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ArribaAbajoPaul Bourget

Su última novela



I

Hace tiempo que tengo propósito de escribir algo acerca de este publicista francés, que es uno de los más notables entre los jóvenes. D. Juan Valera anunciaba, no ha mucho, en uno de sus excelentes artículos de la Revista de España el propósito de dedicar uno de sus trabajos literarios próximos a Paul Bourget. Me halagó que tan perspicuo ingenio hubiera coincidido con este humilde aficionado al detener la atención singularmente entre los varios escritores franceses de la nueva generación, en el autor de los Ensayos psicológicos y del Cruel enigma; pero al mismo tiempo pensé que era casi un deber de cortesía, y un buen consejo de la prudencia, esperar a que el maestro hablase, o por lo menos no tratar con mucho detenimiento asunto que él ha de tocar, según promete.

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Por otra parte, cuando yo formé tal propósito, Paul Bourget, aunque ya muy apreciado por algunos, no era estimado en todo lo que vale por la generalidad de los críticos y lectores, y había alguna novedad y cierta conveniencia del arte en propagar sus méritos. Hoy ya no sucede lo mismo: Bourget es uno de los escritores que están de moda en París, y puede decirse, por consiguiente, que en todo el mundo literario. Confieso que, para mí, hablar de un Bourget no famoso todavía, cuyos méritos no hubiesen sido objeto de la atención de muchos, hubiera sido más agradable tarea, de mayor incentivo, que hacer coro a los aplausos generales.

Y esto, principalmente, porque hay muchos, entre los que elogian, tal vez ya demasiado, al notable crítico y novelista, que no lo hacen con muy buena intención, sino con la muy dañada de molestar, si tanto pueden, a otros escritores de mucho crédito, cuya gloria pretenden ellos oscurecer con el incienso tributado al nuevo ídolo que todavía no ha llegado a crearse las enemistades de la envidia; especie de óxido de que no puede librarse jamás el talento expuesto por largo tiempo al aire libre. El mismo Paul Bourget habla en su última novela, Mensonges, principal asunto de este artículo, de varias épocas de la vida literaria, y una de ellas dice que es aquella en que se sale de la oscuridad, y se recibe público homenaje de admiración por parte de los que hacen del escritor nuevo y de su fama arma de combate contra la gloria de los autores ya eminentes.   —147→   No cabe duda, aunque el hecho sea muy triste, que así como el elector ateniense negaba su voto a Arístides porque ya estaba cansado de su virtud, muchos críticos y lectores se llegan a cansar de los buenos literatos, y votan contra ellos, y hablan de su decadencia a troche y moche, poniendo todos los conatos de su actividad en buscar un hombre nuevo, un ingenio de reciente fama, que ofusque al otro y lo relegue al olvido.

Entre los enemigos de Zola, por ejemplo, se nota el prurito de elevar a todas horas, y sin límites, a Guy de Maupassant y a Paul Bourget.

Este, discreto como pocos, y al parecer hombre seriamente moral, toma, ante semejante campaña, una actitud que le honra; ni deja de saborear la gloria con que se le brinda, porque tiene la conciencia de que por sus propios méritos la tiene ganada, ni tampoco se deja engañar por la mala intención que quiere, con miras bastardas, colocarle hasta por encima de sus maestros.

No: Bourget no es un maestro todavía, y así lo reconoce él indirectamente en el pasaje de Mensonges antes citado, y en otro en que, hablando de su protagonista de Vincy, se queja delicada y amargamente de las rivalidades que temen los grandes escritores en el admirador de siempre, que ambicionaba, a lo sumo, llevarle el laurel de una primera victoria, como homenaje de admiración y cariño, al genio cada vez más venerado.

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Sea como quiera, entre los que elogian hoy sin tasa al autor de Andrés Cornelishay muchos que ni son capaces de comprenderle, y no pocos que se equivocan, o fingen equivocarse, considerándole a mayor altura como novelista que en cuanto crítico, cuando lo cierto es que su personalidad literaria se destaca principalmente con originalidad y fuerza en esa especie de crítica sentimental filosófica, donde se encuentran muchas novedades recónditas y un verdadero encanto.

Yo he conocido a Paul Bourget como crítico antes que como artista. Cruel enigma, primera novela suya que leí, entró en mi cerebro cuando ya me habían impresionado vivamente aquellos estudios psicológicos, dedicados a muchas de las más insignes figuras de la literatura francesa de este siglo. Aunque en la novela famosa de Bourget he visto también notas nuevas y una tendencia psicológica para mí sumamente simpática, declaro que el primer libro de imaginación de este autor me produjo menos emoción y me sugirió menos ideas que su primer libro de crítica. Es claro que digo primero, en uno y otro caso, refiriéndome a mis Lecturas, no a su producción.

Como en Francia no hay ahora ningún crítico de excepcional valor en materia de literatura amena, crítico de actualidades literarias quiero decir, no habría a quien mortificar poniéndole enfrente a Bourget; pero no sucedía esto en la novela: aquí varios autores eminentes podían ver un rival en el maestro joven, y por   —149→   este lado arrimó el hombro la mala intención de muchos escritores. En Francia pasa lo mismo que en España: hay mucha gente de pluma, envidiosa, llena de malas pasiones. Esto, que no se echa de ver estudiando aquella literatura a vista de pájaro, se llega a penetrar cuando un día y otro se aplica la atención a la vida de las letras menudas, al camino diario del arte literario en aquel pueblo que, queramos o no, tanto nos hace pensar a todos. La diferencia está en que allí los malvados de los periódicos tienen, o mucho, o, por lo menos algo, de talento, y los similares de aquí, o tienen poco, o no tienen ninguno. Dejemos esto, y volvamos a Bourget.

No es fácil separar en él, ni hay por qué en rigor, el crítico del artista. Él mismo habla, en su última novela, de la índole del moderno artista, que siempre tiene dentro de sí un crítico, y generalmente la cultura correspondiente a este último. No podría decir semejante cosa de los autores españoles, que generalmente no tienen dentro de sí ni un crítico, ni medio, ni menos podría decirlo de la cultura adecuada que suele faltar entre nosotros, no sólo a los artistas, sino también a los críticos. Pero, en fin, hay mucho de cierto en esta observación si se trata de escritores franceses, ingleses, alemanes, etc. Yo me atrevo a añadir que se nota cierta tendencia a juntar más y más cada vez la crítica y el arte. No sólo es el artista el que va necesitando ser algo crítico: también el crítico tiende a ser algo artista.   —150→   Ejemplo de esto son, por citar pocos: en Inglaterra, la ya ilustre Vernon Lee (Violeta Paget), crítico eminente y novelista ya notable, gracias a Miss Brown (de que hablaré probablemente en otra ocasión, cuando convenga); en Italia G. A. Cesáreo, poeta inspiradísimo y crítico distinguido; en Francia nuestro autor y Julio Lemaître, que escribe también de crítica artísticamente; y en Portugal un eminente poeta, Anthero de Quental, profundo y elegante crítico.

Y ha de tenerse en cuenta que esta inclinación de la crítica actual, que ahora señalo, no necesita mostrarse en versos y novelas o en dramas (como los del crítico italiano Gubernatis), sino que, sin salir del terreno de la crítica, puede el escritor de este orden, y esto se observa en muchos de estos días, procurar que su obra sea artística, no sólo en la forma, sino por el fondo, por la índole especial del ingenio y de todo el espíritu del crítico mismo. Detengámonos algo más en este punto, que valdrá tanto como estudiar el carácter más importante en el talento de Paul Bourget.




II

Entre la multitud -pues tal puede llamarse- de escritores nuevos que invaden en la actualidad las letras francesas, haciéndose competencia para conquistar la atención del público universal, no tardó en distinguirse   —151→   Paul Bourget como crítico o ensayista; y no ciertamente por el raro hallazgo de una manera, de una teoría estética, de un procedimiento; ni por extremar moda literaria alguna, ni por dar un salto atrás a lo Rossetti o Gabriel d'Annunzio, ni por blasfemar, como Richepin, o ponerse malo en verso, como Rollinat y tantos otros. La honda simpatía que sugiere bien pronto la lectura de cualquier libro de P. Bourget, nace de las cualidades fundamentales de su espíritu artístico, no de elementos formales o de tal o cual prurito estético. Cierto es que también hay originalidad y sello personal en aquella elegancia y delicadeza del estilo, en la suave insinuación con que el psicólogo y moralista que hay dentro de este crítico poeta se mete en el alma del lector como un confesor discreto; pero lo que más le distingue y hace apreciar (querer estaba por decir), es lo que a través de sus obras se ve en su corazón y en su cabeza. P. Bourget, mejor que ningún escritor de los jóvenes, tan bien como el que más, por lo menos, representa en la literatura y en la filosofía esa tendencia saludable que, sin pretender significar una reacción contra la ciencia positivista o positiva (según se entienda), ni contra la literatura realista, materialista o verista osincera, o como quiera decirse, se coloca con ánimo imparcial en neutralidad no sospechosa; y en nombre del sentido moral, del sentido común y de otros varios sentidos buenos, procura dar a cada uno lo suyo, combate sin pasión las exageraciones de todos, y,   —152→   sin olvidar que no hay más vida posible que la del presente, buscando el porvenir, respeta en el pasado todo lo grande, y entre lo grande escoge lo posible que nos ofrece la historia como elemento moral no gastado, con una actualidad perenne que lo hace útil acaso para remediar en parte, aliviar por lo menos, ciertos males de nuestros días. Volver los ojos atrás con espíritu reaccionario, con odio de lo presente, es género de orgullo, tal vez de mala índole, en muchos de los que tal hacen; pero pensar que todo hemos de hacerlo nosotros y nuestros descendientes, que no hay nada en lo que se da por muerto, y puede no estarlo, que sirva para hoy, y acaso para siempre, es género de ligereza, de vanidad y de apasionamiento que suele encontrarse aun en espíritus que pasan por muy circunspectos, serios, cautos y profundos. Cualquier estudio de P. Bourget, aunque tenga apariencias de pesimismo tibio, resignado, suave, lleva consigo cierto consuelo y fortaleza; siempre le acompaña un cuidado atento y solícito del bien moral, un respeto jamás declamatorio de la ley ética, una constante alusión implícita, como pudorosa podría decirse, al santo deber, que necesariamente ha de tener un fundamento metafísico, sagrado, por recóndito que sea. Pero, con todo esto, no hay nada en Bourget que signifique borrar lo vivido, desandar lo andado, condenar la historia reciente (absurdo aún más notorio que condenar la remota); no hay nada en él de ese lirismo retrógrado, que a veces es poético, pero   —153→   casi siempre injusto e infecundo, ligado muy a menudo con malas causas, lleno de prejuicios en los más, superficial en su filosofía, vago y deficiente en sus propósitos. Por lo mismo tiene más fuerza la lección sana y espiritual del muy discreto autor de Cruel enigma. Un maestro a quien él casi adora, Alejandro Dumas, hijo, produce, en mi sentir, menos efecto con su misión moral ostensible, a veces ostentosa, si no menos sincera, fundada en menos firme terreno, dependiente de ideas más discutibles, y sin ese pudor de que antes hablaba, sin esas reticencias y referencias sobrentendidas que dan a la doctrina, en Paul Bourget, la eficacia de un singular encanto. Dumas no sólo ostenta, sino que hasta declama su moralismo; y prescindiendo de que es demasiado casuista a veces, y como tal un poco improvisador y algo caprichoso en punto a los deberes y su fundamento, la forma polémica que suele escoger en libros y en dramas le lleva muy lejos y le hace tomar armas que, si le sirven para lucir el ingenio y defender su cuerpo, no aprovechan tanto a la noble causa que en muchas ocasiones sustenta. P. Bourget, a quien como literato no me atreveré yo a igualar con Alejandro Dumas, en el aspecto de que trato le aventaja, pues no aventura paradojas, ni menos predica, ni provoca la contradicción, ni improvisa teorías, casos apurados y salidas extraordinarias. No pretende tener una especie de ninfa Egeria moral, como parece que pretende su maestro; y (lo que importa antes que todo), más pensador   —154→   que el dramaturgo, más estudioso y más filósofo, en suma, no apoya su moralismo en tan discutidas bases metafísicas como Dumas que se contenta en este punto con lo corriente, con lo más admitido por los más; pero sin reparar que es lo menos probado, lo menos reflexionado, lo más expuesto a un cataclismo. Basta ver, por ejemplo, lo que Dumas escribía, no ha mucho, para combatir el nihilismo estético y moral de Leconte de Lisle. ¡Cuánta gracia, qué soltura, qué precisión y relieve plástico en los argumentos! Pero, al fin y al cabo, ¡qué falta de justicia, qué falta de seguridad, y casi casi que falta de seriedad! No: no son optimistas a lo Dumas los que han de vencer al pesimismo hoy triunfante.

