 Libro duodécimo
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La expedición contra
Troya
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Sin saber
Príamo, el padre de Ésaco, que con sus asumidas
alas |
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él vivía, le lloraba.
A un túmulo también, que su nombre tenía, |
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Héctor y sus hermanos unas
ofrendas fúnebres le habían ofrecido inanes. |
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Faltó a ese servicio triste
la presencia de Paris, |
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el que poco después, junto
con su raptada esposa, una larga guerra |
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atrajo a su patria, y aliadas le
persiguen |
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mil embarcaciones, y con ellos el
común de la gente pelasga. |
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Y dilatada no hubiera sido la
venganza, de no ser porque los mares |
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hicieron intransitables los
salvajes vientos, y si la tierra beocia |
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en Áulide, la rica en peces,
no hubiera retenido sus popas que iban a marchar. |
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Aquí, según la
costumbre patria, al preparar a Júpiter sus
sacrificios, |
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cuando la vieja ara se
encandeció con los encendidos fuegos, |
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serpear azulado los dánaos
vieron un reptil, |
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hacia un plátano que se
erguía próximo a los emprendidos sacrificios. |
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Un nido había, de
pájaros dos veces cuatro, en lo supremo del
árbol: |
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a los cuales y a la madre, que
alrededor de sus pérdidas volaba, |
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una vez que arrebató la
serpiente y en su ávida boca los sepultó, |
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quedaron suspendidos todos, mas de
la verdad vidente el augur |
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Testórida:
«Venceremos», dice, «gozaos de ello,
Pelasgos. |
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Troya caerá, pero
será una demora larga la de nuestra gesta», |
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y los nueve pájaros en los
años de la guerra distribuye. |
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Ella, cual estaba abrazada verdes a
sus ramas en el árbol, |
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se vuelve piedra y signa con la
imagen de una serpiente tal roca. |
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Permanece el
Bóreas violento de Aonia en las ondas |
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y las guerras no traslada, y hay
quienes que salva a Troya |
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Neptuno creen, porque las murallas
había hecho de esa ciudad. |
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Mas no el Testórida. Pues no
ignora o calla |
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que con una sangre virgínea
aplacada de la virgen la ira |
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ha de ser. Después que a la
piedad la causa pública, |
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y el rey al padre, hubo vencido, y
la que iba a dar su casta sangre |
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ante el ara apostada estaba,
Ifigenia, llorándola sus oficiantes, |
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vencida la diosa fue y una nube a
los ojos opuso y en medio |
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del servicio y el gentío del
sacrificio y las voces de los suplicantes, |
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sustituida por una cierva, se dice
que mutó a la Micénide. |
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Así pues, cuando con la
matanza que debió mitigada fue Diana, |
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a la vez de Febe, a la vez del mar
la ira se aleja. |
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Reciben los vientos de espalda las
mil quillas |
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y tras mucho padecimiento se
apoderan de la frigia arena. |
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La Fama
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Del orbe un
lugar hay en el medio, entre las tierras y el mar |
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y las celestes extensiones, los
confines de ese triple mundo, |
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desde donde lo que hay en
dondequiera, aunque largos trechos diste, |
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se divisa, y penetra toda voz hasta
sus huecos oídos. |
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La Fama lo posee, y su morada se
eligió en su suprema ciudadela, |
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e innumerables entradas y mil
agujeros a sus aposentos |
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añadió y con ningunas
puertas encerró sus umbrales. |
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De noche y de día
está abierta: toda es de bronce resonante, |
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toda susurra y las voces repite e
itera lo que oye. |
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Ninguna quietud dentro y silencios
por ninguna parte; |
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y ni aun así hay gritos,
sino de poca voz murmullos |
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cuales los de las olas, si alguien
de lejos las oye, del piélago |
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ser suelen, o cual el sonido que,
cuando Júpiter |
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increpa a las negras nubes, los
extremos truenos devuelven. |
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Sus atrios un gentío los
posee. Vienen, leve vulgo, y van, |
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y mezclados con los verdaderos los
inventados deambulan, |
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miles de tales rumores, y confusas
palabras revuelan. |
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De los cuales, éstos llenan
de relatos los vacíos oídos, |
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éstos lo narrado llevan a
otro, y la medida de lo inventado |
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crece y a lo oído algo
añade su nuevo autor. |
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Allí la Credulidad,
allí el temerario Error |
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y la vana alegría
está, y los consternados Temores, |
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y la Sedición repentina, y
de dudoso autor los Susurros. |
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Ella misma qué cosas en el
cielo y en el mar se pasen |
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y en la tierra ve e inquiere a todo
el orbe. |
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Aquiles y Cigno
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Había
hecho ella conocido que con soldado fuerte |
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se allegaban desde Grecia unas
embarcaciones y no inesperado |
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llega el enemigo en armas.
Prohíben el acercamiento y su litoral vigilan |
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los troyanos, y de Héctor
por la lanza el primero, fatalmente, |
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Protesilao, caes, y los emprendidos
combates mucho |
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cuestan a los dánaos, y
fuerte por su muerte de almas se conoce a Héctor. |
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Tampoco los frigios con exigua
sangre sintieron de qué |
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la diestra aquea era capaz, y ya
rojecían del Sigeo |
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los litorales, ya a la muerte el
descendiente de Neptuno, Cigno, |
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a mil hombres había
entregado, ya en su carro acosaba Aquiles |
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y enteras, con el golpe de su
cúspide del Pelio, tendía |
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tropas y por las filas o a Cigno o
a Héctor buscando |
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aborda a Cigno -para el
décimo año diferido |
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Héctor estaba-: entonces,
sus cuellos resplandecientes hundidos por el yugo, |
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exhortando a sus caballos, su carro
dirigió contra el enemigo, |
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y agitando con sus brazos las
vibrantes armas: |
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«Quien quiera que eres, oh
joven», dijo, «por consuelo ten |
80 |
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de tu muerte que del hemonio
Aquiles has sido degollado». |
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Hasta aquí el Eácida,
a su voz la grave asta siguió, |
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pero aunque ningún yerro
hubo en la certera asta, |
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de nada, aun así,
sirvió la punta del lanzado hierro, |
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y cuando el pecho únicamente
golpeó con su embotado golpe: |
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«Nacido de diosa, pues a ti
gracias a la fama desde antes te conocía», dice |
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él: «¿por
qué te asombras de que en nos herida no haya?», |
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pues asombrado estaba. «No
este casco que ves, rubio de crines |
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equinas, ni la carga, la
cóncava rodela, de mi izquierda, |
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de auxilio me son: ornato se ha
buscado de ellos. |
90 |
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Marte también, por mor de
él, empuñar tales defensas suele. Príveseme de
todo |
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servicio de esta cobertura, aun
así, intacto saldré. |
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Algo es el no haber sido engendrado
de una Nereida, sino quien |
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a Nereo y a sus hijas y todo modera
el mar». |
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Dijo y el que habría de
clavarse del escudo en la curvatura un dardo |
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lanzó al Eácida, el
cual, sí el bronce y las siguientes rompió |
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|
pieles novenas de bueyes: en el
décimo orbe, aun así, detenido quedó. |
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Lo sacudió el héroe,
y de nuevo tremolando sus armas |
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con su fuerte mano las
blandió: de nuevo sin herida el cuerpo |
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e íntegro quedó, ni
la tercera cúspide, a ella abierto |
100 |
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y ofreciéndosele fue capaz
de rasgar a Cigno. |
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No de otro modo se inflamó
él que en el circo abierto un toro |
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cuando sus aguijadas -las prendas
de bermellón- busca |
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con su terrible cuerno y
defraudadas siente sus heridas. |
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|
Si es que se ha desprendido el
hierro, considera él, del asta: |
105 |
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fijado estaba al leño.
