revés, común a casi todas las revoluciones, en las cuales concurren muchos a un fin en que todos concuerdan, pero por distintas razones, con diversos objetos, y eligiendo para estos medios, cuando no opuestos entre sí, a lo menos muy diferentes. Al lanzar los ingleses del trono de sus reyes a la familia de los Estuardos, obró la nación británica dirigida por una Liga de las dos parcialidades, Whig y Tory, muy enemistadas una con otra por largos años, pero a la sazón acordes en el pensamiento y deseo de libertarse de un rey en quien veía la primera un enemigo de la llamada libertad en la política civil y religiosa, y la segunda un celoso católico resuelto a acabar, si no con la existencia, con la dominación de la Iglesia Anglicana.

Así, entonces, volvieron los whigs por la causa de una religión a que no eran muy afectos, y los tories por la de una libertad de la cual no se habían mostrado hasta allí, ni eran ciertamente partidarios. Cuando empezaron las alteraciones que produjeron la revolución de Francia, los parlamentos, la nobleza y los defensores del estado llano contribuyeron a traerla o a apresurarla, con fines no sólo muy distantes entre sí, sino hasta encontrados. Del mismo modo, en las guerras de nación a nación se ligan varias potencias contra una preponderante, unidas por el motivo de poner coto a su poder o aun de echarlo a tierra; discordes, empero, en cuanto a otros puntos, y más que en cualquiera, en lo tocante al uso que se proponen hacer de la victoria.

De lo que acabo de decir en general, pueden citarse, para particularizar mis reflexiones, o descripción o explicación general del estado de las cosas en aquel día, varios y notables ejemplos. La Junta de Sevilla y la de Valencia, en algunas de sus palabras y obras, se mostraban como deseosas de introducir en España reformas por donde se renovase, ajustándola hasta cierto punto a las ideas del siglo XVIII nuestra monarquía. El Semanario Patriótico salió a luz en Madrid, y empezó a expresarse como un periódico francés de 1790. Quintana, de los principales en la redacción de este periódico, se atrevió a dar a luz sus composiciones, a que dio el nombre de patrióticas, obras de su juventud, cuidadosamente guardadas por él en secreto mientras estaba en pie el trono, y dadas al público cuando con hacerlo se daba prueba de que había quienes quisiesen variar el Gobierno de España y osasen declarar su intento en la hora en que suponían algunos levantado el pueblo español para mantenerle en su ser antiguo; obras donde se ensalzaba a Juan Padilla y a los comuneros, donde se vituperaba a los conquistadores de América, donde se deprimía y denostaba, hasta calumniarle, a Felipe II, donde se apellidaba a Roma en los siglos medios alcázar fundado para el error por la ignorancia y tiranía, sobre las ruinas del Capitolio y alcázar bamboleándose ya y cercano a la ruina completa. Al mismo tenor hablaban otros, y quienes así hablaban ocupaban el primer lugar en el concepto del pueblo levantado predominante.

Verdad es que, como he dicho, máximas contrarias a las que acabo de señalar hallaban en los mismos días acérrimos sostenedores. La idea de llamar vieja a la monarquía y de pretender regenerarla había disgustado generalmente, y hasta ofendido. Pero bien mirado, a muchos desagradó no la idea como falsa, ni el propósito como malo, sino. la insolencia de un extranjero echándonos en cara nuestras propias faltas, y su pretensión de hacer aquello a que no tenía derecho, y venir la misma pretensión en pos de sus novísimos actos de perfidia y violento insulto, y que con la regeneración vendría la pérdida de nuestra independencia, de lo cual se seguiría, por un lado, deshonra, y, por otro lado, daño real y positivo, sacrificándose el interés del Estado y del pueblo dependiente al de la potencia y de la pasión predominante. Justo es decir, sin embargo, que a muchos desagradaba ver afeada la vejez del trono español y propuesto darle vida nueva, estimando aquella ancianidad venerable y digna de ser conservada en su integridad y decoro, y perjudicial la renovación, y propia para desecharla con horror y enojo.

Por último, por saber poco, o por quererse conciliar ideas contrarias, había quienes se contradijesen o hablasen y obrasen arrastrados por ímpetus repentinos, contra las doctrinas generales o el interés del bando político, o dígase de la fe a que correspondían. Así, don Juan Pérez Villamil, en una carta que publicó, suponiendo dirigirla al ausente y cautivo rey, le decía que si quería, una vez rescatado, reinar en paz, mandase poco, mandase menos, y que el pueblo, al recobrar su libertad, saldría a recibirle presentándole una Constitución limitadora de su poder, para que la jurase. Así, el Consejo, oponiéndose a las Juntas, pedía la convocación de Cortes, siendo así que las miraba con aversión, celos y miedo. Así, Quintana, en su Semanario, defendía al Consejo contra las Juntas; esto es, volvía por la causa del cuerpo mayor y peor enemigo de las reformas, cuya venida anhelaba, creyendo conseguido en gran parte el objeto de su anhelo. Así, un poeta, según la opinión común de los del bando reformador, poniendo en coplillas, para cantadas en sonatas vulgares, la Constitución de Bayona, para aumentar su descrédito, el cual apenas necesitaba ser aumentado, decía así, llegando al artículo donde en tal cuerpo de leyes estaba prometida, muy engañosamente, atendiendo a las conocidas opiniones e intenciones y a la conducta en este punto de Napoloón y de sus dependientes, la libertad de imprenta:


La libertad de la imprenta
disfrutará la nación.
¡Pobre del Papa y del clero!
¡Pobre de la religión!

Pero en medio de esto, el poder popular había crecido; los que mandaban tenían que obedecer en muchas cosas a los gobernados, y en todas que complacerlos; se decía lo que antes no era lícito decir por impreso, y con todo ello se justificaba que abrazásemos la causa del pueblo contra la del emperador francés muchos sectarios de la libertad política y de la ilustración del siglo.

Y en medio de la discordancia de opiniones, o, si ha de decirse como es debido, de la no avenencia en puntos en que entonces faltaba conformidad, por faltar concierto y no por haber disputas, cosas había en que todos cuantos sustentaban la causa de la independencia no sólo obraban, sino que con viva fe pensaban acordes. Viva era en hacer guerra al común enemigo sin ceder, fuese cual fuese el estado de apuro a que en la resistencia llegase. Mirábase esto como cuestión de honra para el nombre español, y también como de empeño para el bien entendido interés de la patria. Estaban cansados los españoles de ver sacrificada su nación al provecho ajeno, y sabían que sujetándose a Napoleón seguirían o aun crecerían los sacrificios.

Para el vulgo podía mucho esta consideración, por razones groseras y diferentes de las que movían a las gentes instruidas no en su calidad, sino en el modo de presentarse; y es digno de tenerse presente que uno de los artículos de fe de la plebe, en la hora del primer levantamiento era que los franceses traían esposas en inmensas cantidades para llevar sujetos por las manos a los mozos españoles a servir de soldados en la guerra del norte. Segunda cosa en que reinaba conformidad era en desear el rescate de Fernando y verte en el trono. Se cegaban tratando de esto, aun los que con claras luces, aumentadas por conocimientos adquiridos, habían notado los desvaríos y actos violentos de su Gobierno en los breves días de su imperfecto reinado. Todavía era general mirarle, más que como a un hombre, como a un modelo formado en la fantasía, donde encontraban los de opuestas opiniones, cada cual a su modo, lo que convenía para gobernar bien a España. Por último, en una tercera cosa también se hablaba sin diferir de parecer, y era en que debían tomarse providencias por donde se impidiese una privanza como la que en el Príncipe de la Paz había sido tan vituperada y aborrecida.

Cómo había de lograrse esto, muchos no lo sabían, oponiéndose a los medios que para conseguirlo proponían varios innovadores; pero que era necesario buscar el medio hasta encontrarlo, lo decían todos en conversaciones y en escritos. Por aquí se ve que se trataba de limitar la voluntad de los reyes, a lo menos en punto a consentirles dar enormes facultades a un súbdito en quien abandonasen el timón de la nave del Estado.

Fuese como fuese, se verá que, recién salidos de Madrid los franceses, hubo de hecho como libertad de imprenta, o a lo menos tal desahogo en dar a luz los escritos, que equivalía a la libertad el excesivo consentir de los que mandaban. Para publicar una obra, larga o corta, solía pedirse licencia, pero se conseguía, por encomendarse el juicio de si había o no de darse a indulgentísimos censores. Un día oí decir a don Manuel Quintana, a quien más que a otro consultaba la autoridad que gobernaba a Madrid, que habiéndole presentado a fin de ver si debía dejarse imprimir o no una composición en malísimos versos, tan mal pensada cuanto mal escrita, grosera y hasta sucia, donde estaba representado Murat en un largo soliloquio y acababa por arrojarse a un pozo de inmundicias, fue de parecer de dar pase a la publicación, contra el dictamen de quienes le consultaban, porque (según se expresó) aquel papel era propio para leído por lacayos, y con los lacayos también debía contarse, excitando o manteniendo en ellos el entusiasmo en favor de la causa común de todos. Maravilla que el Consejo Real, que al fin tomó el mando en la capital y le ejerció algún tiempo, se prestase a esta soltura, si bien es cierto que trató de ponerle freno yéndose al principio con pausa y suavidad, y repitiendo luego sus esfuerzos a cada hora con más vigor y dureza.

Hablar de este cuerpo, me obliga a volver a mi narración. Al tercer día de evacuada la capital por las tropas invasoras, y no viendo ya peligro de que volviesen, apareció fijado en las esquinas un papelón donde el Consejo hacía una larga alocución a los madrileños. El estilo de esta obra era pesado y confuso; su dicción buena, y lo que más importa, sus principales pensamientos estaban nada claros, reduciéndose la publicación a un acto de toma de posesión de la autoridad vacante por un tribunal que de continuo aspiraba a ejercer facultades gubernativas. Los fugitivos contrarios no eran ya tratados con enemistad disimulada. Adoremos (era una de las primeras frases del tal papel), adoremos la divina Providencia, que si ha sabido humillar a los soberbios, no permitirá queden impunes los taladores, incendiarios y asesinos. Siendo el tiempo de devoción, pareció esto por demás devoto, porque otro era el lenguaje de las Juntas a la sazón vencedoras.

Éstas pronto se enzarzaron en disputas con el Consejo, y tanto se desmandaron, y a tal punto dieron muestras de intereses pobres y mezquinos de provincia y de cuerpo, y tantos obstáculos ponían, al parecer, y aun en realidad, a la formación de un Gobierno general de España, que los residentes en Madrid empezamos a mirarlos con enojo, y escribiendo unos, y otros en conversaciones y obras, y con el deseo cuando menos, nos pusimos de parte del no menos ambicioso Tribunal en las contiendas pendientes, no obstante ver en él un patrono de todo lo antiguo y un ad. versario acérrimo de todas las innovaciones en nuestro sentir provechosas.

Digo en nuestro sentir, contándome por algo, aunque entonces nada era, o cuando menos muy poco, porque de mí principalmente voy tratando en este escrito. Al advertir esto, me acuerdo que bahía prometido explicar cuáles eran en aquellos días mis opiniones.

Era yo un adepto, aunque humilde, celoso de la filosofía francesa moderna. En la literatura de la nación vecina poseía conocimientos que a los diecinueve años pocos tienen de las cosas de un pueblo extraño. De italiano y de inglés sabía bastante, pero de la primera nación sólo estaba versado en las obras de Ariosto, Tasso, Guarini y Metastasio, y en prosa de las de Maquiavelo, leído más por curiosidad que haciendo de él estudio o entendiendo la índole del tratado Del Príncipe; y del inglés, los autores que más manejaba y tenía en superior aprecio, fuera de Milton, eran Adisson, Robertson, Hume, Gibbon y Chesterfield, y en poesía a Pope y los de su escuela; esto es, con exclusión del autor de El Paraíso perdido, a los que menos se desviaban de los franceses en el espacioso campo que en la región general literaria ocupa la nación británica.

Pero de los autores franceses, venerando a los principales de la era de Luis XIV, y aun saboreándome con regalo con sus perfecciones, Voltaire, Rousseau y Montesquieu eran los objetos de mi culto asiduo y devoto, siendo mi trato principal con el primero. Así, era yo en religión incrédulo, pero deísta, y deísta como lo es Voltaire, sin saber a qué punto ni qué distancia separa su fe de la del puro materialismo. En política, ni era parcial ni contrario de la república; pero para España quería al rey Fernando, si bien con una Constitución parecida a la francesa de 1791, aunque en tal punto aún no tenía mis ideas del todo formadas o fijas. En mi aversión a la preponderancia francesa, había abrazado la causa del pueblo y de la independencia con entusiasmo; pero, ¡cosa singular!, mi aborrecimiento al emperador y al pueblo vecino no había tenido aumento con ver participando de él a todos mis compatricios, sino, al revés, había bajado algo de punto. Sin embargo, aún vituperaba con acrimonia la conducta de los que se habían hecho servidores de José, conducta que hoy mismo, sin culparla con severidad, tampoco apruebo, estimándola hasta digna de castigo en aquella hora, aunque no lo fuese de crueles penas, y menos todavía de sanguinarias violencias populares, y sí en época posterior merecedora de completo olvido, más por razones de una política, a la par diestra y generosa, que en obediencia a los preceptos de la rigurosa justicia. Tiempo vendrá en que, volviendo a hablar de esta materia, declare y explique mis opiniones en tal cuestión, las cuales tenían una parte de absolutas y otra de acomodadas a las varias sucesivas circunstancias.

Volvamos a los sucesos, repartiendo la atención entre los públicos, por la parte, que yo en ehos tomaba o tenía, y los míos privados.

El 14 de agosto entraron en Madrid las primeras tropas de las que habían triunfado en las provincias. Eran éstas valencianas y acababa de encargarse de mandarlas el general don Pedro González Llamas, hombre anciano. Venían entre ellas algunos cuerpos veteranos, con el vestido y orden del ejército español de aquellos días. Pero la mayor parte de los nuevos huéspedes vestían los holgados zaragüelles y traían la manta al hombro; y en la cabeza, cuyo pelo caía por los lados y espalda en largas, mal peinadas y sucias melenas, sombrero redondo con escarapela patriótica, cintas con lemas y muchas estampitas con imágenes de la Virgen y de los Santos. En general, el aspecto de aquellas gentes era singular, con algo de ridículo y mucho de feroz, y no valían más que sus trazas sus hechos. Entrados en la capital, se mezclaron con la parte peor de la plebe, cambiando en alboroto e inquietud la paz, aunque mal segura, antes reinante.

Alternando los tales alborotadores en sus gustos, o hermanando los contrarios, ya atronaban los oídos con sus cantos y los sones de sus guitarras, ya se iban a los conventos de monjas a pedir oraciones y algunas estampas para sus sombreros y pechos. La voz de ¡mueran los traidores! solía salir de ellos interrumpiendo sus vivas. Al cabo súpose que habían cometido un asesinato hacia la plazuela de la Cebada, procediendo después a arrastrar por las calles el cadáver. Ignórase quién o qué era la triste víctima, contando sólo haber sido demasiado humilde para poderse averiguar la razón de su muerte. Acudió a contenerlos el general Llamas, y fue poco respetado y aun insultado, corriendo grave peligro de perder la vida a manos de aquellos malvados y locos. Acometió a la gente honrada y decente de Madrid terror igual o superior al que sentían bajo la dominación francesa. Circunstancias particulares, de que ya he hablado, aumentaban en mí los temores. Temblaba por el escondido Quilliet, y aun por mí mismo y los míos, pues sólo por esconderle bien podíamos pagar con la vida, justificándose nuestro terror con acordarnos de que en Valencia era donde en los franceses paisanos y no pertenecientes al ejército invasor, y hasta muchos de ellos domiciliados allí desde largo tiempo, se había hecho una horrorosa matanza. Al fin hubo de cesar el miedo, aplacándose la turba feroz, porque su rabia, sin objeto, tuvo que ceder.

El 23 ó 24 fue la entrada de las tropas de Castaños. Hízoseles un recibimiento superior al que habían tenido las de Valencia, estimándose superiores sus glorias, si no por lo que eran en sí, por la mayor grandeza de los sucesos en que habían tomado parte, y por la sin par importancia de sus resultas. Fue grande el entusiasmo de los madrileños, aunque no igualó al manifestado en la primera entrada de Fernando VII, pero llegándole muy cerca. Con todo, harto más motivo de gozo y de soberbia debía causar a la población de la capital de España la gloria adquirida por el nombre español en Bailén, que el haber, por un alboroto en Aranjuez, mudado de dueño el trono; y más pesado y sangriento y afrentoso yugo, y éste de extranjeros, era el que acababa de sacudirse por una victoria, que el de un privado, aun siendo, como era, aborrecido. Pero los arrebatos no son hijos del cálculo, y en los madrileños hacía más efecto la presencia de un rey querido que la de un general o un ejército vencedor. Además, a Castaños era común no dar la alabanza de que era digno, intentando y consiguiendo la rivalidad tasarle y rebajarle los quilates de sus merecimientos. Fuera de esto, los soldados del ejército de Andalucía no tenían novedad que diese en rostro, pareciéndose a los que componían la guarnición de Madrid cuatro meses antes. Así, entre ellos eran quienes más curiosidad excitaban y más aplausos obtenían los lanceros de Jerez, que tenían un vestido andaluz, un sombrero calañés, a la sazón no usados por los madrileños, y las garrochas convertidas en lanzas terciadas, a uso de picadores de toros. Contábase de ellos que ensartaban a los franceses, sin que valiese a defender a los coraceros su armadura. Creíase esto y se celebraba, y sobre ello se preguntaba a los mismos aplaudidos jinetes, que respondían con sus acostumbradas jactancias y raro lenguaje figurado y acento gutural o ceceoso, dando con sus dichos grande entretenimiento.

En el día 25 de agosto fue la solemne proclamación del rey Fernando, no llegada a tener efecto en los días corridos desde su advenimiento al trono hasta su viaje a Francia. Ninguna ostentación hubo en esta solemnidad, por no consentirla la estrechez de las circunstancias ni la premura con que fue dispuesta. Hubo alegría, pero estaban las gentes cansadas de alegrarse, siendo esta ocupación diaria en los días que de aquel mes iban vencidos. Quien más vivas llevó fue el conde de Altamira, porque se presentó a hacer su oficio de alférez mayor, poco después de haberse escapado por no hacerle alzando el pendón por el usurpador del trono.

Pasábanse, en tanto, los días, y las prosperidades de nuestras armas no tenían aumento. Verdad era que había sido levantado ya, mediando agosto, el sitio de Zaragoza; pero, aunque con general satisfacción, sin asombro, porque después de la victoria de Bailén y de ser evacuadas por los enemigos las Castillas, tal suceso estaba previsto; aunque si se hubiere sabido bien a qué apuro estaban reducidos los zaragozanos, bien se habría temido que la caída de la capital de Aragón mezclase una grande amargura con el gozo dominante. Recogidos los franceses a la margen septentrional del Ebro, allí no había quien fuera a buscarlos como enemigo. Veíase ser cortas las fuerzas levantadas en España, faltar dinero para lo mucho que se necesitaba gastar, seguir mal avenidas entre sí las Juntas y reñido el Consejo con todas ellas, aparecer de difícil, o cuando menos de lejano logro, la creación de un Gobierno general del reino, siendo necesario y hasta urgentísimo tenerle. De todo ello nacía desazón y miedo. Las noticias de fuera de España no eran tampoco satisfactorias. Napoleón aparecía resuelto a vengar la afrenta recibida por sus armas, y a dar cima a su intento de sujetar a España a su poder, y en su propósito encontraba quienes de oficio le aprobasen y aplaudiesen todo cuanto había hecho y hacer pensaba, y ninguno, ni entre sus propios súbditos ni entre los Gobiernos extraños, salvo los que antes estaban con él en guerra, que mostrase disposición de suscitarle embarazos. Un solo incidente feliz, y más todavía que feliz glorioso, se presentaba como un rayo de sol iluminando un punto de una perspectiva triste, donde amontonadas negras nubes amenazaban tormenta.

Parte del ejército español que, mandado por el marqués de la Romana, estaba en Dinamarca sirviendo en unión con los franceses, o a ellos sujeto, al saber los sucesos de su patria, había resuelto abrazar la causa común de los españoles y llevado a efecto su resolución con igual arrojo y habilidad que fortuna. Esto declaraba al mundo cuán uniforme era el modo de pensar de los españoles en punto a la guerra recién comenzada. Pero esto servía de poco si quedaba reducido a traer a España un número de soldados, aunque buenos, en corto número; y de ahí no pasó, por desgracia.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Preliminares para el casamiento secreto del autor.-Creación de la Junta Central en Aranjuez y curso que siguen los negocios públicos.-Va el autor al Escorial a ver pasar las tropas inglesas.-Acontecimientos que deciden al autor a salir para Andalucía con su madre, acompañado de su mujer y suegra.-Viaje e incidente ocurrido en Manzanares.-Estancia en Córdoba en casa de su tío don Francisco de P. Paadin.-Sepárase de su mujer.-Estado de su ánimo en aquellos días.-Decídese a continuar el viaje.


Mientras participaba yo de las públicas ansias y congojas, las tenía privadas, y no pequeñas, corriendo a donde, si no veía mi perdición, tampoco dejaba de ver peligro y mal, y corriendo allí, con todo, pesaroso, asustado, dándome empuje, más que mi amor, con ser grande, mi fidelidad a mi empeñada palabra. Véase, pues, cuál era mi suerte. Había yo cesado de ver a mis tíos. En el mayor de ellos, don Vicente, había llevado a mal su ida a Bayona, y que allí, obedeciendo a la fuerza, hubiese aparecido en la Junta; injusticia grande la mía, porque mi tío era fiel y celoso en sustentar la causa de la patria, como hubo de probarlo después arrostrando peligros. Sin tener esta causa, tampoco veía, sino muy rara vez, a mi tío Antonio. Nunca frecuentaba yo mucho la casa de mi abuelo, y menos entonces que en tiempos pasados. Mi amigo Quilliet tuvo que salir de su encierro y que pasar con recato al Real Sitio de San Lorenzo del Escorial, a donde mandó el Gobierno ir a todos cuantos franceses quedaban aún en Madrid y en sus inmediaciones. Ningún otro amigo tenía, al lado, salvo aquel Robles de mi pandilla, que, dejando ya sus pretensiones de galán, de bailarín y de calavera, seguía con las de literato y de político, estudiando por sí con notable aprovechamiento y cultivando mi trato, aunque sólo para hablar de cosas serias. Éste tal era amigo antiguo de la familia de mi novia y frecuentaba su casa. En tales circunstancias, comencé yo, o empezaron otros por mí, a dar los pasos necesarios para mi casamiento, proponiéndome hacerle en secreto, esto es, sin licencia ni noticia de mi madre. Ésta andaba ya muy recelosa de mi pasión, pero no acertando a hacer cosa que me la apagase; no obstante, su talento discurrió un arbitrio de poco efecto, que fue hacerse amiga de la madre de mi querida, convidándola con frecuencia a casa, y por este medio tenernos observados. Tal vigilancia no le fue de menor provecho.

Para tantear el modo de llevar a efecto el proyectado matrimonio clandestino, hubo de consultarse a persona docta y diestra en la materia. Pertenecía yo, así como mi mujer futura, a la feligresía de San Martín, de que eran párrocos los religiosos de una comunidad de monjes establecida en el convento, cuya iglesia, con la advocación del citado santo, era parroquia. De ésta dependía, como auxiliar, la de San Marcos, siendo asimismo monjes sus curas. A uno de estos últimos fueron a hablar juntas la madre de mi novia y una señora casada con un garzón o cadete de guardias de corps, hermano del difunto padre de ésta última, hombre honrado y bondadoso, amante de su sobrina, y deseoso de verla ventajosamente colocada, pero opuesto a lograr este fin por malos medios. Como en tales cuestiones son menos escrupulosas las mujeres, la suya, sin ser mala, sino muy al contrario, abogó por la llevada a ejecución del propuesto enlace, y si no venció, tuvo a raya los escrúpulos de su marido. Era la tal señora de muy buen parecer, fina, discreta y diestra. El fraile o monje al cual consultó era un tipo real y verdadero de los que inventaba la sátira para zaherir a las órdenes religiosas; alto, gordo, lucio, bizco, de mirar lascivo y travieso, de sonrisa maligna, de pocos escrúpulos y dueño de la comunísima habilidad de dar muchos pretextos en abono de malos consejos y de no mejores acciones. Cayóle en gracia la mujer del tío de mi novia, y se prestó gustoso y solícito a servirla, no sin lanzarle ciertas ojeadas de especie significativa y pecaminosa, el sentido de las cuales comprendió ella muy bien; pero no obstante ser honrada y juiciosa, determinó sacar partido aun de aquella perversa inclinación de su consejero, aparentando casi no entenderla y quizá casi no desaprobarla. Discurrió el ladino monje que puesto que no teníamos a nuestra disposición dinero, y que mi familia, por ser mi abuelo general empleado en la plaza, tesorero general uno de mis tíos y alcalde de casa y corte el otro, tenía influjo en varios ramos, era difícil y arriesgado hacer las diligencias de la boda buscando el secreto o la falsificación de documentos, como la licencia de mi madre, por medio del cohecho. En tal caso, pues, lo mejor era dar un paso atrevido, pero sencillo, y fácil en su ejecución. Había yo de ir con mi mujer futura a la vicaría, presentándome con mi nombre y apellidos, pero con apariencia de persona pobre, y yendo conmigo una vieja alquilada, que, haciendo el papel de mi madre, me daría la licencia. Hecho esto, se correrían las amonestaciones, a lo cual poco probable era que hubiese quien prestase atención. Practicadas estas diligencias sin recatos, sin dar importancia al hecho, en una mañana, a hora muy temprana habíamos de ir a la parroquia, donde nos casaríamos y velaríamos inmediatamente en una capilla de la sacristía. Pareció bien este plan, y aun yo le aprobé sin saber qué hacía, como quien escoge entre muchos actos perversos y dañosos uno no mejor ni peor que los demás de la clase. Pasé a verme con el fraile para oír de su boca el proyecto que ya sabía y para recibir de él mismo una lección sobre el modo en que había yo de contribuir a ejecutarle. Me chocaron su figura, sus modos, su conversación, el grosero pretexto que daba en justificación del mal proceder de cuantos participamos en la propuesta tramoya, porque hablaba del honesto y aun santo fin que yo me proponía, y de que a su logro estaba bien que todos contribuyesen; diciendo esto con su risita y sus miradas atravesadas, las cuales bien se notaban a quién y a qué iban dirigidas. Salí yo de aquel acto cabizbajo, apesadumbrado, trémulo, y por algunos días seguí en la misma situación de ánimo que hasta en lo moral mostraba sus efectos considerables. Sospechaba algo mi madre de verme tan triste, pero no se acercaba a la verdad. Yo, que en medio de mi propuesto delito la adoraba cuando iba a ofenderla, y asimismo veneraba los preceptos de la virtud que en más de un punto iba a quebrantar, no sabía de qué debía tener deseo y de qué miedo; pues si temblaba de ser descubierto en la ejecución de mi proyecto, por otro lado, lo apetecía, pudiendo con ello zafarme, sin propia culpa, de un terrible aprieto y compromiso.

No contribuía poco a apurarme el estado de los negocios políticos, nada lisonjero ni propio para cargarse con las pesadas obligaciones del matrimonio. Aunque al cabo, venciéndose dificultades, había llegado a establecerse en Aranjuez un Gobierno con el nombre de Junta Central, era ya tarde para prometerse grandes ventajas inmediatas de ese feliz suceso. El nuevo Gobierno empezó mandando no vender los bienes de obras pías, nombrando un inquisidor general, y disponiendo que se pusiesen en toda su fuerza y rigor las leyes coartadoras del uso de la imprenta, cosas que no daban gusto a los que pensábamos de cierto modo, y de las cuales, en parte, muy equivocadamente nos figurábamos que influirían muy mal en el público, enfriándole en su ardor para conseguir la pendiente contienda. Sólo nos daba gusto que Quintana hubiese sido nombrado oficial mayor de la secretaría de la nueva Junta, y nos recreábamos con leer una proclama grandílocua y poética, donde se prometía a la nación, para dentro de no largo plazo, leyes sabias, justas y enfrenadoras del poder arbitrario, y, por lo pronto, un ejército de quinientos mil infantes y cincuenta mil caballos, que de haberse puesto en campaña como se ponían en el papel impreso, habrían disminuido mucho nuestras inquietudes. Con harto motivo crecían éstas, viendo el estado en que la guerra se iba poniendo. Se culpaba mucho la falta de actividad que había habido y aún continuaba en algún modo, no con razón, por no poder hacerse mucho ni oponer recursos bastantes a hacer frente a la fuerza con que nos amenazaba nuestro contrario; en cierto modo, con razón, porque se había desperdiciado el tiempo en rencillas y ocio, aunque corto obstáculo al mal tremendo que sobrevenía habría sido el aprovecharle. Lo cierto es que a la alegría y al tono de jactancia de dos meses antes, habían sucedido las dudas, el temor y las quejas. El poeta Meléndez Valdés, que había ido en mayo a Asturias a predicar sumisión a los franceses, salvando con trabajo su vida de este paso peligroso, y que de nuevo había de abrazar la causa del usurpador, siendo de aquellos hombres a quienes ser sumamente débiles lleva a cometer acciones hasta con el carácter de delitos, pensando y sintiendo, en la hora de que voy hablando, como patriota, había publicado un romance llamado Alarma, donde, hablando de estar el emperador francés pronto a caer sobre España con un poderoso ejército, y vituperando la falta de bríos o de previsión con que se procedía en la empresa de resistirle, decía, entre otras cosas, lo siguiente:


Vendrá, y traerá sus legiones,
que oprimen la Escitia helada,
ofreciendo a su codicia,
por cebo, montes de plata.
Vendrá, y lloraréis de nuevo
las ciudades asoladas, etc.

