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ArribaAbajoCanto XXIV

La muerte del rey Moctezuma y ceremoniáticas obsequias que los mejicanos le hicieron. El razonamiento del viejo Guacano. El nombramiento y coronación del nuevo rey Cuetlabac. Los recios combates que los indios dieron al fuerte de los españoles. La resolución de Cortos de desamparar la ciudad de Méjico. La sangrienta y lamentable retirada que de ella hizo.




    Nunca debe temerse el mal suceso
más que cuando Fortuna nos halaga,
pues del que levantó con más exceso,
con un solo vaivén mejor se paga,
y aquel a quien persigue el hado avieso,
con su suerte no tal se satisfaga,
pues quien nada le dio, nada le quita
ni a caer de a de está le necesita.

   ¿Cuándo vimos estado en su pujanza
tú reino en paz sabrosa poseído
que, con declinaciones y mudanza,
no haya gran parte de su ser perdido?
No la seguridad, señor, se alcanza
por estar en su punto lo adquirido,
antes había de ser su vista odiosa,
porque con él declina cada cosa.

   Bien como cuando el sol sale de oriente
y en la mitad del cielo se levanta,
hiriendo por cenit la humana gente,
cercando en corta sombra a toda planta,
que hasta su medio curso vehemente
puede subir, y a más no se adelanta,
desde el cual declinando al mar se arroja,
donde sus hebras encrespadas moja:

   De esta suerte la cosa más subida
viene desde su punto declinando:
la salud, el contento y corta vida
que tiene (como humano en fin) su cuándo.
Tema el más levantado la caída
que aquella que en su daño al hombre cando,
y no hay cosa más cierta, aunque se tarda,
que aquella que en su daño al hombre aguarda.

   Que no amenaza al pobre la trompeta,
la caja, ni de Marte el duro estruendo,
la vocería de la plebe inquieta,
sangrientas novedades pretendiendo,
ni es el juntar riquezas vida quieta
que va a la desventura fin poniendo:
antes quien sus efectos bien alcanza,
trueco de estado la llamó y mudanza.

   Pudo hablar Moctezuma de experiencia,
como deudor de la Fortuna instable,
a quien en el fervor de su potencia
embistió, con vaivén irreparable,
cuando en serena paz, sin diferencia,
reinaba con pujanza incontrastable,
habiendo yugo vergonzoso puesto,
del Occidente al cuello más enhiesto.

   Pidió Cortés al rey con blando ruego
(visto su aprieto) que su faz mostrando
mandase suspender el furor ciego,
del combate el efecto dilatando.
Puso en ejecución su intento luego,
y esto desde un terrado procurando:
tantas piedras los indios arrojaron
que una en la sien, sin verle, le engastaron.

   Voló la fama y a los indios llega,
con presta voz y lastimoso acento,
de Moctezuma la llorosa nueva,
y de su cara vida el fin sangriento;
con que el coraje al Indio se renueva,
haciéndole mayor el sentimiento:
que el sangriento deseo de venganza
colmaba sus intentos de esperanza.

   Mas de la muerte de su rey cuidosos,
el lastimoso extremo llegó a tanto
que (con ansias y afectos fervorosos)
bajan las armas, abrazando el llanto.
Cuatro caciques de los más famosos
sacan su cuerpo, envuelto en negro manto:
repose el Español en tanto ahora,
que Méjico a su rey sepulta y llora.

   Desisten por entonces del combate,
pero no de su intento vengativo:
teme, Ibero, tu pérdida y remate,
que te amenaza el hado ejecutivo;
pide el castigo tu Hacedor dilate,
de ti ofendido y de tu celo altivo;
alza plegarias con fervor al Cielo,
que tus umbrales pisa el desconsuelo.

   No le conoces, mísero, hasta cuando
tome aposento en tu culpado pecho
y hasta que en él se vaya apoderando,
y te haya puesto en lamentable estrecho:
entonces gemirás y entonces, dando
un suspiro y cien mil a tu despecho,
al Autor llamarás de lo crïado,
no voluntariamente, mas forzado.