«¿Es la mano mía la débil, así
pues, |
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|
y las fuerzas -dice- que antes tuvo
las ha disipado en uno solo? |
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Pues cierto que vigor tuvo, bien
cuando de Lirneso |
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las murallas el primero
derribé, o cuando a Ténedos |
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y a la Tebas de Eetión
colmé de su sangre, |
110 |
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o cuando purpurino de su paisana
muerte el Caíco |
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fluyó, y la obra de mi asta
los veces sintió Télefo. |
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|
Aquí también para
tantos asesinatos cuyas pilas por este litoral |
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hice y veo, vigor tuvo mi diestra y
tiene», |
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dijo y en lo antes realizado como
si mal creer pudiera, |
115 |
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su asta manda en derechura, de la
plebe licia, a Menetes, |
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y su loriga a la vez, y bajo ella
su pecho le rompe. |
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Del cual, al golpear la tierra
grave con su moribundo pecho, |
|
|
|
extrae aquella misma arma de su
caliente herida |
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|
y dice: «Ésta la mano
es, ésta, con la que acabamos de vencer, mi asta: |
120 |
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|
usaré contra él las
mismas. Sea en él suplico, el resultado mismo». |
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|
Así diciendo a Cigno
retorna, y el fresno no yerra |
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|
y en su hombro sonó, no
evitada, izquierdo. |
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|
De allí, como de un muro y
un sólido arrecife rechazada fue. |
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|
Por donde, aun así, golpeado
había sido, marcado de sangre a Cigno |
125 |
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|
había visto y en vano se
había regocijado Aquiles. |
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|
La herida era ninguna, la sangre
era aquella de Menetes. |
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|
Entonces verdaderamente,
abalanzado, del carro alto rugiente |
|
|
|
salta y con su nítida espada
a su intacto enemigo |
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|
|
de cerca buscando, la rodela con su
espada y su gálea hundirse |
130 |
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|
contempla, más en ese duro
cuerpo dañarse también el hierro. |
|
|
|
No lo soporta más, y con su
escudo reiterado golpea |
|
|
|
tres y cuatro veces la cara de ese
varón, a él vuelta, con la empuñadura
también sus huecas |
|
|
|
sienes, y al que retrocedía
persiguiéndole le acosa y lo turba se le lanza, |
|
|
|
y atónito le niega el
descanso: el pavor se apodera de él, |
135 |
|
|
y ante sus ojos nadan las
tinieblas, y atrás llevando |
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|
retrocedidos los pasos una piedra
se le opuso en mitad del campo, |
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|
de la cual encima, empujado Cigno
con su cuerpo boca arriba, |
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|
con fuerza mucha lo vuelve y a la
tierra lo sujeta Aquiles. |
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|
Entonces con su escudo y sus
rodillas duras oprimiéndole el busto, |
140 |
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de las correas tira de su
gálea, las cuales, por debajo de su oprimido
mentón, |
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|
|
le rompen la garganta y la
respiración y el camino |
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le roban del aliento. Al vencido a
expoliar se disponía. |
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|
Sus armas abandonadas ve: su cuerpo
el dios del mar confirió |
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a una blanca ave, de cuyo modo el
nombre tenía. |
145 |
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|
Esta gesta, esta
batalla, un descanso de muchos días |
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|
trajo consigo y, depuestas las
armas ambas partes hicieron un alto. |
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|
Y mientras vigilante de Frigia los
muros un centinela guarda, |
|
|
|
y vigilante de Argólide las
fosas guarda un centinela, |
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|
el festivo día había
llegado en que de Cigno el vencedor, Aquiles, |
150 |
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|
a Palas aplacaba con la sangre de
una inmolada vaca. |
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|
De la cual, cuando impuso sus
entrañas en las calientes aras |
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|
y por los dioses percibido
penetró en los aires su vapor, |
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|
los sacrificios se llevaron la
suya, la parte fue dada, restante, a las mesas. |
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Se tumbaron en los divanes los
próceres, y sus cuerpos de asada |
155 |
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carne llenan, y con vino alivian
sus cuidados y su sed. |
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No a ellos la cítara, no a
ellos las canciones de las voces, |
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|
o de muy perforado boj les deleita,
larga, la tibia, |
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|
sino que la noche en la
conversación alargan, y la virtud es, de su hablar, |
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la materia. Sus batallas refieren,
las del enemigo y las suyas, |
160 |
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|
y en turnos los peligros afrontados
y apurados a menudo |
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|
remembrar les place: pues de
qué hablaría Aquiles, |
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|
o de qué cabe al gran
Aquiles mejor hablarían. |
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|
La muy reciente victoria,
principalmente, sobre el dominado Cigno |
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|
en conversación estuvo,
pareciendo admirable a todos |
165 |
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el que al joven su cuerpo de
ningún arma penetrable |
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e invicto a la herida fuera, y que
el hierro puliera. |
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Ceneo (I)
|
|
Esto el propio
Eácida, esto admiraban los aqueos, |
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|
|
cuando así Néstor
dice: «En vuestra edad fue el único |
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|
despreciador del hierro y horadable
por golpe ninguna |
170 |
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|
Cigno. Mas yo mismo en otro tiempo,
sufriendo él heridas mil |
|
|
|
en un cuerpo no dañado, al
perrebo Ceneo vi, |
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a Ceneo el perrebo, el cual,
glorioso por sus hechos, el Otris |
|
|
|
habitaba, y para que ello
más admirable fuese en él, |
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|
|
mujer nacido había. Del
prodigio por la novedad se conmueve |
175 |
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|
todo el que asiste, y que lo
refiera le piden. Entre los cuales Aquiles: |
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|
|
«Di, vamos, pues en todos el
mismo hay deseo de oírlo, |
|
|
|
oh, elocuente anciano, de nuestra
edad la prudencia, |
|
|
|
quién fuera Ceneo, por
qué en lo contrario vuelto, |
|
|
|
en qué milicia, de
qué batalla en el certamen |
180 |
|
|
por ti conocido, de quién
fue vencido, si vencido de alguno fue». |
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Entonces el mayor: «Aunque a
mí me estorba mi tarda vejez, |
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|
|
y muchas se me huyen de las cosas
por mí contempladas en mis primeros años, |
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|
|
más cosas, aun así,
recuerdo, y, que más prendida esté, ninguna |
|
|
|
cosa en el pecho nuestro hay entre
hechos tantos de guerra |
185 |
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|
y de paz, y si a alguien pudo su
espaciosa vejez |
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|
|
como espectador de las obras de
muchos devolver, yo he vivido |
|
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de años dos veces cien.