Pero, dejando paralelos, diré que Bourget no sólo es moralista, sino muy perspicaz psicólogo, no menos en su crítica que en sus novelas.

Aunque para mí vale más, por ahora, como crítico que como novelista, es evidente que en este último concepto tiene gran originalidad y cualidades raras y preciosas; así como también se ha de decir que su renombre actual más lo debe a sus novelas que a sus ensayos de crítica psicológica. Si yo escribiera en está ocasión una semblanza completa de Bourget, llamarían mi atención particularmente sus estudios acerca de Renán, Dumas, Flaubert, Stendhal, Baudelaire, Amiel, Taine etcétera, que son su obra más importante, uno de los trabajos de crítica más profundos y sugestivos de la moderna   —155→   literatura francesa; pero no siendo mi propósito hoy por hoy, más que decir cuatro palabras acerca del autor de Mensonges y acerca de este libro, no me detengo en materia que, si bien me solicita, no es del momento.

La primera novela de Bourget que fue acogida con gran aplauso, y que no sé si es también la primera que escribió17, fue Cruel enigma. En ella hay elementos parecidos a los que componen Mensonges; pero esta semejanza está más bien en la superficie. Se trata, en uno y otro caso, del amor puro de un joven que, en medio de París y sus grandes corrupciones, vive no más para el alma, y sólo siente sus heridas; pero hay grandes diferencias, no sólo en la vida exterior sino en el fondo del espíritu de Hubert Liavran y de René Vincy, como también hay distancia de Mad. de Sauve a Mad. Moraines, y mucha distancia, sin que deje tampoco de haber analogías por lo que se refiere a las respectivas relaciones con Liavran y Vincy. Más es: tenemos en Cruel enigma una madre amante, delicada, que hace la guerra a la pasión fatal de su hijo, y en Mentirastenemos una hermana-madre que representa papel muy parecido; como otros personajes secundarios ofrecen semejanzas, si no en los caracteres, en sus relaciones con el protagonista. Pero, de todas suertes, nada   —156→   de esto acusa falta de invención, pobreza de fantasía, aunque sí la tendencia predominante, por ahora, a estudiar casos psicológicos de un orden en que los recuerdos y cierta observación inmediata o experiencia propia pueden dar al autor documentos seguros y conocidos profundamente. Después de Cruel enigmaaparecieron Crimen de amor, muy leída y comentada, y Andrés Cornelis, que fue llamado el Hamlet del día, no para igualarle al de Shakspeare18, que tan feo y absurdo le parece a Sardou, sino por la semejanza del asunto entre la novela de Bourget y el drama inmortal. Yo he leído, además, una novelita del ilustre crítico, titulada, si no recuerdo mal, Carrera de obstáculos, y también en ella se trata del amor purísimo de un joven, aquí casi un adolescente, héroe por amor.

Sí; el amor, y el amor hondo; el amor, si no platónico, tampoco exclusivamente sensual, es hasta ahora el tema constante de este novelista, que, seguro de llevar al asunto una nota original, bien sentida, y observación propia, fecunda, exacta y sincera, no teme caer en lugares comunes ni correr por camino trillado. No busca la novedad, este escritor, en el asunto, sino en la frescura y fuerza espontánea de su corazón y de su talento.

Sin que yo le coloque entre los grandes novelistas del día, ni le crea capaz de copiar cuadros tan ricos y complejos, plásticos y poéticos, como los de algunos maestros, me atrevo a asegurar que la sencillez de sus composiciones no revela falta de imaginación ni de medios   —157→   de expresión artística, sino el propósito de mantener la novela psicológica, para la que tiene singulares dotes, y mantenerla en la forma y en los procedimientos que hoy deben emplearse en ella. El cariño de este autor a Stendhal y a Dumas explica esta predilección del novelista.

Según la murmuración literaria, esa tendencia de P. Bourget le ha valido que algún maestro del arte francés haya dicho de él: «Ese P. Bourget... es un Ohnet disfrazado de filósofo». La frase es injusta, sí se debe entender que Ohnet (a quien yo no he leído) es un mal escritor, un hombre vulgar que gana dinero escribiendo para las masas; porque lo cierto es que Paul Bourget, sin que merezca ser colocado, hoy por hoy, a la altura de Zola, ni aun a la de Daudet y Goncourt, es un filósofo sin disfraz y un novelista a quien el vulgo no ha de encontrar mucha gracia ni mucha variedad, pero que será siempre considerado como verdadero artista por los que tienen hábito de juzgar de tales materias.

Y ahora hablemos de Mensonges exclusivamente.




III

A Paul Bourget se le ha censurado la predilección con que trata la vida del gran mundo, y la especie de deleite que encuentra en describir la decoración de ese   —158→   brillante y lujoso teatro, con todos sus muebles de refinado gusto, sus caprichosos bibelots, y con la tiránica ley de sus modas. El mismo Lemaître, que en un artículo hermoso y lleno de buena voluntad y de profunda enseñanza trataba con singular cariño las obras de Bourget, desentrañando con admirable perspicacia sus méritos más recónditos, al llegar a este punto, con sonrisa benévola, se burla un si es no es de la afición al lujo y a la high life que se respira, puede decirse, en las novelas de su colega. En efecto: lo mismo en Cruel enigma que en Carrera de obstáculos, que en Crimen de amor, se nota ese prurito. Pues bien: Mensonges, que es una reincidencia, nos explica la causa de este fenómeno observado por la crítica, y nos la explica de modo bien original y con muy elocuente ejemplo. En Mentiras debe de haber algo de autobiografía, lo mismo que en Cruel enigma, o por lo menos cierto lirismo de estudio algo como una autoanatomía psicológica, a la que no hay más remedio que recurrir cuando se quiere ahondar de veras en la observación y experiencia artísticas. René Vincy nos hace ver con su historia, sobre todo, con su entrada en la sociedad aristocrática de París, las causas del dilettantismo mondain de su autor. Vincy joven, poeta verdadero, de la honrada y oscura clase media, que parece tener vinculada la prosa de la vida, por lo menos en el ambiente en que se mueve, da a la escena una comedia en un acto y en verso, Le Sigisbée, algo así como Le Passant, de Copée, por lo que mira al   —159→   éxito. Al día siguiente el nombre de Vincy es famoso en París: el sueño de la ambición juvenil comienza a realizarse, pero su complemento tiene que ser el goce material de la gloria, la entrada triunfal en el mundo de la elegancia y de la riqueza, donde toda comodidad tiene su asiento; donde el bienestar, el lujo, las formas exquisitas, especie de selección de selecciones sociales, son como un dulce acompañamiento musical de la vida que la transporta a cierta idealidad tangible; donde la misma voluptuosidad, hasta en sus tendencias menos puras, toma un tinte de aparente delicadeza. Vincy vive en un rincón provinciano de París con su hermana Emilia, que es para él segunda madre, tan amorosa como la perdida, y con el marido de Emilia, humilde profesor libre o pasante de lecciones a domicilio; excelente varón resignado con su suerte, que consiste en corregir temas y tolerar que su esposa quiera más a Renato que a él. En el modesto cuarto de estudio de René no faltan ciertos atractivos de ese similar del lujo creado por el buen gusto y por una mano que interpreta19 con sus aliños un amor apasionado; pero lo demás que rodea a Vincy todo es prosa, a lo menos todo lo que se ve: la prosa irremediable de la pobreza casi universal. Rosalía, una joven a quien en secreto Vincy, antes de ser célebre, se ha declarado, y que le quiere con alma y vida, no es prosa por su corazón y sus ojos bellos, pero es prosa por la calle en que vive, prosa por la madre que tiene; una de esas madres que tan bien   —160→   pinta nuestro Luis Taboada, que casi ocultan la belleza íntima de sus virtudes domésticas y de su amor a los hijos bajo un cúmulo de egoísmos familiares opresores y antipáticos, de pretensiones ridículas, de ínfulas cursis; el alma de su casa, en fin, que representa mejor que cualquier otra aquella necesaria molestia de que habla el cómico latino. Para sacar al autor del Sigisbée de esta oscuridad prosaica, de este limbo de los pobres, sirve su amigo y protector Claudio Larcher, literato distinguido, autor de dramas demasiado parecidos a los de Dumas hijo, hombre de mundo, esclavo por amor de una actriz tan célebre como desmoralizada, Colette Rigaud, personaje que por sí solo vale una novela, y en cuyo estudio P. Bourget ha empleado esta vez acaso los más delicados pinceles de los muy sutiles y primorosos con que sabe retratar almas. A los que niegan que la novela pueda ser un modo (a su modo) de estudiar ciencia social, les invito a penetrar bien el carácter de Claudio Larcher, y de fijo verán en él precioso documento para explicarse el cómo y el por qué de muchos de los fenómenos extraños que hoy ofrece la literatura francesa.

La entrada de Vincy en el gran mundo es toda una solemnidad para la familia, y con su descripción, comienza la novela. Una dama rusa, la condesa Komof, es la primera que recibe en sus salones al joven poeta, cuya comedia famosa va a representarse aquella noche en el teatro casero de la gran señora cosmopolita.