Y así seguía diciendo cosas que, dichas tres meses antes, o aun en la hora del primer levantamiento, habrían sido vituperadas como traición, o juzgadas como desatino; pero que sonaban ahora como amargas verdades, agoreras de desdichas ciertas.

Bajo tan infaustos auspicios, contando yo pocos meses sobre los diecinueve años de mi edad, llevé a ejecución mi propósito de casarme, contra la voluntad materna. Señalóse para este acto la mañana del 8 de noviembre de 1808. Íbanse por aquellos días acercando a Madrid tropas inglesas procedentes de Portugal, y queriendo yo dar un pretexto a mi salida de casa, poco después de amanecer, contra lo que tenía de costumbre, y receloso de ser sospechado como sucede a los que obran mal, sobre todo si son novatos en el delito, di la noche antes la noticia de que en el siguiente día entrarían en la capital algunos regimientos ingleses, y anuncié que iría a ver su entrada, creyéndolo mi madre, a pesar de que en punto a noticias estaba al corriente de los sucesos, y de que las tales tropas estaban muy distantes del lugar donde yo las suponía. Salí, pues, sin tropiezo y sin ser particularmente sospechado en aquella hora, y uníme con Robles, que había procurado retraerme de mi loca y perversa acción, aunque se sujetaba a servir de testigo en mi boda. Juntéme con mi novia, que me esperaba, pasamos juntos a la parroquia, y celebróse la ceremonia nupcial, comprendida la velación, quedando yo ligado con pesada e indisoluble cadena. Volvíme pronto a casa desesperado. Así, el día de mi boda con una mujer a la cual amaba, lejos de ser para mí alegre, fue de los peores de mi vida, faltándome todas las circunstancias que hacen dulces semejantes momentos.

A poco de estar casado, ignorándolo mi madre, aunque mi mujer todas las noches venía a mi casa, se acercaron de veras a Madrid los ingleses, cuya venida había yo anunciado anticipadamente con poca veracidad. Pero por razones cuya calidad ni supe entonces ni después he sabido, no vinieron las tropas de los aliados a Madrid, como se creía, sino que, encaminándose a Castilla la Vieja, fue el Real Sitio del Escorial el lugar más próximo de la capital de España donde descansaron. Con este motivo, pensé hacer una visita al pobre prisionero Quilliet, sin que pudiera llevarse a mal o notarse, pues parecía casi acción patriótica ir a recrearse con la vista de los soldados ingleses. Llevé a efecto mi intención, siendo Robles mi compañero de viaje. Pasamos al lugar de nuestro destino, donde encontré al sujeto a quien iba a visitar, muy bien visto y agasajado por los monjes, y él bastante satisfecho en su casi prisión, por tenerla en medio de tantos primores de las artes. Raro aspecto presentaba El Escorial en aquel día. ¡En el monasterio fundado por Felipe II, tropas protestantes eran recibidas por los religiosos con obsequios y aun con apasionado afecto, considerándolas venidas a salvar la monarquía antigua española, con su religión así como con sus leyes!

Por otro lado, encontré a los monjes más dados a la lectura en un grado de exasperación indecible. Había salido a luz poco antes, entre las poesías patrióticas de Quintana, El Panteón del Escorial, donde es llamada aquella soberbia mole padrón de la infamia, del arte y de los hombres, y cargado de injurias Felipe II, allí conocido por el santo fundador, acumulándose mayores o menores injurias sobre los reyes austríacos, y dándose por ciertos los amores del príncipe don Carlos con doña Isabel de la Paz, su madrastra. No podían los buenos monjes imaginar que fuesen aquellos pensamientos de un español, y menos todavía que bajo gobierno alguno que no fuese de extranjeros pudiese haber libertad para publicarlos. Era, en su sentir, asombroso que, quienes habían abrazado la causa de la independencia española contra Napoleón, estuviesen imbuidos en ideas propias sólo de aquel enemigo de la España cristiana. Así, por natural instinto, como que vaticinaban que si había de caer sobre ellos gran daño bajo la dominación del conquistador extranjero, acabada ésta les sobrevendría más grave y duradero mal, de salir triunfantes las doctrinas del poeta patriota. Fr. Isidro Moreno, a quien a la sazón estaba encomendado enseñar las maravillas y preciosidades de aquel edificio a los forasteros, no paraba de hablar de las tales poesías, y tuvo harta ocasión de hacerlo conmigo, porque estaba él, así como yo, unido en amistad con Quilliet.

Vistas y admiradas las tropas inglesas, entre las cuales venía un regimiento de montañeses de Escocia, con el mismo traje que me había causado tanta sorpresa y satisfacción en Gibraltar, emprendimos la marcha a Madrid, despidiéndome de Quilliet, según resultó, para siempre. El tal francés, resentido de que, habiendo querido abrazar la causa de los españoles, estos le hubiesen dado mal trato, hubo de jurar vengarse. Así fue que, como dentro de pocos días entrasen vencedores sus paisanos en Madrid y El Escorial, fuese con ellos. Tuvo, sin embargo, que responder de su anterior conducta, siendo hasta puesto en causa. Acertó a salir bien de su apuro, y aún alcanzó valimiento con José, quien le nombró para un empleo con no sé qué título, dándole la dirección de los monumentos de artes de España. Portóse mal en su destino, y lo peor en su conducta fue haber sido dañino con los monjes del Escorial, a quienes debía bondadoso acogimiento, en vez de agravios. Nació de aquí decir que había sido espía, suposición en mi entender errónea, teniendo yo datos para darla por falsa. Conmigo y mi familia en nada se portó mal, y no perdimos con haberle fiado por algún tiempo nuestros intereses. Capmany, en una riña que tuvo por escrito con Quintana en Cádiz, le carga de vituperios, y aun se jacta de haberle delatado cuando leyó su folleto contra Bonaparte; acción fea si la hizo, no siendo mejor la de decirlo, pero acción propia de un hombre sin juicio, para el cual era delito ser francés a no escribir a su gusto, y que nada respetaba en sus rencorosos odios.

A mi vuelta del Escorial a Madrid, encontré lleno el camino de soldados, dispersos, que venían huidos de la derrota llevada por las tropas del ejército español de Extremadura, en Gamonal, a corta distancia de Burgos. Ya antes de salir de la capital había yo sabido el trágico suceso a que me refiero, así como los menos funestos reveses de nuestro ejército, llamado de la izquierda, en Vizcaya y Espinosa. El espectáculo de los fugitivos llamó mi atención a lo apurado o dígase lo desesperado de las circunstancias. Nada más decía lo que veían mis ojos, que lo llegado antes a mi conocimiento por nuevas ciertas; y con todo, por el gesto y los dichos de los dispersos, se explicaba mejor que por otros medios el estado de desaliento y desorden a que nuestros pobres ejércitos habían venido.

Cuando volví a mi casa encontré a mi madre muy inquieta. Era tal su cuidado, que aun de estar yo en El Escorial tenía susto. Veía claro, a pesar de sus pasiones, que Madrid estaba cerca de caer de nuevo en manos del enemigo. Varias señales ponían patente que no carecía de fundamento su conjetura. En esto, una Gaceta extraordinaria del Gobierno vino a llenar a los habitantes de Madrid de dudas y temores, y también de asombro, porque hasta a risa provocaba su extraño contenido. Dábase en ella aviso de estar los franceses al pie de los montes,

lindes eternos de las dos Castillas,

y en la inmediación, del puerto de Somosierra, atravesado por el camino real de Francia; pero al hablar de la aproximación del enemigo, se calculaba su fuerza en número de ocho o de treinta mil hombres. Nos indignó, como a todos, tal falta de formalidad en un Gobierno que declaraba su ignorancia de si el enemigo estaba con poder suficiente para causar temor, o sólo con flacas fuerzas, y que ponía a vista de todos ésta su falta de noticias, como también su torpeza al hablar de números tan desiguales como ocho o treinta mil contrarios, del modo que podría haber hablado de una diferencia leve. El 26 de noviembre salió a luz la ridícula Gaceta que refiero, y en la misma tarde determinó mi madre que nos pusiésemos en camino para Andalucía, volviéndonos a nuestra mansión antigua de Cádiz. En gran apuro me vi, porque declarar mi casamiento no me convenía, y también me daba susto y pena por la que causaría a mi madre; y, por otro lado, dejar a mi mujer sin darle recursos cuando era de temer y aun de presumir que la población donde se quedaba pasase a poder de los enemigos, y quedase incomunicada con los lugares donde iba yo a residir, era cosa imposible, si ya no quería portarme como un malvado. Así, al oír que mi madre disponía nuestra salida, dije que yo no me iba. Preguntóme por qué, y no acertando yo con mejor salida, eché por la de decir que huir del enemigo era vergonzoso. Conoció mi madre mi intención; pero, disimulando, trató de probarme lo necio de mis escrúpulos, porque yo no era militar ni empleado, ni pensaba usar de las armas en defensa del pueblo en que vivía. Pero yo seguí pertinaz, sin defenderme con argumentos, sino con inercia. Me quería mi pobre madre con tal extremo, que si bien por separarme de un amor en que veía peligros le convenía sacarme de Madrid, sólo pensó en libertarme de estar entre los franceses, y así, persistiendo en disimular, propuso a la madre de mi mujer que con su hija nos acompañase, huyendo a Andalucía, con lo cual estaba cierta de que cesaría mi repugnancia a ponerme en huida, aunque me mantenía expuesto al grave mal que para mi suerte recelaba. Sin fingir yo bien siquiera, cuando supe que mi mujer vendría con nosotros, ya no vi que me dictase el honor estarme en Madrid aguardando a los franceses. Accedí al viaje, hiciéronse apresuradamente los preparativos, encontróse, por fortuna, coche, pagándole a subido precio, y al siguiente día, 27 de noviembre, poco después de amanecer, ya mi familia por sangre y por la alianza estábamos caminando en compañía, según uso de entonces, en coche de colleras, a jornadas cortas, con grande equipaje a la zaga, y escoltándonos algunos soldados.

Fea conducta era la mía en aquellas horas, si bien forzosa consecuencia de mi anterior desatino y culpa. Era casi burlarme de mi digna madre llevar conmigo y con ella a mi mujer, tratándola como a extraña. Que yo estaba enamorado de ella, bien notorio era a mi familia; que corría peligro de que me cogiesen (según la expresión vulgar) para marido, bien se lo recelaban las personas que me querían y miraban por mí; pero que estuviese ya casado distaba inucho del pensamiento de todos, menos de aquellos a quienes de cierto constaba. Considerables pérdidas nos causó la salida de Madrid, pues dejamos nuestra casa abandonada, y por los sucesos que sobrevinieron, de cuanto en ella quedó, nada recobramos. Entre algunas pinturas de muchísimo mérito, en que se contaban algunos originales de Teniers, y entre otros objetos muy sentidos por los demás de mi familia, fue para mí lo más sensible dejarme la librería juntada por mi padre, bastante numerosa y escogida, sobre todo en punto a libros modernos, y en lo perteneciente a las literaturas inglesa e italiana, aunque algo, y no muy poco, había de la francesa y de la castellana, y en corta cantidad de laslenguas extrañas, punto en que no era fuerte mi padre, que, como militar y marino, no había recibido en tales materias mucha enseñanza, aunque entendía algo de latín, ni tampoco daba valor a una clase de erudición tan desviada de sus estudios favoritos. Al contrario, por lo mismo que entendía el inglés, cosa entonces nada común en los españoles, y que de ello se envanecía, había atendido a buscar y juntar libros ingleses de los mejores, y también de los medianos. Ha sido mi suerte constante, en mis peregrinaciones y pérdidas, quedarme sin libros; aún cuando después he adquirido algunos, nunca en grande cantidad, y hoy soy quizá, entre los hombres de regular crianza y lectura, quien menos libros tiene, porque con los míos no compondría una manda mucho mejor que la célebre hecha a Gil Blas por el licenciado Cedillo.

Fue Aranjuez, según era estilo, nuestra primer jornada, y en la madrugada del siguiente día debíamos estar en el coche. Habiéndonos dormido con el pesado sueño de quien está cansado, nos admiramos al despertar de ver muy clara la luz del día, así como de que reinase en la posada profundo silencio. Salimos a llamar a nuestro mayoral y a reconvenirle; pero presentándose él con gran flema, nos avisó de que el carruaje estaba embargado por orden del Gobierno. La Junta Central, que lo era suprema de la nación, había resuelto retirarse de Aranjuez a Extremadura o Andalucía, casi segura ya de que, por más o menos breve plazo, se asentaría la dominación francesa en el centro de España, y de que en breve estarían pisando las orillas del Manzanares y del Tajo los enemigos. De este modo nos veíamos parados en el camino, y en situación de haber de esperar en una posada el trance de la entrada de los franceses en el pueblo donde había residido el Gobierno su contrario. En mal paso nos veíamos, y para salir de él corrió mi madre a buscar persona por cuyo influjo se nos pusiese en libertad nuestro coche. Su primer idea fue presentarse con esta solicitud al ministro que era de Marina, que era don Antonio Escaño, el cual había sido amigo de mi padre. Hízolo así, y fue recibida con sequedad y hasta con aspereza y grosería, negándosele intercesión en su favor en aquel lance. Tenía también la malparada pretendiente alguno bien que escaso conocimiento con el ministro de Hacienda, don Francisco Saavedra, y a él se dirigió en aquel ahogo, encontrándole tan benévolo y complaciente, cuanto el otro ministro había estado desabrido y desatento. Pudimos, pues, proseguir nuestro viaje, coincidiendo con ello haber suspendido el suyo la Junta Central, que tres días después hubo de disponerle de nuevo y de llevarle a efecto con precipitación y peligro.

Había alguno entonces en viajar por España.

Exacerbados los pueblos con las públicas desventuras y dominando en ellos las pasiones feroces en que había tenido principio la guerra pendiente, miraban con desconfianza a cuantos venían de las provincias, o dominadas por el enemigo, o próximas a estarlo, y teniendo por traición la retirada del peligro, a los viajeros sospechaba de traidores, tremenda sospecha en aquellos instantes, a la cual seguía por lo común el más bárbaro tratamiento. Muchas personas no conocidas y otras que lo eran cayeron en aquel período víctimas de la ciega furia popular en las poblaciones pequeñas. Por esto referiré una anécdota, no digna de desestimarse, en cuanto retrata la disposición de los pueblos de España en 1808.

Habíamos llegado a Manzanares, donde teníamos que hacer noche. Recién establecidos en nuestro cuarto en la posada, se entró en él un criado de la misma, mocetón alto y fornido, y no de la mejor traza. El hecho mismo de su entrada, y su gesto, además, nos pusieron en cuidado. Aunque yo contase ya más de diecinueve años, y aun estuviese casado, aparentaba mucha menos edad que la mía verdadera, y me creía exento de pasar por traidor, no siendo costumbre achacar tal delito a los niños. Esto no obstante, la cara del que había entrado a visitarnos nada bueno prometía. Callados nosotros, él rompió el silencio, diciéndonos: Aquí tienen ustedes el hombre que ha muerto más franceses en la Mancha. En seguida comenzó a referirnos con jactancia hechos de bárbara y repugnante atrocidad, ponderando, sin duda, los que él había cometido, por juzgar, en su rudeza, los excesos de sanguinaria crueldad pruebas de heroísmo y de amor a su patria. Como fuese cierto que, o en el mismo Manzanares, o en un pueblo vecino, hubiesen caído los habitantes sobre un depósito de enfermos de los franceses, dejado allí sin la suficiente custodia, y pasádolos a todos a cuchillo, el mozo se jactaba de haber tenido parte muy principal en esta hazaña, y se recreaba en contarnos que uno de los pobres enfermos le pedía agua de tisana, y que él le había respondido quitándole la vida con tormentos atroces. No llegaba nuestro patriotismo, aunque grande, a aprobar actos tan bárbaros, ni aun siquiera a oírlos con serenidad, como hacían en aquella época muchos a quienes el odio endurecía el alma y ofuscaba el entendimiento. Nos reprimimos, sin embargo, como era necesario, para evitarnos un disgusto. Pero el que se había entrado en nuestro cuarto venía a algo más que a referirnos sus proezas. Así fue que, tras de un momento de silencio y por su parte de la indecisión común en la gente ruda cuando tiene que empezar una conversación con personas de superior esfera, salió con la expresión: Y aquí tienen ustedes al que ha de matar a todos los traidores. Esto último venía más. claro, manifestándonos que no teníamos motivos de estar tranquilos. Respondímosle, pues, en coro: Bien hecho, porque los traidores son peores que los franceses. Creyó él, o que no le entendíamos, o no le queríamos entender, y que le convenía declarar sin rodeos su pensamiento; y así, tras de nueva y más corta pausa, nos dijo: Dicen que todos los que vienen de Madrid son traidores. Ya, pues, no quedaba lugar al disimulo, siendo inminente nuestro peligro. No sabiendo qué hacer, le pregunté yo: y ¿por qué han de ser traidores? Porque, me respondió, se vienen huyendo de resistir a los franceses. Tuve yo entonces, por mi fortuna, una ocurrencia de aquellas que suelen sacar bien de lances apurados. ¿Cómo de los franceses?, le pregunté; pues qué, ¿no se saben aquí las últimas noticias? Los franceses han llevado una derrota, y ya apenas queda uno en España; de modo que no hay de quien venir huyendo. A hombres de aquella especie eran muy gratas semejantes patrañas, las cuales corrían entonces como verdades a cada paso. Quitósele, pues, la furia con la alegría de la supuesta victoria, y nos dejó en paz, aunque deseosos de vernos lejos de tal monstruo, que por desgracia tenía muchos compañeros. A la mañana siguiente continuamos nuestro viaje, haciéndole sin tropiezo hasta el punto en que debíamos hacer alto por algunos días.

Éste para nosotros era Córdoba. Residía allí una hermana de mi madre, casada con don Francisco de Paula Paadin, que, habiendo empezado la carrera de oficial de la Real Armada, había pasado a empleado de rentas y tenía la administración de las viudas7 en Córdoba, empleo a la sazón de mucho provecho, aunque no de mucho lustre. Era mi tío político hombre de talento, instruido en la carrera a que se había dedicado, hábil y profundo, algo literato y compositor de medianos versos, vano y fastuoso, que, juzgando su empleo no del todo correspondiente a su clase, había logrado introducirse en Córdoba, en consideración a esta última, con la más distinguida sociedad, y que para representar en ella un gran papel, con gastos excesivos eclipsaba en el modo de vivir a los hombres más acaudalados. Su casa, propiedad del Gobierno, y buena, había sido por él muy mejorada. Todo nos prometía allí una estancia agradable. Pero mis circunstancias particulares eran causa de que en ningún lugar pudiese yo disfrutar de quietud interior. Una vez ya en Córdoba, no había pretexto para que se quedasen allí mi mujer ni su madre. La mía, sin la menor sospecha de que estuviésemos casados, veía con placer una separación de la que confiaba sacar partido, poniendo término a nuestros peligrosos amores. Yo sentía mucho perder la compañía de mi mujer; pero, más que mi pena por su ausencia, era miedo de que llegase el momento de descubrir mi imprudente y criminal matrimonio. Hízose, pues, la separación, quedándose mi familia antigua conmigo en Córdoba y pasando la nueva y adoptiva a establecerse y esperarme en Cádiz. A no ser por el desasosiego y los remordimientos naturales, me habría yo encontrado tan bien cuanto estar cabe en mi residencia transitoria. Tenía yo una extremada afición al campo, que siempre he conservado, y el de Córdoba es, por demás, delicioso, aun estando, como estábamos, en diciembre. La casa en que vivíamos ofrecía espacio y comodidades; su jardín, con una contigua huerta, aire puro y recreo; la mesa, abundantísima y para lo posible en una ciudad de provincia, escogida; regalo corporal, y para el intelectual sobraba alimento en una excelente librería y aun con el trato ameno de mi tío, hombre de mucho chiste y que conociéndome desde mi primera niñez, tenía gusto en seguir conmigo toda clase de conversaciones instructivas, divertidas y decorosas. Si en circunstancias ordinarias de mi vida hubiese yo discurrido el modo de pasar una temporada agradable, aquel de que disfrutaba habría elegido. Y con todo, para valerme de una expresión vulgar, debiendo mi vida ser la de quien vive en la gloria, era la de quien vive en un infierno. Causaba mi tormento, no el verme separado de mi mujer, sino el recibir cartas de ella donde, contra lo convenido al disponer y efectuar nuestro matrimonio secreto, que había de seguir por largo tiempo oculto, me apremiaba a que desde luego lo declarase a mi madre y familia y al mundo todo. Resistíame yo en mis cartas; pero no ignoraba que había un medio de hacer mi resistencia inútil, y era publicar, por una parte, lo que yo por la mía callase, y a eso conocía yo que mi suegra estaba dispuesta y aun determinada. Así, era grandísima mi impaciencia de verme en Cádiz, creyendo que, presente yo, podría dar largas al negocio y contener revelaciones a que mi ausencia no podía poner impedimento. La misma razón que me tenía tan impaciente, movía a mi madre a detenerse, temiendo que mi ida a Cádiz contribuyese a traer el mal que ya había venido. Al fin los sucesos políticos hubieron de empujarnos, creyendo, con razón, aunque después desmintiesen nuestras conjeturas los hechos, la mansión en que nos hallábamos poco segura.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Ventajas de los franceses.-Falsas noticias y dificultad para saberlas ciertas.-Motín de Cádiz.-Sus causas, excesos y consecuencias. El autor declara su matrimonio a su madre.-Sinsabores y arreglos domésticos a que esto da lugar.


No bien nos habíamos parado en Córdoba, cuando llegó la noticia de haber forzado los franceses el paso de Somosierra y puéstose sobre Madrid, teniendo al mismo Napoleón a su frente, suceso ocurrido mientras veníamos caminando. Súpose asimismo haber huido de Aranjuez la Junta Central, echando no por el camino real de Andalucía, sino por el de Extremadura. Hasta aquí se decía y contaba la verdad; pero de lo que había seguido, poco o nada se podía o aun se quería saber, durando por plazo increíblemente largo ésta en muchos voluntaria incertidumbre. Mi tío político, que al saberse la renuncia de los reyes y la convocación de la Junta en Bayona, no había manifestado contra los franceses el odio apasionado que a lo general de los españoles animaba, y que aun había estado casi seguro de ser nombrado para la tal Junta, si bien después del alzamiento contra Napoleón había abrazado la causa de la independencia y sido agraciado por la Junta de Sevilla con los honores de intendente, pasaba, si no por mal patriota, por tibio, dando fuerzas a la infundada sospecha que, como hombre de talento e instrucción, solía creer los verdaderos reveses de las armas españolas, y no las victorias que en su lugar suponía la credulidad del vulgo, en estas horas y en estas materias muy numeroso. Tratándose con la gente más entendida de Córdoba, de los concurrentes en mi casa, casi todos estaban en el mismo caso que él, esto es, en el de ver claro. Pero las razones mismas que los hacían perspicaces, los mantenían cautos, y a veces ni averiguar la verdad querían por no dejar traslucir, contra su deseo, que de ella estaban enterados. En tal estado de ánimo, las gentes entre quienes yo vivía y en las demás de la misma población reinaba una ceguedad difícil de desvanecer. El punto principalmente dudoso era si, como se contaba con bastante probabilidad de ser cierto, habían ocupado los franceses a Madrid el día 4 de diciembre, en virtud de una capitulación, después de una resistencia cuya duración había sido de dos días. Es singular que distando Córdoba de Madrid sesenta y una leguas, pasase cerca de un mes sin aclarar este misterio. Bien es verdad que un comisionado enviado por la subalterna de Córdoba muy a principios de diciembre, a adquirir noticias, volvió con la de haberse entregado la capital; pero viendo que sentaba mal, él mismo se desmintió o contradijo, llegando hasta ocultar la verdad a aquellos a quienes era su obligación decírsela toda, los cuales, por otro lado, tenían poco empeño en saberla si no había de serles agradable. Ello es que a un tiempo se afirmaba, y, lo que es extraño, se creía que Madrid continuaba defendiéndose con heroica obstinación, y al mismo tiempo se tenían pruebas ciertas y aun confesadas de ser dueños de ella los franceses. El modo de llegarse a dar por cierto lo segundo y de dejarse creer lo primero fue paulatino y disimulado, como deslizándose imperceptiblemente de la suposición más grata a la que lo era menos. Pero casi convencidos ya de que Madrid era de los franceses, empezaron a correr las noticias más alegres, siendo creídas cuando había pruebas evidentes de su falsedad. Habiendo en diciembre salido Napoleón de Madrid para caer sobre los ingleses que estaban en Castilla la Vieja, y tropezando inesperadamente con nieve, que casi les cerraba el paso del puerto de Guadarrama, hubo de detenerse un tanto para vencer aquel obstáculo, que la voz popular representó como considerable. Nació de ahí decirse que las nieves habían destruido el ejército francés, y que cayendo sobre él los ingleses, sin duda más duros para resistir los extremos del frío, habían acabado con sus destrozadas reliquias, salvándose con unos pocos Napoleón, y encerrándose en el monasterio del Paular, donde estaba cercado, y sin más remedio que el de entregarse.

Aún no faltó en la inisma Córdoba quien, o por exceso de estúpida credulidad o, como tengo motivo de sospechar, por maligno deseo de ridiculizar la patraña corriente extremándola, afirmó que ya había caído en manos de sus contrarios el emperador francés, siendo cogido disfrazado con el hábito de monje. Ésta era la España de aquellos días, donde, como sucede en épocas en que tiene parte en los negocios públicos el pueblo todo, andaban no sólo cercanos, sino juntos, lo ridículo y lo sublime.

Pero en medio de todo esto, lo evidente era que los franceses, con sus cortas fuerzas, estaban enseñoreados de la Mancha. Bien es cierto que en las gargantas de Sierra Morena se habían situado algunos miles de soldados españoles, con el competente número de artillería, y que era opinión general ser intransitable aquel paso, si le defendían siquiera medianas fuerzas, suponiéndose que entre ellas no hubiese traidores. Pero aun así no agradaba ver a los franceses cerca, habiendo en el ánimo de muchos la contradicción de creer la barrera de Sierra Morena insuperable, y de no sentirse con todo muy tranquilos, con estar a su inmediación, aunque a su espalda. De estos era mi madre, a quien su claro talento y su tal cual instrucción no alcanzaban a tener enteramente libre de las preocupaciones dominantes. Resolvimos, pues, salir de Córdoba y trasladarnos a Cádiz, estableciéndonos allí de nuevo. Hízose nuestro viaje sin ocurrir circunstancia alguna digna de ser referida.

En tanto la Junta Central, huida de Aranjuez, había venido a Sevilla y determinado sentar en aquella ciudad su residencia. Allí pensamos nosotros ir, pero de paso y sólo con el objeto de entablar otra vez pretensiones relativas a mi persona. Era, sin embargo, mala la época para traer a la memoria los méritos de mi padre, porque memorias más frescas tenían dadas al olvido las antiguas, embebiendo la guerra presente y los servicios en ella prestados toda la atención del Gobierno y del público, que con esto sólo harto tenía en qué ocuparse. Difirióse, pues, nuestro proyectado breve viaje, y hubo de demorarse hasta no llegar a tener efecto.

En Cádiz, alejada del teatro, no tenían a la sazón los negocios políticos grande importancia inmediata, pero sí la que daba estar, como lo demás de la nación, vivamente empeñada en la contienda que se estaba siguiendo con varia y entonces adversa fortuna. Distrájeme yo bastante de la política, atendiendo a mis graves cuidados particulares. Había yo encontrado a mi mujer, y procuraba retraer a ella y a su madre de que divulgasen mi casamiento, recordándoles que nos habíamos comprometido por ambas partes a tenerle algún tiempo callado; pero trabajaba en balde, teniendo poca fuerza mis razones contra la voz del interés. Fueron ellas descubriendo el secreto a algunos no para que le guardasen, sino muy al contrario. Acercábase, pues, la hora, para mí tremenda, en que había de dar un grave disgusto a mi madre, adorada por mí, aunque ofendida, y quizá de perder su afecto; y pensando en trance tan amargo, me sentía atormentado por cruel pena. De este modo sólo pensaba en mí, y los sucesos públicos no empeñaban en mí otro afecto que el de la curiosidad.