   Que todos fuesen malos no es creíble
los españoles, ni decirse puede,
que eran de ellos de intento corregible
y es justo el tal en su opinión se quede.
Eran otros de término terrible
y recio natural, cual se concede
en propiedad a la robusta encina,
que a fuego o hierro su dureza inclina.

   Digo, pues, que los indios fervorosos,
en venganza y exequias diligentes,
los cercos estrechando victoriosos,
fosos abriendo y quebrantando puentes,
formaron tres ejércitos copiosos
de bárbaros gallardos florecientes,
no para que el combate prosiguiesen,
mas porque los cercados no se fuesen.

   Luego a sus dioses vanos cobijaron
(un llanto envueltas las horribles caras)
con máscaras diversas, do pintaron
al ángel ambicioso en formas raras.
Sangre humana sin número aprestaron
que derramar en sus sedientas aras;
convocaron los caciques y señores
ausentes, de su mal no sabedores.

   Tienden el cuerpo en una varia estera,
vélanle cuatro noches siempre en llanto
celebrando, con ansia lastimera,
hechos que con razón pudieron tanto.
Báñanle todo, cual si vivo fuera,
y, llamándole rey valiente y santo,
de la parte más alta del cabello
una guedeja le cortaron dello.

   Aquélla acostumbraban por memoria
de sus reyes tener, diciendo en ella
les era, de su ánima, notoria
recordación feliz con poseella.
Esta les daba vituperio o gloria
de su vida, según que usaron de ella
y, con mostrarla, al fuerte celebraban
y, al tímido y cobarde baldonaban.

   Una fina esmeralda le metieron
en la boca a su rey los mejicanos,
y, en diecisiete mantas le envolvieron
(tejidas con primor de raras manos)
que con vivas colores descubrieron
en el blando algodón sus dioses vanos.
Pusiéronle una máscara pintada,
de mil estigios monstruos varïada.

   Con mil preciosas piedras le adornaron,
perlas inestimables, joyas bellas,
y un esclavo tras esto degollaron,
rociando con su sangre las estrellas.
Al templo con aplauso caminaron,
con llanto hiriendo el cielo y con querellas;
otros, cantando en desigual concento,
forma diversa entre ellos de lamento.

   Tremolaban delante mil banderas
(en sangrientas batallas adquiridas)
de gentes naturales y extranjeras,
por el monarca bárbaro abatidas.
Llevaban de otras armas mil maneras,
en guerras mil por su valor rendidas,
lanzas, flechas, sargentas, dardos, mazas,
rodelas, cascos, grebas y corazas.

   Habiendo, pues, el cuerpo recibido
con procesión el sacerdote vano,
y, con tono funesto precedido
un cruel, supersticioso ruego insano,
de Vulcano a la furia fue ofrecido
(avivada con pronta y franca mano)
con las armas y joyas referidas,
sólo al rey preeminencias concedidas.

   Atravesaron de una flecha alada
el pescuezo de un negro y grueso perro
para que al rey guiase en su jornada,
en semejantes actos común yerro.
Fue de él también la llama apoderada,
formando en alto de humo un yerto cerro,
quedando en un instante consumido
y con el rey en polvos convertido.

   Doscientos hombres al altar trajeron,
con cuyos palpitantes corazones
llueva materia y fuerza al fuego dieron,
usando de otras mil supersticiones:
el templo de viandas proveyeron,
funerales, precisas oblaciones;
sembráronle también de flores varias
cosas en tales actos ordinarias.

   Las cenizas del muerto rey juntaron,
los dientes y esmeralda referida,
la guedeja también que le cortaron,
con otra más pequeña, retorcida,
que con gran regocijo le quitaron
cuando al mundo mostró su faz perdida:
todo lo cual en una tumba bella
encerraron, luciente cual estrella.