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Y aquí es donde el autor, con mucha originalidad y fuerza, pinta y explica el efecto profundo que causa en el alma del artista, del poeta, la impresión de respirar por vez primera en la atmósfera de lujo refinado; y no sólo esto, sino el especial encanto que sigue teniendo para él esta vida excepcional, que por sus apariencias tiene trazas de un oasis de poesía en el desierto de la prosa real que por todas partes nos rodea. Ya madame Stäel hablaba de la facilidad con que la corte hace del poeta un palaciego; ya en los tiempos de Augusto, si resistía a la seducción de sus corrosivas, pero elegantes, suaves corrupciones, un Antistio Labeon, un jurisconsulto; y más tarde seguían la tradición puritana de la república, ariscos, pero fieles a la libertad, un Traseas y sus contertulios, los poetas, los más y los mejores, sucumbían al encanto; y olvidando la memoria y el ejemplo de Nevio en lucha con los poderosos, Horacio, Virgilio, Ovidio, los mejores, entregaban la cerviz al yugo de flores, como en tantas otras cortes tantos poetas también vivieron al amparo de Reyes y Grandes, porque necesitaba su temperamento la tibia atmósfera de los salones; la vida cortesana, con todos sus atractivos de elegancia, buen gusto, trato exquisito, comodidades voluptuosas y artísticas, esplendores y lujos poéticos.

Si en nuestro tiempo, por mil causas, es ya imposible una corte de Luis XIV o de Felipe IV (y muchos lo lamentan); si no vale negar que el mejor ingenio se   —162→   ha hecho liberal) y, sobre todo, independiente, y ya no caben las debilidades cortesanas, simpáticas acaso, pero nocivas, de un Racine; no dejan los nervios de seguir siendo nervios, y el artista delicado y soñador tiende, aunque sea de lejos y prefiriendo el ostracismo a la humillación, tiende a la patria natural de sus ensueños, a la vida de apariencias bellas, donde el espíritu encuentra las necesidades más humildes y precisas satisfechas sin que él trabaje, y puede consagrarse, libre de la gleba, a cultivar la flor del alma, la santa imaginación, sin que le importe mucho que el fondo de aquella existencia, fácil, sugestiva de visiones hermosas, encierre la universal flaqueza, muchos males, mayores por el mismo contraste con la apariencia dulce, amorosa, refinada en sus atractivos. Es más: de este mismo contraste saca tal vez el artista, nuevo placer, por el efecto mismo de la antítesis.

En el mundo de la grandeza lo peor son los personajes20, y de ellos recibe el artista que entra en tales regiones el primer soplo del desencanto. Esas damas hermosas, de inefable gracia, de misterioso atractivo, que habrían de ser cifra de la gloria; que son, por la apariencia, la joya propia y digna de tan lujoso estuche, debieran, se dice el soñador, sentir, pensar y hablar mejor que las pobres mujeres pobres: el escenario parece que obliga a grandeza de espíritu, a distinción de alma, que corresponda a la distinción real de manera, costumbres, etc., etc.; y el observador nota pronto   —163→   que no es así; que no sólo en el fondo no hay virtud y belleza moral, sino que la vulgaridad, la necedad, viven casi siempre entronizadas en tan suntuosas regiones: ¡qué lástima! -Tolstoï, como indica con gran perspicacia Emilia Pardo Bazán, fue uno de los autores que mejor pintaron la vida mundana del gran mundo, como decimos por acá; y esto se debe, a mi juicio, no sólo a las circunstancias que facilitaron en él este estudio, circunstancia que en otros escritores (aunque no muchos) han concurrido: se debe principalmente a que Tolstoï, aristócrata y artista, pudo observar como nadie toda la profunda tristeza del contraste, no entre el fondo malo y la apariencia bella, sino entre la decoración hermosa, clásica, singular en su belleza y grandeza, y la pequeñez de los espíritus que gozan, por azar del nacimiento y otros azares, del privilegio de habitar como naturales señores en este mundo único, excepcional, que sólo el alma del artista sería digna de habitar y poseer. Tolstoï, poeta y aristócrata, no entra en la ley general, tan bien señalada por Bourget, que hace que el noble y el grande, nacidos en el lujo, en la vida del privilegio, del placer, de la elegancia exterior, de todos los esplendores materiales, no puedan por falta de imaginación, y por el gasto del uso sobre todo, sentir ni apenas comprobar las ventajas de su posición y la hermosura del mundo aparte en que viven.

En la novela de Bourget es, a mi juicio, lo principal el estudio de este fenómeno sociológico: la adaptación   —164→   del espíritu del poeta al ambiente del gran mundo; las luchas que nacen de semejante empeño. El autor, que no ha querido escribir largo, aunque alude aquí y allí a diferentes aspectos de este campo de observación, concrétase en seguida a una de las principales seducciones que el poeta encuentra en este mundo, para él encantado: el amor. Los amores de Mad. Moraines y de Vincy llenan la novela, y el estudio magistral de esa mujer pérfida casi sin saberlo, fruto amargo (acaso irresponsable del veneno que destila) de costumbres e instituciones viciadas, sirven para mostrarnos las etapas del tormento por que va pasando el alma cándida y entusiástica del pobre autor del Sigisbée.

Es claro que prescindo en este rapidísimo análisis (más rápido por motivos que no dependen de mi voluntad) de muchos elementos de esta novela, como, v. gr., la muy bien observada y dibujada figura de Desforges, el egoísta metódico que economiza el placer, especie de Harpagón del hedonismo21; así como dejo aparte muchas observaciones incidentales de gran mérito y que han contribuido al buen éxito del libro. El hilo de lo reseñado va por donde dejo advertido... ¿Y el fin? Vincy, desengañado del amor que parecía el que él buscaba y era el más ruin, el más degradante, ¿adónde volverá los ojos? A la muerte. Se suicida; pero el autor no le deja morir: le deja mal, herido, con vagas esperanzas de recobrar la vida. En tanto, sin acercarse a su lecho, transporta el final de la acción a la calle,   —165→   donde Claudio Lacher, el iniciador, el semiartista perdido irremisiblemente, no por el gran mundo sólo, sino más todavía por esa vida intérlope de cierta clase de escritores, pintores, etc., etc., de París, encuentra al sacerdote cristiano, al abate Taconet, director del colegio de San Andrés y tío materno del mísero Vincy.

Este personaje, que al principio de la novela no había hecho más que aparecer incidentalmente, aquí viene a representar un papel tal vez simbólico, sin dejar de ser verosímil su presencia, y natural y lógica toda su intervención en el fondo del libro. Es el caso que, en medio de los refinamientos sensuales, y también intelectuales, del París que ha pintado el autor, viene esta noble y hermosa figura, como refresco de esperanza, con su austeridad nada aparatosa, con su puro ideal, que es ni más ni menos la fe de Cristo. El padre Taconet opina que «Francia necesita talentos cristianos».

La última palabra de esta novela no es un hecho frío y mudo de la realidad, ni es un rasgo pesimista; es un aliento de cierta vaga esperanza. El padre Taconet, al frente de una escuela, preparando la juventud de mañana y predicando contra (o más bien sobre) todos los alambicamientos de la vida parisiense la austera religión del deber y la amable religión de Jesús, es, sin duda, una figura, que quiere dejar el autor en primera línea y como un efecto intencional y de contraste. ¿Será la idea de P. Bourget que la sed de belleza y de verdad ideal que el artista busca no puede encontrarse en la   —166→   quinta esencia de la cultura moderna, representada por el París intelectual, elegante, artístico, sino que ha de remontarse el espíritu, no con tendencia reaccionaria, pero sí con amor histórico, a la fuente pura, acaso mal estudiada por unos y por otros hasta hoy, a la fuente pura del ideal cristiano? Aunque algo puede haber de esto, confieso que me han disgustado las afirmaciones demasiado rotundas, poco prudentes por lo rudas y terminantes, de cierto crítico francés, más idealista y alborotador que profundo y caritativo con los contrarios, M. de Chantavoine, el cual, precipitándose y exagerando, y, en suma, echando a perder muchas cosas buenas, atribuye a P. Bourget, por causa de su novela Mentiras y de su clérigo Taconet, nada menos que la misión de un nuevo Chateaubriand, y hasta se atreve a esperar, para dentro de poco tiempo, otro Genio del Cristianismo.

Lo que puede asegurarse es que P. Bourget siente y comprende tan bien como el primero todo el sentido y la idea de la vida espiritual y sensual moderna en su expresión más refinada, según es en ciertos círculos de París y de otros pocos centros; y a pesar de esto, y con la nostalgia de una patria ideal que no existe en París y sus similares, busca otro ambiente, y como que olfatea por el camino del deber austero, de la abnegación sublime, siguiendo acaso, quiéralo o no, el rastro de la Cruz.





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ArribaAbajoA muchos y a ninguno

Todo buen ciudadano que crea en la solidaridad de los intereses sociales debe reconocer importancia al estudio de la vida intelectual de su patria. Examinar con cuidado y constancia los síntomas de la necedad pública no es hacer alarde de pesimismo ni poner cátedra de Heráclito o22de Jeremías. ¿Para qué hablar de los tontos, ni siquiera de los insignificantes?, preguntan muchos a la crítica literaria. Cuando la nulidad pasa plaza de medianía, no hay más remedio que atender a ella, sobre todo en un país en que a eso que se estima medianía se le consagra las alabanzas que sólo merecen el talento superior y el genio.

No se persigue por gusto ni por crueldad a los escritores malos, sino porque al público que lee algo, poco, y distraído, y no hace profesión de la literatura, le presentan los periódicos influyentes a esas medianías nulas como si fuesen autores recomendables, dignos de atención y de estudio.

El síntoma es más grave de lo que parece. Se habla   —168→   mucho de la decadencia de los pueblos por exceso de poder, de sensibilidad, de inteligencia, por alambicamiento de ideas, por neurosis complicadas, por vicios quintiesenciados...; pero se habla poco de la decadencia por tontera nacional; enfermedad muy posible, y que, en parte, puede ser debida hasta... al mal alimento; y lo digo sin asomo de broma.

Recuerdo haber leído un artículo de mi buen amigo el muy notable publicista y pensador Pompeyo Gener (que ojalá supiera yo dónde vive a estas horas) en que se hablaba de lo mal que solían comer algunos escritores madrileños y de los alardes de miseria y depravada cocina de algunos bohemios de la corte literaria. Gener censuraba este amaneramiento, este ebionismo literario, causa tal vez del escaso vigor intelectual de muchos. Pues bien; sin insistir yo hoy en este aspecto de la cuestión, y sin más que reconocerle gran importancia, digo que, sea por lo que sea, por mala comida material o por escaso e insustancial pasto del espíritu, o por ambas deficiencias, ello es que la literatura española, como cosa de todos, como ambiente social, se va convirtiendo en una marea viva de necedad suficiente. Yo vivo en una atalaya desde la cual puedo observar perfectamente el subir de las olas, de esas olas de tontos de pluma que amenazan tragarse toda la república de las letras españolas. ¡Qué comedias, qué poemas, qué novelas, qué periódicos, certificados o no, recibo todos los días!

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Pero eso no importa, dicen los optimistas; siempre ha habido muchos más escritores malos que buenos, y como ahora se ha ensanchado el círculo de la instrucción y cunde la afición a las letras y su profesión comienza a ser algo recompensada en honor y provecho, es natural que la oferta sea mayor cada día y que la muchedumbre de productos malos tome gran incremento... En otros países sucederá lo mismo. ¡Ay, no, señores! -replico yo-. Ese es el caso. Lo malo, lo rematadamente malo de otros países, no llega a noticia del público, porque ni él lo compra, ni la crítica, o lo que sea, se lo mete por los ojos. Las medianías francesas, italianas, inglesas, portuguesas, alemanas, americanas, rusas... son verdaderas medianías. La nulidad en ningún país culto tiene el mercado que aquí tiene, gracias a la indulgencia de la prensa, a la tolerancia, no siempre desinteresada, de las empresas literarias, y a la anarquía mansa de la crítica.