Hubo, sin embargo, de causarme horror y disgusto un motín que presencié, del cual daré aquí alguna razón, por saberse muy desfiguradas las circunstancias, habiendo escrito con equivocados informes acerca de ellas el conde de Toreno en su historia. La población de Cádiz, en la hora del levantamiento general de la nación, había manifestado más entusiasmo y mayor ferocidad que lo que era de presumir de los hábitos pacíficos y de las suaves costumbres de los gaditanos. Al romper el levantamiento, había caído allí asesinado, con increíble número de heridas, el general marqués del Socorro, ilustre víctima a quien no salvó el aprecio con que antes era mirado en un pueblo donde había ejercido el mando algunos años, y al doble ilustre en la hora de morir, por el heroico valor con que llevó los tormentos a que estuvo sujeto, provocando con noble entereza a sus verdugos. Habíase seguido a esta tragedia hacerse cuantiosos donativos para los gastos de la guerra, entrar en las filas del ejército muchos jóvenes en calidad de voluntarios, y formarse cuerpos semejantes a lo que fueron después en toda España los de la Milicia Nacional; cuerpos compuestos de casados y viudos con hijos, así como de solteros y de personas bastante entradas en edad, así como de mozos, de ricos, así como de pobres, de gente de elevada condición, así como de la de humilde. En suma, de aquellos a quienes no correspondía entrar en suerte para el servicio activo de campaña, o que, aun siendo soldados, se libertarían de tomar el fusil, o por influencia de favor o por dinero, y también de los que por su estado y edad debían ser comprendidos en los alistamientos generales o en las quintas, y por sus pocos haberes o mediana o baja esfera, tendrían que sujetarse al ejercicio de las armas si a él los llamaban las leyes y su fortuna. Esta fuerza, en parte militar y en parte no, se titulaba batallones de voluntarios de Cádiz, dividiéndose en de línea y ligeros, y no recibía paga y tenía por servicio el de la guarnición de la plaza; siendo en ella oficiales y soldados de una misma calidad, y alternando en el trato de modo que, como se puede presumir, aun en los actos del servicio no conocía aquella gente armada el yugo o freno de la disciplina. Ahora, pues, Cádiz, en pago de tantos méritos, reclamaba privilegios, reclamación que constantemente se hace en pago de servicios. Sucedía también que haciéndose de la ciudad o de su vecindario un ente moral, para este cuerpo ilusorio se pedían los privilegios por vía de recompensa, sin considerar que muchos de ellos concedidos, recaerían no sobre Cádiz, sino sobre gaditanos por naturaleza o vecindad, que cabalmente no habían hecho los servicios de que llevarían el premio. Por ejemplo, para mostrar gratitud a la ciudad de Cádiz los que en ella no querían entrar en alistamiento ni en quintas, habían de gozar de esta exención en pago del mérito contraído por los que voluntariamente se habían arrojado a llevar y arrostrar las fatigas y los peligros de la guerra en los campos de batalla, en las penosas marchas o en las murallas de ciudades combatidas de cerca y con furia por los enemigos. Dispuestos así los ánimos, en febrero de 1809 había venido a Cádiz el marqués de Villel, uno de los de la Junta Central trayendo varios encargos, todos relativos a la prosecución de la guerra. Era el marqués hombre de cortas luces, de desabrida condición y de insufrible entono y orgullo. Venido a Cádiz, empezó a hacer ostentación de su dignidad y poder como señor de ilustre esfera y como miembro del cuerpo que representaba y ejercía la potestad real en España. Tomaba tratamiento y recibía a las gentes con aire de superioridad y despego, con lo cual mortificaba no poco a los gaditanos, nada acostumbrados a hacer rendidos obsequios a personajes ilustres sólo por su cuna, por haber pocos de esta clase en su ciudad, y representar en ella el principal papel los comerciantes ricos. Agregóse a esto, que siendo el mismo personaje devoto, sobre despótico, se metió a reformador de costumbres, averiguando las vidas a los particulares, queriendo corregir a los que la llevaban mala, y empeñándose en unir por la fuerza a matrimonios separados. Sin embargo, estos hechos imprudentes y aun reprensibles, fueron sólo el pretexto de la sublevación que siguió, y el disgusto por ellos causado fue el medio, y no más, empleado por los promovedores de la misma para encontrar algún grado de ayuda o de aprobación por lo menos. El motivo real y verdadero que llevó a muchos a desear y a pocos a causar una sedición, fue sonarse con bastante fundamento que, entre los encargos que traía el marqués a Cádiz, era uno el de cuidar de que aquel vecindario contribuyese al reemplazo del ejército activo como lo demás de España, por medio de una quinta. Esto causó el natural disgusto en quienes miraban con repugnancia un sacrificio de los más dolorosos entre cuantos a los pueblos se exigen. Pero como no pudiese Cádiz hacer la pretensión de ser declarada exenta de quintas, siendo lo único posible, con no llevarlas a efecto, lograr la exención de hecho; y como mal podía vituperarse que se sujetase a los gaditanos a la ley común, hízose correr que los cuerpos de voluntarios de Cádiz, según estaban formados, iban a ser sacados en todo o en parte a campaña. Aparentaron creer tan desvariada suposición no pocos, y tal vez la creyeron algunos necios. Mientras corría esta voz, propia para causar temor y disgusto, súpose que venía destinado a Cádiz, y estaba cercano a entrar en su recinto, un batallón compuesto de extranjeros, todos ellos desertores del ejército francés y de diferentes naciones. Estando así las cosas, corre de repente la voz de que inmediatamente iba a entrar en Cádiz a guarnecerla un batallón de polacos, gente muy devota de Napoleón, aunque aparentase serle contraria; que entrada aquella tropa, saldrían de Cádiz alguno o algunos batallones de los voluntarios, y que se seguiría darse por traición aquella importante ciudad a los franceses, con todos los males que tal empresa traería consigo. Rompió al momento un alboroto, cuyos primeros fautores, como sucede en todos los casos semejantes, no dieron la cara. Los que se presentaron abanderizando o siguiendo el motín, creyesen o no el pretexto que tomaban, acordes en su idea de hacer daño, pero no conformes en punto al lugar y al modo escogido para cometer sus excesos, se dividieron y empezaron a obrar por separado. Los más furibundos o los más sinceros, se salieron por la Puerta de Tierra a buscar a los soldados extranjeros, a quienes, por la costumbre de oír el nombre de polacras con que se designa a unos buques de poco porte, llamaban en voz alta polacros, declarándose resueltos a pasarlos a cuchillo. A corto trecho tropezaron con parte de aquella gente, que, obedeciendo la autoridad del Gobierno a cuyo servicio se había puesto, venía a ser parte de la guarnición de Cádiz. Embistieron con los que venían los alborotadores, y aun les dieron golpes, cogiéndolos de sorpresa y aprovechándose de que su singular situación, aun siendo valientes, les quitaba el aliento al verse blanco del odio de una población extraña. Retiráronse, pues, los desertores, por orden de quienes los mandaban, y sus contrarios, contentos con haberlos ahuyentado, no quisieron seguirlos, no fuese que, revolviéndose, cobrados ya del primer temor, se convirtiesen en adversarios bastante respetables. En seguida, pasando los sediciosos a las baterías, dijeron que habían encontrado los cañones llenos de arena, no siendo de extrañar que algunos granos de ella contuviesen, siendo mucha la que arroja el mar en aquellos lugares, enviándola a gran distancia y altura despedida por las ondas. Esta nueva circunstancia fue una prueba más de la traición urdida. De ella, como se debía suponer, era declarado principal autor el marqués de Villel, en cuya persona acudió a cebar su furia la parte desalmada de la muchedumbre. Por fortuna, también acudieron a su socorro los voluntarios, de los cuales estaban inocentes unos del alboroto y otros se contentaban con haber estorbado la quinta y depuesto al que la había de llevar a ejecución, y cogiendo al desacatado y amenazado vocal del Supremo Gobierno, entre sus filas le llevaron sano y salvo, aunque perseguido por insultos y declarados propósitos de matarle, siguiendo hasta dejarle depositado en el sagrado asilo del convento de Capuchinos. Entre tanto, la voz común era aprobar el alboroto, suponiendo la venida de los llamados polacos, dispuesta con las intenciones más pérfidas y contrarias a la independencia de España. Sucedió asimismo que al llegar a su apogeo el motín, fue el mando de la gente más ruda y feroz de la plebe. Así, fueron depuestos los que gobernaban en lo político y militar, y después de irse admitiendo y desechando varios oficiales de grado superior para el mando de las armas, vino éste a recaer, por el voto popular, en el guardián de capuchinos, única persona digna de confianza; ridiculez en que asoma lo agudo del instinto del pueblo, pues tratándose de buscar quién era más impropio para avenirse con los franceses, no era desacierto encontrar lo que se deseaba en el superior de la más vulgar entre las órdenes religiosas. Llevado ya a tales extremos el desorden, entró el arrepentirse de veras algunos de sus promovedores y bastantes de sus aprobadores, el aparentar otros arrepentimientos, la hipocresía en negar el origen y el carácter primitivo de la sedición y la voz que al empezar había tomado, el blasonar de lo hecho para contenerla cuanto antes, si algo se hacía, se ocultaba. Había, pues, llegado la hora del reflujo del motín, en el cual le hay, así como el flujo, casi con tanta regularidad como en el parecido movimiento del mar notado en las playas. Sin embargo, el fin de aquellos excesos fue señalado con uno de la peor el clase de los en aquella ocasión cometidos. Fue asaltado y asesinado don José Heredia, comandante del resguardo en bahía, cuyo empleo por fuerza había de traerle enemistado con la gente dada al contrabando. Este horroroso acto indispuso más contra la sedición a los que estaban ya tibios en hallar la disculpa. Fue restableciéndose el orden, pero lentamente. Renunció su autoridad militar el guardián de capuchinos, después de haberla ejercido dos días. Lo mejor fue que saliendo el marqués de Villel de su encierro, se huyó de Cádiz: que ninguno de la Junta Central vino a sucederle, quedando sin desempeñar los encargos que traía; que siguieron los mozos solteros de la misma ciudad libres del servicio de las armas. y que los voluntarios de Cádiz recibieron desmedidos premios por su conducta, siendo uno el llevar cordones como cadetes de ejército, en la cual clase quedaron desde entonces considerados. Hasta la Historia ha sido cómplice del yerro de la autoridad en este punto, no juzgándose que pudiese darse tanta recompensa sin ser en algún grado merecida.

Estos lances me inspiraron aversión a los tumultos, o aumentaron la que ya sentía. Raro parecerá que esto diga un hombre que ha pasado por ser en cierto período de su carrera aprobador, promovedor a veces cabeza de movimientos de la plebe. Pero quien así fallare, si en algo acierta juzgándome por las apariencias o aun por los hechos en que me han precipitado con propia repugnancia los sucesos por mi culpa, pero con otra intención que la aparente, yerra en mucho creyendo de mí, no mis acciones menos juiciosas y más reprensibles, sino las que me ha atribuido la furia de mis enemigos para desacreditarme. He aprobado muy neciamente las reuniones numerosas, las alocuciones en público, las manifestaciones declaradas y estrepitosas de la opinión, sobre todo para la alabanza, los banquetes patrióticos, los cantares; en suma, el bullicio sin violencias, queriendo yo lo que llaman los ingleses meetings, y no lo que allí se conoce con el nombre de riots o mobs, equivalente a motines, sediciones o asonadas de la plebe; pedante y bobo modo de pensar y de proceder el mío, repito, pues hasta en Inglaterra suele confundirse la reunión pacífica que delibera con la alborotada que obra o intenta obrar, pasándose de empezar con la primera a seguir con la segunda; y en otros países no hay bullicio sin que cause daños o sin que lleve trazas de causarle. Perdóneseme esta digresión, donde anticipo explicaciones de mis pensamientos y proceder, que habré de repetir por extenso en lugar más oportuno.

No se crea que el alboroto de Cádiz, si bien fue mirado por mí con repugnancia suma, y más que por otra cosa por la hipocresía de sus primeros promovedores, pudo darme mucho que pensar, pues en aquellos días embargaba todo mi ánimo la ya precisa e inmediata declaración de mi matrimonio. Hízose ésta por carta que escribí a mi madre, carta reverente y tierna, escrita con lágrimas tan amargas cuantas he derramado en la peor de las muchas crueles desventuras que he tenido en el curso de mi afanosa vida. Di esta carta para que la entregase al señor lectoral, don Antonio Jiménez, a quien, por haberme echado el agua del bautismo, llamaba yo con impropiedad padrino. Ya escrito el papel, salí de mi casa sin mostrar que algo nuevo hubiese, y al atravesar los umbrales de que temía verme para siempre lanzado, sentí en el alma los dolores más agudos posibles. Mi sensibilidad ha sido siempre extremada, y lo es todavía en la vejez, hasta el punto de parecer y aun de ser ridícula; y lo que es más raro, viene hermanada y contrasta con un espíritu frío de análisis, que me lleva a buscar con prolijos y nimios escrúpulos la imparcialidad, cayendo en la duda y hasta en la aparente indiferencia cuando me propongo huir de opuestos extremos y procuro condenarlos. No es de admirar ni aun de reprender que por esto me hayan juzgado mal y censurado, aun llevando la desaprobación a los términos de la injusticia. Los que se singularizan, ya lo hagan voluntariamente, ya sin poderlo remediar, tienen poca razón de quejarse si lo común de los hombres, hallándolos extraños, los condenan. Aun la superioridad, como está fuera de lo ordinario, ofende no sólo por causar envidia, sino por separarse de la medida ordinaria, y el quedarse inferior o el irse a un lado del todo, con más razón sujeta a vituperio aun por lo extremado e injusto. Así, en lo meramente material, no agradan los gigantes y causan risa los deformes o los pigmeos.

Volviendo a mis negocios, y dejando reflexiones a que se corren naturalmente el pensamiento y la pluma, diré que mi extremada afición en el caso de que voy tratando tuvo al principio bastante que la justificase. Mi infeliz madre, viendo malogradas altas esperanzas fundadas en un hijo adorado, y ofendiéndose, tanto cuanto de mi desobediencia, de mi doblez, se entregó a extremos de pena y de enojo. Declaró que no volvería a verme más en su vida, y aun con cierta serenidad injusta se arrojó a decir que, pues siendo yo menor de edad había contraído matrimonio, debía buscar con qué mantener a mi mujer y a mí propio, y que, siendo mi tutora y curadora, nada de lo mío habría de entregarme sino por disposición de la Justicia. Sobre ocho o nueve días duró el atravesar mensajes sobre este punto. Entre tanto, yo me había salido de mi casa con poco dinero, y mi mujer casi ninguno tenía, reduciéndose el caudal de su madre a la corta viudedad de capitán de que gozaba, y a una renta, no grande, en el llamado fondo perdido, que no se cobraba por estar Madrid en poder de los franceses. Así iba mostrándonos su fea cara la necesidad, y con trazas de aumentar muy pronto y hasta lo sumo sus rigores, siendo medio malo, aunque a la postre seguro para encontrarle remedio, la lentitud de los procedimientos judiciales. Pero a entablarlos me resistí yo con sensibilidad, si loable por un lado, por otro disparatada, pues dado un mal paso, debía ir siguiendo sus forzosas consecuencias. Declaré, pues, que aún cuando me muriese de hambre y conmigo cuantos me rodeaban, no pondría pleito por intereses a mi madre, tras de haberla grave y villanamente ofendido. A esto se me puso por reparo, con más cordura que nobleza, que pues me había casado, tenía obligación de atender al sustento de la mujer con quien por acto de mi propia voluntad había unido mi suerte. Trabóse, pues, una disputa, sustentada por un lado con nobles afectos, y por el otro con juiciosas y convincentes razones. Mostréme yo pertinaz; hiciéronseme reconvenciones amargas, y vine pronto a pagar la pena de mi desvarío y culpa con hallarme desavenido a la par con mi madre y con las personas a quienes yo la había sacrificado. Llegó mi infelicidad a ser suma, pero su duración fue muy breve; resultando aquí, como en algunas otras ocasiones, ser la más útil la conducta hija de mejores pensamientos. Mi madre, solícita de mi bien, en medio de su ira, andaba averiguando lo que por mí pasaba. Supo mi resistencia a proceder contra ella, sin que fuese yo quien dio el aviso, porque no era mi generosidad un cálculo. Enternecióse y determinó perdonarme, y aun llevar el perdón a términos muy singulares, que habían de producir sinsabores en lo futuro. Llamóme a su casa, y yo acudí al llamamiento trémulo de miedo, de dolor y de alegría. Entré, pues, de nuevo en la casa materna; me presenté a la que era mi ídolo más reverenciado y amado, por la consideración de mi delito al ofenderla; me eché literalinente a sus pies y se los besé con lágrimas, con sollozos, con muestras, en fin, de una sensibilidad llevada al extremo, más propias de mi carácter que de mi edad o de la anterior conducta, de que nacía aquella escena apasionada. Correspondió mi madre a mis afectos con otros iguales, no obstante ser de suyo seria y entera. Al fin, pasados los arrebatos de ternura, entróse a determinar qué había de ser de mí en mi nuevo estado. Sobre ello me intimó mi madre cuál era la determinación de su voluntad inflexible. Había yo de volver a vivir en su casa, trayendo conmigo a mi mujer, a quien recibiría por hija, no obstante los motivos que tenía para mirarla con disgusto. Dos consideraciones, según me dijo, la movían a tomar esta resolución: la una de interés, muy juiciosa, y digna por esto de ser atendida; la otra, de diferente índole, y en su ánimo más poderosa. Nacía la primera de nuestra situación en punto a medios de vivir. Desde la muerte de mi padre no habíamos cobrado un maravedí del Estado. Lo que teníamos en la isla de Cuba era bastante, pero ya se cobraba mal, y declaraban las apariencias que se iría cobrando peor en lo venidero. También teníamos algo en España, con lo cual, y con lo que de América recibíamos, lo pasábamos hasta holgadamente. Pero, en la ternura del afecto que nos unía, había habido la imprudencia de no hacer particiones de clase alguna, estando en fondo común, y gastándose sin distinción lo que era de mi madre y lo que de mi hermana y mío; imprudencia de aquellas que la razón condena, pero difícil, o tal vez imposible de remediar o corregir por personas a quienes dominan tiernos afectos de familia, en vez de cálculos juiciosos. Ahora, pues, dividir de pronto un caudal corto y embrollado, y atender con él a formar renta para el sustento de dos familias, habría sido, si no traer la ruina de ambas, reducir a dos estrecheces lo que era y había de seguir siendo un común y mediano desahogo. Pero, como dije, si la consideración que acabo de exponer pesaba en el ánimo de mi madre para traerse consigo a su nuera, otra influía en su determinación con fuerza irresistible; era ésta el deseo de separarme, y también a la que ya era mi mujer, del lado de mi suegra. Expresó este pensamiento mi madre en términos propios para darle precisión y claridad, diciendo que, hecho ya mi funesto enlace, quería que, en vez de pasar yo a ser hijo de la madre de mi mujer, viniese ésta a ser hija suya. Acompañó esta resolución un acto de dureza, quizá extremado, quizá imprudente, aunque justo, que me libertaba de ciertos peligros y males, pero poniendo otros en su lugar, y en que había el inconveniente de que por prudentes consideraciones quedaban lastimados naturales y tiernos afectos. Declaróseme que mi suegra por ningún título y en ningún caso atravesaría los umbrales de mi casa. Fuera de ella podría verla su hija; pero dentro debía estar privada de ese gusto. Los extravíos de mi madre política, no sólo en el lance de mi matrimonio, sino en su vida toda, y lo inquieto de su condición y su nada escrupulosa moral, justificaban en cierto modo una condenación que, mirada bajo otro aspecto, por lo dura era vituperable. Fuese como fuese, si las condiciones a que se sujetaba mi mujer eran para ella desabridas, le fue forzoso someterse a su rigor, porque yo las acepté desde luego. Al día siguiente, pues, de haber yo tenido con mi madre las primeras vistas después de nuestra separación, volví a residir en mi casa, acompañándome mi mujer, que fue recibida con cortesía. Por algún tiempo no hubo en mi vida doméstica, que tanto tiene de novela, incidente que merezca referirse.




ArribaAbajoCapítulo XV

Costumbres, juicios e ideas del autor en aquellos días.-Conoce personalmente a Martínez de la Rosa.-Nacimiento de su primer hijo, y disgustos a que da lugar.-Reveses de la guerra.-La población de Cádiz trabaja en las fortificaciones.-Los franceses se presentan ante la plaza.-El autor se alista en los voluntarios.-Amistad con Pizarro y condiciones personales de este sujeto.


En el año de 1809, tan fecundo en sucesos, atendía yo a los políticos y militares con el empeño ordinario de los españoles, pero sin tener parte activa en lo que ocurría. Leía mucho y de varias obras, pero sin hacer particular estudio de algún ramo. Empecé a traducir del original inglés la historia de la decadencia del Imperio Romano, por Gibbon, obra de mi singular predilección, y adelanté en mi trabajo hasta más de la mitad del primero de sus tomos, en la edición más corriente, en que consta de doce. Inútil es decir que esta versión no existe, habiéndose perdido el manuscrito con todos mis papeles. Además de la lectura común, me dedicaba a la de los periódicos ingleses. Traducíalos yo con increíble facilidad y corrección, de repente, por lo cual hacía de lector en varias concurrencias, siendo entonces muy buscados los escritos políticos de la nación nuestra amiga. Esto me llevaba a buscar el trato con los ingleses, y llegué a tenerle frecuente con los oficiales de su marina, de los que siempre había muchos en Cádiz, porque nunca faltaban navíos y otros buques de guerra británicos en la bahía, y con los del ejército, que solían venir allí en algunas ocasiones. Adelanté con esto bastante en hablar el idioma inglés. Al mismo tiempo mi familia, con las principales de Cádiz y las de Madrid y otros puntos venidas allí por los sucesos de la guerra, estaban en sociedad con los oficiales ingleses, siendo el principal entretenimiento en aquellos días lucidos festejos, ya en bailes de noche, ya en almuerzos y comidas que estos daban a bordo de sus buques. Mi trato particular era, además, con personas serias, de mucha más edad que la mía. De mis amigos antiguos, pocos estaban en Cádiz, y a esos seguía tratándolos, pero no con excesiva intimidad, no viviendo la Academia que antes daba motivo a andar juntos y a nuestras conversaciones. En suma, era mi vida sentada y de más gravedad que la correspondiente a mis años, no siendo de presumir que, quien a los veinte aparecía y era tan juicioso, hubiese a los veintisiete de precipitarse en excesos, aunque ponderados, no poco reprensibles, si bien hijos de grandes desdichas y de una situación por ellas creada, no disculpables ni aún por este motivo, que explica, cuando no haga perdonable, mi locura; en suma, aunque no de larga duración, bastantes a haber dado motivo a calunmias muy posteriores, de que ha salido mi concepto grave, aunque injustamente lastimado. Pero bien será corregirme de esta propensión mía de irme con el pensamiento más allá del punto en que estoy; falta de que pido venía a mis lectores, aunque sí con el sincero propósito, no con la firme esperanza de la enmienda.

He dicho que en los negocios políticos no tomaba parte activa, pero sí formaba mis opiniones sobre los que pasaban a mi vista o llegaban a mi noticia. En mi adhesión a la causa de la independencia, estaba firme; pero en mi esperanza de su triunfo, muy descorazonado. Al romper la primavera de aquel año, la guerra entre Austria y Francia la celebré; pero al saber sus sucesos, auguré mal de su fin; y creyendo, contra la general costumbre, las noticias ciertas y funestas que de allí venían, más de una vez hube de pasar por tibio patriota. Con las operaciones de nuestros ejércitos, en que alternaron aquel año bastantes desdichas con algunas felicidades, me sucedía lo mismo, que era creer lo malo y recelarme de ellas las peores consecuencias. En mi pasión a la nación inglesa no había menoscabo, y sí tal vez aumento; pero con todo, de la política de su Gobierno no era muy devoto, y culpaba al español cuando se mostraba demasiado sumiso a su aliado; viniendo a suceder que quien pasaba por antifrancés cuando el raudal de la opinión corría favorable a la Francia, era tachado de antiinglés cuando, mudadas las cosas, reinaba en todos los ánimos una parcialidad excesiva a la Gran Bretaña. Por último, en las disputas pendientes entre la Junta Central y sus numerosos contrarios, me ponía yo con mi intención, y aun en mis conversaciones, de parte de aquélla, a la cual consideraba en muchos casos injustamente vituperada, a pesar de sus yerros. Todos estos pensamientos hubieron de irme formando; y de lo que pensé de las cosas de entonces, se compuso, en gran parte, lo que pensé y lo que hice cuando vine a tomar en los negocios una parte más o menos activa. Era ya reformador, y deseaba la convocación de las Cortes; y porque en la Junta Central veía representado el interés de mi parcialidad, aunque algunas veces se allegase a la contraria, por eso la defendía o le deseaba próspera ventura.

Así fue llegando a su fin el año de 1809, en que habiendo hecho a fines del estío paz el Austria con la Francia, después de ser por ella vencida, y habiendo en noviembre llevado nuestros ejércitos completas y funestísimas derrotas, se presentaba con aspecto agorero de los mayores infortunios para la fortuna del Estado y también para casi todas las privadas.

Por este tiempo vino a ser amistad personal mía la que había existido por cartas durante algunos años con una persona célebre después en nuestra historia. Hacia los últimos días de 1809, o en los primeros de 1810, me estaba yo paseando por la calle Ancha, lugar el más concurrido de Cádiz y que entonces lo era en grado sumo; se llegó a mí un joven con trazas de forastero, de tez morena y grandes ojos negros y figura no común, y me preguntó si no era yo Galiano. Le respondí que sí, y él entonces, diciéndome que había tenido correspondencia sin conocerme más que por ella, me declaró ser don Francisco Martínez de la Rosa. Me di el parabién, de que se siguió un trato frecuente y amistoso. Hubo de interrumpirse éste en breve, por haber salido mi amigo a Inglaterra a pasar algunos meses, deteniéndose más en su viaje de lo que pensó al principio. Allí publicó algunos opúsculos, cuyo mérito, no corto para la edad del autor o para la época, aparecía a mi vista muy abultado. No menos admiraba su poema de Zaragoza, en el cual, ciertamente, hay belleza de estilo y dicción. Habíasele considerado digno del premio que prometió la Junta Central, en solemne decreto, al mejor que se presentara en competencia sobre un argumento que a la sazón empeñaba en grado altísimo los afectos de los españoles, y, sin embargo, era notorio que no había salido premiado, no por juzgársele inferior al asunto que trataba, en lo cual cabría disputa, sino por estar la palma destinada a otro ingenio, que siendo tanto cuanto grande perezoso, no quiso entrar en la competencia, como había prometido. Esta circunstancia desviaba entonces a Martínez de la Rosa, como a mí, de cierta pandilla políticoliteraria a que él, llevado por la fuerza de los sucesos, vino al cabo a asociarse, y en que correspondió por muchos años, hasta que posteriores acontecimientos la rompieron, o dígase la han roto en época no lejana, echando a diversas y aun opuestas filas de combatientes a los pocos que viven de entre quienes la componían.

En el último mes del año tuve yo un motivo de satisfacción, de donde también me vino un disgusto, y fue el de nacerme un hijo. Miré yo a esta tierna criatura con el afecto natural de un padre, y también con la ridícula vanidad que da el serlo, cuando apenas se pasa de ser un chiquillo; vanidad que en mí resaltaba más por ser todavía mis apariencias de muy joven, tanto, que por estar apenas poblada mi barba, vino muy a cuento la ocurrencia verdaderamente andaluza de un conocido mío, que me dijo, dándome zumba, que mi hijo y yo nos afeitaríamos por la vez primera en un mismo día. Pero como he apuntado, la circunstancia que produjo mi contento, me trajo sinsabores. Aunque esmerada y aun cariñosa mi madre en asistir a mi mujer, llevó su tesón, en este punto reprensible, hasta no consentir que viniese mi suegra a ver a su hija. Agregóse a esto lo que, pareciendo frivolidad, hubo de tomar carácter serio y dar motivo a disputas y disidencias. Daba mi mujer el pecho a su hijo, y habiéndosele abierto grietas que le causaban agudos dolores, se resistió a sufrirlos, aun a punto de dejar padecer de hambre al pobre niño recién nacido. Buscóse ama de leche de pronto, y no se encontró. Acudióse a la Cuna (nombre que allí se da a la casa de expósitos), y vinieron de allí varias nodrizas; mamó la criatura de varios pechos, y tomó sustento de harta mala especie, de que se siguió ponerse enfermizo y quedar desfallecido, aun con riesgo inminente de perder la vida. Mi madre, enternecida al ver padecer a su nieto, insistió con empeño y aun con dureza en que mi mujer diese una vez el pecho a en hijo, aunque tuviese que padecer algún dolor agudo. Este empeño manifestado produjo una negativa perentoria, y aun descortés, de parte de aquella a quien se hacía. Por la vez primera hubo palabras un tanto agrias entre suegra y nuera, estando antes contenidos algunos ímpetus de la mala voluntad que entre ellas no podía menos de existir. Refiero hasta esta menudencia, porque hablo de mi propia suerte, en la cual hubo aquélla de influir como uno de varios motivos. Encontrada al fin ama, siguió mi mujer en su convalecencia, y pasados ya bastantes días de su parto, respetándose ser el tiempo el de fines de diciembre y principios de enero, hubo de efectuarse su primera salida a la calle, que fue, como era natural, a ver a su madre, lo cual hizo llevada en silla de manos. A pocas horas, cuando esperaba verla volver, recibí una carta suya. Decíame en ella que había resuelto por el pronto quedarse a vivir con su madre; que no volvería conmigo hasta que le tuviese una casa donde viviésemos solos, pues conmigo, y no con mi familia, se había casado, y que de esta determinación nada podría apartarla. Es de notar que de su hijo, quedado en casa, no acordábase de hacer mención, como si no existiese. Imposible me es decir a qué punto llegaron mi sorpresa y mi enojo en lance tan inesperado. Que pretendiese mi mujer no vivir con mi madre, no era descabellado; pero en nuestras circunstancias de entonces pecaba de imprudente, y, además, el modo de hacer su pretensión la hacía inadmisible, por venir acompañada de una escandalosa fuga de su casa, y por seguir a casamiento del cual debía haber previsto que habría de sujetarla a algunos inconvenientes. Mi resolución, aunque tomada de pronto, si bien aprobada después por personas de respeto y talento con quienes me aconsejé, manifestó madura resolución, de que no habría cedido un ápice, aunque hubiese vivido siglos. Envié a decir a la fugitiva que, pues de mi casa se había salido, nada tendría que ver con ella hasta que volviese, y que, entre tanto, no tenía que esperar de mí auxilio o comunicación de ninguna clase. Algunos días se pasaron, firmes ambos en nuestro propósito. Mediaron algunos amigos, a los cuales intimé secamente que toda mediación era inútil, porque yo estaba resuelto a no ceder, pero sí a perdonar si hubiese sumisión completa de la parte venida a ser mi contraria. Pasáronse más días, que lo eran para mí de pena, pero que robustecían mi determinación inflexible. En esto un amigo antiguo mío me convidó a comer a su casa. Fui allí sin sospechar cosa alguna; apenas entré, noté que detrás de mí se cerraban las puertas que había pasado, y al llegar a la sala vi sentada, junto a la señora de la casa, a mi mujer esperándome. A tal vista, fue mi furor rabia ciega. Volví la espalda, encaminéme a la puerta; hallándola cerrada, golpeé, acompañando mis acciones con voces, de modo que mis descompuestos ademanes parecían de un loco. Fue, pues, forzoso abrirme la puerta y dejarme salir alborotado y presuroso, sin que hubiese mediado una palabra entre las dos personas a quienes se había tratado de reconciliar de una manera tan imprudente. Ya entonces se conoció que era equivocación achacar mi firmeza a influencia de mi madre, según era costumbre en mi mujer y en quienes de parte de ésta se ponían. Así, a los dos o tres días de este suceso recibí aviso de que mi enemigo, pues tal nombre podía dársele en este caso, quería capitular y aun entregarse a discreción, vista la imposibilidad de conseguir más suaves condiciones. En suma, me envió a decir mi mujer que había resuelto restituirse a mi casa, con tal que no fuese maltratada de palabra o gesto por lo pasado, pues de obra no podía ni temerlo. Prometíselo así, pero no hubo de quedar sin alguna pena, imponiéndosele, sobre las condiciones antiguas, una en verdad excesivamente rigurosa e irritante. Ésta fue que no viese a su madre. Lo peor en esta mala resolución era que no podía tener cumplimiento. Como se verá, no sólo no fue observada con rigor, sino que aflojándose este rigor primero, aun la entrada en mi casa, antes negada a mi suegra, al cabo de poco más de un año le fue concedida, sin que esto dispusiese mejor el ánimo de ella o de su hija o nos excusase las mayores desgracias.