Ahora se vive mi tercera edad. |
|
|
|
«Brillante por su hermosura
fue la descendencia de Elato, Cenis, |
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|
de las tesalias la doncella
más bella, y en las cercanas, |
190 |
|
|
y en tus ciudades -pues fue paisana
tuya, Aquiles-, |
|
|
|
en vano por los votos de muchos
pretendientes fue deseada. |
|
|
|
Hubiese intentado Peleo los
tálamos también, quizás, esos: |
|
|
|
pero ya le habían alcanzado
a él las bodas de tu madre |
|
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|
o le habían sido prometidas,
ni tampoco Cenis a ningunos |
195 |
|
|
tálamos desposada fue, y por
unas secretas playas cogiendo ella, |
|
|
|
fuerza sufrió del dios
marino, así la fama lo contaba. |
|
|
|
Y cuando los goces de esta nueva
Venus Neptuno hubo tomado: |
|
|
|
«Que estén tus votos
te permito», dijo, «libres de rechazo. |
|
|
|
Elige qué has de
desear» -la misma fama esto también contaba-. |
200 |
|
|
«Grande», Cenis dice,
«hace esta injuria a mi deseo: |
|
|
|
que tal sufrir ya nada pueda. Dame
el que mujer no sea: |
|
|
|
todo lo habrás
garantizado». Con más grave tono las últimas
dijo |
|
|
|
palabras, y podía la de un
hombre la voz aquella parecer, |
|
|
|
como así era. Pues ya a su
voto el dios del mar alto |
205 |
|
|
había asentido y le
había dado, además, que ni dañado por
ningunas |
|
|
|
heridas fuera, o a hierro sucumbir
pudiera. |
|
|
|
De su presente contento parte, y en
afanes viriles su edad |
|
|
|
pasó el Atrácida y
del Peneo los campos recorre. |
|
|
|
La batalla de Lápitas y
Centauros
|
|
«Había desposado a Hipódame el hijo del audaz
Ixíon, |
210 |
|
|
y a los feroces hijos de la nube,
puestas por orden las mesas, |
|
|
|
había ordenado recostarse,
de árboles cubierta, en una gruta. |
|
|
|
Los próceres hemonios
asistían, asistíamos también nos, |
|
|
|
y festivo con su confuso
gentío resonaba el real. |
|
|
|
He aquí que cantan a Himeneo
y de fuego los atrios humean, |
215 |
|
|
y ceñida llega la doncella
de las madres y las nueras por la caterva, |
|
|
|
muy insigne de hermosura. Feliz
llamamos de esa |
|
|
|
esposa a Pirítoo, el cual
presagio casi malogramos. |
|
|
|
Pues a ti, de los salvajes el
más salvaje, de los centauros, |
|
|
|
Éurito, cuanto por el vino
tu pecho, tanto por la doncella vista |
220 |
|
|
arde, y la ebriedad, geminada por
la libido, en ti reina. |
|
|
|
En seguida, volcándose,
turban los convites las mesas, |
|
|
|
y es raptada, de su pelo tomado por
la fuerza la nueva casada. |
|
|
|
Éurito a Hipódame,
otros, la que cada uno aprobaban |
|
|
|
o podían, rapta, y, la de
una tomada, era de la ciudad la imagen. |
225 |
|
|
De gritos femeninos suena la casa:
más rápido todos |
|
|
|
nos levantamos y el primero:
«¿Qué vesania», Teseo, |
|
|
|
«Éurito, a ti te
impulsa», dice, «a que tú en vida mía
provoques |
|
|
|
a Pirítoo y violes a dos,
ignorante, en uno?». |
|
|
|
Y no tal el magnánimo en
vano había remembrado con su boca: |
230 |
|
|
aparta a los que le acosan y la
raptada de aquellos delirantes arrebata. |
|
|
|
Él nada en contra -pues
tampoco defender con palabras |
|
|
|
tales acciones puede-, sino que del
defensor la cara con protervas |
|
|
|
manos persigue y su generoso pecho
golpea. |
|
|
|
Era el caso que había junto,
de sus figuras prominentes áspera, |
235 |
|
|
una antigua cratera, que, vasta
ella, más vasto él mismo, |
|
|
|
la sostiene el Egida y la lanza
contra su cara a él opuesta. |
|
|
|
Borbotones de sangre él, a
la vez que cerebro y vino, |
|
|
|
por la herida y la boca vomitando,
de espaldas en la húmeda arena |
|
|
|
convulsiona. Arden los hermanos
bimembres |
240 |
|
|
por el asesinato y a porfía
todos con una sola boca: «Las armas, las armas»,
dicen. |
|
|
|
Los vinos les daban ánimos y
a lo primero de la lucha copas |
|
|
|
lanzadas vuelan y los
frágiles jarros y las curvadas escudillas, |
|
|
|
cosas para los festines un
día, entonces para las guerras y los asesinatos aptas. |
|
|
|
El primero el
Ofiónida Ámico los penetrales de sus dones |
245 |
|
|
no temió expoliar, y
él el primero del santuario |
|
|
|
arrebató, de luces denso,
coruscantes, un candelabro, |
|
|
|
y, levantado éste alto, como
el que los cándidos cuellos de un toro |
|
|
|
por romper se esfuerza con la
sacrificial segur, |
|
|
|
lo estrelló en la frente del
Lápita Celadonte y sus huesos |
250 |
|
|
derramados dejó, no
reconocible, en su rostro. |
|
|
|
Le saltaron los ojos y, dispersos
los huesos de la cara, |
|
|
|
echada fue atrás su nariz y
fijada quedó en mitad del paladar. |
|
|
|
A él, con un pie arrancado
de una mesa de arce, el de Pela |
|
|
|
lo tendió en tierra,
Pelates, hundido en su pecho su mentón, |
255 |
|
|
y con negra sangre mezclados
escupiendo él sus dientes, |
|
|
|
de tal herida geminada lo
envió del Tártaro a las sombras. |
|
|
|
«Cercano
como apostado estaba contemplando los altares humosos |