Los poemas, dramas, novelas de que yo trato son de autores que se han visto llamar eminentes, o notables por lo menos, y algunos de ellos genios o grandes esperanzas.

Algunos críticos o revisteros sonríen con malicia cuando se les habla de su benevolencia, como diciendo: -¿Qué quiere decirme usted a mí? Demasiado listo soy yo para comprender lo que son majaderías; pero mi espíritu superior, escéptico y positivo se ríe de esas niñerías de justicia y buen gusto, imparcialidad de la crítica,   —170→   etc., etc. ¿Qué importa todo eso? ¿Quién cree en el arte? El mundo va a dar un estallido. ¿Qué se pierde por dejar contento a un ganso? Estos sprits forts del arte no siempre son tan maliciosos y escépticos como ellos se figuran. A veces alaban con toda sinceridad las vulgaridades soporíferas, porque las toman con buena fe por cosa excelente.

Lo que sucede a menudo con los estrenosde los teatros importantes de Madrid es prueba de esto... y además es un escándalo. Dramas y comedias de trama pobre y vulgar, sin asomo de caracteres, inverosímiles, insignificantes y adocenados, con un lenguaje pedestre, con versos de coplas de ciego, sin pies ni cabeza, en suma, son puestos por las nubes y a sus autores se les llama genios o meritorios de inmortales, y se les dan banquetes, y se les dice que van a eclipsar el sol y a Lope y a Tirso por de contado... Pero dejo hoy esto. No quiero hablar del teatro. El asunto especial de este artículo es la novela.

¿Recuerdan ustedes aquellas nubes de langostas poéticas que todos los años venían a nublar el sol del arte en forma de rimas, doloras, pequeños poemas, poemas y poemas descriptivos? Pues ya no son los que eran, o mejor, siguen siendo lo mismo, plagas, pero con diferente forma. Ahora ese océano atlántico de versos se ha convertido en un gran océano de prosa.

Sí, señores; toda aquella poesía, se ha disuelto en el aguachirle de la prosa a lo M. Jourdain... y no hay español   —171→   que, si quiere, no resulte novelista, largo o corto.

Valera lo decía con gracia pocos días hace: para hacer novelas no se necesita más que papel y pluma, y saber escribir. Pues esta gracia de Valera ya la habían descubierto multitud de jóvenes amables que tal vez se disponían a escribir su poema correspondiente, cuando llegó a su noticia que el figurín de la última moda literaria proscribía el verso. ¡No más versos!, parece ser la consigna de la vulgaridad, del cretinismo literario...; y ahí tienen ustedes esas prensas de Madrid y de provincias sudando prosa continua... ¡prosa sin conocerse!

Difícil es leer un libro de versos adocenados; yo a lo menos, cuando pretendo llevar a término feliz tan heroica aventura, sólo consigo sacrificarme en vano, leer y más leer, y dormirme con el martilleo de la rima, si la hay, o de lo que haga sus veces... sin haber podido enterarme de cosa alguna. Pero la prosa que ha venido a sustituir a tamaña poesía resiste a todas las tentativas. ¡No, no se deja invadir por la tentación pecaminosa del curioso lector! Los versos, aun sin dejarse entender se dejan leer. Pero esta prosa por sufragio universal, no, no se deja leer. Prueben ustedes, y verán.

Dos formas predominan en la nueva escuela prosaica de nuestros muchos y muy ilustres majaderos reformistas; el cuento corto y la novela descriptiva, con poco diálogo, de párrafos largos y en la cual el autor procura, y lo consigue, que no suceda nada de particular.

Cuando más soso y para poco es un muchacho, con   —172→   más aptitudes se cree para cultivar la prosa naturalista de moda (según ellos), con la cual se ha de pintar cuanto Dios crió, pero sin decir nada que tenga nada de particular. Hay que ser sencillo, hay que ser natural.

Los otros, los de los cuentos cortos, son nerviosillos, atrevidos y creen tener una imaginación como una máquina fotográfica reformada, de esas que retratan en un abrir y cerrar de ojos. Pero como no quieren ser menos que los otros en lo de escribir mucho, se desquitan de la necesaria brevedad del cuento, escribiéndolos por docenas y hasta por millares. El caso es que ni a unos ni a otros les ha de quedar pizca de prosa en el cuerpo.

Entre las víctimas (prescindiendo de la principal, que es el arte), de esta manía modernísima, hay algunas que merecen un buen consejo. Para dárselo con conocimiento de causa es preciso leer algunos de sus libros. Pues bien, yo los he leído: y sin citar autores, porque en esta ocasión no hay para qué, voy a permitirme ofrecerles varias advertencias que, o mucho me engaño, o debieran tomarlas en consideración. Y empiezo.

Por todas partes se oye ahora maldecir de los poetas de poco vuelo, de los libros de poesías adocenados, obra de incautos imitadores; y hasta esos críticos o revisteros que tienen por todo criterio seguir la moda, y contra viento y marea quieren ser graciosos, ligeros y modernísimos, dicen mil chistes, siempre elegíacos, contra la pícara manía de escribir, en verso. Pero ¡ah,   —173→   señores!, como dicen los diputados ¿dónde dejamos la manía de escribir en prosa?

Está brotando una generación que no es espontánea, ni mucho menos, de novelistas cortos o largos, no menos formidable por su muchedumbre y por su anemia intelectual que aquella multitud de poetas de que ya todos nos reímos.

«En poesía no caben medianías», se repite. Según y conforme. Medianías verdaderas sí caben, y hasta son necesarias, y, sobre todo, son natural producto de la especie; lo que no cabe en poesía son nulidades disfrazadas de medianías.

Pero esas tampoco deben ser admitidas en la novela. Y, sin embargo, entre nosotros hay muchos críticos y una parte del público que toleran... ¿qué digo?, que aplauden con entusiasmo las obras de tales nulidades, llamadas por los más exigentes medianías y por los más bobalicones jóvenes que comienzan por donde otros acaban, escritores de porvenir y hasta... restauradores de la novela.

Ha llegado a tanto la locura, mejor diría, la necedad, que en alguna parte se ha brindado contra los que se van y por los que vienen y ocupan el puesto de los otros. Vamos despacio, señores, vamos despacio, que vienenmuchos caballeros particulares que así son artistas como yo zapatero; y entre lo poco que entiende el vulgo, y lo crédulo que es, y lo mucho que le engañan algunos periodistas, vamos derechos a una bancarrota literaria irremediable.   —174→  

Dejo el teatro, que me haría poner el grito en el cielo.

Se trata de la novela, nada más que de la novela. Entre los revisteros mal intencionados y envidiosillos y el dichoso naturalismo de prendería que anda por ahí de café en café, de periódico en periódico, han producido estas pléyades de escritores prosaicos, que si ya son demasiados, con ser de ayer, o de hoy, dentro de poco llenarán la Península.

Más de diez enemigos nuevos tengo yo a estas horas por culpa del renacimiento de nuestra novela.

Puesta la novela a renacer por los críticos de misa y olla, se han creído obligados revisteros y novelistas flamantes a demostrar el dichoso florecimiento por medio de una abundante cría de narradores novísimos; los unos, los revisteros, se prestan a poner el marchamo de novelista al primero que se presente, y los otros, los de la cría, se dejan declarar artistas en prosa, y en su credulidad de ramos floridos de esta primavera convencional, escriben como un diablo libros y más libros.

El novelista moderno es muy trabajador; y como no, cree en la inspiración y hace depender la fecundidad de un buen sistema higiénico... tenemos, en consecuencia, una porción de males, por ejemplo, que el novelista moderno, con su salud de roble, vivirá muchos años y todos ellos los dejará señalados con un rastro de tinta comparable a la Vía láctea en extensión.

«Hay que vivir de lo que se escribe», este dogma de   —175→   los modernísimos, complicado con este otro: «Hay que escribir todos los días poco o mucho, algo», da por resultado esos miles de páginas tristísimas, llenas de letras de molde, estepas grises del aburrimiento, forma desconsoladora, hasta terrible, si bien se mira, de la necedad humana, sosa, fría, seca, gárrula. Después de todo, son inocentes estos buenos hombres, y, sin embargo, no se les puede tener lástima, y el remordimiento que de aquí nace, aumenta la antipatía.

In illo tempore había ciertos krausistas, de los que llamaba Canalejas (don Francisco, por supuesto), attachés, que tenían por cierto que el filósofo no necesitaba tener talento, y que aun este le perjudicaba; y añadían los tales, oyendo campanas y sin saber dónde, que se debía leer muy poco para llegar a la sabiduría. Semejantes absurdos repugnantes se parecen a lo que piensan nuestros naturalistas de portal, los attachés del realismo, respecto de las condiciones psicológicas del novelista y las retóricas y estéticas de la novela. Para ellos no hace falta saber inventar; la imaginación sobra, o poco menos; la inspiración es un mito de la psicología vulgar; el genio una farsa; el verdadero genio es la paciencia; la musa, la asiduidad en el trabajo. Combinad estas dos ideas con un poco de positivismo de boticario o de orador de sección, y saldrá un revulsivo infalible.

Llega a mis manos novelas y más novelas, de caballeretes desconocidos; todos dicen lo mismo, es decir,   —176→   no dicen nada. Creen que escriben libros suyos, y no hacen más que coser reminiscencias de lecturas buenas y malas; pero al cabo malas todas, en cuanto lecturas, por culpa del lector incapaz de sacarle el jugo al libro bueno. Madame Bovary (de quien todos ellos hablan) es una novela adocenada, tal y como la pueden entender ellos; ni más ni menos que Shakspeare23 y Cervantes han servido para que con motivo de ellos se dijeran las más rastreras vulgaridades que constan en los tremendos archivos de las letras cursis modernas. Esos novelistas nuevos creen estudiar la realidad y están pasando revista a las borrosas imágenes de sus reminiscencias frías, secas y superficiales.

Yo conozco personalmente a Fulanito y a Menganito y a Zutanito que son unos majaderos en todas partes, verdaderos tontos: ¿por qué han de ser hombres de ingenio cuando escriben? No lo son. No podría ser, y no es. ¡Pero vaya usted a decírselo a ellos!

¡A ellos, que tienen argumentos de autoridad y de razón para defender sus novelas!

La autoridad ¡oh!, la respetan muchísimo; creen en la disciplina.

Novelistas hay de estos que cree pertenecer a una escala cerrada, como las de los cuerpos facultativos. Yo les he oído decir más de una vez:

-Nosotros, los naturalistas, ascendemos en una especie de escalafón cerrado, por pasos contados, como los ingenieros y los artilleros. Los idealistas son como   —177→   la infantería; a lo mejor un trompeta salta a General. Natura... lista non facit saltum.

Nuestro hombre (se le puede llamar así, porque al fin lo es) cree que llegará a eminencia si trabaja con fe y obediente al dogma de la escuela y a las advertencias de la crítica.