Mientras estas cosas pasaban en mi casa, la suerte de España era fatal; y en la común ruina que amenazaba, también era de temer que nos cupiese gran parte. Habían invadido los franceses a Andalucía. Teniendo que huir, la Junta Central había quedado como disuelta en su viaje. En Sevilla, una sedición loca creó nuevo Gobierno, dándole el titular de España a la Junta antigua de aquella provincia, fantasma que nada duró, bastando a derribar cuerpos robustos el viento de la adversa fortuna, que soplaba con ímpetu desesperado. Cádiz se vio en peligro de caer en manos de los victoriosos franceses. En tal apuro, cuando apenas se sabía si el Gobierno de la nación española era vivo o muerto, o dónde estaban sus reliquias, pensaron los gaditanos en crear una Junta a uso de los españoles en horas de conmoción o de riesgos. Procedióse a la ejecución del proyecto formado con toda regularidad, no haciéndose por el pueblo en las calles, sino por votación ordenada en lugares de antemano señalados. Entre tanto, por varios medios, todos se preparaban a recibir al enemigo: en 1808, para aumentar las defensas que por la parte de tierra tenía la plaza de Cádiz, sin contar con las que presenta la isla de León en el paso del brazo de mar y vecinos caños que forman la isla llamada desde entonces Gaditana, había empezado a abrirse un ancho foso y a construirse una robusta muralla, compuesta de cortina y baluartes, por donde corre el arrecife muy ceñido por los opuestos mares de la bahía y del sur, tocando en ambos las dos propuestas y comenzadas fortificaciones. Pero estas obras habían adelantado poco, por faltar fondos para atender a ellas, en hora en que eran tantas las atenciones del Estado. Aunque la defensa verdadera de Cádiz no estaba allí, sino en las aguas de la isla de León y vecinas trincheras, con todo venía bien, para caso de una desgracia que aún admitía remedio, preparar una resistencia en aquel punto. Así, a acabar las obras acudió de pronto un número infinito de trabajadores, siéndolo todos los habitantes capaces de ejercitar sus fuerzas. Íbamos, pues, sin distinción de clases, a trabajar de continuo en aquellas faenas duras, que la novedad nos hacía llevaderas y aun gratas. No se ceñía el trabajo a construir, sino que comprendía el derribar, pues fue forzoso echar abajo las muchas casas de recreo que había en las inmediaciones de las murallas, para quitar toda especie de abrigo a los contrarios, si a ellas se acercasen dejando despejado el terreno para que le barriese con sus fuegos la artillería.

Era espectáculo vistoso el de aquella población numerosa, afanada en la obra de destrucción y construcción, sin dolerse de la primera ni repugnar la más dura tarea a los más delicados o perezosos. Formábanse tandas de las gentes entre sí conocidas; y como suele suceder en casos tales, imitábase con gusto en sus usos a los trabajadores, llevándose buenos ranchos, que se comían al aire libre, metiendo cada cual la cuchara en la caldera. Así, ya pasando de mano en mano espuertas de tierra, ya empujando carretones, ya manejando el pisón, en pocos días adelantamos mucho la obra de la cortadura, y adelantamos, digo, porque en la faena era yo de los más diligentes, no obstante la endeblez de mi persona.

Duró algunos días este ejercicio voluntario. Diósele luego más orden, disponiendo que unos días fuesen a él los de ciertos barrios, alternando en el servicio. Pero pronto entró el cansancio o el fastidio, y el mismo orden introducido en las tareas les quitó lo agradables, haciéndolas menos voluntarias. Por esto, en breve empezó a pagarse el servicio, en vez de hacerse con los propios brazos. Además, no hacía falta la diligencia, porque Cádiz estaba ya seguro, cuando menos, por largo tiempo. Fue, con todo, cosa que conmovió ver, el 5 de febrero de 1810, asomar por las alturas del cerro llamado de Buena Vista, en el camino de Jerez de la Frontera al Puerto de Santa María, desde donde se descubre a Cádiz, la caballería francesa. Bien es cierto que las líneas de la isla Gaditana estaban en pie de defensa tan respetable, que su expugnación parecía obra de suma dificultad, cuando no imposible. La llegada del duque de Alburquerque, con una división medianamente crecida, había infundido aliento, si bien, aun faltando este poderoso auxilio, estaba resuelto resistir al enemigo. Las fuerzas navales británicas y españolas eran numerosas, y su servicio, hecho con buen ánimo, daba completa seguridad a las baterías de tierra, que por todas partes tienen vecina el agua. Nada faltaba, pues, y nada se temía; y, sin embargo, hacía efecto en el ánimo la presencia de tropas enemigas en el punto más apartado de la frontera del Pirineo. Viose patente estar ya ocupada toda la Península por los invasores, y estar seguro y próximo a empezar un asedio de más o menos duración, pero largo sin duda alguna.

Este fue el primer efecto que produjo aquella vista; pero se borró de allí a poco, viniendo a hacerse ordinario ver a los franceses en la opuesta costa, donde, como es sabido, estuvieron algunos días más que treinta meses.

Por el mismo tiempo me alisté yo en los voluntarios de Cádiz. Hasta entonces no había querido llevar las armas en aquel cuerpo, juzgándole de corta utilidad, aunque de alguna. Pero creí que el decoro mandaba a los que estábamos en lo mejor de nuestra edad hacer algún linaje de servicio militar durante el sitio, bien que el nuestro fuera de poco riesgo, y reduciéndose a llenar dentro de las murallas de Cádiz el puesto que tocaba a los soldados, los cuales quedaban así libres para servir en las líneas exteriores. La vida de los cuerpos de guardia me agradó; pero si produjo algún mal efecto en mis costumbres, no las vició, como sucedía a otros muchos. En este caso, los que más perdieron en punto a buena moral y decoro en la vida y en lenguaje fueron los criados, liasta entonces con exceso de recogimiento, en quienes fue violenta la mudanza de hábitos.

Los míos, en general, durante el año de 1810, tuvieron poca variación. Vuelta mi mujer a mi lado, quedó dado al olvido el lance de su retirada de mi casa, en lo cual no había recibido mi honor la más leve ofensa. Tuvimos el disgusto de perder a nuestro hijo en la temprana edad de seis meses. Le lloramos, cuál más, cuál menos, y más que otros mi madre y yo; pero el dolor por su pérdida, aunque agudo, pasó pronto, no siendo posible que hubiese dejado recuerdos de aquellos que nunca se extinguen. Reinaba, pues, en mi casa la paz, amortiguándose los resentimientos pasados, y aun llegándose a cobrar afecto a los que antes se miraba con desvío.

Una amistad que formé entonces, y cuya duración fue bastante larga, aunque hubo de terminar en apartamiento y en pique, y si no en enemistad, poco menos, y que acabó en indiferencia, influyó en gran manera en mi vida y en mis opiniones, sintiendo yo su influjo más o menos en todo cuanto he pensado, dicho y hecho en épocas anteriores. Era el sujeto con quien contraje relaciones que vinieron a ser de estrecha intimidad don José García de León y Pizarro, conocido generalmente por este segundo apellido, y que entonces era secretario del Consejo de Estado, empleo de muy alta categoría. Era grande la diferencia de nuestras edades, contando él, a la sazón, cuarenta años, y yendo yo a cumplir los veintiuno. Uníamos, sin embargo, cierta conformidad de carácter, y la casualidad de que, habiéndonos encontrado en conversaciones de aquellas en que se mezclan y hablan los españoles con no corta dosis de familiaridad, aun conociéndose poco o nada, nos cobramos mutuo aprecio. Pizarro había empezado sus servicios, siendo muy joven, en la carrera diplomática, entrar en la cual había sido objeto de mis pretensiones, no abandonadas todavía enteramente. Después de pasar algunos años en Berlín y Viena, primero agregado a la legación y después como oficial de embajada, había venido a Madrid a la Secretaría de Estado, en edad en que aquellos días era raro ocupar un puesto estimado a la sazón de alta categoría y grave importancia. Continuando en su carrera, y habiendo servido algunos cargos fuera, sin dejar su plaza en la secretaría, había llegado a oficial mayor de la misma, según creo, siendo ministro don Mariano Luis de Urquijo. En la violenta caída de este personaje corrió peligro de ser envuelto; pero salió bien de tan mal paso, ayudado por la gran privanza cortesana de su madre, y por la suya propia, y usando de su destreza, acompañada de arrojo. Al fin había salido al empleo que tenía de secretario del Consejo de Estado, salida, según se decía entonces, de las ordinarias, y si no la mejor, poco menos.

Gozaba de la reputación de agudo e instruido, y la merecía, siendo más claro su entendimiento y más vasta su lectura que lo que le concedía el general concepto. También pasaba, y no sin razón, por travieso y algo calavera, siendo chistosísimo en sus ocurrencias, originalísimo en su modo de ver las cosas y en la conversación, sobre todo cuando disputaba; muy dado a galanteos, y también a relaciones de no buena clase con mujeres de mala nota. Tenía y hasta afectaba rareza en el vestir, pecando por descuido, aunque no por desaseo, lo cual, con el tiempo, vino a convertirse en desaliño, llegando a hacerse famosa una capa suya, que en los principios de nuestra amistad empezó a hacerse notable. Pizarro, con todas estas cosas, gustaba mucho en la sociedad, y muy especialmente a las mujeres, aunque distaba bastante de ser bien parecido, siendo de estatura pequeña, de no buenas facciones y de vista torcida. Por esto gozaba del privilegio, o, mirándolo de otro modo, de la desventaja de ser llamado todavía Pizarrito, a pesar de sus cuarenta años. Entre los hombres tenía bastantes enemigos que le vituperaban de ligero y maldiciente, cualidad esta última que mal se le podía negar, aunque lo gracioso de su maledicencia hacía que fuese recibida con gusto. Tenía, además, Pizarro, en la época en que le conocí, sobre su opinión, una nota que si bien a los ojos de alguno era de leve y ningún valor, no dejaba de tenerlo grande, en el sentir de la aleccionada muchedumbre. Había jurado fidelidad y obediencia a José Napoleón y a la Constitución de Bayona, bien que no como individuo particular, sino con el Consejo de Estado, al cual como secreta correspondía. A pesar de este juramento, prestado pocos días antes de saberse en Madrid los sucesos de Bailén, cuando evacuaron los franceses la capital de España, no tuvo Pizarro por conveniente seguirlos. Al presentarse Napoleón en las puertas de Madrid, en primeros de diciembre de 1808, Pizarro, como otros muchos, acudió a tomar parte en la defensa, y en la mañana del 4, cuando estaba resuelta la próxima entrega de la capital, escapó por la puerta de la Vega, teniendo que andar algunas leguas a pie, y vestido el uniforme de su empleo, con los pies calzados con alpargatas, y una manta, siguiendo así con fidelidad la causa de su patria, mantenida por el pueblo, y conservándosele fiel, aun en las horas de mayor apuro, no encubriendo, a los que le trataban con alguna confianza, su opinión de que al cabo lograrían los franceses vencer la resistencia de los españoles, y aun de que tal suceso sería para España feliz sobre manera. Oírle expresar sus temores, y más todavía su sentir en punto al temido triunfo de los aborrecidos invasores, disgustaba a los patriotas ardorosos y poco tolerantes, que con este motivo se acordaban del juramento que había prestado al intruso, y se olvidaban de que, pudiendo seguir en su servicio, se había venido al opuesto, obra de más mérito en quien calculaba que había abrazado una causa a la cual había de ser al fin contraria la fortuna. Contaré lo que me dijo en este punto, según su modo singular de declarar sus ideas. Preguntándole yo cómo era que vituperando él no por lo injusta, sino por lo perjudicial, la idea del pueblo español de no admitir por rey al hermano del emperador francés, y por otro lado teniendo por muy probable que vendría España a quedar sujeta a lo que miraba como un duro y afrentoso yugo, estaba, sin embargo, en Cádiz sitiada y no en Madrid entre los franceses y sus aliados. «Responderé a usted, me dijo, poniendo por ejemplo lo que habría dicho, haciéndoseme la misma pregunta, en ciertas circunstancias.

«Si en la hora de salir yo de Madrid a pie, entre peligros y con fatigas a la vista, se hubiese atravesado alguno, y deteniéndome me hubiese hecho la pregunta de adónde iba y qué me parecía de las cosas, mi respuesta habría sido: esto es una locura, la nación española no debía haber emprendido esta guerra, y, en fin, será funesta; pero déjeme usted ir, que pierdo tiempo, y tengo que seguir a perderme, porque la nación toda quiere resistir, y es obligación obedecerla y no estar entre las filas de sus enemigos.»

Tal era don José Pizarro. Corriendo 1810, dimos en pasear juntos, y muy en breve nos hicimos inseparables. Presentéle en mi casa, agradó sobre manera con su trato a mi madre, y no tardó mucho en ser mirado casi como de la familia. Una vez a la semana, cuando menos, nos acompañaba a comer. En suma, parecíamos un Orestes y un Pílades, hablando a lo clásico; extrañando las gentes que tan bien se aviniese un hombre de experiencia, ya muy distante de la juventud, aunque no entrado en la vejez, con un muchacho que, si bien marido y padre, empezaba entonces la vida.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Estudios y lecturas.-Pareceres sobre la convocación de Cortes y Gobierno del Estado, y refutación del autor a un escrito de lord Holland.-El marqués de las Hormazas y Bardají en el Ministerio.-Desacierto de este último.-Protección a Renovales.-Rencillas y recelos entre la Junta de Cádiz y la Regencia.-Fíjase de nuevo la atención en la convocatoria a Cortes.-Opiniones reinantes. El traje y la poesía que llevó a la corte el marqués de Palacio el día de San Fernando.


Pizarro y yo dedicábamos juntos algunas horas a la lectura. Él, que desde mozo sabía con perfección el francés y bastante bien el alemán, comenzó entonces a aprender el inglés, en que hizo rápidos progresos. Dile yo la obra de Gibbon, que sólo por su fama conocía, y púsose a la traducción de los famosos capítulos XV y XVI, que desempeñó bien, pensando yo hacer parte de esta versión de la general de la obra, a que había dado principio año y medio antes.

El me dio a leer Los animales parlantes, de Casti, que estimaba mucho por ser composición muy en boga en sus mocedades entre la gente diplomática y cortesana, y porque él se lo había oído leer al autor, dotado de singular habilidad para dar realce al mérito de sus obras con leerlas. Tomamos también para nuestro estudio juntos la colección intitulada Biblioteca del hombre público, hecha y dada a luz por Condorcet y Pastoret, en los días primeros de la revolución de Francia, colección donde están bien extractados libros de mucho mérito, y entre varios, el de Adam Smith, sobre la riqueza de las naciones. De los extractos hacíamos otros extractos leídos o escritos, y esto daba motivo a útiles conversaciones sobre varios puntos.

No dejábamos de tenerlas sobre todos los negocios pendientes. Uno de los que más ocupaban la atención a principios de 1810 era la convocación de las Cortes, que, hecha por la Junta Central y suspendida por la Regencia, era pedida con empeño. Pero se hablaba entonces, más que sobre otra cosa, sobre si había de ser convocado solamente el brazo de las ciudades o popular, como vino a suceder, haciendo las Cortes un puntual remedo de la Asamblea Constituyente de Francia, en cuanto cabía identidad entre una representación del pueblo francés en 1789 y una del español en 1810; o si, al contrario, había de haber dos brazos o estamentos, según quedó dispuesto al fin por la Junta Central, y según aconsejaban Jovellanos y algún otro político de nota, contra el casi común sentir de la grey literario-filosófico-política que en todas las cuestiones pendientes llevaba la voz y ejercía el predominio. Un extranjero muy entendido en las cosas de España y muy amante de nuestra nación, lord Holland, quiso entrar en la misma cuestión como ilustrado consejero, y publicó un folleto intitulado Insinuaciones respecto a las Cortes (Suggestions on the Cortes). Diéronmele a traducir, y, lo hice, si bien cuando pensaba publicar mi versión salió a luz otra, hecha por mano muy hábil, que era la de don Andrés Angel de la Vega Infanzón, hombre muy instruido y señalado ya por haber ido con el vizconde de Matarrosa, después conde de Toreno, diputado por la Junta de Asturias que llevó a Inglaterra la noticia del primer alzamiento del pueblo español contra los franceses. En verdad, el tratadito de lord Holland era superficial, aunque juicioso, reduciéndose a proponer para España una Constitución muy semejantea la británica, esto es, un Parlamento, de que un cuerpo aristocrático fuese muy principal parte.

Al componer a su gusto la cámara aristocrática, el magnate inglés, a pesar de ser de la religión protestante, daba entrada en el cuerpo legislador de España no sólo a los obispos, sino a algunos abades y superiores de órdenes religiosas.

El plan, en cuanto me acuerdo de él, era descabellado, aún juzgándole con las opiniones políticas que yo en el día tengo; y según las que entonces profesaba yo, en común con los hombres más ilustrados y activos, aunque con algunas excepciones, hubo de parecerme, sobre desvariado, de efecto pernicioso. Por esto tuve el atrevimiento de coger la pluma y escribir una refutación no sólo del folleto inglés, al cabo pensado y escrito con escaso conocimiento de nuestra situación, sino de la opinión que sobre la misma materia había dado Jovellanos en un escrito de mérito indudable. Pizarro coincidía en mi modo de pensar, porque las razones que nos movían a desear las Cortes, no tanto eran ver establecida en España desde luego una Constitución mediana y con trazas de duradera, cuanto tener un cuerpo popular que acometiese y llevase a cabo grandes reformas, a lo cual forzosamente había de servir el cuerpo aristocrático de obstáculo invencible. Mi escrito fue muy aplaudido por cuantos lo leyeron, pero no llegó a ver la luz pública; aunque de mano desconocida, al devolvérmele uno de aquellos a quienes le entregué, encontré puesta al margen la palabra imprimatur, decreto no dado por autoridad competente, y que por eso no tuvo efecto. Siento haber perdido esta obrilla, pues en cuanto la recuerdo, era una mediana defensa de una causa mala en alguna parte, pero no en todo. Acuérdome de que coincidía hasta un punto inconcebible con las opiniones expresadas en un informe dado a la Junta Central por la Universidad de Sevilla, consultada sobre la forma que convendría dar a las Cortes, informe trabajado y extendido por el eminente escritor don José María Blanco, y publicado por el mismo en un periódico intitulado El Español, en Londres, en 1810, cuando ya el autor iba convirtiéndose a otras muy diferentes doctrinas. Es de advertir que yo no había visto el informe a que acabo de referirme, cuando me atrevía a extender mi dictamen sobre los mismos puntos.

Fuera de esto, mi obra descansaba en doctrinas abstractas muy distintas de las que ahora tengo por ciertas, y sustento, pero muy conformes a las que corrían con más general favor en aquellas horas. Conservo en mi memoria, casi si no del todo, sin alteración, un período de la tal obrilla, y le citaré en seguida, porque en él van encerradas las máximas en que estribaban mis opiniones. Hablando primero de los concilios de Toledo, y luego de las Cortes antiguas de España, decía yo lo siguiente: «Sean enhorabuena las Cortes que van a abrirse descendientes de aquellas Asambleas; su índole, empero, es ya distinta; y si toca al erudito escudriñar su origen, el político que ha de proveer a lo presente debe buscar en los principios generales de justicia y conveniencia, o sea, en los derechos sagrados e imprescriptibles del hombre, el fundamento de toda autoridad, de toda legislación.» Como se ve, era yo discípulo fiel de la escuela dominante en la Asamblea Constituyente de Francia, despreciador de lo antiguo y amigo de edificar el gobierno sobre doctrinas de racionalismo, y no sobre los ejemplos de la Historia, sobre las prácticas antiguas y sobre el estado de las costumbres y de los pensamientos reinantes. Ni siquiera había leído a Bentham, de quien después me hice devoto, llegando, cuando sustentaba todavía doctrinas radicales y de la escuela racionalista, a asentar mi fe en otra cosa que en el culto a los derechos sagrados e imprescriptibles del hombre, los cuales, mucho antes de alistarme en las banderas de la parcialidad moderada, tenía ya en muy poco aprecio.

Si tales eran mis doctrinas y así provedía para sustentarlas, en cuanto lo consentía entonces el poco papel que por mi edad representaba en el teatro del mundo, en mis juicios de los sucesos que a mi vista ocurrían, bastante aunque no enteramente acorde con mi amigo Pizarro, me había constituido en censor burlón, abundando materia en que ejercitar esta nuestra propensión maligna. No llegaba yo, a pesar de estimar mucho las opiniones de mi nuevo y experimentado amigo, a desesperar como él de la causa de la independencia española, si bien me inclinaba a ver como grandes los peligros que corría, ni tampoco estimaba provechosa a España la dominación francesa, ni vituperable, aun siquiera por lo desvariado, el levantamiento del pueblo para resistirse a las reformas traídas por los extranjeros, a la par con el duro y afrentoso yugo. Pero notaba y ridiculizaba demasiado los dichos y hechos de los patriotas de todas clases, ya fuesen de los opuestos, ya de los favorables a las proyectadas y empezadas reformas, aunque más dirigía mis tiros a los primeros que a los segundos.

Harto motivo nos daba para la murmuración y sátira la conducta del Consejo de Regencia establecido en la isla de León a principios de febrero de 1810, y trasladado a Cádiz en mayo del mismo año. No censurábamos menos al Consejo Real o de Castilla, que la echaba de tutor o pedagogo del mismo Gobierno, ni por el lado contrario a la Junta Popular de Cádiz, su enemiga, en quien estaban representadas casi todas las preocupaciones y unas pocas de las ideas sanas y reformadoras predominantes al hacerse el levantamiento general del pueblo sobre dos años antes de los días en que se estaba.

No se prestaba poco a las burlas de Pizarro y mías la situación y hechos del Ministerio en la época anterior a la convocación de las Cortes. Bajo la Regencia fue por algunos días poco menos que ministro universal, teniendo a su cargo el despacho de varios ramos, el marqués de las Hormazas, muy buen señor, pero escaso en luces y conocimientos, y si no bajo en clase por su cuna o por su empleo, tan inferior en reputación, que de él nadie hablaba antes de su Ministerio, bien que tampoco llamase mucho la atención siendo ministro.

Sobre esta circunstancia solía hacer Pizarro la observación siguiente, digna de copiarse por ser una reflexión aguda sobre las singularídades de las cosas de España. «Si, decía mi amigo, en la posteridad, o ahora mismo en un país distante, se dijese que estando dominado el mundo por un Napoleón, tan grande en poder cuanto en capacidad, había tenido un pueblo, comparativamente débil, la audacia de levantarse a provocarle y resistirle, y que, emprendida una contienda furiosa, en lo más recio y apurado de ella había el mismo pueblo levantado, puesto en manos de un hombre solo la dirección de todos los negocios públicos que en tiempos ordinarios necesitaban, para ser bien despachados, serlo por personajes diferentes, natural sería suponer que el hombre en cuyos hombros se depositaba tan pesada carga, colocándole, por decirlo así, frente a frente con el insigne emperador de los franceses, era una de aquellas criaturas privilegiadas, cuando no por su superior mérito, por el alto concepto de que gozan, y no menos natural sería la curiosidad de saber el nombre de aquel a quien tanto encumbraban su fama y poderío; a lo cual habría que responder que era el marqués de las Hormazas el dueño de tanta autoridad y confianza.»

Mucho rigor era éste con el pobre marqués, siendo culpa de la Regencia no escoger personajes de más nota y cuenta para ministros. Sin embargo, el Ministerio de Estado fue puesto por aquel tiempo en manos de don Eusebio de Bardají y Azara, empleado antiguo, de largos y buenos servicios, de bastante experiencia, y si no de grande, de mediano talento. Pero a éste miraba con desvío, si no con ojeriza, y estimaba en menos que lo debido, mi amigo Pizarro, que con él había sido oficial de la Secretaría de Estado algunos años antes, y yo participé de las mismas preocupaciones. En verdad, Bardají, con buenas calidades de honrado y celoso, y aun de inteligente en los negocios de su ramo, juntaba algunas faltas, siendo arrebatado por su celo de la causa de la nación, hasta dejarse llevar en gran manera de las preocupaciones vulgares, y acaso demasiado complaciente con el Gobierno británico, bien que en este último punto no fuésemos buenos para juzgarle nosotros, que sin duda pecábamos por el lado opuesto. También solíamos culpar en Bardají, tratándose sólo de su capacidad y no de sus intenciones, a las cuales hacíamos justicia cumplida, que durante la guerra de Austria con Francia, en 1809, habiendo sido enviado a Viena como ministro plenipotenciario del Gobierno español, y residiendo allí durante la campaña, sin ser formalmente reconocido, por no cuadrar con la causa política de aquella corte reconocer a los españoles levantados por un Gobierno regular e independiente, hubiese pintado las operaciones de la guerra, cuyo aspecto fue siempre fatal a los austríacos, como favorable y lleno de esperanzas, y aun como poco probable la conclusión de la paz en la hora en que ya estaba hecha o próxima a hacerse.

Allegábase a esto que, al volver al mismo Bardají diciendo con ponderación, pero no absolutamente sin fundamento, que era tal la indignación de los alemanes contra los franceses, que podía él haberse traído consigo, a servir a la causa de España, casi todo el ejército austríaco, si para ello hubiese tenido a su disposición dinero y buques; como en prueba de su aserto hubiese causado la venida a la Península de dos o tres jóvenes que entraron a servir en el ejército como oficiales, y con estos sujetos, si luego de buenos servicios, entonces de muy poca nota, a uno de los entes más originales que se han visto en Europa, llamado con justo título o sin él el barón de Geramb, el cual, llegado a Cádiz, fue hecho brigadier del ejército, y tomando esta gracia como insulto, por lo desproporcionada a su mérito, ascendió en seguida a mariscal de campo, pidiéndosele mil perdones por la cortedad del primer favor, aunque los servicios posteriores de personaje tan favorecido se redujeron a pasearse por Cádiz con un uniforme extravagante, lleno de calaveras, a hacerse seguir por los muchachos, a darse a conocer en las concurrencias principales por mil extrañezas y jactancias, pintándose casi como un rival de Napoleón, y en irse en breve a Londres, donde publicó una obra con su retrato grabado al frente, contando de su estancia en Cádiz mil patrañas con estilo y lances de novela. Pero si Bardají, por estos y otros yerros, procediendo como diplomático se hizo acreedor de alguna censura, llevada al extremo por sus contrarios, a quienes yo seguía, siendo encargado del Ministerio de la Guerra, y continuando en su despacho por algún tiempo, cometió menos dudosas faltas en la para él extraña tarea de dar dirección a las operaciones militares.

Una de la que más le notábamos, porque de otra no podíamos juzgar, era la de dar preferencia a las guerrillas sobre los ejércitos, achaque éste de la parte vulgar entre los patriotas, y de que adolecían los ingleses, a cuya opinión daba mucho valor el ministro interino de la Guerra de España. También se debe confesar que mi amigo y yo nos íbamos demasiado a la parte contraria, por donde nos parecía llevados al extremo los pasos dados por el lado opuesto a aquel en que nos situábamos. Una ocurrencia, sin embargo, dio motivo suficiente a las más amargas y malignas censuras. En el segundo sitio de Zaragoza había estado un oficial llamado don Mariano Renovales, de cuya primera carrera se sabe poco, y cuya graduación en aquella época no era de las más superiores, constando sólo ser hombre de arrojo, de gran presunción, de pocas letras, y de tal cual entendimiento, pero hábil para hacer un papel superior al que le prometía su esfera en la milicia y en el mundo. Habiendo caído este tal prisionero al entregarse a los franceses, al tiempo de ser llevado a Francia con sus compañeros de desdichas, logró, como otros muchos, escaparse de manos del enemigo.