|
|
|
con su rostro terrible:
«¿Por qué no», dice, «hemos de
hacer uso de ellos?», |
|
|
|
y con sus fuegos Grineo levanta la
ingente ara, |
260 |
|
|
y del tropel de los Lápitas
lo arroja en la mitad |
|
|
|
y aplasta a dos, a Bróteas y
a Orío. De Orío |
|
|
|
su madre era Mícale, la
cual, que había abajado encantándola |
|
|
|
muchas veces, constaba, los cuernos
de la reluctante luna. |
|
|
|
«No impune quedarás,
no bien de un arma se me dé provisión», |
265 |
|
|
había dicho Exadio, y de un
arma tiene a la traza, los que |
|
|
|
en un alto pino estuvieran, los
cuernos de un votivo ciervo. |
|
|
|
Clavado queda de ahí Grineo
con una doble rama en sus ojos, |
|
|
|
y se le extraen los globos, de los
cuales parte en los cuernos prendida queda, |
|
|
|
parte prendida fluye a su barba y
con coagulada sangre cuelga. |
270 |
|
|
He aquí
que arrebata flameante Reto de la mitad de las aras |
|
|
|
la brasa de un ciruelo, y desde la
parte derecha de Caraxo |
|
|
|
sus sienes quebranta, protegidas
por su rubio cabello. |
|
|
|
Arrebatados por la rapaz -como mies
árida- llama |
|
|
|
ardieron sus pelos y en la herida
la sangre quemada, |
275 |
|
|
terrible su chirrido, un sonido
dio, como dar el hierro |
|
|
|
al fuego rojeciente frecuentemente
suele, al que con su tenaza curvada |
|
|
|
cuando su obrero lo saca, en las
cubas lo hunde: mas él |
|
|
|
rechina y en la agitada onda
sumergido silba. |
|
|
|
Herido él de sus erizados
cabellos el ávido fuego sacude, |
280 |
|
|
y hacia sus hombros un umbral de la
tierra arrancado |
|
|
|
levanta, carga de un carro, el
cual, que no llegue a lanzar contra el enemigo |
|
|
|
su mismo peso hace. A un aliado
también la mole de roca |
|
|
|
aplastó, que en un espacio
estaba más cercano, a Cometes. |
|
|
|
Sus goces no retiene Reto:
«Así, yo lo suplico», dice, |
285 |
|
|
«el resto de esta multitud,
de los cuarteles tuyos, sea fuerte», |
|
|
|
y con el medio quemado tronco
renueva repetidamente la herida, |
|
|
|
y tres y cuatro veces con un grave
golpe las junturas de su cabeza |
|
|
|
rompe y se asentaron sus huesos,
líquido, en su cerebro. |
|
|
|
Vencedor hacia
Evagro y Córito y Drías pasa. |
290 |
|
|
De los cuales, cuando cubierto en
sus mejillas con su primer bozo |
|
|
|
sucumbió Córito:
«De un muchacho derribado qué gloria |
|
|
|
nacido para ti ha», Evagro
dice, y decir más Reto |
|
|
|
no consiente y, feroz, en la
abierta boca del que hablaba |
|
|
|
sepultó de ese hombre, y a
través de su boca en su pecho, rutilantes, esas llamas. |
295 |
|
|
A ti también, salvaje
Drías, alrededor de tu cabeza blandiendo el fuego |
|
|
|
te persigue, pero no contra ti
también consiguió el mismo |
|
|
|
resultado: a él que de su
asidua matanza por el éxito se congratulaba, |
|
|
|
por donde unida está al
hombro la cerviz, con una estaca le clavas, al fuego tostada. |
|
|
|
Gimió hondo, y de su duro
hueso la estaca apenas se arrancó |
300 |
|
|
Reto y él mismo de su sangre
empapado huye. |
|
|
|
Huye también Orneo y
Licabante y herido en su hombro |
|
|
|
derecho Medón y con
Pisénor Taumante, |
|
|
|
y el que poco antes en el certamen
de los pies había vencido a todos, |
|
|
|
Mérmero -encajada entonces
una herida más lento iba-, |
305 |
|
|
y Folo y Melaneo y Abante, el azote
de los jabalíes, |
|
|
|
y el que a los suyos en vano de la
guerra había disuadido, el augur |
|
|
|
Ástilo. Él
además, al que temía las heridas, a Neso: |
|
|
|
«No huyas. Para los
hercúleos», dice, «arcos reservado
serás». |
|
|
|
Mas no Eurínomo, y
Lícidas, y Areo e Ímbreo |
310 |
|
|
escaparon a la muerte, a los cuales
todos la diestra de Drías |
|
|
|
abatió, a él
enfrentados. De frente tu también, aunque |
|
|
|
tus espaldas a la huida
habías dado, tu herida, Creneo, llevaste, |
|
|
|
pues grave un hierro, al volver la
mirada, entre los dos ojos |
|
|
|
por donde la nariz a lo más
bajo se une, encajas. |
315 |
|
|
«En ese
tan gran bramido por todas sin fin sus venas yacía |
|
|
|
dormido y sin despabilarse
Afidas, |
|
|
|
y en su languideciente mano una
copa mezclada sostenía, |
|
|
|
derramado en las vellosas pieles de
una osa del Osa. |
|
|
|
Al cual de lejos cuando lo vio sin
levantar en vano ningunas armas, |
320 |
|
|
mete en su correa los dedos y:
«Para ser mezclados», dijo |
|
|
|
Forbas, «con Estige esos
vinos beberás, y sin detenerse en más |
|
|
|
contra el joven blandió una
jabalina y el herrado |
|
|
|
fresno en el cuello, como al acaso
yacía boca arriba, le entró. |
|
|
|
Su muerte careció de dolor y
de su garganta plena fluyó |
325 |
|
|
a los divanes y a las mismas copas,
negra, la sangre. |
|
|
|
Vi yo a Petreo
intentando levantar de la tierra, |
|
|
|
llena de bellotas, una encina, a la
cual, mientras con sus abrazos la rodea |
|
|
|
y sacude aquí y allá
y su vacilante robustez agita, |
|
|
|
la láncea de Pirítoo,