   Estaba toda, por de dentro y fuera,
de mil horribles formas varïada,
sacadas con primor de la más fiera
por el ángel soberbio frecuentada.
Pusieron una estatua de madera
sobre la rica tumba levantada:
trasunto al vivo de su rey querido,
con sus armas, insignias y vestido.

   Sangre humana sin cuenta derramaron,
las lloradas exequias prosiguiendo;
gran copia de almas al Erebo echaron,
los documentos de Luzbel siguiendo.
Si las supersticiones de que usaron
os fuera por extenso refiriendo,
fuera bien menester vena copiosa,
mas trataré, que es tiempo, de otra cosa.

   Ya el Bárbaro, bramando por venganza,
culpa la dilación que se la impide
y con viva, sangrienta confïanza
en altas voces fuego y armas pide.
Vibra fogoso Cuetlabác su lanza,
mas el viejo Guacán la voz despide
diciendo: «Gran Senado belicoso,
del hado perseguido ignominioso,

   «¿Con qué resolución o fundamento
alzas de nuevo la pujante diestra?
¿Qué cabeza o qué rey, en tu ardimiento,
tu justa causa al Mejicano muestra?
¿Qué estandarte real tremola al viento
a quien pueda seguir la gente nuestra?
No acometas sin darnos rey primero
a quien obedezcamos, te requiero.

   «Porque una vez la guerra comenzada,
sin haber a quien todos respetemos,
será una confusión desacordada
a quien más que a Cortés temer debemos:
y pues mi edad madura, ya cansada,
de aquesta pretensión tan lejos vemos
(de que en mi juventud no desistiera),
bien verás que ambición nada me altera.

   «Y así, sin ella y sin pasión ninguna,
a más se extenderá mi acuerdo sano,
el cual si admites, por sin duda alguna
tengo que la victoria está en la mano.
Si a alguno mi razón fuere importuna,
por proferirse en parecer tan llano,
perdón le pido, pues mi sano pecho
encaminado va al común provecho.

   «Bien sabéis Cuetlabác (que está presente)
el derecho que tiene a la corona,
por ser de Moctezuma tan pariente
y, por el gran valor de su persona.
Este es el sucesor más conveniente
de monarquía tal, por quien entona
la Fama un canto singular celeste:
votad vosotros, que mi voto es éste.»

   Oyese aquí y allí un murmurio inquieto,
el maduro consejo comprobando:
«Cuetlabác nos conviene sea el eleto»
(dicen, la voz conforme levantando)
«¡Viva el gran Cuetlabác, cuyo conceto
va nuestro ser antiguo recobrando!
¡Ciña sus dignas sienes la corona
y gócela mil siglos su persona!»

   Los reyes y caciques, tras aquesto,
con presuroso paso le cercaron,
a quien los dos, con término modesto,
del hábito de Marte despojaron
y, en vivas carnes con presteza puesto,
al ídolo mayor le presentaron,
arrodillado en oración ferviente,
besando el suelo la ignorante gente.

   Después, al fin de mil supersticiones,
del sacerdote fue por rey ungido
con varias ceremonias e invenciones
y finas mantas de algodón vestido,
de huesos de finados a montones,
sembradas con primor jamás oído,
para recordación más por entero
de que era su reinar perecedero.

   Tras aquesto juró con pecho hirviente
de morir por sus dioses y adorallos,
de ser fuerte en las guerras y valiente,
y de guardar justicia a sus vasallos,
de hacer andar el sol resplandeciente,
llover las nubes, temporales dallos,
correr los ríos, producir la tierra
para los sustentar en paz y en guerra.

   Entonces en la diestra una ancha espada
de pedernal y palo le pusieron,
y en la siniestra una bandera alzada
do estigios monstruos parecieron:
vuelta la faz a la del sol dorada,
mostrándole su rey, gracias le dieron
por la nueva merced y beneficio
con promesas de humano sacrificio.