Pasó a unos valles de los Pirineos, los cuales logró sublevar contra los franceses. El general de estos, que mandaba en las inmediaciones, según uso, si no general, muy seguido por sus paisanos en aquella guerra, quigo hacer prueba de la persuasión antes de hacerla de las armas, y escribió a Renovales tirando a retraerle de la prosecución de una empresa de la cual sólo podrían sacar graves daños ambas partes contendientes. Envanecióse el caudillo de la nueva sublevación viéndose tratado con tales contemplaciones; y no rehuyendo la guerra de la pluma, así como tampoco la de la espada, justificó la resistencia que hacía a los dominadores de su patria en escritos no poco pedantes, con singulares argumentos, y hueco y algo limado estilo. Estas producciones, de que es fama que fue autor un fraile preciado de sabio y no del todo indocto, se distinguían, entre otras cosas, por la rareza de estar citadas en ella Voltaire y Rouseau, aunque no con cabal exactitud, y como blasonando de que también los insurgentes españoles, tachados de bárbaros y fanáticos, estaban familiarizados con la lectura de aquellos célebres autores, cuya autoridad, estimada del mayor peso para los franceses, era echada en cara a estos, a fin de probarles cuán injustos eran en condenar la resistencia hecha por España a sus armas, y cuán justa y atinadamente procedían los españoles defendiendo contra ellos su independencia. Llegaron estas cartas a Sevilla, donde residía a la sazón la Junta Central, la cual hubo de tener aquellas producciones en tanta estima, que las mandó publicar en su Gaceta, de oficio, como fue ejecutado, cargándolas de elogios no confirmados por el voto de las personas de saber y buen juicio.

Entre tanto, el general francés con quien se seguía esta correspondencia, desestimando el voto de los dos grandes filósofos de su nación, fue sobre los valles sublevados. Resistió mal tan pobre sublevación a la fuerza con que se vio combatida: triunfaron los franceses de los levantados, cuya temeridad les acarreó grandes desventuras, y vencido Renovales, huyó, viniendo a buscar abrigo dentro de las murallas de Cádiz. En esta ciudad tuvo bastante maña para hacerse lugar con el Gobierno, y señaladamente con Bardají, encargado en aquellos días del despacho del Ministerio de la Guerra. Propuso el inquieto aventurero ir, con una expedición a su mando, a las costas del norte de España, paso del cual se prometía muy favorables resultados. Los ingleses asimismo hubieron de oírle con gusto, y aun de favorecerle. Así, quedaron puestos a disposión de Renovales fuerzas marítimas aliadas de alguna consideración, y los recursos necesarios para presentarse armado y seguido de no corto número de gente. Este sujeto, o ya tuviese al lado al que por él llevaba la pluma, o ya hubiese sido autor de las cartas donde ganó su primer concepto, o ya hubiese aprendido a ser escritor por lecciones de su antiguo maestro, quiso, al salir a su expedición, juntar la fuerza de las palabras con las de las obras.

También para este intento se le facilitó cuanto deseaba, disponiéndose que en la imprenta real se pusiesen de letra de molde sus proclamas y manifiestos. Estos documentos eran varios, iguales todos en los pensamientos y el estilo, con señales de ser parto de un mismo entendimiento. En el uno, el autor, nacido en la región septentrional de España, convidaba a los naturales de todas aquellas provincias a darle ayuda, a fuer de paisano, esforzando su pretensión con ideas y frases de nada común singularidad. Otro era un decreto de varios artículos, donde se daban bárbaras y desatinadas providencias, precediendo a ellas la bien adecuada expresión que sigue: «Por consiguiente, ya se acabó la Humanidad.» Por fin, en uno de estos papeles, siguiendo la opinión del vulgo en suponer al rey intruso dado a excesos en la bebida, y señalándole con el apodo que era costumbre darle entre la gente ignorante y soez, se hablaba de que por los franceses y sus parciales era llamado José Napoleón I, y por los buenos españoles, según allí se declaraba, Pepe Botellas, a lo cual se seguía en el mismo peregrino texto una llamada nota, y en vez de ésta, al pie, toscamente grabada, la figura de un hombre con una botella al lado y en la mano un vaso de vino, cayéndose de borracho, al pie del cual estaba escrito: «Sermón de Logroño.» Aludía a una piececilla vulgar donde se representaba al usurpador en la ciudad últimamente nombrada, predicando, como es fama que lo hizo, sumisión a su cetro, e interrumpiendo su sermón, como ciertamente no sucedió, de resultas de hallarse embriagado.

A tales excesos de indecencia y calumnia se dejaba ir en aquellas horas el descaminado y feroz patriotismo. Híceme yo, por casualidad, con estos papeles, a los cuales el Gobierno no dio mucha publicidad, y que trató después de recoger, y los llevó en triunfo a Pizarro y a algunos más que con nosotros dos formaban una reducida pandilla mal contenta y murmuradora. Aunque no bien dispuestos respecto al Gobierno mis amigos, todavía no querían creerme cuando yo, haciendo de lector, les recitaba aquellos dislates. Hubieron de ceder, al fin, a la evidencia, naciendo de ello festiva y maligna zumba. Otras cosas daban motivo a risa, aunque menos fundada, y también había casos en que nuestra censura era meramente acre. Así sucedió en la contienda suscitada entre la Junta de Cádiz y el duque de Alburquerque. La primera, nacida cuando el Gobierno suprerno de España yacía, si no difunto, aletargado, no le había visto con gusto revivir cerca de sí, trasmigrando de la Junta Central al Consejo de Regencia. Mal podía pretender ella gobernar la nación entera; pero en punto a Cádiz, no quería que su autoridad fuese ofuscada o contradicha por otra superior.

Pero éste era un mal irremediable, y la Junta gaditana hubo de contentarse con respetar poco en la práctica a la soberanía que reconocía en la teoría, esto es, con prestar al supremo Gobierno una obediencia imperfecta e indócil. Los gaditanos estaban todos por su Junta, a la cual miraban con grande amor y estimación, por ser hija de sus votos, y también por estar compuesta, en su mayor parte, de comerciantes ricos, en el concepto de los de aquella ciudad, los primeros en el mundo para todo. Pero Cádiz era entonces una España abreviada, conteniendo en sí un crecido número de habitantes de otras provincias, muchos de ellos personajes de primera nota, y todos los empleados que siguen al Gobierno, inclusos los de superior categoría. La opinión de estos huéspedes numerosos formaba contrapeso a la de los hijos o vecinos antiguos de Cádiz, y en general tenían motivos, más que de inclinarse a la Junta, de propender a dar fuerza al supremo Gobierno de España.

Pero, por desgracia de éste y fortuna de aquélla, el Consejo de Regencia, con sus ideas contrarias a la reforma, estaba en muy mal predicamento con gran parte de los venidos a Cádiz de las provincias, al paso que en la Junta gaditana, si bien había enemigos de las novedades, y estos acérrimos y furibundos, contaban mayor número de parciales las doctrinas de un Gobierno ilustrado y popular, privando entre estos y aquellos las preocupaciones más vulgares de las que reinaban en los días primeros del alzamiento. Así, había contrapeso entre los parciales de la una y de la otra autoridad. La Junta, deseosa de bullir y de adquirir importancia, propuso a la Regencia que se encargaría de hacer frente a los gastos del Estado, entendiéndose que para ello habrían de entregársele todos los recursos de que pudiese disponer el Gobierno, o que le fuesen llegando sucesivamente, incluso las remesas de caudales de América, que solían venir sin que nadie tuviese sospecha de que aquella corriente de plata (faltando el temor de que los ingleses la interceptasen el paso) pudiera verse interrumpida. Creía, en verdad, la Junta que ella administraría los fondos públicos harto mejor que los empleados, en punto a pureza y aun a tino, estimándolos en poco y en menos de su verdadero valor, y creyendo que, a uso de una casa de comercio, estaría la Hacienda pública mejor administrada.

El Consejo de Regencia accedió a esta pretensión, pasando la Junta de Cádiz a ser depositaria y tesorera. Justo es confesar que se portó bien aquel cuerpo en el manejo de los bienes del Estado, y aun que sus miembros en alguna ocasión hicieron anticipos no cortos, y en todas se mostraron en su ramo puros, atinados y diligentes. Pero también es fuerza decir que con sus servicios creció su desafuero, aspirando a entremeterse en todo, y desmandándose cuando encontraba obstáculos a la satisfacción de su interés o de sus pasiones.

El duque de Alburquerque tenía sobre sí la responsabilidad del mando del Ejército, por el cual tenía que mirar en todo, y estaba además ufano con haber salvado la isla gaditana, acudiendo a encerrarse en ella por una marcha hábil y atrevida, a que se agregaba ser altivo, como personaje de su encumbrada clase, y un tanto díscolo por su natural condición.

Así, con alguna imprudencia y no con entera justicia, pero tampoco con destemple ni sin algún fundamento, se quejó de no estar su ejército tan atendido cuanto serlo debía, y cometió el yerro más grave de hacer pública su queja, yerro del cual cupo alguna parte al Gobierno, porque nada podía entonces publicarse sin licencia de los superiores. Respondió a la queja la Junta en una carta impresa, donde estaban traspasados los límites de la justicia, y más todavía, y de una manera escandalosa, los del decoro: llena de groseras invectivas a un personaje digno de la más alta consideración, cuando no por su elevada clase, por sus servicios. Paró este lance en que, lastimado en su honor el duque, hiciese dimisión del mando, y siéndole admitida, pasase en calidad de embajador extraordinario a Londres, sosteniéndole mal el Consejo de Regencia, que temía tanto cuanto odiaba a la Junta. Dividiéronse mucho sobre este suceso los pareceres, tomando mis amigos con mucho calor el partido del duque.

Todo ello rebajaba mucho al Gobierno en el público concepto. Por esto era muy general el clamor pidiendo las Cortes. Oponíanse a su convocación algunos que antes las invocaban, y señaladamente el Consejo Real, quien en más de una ocasión había indicado que sería oportuno y hasta debido celebrarlas. Comenzaba ya a mostrarse recia la pugna entre los parciales de las innovaciones y sus contrarios, disputas ya empezadas en Sevilla, y aun en Madrid, pero cuyo ruido quedaba ahogado por el que causaban los sucesos de la guerra, y las cuales cobraban más fuerza viniendo a ver una nación reducida a estrecho recinto, y siendo las hostilidades, aunque seguidas con tesón, de inferior empeño, por faltar numerosos ejércitos españoles que las sustentasen. Daban las contiendas pendientes margen a ocurrencias muy ridículas, como suele suceder en las cosas graves de este mundo, y más entre pueblos poco ilustrados que copian mucho de otros de superior cultura, y lo mezclan con lo infinito que conservan de lo propio y antiguo. Así, un amante de las cosas españolas de los tiempos pasados, hombre asimismo estrafalario, tanto cuanto en sus pensamientos en sus modos, el general marqués del Palacio, en quien había vanidad hasta de literato y poeta, determinó hacer un alarde con visos de consejo, dado a la par directamente y por vía de apólogo, donde se propusiese resucitar lo añejo, en vez de arrojarse a novedades.

Para el intento, con beneplácito del Gobierno, vistió a varios soldados con traje de los llevados sólo en cierta época por los españoles, si bien creídos por el vulgo peculiares de nuestra nación en todos tiempos, y por eso llamados a la española antigua; y poniéndose él igual disfraz en el día 30 de mayo de 1810, en que el Consejo de Regencia, recién trasladado de la isla de León a Cádiz, celebraba corte para solemnizar, en la festividad de San Fernando, los días del rey cautivo, se encaminó al edificio que hacía las veces de palacio. Dejó el marqués su escolta a la puerta, entre una turba de curiosos, que la miraban, quiénes con asombro, quiénes con risa y quiénes con gusto; estos últimos, por figurarse retratadas en aquella comparsa las glorias de nuestros antepasados. Entrando el general con su singular vestido en la sala donde estaba la Regencia, después de haber hecho a ésta el debido acatamiento, desdobló un papel que contenía nada buenos versos de su propia composición, y calándose los anteojos, los leyó entre el general silencio, procurando el auditorio reprimir la risa. El sentido de los versos era análogo a aquel espectáculo, pues se reducía a ensalzar las leyes, costumbres y prácticas de la antigüedad, recomendando su renovación, aunque, según el estilo de recomendaciones tales, no señalando a punto fijo cuál era la época digna de ser copiada en la presente. No consta que hubiese respuesta clara y terminante a aquel trozo de poesía. Cuando se estaba leyendo, o iba a leerse, acertó a entrar en el salón, presuroso por haber tardado, el cardenal de Borbón, pariente cercano del rey, aunque no en el goce de los privilegios de la Familia Real, por el desigual casamiento de su padre.

Era el prelado de quien hablo hombre muy gordo, con cara de bobo y aun con opinión de serlo, si bien algo después pasó por persona de buen juicio y de no rudo entendimiento, habiendo abrazado con calor la causa de las reformas. Como en el caso de que hablo le abrieran paso los circunstantes, y esto produjese algún rumor en la sala y preguntasen algunos cuál era la causa de interrumpirse así el silencio y orden, mi amigo Pizarro, allí presente, como debía por su elevado empleo, dijo en voz alta, señalando al cardenal, tenido entonces, no obstante lo alto de su dignidad y de su nacimiento, por objeto de risa: No es nada; es sólo un recluta que viene para el marqués del Palacio. Esta ocurrencia, repetida y celebrada, subió de punto lo ridículo de aquella escena. Así se iba desacreditando el Gobierno, no sin perder con su dignidad algo de su fuerza la causa del pueblo español, a cuyo frente estaba.




ArribaAbajoCapítulo XVII

El obispo de Orense.-Primera reunión de las Cortes en la isla de León.-Primera sesión a que el autor asiste.-El duque de Orleans, en España.-La libertad de imprenta, decretada por las Cortes, y primeros periódicos publicados en Cádiz.-Fallecimiento de don Vicente Alcalá Galiano, tío del autor, y juicio sobre su persona y conducta, así como de su hermano don Antonio.


Por los mismos días, el Consejo de Regencia quedó completo por haber venido a formar parte de él el obispo de Orense, que tardó algo en acudir a su puesto, para el que había sido nombrado por la Junta Central, en razón del alto concepto de que entre los españoles disfrutaba. Este personaje, de familia bastante distinguida, ya se había señalado reinando Carlos IV, por su virtud austera, por su caridad, por su desobediencia al Gobierno, tan celebrada entonces, cuanto era en sí reprensible versando sobre asuntos en que la razón y la conveniencia estaban de parte de la autoridad suprema y secular, por sus conocimientos literarios, aunque no del mejor gusto, y por un sinnúmero de razones, aunque más que tales merecieran ser llamadas calidades propias de hombre de semejante carácter. Cuando ocurrieron los sucesos de Bayona, siendo llamado a la Junta que allí había de celebrarse, el tal obispo se negó a ir y justificó su resistencia en una carta donde, con mezcla de prudencia y de arrojo, censuraba moderadamente la conducta de Napoleón, producción altamente aplaudida, aunque no digna de superior alabanza.

Con este motivo, comenzó a citarse mucho en España al obispo de Orense como una de las personas más notables de la nación, celebrándose en él, tanto cuanto las buenas cualidades, las malas, por contarse como actos de noble resistencia al pasado o aborrecido Gobierno, conatos en la autoridad eclesiástica de resistir a la civil, aun en los casos en que era contrario al común provecho el interés temporal de los clérigos, o dígase de la Iglesia. No bien celebró sus primeras sesiones la Junta Central, cuando, por influjo del conde de Floridablanca, su presidente primero, se expidió al prelado de quien voy hablando el nombramiento de inquisidor general, hecho recibido por las gentes ilustradas con vivo disgusto, no por recaer en un sujeto cuyos apasionados eran muchos y cuyos contrarios pocos, sino por declarar intentos de mantener o reanimar la existencia de un tribunal odioso. Dos años pasaron sin que volviese a sonar el nombre del obispo de Orense, hasta que se acordó de él la Junta Central moribunda para hacerle miembro del cuerpo a que legó su poder. Cuando llegó el famoso prelado a Cádiz,. ya por sus antecedentes mejor conocido, los enemigos de las reformas creían que tendrían en él un tenaz adversario. El vulgo, sin embargo, aún esperaba con curiosidad verle para juzgarle a su modo. Visto, hubo de parecer no tan bien cuanto le había pintado la fama. Era de mala presencia, muy desaseado como correspondía a su clase de virtud, temoso, hablador insufrible y nada apto para el manejo de los negocios, sirviendo a los de su parcialidad más de estorbo que de ayuda. Así, insistiendo los que deseaban las Cortes en solicitar su pronta convocación, y haciéndoles viva y acalorada resistencia el obispo de Orense, éste, que había resistido al Príncipe de la Paz y a las órdenes de Carlos IV, monarca en el título absoluto, hubo, siendo cabeza del Gobierno, de caer vencido por individuos particulares, sin más poder que el que les daban las circunstancias.

Todo aceleraba, pues, la venida de las Cortes. En ellas fundaban las gentes esperanzas tanto más halagüeñas, cuanto que nadie acertaba a decir, ni aun a explicárselo a sí propio, en qué consistían. Bien es cierto que el partido reformador, puesta la vista más en el logro de sus intentos relativos a la política interior que en la prosecución de la guerra pendiente, si bien con bastante desvarío, estimaba la mudanza en las leyes conducente a triunfos en la campaña; anhelaba, sobre todo, ver establecida en España una forma de gobierno en que el poder popular sirviese de legítimo y fuerte contrapeso al del trono. Algunos que, sin ser enteramente de este partido, se acercaban a él bastante, hombres casi todos en quienes había alguna inclinación, mayor o menor, más o menos encubierta y por ellos mismos bien o mal conocida, al conquistador francés, o que juzgaban, si no apetecible, seguro su triunfo, también celebraban la reunión de las Cortes, como si éstas hubiesen de dar a la causa de la nación española, aun en la hora de su acabamiento, mayor decoro. Yo, que por mi pequeñez correspondía en gran manera al gremio de los primeros, y por mis opiniones también en parte y por éstas y asimismo por mis relaciones, al de los segundos, tenía vivas ansias de ver junto el Congreso, influyendo, además, mucho en mi ánimo, como en el de otros, la curiosidad de ver el espectáculo de un cuerpo deliberando en público sobre materias políticas y entreteniendo al auditorio con los primores de la oratoria. Quizá en mí obraba ya el deseo de tener un teatro donde, corriendo el tiempo, hubiese yo de representar un papel, siendo mi afición a la oratoria como innata.

Llegó al fin el momento de todos con ansia esperado, y por la mayor parte apetecido. Juntáronse las Cortes en la isla de León en el memorable 24 de septiembre de 1810. Fue la solemnidad, por más que digan, tierna y hasta alegre. Hablo de ellas, sin embargo, sólo por informes exactos, porque no hube de verla por mis propios ojos, no obstante haberse trasladado a la población vecina casi todos los habitantes de Cádiz, curiosos y desocupados, y tener yo entonces en grado eminente ambas condiciones. Pero la casualidad que me impidió asistir a la apertura de las Cortes no me privó de ir a presenciar sus sesiones a los pocos días de estar abiertas. Pasé, pues, a la isla de León, si mal no me acuerdo, en la tarde del 27 de septiembre. A la mañana siguiente corrí yo al Congreso, yendo lleno de la curiosidad más viva. El espectáculo que presentaban las Cortes pintaba la confusión de ideas reinantes a la sazón en las cabezas españolas.

Acababa de declararse solemnemente que la soberanía residía en la nación, declaración por algunos combatida, por otros aprobada y por muchos aceptada, sin comprender su verdadero significado. Ahora, pues, como los Gobiernos anteriores, así la Junta Central como el Consejo de Regencia, habían procedido del voto popular y representado y ejercido la soberanía, así la antigua del rey ausente como la nueva del pueblo presente, las Cortes, en cierto modo, se consideraban como herederas de los Gobiernos anteriores. Así, a uso de algunos cuerpos de España, se hacían llamar señor y darse el tratamiento de majestad, atributos propios solamente de reyes. Así como la Junta Central y el Consejo de Regencia tenían en el salón de sus sesiones un retrato del rey bajo dosel, custodiado por guardias de la real persona, lo cual por fuerza significaba estar la majestad real allí presente, cosa contraria a la práctica, pues delante del rey no podían ni debían deliberar las Cortes; o para decirlo según era, lo cual significaba haber cierta idea de estar el rey representado por el Congreso.

Habrá tal vez quien tache de nimiedad o de pedantería estas observaciones. Pero creo que la objeción que presumo no será fundada, pues al cabo los emblemas algo significan, porque de algún pensamiento nacen y alguna idea están destinados a expresar; sin contar con que, en el caso al cual me refiero, la confusión de doctrinas que en lo material aparecía simbolizada, dando en rostro, en lo intelectual existía muy real y verdaderamente. En lo demás, volviendo al aspecto que presentaban las Cortes, nada había singular, aunque para ojos de españoles todo fue nuevo. La Casa de Comedias, donde se congregaba el cuerpo soberano y legislador, como de pueblo, no de los principales, y como eran entonces casi todas las de su clase en España, le presentaba pobre y mezquino, así por su pequeño espacio, como por su escaso adorno. Sobre las lunetas estaba corrido un tablado que prolongaba el del escenario, según solía hacerse para los bailes públicos. En aquel entarimado estaban los diputados, y el público asistente en los palcos, llenos aquel día, como en los anteriores, de una concurrencia numerosa. Había tribunas donde subían a hablar los diputados, al uso francés, bien que no colocadas como lo está la de Francia, y que por otra parte empezaba a usarse la costumbre inglesa, a mis ojos preferible, de hablar cada cual puesto en pie en el lugar donde tiene su asiento.

La discusión de aquel día versó sobre varias proposiciones, diferentes sólo en los términos y en llevar más o menos adelante el intento en ellas contenido, que se reducía a privar a los diputados de poder recibir empleos u otros favores del Gobierno, ya mientras estuviesen ejerciendo su cargo, ya después por plazo más o menos corto. Hablaron varios de los que en aquellos días solían señalarse en los debates. Uno de ellos fue Gutiérrez de la Huerta, fácil, verboso declamador un tanto instruido, pero no de buena clase de estudios, a la sazón dueño del aura popular; no alistado todavía en la parcialidad antirreformadora a que después se allegó, sino, al revés, mostrando empeño en reducir las prerrogativas de la Corona. También habló don Juan Nicasio Gallego, a quien conocía yo, bastante desde que concurríamos juntos en casa de Quintana, y a quien tenía en el más alto concepto como poeta, celebrándole entonces, si no como de grande elocuencia, como a hombre que hablaba bien, el auditorio ordinario de las Cortes. Dijo también algunas palabras Capmany, también conocido mío antiguo, a quien no era grato oír, por su mal acento catalán, sin que estuviesen en él bastante compensadas estas faltas en las formas por los méritos de la materia de sus discursos. Argüelles, cuya fama, si ya comenzada, aún no había llegado a la altura a que pocos días después subió, no habló en aquella sesión, sin duda porque no aprobaba los extremos del mal entendido desinterés con que los diputados privaban de sus servicios al público, y porque no quería comprometerse, no estando aún formada su reputación, intentando sostener doctrinas contra la corriente de la opinión popular, fuerte entonces en el punto de que se trataba. Salí yo del Congreso medianamente satisfecho, y no más; bien que no había querido mi suerte que asistiese a una sesión de empeño y lucimiento.

Me prometía mejor fortuna para el día siguiente; pero en él, si salió por un lado malograda mi esperanza, hube de presenciar un espectáculo muy curioso y harto más que cualquiera sesión ordinaria de Cortes. Al llegar ya a las inmediaciones del lugar donde deliberaba el Congreso, me encontré con las puertas cerradas, por estarse en sesión secreta. En las calles vecinas, en un día hermoso de otoño, como son los de aquel clima apacible, estaban juntos los que solían componer el auditorio del Congreso, la mayor parte de ellos gente conocida, y reformadores llenos en aquellas horas de viva y profunda satisfacción y de lisonjeras esperanzas. Hablábase de lo que, según era de creer, daba ocasión a la sesión secreta, suponiéndose que era para tratar de pretensiones del duque de Orleáns, a la sazón residente en Cádiz. En efecto, este príncipe que hoy con tanta gloria propia y general provecho reina en la vecina Francia, y que en su juventud se había distinguido como guerrero y como republicano, y en las desgracias de la emigración, a que se vio compelido, por haber hecho uso de su talento y conocimientos, pero cuya fama antigua había estado por largos años en eclipse y cuyas doctrinas se habían hecho bastante monárquicas, estaba en España desde la primavera anterior, sin hacer un papel digno de su notoria elevada esfera, aun de su mérito personal, en aquellos días poco o nada conocido. Su venida a la Península había sido misteriosa, casi negando haberle llamado los que le convidaron a venir, y no explicándose claro cuál había sido el objeto del convite; habiendo él a su llegada encontrado mal recibimiento en Cataluña, adonde primero aportó, según parecía, con la mira de encargarse allí del mando de un ejército, y causando recelos en algunos, en la hora de que voy tratando, su residencia en Cádiz, no fuera que se intentase darle parte en el gobierno de la monarquía española.

Sabían muchos que el ilustre duque había tenido desabridas contestaciones con el ministro Bardají, quejándose aquél, no sin motivo, de la singular situación en que estaba; que los ingleses eran muy contrarios a sus pretensiones, y que de entre los diputados electos se había formado un partido de los que lo eran por las provincias americanas. Lo general era mirar con desvío al de Orleans, o porque era francés, aunque Borbón, o porque había sido republicano, o porque había dejado de serlo, o porque tenía la calidad de príncipe de la regia estirpe, calidad no de gran recomendación para los parciales de las recién congregadas Cortes, cuando no republicanos, poco menos. Así es que en la calle, en aquel momento, convenían todos en desear que al duque de Orleans se respondiese con una negativa desabrida y dura si insistía en tener alguna clase de destino en España. Me acuerdo de que el entonces patriarca de la Iglesia reformadora, el cual no había tenido entrada en las Cortes, pero desde afuera influía no poco en los negocios, dijo allí mismo, a las puertas del Congreso, que los tiranuelos extranjeros, nombre con el cual señalaba a los príncipes absolutos aliados de España por su parentesco con la Real Familia, y que siendo de poco poder aspiraban a ejercerle en el Gobierno de más vasta monarquía, andaban solícitos con motivo de la reunión de las Cortes, viendo si podían lograr de ellas ser traídos a la Península a un lugar vecino al trono, o al trono mismo. Sin duda era contado entre los tiranuelos el duque de Orleans. Fuese como fuese, todos oíamos a Quintana con sumo placer, siendo desahogo de nuestro antiguo reprimido odio a un Gobierno aborrecido poder calificarlo en voz alta de tirano, aun aumentando a la voz desprecio, con usarla en diminutivo, a personajes a quienes estábamos precisados antes a mostrar veneración suma.

Seguíamos nuestras conversaciones, cuando oímos pisadas de caballos, y en breve vimos asomar, montado en uno y seguido de dos o tres personas, al mismo duque de Orleans, que traía vestido el uniforme de capitán general español, con calzón corto de grana, media de seda y zapato con hebilla, incómodo equipo para un jinete. Apeóse el príncipe y entró en el edificio en que estaba junto el Congreso, por la puerta destinada a entrar los diputados, la misma por donde, siendo aquella casa teatro, entraban los actores. Tuvimos la injusticia de indignarnos de aquel paso, mirándole como un desacato a la majestad del pueblo español, representada en las Cortes. Pero se templó algo nuestro enojo cuando, echando la vista hacia la puerta a medio abrir, descubrimos los calzones de grana y las medias, manifestando que el duque de Orleans estaba sentado en no menos decoroso lugar que en el banquillo o la pobre silla donde, a la hora de la representación, solía ponerse el humilde sujeto que cuidaba de no consentir el paso por allí a otros que a los comediantes y a sus familias, y a los demás empleados en el servicio de la escena. Halagó nuestro mal orgullo ver en tal trance de humillación a un personaje de estirpe de reyes. Pasábase tiempo y seguíamos atisbando a modo de chicuelos traviesos y malignos, y siempre veíamos brillar el color encarnado de los calzones, denotando no haber mejorado de postura el que los llevaba.

Al cabo de largo rato se notó movimiento, pero siguió al instante abrirse la puerta y asomar en ella el príncipe, que iba a salir, como lo hizo, montando a caballo inmediatamente y alejándose hacia Cádiz,, no sin saludar antes a la concurrencia, con rostro y ademanes en que iban mezclados la pena y la indignación con la dignidad y la cortesía. Vímosle ir con gusto, y nos retiramos, enterados de que aquel día no había de celebrar sesión pública el Congreso. Al siguiente me restituí yo a Cádiz, donde supe que aquel mismo día se había embarcado, por orden de las Cortes y del Gobierno, el duque de Orleans, disponiéndose a salir para Sicilia, donde tenía por entonces su residencia. Hasta se había dado orden al general comandante de la escuadra de acompañarle sin perderle de vista, ínterin no estuviese a bordo, tomando así el tratamiento dado a persona tan ilustre cierto carácter de prisión y de destierro. El general a quien tocó comisión tan desabrida, era mi tío materno y padrino, don Juan María de Villacencio, que, vuelto de la isla de Cuba siete meses antes, había sido encargado de un mando de tanta importancia en aquellos momentos, y que empezó por aquí a distinguirse, aun en cosas fuera de su profesión de marino, abriéndose paso a las dignidades a que se elevó, y comenzando así desde entonces a figurar notablemente en el teatro político. En su conducta con el príncipe francés, asunto por demás delicado, acertó a hermanar, con la puntual obediencia a las órdenes de que era ejecutor, la urbanidad y aun el respeto debidos a un extranjero, a una persona de sangre real, y en cierto modo a la desdicha.