Él se ha visto en una lista de escritores que están regenerando la prosa y la novela, y de ahí ya nadie le apea: él es novelista y prosista. Ahora, la cuestión, para ascender, es tener cachaza, observar mucho la realidad, escribir largo y tendido (todos los días un poco), madrugar, hacer gimnasia, reírse de la inspiración y de la imaginación, y componer como el patrón manda.

Toma por autoridad a unos cuantos caballeros que escriben en periódicos de mucha circulación, y cometiendo sin querer un tropo que no estaba previsto en la retórica, toma al crítico por los lectores, y la importancia que estos tienen, por ser muchos, se la atribuye al otro, que es uno solo, y malo. Entre nosotros hay unos pocos... ¿para qué mentir?, hay ya muchos literatos que sin dejar de ser unos mequetrefes desprovistos de todas las cualidades esenciales en el artista de la palabra y en el crítico literario, se creen eminencias sólo porque (sabe Dios cómo) han llegado a enseñorearse de tal o cual papel que se lee mucho, no por obra y gracia de los tales, sino por la maña, industria y laboriosidad de un empresario, el cual, o se ha muerto ya, o, si vive, no se mete en asuntos literarios y hace que el   —178→   papel prospere, gracias a una habilidad por completo extraña a la estética y sus contornos.

Pero nuestro novelista no ve esto, no ve más sino que en un periódico de mucha autoridad (de mucha circulación, señor, que no es lo mismo) un crítico muy conocido (¡ya lo creo, como las máquinas de Singer!) le ha dicho que continuara por ahí, esto es, por ese mar de tinta vertida sobre resmas de papel barato, sorprendiendo la realidad todos los días por la mañana y creando, en suma, en compañía de otros como él, la nueva novela española. Nuestro hombre no quiere pararse a notar que su crítico suele ser un novelista manqué y frustrado, o, lo que es más terrible, un novelista in fieri que no quiere escribir todavía novelas porque está esperando la última moda, como el loco del cuento. Esos señores tienen una envidia descomunal pegada al hígado, y lo que ellos quieren es mortificar a los escritores verdaderos, olvidándolos o tratándolos con las mismas frases insustanciales de guardarropía que dedican a los principiantes a quienes pretenden animar. Ya Flaubert se quejaba de estas malas mañas, que por lo visto no son invención de nuestros críticos de caja y de gran tirada. Decía el autor de Boubard et Pecuchet en su carta XXXIX a Jorge Sand: Ce qui m'indigne tous les jours c'est de voir mettre sur le mème rang un chefa'œuvre et une turpitude. On exalte les petits et on rabaisse les grands; rien n'est plus bète ni plus immoral.

En la prensa de París, en la popular y muy notada,   —179→   se observa algo parecido a lo que sucede aquí, y nuestros Figarillos de Madrid que procuran imitar a esos escritores de quien Flaubert se queja, lo consiguen, no por lo que respecta al ingenio y a la gracia que aquellos suelen tener, sino en los galicismos (que en los otros, es claro, no lo son) y en las pasioncillas miserables.

Nada más digno de alabanza que alentar a la juventud, sacarla de la oscuridad y ayudarla a ganar la gloria; pero esto cuando se ha visto su talento positivo, cuando merece esa juventud que se le dé la mano. Pero las autoridades a que se agarra nuestro novelista no hacen eso; protegen al primero que llega, y si no rechazan sistemáticamente el verdadero talento para socorrer tan sólo a la ineptitud, es porque ni siquiera saben distinguir el oro del barro con que corre mezclado. Y aquí la justicia me obliga a notar una circunstancia atenuante en la picardía de tales críticos de la gleba periodística; y es, que no hay que suponerlos tan maliciosos que siempre alaben lo malo por malo y para dar en cara a lo bueno que envidian; no, algunas veces se entusiasman de veras con la obra de la necedad, obedeciendo a la ley de las afinidades electivas. El talento oscurecido no lo aborrecen ellos, por dos razones; primera, porque, no lo conocen, porque no tienen ojos para apreciar el mérito sino oídos para escuchar la voz de la fama que habla del mérito ya sancionado; segunda razón, no aborrecen el mérito ignorado porque lo   —180→   que envidian no es el talento, sino el crédito, el renombre.

Pero hecha esta salvedad, por escrúpulo de conciencia, se puede decir que lo general en tales literatos es formarse una corte de admiradores a quienes ellos a su vez fingen admirar, diciéndolo a los numerosos y por esto muy respetables lectores, siempre que hace falta. En esta corte de chicos que empiezan figura nuestro novelista, que se agarra a su autoridad como a una tabla el náufrago. Alabar a la ineptitud con aires de medianía, ¡es tan agradable y tan fácil tarea para el envidioso de lo excelente!

Lo peor no es la tristeza del espectáculo que dan estos críticos autorizados... por el libro de suscriciones y la lista del timbre; lo peor es lo que se le mete en la cabeza al novelista novel a consecuencia de las alabanzas quien él estima oráculo inapelable.

El chico que empieza ya sabe, por lo que ha visto respecto de otros como él, que a su segunda novela, sea como sea, se le dará el ascenso, el empleo inmediato superior; ya no será la obra del que empieza por donde otros quisieran acabar, sino el fruto de aquella esperanza comunicada al público en su día. «Sí, el señor X ha cumplido su promesa, ha sabido aprovechar las lecciones de la experiencia y los consejos de la crítica, etc., etc.», y ya «figura ventajosamente al lado de nuestros primeros novelistas». Otro pasito, otra novelita más, y el crítico ya desahoga, ya echa del cuerpo la   —181→   bilis en forma de incienso, y dice al tercer engendro de nuestro autor: «Tenemos un maestro más; la novela española está de enhorabuena; el insigne X, rompiendo antiguos moldes, trae una nueva fórmula al arte, etcétera, etc.... Aviso a los antiguos maestros que se duermen sobre sus laureles; el mundo marcha, y el que se pare será aplastado»; etc., etc., etc.

Antes de continuar la exposición y el comentario de estas tristezas literarias, capítulo importante de una verdadera psiquiatría estética, necesito volver a detenerme un momento para insistir en la idea que vocifera claramente el título de este artículo. Hablo con muchos y con ninguno; no tengo en la memoria, al escribir, a determinada persona, a este o al otro crítico, a tal o cual novelista; formose el conjunto de estas descripciones de reminiscencias asociadas por la fuerza, plasmante de la fantasía y por el hilván de la lógica; hablo de un oleaje que nos acomete, de una inundación de tinta fina de escribir, y no culpo de las desgracias subsiguientes a esta o a la otra ola en particular; son muchos los que están poniendo las manos en nosotros, inocentes lectores. El nombre genérico de estos escritos es Lecturas; queda explicado en una especie de introducción el carácter de estos trabajos, donde la crítica viene a ser, más que sentencia de juez (idea un poco trasnochada de su objeto), opinión libre de dilettante, impresión de aficionado. Así como en otros artículos he de hablar de lo que sugieren, a mi espíritu, en sentimiento   —182→   y reflexión, autores antiguos como Luciano o Quevedo, Góngora o Marivaux, o escritores del día, como Bourget o Amiel, Tolstoï o Pereda, Dumas o Echegaray, y en ocasiones he de discurrir acerca de lo que me ha hecho pensar y desear y sentir la novela rusa en general, o la lírica moderna francesa, etc., etc., del propio modo me permito fijar aquí mis reflexiones y el tinte con que se tiñe el ánimo mío, después de contemplar el espectáculo de pesadilla de esta flamante literatura novelesca que algunos quieren que tomemos por feliz renacimiento, siendo así que, en mi concepto, no es sino la invasión del Parnaso por todos los Mrs. Jourdain de España y de la América española. Mi propósito no es herir a nadie, no es desanimar a nadie. Yo no ataco más que a los malos, a los que aprovechan el realismo para cantar en estilo familiar todos los géneros coloniales y del reino que llevan dentro del espíritu prosaico y adocenado. A todos los que pudierais daros por aludidos, sálveos el amor propio, y decid a una, si queréis complacerme: «Esto no va conmigo». Así lo dicen algunos caballeros que se creen muy por encima de estas censuras mías, sin sospechar -y más vale así- que son ellos los más parecidos a las imágenes que yo procuro tener presentes mientras tal escribo. Porque es de notar que no son los más sandios y, vulgarotes e insípidos los más peligrosos, sino aquellos otros que algo han oído, y han leído, mucho, y de tarde en tarde alguna vez dan en el clavo, o cerca por lo menos.   —183→   Pero, en fin, no demos señas y adelante. Lo dicho va porque he oído quejas y sé de sospechas, y como hoy por hoy no me propongo mortificar a bicho viviente, sino desahogar el mal humor y mostrar el daño, quiero que conste que no hay alusiones ni por asomo. Prosigo. ¿No fuera tremenda cosa, grande vergüenza póstuma, que andando los tiempos pudieran venir tales que en ellos con justicia se dijese: Sucedió que los españoles, por tragar mal y digerir peor doctrinas extranjeras que tenían mucho de bueno y algo de malo, comenzaron a escribir a porrillo libros de entretenimiento que lo mismo era leerlos cualquiera que caerse dormido, para despertar bobo de remate y serlo ya siempre?

Pues inevitable se hará tamaña desgracia si enérgicamente no se acude en tiempo con el remedio. El cual consiste en hablar con franqueza y sin pensar en los amigos que se pierde (y que no debieran perderse por esto, es claro), diciendo la verdad lisa y llanamente.

De buena fe y motu proprio creen muchos, aun antes de que se lo afirmen los críticos complacientes, de que hablo más atrás, que ellos, los autores, son artistas desde el momento en que acometen la empresa, y la llevan a cabo con firme resolución, de llenar un tomo de prosa compacta, obedeciendo a las reglas de tal cual preceptista de los flamantes. ¿Quién no ha leído, v. gr., los cinco o seis tomos en que Emilio Zola expone   —184→   su modo de entender el arte? (Cánovas todavía no los ha leído.). En la obra crítica de Zola hay una trampa, sin quererlo el autor probablemente, en que han caído y siguen cayendo muchos retóricos idealistas que van allí a buscar argumentos que combatir, y muchísimos realistas que no buscan más en esos y otros libros, que otros tantos Rengifos para escribir novelas naturalistas con perfección y economía de ingenio. El que no sepa ver en los trabajos críticos de Zola, como en los de todos los grandes artistas de la palabra que han querido sistematizar sus procedimientos, su estilo y las cualidades características de su genio (v. gr., Goëthe, Schiller, Richter, Víctor Hugo, Campoamor), el que no sepa ver, digo, en la crítica de Zola cierto lirismo didascálico, con sus conatos de científico, a la manera de los filósofos jónicos, no puede comprender ciertas enseñanzas que allí existen, ni ser justo con el autor, ni penetrar toda su idea, ni mucho menos aprovechar sin peligro la parte positiva de buena retórica que encierran sus preceptos, envueltos en teorías arriesgadas, en paradojas sugestivas, en neurosismos peligrosos para ciertos lectores y en un pesimismo evidente, que ya habla como profeta, ya delira con poéticas aprensiones.