   Luego, en voz general, el «¡Bien venido!»
por una y otra parte alegre suena.
Del tumulto plebeyo el alarido,
ciudad, monte, campaña y aire atruena.
En ricas andas de oro fue subido
y, oyendo la apacible enhorabuena,
al suntüoso alcázar fue llevado,
do apenas allegó, cuando fue armado.

   Repárate, Español, que el brazo fuerte
del nuevo rey brioso te amenaza
no menos que con fuego, sangre y muerte,
do varias formas de venganzas traza:
¡Quién pudiera evitar la adversa suerte
que tu cercana perdición aplaza!
No se dirá por ti que son las cosas
que al hombre espantan más que las dañosas.

   Hallábase el Ibero cuidadoso,
aunque con diligencia reparado,
más que jamás confuso, receloso,
con sed, hambre y heridas apretado,
pero Cortés, con pecho valeroso,
el trance facilita más pesado,
ánimo grande en el peligro muestra
bien que teme la suerte cruel, siniestra.

   Ya el nuevo rey, con nuevas pretensiones,
el soberbio palacio desampara,
y cercado de gruesos escuadrones
el fuerte embiste con audacia rara.
Pica los reforzados paredones
y con fuertes cubiertas se repara;
comienzan de las torres y tejados
a despedir de tiros mil nublados.

    Era tanta la furia, tal la prisa,
el alarido tal, la vocería,
de piedras, lanzas tal la lluvia espesa,
por todas partes tal la batería,
tanta la gente que acudió a la empresa,
tal del sangriento Marte la armonía
que parecía el caos desacordado,
a su primera confusión tornado.

   Atónito, el Ibero a la defensa
por ésta acude y por aquella parte,
impedir el picar los muros piensa,
ya del valor usando, ya del arte,
pero lugar no elige sin ofensa
ni donde no le aflija el crudo Marte:
si de abajo estorbar procura el daño,
recíbelo de arriba más extraño.

   Cortés el duro estrecho conociendo
y viéndose (cual todos) mal herido,
señas de paz al Bárbaro haciendo,
treguas pide, moviéndose a partido:
cuyo designio el nuevo rey (habiendo
con arrogantes muestras entendido)
en nueva saña ardiendo echó por alto,
de nuevo provocado al duro asalto.

   Con tal coraje se avivó el combate,
del Indio por mil partes refrescado,
que no hay del Español quien se recate,
tan sin vigor estaba y destrozado:
no hay quien de su ruïna y mal no trate
ni quien sin ver su muerte esté vengado:
y si la luz del mundo no huyera,
el Indio sus intentos consiguiera.

   Viendo el aprieto y la fatiga viendo,
y que era el conservarse ya imposible,
a los suyos Cortés fue recogiendo
con término halagüeño y apacible.
Lamento duro en lo interior haciendo
con un suspiro y otro más terrible,
y encubriendo el dolor con entereza,
a consolarlos de esta suerte empieza:

   -«Oh compañeros, cuyos altos hechos
a los mayores con razón exceden
(de quien podéis estar bien satisfechos,
que cantarse con trompa heroica pueden,
pues con nombre inmortal y ardientes pechos
hacéis que los famosos sin él queden),
en esta adversidad tened paciencia,
pues sin ella el valor no es excelencia.

   «Bien veis el duro golpe irreparable
con que nuestra maldad castiga el Cielo;
nuestra mortal ruïna inevitable,
llena de lamentable desconsuelo;
el estado abatido, miserable,
en que nos tiene nuestro vano celo,
de mil viciosos tratos ocupado,
debiendo ir sólo a Dios encaminado.

   «Conviene pues, aquesto conociendo,
que las viejas costumbres reformemos,
no con el bien aquél desconociendo
por quien la vida y ser (cual veis) tenemos:
y para efecto tal es bien, entiendo,
que por ahora la ciudad dejemos,
saliendo todos de ella peregrinos,
de tanto bien por nuestra culpa indinos.