introducida en las costillas de Petreo, |
330 |
|
|
su pecho reluctante junto con las
dura robustez dejó fijado. |
|
|
|
De Pirítoo por la virtud que
Lico había caído contaban, |
|
|
|
de Pirítoo por la virtud
Cromis, pero ambos menor |
|
|
|
título a su vencedor que
Dictis y Hélope dieron, |
|
|
|
clavado Hélope en una
jabalina que transitables sus sienes hizo, |
335 |
|
|
y lanzada desde la derecha hasta la
oreja izquierda penetró, |
|
|
|
Dictis, resbalándose desde
la bicéfala cima de un monte, |
|
|
|
mientras huye temblando del que le
acosa, de Ixíon al hijo, |
|
|
|
cae de cabeza, y con el peso de su
cuerpo un olmo |
|
|
|
ingente rompió y de sus
ijares lo vistió roto. |
340 |
|
|
Vengador llega
Alfareo, y una roca del monte arrancada |
|
|
|
lanzar intenta. Al que lo intentaba
con un tronco de encina |
|
|
|
asalta el Egida y de su codo los
ingentes huesos |
|
|
|
rompe y no más allá
de entregar ese cuerpo inútil a la muerte |
|
|
|
u ocasión tiene o se
preocupa, y a la espalda del alto Biénor |
345 |
|
|
salta, no acostumbrada a portar a
nadie sino a sí mismo, |
|
|
|
y le opuso la rodilla a sus
costillas y reteniéndole |
|
|
|
con la izquierda la cabellera, su
rostro y su amenazante boca |
|
|
|
con un tronco nudoso, y sus muy
duras sienes, le rompió. |
|
|
|
Con ese tronco a Nedimno y al
alanceador Licopes |
350 |
|
|
tumba, y protegido en su pecho por
su abundante barba |
|
|
|
a Hípaso y de lo más
alto de los bosques prominente a Rifeo, |
|
|
|
y a Tereo, quien en los hemonios
montes los osos que cogía |
|
|
|
llevar a su casa vivos e indignados
solía. |
|
|
|
No
soportó que disfrutara Teseo de los éxitos |
355 |
|
|
de la batalla más
allá Demoleonte: con su sólido matorral |
|
|
|
arrancar un añoso pino con
gran esfuerzo intenta, |
|
|
|
lo cual, puesto que no pudo,
previamente roto lo arroja a su enemigo; |
|
|
|
pero lejos del arma que le
venía Teseo se retiró, |
|
|
|
por la admonición de Palas:
que se le creyera así él mismo quería. |
360 |
|
|
No, aun así, el árbol
inerte cayó, pues del alto Crántor |
|
|
|
separó del cuello el pecho y
el hombro izquierdo: |
|
|
|
armero aquel de tu padre
había sido, Aquiles, |
|
|
|
a quien de los dólopes el
soberano, en la guerra superado, Amíntor, |
|
|
|
al Eácida había dado,
de la paz, prenda y garantía. |
365 |
|
|
A él,
desde lejos cuando por una horrible herida desmembrado Peleo |
|
|
|
lo vio: «mas tus ofrendas
fúnebres, de los jóvenes el más grato,
Crántor, |
|
|
|
recibe», dice y con vigoroso
brazo contra Demoleonte |
|
|
|
de fresno lanzó, de su mente
también con las fuerzas, un asta, |
|
|
|
que de su costado el armazón
antes rompió, y luego en sus huesos prendida
quedó |
370 |
|
|
temblando: saca él con su
mano sin su cúspide el leño |
|
|
|
-éste también apenas
le obedece-: la cúspide en el pulmón retenida
queda. |
|
|
|
El mismo dolor fuerzas a su
ánimo daba: enfermo contra el enemigo |
|
|
|
se levanta y con sus pies de
caballo al hombre cocea. |
|
|
|
Recibe él los golpes
resonantes en la gálea y el escudo |
375 |
|
|
y defiende sus hombros y ante
sí tendidas sostiene sus armas, |
|
|
|
y a través de las axilas con
un solo golpe sus dos pechos perfora. |
|
|
|
Antes, aun así, a la muerte
había entregado a Flegreo e Hiles, |
|
|
|
desde lejos, a Ifínoo con
cercano Marte, y a Clanis. |
|
|
|
Se añade a ellos
Dórilas, que las sienes cubiertas llevaba |
380 |
|
|
de la piel de un lobo, y a guisa de
salvaje arma los prestantes |
|
|
|
cuernos zambos de unos bueyes,
enrojecidos del mucho crúor. |
|
|
|
A éste
yo, pues fuerzas mi ánimo me daba: «Contempla»,
dije, |
|
|
|
«cuánto ceden a
nuestro hierro tus cuernos», |
|
|
|
y una jabalina blandí, la
cual, como evitar no pudiera, |
385 |
|
|
opuso su diestra a la que
había de sufrir esas heridas, su frente. |
|
|
|
Fijada quedó con su frente
su mano. Se produce un griterío, mas a aquél, |
|
|
|
prendido, y por su acerba herida
vencido Peleo |
|
|
|
-pues apostado estaba el más
cercano- bajo su mitad le hiere a espada el vientre. |
|
|
|
Se abalanzó, y por la
tierra, feroz, sus vísceras arrastró, |
390 |
|
|
y arrastradas las pisó, y
pisadas las rompió, y en ellas |
|
|
|
sus patas también
impidió, y sobre su vientre inane cayó. |
|
|
|
Y no a ti al
luchar, Cílaro, tu hermosura te redimió, |
|
|
|
si es que a la naturaleza esa
hermosura le concedemos. |
|
|
|
Su barba era incipiente, de esa
barba el color áureo, áureo |
395 |
|
|
desde los hombros su pelo
pendía hasta la mitad de sus espaldillas. |
|
|
|
Agradable en su cara el vigor; su
cuello y hombros y manos |
|
|
|
y pecho a las alabadas esculturas
de los artistas próximos, |
|
|
|
y por doquiera que hombre es; ni
tampoco la del caballo imperfecta y peor |
|
|
|
bajo aquel hombre la hermosura:
dale cuello y cabeza |
400 |
|
|
y de Cástor digno
será: así su espalda montable, así son |
|
|
|
sus pechos excelsos de sus toros.