Dejando por hoy lo que en Zola ven y no ven los críticos que le atacan, voy a lo que en él encuentran los que quieren ser escritores modernos a toda costa.

«El arte ha de ser la realidad vista a través de un   —185→   temperamento, ¿no es esto?», se dice nuestro naturalista de misa y olla. Pues bien; yo vivo en la realidad, o mucho me equivoco: y en cuanto al temperamento, yo tengo uno, bueno o malo, como cada hijo de vecino. No necesito más que ponerme a escribir. Y se pone.

«Todo es interesante; no hay nada que no sea digno del arte; se debe inventar lo menos posible, el mundo lo da todo hecho; para ser naturalista de veras hay que creer en el dogma de la belleza real, como superior a toda belleza imaginada.». Con estos sanos principios nuestro hombre se pone a escribir, y a darles, v. gr., a los zapatos de su portera una importancia que ellos no tienen, aunque se miren a través del temperamento más amigo de abultar los zapatos. El pobre naturalista remendón produce la misma ilusión que el poetastro becqueriano o campoamorino, de quien él tanto se ríe. Nuestros líricos solían decirnos que una muchacha les había mirado y hasta sonreído, por lo cual ellos se creían acto continuo en el deber de amarlo todo y de reconocer a la Providencia todas sus prerrogativas. Después resultaba que la muchacha les engañaba, como es natural y quería a un indiano, por ejemplo, y entonces... ¡adiós Providencia, y amor universal, y cuanto Dios crió! Nuestros líricos, que eran muy capaces, en efecto, de haber llevado unas calabazas y de haberlas tomado muy a mal, creían de buena fe que su furor, y su tristeza, y su desencanto, los transmitían al lector indiferente por conducto de aquellos cinco o seis versos   —186→   asonantados y a veces terminados en palabras agudas. ¡Qué habían de transmitir! El lector no sentía nada, a no ser haber perdido el tiempo leyendo aquellas tonterías. Pero al fin los líricos tenían a su favor dos circunstancias atenuantes: primera, que el tiempo que hacían perder era poco; segunda, que, bueno o malo, aquello era lirismo; ellos no transmitirían a nadie su pena, pero no cabía duda que a ellos les había llegado muy al alma el chasco de marras. El naturalista de mi cuento, no puede ofrecernos ninguna de estas ventajillas: escribe largo y tendido, hace perder muchísimo tiempo (y esto es lo peor) y no tiene pizca de lirismo, ni gana; como que se lo prohíbe la ley. Él tiene que ser en sus obras impersonal; así se caiga el firmamento, él como si tal cosa, lo mismo que Julio Ruiz cuando se comete en Filipinas una irregularidad; es así que el lector tampoco se interesa por los zapatos de la portera, ni porque las manchas de un mantel sean de vino tinto o blanco... luego tenemos que la literatura modernísima no le importa a nadie, ni al que escribe ni al que lee.

Y esto es demasiado poco importar.

La culpa de todo ello no la tiene Zola, es claro, sino la vanidad y la ignorancia de los que se ponen a escribir prescindiendo de un requisito indispensable: el ingenio.

Porque sin ingenio, señores, no hay nada. Esta verdad de Pero Grullo es la que nuestros novelistas improvisados olvidan constantemente. Hay que hablar de   —187→   esto. Según el discreto y erudito autor del Discurso preliminar sobre la primitiva novela española (Rivadeneyra, tomo III), viene a ser la novela «relación ingeniosa de una acción fingida, pero verosímil, entre personas particulares». En tal definición podrá estar mal cualquier cosa, menos lo de exigir a la relación que muestre ser obra del ingenio.

Sin embargo, de esto es de lo que con mayor desfachatez se prescinde; y se quiere probar por a más b que se es novelista porque se cumple con esta o la otra condición, sin que les importe, a los que tal hacen, olvidar lo principal, la aptitud para el arte literario, la invención ingeniosa.

Yo conozco algunos de nuestros jóvenes prosistas que escriben su novelita cada año (y antes falta el sol), que de buena fe se creen autores y en poco está que no anden con uniforme de naturalistas; tienen montada una especie de administración, complicada, como la de cierto barina tronado de Gogol, en la que no falta más que una rueda para que sea aquello todo un establecimiento de realismo perfeccionado. Escriben los tales cartas y más cartas a todos sus compañeros de naturalismo dentro y fuera del reino, se alaban mutuamente, y desprecian al enemigo, a los idealistas, y se quedan tan satisfechos. Pues bien, ahora el secreto: son tontos; tontos casi casi de capirote; sosos apocados, de espíritu flaco, de ánimo alicaído; nunca se les ha ocurrido decir, ni pensar, ni hacer nada de particular, y con estas   —188→   señas personales quieren representar el arte literario, es decir, la flor de la fantasía y del sentimiento, la frescura del alma humana, el anhelo más alto, la visión más gloriosa y pura de la realidad ideal y corpórea. Pues eso no se lo hace nunca ver la crítica, esa crítica que para serlo prescinde también de lo principal en su naturaleza: el gusto. Los críticos sin gusto perdonan a los novelistas la falta de ingenio, y así anda ello.

Como aquí nadie estudia de veras estética, porque los más ni saben con qué se come, y otros la desprecian sin conocerla, por aquello de que no hay metafísica, ni nada más que hechos, etc., etc., y los más listos creen que para estética basta la de Eugenio Veron, y a lo sumo, los trataditos de Laugel y otros por el estilo, buenos para saber cómo le escarba a uno la música los oídos y cosas de este tenor, pero insuficientes para lo principal; como aquí se meten a hablar de literatura jóvenes y viejos que tienen el alma de canto... positivista y con fractura antropológico sociológica, o, como si dijéramos, a la antigua, de ciencias morales y políticas; como andan por esos periódicos críticos literarios que hablan de estas cosas, sagradas cosas, como si fueran presupuestos, o microbios, o higiene pública, o teorías parlamentarias; como todo esto es una confusión y un dolor, nadie se para a meditar lo que corresponde a la psicología estética, las propiedades del artista como espíritu creador. ¡Buen creador te dé Dios!

¿Qué han de crear esos muchachos que no sienten   —189→   nada, que nada tienen que decir, porque son almas vulgarísimas? De artistas no tienen más que la ambición de gloria; más que de gloria, de notoriedad, porque la gloria consiste en valer y, a lo sumo, en que lo sepan los espíritus nobles, elevados; la notoriedad no necesita más que la fama del sufragio universal y se cuida poco de merecer o no el crédito que alcanza. Algunos de nuestros novelistas ya nos vienen con el ren-ren ese, traducido del francés, por supuesto, que consiste en despreciar a los políticos por burgueses, por medianías de ambición pequeña y prosaica. ¡Infelices! No comprenden que ellos no llevan a las letras mejores armas que los otros a la política; tal vez recurren al arte por no haberse atrevido a probar fortuna en la vida pública, o por haber llevado desengaños, o por débiles, o por ineptos para los negocios. El arte no es un refugio, no es iglesia de asilo. Sin contar con que aun muchos espíritus aristocráticos, en el sentido del esteticismo, que no son profanos en el culto desinteresado de lo bello, tienen que contentarse con el papel de fieles, sin osar pretender un oficio en la iglesia militante, porque les faltan las facultades creadoras. No basta que tengan buen gusto, delicadeza, juicio firme, penetración, pasión sincera y noble por el arte, aguda inteligencia, gran ilustración; sino saben inventar, no escriben, por lo mismo que son discretos y aman de veras el arte. En todo amor grande hay respeto. En el arte hay que dejar mucho a lo que ahora se llama inconsciente.   —190→   Entendiendo bien o mal ciertos párrafos de Zola (yo creo que entendiéndolos mal), muchos se ríen, en nombre del naturalismo, de la invención, de la inspiración, del don, etc., etc. Es sencillamente una tontería burlarse de tales ideas, negarlas. Despojémoslas en buen hora de todo carácter mítico, pero no las neguemos; ni siquiera cabe negarlas su carácter de misteriosas fuerzas. Esa espontaneidad creadora que no se sabe de dónde viene, es siempre lo principal en los artistas, aunque ellos lo nieguen, porque sean de los aficionados a ese espejismo del orgullo que se contempla, no en las propias obras, sino en la teoría en que se pretende fundarlas. Muchos grandes escritores que no se atreven a alabarse directamente, se valen de este fingimiento retórico de elogiar la eficacia de la doctrina y de los procedimientos técnicos de que se valen. Los incautos imitadores caen en la trampa; no ven la profunda ironía de los maestros, a quienes, sin pensarlo ofenden atreviéndose a imitarles. ¡Imbéciles! -pensará el genio preceptista al ver estrellarse a los incautos. Cuando yo veo a Campoamor, o a Víctor Hugo, o a Zola mismo, o al mismo Juan Pablo (y eso que este era más legítimo estético) exponer todo su arte de escribir poesía, se me figura estar oyéndoles decir: «Para hacer esto hay que proceder de esta y de la otra manera»; -y añadir por lo bajo: «y, además, hay que ser Campoamor, o Hugo, o Zola», etc.

Hay que ser casi tonto para no comprender que   —191→   Zola ha sabido antes que nadie lo que ahora descubren los Ganderax, los Brunétière, los Lemaître, etc.; a saber: que él es antes que todo un poeta, un gran poeta, y que si su naturalismo a lui prospera es... por la inspiración del maestro. Zola, que tiene, además de genio, talento, no puede menos de haber notado que lo mejor que hay en sus obras es lo que no depende de credos literarios ni filosóficos; lo que viene no se sabe de dónde: la inspiración, el soplo divino, que no será divino ni soplo, si no quieren, pero que sopla, y sopla como lo haría una divinidad.

Zola, sin eso que llaman ya todos su fuerza, no sería un gran revolucionario, un jefe de un movimiento hondo y extenso. Los naturalistas de escalera abajo atribuyen el triunfo a la eficacia de la doctrina, y el triunfo se debe al vigor del ingenio.

Triste es decirlo, pero entre nosotros, críticos de talento y capaces de profundizar algo en estas difíciles y delicadas materias, fían demasiado el buen éxito de las obras literarias a la eficacia del canon, a las reglas de la composición; y al juzgar los productos artísticos atienden más a la conformidad o disconformidad del resultado con tales propósitos extraartísticos, que a la esencia de la producción bella, a la flor de la poesía.

Yo no quiero citar hoy nombres propios, porque aún no estimo oportunas ciertas sorpresas, tal vez desagradables; pero digo, en general, sin alusiones transparentes, que entre los más discretos, entre los que más han   —192→   visto en España en este asunto del arte moderno, hay quien deja en segundo término el elemento principal, el de la inspiración (llámese como se quiera); y así, se protege a medianías insípidas, y se mezcla su nombre con el de verdaderos ingenios, regocijo de las musas como se decía antes. Y aún más: se han cometido grandes injusticias con algunos libros de Galdós, de Pereda, A. Palacio, etc., alabándolos poco a poniendo a su nivel otros de autores medianos, tal vez discretos, tal vez elegantes, pero sin gracia, sin invención, sin vida original y espontáneo arranque en el estilo; y todo ello por atender a cotejar novelas con códigos; por atender a aplicar cánones arbitrarios; por atribuir mérito superior a cualidades secundarias.