Restituido yo a Cádiz, seguía desde allí con ansiosa atención el curso de los negocios políticos en las Cortes. Pero otra cosa me distrajo, aunque no enteramente, y fue el haber aparecido en aquellos días en Cádiz la fiebre amarilla. Yo era aprensivo, y tenía en Pizarro un amigo que no lo era menos. Así, nos separamos mucho del trato de las gentes, pero viviendo juntos, paseando y estudiando. Cabalmente por aquellos días tuvo principio la fama de la capa de mi amigo, fama conservada durante su carrera en las varias ocasiones en que desempeñó el ministerio. Mandóse hacer la primera, que era parda, no muy fina, y con vueltas del mismo color, pieza conservada largo tiempo, y de la cual otras de la misma clase fueron fidelísimas copias. Recién traída la capa a casa, entró en su dueño el temor de que trajese miasmas contagiosos, y la tuvo colgada al aire, circunstancia que dio motivo a mucha risa, y a la suya tanto cuanto a la de otro alguno.

Pero como he dicho, también las Cortes embebían mi atención, ocupándola, más que otro alguno, el debate que hubo en octubre sobre la libertad política de la imprenta, o dígase sobre consentir e imprimir sin licencia los escritos sobre cualesquiera materias, excepto las religiosas. Salió al cabo concedida esta libertad, distinguiéndose en la discusión de que esta resolución fue fruto, hasta exceder a todos sus colegas, don Agustín Argüelles. Sólo por la lectura tenía yo noticia de estas ocurrencias, no habiendo vuelto a la isla de León, ni asistido a sesión alguna del Congreso, fuera de la del 28 de septiembre, hasta que éste, entrado ya el año 1811, trasladó su residencia a Cádiz. Había, sin embargo, diarios destinados a dar noticia de las discusiones y de los discursos, aunque con imperfección bastante. El diario que a los principios alcanzó más fama fue uno titulado El Conciso, fundado al abrirse las Cortes, aun antes de declararse libre el uso de la imprenta; libertad por la cual abogó y de que hizo uso antes de estar decretada como ley, cabiéndole asimismo la satisfacción de anunciarla al público con vivas enhorabuenas. Escribían este periódico un tal Ogirando, hábil tocador de guitarra y muy buen traductor de algunas comedias francesas, y aquel mi amigo antiguo Pepito Robles, que a fuerza de constancia y de loables esfuerzos logró hacerse un tanto literato y persona de alguna nota, habiendo seguido mejorar de suerte desde allí en adelante. A poco salió otro periódico, cuyo título, si no me es infiel la memoria, era La Tertulia. En este último escribí yo algunos artículos, que fueron celebrados. En uno de ellos explicaba y defendía la doctrina de la soberanía nacional, pero no de un modo que cuadrase con las ideas de los que querían llevar el poder popular al extremo. En esto hago alto, porque algunos que han escrito de mi vida, conociéndola poco, han dado por supuesto que en mis años juveniles, y en mis primeros escritos, era yo uno de los demócratas más rabiosos de España o del mundo. Fui demócrata, en verdad, y muchas cosas creí ciertas y provechosas, que ahora estimo erróneas y perjudiciales, y por ellas abogué con fe y celo, así como ahora sustento otras contrarias, con no menos viva y profunda persuasión, y con no inferior ímpetu; de suerte que de la nota de converso, o llámese apóstata, ni puedo, ni debo, ni quiero libertarme; pero la verdad es la verdad, y por decirla, y no por vía de disculpa de lo pasado, me pinto tal cual fui, y no como me han supuesto.

Mientras atendía yo a estas cosas, crecía en fuerzas la epidemia reinante, y acometido de ella mi tío don Vicente Alcalá Galiano, que seguía desempeñando el cargo de tesorero general, falleció después de estar enfermo siete días. Veía yo entonces poco a este pariente, aunque no llegase a estar con él desavenido; pero sentí su pérdida, y he honrado y honro todavía su memoria.

Procuró deslustrar su reputación, así como la de mi otro tío y su hermano don Antonio, la calumnia, achacándoles haber sido voluntarios servidores del Gobierno intruso. Esta acusación es de todo punto falsa, aunque en algo se haya tirado a fundar la fábrica de su falsedad. Es cierto que mi tío fue a Bayona, llevado por su antes amigo Azanza, antes que las provincias de España se hubiesen levantado contra el poder francés. No es menos cierto que la firma de mi tío está entre las de otros muchos que después sirvieron con celo y lealtad la causa de la nación, al pie de la Constitución de Bayona, y de otros asuntos de la Junta allí celebrada. Pero llegado mi tío a Madrid, desde luego manifestó sus pensamientos de abrazar la causa del pueblo español, resuelto a sustentar su independencia. Su hermano, de quien también he hablado, era lo que se llamaba patriota hasta rayar en fanático, y en la defensa de Madrid, cuando se presentó Napoleón delante de sus muros, no sólo anduvo activo como magistrado, siendo aún alcalde de casa y corte, sino que en las puertas, como si fuese militar, expuso su vida.

Bien es verdad que ambos hermanos, ganado Madrid por los franceses continuaron sirviendo por algún tiempo sus destinos; pero el don Antonio, sin hacer acto de reconocimiento o prestar juramento al usurpador, y el don Vicente sin renovar los que había hecho forzado en Bayona, manteniéndose los dos en esta obediencia a los dominadores, para preparar mejor la fuga que tenían meditada. Ejecutaron ésta, juntos, en febrero de 1809, cabalmente recién ocurrida cerca de Madrid la gran derrota de los españoles. en Uclés, y cuando se mostraha propicia a José Napoleón la fortuna; de suerte que venirse al servicio del Gobierno legítimo de España era en aquella época un acto dictado por los preceptos de la justicia, y no por los consejos de la conveniencia. Por esta acción merecieron mis dos tíos ser puestos a la cabeza de una lista donde condenó José a duras penas a varios españoles. Con más razón eran tildados mis dos tíos por haber abandonado las doctrinas al Gobierno popular, que habían creído y sustentado, no sólo en sus mocedades, sino en su edad madura; si bien con tildarlos de esto justamente se les hace poco agravio, no siendo culpa variar de parecer en materias controvertibles y muy controvertibles, sino cuando malas pasiones o el ruin interés son el móvil de la mudanza.

Mi tío Vicente había llevado la suya muy lejos, y volvía por su nueva causa con vehemencia. Así, en una nota que puso a un excelente informe sobre las rentas provinciales trabajado por él y dado a luz en Sevilla a fines de 1809, reprobó la doctrina de la soberanía del pueblo, en términos, no sólo de raciocinio, sino de invectiva apasionada y elocuente. Así, habiéndose presentado a las Cortes recién abiertas, les hizo desde la barandilla un discurso, que mereció censura de los parciales de las doctrinas declaradas por el Congreso en sus primeras resoluciones y leyes, discurso que le habría acarreado sinsabores a no haberle sobrevenido la muerte muy pronto. Su hermano, que le sobrevivió algunos años, también participó de su conversión, como antes participaba de sus ideas antiguas. En uno y otro había hecho grande efecto la lectura de un libro, que el segundo me dio a leer con grande alabanza, no encontrándole yo mérito sobresaliente por donde a persona de tanta instrucción cuanta era la de mi difunto tío mereciese estimación tan excesiva. La obra a que me refiero estaba escrita en francés, y tenía por título La voix de la Nature (La voz de la Naturaleza), siendo desconocido su autor y estando impresa, si mal no me acuerdo, en Londres; todo lo cual daba señales de ser parto del ingenio de un desterrado francés o indignado de los excesos de la revolución de su patria y de las doctrinas que los habían producido. El principal tema de la obra era negar que las sociedades existiesen en virtud de pactos hechos entre iguales, y al revés, deducía su origen de la autoridad, y especialmente de la que ejerce el padre en la familia; opinión esta no nueva, y en la tal obra sostenida con buenas y también con malas razones, lo cual suele haber asimismo en los que sustentan la doctrina contraria. En verdad, el tal libro ni me convirtió ni me mereció alto aprecio; y si posteriormente he abrazado alguna de sus opiniones, no así todas, creyéndola obra mediana, o tal vez algo menos.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Juicio sobre los principales personajes de las Cortes.-Actitud del público en las tribunas. Nacimiento del segundo hijo del autor.-El conde de Villacreces y la tertulia de su hermana.-Conocimiento con el conde de Toreno.-Tratado con Jonama.-Escribe el autor en defensa de la sanción regia.-Resoluciones de las Cortes, que vitupera.- Disputa entre Capmany y Quintana, en que interviene Martínez de la Rosa.-La vida en Cádiz durante el sitio.-El bombardeo.


La traslación de las Cortes a Cádiz me proporcionó asistir a sus sesiones alguna vez. No era yo, con todo, de los concurrentes diarios a las galerías, ni con mucho, diferenciándome en esto, como en muchas cosas, de los entonces formados en partida que se apellidaban liberales. Correspondía yo a ellos en gran parte por mis doctrinas, pero no por aprobar en todo la conducta de sus caudillos, ni por aunar con el de ellas mis intereses. Seguía siendo de la reducida pandilla de Pizarro. Componían ésta algunas personas de talento original, y por lo común algo raras, habiéndolas de doctrinas republicanas extremadas, y también de unas tan moderadas, que estaban a media distancia entre las de los reformadores y las de sus contrarios. Admirábamos poco a Argüelles, y acaso le estimábamos en menos de lo que él merecía, notándose ya su falta de lógica, que aun en su mejor época rebajaba el mérito de su entonces indisputable elocuencia. Parecíanos violento y no muy instruido Calatrava, y llenos de inexperiencia y faltos de verdadera ciencia política los jansenistas Muñoz Torrero y Oliveros. Al revés, poníamos a Mejía en lugar superior al que le tocaba, mirando más a lo clarísimo de su discurso y a lo agudo de su ingenio que a las faltas de su estilo, hijas de un mal gusto adquirido en nada buenos estudios, y no mejorado después con bien escogida lectura.

Los sucesos de la batalla de Chiclana, en que tan vituperado fue el general español, mereciéndolo algo, nos llevaron a abrazar su partido y el de Lacy, indignándonos la prepotencia y la soberbia inglesa. Así aplaudimos que Blake, con el Consejo de Regencia que presidía, se opusiese a que fuesen puestos nuestros ejércitos a las órdenes del general británico. En esto se conocía un poco la parcialidad de Pizarro a los franceses; pero yo le seguía sin tener la misma, y por otras razones, y tambien por mi docilidad a tomar por mías las opiniones de un amigo que me hacía mucha ventaja en años y en experiencia.

Lo que sí nos honra era que viésemos con disgusto no leve ni encubierto el desorden con que los concurrentes a las galerías tomaban parte y ejercían influjo en las deliberaciones de las Cortes. Verdad es que en 1814, cuando cayó el Gobierno popular, fue moda de los vencedores perseguidores ponderar hasta lo sumo los tales excesos. Pero también por el opuesto lado ha habido vituperable lenidad o parcialidad escandalosa, en punto a calificar o recordar tales desmanes; de modo que aun el digno conde de Toreno, en su historia escrita cuando ya dominaba en él la voz de la razón, todavía encubre la verdad en esta materia.

Mi vida pasaba en tanto tranquila; con lo que nos llegaba de América, y usando de lo que teníamos en España, seguía mi familia pasándolo con descanso, y para lo que entonces había en Cádiz, aún puede decirse con cierto grado de lujo. No dejaba, sin embargo, de conocerse que era necesario pensar yo en tomar carrera, renovando para el intento las pretensiones antiguas, no esforzadas durante muchos años. Sólo en la diplomacia, o en una de las oficinas superiores del Gobierno, como eran las Secretarías del Despacho, podía encontrárseme colocación adecuada a mi estado, a mi clase y a mis conocimientos. Pero me era difícil conseguir uno de estos puestos, únicos que me convenían. Estaba próximo a tener sucesión segunda vez, habiendo ya mucho tiempo que había perdido a mi hijo primero. Verificóse este suceso en 19 de mayo de 1811, siendo el segundo fruto de mi matrimonio varón, como el primero. A aquél se había puesto el nombre de Fernando, por empeño de mi madre, que quiso ver a su nieto llamado como el monarca, de ella particularmente querido, por cuyo rescate estaba el pueblo español combatiendo. A este segundo, por mi disposición, se llamó Dionisio, en recuerdo de mi venerado padre. Lágrimas amargas, y algo que a más dolor que el expresado por el llanto provoca, me causa pensar en este hijo, objeto no ha mucho de mi tierno amor y de mi justo orgullo, después de mi crudelísima pena, del cual en este instante ni sé si es vivo o muerto, y a quien conservo aún el antiguo amor, si bien mezclado con tales sentimientos, que pensar en él, sea cual fuese su suerte, poco puede contribuir a mi satisfacción, y sí mucho a mi martirio. Al nacer, quedó franca la entrada en mi casa a mi suegra. Así, la revocación del rigor en cuanto al trato que con ella había de consentirse a su hija, lejos de continuar, paró en la relajación de la severidad pasada. No me fue ciertamente mejor con halagarla que me había ido con ofenderla.

Fuera de mi casa, mi trato principal entonces era en una concurrencia que en 1811 tenía el carácter de política, siendo remedo de ciertas tertulias de tierras más ilustradas, donde, tratándose de toda clase de materias, hombres no sólo de gran mérito, sino de los que figuran y sobresalen en los negocios públicos, reproducen o preparan las contiendas y los hechos que en más importante lugar pasan. No digo, con todo, que la concurrencia aquí citada tuviese tanto influjo cuanto algunas de París, pues lo único que afirmo es su semejanza con aquellas reuniones literario filosófico-políticas; de suerte que si no era de tal magnitud, o aun de alguna en sus efectos su poder, aspiraba a tenerlo, o cuando menos empleaba los medios que para lograrlo se usan. La señora de la casa, doña Margarita Morla de Virués, era hermana de mi amigo y condiscípulo don Diego de Morla, que después ha titulado llamándose conde de Villacreces, título no de aquellos con que suelen disfrazar advenedizos un apellido más correspondiente al estado a que han subido que aquél del cual proceden, pues no necesitaba blasones nuevos su familia, siendo de las más antiguas y distinguidas de la Andalucía Baja. López de Morla o Villacreces era y es uno de los entes más originales del mundo, y de los que aspiran a pasar por serlo, lo que ya es una rareza. Al salir de la academia del maestro don Juan Sánchez, pasó a Inglaterra, donde se estaba educando su hermana Margarita desde muy tierna edad, y allí hizo algunos, aunque varios estudios. Vuelto a España, ensayaba de todo, siendo cínico por demás, y por otro lado calculador, si bien no culpado de acción alguna fea, sino muy al revés. Su amistad conmigo, contraída en la escuela, se renovó en el mundo. En Madrid, al empezar 1808, vivimos en no poca intimidad, si bien sólo por las mañanas nos veíamos sin falta, siendo la noche el tiempo en que pasaba yo entro amigos calaveras. Nuestro entretenimiento era leer obras serias de un modo útil. Buscábamos dos ejemplares de las que íbamos a estudiar: leía uno en ella en voz alta, mientras le seguía el otro clavada la vista en el impreso, y al terminar cada capítulo se cerraba el libro, y se emprendía a hablar sobre lo que acaba de leerse. Las dos entonces todavía famosas producciones de Helvecio, títuladas De l'Esprit, y De l'Homme, fueron las que más nos ocuparon la atención en aquellos días. Mi amigo las aprobaba más que yo, inclinado entonces al deísmo, con cierto espiritualismo mal comprendido y absurdo, cuando él lo estaba al materialismo en su pureza. Fuera de esto, ambos admirábamos a Helvecio, lo cual no es de extrañar, pues si su concepto en Francia ya estaba muy decaído, si bien no como lo está ahora, entre los extranjeros pasaba por autor de primera nota, habiendo merecido la mayor veneración de hombre tan agudo y entendido como el filósofo y jurisperito Bentham. Alternaba con estas lecturas la conversación, en que tenía parte el que era entonces duque de Osuna, muy de otras ideas que las nuestras en la parte filosófica, si bien pasándose al terreno de la política, donde solíamos entrar todos, estábamos acordes, reduciéndose nuestra opinión a maldecir del Gobierno existente, que lo era todavía el de Carlos IV. Pasaron estos tiempos; el levantamiento de 1808 lo resolvió todo, y antes de la batalla de Bailén, mi amigo López de Morla, dejándome en Madrid, se fue para Andalucía. Allí le encontré, y seguimos nuestro amistoso trato; entonces se había dado a dos estudios muy diferentes, el de la música en la guitarra y el de la medicina, en la cual se hizo muy aventajado, habiéndola después ejercido sin perdonar los correspondientes honorarios, no obstante su título de conde y ser dueño de un mayorazgo con rentas pingües. En el día de que estoy hablando seguía sus estudios, tomando con tal empeño el de la anatomía, que tenía su casa llena de huesos, hasta servirle uno, en vez de borla en el cordón de su campanilla. Vivía entonces con su hermana, de que he hecho mención, señora de diferente carácter en aquellos días. Era instruida, de singular talento, no de buen parecer, aunque con hermosos ojos y gracia, en todo lo cual, aunque de lejos, se parecía a la famosa madame de Staël, con quien no le causaba disgusto ser comparada, siendo, además, de agradabilísima conversación y de excelentes prendas, entre las cuales sobresalía la de buena amiga. Allí fui yo presentado por el hermano; y como la señora me conocía ya hacía largo tiempo, aun sin tratarme, reinó muy pronto entre nosotros grande confianza. Iban allí muchas noches los principales corifeos del partido liberal, nombre con que empezaba a ser conocido el dominante en las Cortes. Uno de los concurrentes era el conde de Toreno, a quien había yo sido presentado por el mismo López de Morla en Madrid, en los primeros días de 1808, siendo él todavía vizconde de Matarrosa, personaje que no me agradó, y a quien sospecho que tampoco hube de agradar a primera vista, durando, a lo menos por mi parte, este desvío los primeros años de nuestro conocimiento, cuando era nuestro trato poco frecuente, alternando después con los varios sucesos en mirarnos, ya con amistad, ya con aversión, y viniendo en los últimos años de su vida, terminada demasiado pronto, a ser una de las personas a quien más favores debí y más afecto llegué a cobrar, de suerte que su pérdida ha sido uno de los sucesos que más pesar me han causado, así como de los más funestos para España, que debe llorar su falta, como la de un hombre de superior entendimiento y saber, a la par que un cumplido caballero. El conde y todos los suyos, muy estimados por la señora a quien me refiero, tenían hecha la casa como un cuartel general de la escogida hueste que dominaba a la España intelectual en aquellos días. A poco de ir yo allí presenté a Pizarro, cuyo talento original dio golpe a mi amiga, con lo cual quedó alzada en aquel campamento nueva bandera. Lo que parecía singular era que la nuestra, seguida por poca gente, y ésa no de mucha nota, pero con todo de algún valer, siendo, si no contraria a la liberal, de ella bastante diferente, no tenía nada de común con la de los enemigos de la reforma y parciales de la antigua monarquía. Muchos combates urbanos y corteses había en aquella tertulia, donde vino a quedar por Pizarro el campo, en el concepto de nuestra entendida amiga, que al principio nos miraba sólo como a censores malignos, de opinión incierta. Su hermano no se meltía en estas disputas, apreciando sólo las ciencias exactas y naturales, y mirando las cuestiones políticas con despego desdeñoso. Esta tertulia hubo de interrumpirse al acabar el verano de 1811, llamando a la señora de la casa de Jerez, donde estaba su marido, el cuidado de sus negocios domésticos, y siéndonos muy doloroso quedar privados por algún tiempo del trato de una amiga tan apreciable.

Los acaecimientos que se iban sucediendo nos mantenían en nuestra situación de partidillo, aparte de los en que la nación española, o, diciéndolo con más propiedad, la nación encerrada en Cádiz, estaba dividida; partidillo poco notado, y al cual su nimia cortedad y escasa fama daban entono, llevándole a considerársele como una grey reducida de escogidos. Vino en aquel tiempo de refuerzo un amigo antiguo de Pizarro, llamado don Santiago Jonama, que, habiendo estado algunos años empleado en Filipinas, salió de allí en 1810, y después de detenerse algún tiempo en Cantón, y de pasar de allí a Londres, donde también hizo una estancia no muy breve, llegó, hacia fines de 1811, a Cádiz. Me uní mucho a este sujeto, uno de los hombres de más clara razón y de más agudo ingenio que he conocido, con bastante instrucción y con extraordinarias rarezas; presuntuoso, que hermanaba tener chistosísimas ocurrencias con ser, en lo general, pesado, y cuya suerte fue por largo tiempo ser tenido en mucho menos que lo que real y verdaderamente valía, y en sus últimos años adquirir renombre grande, y no bueno, como uno de los corifeos de un bando revoltoso, al que le llevaron a agregarse miras interesadas y resentimientos, contra sus opiniones e inclinaciones no sólo pesadas, sino aun del día en que se alistó en tan mala bandera. Jonama, a su llegada a Cádiz, era admirador apasionado y juicioso de todo lo inglés, incluyendo en esto la legislación británica con sus tribunales y jurados, la aristocracia de aquel país, con su Cámara de Pares poderosos, y también la libertad de que allí se disfruta, sólo posible, o cuando la máquina del Gobierno, siendo una misma con la sociedad, es muy fuerte, o cuando circunstancias particulares de un país permiten vivir a un pueblo, casi sin Gobierno alguno. No coincidía yo en todas estas ideas; pero tomé de ellas, con aprobación, alguna parte.

Antes que llegase Jonama, había sido presentado a las Cortes el proyecto de Constitución; no le vi yo con admiración absoluta, pero le aprobé bastante. Tampoco se demostraba opuesto mi amigo y oráculo Pizarro; pero dudo yo de que su aprobación, nunca expresada con ardor y claridad, fuese sincera. En una de las discusiones sobre los artículos de la ley constitucional, esgrimí yo la pluma, enviando al periódico titulado Redactor General un artículo que fue publicado. Tratábase de si las leyes, para serlo, después de votadas en las Cortes, habrían de necesitar de la aprobación o sanción del trono. El proyecto de la Comisión que discutía proponía en este punto un término medio, tomado de la Constitución francesa de 1791. Impugnó con vehemencia la idea de que se diese al rey parte alguna en la formación de las leyes el conde de Toreno, y rebatió sus argumentos el señor Pérez de Castro. Mi artículo, en que me había servido en gran manera de guía Mirabeau, en su notable discurso sobre el mismo punto, defendía la sanción real, y aunque meramente, la suspensión propuesta por la Comisión, usaba de argumentos propios para defender la sanción absoluta, por la cual estaba yo verdaderamente. Esto prueba que, aun entonces, no eran mis ideas políticas de las más extremadas, pues me quedaba muy atrás de Toreno.

Pero si en doctrinas en parte seguía yo la de las Cortes, en frecuentes ocasiones miraba con no encubierto disgusto la conducta del Congreso y sus parciales. Me indignaron las tropelías cometidas contra Lardizábal por haber, en un manifiesto, declarado una intención, que acaso no existió, de llevar a efecto la disolución de las Cortes, siendo él parte del primer Consejo de Regencia, las de igual especie de que fueron blanco don José Colón y el Consejo Real, aunque de este último no fuese yo devoto, y, sobre todo, el acto inicuo en que fue echado del Congreso, por voto de las galerías atumultuadas, el diputado don José Pablo Valiente, sin más delito que el de haber manifestado con tesón, pero sin descomedimiento, opiniones poco gratas al mayor número de sus colegas y al auditorio, y de haber afeado que éste tomase parte en las deliberaciones. Indignóme la hipocresía con que se supuso este motín hijo del odio que, por preocupaciones antiguas, tenían los gaditanos a Valiente, por suponerse que, en un buque donde éste aportó de la Habana en el año 1800, vino el contagio de la fiebre amarilla, que tantos estragos causó en Andalucía, habiendo sido los respetos manifestados a la persona del mismo, que allí venía pasajero, motivo de que se diese entrada a los del buque sin sujetarlos a la debida cuarentena. Pero entre los que se amotinaron contra Valiente y le atropellaron no eran menos en número los forasteros que los gaditanos; de suerte que el cuento añejo de la traída de la epidemia a Europa por Valiente sirvió, no de causa de la tropelía cometida en su persona, sino de pretexto con que disculpar un exceso, achacándole otro origen que la tiranía de un bando dominante. En este caso, mi tío Villavicencio, encargado desde junio de 1811 del Gobierno militar y político de la plaza de Cádiz, dio aumentos a la alta reputación que ya iba adquiriendo de diestro, así como de moderado y fino. Él fue quien sacó a Valiente por medio del tumulto, y quien le llevó sin lesión, y aun sin recibir nuevos insultos, hasta el muelle, donde le embarcó, trasladándole a un buque surto en la bahía. Adquirióse con esto la benevolencia de las Cortes, con cuyas ideas distaba mucho de estar conforme, mirando el alboroto, cuyos efectos impidió y no más, con la reprobación de que era digno. Sabía yo sus ideas de entonces, porque todos los días concurría a su casa a tomar café; pero veía que, sin disimular del todo sus opiniones, iba gozando de gran valimiento, aun entre los liberales.

Pero si yo, por mis amistades o por muchas de mis opiniones, me separaba de la comunión de la iglesia liberal, era, en punto a su fe, cismático más que hereje. Ni dejé de renovar o formar estrechas conexiones con algunos de los que militaban en el ejército propiamente liberal, obedientes a la voz de sus caudillos. Uno de estos era mi amigo antiguo, don Francisco Martínez de la Rosa, que volvió de Inglaterra, donde había pasado cerca de un año, a Cádiz, a principios de 1811. Venía este joven muy imbuido en las ideas dominantes en el Congreso. A su llegada, gozaba ya de alguna, y no corta, reputación de escritor, así en poesía como en prosa. Presentósele una ocasión de darse a conocer en Cádiz, y en el teatro principal de las contestaciones pendientes, ocasión en que a un mismo tiempo podría ganar fama literaria y entrar ya en puesto decoroso en una de las parcialidades políticas que contendían por el señorío. Por aquellos días habían roto hostilidades furibundas entre Capmany y Quintana. Uno y otro pasaban por liberales, siendo el primero diputado, y no así el segundo; pero aquél en su bando era considerado como poco celoso en algunos puntos, llevándole a desviarse de los suyos su adhesión a los ingleses, que, por lo apasionada, llegaba a ser sumisa, y algunas singularidades de su condición, en que entraba el odio a ciertos adelantamientos de la sociedad moderna europea; al paso que estotro, aun fuera del Congreso, era como el patriarca de la secta político-filosófica que en él preponderaba. La disputa era sobre materia literaria; pero tenía la índole de pique formal y enconado. Quintana había escrito las proclamas de la Junta Central, y aun algunas de los Consejos de Regencia, en estilo poético, con elocuencia, a veces con hermosas imágenes y sentidos afectos; con no poca exageración en los pensamientos, con dicción poco correcta, si bien a veces bella, y en la cual había el defecto de ser constantemente galicista. Capmany, o creyó que le tocaba llevar la pluma en aquellos escritos, por estimarse él, entre los autores vivos de su patria, sin disputa el primero, o, sin tener la representación, llevaba a mal que otro fuese celebrado; y no escribiendo él muy bien, sabía, sin embargo, lo bastante para conocer las faltas ajenas, con especialidad las cometidas contra la pureza del lenguaje, culpa, en su concepto, de la reprobación más dura. La agresión, en la lid de que hablo, fue de Capmany, el cual publicó un escrito censurando con rabia una proclama escrita por Quintana, a nombre del Consejo de Regencia. Pero la composición de Capmany distaba bastante de estar bien escrita, siendo su estilo y dicción, si no impura la segunda, ambos escabrosos. Notó esto Martínez de la Rosa, en conversación que sobre el particular teníamos; y como Capmany, además de cometer faltas como autor, no procedía bien en aquella ocasión como hombre, se sintió inclinado a corregir los defectos del pedagogo, demostrando que, al censurar a los otros, se hacía él mismo merecedor de grave censura. Yo le instigué a que pusiese por obra su propósito, sintiendo ver maltratado a Quintana, a quien miraba con buen afecto y alto aprecio, y por el cual era estimado en mucho. Martínez de la Rosa dio a luz un escrito de cortas dimensiones, titulado: Carta de un maestro de escuela de Polopos (que es un lugar chico de la Alpujarra), donde ponía de bulto varios deslices, no leyes, de Capmany. Agradeció mucho Quintana este favor. Proporcionó su escrito a Martínez de la Rosa dar principio a contraer estrechas relaciones con los prohombres del bando reformador, si bien de cualquier modo, más tarde o más temprano, habría figurado entre ellos, a cuyo gremio le llamaban sus opiniones, y en cuyas filas tenía ya mérito y reputación suficientes para colocarse en un puesto de más que mediana nota.

Por aquel mismo tiempo se supo que había en las Cortes conatos de dar vida al Tribunal de la Inquisición, que yacía, si no muerto legalmente, de hecho amortecido. Aquí yo, con los de mi corta pandilla, lo mismo que los liberales de su ejército magno, dimos rienda a nuestra indignación, y determinamos combatir la idea de poner en fuerza un tribunal no sólo odioso, sino de tal especie, que su nombre cubría de vergüenza la causa de quienes le sustentaban.

Sin embargo, o fuese por no estimarme competente para esta guerra, o por otras causas de que no me acuerdo, no empleé en ella mi pluma. No así Martínez de la Rosa, que salió a la palestra con un folletillo, o dígase cuadernillo, de pocas páginas, tomando el nombre de Ingenio Tostado; obra no digna de su talento, aunque sí escrita con corrección elegante y mucho chiste.