   «Hasta que llegue el tiempo venturoso
en que el perfecto Autor de todo quiera
que su sagrado culto misterioso
fije esta diestra en el lugar que espera;
y en tanto al Tlaxcalteca belicoso,
que amistad nos ofrece verdadera,
irnos, amigos, si queréis, podremos,
de adonde a la conquista fin pondremos.»

   Todos el sano acuerdo comprobaron
y a grande diligencia, con secreto,
las cosas necesarias aprestaron,
desamparando, el fuerte con efeto.
Pero, por gran silencio que guardaron,
no pudo ser tan grande que el conceto
que del Hesperio el Indio ya tenía
no publicase una cercana espía.

   Un caracol apremia tortüoso,
tras cuyo ronco son la voz levanta:
«¡Que se os va el enemigo sanguinoso,
dice, triunfante y con riqueza tanta!»
Refuerzan aquel grito fervoroso
las prontas centinelas, pero tanta
la diligencia fue con que acudieron
que a tiempo sus designios impidieron.

   Vomitan torres, puertas y ventanas
gran copia de lucientes luminarias,
formando aquí y allí mil formas vanas,
entre el horror confuso y sombras varias:
oprobios y amenazas inhumanas,
bravatas fanfarronas, temerarias,
despide el pueblo idólatra ofendido
contra el Ibero, entre el marcial ruïdo.

   Llega la nueva donde el rey valiente
no en blando lecho estaba recostado
(cuya inútil torpeza infamemente
ha la virtud del mundo desterrado)
mas dando nueva traza conveniente
para, en habiendo Delio el mar dejado,
batir pujante el fuerte, sin dejarle,
hasta con los cimientos allanarle.

   Era esta hora cuando al medio curso
la que al Terror parió llegado había,
la cual de espesas nieblas gran concurso
(más que jamás cerradas) ofrecía:
bastantes a impedir cualquier discurso
que nacer en las señales se podía,
con que al Ibero amenazaba el hado,
del todo en daño suyo declarado.

   Hínchese de prodigios todo el cielo
y los aires de monstruos espantosos
que del tartáreo reino sin consuelo
Plutón vació los senos cavernosos:
arroja un torbellino y otro el suelo
con ciegos remolinos polvorosos;
carga Megera de terror y espanto
el suelo, el aire y el nocturno manto.

   Por esta confusión los escuadrones
del nuevo rey furiosos se abalanzan,
y al discorde tronar de varios sones,
espesas nubes de astas fieros lanzan:
aquí y allí discurren mil montones
de gente y al Ibero en breve alcanzan,
que un levadizo puente armado
un ojo había del piélago pasado.

   Pero, queriendo en el segundo echarle,
fue tan recia la carga que le dieron
(pretendiendo los pasos atajarle)
que con la muerte muchos lo impidieron.
Cortés, viendo a su gente ya faltarle
ánimo (de que muchos muestras dieron),
con veinte amigos fervoroso aguija
y en el ojo segundo el puente fija.

   Y por dificultades mil rompiendo
con cinco de a caballo y cien peones,
el agua con los pechos dividiendo
a pesar de los indios escuadrones
(perdido el puente de madera habiendo)
puso en la tierra firme los talones,
donde dejó a los ciento y, por caudillo,
al fuerte y valeroso Jaramillo.

   Volvió por los demás con diligencia,
con los cinco caballos fatigados,
mas por presto que vieron su presencia
halló muchos al sueño eterno dados,
con una temerosa resistencia
de oro, fardaje y tiros despojados:
que el valeroso Quatimox había
dádoles carga, con audaz porfía.

   Era un cacique aqueste belicoso,
del nuevo rey pariente y del pasado,
de tanta autoridad, tan valeroso
que (cuando el cetro a Cuetlabác fue dado)
hubo bien más de un ánimo dudoso
(aunque en contradecir no declarado
del maduro Guacano el nombramiento)
que de darle su voto tuvo intento.