Todo que la pez negra más negro, |
|
|
|
cándida la cola, en cambio.
Su color es también, de las piernas, blanco. |
|
|
|
Muchas a él lo pretendieron
de su raza, pero una sola |
|
|
|
se lo llevó,
Hilónome, que la cual ninguna más hermosa mujer
entre |
405 |
|
|
los mediofieras habitó en
los altos bosques. |
|
|
|
Ella con sus ternuras y
amándole, y que le amaba confesando, |
|
|
|
a Cílaro sola tiene, de su
ornato también, cuanto en esos |
|
|
|
miembros existir puede, que sea su
pelo por el peine liso, |
|
|
|
que ora de rosmarino, ora de viola
o rosa |
410 |
|
|
se rodee, alguna vez que
canecientes lirios lleve, |
|
|
|
y dos veces al día, bajados
del vértice del pagáseo bosque, |
|
|
|
en sus manantiales su rostro lave,
dos veces en su caudal su cuerpo moje, |
|
|
|
y que no, salvo las que le honren,
de selectas fieras, |
|
|
|
o a su hombro o a su costado
izquierdo tienda pieles. |
415 |
|
|
Parejo amor hay en ellos: vagan en
los montes a una, |
|
|
|
grutas a la vez alcanzan. Y
también entonces de los Lápitas a los techos |
|
|
|
habían entrado a la par, a
la vez esas fieras guerras hacían. |
|
|
|
El autor en duda está: una
jabalina de la parte izquierda |
|
|
|
llega, y más abajo que al
cuello el pecho sostiene, |
420 |
|
|
Cílare, te clavó. Su
corazón, de esa pequeña herida alcanzado, |
|
|
|
junto con su cuerpo entero
después que el arma fue sacada se enfrió. |
|
|
|
En seguida Hilónome recibe
murientes sus miembros |
|
|
|
e imponiéndole la mano la
herida le calienta y su boca a la boca |
|
|
|
le acerca y su aliento que escapa
impedir intenta. |
425 |
|
|
Cuando lo ve extinguido, tras
decirle cosas que el griterío a mis oídos |
|
|
|
vedó llegar, sobre el arma
que dentro de él prendida estaba |
|
|
|
se echó, y muriendo se
abrazó a su marido. |
|
|
|
«Ante mis
ojos está también aquel que, de a seis,
ató |
|
|
|
entre sí con entrelazados
nudos de leones unas pieles, |
430 |
|
|
Feócomes,
protegiéndose a la vez al hombre y al caballo, |
|
|
|
el cual, un tronco lanzando que
apenas un par de yuntas moverían, |
|
|
|
a Téctalo el Olénida
desde el extremo de su cabeza lo rompió. |
|
|
|
[Roto quedó el contorno
más ancho de su cabeza, y a través de su boca |
|
|
|
y a través de sus huecas
narices, por los ojos y las orejas, el cerebro |
435 |
|
|
blando le fluye, como cuajada por
un mimbre de encina |
|
|
|
la leche suele, o como el
líquido en un ralo cedazo por su peso |
|
|
|
mana, y se exprime espesa por los
densos agujeros.] |
|
|
|
Mas yo, mientras se dispone
él de sus armas a desnudar al yacente, |
|
|
|
-sabe esto tu padre-, mi espada en
las profundas ijadas |
440 |
|
|
del que le expoliaba hundí.
Ctonio también y Teléboas |
|
|
|
por la espada nuestra yacen: una
rama el primero ahorquillada |
|
|
|
llevaba, éste una jabalina.
Con esa jabalina a mí heridas me hizo. |
|
|
|
Sus señales ves. Se
distingue todavía vieja la cicatriz de ahí. |
|
|
|
En ese entonces debió a
mí enviárseme a tomar Pérgamo; |
445 |
|
|
entonces podía del gran
Héctor, si no superar, |
|
|
|
detener sus armas con las
mías. Pero en aquel tiempo ninguno, |
|
|
|
o un niño, Héctor
era. Ahora a mí me traiciona mi edad. |
|
|
|
Para qué de Périfas,
el vencedor del geminado Pireto, |
|
|
|
de Ámpix para qué
contarte, quien del cuadrupedante Equeclo |
450 |
|
|
clavó de frente en su cara
un cornejo sin cúspide. |
|
|
|
Una tranca hundiéndole el
Peletronio Macareo en el pecho |
|
|
|
tumbó a Erigdupo. Recuerdo
también que unos venablos se escondieron |
|
|
|
en la ingle de Cimelo por las manos
de Neso lanzados. |
|
|
|
Y no has de creer que sólo
cantaba el porvenir |
455 |
|
|
el Ampicida Mopso. Con Mopso de
lanzador el biforme |
|
|
|
Hodites sucumbió y en vano
intentó hablar: |
|
|
|
a su mentón la lengua y el
mentón a su garganta clavado. |
|
|
|
Ceneo (II)
|
|
«Cinco a
la muerte Ceneo había entregado, Estífelo y
Bromo |
|
|
|
y Antímaco y Élimo y
al portador de la segur, Piracmo. |
460 |
|
|
Sus heridas no las recuerdo; del
número y del nombre tomé nota. |
|
|
|
Adelante vuela, de los expolios del
ematio Haleso armado, |
|
|
|
a quien había dado muerte,
de miembros y cuerpo el más grande |
|
|
|
Latreo: su edad, entre un joven y
un viejo, |
|
|
|
su fuerza juvenil era; variegaban
sus sienes las canas. |
465 |
|
|
El cual, por su escudo y
gálea y macedonia pica |
|
|
|
conspicuo, y su faz vuelta a ambas
tropas, |
|
|
|
sus armas golpeó y en un
certero círculo cabrioleó, |
|
|
|
y palabras tantas vertió,
ardido, a las vacías auras: |
|
|
|
«¿También a ti,
Cenis, te he de sufrir? Pues tú para mí una mujer
siempre, |
470 |
|
|
tú para mí Cenis
serás. ¿Tu origen natal no te ha advertido |
|
|
|
y a tu mente viene, como premios de
qué acto |
|
|
|
y por qué merced la falsa
apariencia de un hombre se te ha deparado? |