En estos trabajos pasaba nuestra vida, falta de ocupación seria. Lo futuro se nos presentaba entonces con triste aspecto, porque las desgracias de las armas españolas en la campaña amenazaban con el triunfo completo de los franceses. Pero esto, si era en cierto modo previsto, tampoco estaba temido como daño seguro, participando todos, cuál más, cuál menos, de ilusiones luego convertidas en realidades, en punto al triunfo de la causa de nuestra patria. Entre tanto, la mansión en Cádiz era sobre manera agradable. Abundaba la gente, y aunque esto producía alguna estrechez en las casas, daba vida y alegría a las calles y paseos, donde había de continuo una lucida y numerosa concurrencia. Abierto, hacia fines de 1811, el teatro, que había estado cerrado desde principio del sitio, rebosaba en gente todas las noches. La abundancia de los víveres había producido tal comodidad en los precios, que bien podía llamarse baratura, naciendo esta ventaja de estar libre el mar, y hallarse abolidos los derechos sobre introducción de comestibles, por lo cual acudían a surtir de todo a la crecida población de aquella isla, bloqueada por tierra, así de los lugares vecinos situados a la orilla del mar, como de los más apartados. Residía allí el Gobierno, y con él muchos personajes de importancia en la parte literaria, así como en otras; y estar abiertas las Cortes, donde todos los días se examinaban y resolvían graves materias, daba pábulo a ejercitarse la curiosidad y el entendimiento, ya en escritos, ya en conversaciones. Las noticias de los ejércitos, si por lo común eran de reveses, eran alguna vez de felicidades, y abultadas éstas, abrían campo a dulces esperanzas. Verdad era que desde diciembre de 1810 habían empezado a caer dentro del recinto de Cádiz granadas o bombas disparadas por las baterías enemigas; porque si bien la ciudad estaba fuera de tiro, aun de mortero, del punto menos distante entre cuantos ocupaban en la costa opuesta los franceses, estos, con un invento nuevo, habían construido piezas, entre morteros y obuses, que alcanzaban más que lo que hasta entonces había sido conocido. Pero estos disparos, hasta 1812, habían sido hechos muy de tarde en tarde, y cada vez en corto número; los proyectiles, para ser arrojados a tanta distancia, habían sido aumentados en peso, y viniendo rellenos de plomo y con muy poca pólvora, no reventaban, y por esto causaban poco estrago y no mucho susto, y la consecuencia de todo ello fue hacerse de las bombas enemigas tan poco caso, que sólo servían para dar motivo a burlas. Así, se cantó en el teatro, y se repetía por las calles con una tonada vulgarmente de moda:


Con las bombas que tiran
los fanfarrones,
se hacen las gaditanas
tirabuzones;

porque tirabuzones eran llamados, por tener forma de tales, los rizos que entonces gastaban las mujeres, para formar los cuales se sujetaba el pelo con pedazos muypequeños de plomo. Otras coplas semejantes eran aplaudidas. En el teatro, un actor llamado Navarro solía componerlas de repente, tomando con frecuencia por argumento las bombas, y era de ver con qué palmadas eran recibidas tales sandeces, siendo, por otro lado, acreedores a alguna consideración así los compositores de tan malos versos como sus aprobantes, porque unos y otros declaraban cuán alegremente resuelta a resistir al enemigo seguía la nación española, compendiada, y también representada, en la población de Cádiz.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Sucesos de la guerra.-Formación de nueva Regencia.-Pizarro se encarga del Ministerio de Estado.-Nombra al autor agregado en Londres.-Motivo porque no pasa a su destino y queda en la secretaría.-Proclamación de la Constitución en Cádiz.-Ventajas obtenidas por el ejército inglés.-Dimisión y reemplazo de Pizarro.-Activan los franceses el fuego contra Cádiz.-Composición y representación de dos obras dramáticas de Martínez de la Rosa.


Al empezar el año 1812, las desdichas públicas habían menudeado y aumentado cual nunca antes; y, sin embargo, al caer sobre España tan deshecha borrasca, no dejaba de asomar alguna esperanza consoladora en el horizonte que se descubría. Acababa de caer en manos de los franceses Valencia, con el mejor y casi el único numeroso ejército que quedaba a los españoles, y con el general Blake, presidente del Consejo de Regencia; y a este revés, el mayor llevado por la causa de la independencia, después del de la batalla de Ocaña, había seguido tal postración de ánimo en las provincias vecinas al teatro de aquella tragedia, que causó, desde luego, males considerables, y amenazó traer otros superiores. Pero, cerca de Cádiz, resistió, con gloria e increíble fortuna a los enemigos, Tarifa; triunfo leve, pero que por lo cercano, hizo buen efecto, y que tuvo más valor por lo que prometía. Súpose que el ejército inglés, que en el año anterior había obligado a los franceses a desistir de la invasión de Portugal, iba a emprender en España operaciones activas, esperándose ventajas de las buenas cualidades de aquellas tropas y de las no comunes prendas de guerrero acreditadas por lord Wellington, que las mandaba. Por último, lo que valía más era haber casi certeza de que en la primavera rompería una guerra entre Francia y Rusia, con lo cual, llamada la atención del emperador francés a regiones muy distantes, habría de enflaquecerse el poder de los suyos en España.

Así, aun en los peores días, había tranquilidad bastante para pensar en la Constitución que se estaba concluyendo en el Congreso e iba a ser aprobada en su total y a publicarse, y para tratar del nombramiento de nueva Regencia. Quedó convenido en que la que entonces se nombrase fuese de más brillo y poder que la anterior, así por componerse de sujetos que, antes de ser regentes, fuesen ya de superior categoría por su clase o por su empleo, y algo notables por sus servicios, como porque se aumentarían algunas facultades a las muy cortas de que estaba en goce el cuerpo llamado gobierno o poder ejecutivo, que tenía de tal solamente algunos atributos, estando en notoria inferioridad al Congreso, que no sin razón se llamaba soberano. Antecedieron al hecho del nombramiento de esta Regencia muchas negociaciones con personajes en quienes se pensaba como propios para dignidad tan alta. Dividíanse los diputados en pandillas, cada una de las cuales tenía sus candidatos.

Era uno de estos, y de los que gozaban de más general aceptación, mi tío Villavicencio, que en el gobierno de Cádiz, que había servido sobre siete meses, se había portado de un modo satisfactorio. Sin embargo, los que conocíamos bien sus opiniones, que él apenas encubría, no pensábamos que pudiese avenirse bien con la recién formada Constitución, que en breve iba a ser ley del Estado. Con todo, según llegó a mi noticia bastantes años después, don Juan María de Villavicencio fue tanteado por gentes comisionadas al efecto por el partido más fuerte en las Cortes, el mismo en que figuraba y predominaba Argüelles, a fin de averiguar si, en caso de ser elegido para componer la nueva Regencia, aceptaría el cargo y le ejercería con buena voluntad, arreglándose a las doctrinas y a las leyes constitucionales. Medió en este trato por parte de mi tío el oficial de la marina real don Ignacio Fernández de las Peñas, antes su ayudante y después su secretario, dueño de toda su confianza, de buen talento y de alguna instrucción, y dotado de habilidad para adelantar en el mundo, siendo uno de sus caminos obediencia celosa al superior a quien inmediatamente servía. Terminó este negocio en quedar aceptado Villavicencio, en virtud de las respuestas que dio, por candidato de la fracción más numerosa de diputados y de la que en el Congreso tenía superior influencia.

Menos acordes estaban los pareceres respecto al duque del Infantado, a quien los enemigos de las reformas proponían con empeño, siendo, como es natural, en proporción la resistencia que a nombrarle ponían los hombres de las opuestas opiniones. El duque había gozado de altísimo concepto en sus primeros años, y perdídolo en los sucesos de la política y de la guerra ocurridos desde la subida del rey al trono, dando pruebas de debilísima condición, así como de cortos alcances, siendo su estado como el de una continuación de la niñez, o el de una vejez temprana lo cual no le quitó seguir haciendo papel largos años, a pesar de que se le agravó su mal, en vez de aliviársele.

En hacer regente a don Enrique O'Donnell, conde de La Bisbal, había, si no conformidad, de opiniones, poco menos, aunque hasta allí sólo era conocido como oficial valerosísimo y aun de alguna inteligencia en la campaña, siendo lo que movía a elevarle al supremo gobierno el deseo de tener en él uno de los generales más acreditados del ejército, y un personaje al cual, por ser en cierto modo hombre nuevo, se suponía empeñado por su interés, y aun por sus ideas y afectos, en sustentar la causa de las innovaciones. Sobre quiénes habían de ser los otros dos regentes (pues de cinco, y no de tres, debía constar el nuevo Consejo, igual en número al de 1810 y no al que iba a expirar) había más discordia de pareceres y menos acaloramiento, considerándoselos acaso como destinados a llenar huecos al lado de personas de más significación, y por esto mismo siendo muchos en el Congreso los que querían colocar también a sus respectivos ahijados.

Al fin celebróse la elección, y para hacerla, remedando usos de los conclaves, encerráronse los diputados por veinticuatro horas, o por más si más hubiese durado su trabajo, estando, mientras duraba el acto de la elección, en incomunicación completa. Algo temprano por la mañana del día posterior al en que se encerraron abriéronse las puertas, y por medio de la crecida turba de curiosos, gente casi toda de la que diariamente concurría a las sesiones, salieron los diputados con ademanes y gestos de salir poco satisfechos de su obra. Al publicarse el nombramiento, súpose que había recaído en Infantado, Villavicencio y La Bisbal, y en dos magistrados, si de superior categoría, de corto renombre, llamados don Joaquín Mosquera y don Ignacio Rodríguez de Rivas. El descontento visible, y aun declarado en pocas palabras, de los diputados de más influjo y valimiento en su cuerpo, y con la gente que concurría a las sesiones, se propagó entre quienes a la puerta esperaban, ansiosos de saber las resultas de la elección.

En los del Congreso, el mayor disgusto era por el nombramiento del duque del Infantado, al cual habían contribuido los diputados americanos, y otros pocos, en lo general de poco peso entre los reformadores, juntándose con todos los contrarios a las reformas. A los que no eran de las Cortes, también disgustó la elección de Villavicencio, aunque este disgusto no fue general. Debo confesar que no obstante el afecto que profesaba a mi tío y el aprecio en que tenía su talento, recibí con desaprobación la noticia de haber sido nombrado del Consejo de Regencia, pudiendo más en mi ánimo las pasiones políticas que el amor a mi familia o la consideración de mi propio interés, el cual debía prometerse aumentos de la elevación de un pariente tan cercano. Ignoraba yo entonces que había contraído cierto compromiso de sustentar la causa de la Constitución, próxima a ser ley fundamental de la monarquía; pero, aun cuando hubiese tenido conocimiento de esta circunstancia, habría fiado en ella muy poco, no por dudar de que mi tío cumpliese su palabra como honrado y como caballero, sino por constarme que la entendería de otro modo que los reformadores atrevidos, siendo ella muy vaga y dando su aplicación margen a muchas dudas.

Por fin, establecido el nuevo Gobierno, cuya autoridad sólo se extendía a muy corta parte de España, dominada toda por los franceses entró el esforzar cada cual sus pretensiones con la novel autoridad, siendo común pedir mercedes aun al poder amenazado de muerte segura y venido al último trance de su agonía. No falté yo a esta costumbre. Me contentaba ya con alcanzar un puesto de los últimos en la carrera diplomática, a la cual, desde antes de la muerte de mi padre, era mi propósito y el de mi familia dedicarme.

Como el duque del Infantado, a la sazón embajador de España en Inglaterra, había sido nombrado para la Regencia, fue destinado a sucederle en su embajada el conde de Fernán Núñez, personaje sólo distinguido por su ilustre cuna y su buena presencia, y en lo demás de medianas calidades. Tenía con él algunas relaciones de trato mi tío, don Antonio Alcalá Galiano, entonces consejero de Hacienda, y le rogó que me pidiese para llevarme en calidad de agregado a su embajada. Negóse a hacerlo el conde, cortés, pero positivamente, alegando haber tenido que resistirse a otras pretensiones de igual naturaleza, hechas por personas a quienes debía las mayores consideraciones. Se habló de esto en mi casa un día en que comía allí Pizarro. Indignóse éste como amigo mío y como diplomático antiguo, diciendo que no sabía cómo mi tío Antonio, siendo hombre instruido y no ignorante de las cosas del Gobierno y de la corte, había ido con pretensión semejante a un embajador, y no a la Regencia; pues los agregados a embajada no eran criados de los embajadores, ni debían pedir por ellos su nombramiento, sino empleados que servían a sus órdenes.

Quedó en esto la conversación, no admitiendo por entonces remedio el yerro cometido. Pero muy en breve variaron las circunstancias. Antes de ser mi tío Villavicencio regente, viniendo a mi casa había visto en ella a Pizarro, y siendo ambos de agudo ingenio y amena conversación, se habían hablado, inspirándose estimación mutua. Nació de esto hablar yo del mismo Pizarro con mi tío, celebrar su talento e instrucción, y dolerme de que sus buenas prendas no fuesen empleadas en el servicio público, así por haber él jurado a José, acción que a otros no habían servido de impedimento en su carrera, como por ciertas singularidades suyas que le hacían pasar entre algunos por adicto allá en su interior, a la causa de los franceses. En todo ello convino mi tío, dando valor a mis recomendaciones lo poco que conocía de mi amigo el recomendado. Así fue que al ser aquél nombrado regente, estando ya gastado Bardají por haber sido ministro de Estado dos años bajo dos Regencias, y acordándose nombrarle sucesor, hubo de pensar en Pizarro como antiguo en su carrera, y ciertamente en ella de los más aventajados. Así, al empezar febrero de 1812, pocos días después de creada la Regencia, sólo dos o tres con posterioridad al en que había ocurrido negar mi pretensión el conde Fernán Núñez, comiendo también en mi casa mi amigo, al tiempo de ir a sentarnos a la mesa, recibí un recado mandándome, de parte de mi tío, que pasase a verle inmediatamente. Obedecí, pasé a su casa, y al presentarme, su primer palabra fue preguntarme: «¿Has visto o verás hoy a Pizarro?» Y como mi respuesta fuese: «En mi casa le dejo, porque hoy come conmigo», él repuso: «Pues dile que está nombrado ministro de Estado; pero díselo con reserva.» Salí, pues, a cumplir su encargo, para mí grato por varios títulos, y lo hice así inmediatamente, no pudiendo encubrir la noticia a mi madre, que la recibió con sumo gozo, prometiendo reservarla. Al favorecido también causó mucha satisfacción, aunque sólo se le diese su alto cargo por entonces con la calidad de interino. Así, yo, tan joven y todavía sin influencia política, la tuve no corta en el nombramiento de un ministro de Estado, contribuyendo a sacar a un personaje, sin duda de gran mérito, de la mala situación a que había venido. Digna es de notarse esta circunstancia, porque da motivo a una reflexión de amarga malignidad, aunque de verdad nada dudosa. Si, como dice Tácito, es propio de los hombres aborrecer a aquellos a quienes han agraviado, no es menos propio de la parte peor de la naturaleza humana recibir con disgusto, y hasta con sentimiento, favores, cuando se recela que humillen, por ser superior en categoría el favorecido al favorecedor. De esto había un ejemplo en Pizarro, pues como andando el tiempo oyese decir que me era deudor de su elevación, empezó, sintiéndose picado, a querer desmentir el hecho y a tratarme con menos consideración que la que antes me tenía.

Sin embargo, esto no ocurrió inmediatamente. Al revés, no bien tomó posesión de su ministerio, cuando en el mismo mes de febrero me expidió el nombramiento de agregado a la embajada de España en Londres. Aquí, contando yo cerca de veintitrés años, empezó propiamente mi carrera. El destino tenía doce mil reales de sueldo, con el goce de la casa y mesa de la embajada; era, desde luego, de más lucimiento aún que provecho, y el primer paso en una carrera donde se adelanta siempre, viviendo con comodidad y brillo.

No era, sin embargo, un favor singular, pues solía darse a personas de menos años, de menos instrucción, y por los servicios de su familia de menos merecimiento que los míos. Pero así y todo, miré como una gran felicidad lograr lo que más de seis años antes me había prometido el Gobierno, viviendo todavía mi padre. Diome Pizarro muchas y muy útiles instrucciones respecto a mi conducta futura como hombre público y privado, a muchas de las cuales he sido fiel en los varios sucesos de mi vida.

Estaba, sin embargo, destinado a dar un tropezón en el umbral, cuando entraba en la vida política, como si hubiese de ser mi suerte, aun en mis prosperidades, tener que batallar con inconvenientes. Mi nombramiento ofendió mucho al conde de Fernán Núñez, porque le lastimó en su orgullo; pero no pudiendo ni hacerme tiro con el ministro de Estado, superior, así suyo como mío, en los diferentes puestos que ocupábamos en una misma carrera, ni con la Regencia, de que era parte un hermano de mi madre, determinó valerse del embajador inglés en España, para excusarse del disgusto de tenerme a su lado en Londres, llevado allí como a su despecho. Apenas puede decirse a punto fijo qué dijo el embajador; pero se tuvo por cierto que le representó ser para él doloroso y vergonzoso mi nombramiento, pues por mi estrecha amistad con el ministro de Estado, y por inmediato parentesco con el regente, serviría como de espía del embajador, siendo probable que siguiese una correspondencia particular con mi tío, y con Pizarro; a lo cual hubo de agregar algunas insinuaciones de que yo miraba al Gobierno británico con malevolencia. Fuese como fuese, algo hubo, de decir que hizo mucho efecto, pues indujo al embajador inglés a dar un paso singular y vituperable.

En efecto, sir Enrique Wellesley, que desempeñaba a la sazón la embajada inglesa, siendo hermano del famoso general de los ejércitos británicos en España, y también del que era entonces ministro de negocios extranjeros en su patria, no obstante tratar con afecto a mi familia, que concurría a los repetidos suntuosos festejos que él daba en su casa, en Cádiz, y a pesar de tener de mí favorables noticias, tomando por suya la causa del conde de Fernán Núñez, interpuso en este lance su poderoso influjo, enviando a decir a la Regencia que no convenía que yo fuese a Londres. Sorprendiéronse los regentes con esta novedad, y no sabían qué responder; pero aunque es probable que si me hubiesen sostenido no habría insistido el embajador inglés en su empeño, en el cual procedía por complacer a una pobre pasión de Fernán Núñez, mi tío, hombre de condición muy violenta y altiva, declaró que su sobrino no iría a Inglaterra.

Llamóse en esto a Pizarro, y enterósele de lo ocurrido. Oyólo él indignado, por varias razones, y entre otras, por parecerle odiosa, aun por su misma mezquindad, la intervención de un embajador en menudencias, y representó a los regentes que si bien los gobiernos pueden resistirse a recibir a ciertos personajes como enviados de sus respectivas cortes, y aun estirando la cuerda, puede comprender esta exclusión a los secretarios de embajadas o legaciones, jamás puede llegar a extenderse a los meros agregados, por lo cual dictaba el decoro del Gobierno defender con tesón que yo fuese a mi destino. Nada valieron, sin embargo, las representaciones del ministro, que se retiró enojado y pesaroso. Entró entonces el pensar qué había de hacerse con mi pobre persona. No pudiendo enviarme a una de las pocas legaciones que había, todas ellas pobres en importancia, discurrióse colocarme de un modo hasta entonces desconocido. Recibí, pues, orden de que ínterin no verificaba mi viaje a Londres, sin decirme por qué habría de detenerme, pero dándolo por supuesto, me presentase en la Secretaría de Estado, donde se me señalaría un negociado en que trabajase. Hícelo así, y quedé en una situación singular, no habiendo entonces oficiales auxiliares, como después los ha habido.

Por más de año y medio no tuve otro destino que el de agregado a la embajada de Londres. En mi servicio en la secretaría, trabajaba en la misma pieza que los oficiales, con mesa igual a la de estos, y gozando de la misma consideración que si lo fuese. Con todo, no se me encargaba un negociado sino como auxiliando al oficial que le tenía. Esto me trajo disgustos, por mirarme en la secretaría como intruso, y aun como destinado a pasar a oficial sin haber servido en las legaciones en país extranjero, cosa llevada muy a mal por los diplomáticos, aunque de ello hubiese habido algunos ejemplos.

También causaba envidia mi valimiento con Pizarro, que seguía dispensándome la mayor confianza, y aun distinguiéndome sobre los oficiales, por tener de mí superior concepto; pero yéndose con cautela, y no quebrantando las reglas del servicio. Tal era mi situación, satisfactoria por un lado, y por otro desabrida, donde mi trabajo era mucho más que el que se hace en las legaciones; por lo cual debía contraer más méritos, si se hubiera de atender a las reglas de la justicia.

De los negocios públicos hubo durante algún tiempo poca mudanza. Esperábase, sin embargo, y no sin fundamento, algo favorable, así en la guerra de España por parte de los ingleses, como en la de Rusia, si no comenzada, tenida por infalible. En medio de esto, acabada ya de aprobar en las Cortes la Constitución, se trató de publicarla con toda la pompa posible. Hízose así, eligiendo para la solemnidad el día 19 de marzo, aniversario del primer advenimiento del rey Fernando a su trono. Siendo este día el de la festividad de San José, era también solenmizado por los franceses, dueños de la costa opuesta de Cádiz, como el del príncipe de su imperial familia, que se titulaba rey de España. La festividad en Cádiz fue alegre y singular, aunque no de gran lujo, no consintiéndolo las circunstancias. Firmada la Constitución en el día 18 por todos los diputados, la ceremonia del 19 se reducía a ir el Congreso en cuerpo, acompañado por la Regencia, a asistir a un solemne Tedéum y a publicarse por la tarde la nueva ley en los lugares más públicos de la ciudad, en varios tablados, con las fórmulas usadas en el acto de las proclamaciones de los reyes. Como la catedral de Cádiz estuviese en lugar adonde alcanzaban las granadas enemigas, disparadas con frecuencia de cuando en cuando por aquel tiempo, escogióse para la fiesta de iglesia el templo del convento de Carmelitas descalzos, situado en lugar seguro. Era éste el del paseo de Cádiz llamado la Alameda, desde donde registra la vista el mar y la tierra que hace frente a Cádiz en el opuesto costado de su bahía, donde estaban asentados los enemigos, al paso que poblaban el puerto las fuerzas navales británicas, numerosas, y algunas españolas. El tiempo, que desde el día anterior estaba amenazando, rompió, a la hora de la solemnidad, en violentísimas ráfagas de viento, acompañadas de recios aguaceros, sin que por esto la numerosa concurrencia que poblaba las calles y el paseo pensara en resguardarse de los efectos del huracán y de la lluvia, apenas sentidos entre los arrebatos del general entusiasmo y gozo. Era aquél un momento semejante a algunos que he visto y notado en mi vida, en que ceden a un ímpetu simultáneo de alegría y de esperanza personas de diversas y aun encontradas opiniones, inclusas hasta las que miraban con poco gusto el objeto de la solemnidad que se estaba celebrando. En aquella hora los contrarios a la Constitución la aplaudían, y los que creían en la victoria de los franceses como segura, también celebraban un suceso que, siendo ciertas sus conjeturas, no pasaría de ser una inútil y aun ridícula farsa. Empezó la fiesta, sonaron las campanas, atronó el estruendo de la artillería de las murallas y navíos; respondió a este último sonido con otro igual en la larga línea de baterías francesas, en obsequio a José I. Extremáronse al mismo tiempo en un furor el viento y la lluvia, y de todo vino a resultar el más extraño espectáculo imaginable, raro sobre todo por los pasmosos contrastes que presentaba a la mente, tierno, sublime, loco, inexplicable, propio, en suma, para juzgado de muy diversas maneras, según los varios aspectos por que fuese considerado. Hasta, como sucede siempre en las cosas más serias de este mundo, daba lugar a la risa, disfrazándose con festivos modos algunas reflexiones graves. Así, me acuerdo de un accidente que he juzgado digno, no obstante su pequeñez, de ser referido en obra más seria que la presente, y que voy a copiar en los mismos términos en que lo cuento, en el compendio de la Historia de España que últimamente he publicado, obra, en parte, traducida, y de mi composición original a contar desde el reinado de Carlos IV: «Estábase (digo allí) cantando el Tedéum, cuando el ímpetu del huracán tronchó delante de la iglesia un árbol robusto, y algunos de los circunstantes (entre los cuales estaba yo) no por superstición, sino como en burla, aludieron a que podría ser funesto agüero de la suerte de la ley nueva; vaticinio que así podría haber tomado por suyo la superstición más grosera, como la previsión más aguda.» Sólo me resta añadir que acabó en paz la ceremonia, y que la de la tarde fue muy concurrida; aunque algo aplacado el viento, caía la lluvia a torrentes.

Como para justificar estas esperanzas, que podrían parecer desvaríos, vino en breve la noticia de haber sido tomado Badajoz, por asalto, por el ejército inglés. Poco antes lo había sido del mismo modo la plaza de Ciudad Rodrigo. En el primer caso, había sido concedida al general vencedor la gracia de hacerle Grande de España y duque, dándole por título el nombre de la ciudad que había ganado. Estas ventajas, con no ser leves, casi valían más como preludio de otras mayores. Veíase que el ejército británico, dueño de Portugal, iba a seguir la guerra con actividad contra los franceses, los cuales mal podían esperar más refuerzos, estando llamada la atención del emperador a las regiones del norte. Las esperanzas, como se verá, no salieron defraudadas.

Mientras en mi situación, bastante ventajosa, aunque no exenta de algunas desazones, me hallaba contento, tuve el serio pesar de que, a los dos meses de estar yo trabajando en la secretaría, hiciese mi amigo Pizarro dimisión de su destino. Fue causa de su renuncia que, en la mediación propuesta por Inglaterra entre España y las provincias de América que se habían declarado independientes, el embajador inglés dio a la negociación pendiente un sesgo que, en sentir del ministro de Estado, distaba mucho del que era debido y conveniente que llevase, y que en este punto el mismo diplomático extranjero se entendía con el conde de La Bisbal, uno de los regentes, contra las reglas que en cualquier trato o negocio debían seguirse.

Sintió mucho mi tío este suceso, porque desaprobaba la conducta de su colega; pero quedó ofendido y enojado de la conducta de Pizarro, porque con renunciar se manifestaba contrario a la Regencia toda. Mayor fue mi pena atendiendo a mi interés particular, por verme privado de un arrimo que en la secretaría me era bastante necesario. Quedó despachando interinamente el ministerio de Estado, por algunos meses, don Ignacio de la Pezuela, que era en propiedad ministro de Gracia y Justicia, muy buen señor, muy querido de mi tío, y que me miraba con buen afecto y aprecio, si no con amistad, pero cuya tibia protección no podía serme de gran provecho. Siéndole extraña aquella secretaría y los negocios de aquel ramo, cedía al influjo de los oficiales, en vez de mandarlos. Sin embargo, el disfavor con que me miraban algunos, y que no era común a todos, sí me causaba constantemente desabrimiento, no me traía perjuicio, porque, armado de prudencia y de reserva, manteniéndome desviado de todos, evitaba ocasiones de chocar con alguno, y, por otra parte, era difícil llevar la enemistad contra mi persona a grandes extremos, sabiendo que tenía en la Regencia a mi tío.

Así iban mis negocios, y al mismo tiempo seguían prósperamente los del Estado. La campaña iba a abrirse en Polonia entre Napoleón y los rusos. Pronto salió el emperador francés para las orillas del Vístula y del Niemen. Era un ejército el más formidable que hubieron visto las edades modernas, y llevaba por auxiliares a los prusianos y austríacos, juntamente con las tropas de otros príncipes, satélites antiguos de Francia. Con todo, nunca hubo más alegres esperanzas que en aquel momento para los españoles. El ejército inglés también daba muestras de intentar seguir la guerra dentro de la misma España, con empeño. En medio de esto, Cádiz estaba sujeto a un inconveniente, que se iba haciendo grave. Menudeaban las granadas enemigas. Había ya algunas personas muertas a su impulso. El 16 de mayo fue vivo el fuego, habiendo venido el mariscal Soult a disponer que se hiciese para conmemorar la sangrienta batalla dada en el mismo día del año próximo anterior, en la cual, sin fundamento, pretendía él haber alcanzado una victoria. En junio se empezaron a hacer con regularidad y constancia los disparos, siendo el intervalo de unos a otros como de cuatro horas. Fuese recogiendo gran parte del vecindario hacia el barrio adonde no alcanzaban los proyectiles. Para los pobres, cuyo domicilio estaba en la parte más expuesta a los tiros, fueron colocadas, en aquel lugar distante, tiendas de campaña. Allí mismo se hizo, primero una fiesta de equitación corriéndose sortija, y después una feria. Era grande con esto la alegría. Hasta el haberse apiñado la población en una parte sola de Cádiz, ciudad no grande, contribuía al público entretenimiento. Hacinadas las personas en las casas, no querían estarse en ellas más que el tiempo indispensable para ciertas faenas y ocupaciones domésticas y la comida y descanso, pasándose lo demás del tiempo en la calle y en el paseo. La bulla alegraba; las incomodidades nos daban motivo de risa. En cuanto he vivido, no he conocido pueblo de más diversión general y continua que la que había en Cádiz a fines de la primavera y gran parte del estío de 1812. Temíase una invasión de la epidemia; pero fue en esto propicia la fortuna, pues la salud pública fue buena, como nunca en la estación más rigurosa.

De otras diversiones participaba yo. Viéndome con frecuencia con Martínez de la Rosa, hablábamos mucho de literatura. Había emprendido entonces su tragedia La viuda de Padilla. Estimando él en algo mi juicio crítico, me leía escena por escena, según las iba haciendo. Admirábala yo mucho, porque entonces hacía gran caso de Alfieri. Aun alguna vez di yo a mi amigo ideas que él aprobó y aprovechó. Fue una de ellas que, como en el Bruto, de Voltaire, cuando el padre y cónsul al saber que hay una conspiración próxima a romper, e ignorante de ser parte en ella su hijo, creyéndole, al revés, el más apasionado defensor de la República, viene a exhortarle a que emplee su brazo contra los conjurados en el trozo que empieza:

Viens, Rome est en danger, cte.,

de donde nace una tremenda confusión en el culpado, y casi descubrirse la culpa, hiciese que la viuda, no bien tuviese noticia de estar vendida, acudiera a buscar auxilio en su amigo, agregado a sus contrarios por debilidad de condición, y aun por deseo de salvar la vida de aquella misma cuya causa abandonaba. Manejó Martínez de la Rosa con grande habilidad este lance, siguiendo mi consejo, y nació de allí la escena del acto cuarto de la tragedia, que empieza:

VIUDA.
¡Feliz presagio! El cielo favorable
te presenta a mi vista. Arde encubierta
atroz conjuración, etc.