   Fue sangriento cuchillo de cristianos
(como ya cantará la musa mía),
a quien por general de mejicanos
el valeroso rey nombrado había.
Hizo estragos sangrientos, inhumanos
con admirable traza y osadía,
y en el horror de aquesta noche ciega
de ibera sangre la calzada riega.

   Por otra parte Cuetlabác discurre,
la opinión adquirida acrecentando,
y a lo dificultoso fiero ocurre,
cual onza suelta aquí y allí saltando.
Más ofendiendo cuanto más concurre,
la aflicta gente del crismado bando
corta, magulla, abate, hiere, mata
y todo lo atropella y desbarata.

   No con ímpetu tal corriente airada,
rota la presa y trabazón nudosa,
de los húmedos Euros esforzada,
corre tan vehemente ni furiosa
cuando (con hinchazón arrebatada)
no deja en la campaña enhiesta cosa,
como el gallardo Bárbaro alentado,
en la española sangre ya cebado.

   Corre Cortés a aquella y esta parte
haciendo en el contrario estrago duro.
Allí provee con industria y arte,
acullá mil envía al reino oscuro,
mas es tanta la prisa en toda parte
que no hay lugar vacío ni seguro:
si en dar la muerte a cuatro se detiene,
a ocupar su lugar un millar viene.

   El llanto, confusión y vocería,
y del sangriento Marte el son terrible,
la ciudad por mil partes confundía,
la ciega noche haciendo más horrible.
Querer contar la gente que ocurría
será intentar en vano lo imposible,
que el suelo parecía que a montones
brotaba los espesos escuadrones.

   Todo es muerte, horror, congoja, espanto,
dura fatiga y áspero lamento
cuanto ofrece el nocturno, oscuro manto,
dando en vez de rocío humor sangriento.
Megera, alegre de destrozo tanto,
de nuevo inflama al rey con vivo aliento:
vibra el ramal de sierpes, gime, brama
y, cruel veneno aquí y allí derrama.

   El famoso Alvarado, en ira ardiendo,
por el confuso horror y noche ciega
va con propicio Marte discurriendo,
do mil gargantas corajoso siega:
lagos de sangre bárbara vertiendo,
el agua tiñe y la calzada riega
de muchos, cuyos nombres ha escondido
en su insaciable seno el mudo olvido.

   Sandoval, Martín López, León, Quiñones,
de aquel tropel furioso a mil dan muerte,
Rieros, Santacruz, Leyva, Briones,
Terrazas, Aguilar y Villafuerte;
Ávila a los copiosos escuadrones
hace notoria su propia suerte
con duros golpes y sangriento estrago,
acompañado de Matienzo y Lago.

   Godoy, Soto, Alanís, Mora, Quintero,
Villapadierna, Aponte, Magariño,
Pantoja, Hurtado, Salas y Ribero,
Lasso, Trigueros y Domingo Niño,
Mudarra, Olvera, Asián, Salís, Romero,
Villalobos, Acedo, Olguín, Triviño,
Benavides, Contreras, Anguïano,
Angulo, Torquemada, Orduña, Cano:

   Al ímpetu de aquel tropel furioso
opuestos con valor incomparable,
hacen estrago fiero sanguinoso,
mas es el duro golpe irreparable.
Por otra parte Nájera y Moscoso,
Cansino, Ponce, Ortega memorable
prueba de su valor hacen entera,
de Montaño ayudados, y Ribera.

   Vargas, Sotelo, Castro, Ayllón, Quixada,
Cindos, Serna, Granado, Nieto, Ojeda,
Galdámez, Salvatierra, Torquemada,
Román, Cornejo, Bravo, Castañeda,
Balbas, Trujillo, Yáñez, Pardo, Estrada,
Tabira, Olvera, Añaya, Ruiz, Pereda,
Villafaña, Arrïaga, Ordás, Calero,
Motrico, Porras, Cáceres, Ribero:

   Cada cual de éstos a sus pies tenía
de hirviente sangre un lago caudaloso,
y cada cual el peso sostenía
del desigual combate riguroso.
El Indio amigo, por su parte, hacía
su deber con esfuerzo monstrüoso,
pero no pueden tanto ni es posible,
que es el trance asperísimo y terrible.