Detrás de la apoteosis de la medianía viene la apoteosis de la nulidad; yo acabo de leer en los periódicos elogios descomunales de libros necios; he leído hace pocas horas uno en que se llama prodigio de arte al aborto de un ingenio con bocio. ¿Qué ha de suceder? Se alienta al primero que pasa por delante del público, a que cultive la novela, a que contribuya a este renacimiento de la prosa castellana: ¡rayo de Dios en la prosa y en el renacimiento! ¿Estamos locos, señores? ¿Ustedes olvidan quiénes somos, de quién descendemos? Esos libracos que a docenas vomita la imprenta, ¿cómo han de ser de la raza de aquellos otros en que brilló el ingenio español, admirado por todo el mundo?

Aquí no se trata de realismo, ni de clasicismo, ni de   —193→   romanticismo; aquí se trata de tontos y majaderos, de si ha de ser tenido por novelista cualquier droguero literario, sin gusto, sin delicadeza, sin habilidad para medir y componer, sin tacto para decir y callar, sin sentimiento, sin idea... Yo recibo docenas de novelas cada mes...; pues juro que me pongo a leerlas todas y no puedo terminar ninguna; todas huelen a hospicio; entre esos escritores ninguno sabe escribir, ninguno sabe ver, ni tiene qué decir ni en qué pensar... En fin, son los antiguos poetastros, disfrazados de prosistas.

Nulla dies sine linea; este es el lema que ha escogido el autor de Germinal, y multitud de escritores de por acá le plagian la conducta y no dejan día sin emborronar papel. Se comprende que haga esto quien puede estar seguro de la fuerza constante de su genio, o quien ha de escribir articulejos para comer o para cenar, sin pretensiones de producir materia artística, (v. gr., un servidor de ustedes); pero el que sin las monstruosas facultades de un Hugo o de un Zola escribe poesía, en verso o en prosa, obra de invención o, de composición artística, este no debe acogerse al lema copiado, sino preferir otro que diga, por ejemplo, en vez de nulla dies sine linea, nulla linea sin musa.

Me había propuesto estudiar en esta serie de artículos los tristes recursos a que se agarran los pretendidos novelistas para suplir el ingenio; y así, pensaba pasar revista al prurito descriptivo, a la psicología de prendero,   —194→   a la imitación fotográfica, al culteranismo de los modernistas sin gramática, a la falsa naturalidad y sencillez contrahecha, que no son más que vulgaridad, absurdo, ignorancia, pobreza de estilo y de lenguaje...; pero todo esto y lo demás que cabría examinar en tal asunto, es obra de mucho tiempo. Por desgracia, tal y tal libro de los que son alabados sin merecerlo, y que por esto han de exigir que con justicia se les diga cuatro frescas, me darán ocasión para sacar a plaza todas esas trazas de falso ingenio, que engañan, ¡quién lo dijera!, a críticos que en otros puntos han dado prueba de ser discretos y no dejarse embaucar.

En rigor, la vida entera será poca cosa para emplearla en separar el oro del talco.

En otros países cultos apenas hay quien tome a su cargo esta penosa tarea de negar un día y otro día títulos de escritor a uno y otro caballero; pero es que por ahí fuera tan elemental trabajo lo tiene a su cargo el público mismo, y además el desarrollo superior que alcanzan otras manifestaciones de la vida intelectual disminuye en gran parte la concurrencia del vulgo prosaico al mercado literario.

En Francia, en Italia, en Inglaterra y en Alemania hay en los estudios de erudición, en los trabajos de paciencia y atención de los pormenores de las ciencias naturales, sociológicas históricas, etc., salidas abundantes para el prurito intelectual y de publicidad que aquella a nuestra época; las medianías y aun las nulidades   —195→   doctas y trabajadoras, asiduas en el afán de procurarse un pedazo de fama, más perecedera de lo que ellos se figuran, encuentran ancho campo en revistas y bibliotecas y archivos y sociedades científicas, en colegios y universidades, para satisfacer sus apetitos a veces inocentes; y es más, de estos esfuerzos casi anónimos, de este montón de sabiduría gris, de esta aglomeración indigesta, de este aluvión monótono, resulta a la larga algo bueno, un elemento que ayuda en alguna parte al verdadero sabio, al inventor verdadero, al hombre científico, de pensamiento original y fuerte.

Pero entre nosotros toda la fuerza de la masa reflexiva del vulgo pensante y decidor, amigo de repetir y manosear en letras de molde la invención ajena, se emplea en las que llaman bellas letras; y si no tenemos esos cientos de libros científicos que en los catálogos de los editores extranjeros y en las notas de las obras eruditas se presentan citados en formidable lista, si no tenemos esa multitud abrumadora de tratados, ensayos, etc., etc., ofrecemos ya en la novela y otros géneros amenos una triste abundancia contra la cual es necesario combatir con energía.

Cuando se es adolescente estudioso y se tiene, con la cándida pedantería, propia de la edad, la noble pasión de querer saberlo todo, se busca por mil partes listas y más listas de libros, catálogos y notas bibliográficas, y se siente el terror de lo indefinido en presencia, de tantas y tantas hojas de papel impreso, porque se   —196→   cree que no se puede pasar por otro camino que el de leer todo aquello. Después la reflexión y los desengaños nos enseñan a despreciar lo más de cuanto se ha escrito, y aprendemos que es uno de los capítulos más importantes y más difíciles del arte de estudiar el que trata de cómo se ha de escoger la lectura, y de cuáles libros se han de leer dos o más veces, y cuáles ninguna vez. Esta reacción contra, el maremágnum de letras de molde sabias puede ir demasiado lejos; así que el varón justo debe abstenerse de leer muchas obras que no por eso necesita despreciar. Esa multitud de tratados que tienen individualmente tan escaso mérito, ayudan, sin embargo, al progreso, como capas de tierra que se van sobreponiendo en insensible aluvión y llegan a formar un terreno alto y firme. Pero lo que en la ciencia es útil, es en el arte perjudicial. Una muchedumbre de novelistas sin ideas propias, sin inspiración, sin ingenio, sin gusto, no hacen adelantar un paso a la poesía; lo que necesita el arte para vivir bien no es una multitud de escritores, sino un pueblo que sepa ser espectador o lector, que sepa contemplar y admirar. El griego fue el pueblo artístico por excelencia, porque tuvo grandes creadores y un ambiente de popularidad para la poesía, no porque todos los griegos se dedicaran a escribir tragedias o poemas, o a sacar de las canteras estatuas o templos. Hace más por la novela española el que compra un ejemplar de Sotileza o de Gloria, y lo lee y se calla, o habla de sus impresiones a un   —197→   amigo, que el que imita sin aptitud suficiente a Pereda o a Galdós, escribiendo fábulas largas en prosa trivial o retorcida. Esos críticos que se dan la enhorabuena porque ven que se publican cada día más y más libros de imaginación, debieran pensar despacio si lo que se le ocurre a la imaginación de un cualquiera le importa algo al arte. El público español aprendería algo y serviría algo a la poesía cuando se consagrase a estimar a los pocos, poquísimos escritores buenos que tenemos, y a estudiarlos y penetrarse de su espíritu; pero nada aprende ni de nada sirve una masa de lectores que vaya y venga impulsada por el capricho de la novedad, por las imposiciones de la gacetilla profana y vocinglera, repartiendo la atención y el dinero entre multitud de nulidades, de vulgarísimos escribientes, capaces de convertir en idiota en pocos años a la raza mejor dotada para gustar el encanto de la belleza literaria.

Es natural el prurito de producir obras del mismo género de las que se admira en los autores favoritos; no todos saben contener esta comezón, y son muchos los que se lanzan a escribir guiados sólo por ella (aunque difícil será que la vanidad no tome parte también en la resolución); pero a lo menos en otros países civilizados ese afán de decir algo sobre la belleza se desahoga en libros o artículos de erudición, o de crítica, en fin, en comentarios, ya científicos, ya de pura fantasía, pero no, como aquí, necesariamente en imitaciones y remedos, anodinos y ridículos.

  —198→  

Tienen la culpa de esta desventaja nuestra la ignorancia general y la pereza que nos domina. Ni el público lee más que obras de vaga y amena literatura, como dice el catálogo del Ateneo de Madrid, ni la mayor parte de los que aquí saben pergeñar cuatro renglones tienen educación suficiente para emprender trabajos de comentario científico, de erudición y crítica verdadera. Así, a nuestros grandes poetas se les ha imitado mucho más que estudiado y comentado tenemos v. gr., continuaciones de El Diablo Mundo y no tenemos un estudio importante acerca del ingenio de Espronceda. Sucede a nuestros aficionados lo que al doctor Faustino de Valera, que se sentía muy capaz de inventar leyes, pero no de estudiar las que habían hecho otros.

Yo tengo el honor de tratar en continuada y frecuente correspondencia a varios amantes de la literatura, franceses, italianos y portugueses, jóvenes inteligentes y entusiásticos los más; pues noto en ellos lo que rara vez he visto en sus similares españoles: un desinteresado amor a la poesía, una afición pasiva que encanta; afán por estudiar y penetrar las obras ajenas; no la fiebre de producir a todo trance. Por ahí fuera, la juventud estudiosa y bien sentida forma una atmósfera propicia al arte; aquí nos quedamos sin aire, a fuerza de echárnosla todos de hombres de mucho pulmón poético; aquí respiramos en un cuarto cerrado, estrecho, mezquino, donde se acumula una multitud de consumidores de oxígeno.

  —199→  

No; no es así como se va a un florecimiento literario; si queréis algo que se parezca a eso, dejad ¡oh jóvenes ineptos!, que escriban los que saben, y vosotros contentaos con llegar, a fuerza de estudios y meditaciones, a comprender y sentir algún día lo que han querido decir los artistas verdaderos en las obras que hoy por hoy, son para vosotros letra muerta.



  —201→  

ArribaAbajoPalique

Cuando se publique este artículo es posible, aunque no probable, que ya no se hable en Madrid de La piedad de una Reina; pero juro que ahora, el día en que escribo, los periódicos de la corte no hablan de otra cosa.

Y sea o no fiambre, el asunto es de verdadero interés para las letras. Porque, aun dando al afán de alborotar, y al de exhibirse, y al de hacer la oposición, la parte que en lo sucedido les corresponda, todavía queda bastante para la buena fe, el espíritu de asociación, el sentimiento del derecho y el valor de la propia dignidad, y otras cosas respetables y que merecen estímulo.

Hace pocas semanas se votaba en París la previa censura teatral; y de cuantos escritores de nota hay en Francia, solo uno, Emilio Zola, se levantó a protestar, publicando en El Fígaro un enérgico y elocuentísimo artículo contra el disparatado voto de una Asamblea   —202→   republicana y democrática, que consagra la ley que ahoga el derecho antes de nacer.

Emilio Zola podría ofrecer un ejemplo de civismo literario, digámoslo así, a los Alejandro Dumas, Sardou, Augier, etc., etc., que allí se encogen de hombros ante la censura, presentándoles el consolador espectáculo de los poetas dramáticos españoles, quien, desde Echegaray hasta Santero, protestan una y otra vez contra el previo duque de Frías y sus ukases preventivos. El Círculo literario de la calle de Alcalá se ha portado como quien es, levantándose como un solo... círculo, sin distinción de ingenios, a defender el derecho de los poetas dramáticos.