Aún es muy superior en este caso el poeta español al francés, porque en el primero queda, desde luego, descubierta la traición del amigo, cuando en el Bruto (no de las mejores tragedias de Voltaire, que no es el mejor autor dramático) todavía se necesita nueva revelación para que conozca el delito del hijo y ciudadano el ofendido magistrado y padre. Sin tener yo hoy La viuda de Pandilla en el aprecio en que la tenía entonces, todavía admiro algo en ella, y, sobre todo, el diálogo rápido y bello de esta escena, especialmente en el punto en que se hace el descubrimiento de ser el amigo uno de los conjurados:

VIUDA.
¿Me has vendido, cruel?
MENDOZA.
¡Ah!, por salvarte.
Mi excesiva amistad.
VIUDA.
Aparta, deja.
Mal haya tu amistad.
MENDOZA.
El riesgo urgía:
dudoso el pueblo, inútil la defensa,
sin poder tus parciales. Laso instaba...
VIUDA.
¿Le has ofrecido, aleve, mi cabeza?
MENDOZA.
Le exigí tu perdón.
VIUDA.
¿Qué prometiste?, etc.


Esto es bueno, y muy bueno, aun visto ahora, cuando la tragedia está ya difunta. En ella hay también una expresión enérgica, de las que se quedan grabadas en la memoria, de las que repite a veces la justa y noble entereza, a veces el pertinaz fanatismo, expresión de que he hecho uso más de una vez en mi vida, o para afear flaquezas ajenas, o para retraerme de contarlas si a ello me sentía inclinado. La expresión a que me refiero es una de la viuda a su amigo, a consecuencia de haberle éste asegurado que le está concedido el perdón. Dícele, pues:


Guarda, guarda a los tuyos las cadenas;
dignos sois del perdón...

Mientras, concluida ya la tragedia, andaba mi amigo Martínez de la Rosa solícito por apresurar el momento en que había de ser representada, le ocurrió que convendría, para que hiciese efecto la representación, que no fuese del todo impropia de la composición sería la festiva que suele hacerse en seguida. Aunque en aquellos días gustaban los sainetes que hoy todavía gustan, estaba tan patriótico el humor, señaladamente de algunos, en cuyo número me encuentro, aunque humildemente, que no había que pensar en hacer clase alguna de composición sin darle algún realce más o menos directo con la política, y con la política militante. Por esto discurrió Martínez de la Rosa hacer, como por vía de apéndice a su tragedia patriótica, una piececita festiva de la misma clase. Habíanse compuesto en aquel tiempo algunas de muy corto mérito, que con todo hacían reír, y eran recibidas con palmadas, no tanto por su valor, aunque contuviesen muy buenos chistes, cuanto porque lisonjeaban las pasiones o satisfacían las aficiones, o se adaptaban a la predisposición del auditorio. Emprendió mi amigo su obra, y la llevó a cabo muy en breve, oyéndola yo leer casi frase por frase, según se iba componiendo. Salióle la obra de mucho mérito para el fin a que estaba destinada, y, dejando aparte lo que en ella se deba condenar, que no es mucho, y lo que, siendo sólo hijo de las circunstancias, nada vale cuando éstas han pasado, todavía hay en aquella composición rasgos de agudísimo ingenio, gracias dignas de ser citadas como tales en cualquier tiempo, y aun hoy mismo, y un diálogo de naturalidad y viveza digno de ser puesto al lado del de Moratín en sus comedias en prosa. Tan enamorados estábamos de esta obrilla todos cuantos de ella teníamos conocimiento, que se nos hacía tarde el momento en que habíamos de verla y oírla representada. Así, habiendo dilaciones para hacer la tragedia, el autor, por consejo de sus amigos y con anuencia de los actores, determinó que saliese a las tablas la piececilla sin más demora. Fue su representación muy notable, y la cito como prueba de lo que eran los tiempos. El teatro de Cádiz estaba a la sazón bastante expuesto a las bombas en días en que ya era costumbre en los enemigos dispararlas, en cada veinticuatro horas, cinco o seis veces. Cabalmente, la hora de la representación vino a ser la en que, guardando el acostumbrado período, debían los franceses hacer fuego. No fue, pues, muy numerosa la concurrencia, aunque tan poco, por demás, escasa. En actores y espectadores reinaba un loco entusiasmo. Los primeros, celosos parciales de las reformas a cuyos contrarios ridiculizaba la piececilla, se esforzaban por realzarle el mérito, haciendo con empeño sus papeles. Los segundos, casi todos de las mismas ideas, contándose entre ellos no pocos amigos del poeta, se reían hasta desternillarse, y se desgajaban dando palmadas. En medio de esto, oyóse el conocido estampido de los obuses de la opuesta enemiga costa. Al principio no fue grande el terror; pero quiso la casualidad que una granada viniese a atravesar por encima del teatro, próxima ya a caer, y que pasase casi raspando con su techo, hasta dar en una casa separada del edificio, y aun del tablado, por una calle de poca anchura. El ruido del proyectil en el aire sonó tremendo en el teatro; sobrecogiéronse actores y oyentes; paró por algunos instantes la representación, y huyeron hacia lugar más seguro no pocos de los concurrentes, entre los cuales había señoras. Pero otros nos quedamos, gritando frenéticos: «¡que siga, que siga!», acción no de valor, porque ya había pasado el peligro, no siendo de creer que viniese al mismo punto otro proyectil en el corto número de disparos que de una vez se hacían, pero acción rara, porque la imaginación suele, atendiendo a un peligro que acaba de pasar, dedicarse a considerarlo con exclusión de otro objeto alguno. Lo cierto es que la representación siguió con poca concurrencia, pero ésta más loca que antes, incitando, sin duda, a aumentar en fuerza y número los aplausos, el singular incidente que acababa de ocurrir. Sostúvose después esta comedia en el público concepto, así oída en el teatro, como leída, habiendo sido en breve impresa. Pero aunque de allí a pocos días fue construido un nuevo y pobre teatro fuera del alcance de las bombas, y en él se repitió la composición Lo que puede un empleo, que es el título de la tal pieza, la representación no tuvo el efecto que la primera.




ArribaAbajoCapítulo XX

Noticia de la batalla de Salamanca y evacuación de Madrid.-Empeños frustrados con Pizarro.-Levantan los franceses el sitio de Cádiz.-Sale de la Regencia La Bisbal y le sucede Villamil.-El autor y Jonama fundan un periódico.-Carácter de esta publicación. Las Cortes confieren a Wellington el mando de todos los ejércitos españoles.-Publicación de las deliberaciones secretas.-Protesta de Ballesteros y resolución del Gobierno.-El autor censura en su periódico la resolución de las Cortes y defiende a Ballesteros dando fin a la publicación, cuyas tendencias aprecia.


En esto, entre diversiones y peligros, llegaron nuevas de increíble felicidad. Los franceses habían llevado una completa derrota por el ejército británico en las inmediaciones de Salamanca. Según lo que se supo, no era la batalla de aquellas en que pueden disimular los vencidos el revés, pintándole como triunfo, o cuando menos como jornada de éxito indeciso, ni, según las apariencias, podían quedarse las resultas de aquel suceso en retirarse el derrotado algunas lenguas del campo de batalla y adelantar otro tanto o poco menos terreno el vencedor, suceso que en la guerra de la Península había sido muy frecuente en los pocos en que en batallas campales nuestras armas o las de nuestros aliados habían sido favorecidas por la fortuna. La fausta noticia llegó a Cádiz por mar en las horas del mediodía. Divulgóse, pronto y fue recibida con extremos de júbilo, dando motivo a las esperanzas más alegres, fundadas en esta ocasión mucho más que en otras iguales o parecidas. Siguióse celebrando el suceso con las correspondientes salvas de artillería. Respondieron a éstas los franceses con sus obuses; pero al atravesar las granadas el aire, las saludaba con silbidos y palmadas la numerosa concurrencia sobre cuyas cabezas pasaban, acudiendo la gente a las murallas aun dentro de tiro. Menudearon con esto las fiestas, aunque los enemigos hicieron lo mismo con sus fuegos. Hubo de estos artificiales en la ciudad sitiada, costeándolos el embajador de Inglaterra, en celebridad de la victoria ganada por las armas de su nación, bajo el mando de su ilustre hermano. Al mismo tiempo, en un tablado hecho cerca del mismo lugar adonde no alcanzaban las bombas, y vistosamente iluminado con música instrumental y vocal, se divertía a la gente y se celebraba el suceso, que producía la universal satisfacción. Estrenóse un himno que al intento había compuesto de pronto el conocido poeta don Juan Bautista Arriaza, composición ni mala ni buena, pero bastante aplaudida, si bien no por Martínez de la Rosa ni por mí, poco aficionados al autor y a sus versos, y a quienes él pagaba bien, en la misma moneda, la clase de afecto que nos merecía.

También hubo sus coplas correspondientes, compuestas por los mismos cantores en el acto de cantarlas, las cuales, como era de suponer, eran muy inferiores al himno, y aun malas cuanto cabe serlo, pero recibidas con loco aplauso, por ser necedades que se avenían con el pensamiento de satisfacción que en todos los ánimos reinaba. Excusado es decir que en Cádiz, a la sazón llena de gente, era numerosísima la concurrencia que asistía a semejantes festejos, y que en ella era el gozo tan apasionado cuanto correspondía a las circunstancias. No tardó mucho en llegar la noticia de otro nuevo suceso próspero, consecuencia forzosa del primero. Madrid había sido ocupado por el ejército británico, después de haber estado sujeto al Gobierno del usurpador por más de tres años y medio, llevando el continuo yugo, si a veces con conformidad, nunca sin repugnancia ni sin esperanza de verle roto las clases inferiores de la población, y aun no corta parte de las superiores en sus varias categorías, pero no siendo ya cortísimo como antes el número de los que, o por gusto o por resignación, se hallaban avenidos con los franceses, y dóciles en obedecer al rey intruso. Llegó a Cádiz la noticia de estar la capital de España en poder de las armas aliadas, y por consiguiente en libertad, cuando estaba próxima a cerrar la noche. Al momento se vio la ciudad iluminada. El crecido número de los llamados madrileños, esto es, de los nacidos en Madrid y también de los que por su vecindario o empleo tenían antes de la guerra en la capital su residencia, entonces trasladada a Cádiz, dio suelta a su extremada y justa alegría. Acompañábanlos en ellos los gaditanos, próximos a verse libres de las molestias de un asedio, que no dejaban de ser graves, aun cuando distrajesen de ellas multiplicados y gratos entretenimientos. Siguieron así las cosas, acelerándose la época en que habían de retirarse los franceses de las inmediaciones de la isla gaditana y aun de toda la Andalucía, señal casi segura de que habrían de desistir de la conquista de España dentro de un término más o menos lejano.

Esta felicidad pública, forzosamente, había de ser una misma con la de todos los particulares, cuya suerte estaba enlazada con la del Gobierno, al cual reconocían y servían. En este caso estaba yo, que tenía motivos para alegrarme, así como en la calidad de patriota, en la de empleado. No había, con todo, sacado de mis circunstancias todo el aprovechamiento que deseaba, o que aún debía prometerme.

Habíanse creado entonces, según disponía la nueva Constitución, dos Secretarías del Despacho, o Ministerios, además de los anteriores, siendo uno el de la Gobernación de la Península, llamado en otros países del Interior, y otro el de la Gobernación de Ultramar, renovación del llamado en España de Indias, pocos años antes suprimido. Diose el primero a Pizarro, aunque no era destino muy propio de su carrera, ni aun de sus conocimientos. Tratóse de que éste formase su nueva secretaría. Como en la de Estado no me hallase yo bien, por la malquerencia de algunos, y como parecía que no vendría mal a mi amigo tenerme a su lado y a sus órdenes, díjose a Pizarro, hasta de parte de mi tío, que me propusiese para una plaza, que era un ascenso y no lo era escandaloso. Resistióse él con el mayor empeño. Escandalizó a todos su negativa, pero él la justificó, medio admitiendo yo la justificación por buena, contra el parecer de todos cuantos me rodeaban. Me decía que, habiendo emprendido una carrera, mudarla por otra no me estaría bien, especialmente estando en mis primeros pasos. A esto se le ponía por reparo lo singular e incómodo de mi situación; pero él insistía en que por lo mismo debía yo resistir hasta vencer la oposición que encontraba. Como yo le dijese que en mi cabeza sólo veía adelantos posibles saliendo de España, me prometió que, si era él destinado a alguna legación, me pediría para ser secretario de la misma. Ya se verá cuán mal cumplió esa promesa.

Quedó, entre tanto, algo tibia nuestra amistad, pero no por mi parte. Él era quien se alejaba de mi trato. Verdad es que mi madre, más sagaz que yo, penetró su intención de desviarme de sí, porque no se dijese que yo le servía de mucho. De hechos iguales, de algún otro amigo íntimo, he hecho nueva dolorosa experiencia en el discurso de mi vida.

En esto fue levantado el sitio de Cádiz. Fue alegre aquel día como pocos. Apresurábanse las gentes a embarcarse en botes para ir a visitar el abandonado campamento francés, en las cercanías de Puerto Real y del Caño del Trocadero. Había ansia de pisar la tierra del continente, de respirar el aire del campo, allí en verdad poco ameno. Fui yo junto con los oficiales de secretaría, pues, no obstante cierto desvío, se me trataba como a empleado diplomático; esto es, de un modo muy superior al que se usaba aún con los oficiales del archivo. Registramos, con las numerosas turbas, la a modo de población hecha por los enemigos para tener acampadas sus tropas; obra primorosa, pero hecha a costa del lindo pueblecito de Puerto Real, convertido en ruinas. También excitaban la curiosidad las baterías donde estaban los obuses, cuyos efectos habíamos estado por largo tiempo sintiendo. Al volver también por mar a Cádiz, todos los botes traían en el tope de sus palos algún manojo de hierba, como señal de que ya se había disfrutado de un recreo completo, negado a los habitantes de la isla gaditana por más de treinta meses consecutivos.

Con la retirada de los franceses se abrió al Gobierno campo donde ejercer su autoridad. Ya estaba no poco malquisto con las Cortes o con los prohombres de ellas, cuyo voto casi siempre solía ser el del cuerpo entero. A poco, un revés vergonzoso de nuestras armas en Castilla, mandándolas don José O'Donnell, hermano del conde de La Bisbal, ocasionó un reñido debate en las Cortes, donde hubo quien tronase aun contra el regente, si bien los principales del bando reformador no tomaron parte en la contienda, sustentada contra el general por gentes de inferior nota de ambas parcialidades contrarias en el Congreso. Renunció el conde de La Bisbal su alto cargo en la Regencia, picado no de la resolución de las Cortes, pues ninguna hubo contra él o contra su hermano, sino sólo de las acusaciones graves hechas contra este último en el debate, y de haberse supuesto de él que disimulaba sus faltas, pudiendo y debiendo corregirlas.

Más que de pena, sirvió a los regentes restantes de pretexto de queja perder a su colega. Entró a sucederle, por elección del Congreso, don J. Pérez Villamil, ganando esta elección los antireformadores; pues si el elegido, en su famosa carta al rey, impresa en 1808, había hablado de la necesidad de hacer una Constitución, en esta nueva época, recién vuelto de Francia, donde había estado prisionero, no sólo mostraba desaprobación a las recién hechas reformas, sino apego a la monarquía antigua. Por qué recayó en él la elección hecha por un cuerpo cuya mayor parte era de las opuestas opiniones, sólo se explica por la consideración de ser comunes contradicciones tales en nombramientos de personas hechos en secreto. Fuese como fuese, el nuevo individuo del Gobierno supremo atizó el fuego que en él ardía contra el Congreso, y también justificó en cierto grado que el cuerpo, hasta cierto punto depositario de la potestad ejecutiva, se empeñase en una contienda, aunque sorda, continua, con aquel de quien recibía incesantes provocaciones.

Aunque nada aprobador yo de los actos del Congreso, menos lo era de los de la Regencia, no obstante ser parte de ésta mi tío, cuya casa había dejado de frecuentar. Lo más extraño es que el ministro Pizarro tampoco era muy parcial del Gobierno, al cual servía. A pesar de que mi amistad con éste distaba mucho de ser lo que era en los anteriores tiempos, aún le conservaba yo grande aprecio y afecto, y todavía él seguía conmigo en aparente amistad, aunque en menos constante trato. Por aquel tiempo nuestro común amigo Jonama, hecho oficial de la Secretaría de la Gobernación, y yo, perenne en mi puesto de agregado a la Secretaría de Estado, discurrimos escribir un periódico diario, del cual tenía Pizarro conocimiento. Le pusimos por título El Imparcial, y nuestro plan fue el siguiente: hasta allí estaban divididos los escritores y diputados, y todos cuantos hombres atendían a los negocios políticos, en dos parcialidades, llamadas comúnmente de los liberales, la una, y de los serviles, la otra, haciéndose entre sí cruda guerra. Señalábase la liberal por lo obediente a sus caudillos, a quienes miraba con admiración, a la par que con ciego respeto, aprobando cuanto hacían las Cortes, donde su bando predominaba.

Nosotros, profesando las doctrinas de esta secta liberal, y a veces extremándolas, si bien en otras raras ocasiones quedándonos cortos, hacíamos gala de no seguir ciegamente a los hombres cabezas del mismo bando, y de tacharles mucho y con dureza algunos de sus actos, sin respetar varias resoluciones del Congreso. Mirábamos a la Regencia con aversión, y en varias ocasiones no lo encubríamos. La novedad de nuestro propósito, fielmente ejecutado, admiró y no agradó. Pocos, si acaso algunos, podían comprender que hubiese hombres, no siendo serviles, capaces de tratar con irreverencia a Argüelles y consortes, o con desaprobación las deliberaciones del soberano Congreso. Fulminóse, pues, contra nosotros un fallo, declarándonos serviles; pero como nuestras máximas distasen infinito de la secta de que se nos suponía, túvose por cierto que éramos serviles embozados. Siendo ya esto último difícil de sustentar o de creer, algún censor más agudo descubrió que éramos ministeriales. Como Pizarro era ministro y seguíamos en estrecha unión con él, la acusación podía parecer justa; pero, por una rareza de los tiempos, nuestro amigo el ministro, aun siéndolo, no era ministerial, pues ni obraba acorde con sus compañeros, cosa entonces no necesaria, ni con el Gobierno a cuyo servicio seguía. Fuese como fuese, la voz ministerial era nueva en España, y desde luego sonó feamente, resultando de ello, al crédito de nuestro Imparcial, gravísimo perjuicio. Por nuestra desgracia, en un artículo escrito por Jonama, harto más profundo en materia de derecho político constitucional que lo eran los escritos españoles de aquellos días, al expresar las diferentes calidades que debían tener los cuerpos depositarios de la potestad legislativa y los de la ejecutiva, se afirmaba que los miembros de los primeros debían mudarse con frecuencia, al paso que los gobernantes deberían ser eternos. Tal aserto desvaneció todas las dudas, y se nos tuvo firmemente por contrarios al proyecto de variar la Regencia, proyecto abrigado ya por muchos, y aun abogado en algunos escritos para dar asiento a quienes le iban madurando en las Cortes. Fuera de estas acusaciones, tenía nuestro Imparcial poquísimos que le leyeran. No solía gastar personalidades, ni traía noticias, y era, aunque a veces agudo y profundo, en lo general pesado, aunque hueco.

En aquellos días gozaba del aura popular por excelencia, un periódico titulado La Abeja, distinguido por personalidades malignas; y si en algunos casos ingenioso y chistoso, por lo general mal escrito, y en punto a doctrinas, pobre e ignorante. Excusado parece decir que este periódico nos hacía guerra, creyéndonos parciales de los ministros, y aun de los regentes, y profesando a estos últimos enconado odio.

Un suceso notable, que trajo consigo otros varios, ocurrió en aquellos momentos. Estando pendiente la campaña, y siguiéndola todavía el general británico con próspera, aunque sólo con mediana fortuna, después de la victoria llamado por sus paisanos de Salamanca, y por los españoles y franceses de los Arapiles, y después, también, de su ocupación de Madrid, tratóse en las Cortes de darle el mando supremo de todos los ejércitos españoles, al cual coadyuvaba la Regencia, parcial, celosa, del Gobierno británico. Celebráronse sobre este punto varias sesiones secretas; mediaron oficios, y pararon las deliberaciones en darse al afortunado y hábil caudillo de las fuerzas aliadas, la autoridad de disponer de las españolas. No bien fue tomada esta resolución en secreto, cuando fue publicada en La Abeja, juntamente con todos los documentos que para la decisión de tal materia habían sido leídos en las Cortes, sin exceptuar los oficios que estas mismas habían escrito reservados, como lo era todo aquel negocio. Sobre ello hubo acusaciones y averiguaciones en punto a la entrega de aquellos papeles a los periodistas, y por fin declaró habérselos dado el diputado americano Mejía, hombre igualmente célebre por su ingenio y por su no menor travesura.

Nada hizo el Congreso sobre este asunto. Una voz se levantó recia y destemplada contra semejante revelación, pero fue poco atendida, acarreando al que la alzaba terribles denuestos. Era éste don Pedro Labrador, al acababa de nombrar la Regencia, secretario del Despacho de Estado, desempeñando, desde la renuncia de Pizarro, interinamente por Pezuela. Labrador gozaba de alto concepto como personaje de talento, de instrucción y de entereza; reformador antiguo, y señalado en época novísima por haberse portado dignamente cuando se le dio parte en los tratados entablados en Bayona para lograr del rey Fernando la renuncia solicitada por Napoleón; pero subido al elevado puesto de que era reputado digno, desde luego pareció torpe, nimio, de soberbia y arrogancia tales, que pisaban los límites de la fatuidad y de singular pedantería; siendo de notar de este sujeto que, según fue entrando en edad y desempeñando varios graves cargos, desmintió por voto casi general su buena reputación antigua, y confirmó su mala fama moderna en su conducta política, violentísima y desacertada. En la ocurrencia de que ahora voy tratando, tenía razón en la sustancia, y se la quitó por las formas de que hizo uso, mandando poner en la Gaceta del Gobierno un artículo sobre la publicación de los documentos de que se ha hablado, en términos de una arrogancia insufrible. Cayeron sobre él mil escritorzuelos, desatinando casi todos, pero acertando en afear, a veces no sin gracia, en el ministro escritor, lo excesivo de su soberbia.

A más grave lance dio origen haberse conferido el mando de los ejércitos españoles al general de los ingleses. Mandaba una división corta al principio, pero ya crecida, hasta ser un mediano cuerpo de ejército, el general Ballesteros, que a la sazón estaba con lo principal de sus fuerzas en la ciudad de Granada, teniendo repartidas algunas por Andalucía. Había sido este general un ídolo del vulgo, y aun en la milicia tenía no pocos acalorados parciales. En los principios de su carrera, habiendo vuelto a la militar desde la del resguardo, recién empezada la guerra, había sido vergonzosamente sorprendido en Santander, dejando muertas, prisioneras o dispersas todas las tropas puestas bajo su gobierno, y escapándose él por mar, solo o muy poco acompañado; pero después había alcanzado algunas ventajas sobre el enemigo en varias partes de España, y desde mediados de 1811 seguía en las provincias meridionales, ahora en el condado de Niebla, ahora en Algeciras y las vecinas tierras y campiña inmediata a Gibraltar, donde después se trasladó guerreando con grande actividad, con varia fortuna y con fama muy superior a sus merecimientos, aunque estos no eran cortos. Era valiente, diligentísimo, ignorante, presuntuoso, y con todo eso no falto de cierta habilidad en más de un punto, pues fue feliz en algunas de sus operaciones; súpose darse a querer de los soldados y de no pocos oficiales, y acertó a cobrar una fama superior a la de todos los generales de España, e igualada sólo por la de algunos guerrilleros, con quienes tenía semejanza; fama apenas menoscabada porque no la creyese justa un corto número de jueces entendidos. Ponderaba mucho sus ventajas, y aun las fingía cuando no las alcanzaba, y hasta calificaba de tales algunos cortos reveses. Valíase de un lenguaje vulgar, y en una ocasión dijo en un parte que «había ido cazando a los enemigos como conejos».

Ello es que con esto agradaba. Así, cuando al pasar del condado de Niebla y Algeciras, se detuvo algunos días en Cádiz, acudía la gente ruda a mirarle como un portento, o como a hombre que se hubiese señalado por hazañas insignes, aunque entonces ni siquiera había tenido algunos buenos sucesos que en algo justificaran su nombre. El dicho común era que no sabía táctica, pero que sabía matar franceses; como si lo primero fuese otra cosa que la ciencia de hacer más daño a sus contrarios que el que de ellos se recibe. Una vez en Algeciras Ballesteros, y habiendo sorprendido a un general francés, y puesto el vencido fin a su vida por sus propias manos, por despecho que tuvo de su derrota, creció mucho en nombradía y en soberbia. Un personaje tan encumbrado en aquellos días, por fuerza había de mezclarse algo en la política, y así lo hacía; pero sin tomar partido fijo, o claro, en la gran contienda pendiente entre las parcialidades de liberales y serviles. Su único objeto era pasar por independiente de todos a quienes creyera sus inferiores, incluyendo en este número a los demás generales, a las Cortes y a los regentes, así los presentes como los pasados. De persona fidedigna he oído que estando en el mando de su ejército, como viese delante de sí unos árboles muy gruesos, exclamó que eran buenos para colgar de ellos a los regentes. Tal era Ballesteros en los días a que me voy ahora refiriendo.

La noticia de haber sido nombrado para mandarle, así como a todos los ejércitos españoles, un extranjero, no obstante estar condecorado con la dignidad de capitán general español, y Grande de España y duque, lastimó sobre manera su orgullo. Así, representó contra lo resuelto por las Cortes en términos violentos y aun propios para infundir recelo de que las destemplanzas por escrito fuesen sucedidas por actos de más seria y temible desobediencia. Portóse la Regencia en este caso con vigor y tino, y enviando al lado del general desobediente a un brigadier provisto de órdenes oportunas, y con la seguridad de ser ascendido a mariscal de campo si salía con felicidad de su comisión, logró que Ballesteros fuese separado del mando, sin alboroto ni resistencia, y enviado a Ceuta en calidad de preso. Estando en Córdoba algunos cuerpos del ejército del mismo general, hubo en ellos oficiales que intentaron causar algún desorden; pero fue reprimida su tentativa, dándoles leves y poco duraderos castigos.

La conducta de Ballesteros había sido muy vituperada por los liberales. No así por mi pandilla, con la cual estaba yo acorde. Antes éramos muy poco devotos del mismo general; pero llevamos a bien su repugnancia a dejarse mandar por los ingleses, punto en el cual pensábamos y hablábamos, y aun hablábamos nosotros, poseídos por el más desvariado fanatismo. Así, en El Imparcial, por común acuerdo de mi colega y aprobantes, escribí yo medio defendiendo al general y vituperando lo hecho por las Cortes en el discurso de aquel negocio relativo al general británico, bien que vituperaba más los trámites seguidos para dar tal disposición que la disposición misma.

Fuese como fuese, mi artículo era poco claro; y a fuerza de querer ser imparcial, como prometía el título de mi periódico, poco o nada concluía. Gustó, sin embargo, mucho, y se despachó bien el número, cosa que no había sucedido a los anteriores. Sin embargo, con este trabajo, que tan bien pareció, dio fin decoroso a su breve y no lucida existencia nuestro Imparcial, que, como el cisne imaginado por los poetas antiguos, sólo cantó bien, o sólo cantó a gusto del público, en la hora de su muerte. En el mismo número en que trataba la cuestión de Ballesteros, anuncié yo el fin de mi periódico en términos festivos, confesando que moría gracias al corto número de nuestros suscritores, o, por decirlo con verdad, al crecido número de los no nuestros suscritores.

Mal me salió mi primer tentativa de periodista, en que después me he ensayado tanto, alguna vez con fortuna. Hoy que lo pienso, no creo que mereciese mucho El Imparcial; y, sin embargo, para mezclar lo vano con lo humilde, creo que distaba mucho de ser despreciable, pero que pecaba por no dar el menor entretenimiento. Jonama, más vano que yo, tenía mejor opinión de él en tiempos bastantes posteriores al de su existencia, y decía que había sido el principio, aunque no conocido, del partido que nació y vivió desde 1820 hasta 1823, con el título de exaltado. No creo que acertase en este juicio, aunque sí que no iba en él errado del todo, por no caber error completo en un entendimiento claro y agudo como era el suyo, cuando apenas cabe en los ignorantes y torpes. La idea de rebelarse contra Argüelles y los demás capitanes de la hueste liberal, y de empezar y llevar adelante la rebelión proclamando sus mismas doctrinas, y no las contrarias, fue la de nuestro Imparcial, nacido y muerto con el mes de septiembre de 1812, y la del bando exaltado en 1820, a cuya formación tuve yo la honra o la desdicha de contribuir en gran parte. Pero se diferenciaba mucho de la primera época la segunda, y de las circunstancias de ésta, más que de otras comunes a todos los tiempos, tuvo su origen el interés y aun el cuerpo de doctrinas del bando que llevó el nombre de exaltado.