|
|
|
Qué hayas nacido mira, o
qué has sufrido, y la rueca, |
|
|
|
anda, coge con los canastos, y las
urdimbres con tu pulgar tuerce: |
475 |
|
|
las guerras deja a los
hombres». Al que profería tales cosas Ceneo |
|
|
|
vació su costado, tenso por
la carrera, lanzándole un asta |
|
|
|
en donde el hombre con el caballo
se juntaba. Enloquece él de dolor, |
|
|
|
y, desnuda, la cara del joven Fileo
hiere con su pica. |
|
|
|
No de otro modo ella rebotó
que de la cima de un tejado el granizo, |
480 |
|
|
o si uno hiere con una
pequeña piedra los huecos tímpanos. |
|
|
|
De cerca ataca y en su costado duro
por esconder |
|
|
|
lucha su espada: para su espada
lugares transitables no son. |
|
|
|
«Mas no escaparás. Te
degollará por su mitad mi espada |
|
|
|
puesto que su punta está
roma», dice, y de costado su espada |
485 |
|
|
atraviesa, y con su larga diestra
le estrecha las ijadas. |
|
|
|
El golpe produce unos gemidos como
en un cuerpo de mármol golpeado, |
|
|
|
y rota salta en pedazos la
lámina al ser sacudido tal callo. |
|
|
|
Cuando bastante sus ilesos miembros
le hubo exhibido a él, admirado: |
|
|
|
«Ahora, vamos», dice
Ceneo, «con el hierro nuestro tu cuerpo |
490 |
|
|
probemos», y hasta la
empuñadura le hundió en sus costados |
|
|
|
la espada mortífera y ciega
llevó su mano hasta sus vísceras |
|
|
|
y la removió y herida en la
herida hizo. |
|
|
|
He aquí que se lanzan con
vasto griterío rabiosos los bimembres, |
|
|
|
y sus armas contra éste solo
todos lanzan y llevan. |
495 |
|
|
Las armas rebotadas caen: permanece
no perforado, |
|
|
|
y no ensangrentado Ceneo el de
Élato, por golpe alguno. |
|
|
|
Los había dejado
atónitos el insólito asunto. «Oh deshonra
ingente», |
|
|
|
Mónico exclama. «A un
pueblo se nos vence por uno solo, |
|
|
|
y apenas si hombre. Aunque
él hombre es; nosotros, por nuestros indolentes actos |
500 |
|
|
lo que fue él somos.
¿De qué estos miembros ingentes nos aprovechan? |
|
|
|
¿De qué esta geminada
fuerza y el que los más fuertes |
|
|
|
de la naturaleza animales en
nosotros una naturaleza doble ha unido? |
|
|
|
Y no a nosotros de madre una diosa,
ni nosotros de Ixíon haber |
|
|
|
nacido nos creo, el que tan grande
era que de la alta Juno |
505 |
|
|
la esperanza concibiera: a nosotros
nos vence un enemigo medio varón. |
|
|
|
Rocas y troncos encima y todos en
contra volvedle los montes, |
|
|
|
y su vivaz aliento sacadle
lanzándole sus bosques. |
|
|
|
Que su masa le oprima la garganta y
hará las veces de herida el peso». |
|
|
|
Dijo y, arrancado por las dementes
fuerzas del austro, |
510 |
|
|
por casualidad un tronco que
hallara, lo lanzó contra su vigoroso enemigo, |
|
|
|
y ejemplo fue, y en poco tiempo
desnudo de árbol el Otris estaba ni tenía el
Pelión |
|
|
|
sombras. Sepultado en ese ingente
montón de érboles bajo su peso |
|
|
|
Ceneo bulle, y los apilados troncos
en sus duros |
|
|
|
hombros lleva, pero realmente
después que sobre su rostro y su cabeza |
515 |
|
|
creció su peso y no tiene,
las que coja, su respiración auras, |
|
|
|
desfallece a veces, ora a sí
mismo sobre el aire en vano |
|
|
|
levantarse intenta y volcar, a
él arrojados, los bosques, |
|
|
|
y a veces los mueve, como el que
vemos, he ahí, |
|
|
|
arduo, si de la tierra se agita con
los movimientos, el Ida. |
520 |
|
|
El resultado en duda está.
Unos que bajo los inanes |
|
|
|
Tártaros su cuerpo
precipitado fue, de los bosques por la mole, decían; |
|
|
|
lo deniega el Ampicida y de la
mitad del acúmulo vio |
|
|
|
de rubias alas un ave salir a las
líquidas auras, |
|
|
|
la cual entonces por primera vez,
en ese entonces por última vez contemplé. |
525 |
|
|
A ella, cuando lustrando con su
liviana voladura sus campamentos |
|
|
|
Mopso, y con ingente clangor el
alrededor llenando de su sonido, |
|
|
|
lo contempló, a la par con
sus ánimos y con sus ojos siguiéndola: |
|
|
|
«Oh salve», dijo,
«gloria de la raza Lápita, |
|
|
|
el más grande hombre en otro
tiempo, pero ahora ave única, Ceneo». |
530 |
|
|
Creído el asunto por el
autor suyo fue. El dolor nos añadió ira, |
|
|
|
y mal llevamos que ahogado por
tantos enemigos uno solo fuera, |
|
|
|
y no antes nos abstuvimos de
dispensar dolor a hierro, |
|
|
|
de que dada una parte a la muerte,
a la otra parte la huida y la noche alejara». |
|
|
|
Periclímeno
|
|
A estas batallas
entre los Lápitas y los mediohombres Centauros, |
535 |
|
|
al referirlas el Pilio,
Tlepólemo el dolor |
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del preterido Alcida no pudo
soportar con callada boca |
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y dice: «De la gloria de
Hércules admirable es que olvidos te hayan |
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ocurrido a ti, señor.