   Renuévase el coraje, el daño crece
en contra ya del pueblo bautizado,
cuyas débiles fuerzas enflaquece
el cruel tesón del Bárbaro alentado:
de veinte en veinte al sueño eterno ofrece
españoles, por éste y aquel lado,
en la laguna de ellos sumergidos,
de ellos con duros golpes abatidos.

   Muchos huyendo al fuerte se tornaban
por entre aquellas sombras tenebrosas,
y aquí y allí, sin tiento, errando andaban,
mil ansias esparciendo lastimosas,
y en una selva y otra de astas daban
donde, con duras bascas sanguinosas,
era aquel breve término cumplido,
por su perfecto Autor constituído.

   Viendo Cortés el lamentable estrago,
la inevitable muerte al ojo viendo,
de sangre aquí y allí un copioso lago,
la gente que por puntos va perdiendo,
llamando al hado mísero, acïago,
la poca y mal herida recogiendo
que le quedaba, con audaz presteza
la retirada lamentable empieza.

   Apenas las espaldas les mostraron
cuando, con vivos y altos alaridos,
los bárbaros los aires asordaron,
la victoria cantando embravecidos.
El rigor vencedor ejecutaron
en los crismados míseros vencidos;
siguen el duro alcance sanguinoso
por el horror confuso, tenebroso.

   En montones de cuerpos tropezando
de la caída gente bautizada,
y en arroyos de sangre resbalando,
no satisfecha su sedienta espada,
va el victorioso Antípoda regando
(de la poca que huye desmandada)
por una y otra parte el blando suelo,
con grato Marte y con benigno Cielo.

   Nota Alvarado el temerario intento
que en resistir tal ímpetu seguía,
y haciendo en lo interior tierno lamento,
la faz al fiero Antípoda volvía.
Difícilmente y con rigor sangriento
rompió la embarazosa, estrecha vía
hasta llegar al puente postrimero,
do se le ofrece un nuevo trance fiero.

   Roto estaba el pontón de parte a parte
y patente la honda y gran laguna,
pareciendo imposible a la otra parte,
sin alas, el pasar criatura alguna:
mas como en los aprietos suele el arte
ofrecer la salud do no hay ninguna,
fijó en el suelo el cuento de la lanza
y sobre ella en el aire se abalanza.

   Atravesó, cual pájaro alentado,
de la una a la otra banda el ancho trecho
el brïoso español, de que admirado
quedó el Indio, notando el raro hecho:
sin lo cual escapar fuera excusado
de aquel trance mortífero y estrecho,
causa por donde muchos perecieron
que la difícil prueba acometieron.

   Las lástimas, las voces, el lamento
del pueblo ungido con el olio santo
que (penando en el líquido elemento)
se acrecentaba por momentos tanto,
turbando la región del vago viento,
henchía el suelo de confuso espanto,
mezclado con los ásperos gemidos
de los pisados míseros heridos.

   El rojo humor sanguino, asaz copioso,
ya las cerúleas ondas rojas vuelve:
allí se ve el que afana más ansioso,
cómo a beber su propia sangre vuelve,
y aquello que le hizo vigoroso,
cómo el nudo estrechísimo disuelve
entre el velo mortal y el alma bella,
efecto duro de su dura estrella.

   Con gran dificultad al fin salieron
pocos de la ciudad, bien destrozados,
y en tierra los fogosos pies pusieron,
do quedó Jaramillo y sus soldados.
Por las fortunas que despues corrieron,
de lo adverso y lo próspero forzados,
adelante sabréis, que ya me siento
necesitado de vigor y aliento.


 
 
FIN DEL CANTO VIGESIMOCUARTO