Ciertamente a menudo referirme |
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solía mi padre que los hijos
de la nube dominados por él habían sido». |
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Triste a esto el Pilio:
«¿Por qué a recordar mis males |
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me obligas y, cerrados por los
años, a desgarrar mis lutos |
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y contra tu padre mi odio y sus
ofensas a confesar? |
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Él ciertamente cosas
más grandes de lo creíble también hizo y el
orbe |
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colmó de sus méritos,
lo cual preferiría poder negar. |
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Pero ni a Deífobo ni a
Polidamante ni al propio |
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Héctor alabamos, pues
quién alabaría a su enemigo. |
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Ese tu genitor, las murallas
mesenias en otro tiempo |
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derribó y, no merecedoras,
las ciudades de Elis y Pilos |
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derruyó y contra los penates
míos hierro y llama |
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empujó, y por que a otros
silencie yo, a los que él dio muerte, |
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dos veces seis los Nelidas fuimos,
admirada juventud, |
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dos veces seis de Hércules
cayeron, menos yo solo, |
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por las fuerzas, y que otros ser
vencidos pudieran, soportable es: |
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prodigiosa de Periclímeno la
muerte es, a quien el poder tomar |
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figuras, cuales quisiera, y de
nuevo dejar las tomadas |
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Neptuno había otorgado, de
la sangre de Neleo el autor. |
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Él, cuando en vano se hubo
variado en todas las formas, |
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se torna la faz de un ave que rayos
en sus curvos |
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pies llevar suele, de los dioses la
más grata a su rey. |
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De las fuerzas usando de esa ave,
con el pico recorvado |
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y sus ganchudas uñas, de ese
hombre había desgarrado la cara. |
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Tensa contra ella, demasiado
certeros, el Tirintio sus arcos, |
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y entre las nubes sus sublimes
miembros portando, |
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y suspendida, la hiere por donde al
costado se une el ala. |
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Y grave la herida no era, pero
rotos por esa herida sus nervios |
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le traicionan y el movimiento le
niegan y las fuerzas del volar. |
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Cae a la tierra, al no concebir
auras |
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sus infirmes alas, y por donde
había quedado prendida al ala |
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la leve saeta, hundida fue por el
peso del cuerpo abatido, |
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y a través de lo más
alto del costado por su cuello izquierdo se salió. |
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¿Ahora te parece que le debo
pregones de sus cosas |
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a tu Hércules, oh regidor
bellísimo de la flota rodia? |
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Aun así, más
allá que sus valientes hechos silenciando |
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no me vengo de mis hermanos:
sólida es para mí la gracia contigo». |
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Después
que tal el Nelio expuso con su dulce boca, |
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tras el discurso del anciano,
retomado el regalo de Baco, |
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se levantaron de los divanes. La
noche fue entregada, restante, al sueño. |
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Muerte de Aquiles
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Mas el dios que
las ecuóreas ondas con su cúspide templa, |
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del cuerpo de su hijo en el ave de
Faetonte tornado |
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en su mente se duele paterna, y
lleno de odio por el salvaje Aquiles, |
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ejerce, memorativas, más que
civilmente, sus iras. |
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Y ya casi arrastrada por dos
quinquenios la guerra, |
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con tales razones compele al
intonsurado Esmínteo: |
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«Oh para mí largamente
el más grato de los hijos de mi hermano, |
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quien conmigo pusiste las
defraudadas murallas de Troya, |
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¿acaso cuando estos recintos
a punto de caer contemplas, |
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hondo no gimes? ¿O acaso de
tantos millares asesinados |
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cuando defendían sus muros
no te dueles? ¿Acaso, para no proseguir con todos, |
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de Héctor la sombra no te
viene, alrededor de sus Pérgamos arrastrado? |
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Cuando en cambio aquel feroz, y que
la guerra misma más sanguinario, |
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vive todavía, de la obra
nuestra el devastador, Aquiles. |
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Ofrézcaseme a mí: de
qué con mi triple cúspide sea yo capaz,
haría |
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que sienta. Mas puesto que atacar
de cerca al enemigo |
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no nos es dado, a él
desprevenido pierde con una oculta saeta». |
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Asiente, y al ánimo a la vez
de su tío y suyo el Delio cediendo, |
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de una nube velado, a la tropa
llega ilíaca, y en medio de esa matanza de hombres |
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a Paris, que ralos disparos por
desconocidos aqueos dispersaba, |
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ve, y confesándose un dios:
«¿Por qué tus puntas pierdes |
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en la sangre de la plebe?»,
dice. «Si alguno es tu cuidado por los tuyos |
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vuélvete al Eácida y
a tus hermanos asesinados venga». |
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Dijo, y mostrándole,
tumbando a hierro cuerpos |
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troyanos, al Pelida, sus arcos en
contra vuelve de él |
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y unas certeras puntas le
dirigió con su mortífera diestra. |
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De lo que Príamo el anciano
gozarse después de Héctor pudiera, |
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esto fue. Él, así
pues, de tantos el vencedor, Aquiles, |
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vencido fue por el cobarde raptor
de una esposa griega. |
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Mas si habías tú de
caer por un Marte femenino, |
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por el hacha doble de la del
Termodonte preferirías haber caído. |
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Ya el temor
aquel de los frigios, la honra y tutela del nombre |
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pelasgo, el Eácida, cabeza
insuperable en la guerra, |
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había ardido: lo
había armado el dios mismo, el mismo lo había
cremado. |
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Ya ceniza es, y del tan grande
Aquiles resta |
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un no sé qué
pequeño que no bien llene una urna, |
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mas vive esa gloria que llena todo
el orbe. |
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Ella a la medida de tal hombre
corresponde y por ella es |
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parejo a sí mismo el Pelida
y los inanes Tártaros no siente. |
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Incluso su mismo
escudo, para que de quién fuera conocer puedas, |
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guerras mueve, y en torno de unas
armas, armas se llevan. |
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No ellas el Tidida, no osa el Oileo
Áyax, |
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no el menor Atrida, no aquél
en la guerra mayor y en edad |
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demandarlas, no otros: solos, de
Telamón el nacido |
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y el de Laertes, tuvieron la
arrogancia de tan gran gloria. |
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De sí el Tantálida
esa carga y la envidia alejó, |
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y a los argólicos jefes
reunirse en mitad de los campamentos |
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ordenó, y el arbitrio de la
lid traspasó a todos. |
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