Un drama no representado es, por lo que toca a su derecho, como un póstumo, que antes de nacer ya se ve amparado por las leyes. Sólo que aquí sucede al revés; antes de nacer nuestro póstumo, se ve maltratado en nombre de la ley. Ya decía el derecho de Roma, señor duque de Frías, infans conceptus pro nato habetur quoties de commodis ejus agitur, lo cual traducido (por si V. E. ha descuidado las humanidades) quiere decir que el infante concebido, el póstumo, vamos, el drama no representado, se le tiene por nacido cuando se trata de su provecho. El señor Duque lo entiende al revés, y tuvo por nacido el drama no representado, para los efectos de cometer con él un infanticidio o, mejor, un aborto.

Otros dos latines hay, señor Duque, que perjudican   —203→   a usted; dice el uno que de internis non judical Ecclesia, y un drama que todavía no se ha representado, debe ser para usted cosa interior. El otro latín, de derecho también, dice así: cogitationis pœnam nemo patitur, que nadie padece pena por el pensamiento, o que el pensar no puede castigarse.

Los actos, señor Duque, no son tales mientras no consisten en una manifestación externa de la voluntad; los actos pueden ser en derecho lícitos e ilícitos pero todos son actos, todos necesitan ser manifestación externa de la voluntad. Los ilícitos pueden ser castigados; pero no hay acto ilícito si la voluntad de conculcar el derecho no se hace externa, no obra sobre el mundo exterior. Un drama, como obra representada, no como libro, no puede hacer daño mientras no se represente, no puede ser instrumento de un delito; es como una pistola descargada, con la cual no puede matarse nadie... de un tiro; usted, señor Gobernador, leyó el drama, es un suponer; pero el drama leído es un libro; denúncielo usted, si se atreve, llévelo a los Tribunales; con el drama-libro le puede hacer daño, como con la pistola descargada, que puede servir para descalabrar a cualquiera; pero así como al que descalabrase a un individuo con una pistola, usándola como garrote, no se le podía acusar de haber herido con arma de fuego, tampoco el drama que usted leyó es el drama disparado, es decir, representado. Y ha dado usted el extraño espectáculo de dejar correr lo que ya podía ser objeto de   —204→   pena, el libro (o el manuscrito, que para el caso es igual)24, y se ha ido derecho a lo que no existía siquiera, al drama representado.

***

Una de las medidas tomadas por los poetas dramáticos para significar su protesta fue... hacer lo mismo que había hecho el Gobernador: prohibir la representación de sus obras respectivas; pero con la diferencia de prohibir esa representación sólo por una noche.

Y con otra diferencia también; la de que los autores tenían derecho para disponer de lo suyo, y el Gobernador no lo tenía para disponer de lo ajeno.

Sin embargo, por un respecto no me pareció bien la determinación de los autores dramáticos; uno de los argumentos que se usó contra el Duque fue el muy atendible de la disminución de riqueza que tuvieran que experimentar Zapata, el empresario, etc., etc. Pues también los autores de las comedias retiradas perdieron algo, por poco que fuera, con su rasgo de abnegación en pro del derecho ultrajado. Fue esto como oponerse a la prohibición del trabajo en días festivos... mediante una huelga.

Lo que debió hacer, en mi opinión, alguno de esos   —205→   dramaturgos, fue escribir de prisa y corriendo otro drama o comedia, en que, con leves variaciones, se representase lo mismo que en la obra de mi querido Marcos Zapata. Se ensayaba la cosa en un periquete, no se le enviaba el libro al Gobernador, por supuesto, hasta la hora que señala la ley; se representaba aquello, no habría novedad (es claro, ¿qué había de haber?, aunque fuera estúpido el público); seguía el orden público tranquilo y entregado a los Ratas... y a ver por dónde salía el Duque.

El argumento podía ser, v. gr., este: Lugar de la escena, la Palestina. Personajes: una madre; un hijo que tiene a su padre en el cielo. El hijo se ve perseguido; un traidor le vende, y es condenado a muerte (no el traidor, el hijo) para que no pueda conquistar el reino que se proponía hacer suyo. El Gobernador suspende la representación porque no puede consentir que se saque a escena a las personas reales, aunque sea para alabarlas; él ha visto allí a una madre que tiene a su esposo en el cielo, que ve perseguido a su hijo por motivo de un reino que es suyo y se le disputan; una madre que, a pesar de todo, perdona, y es consuelo de los pecadores arrepentidos... ¿pues qué más quiere el Gobernador? Él no puede consentir que se saque a la escena, etc., etc.

¡Pero, señor, por los clavos de Cristo; si se trata de la Pasión y Muerte de Jesús! La madre reina es la Reina de los cielos; su esposo, que está en el cielo, es el   —206→   Espíritu Santo; el padre del hijo, que también está en el cielo, Dios Padre; el reino, el reino de los cielos; el traidor, Judas, y la piedad... la piedad de María Santísima...

Ahora, si el trop de zèle de nuestros monárquicos se atrevía a ver en todo eso alusiones a las personas reales...



  —207→  

ArribaAbajoMaximina

Novela de armando palacio


Uno de los deberes más importantes de la crítica en España, en los días que alcanzamos, es atender con mucho cuidado a distinguir de la multitud de libros de imaginación que se publican, y de los cuales la gacetilla hace elogios de apología, aquellos otros que realmente merecen atención, por encerrar algún mérito, y que no suelen ser tan alabados. Generalmente, no coincide el arte de saber hacer libros con el de saber faire l'article; y a juzgar por lo que se observa, y también por lo que la reflexión dice, suelen estar ambas habilidades en razón inversa. Así, por ejemplo, Pérez Galdós es uno de los españoles más ineptos para dar publicidad y renombre a sus novelas mediante los periódicos; y reconociendo esta ineptitud, que radica en sentimiento de la dignidad propia y en el amor a la dignidad del arte, prefiere pegar un sencillo anuncio en La Correspondencia, esa esquina, a ir de redacción   —208→   en redacción repartiendo tomitos y sonrisas y palmadas en el hombro. Se echa la cuenta de que le cuesta mucho menos trabajo que esto, escribir un libro bueno, que se vende porque lo es, y que se acredita por lo que vale, no por lo que de él digan cuatro o seis periodistas satisfechos de los miramientos que con ellos guarda el autor.

La misma Emilia Pardo Bazán, que por ser dama, y muy activa, y ocuparse en muchas clases de asuntos literarios, y tener copiosa correspondencia con publicistas de muchos géneros, suele encontrar favorable acogida entre los olímpicos gacetilleros y ver sus libros muy anunciados, podría quejarse con justicia más de una vez del silencio de la prensa, sobre todo ahora, que después de haber publicado su mejor novela, se encuentra con que únicamente hablamos de ella los que para hacerlo sólo hemos necesitado los impulsos de una sincera admiración.

Armando Palacio, de quien hoy se trata, gran enemigo de buscar buenos éxitos por los mismos procedimientos por que se busca en España un destino, tampoco tiene nada que agradecer, en general, a la prensa más traída y llevada; pues no le basta con tener excelente carácter, un trato afable, una modestia simpática, ni con haber dejado el látigo de la crítica, para conjurar los desdenes fingidos ni las pretensiones efectivas de revisteros presumidillos y censores de ocasión. Palacio, que ya no se mete con nadie, tiene, sin embargo,   —209→   enemigos; ahora no se le aborrece por ser crítico satírico, pero se le odia por lo que vale.

Maximina ha obtenido elogios de mucha parte de la prensa, es verdad; pero los más fueron de pacotilla, y el autor hubiera preferido un estudio concienzudo a tantas insulsas alabanzas. Sin embargo, debo decir que ha habido excepciones; así, por ejemplo, el artículo de José Zahonero, en La Opinión, merece ser leído, porque se aparta de lo vulgar, sin caer en lo extravagante, y prueba conciencia literaria y profundo sentimiento.

Y en verdad, que pocos libros se prestan como Maximina a un análisis detenido y provechoso. Maximina es un documento, no sólo para estudiar la historia íntima, interesante por cierto, del talento y del corazón de su autor, sino para ver algo de lo que aporta a la literatura la nueva generación, acaso como nota original y característica.

En el artículo de Zahonero, sí bien por el sistema casi siempre injusto del contraste, se apunta algo de lo que principalmente debe llamar la atención en este libro.

Ello es, que así el mérito principal de la novela como sus defectos mayores, revelan la misma preocupación del autor, el mismo anhelo: la absoluta sinceridad artística, tomando por forma la sencillez.

Mucho tiempo hace que Palacio vive, como artista, para este dogma: lo bueno sencillo es la poesía; y sin detenerse ante sacrificios, que juzga necesarios, mutila   —210→   el propio ingenio, consintiendo en privarse de ciertas facultades de que estaba pródigamente dotado por la naturaleza, pero que él no cree compatibles con la austeridad de su profesión artística. Aspira a lo sencillo, no como puro dilettante, no como esteticista, sino como literato que es además hombre y cree que la moral entra también en la poesía, y que hay modos de ser poeta morales e inmorales. Lo moral en el arte es ser sincero principalmente, y no hay más modo de ser sincero (siendo como Palacio) que ser sencillo.

Aquí yo debo advertir que, en mi juicio, la sinceridad artística, necesaria en muchos géneros, no en todos; en ciertos estilos, no en todos, pero sí en los géneros y en los estilos más elevados y dignos de admiración, no exige siempre la sencillez, porque lo complicado y aun lo retorcido y quintiesenciado pueden ser tan sincera manifestación del espíritu, como el idilio más sencillo que queramos imaginar. Negarle a Amiel la sinceridad, sería un absurdo; y en ese espíritu lo compuesto (composite) es lo natural y lo característico. -Baudelaire, en sus Flores del mal, no parece sincero ante una observación que, con el respeto debido a Valera, yo estimo a mi vez poco sincera y superficial; y, sin embargo, hay allí la sinceridad de una enfermedad, la sinceridad del delirio poético, la sinceridad de la afectación espontánea, si se quiere; la que encuentra y explica magistralmente en este poeta Pablo Bourget.

  —211→  

De modo que, en mi opinión, Palacio obra como un sabio bueno proclamando el dogma de la sinceridad, dado el género de literatura que cultiva; pero en lo de añadir el dogma formal de la sencillez, sólo hace bien si se limita a predicarlo como creencia subjetiva (si vale decirlo así); aún más, si se limita a predicar y practicar la sencillez como única forma de la sinceridad, dado su propio temperamento literario. Sí: un escritor como Palacio, hoy por hoy, sólo será sincero siendo sencillo.

La principal belleza de Maximina está en la sencillez, porque revela cómo es el alma del autor en los días en que este escribe. Una niña de la aldea que se casa con un periodista madrileño, egoísta, que no resulta antipático (y tal resultado no sería defecto, es claro), porque se le estudia poco; una descripción superficial, pero en ocasiones bastante sugestiva y transparente de la vida de un matrimonio joven; una muerte casi repentina, artísticamente considerada, oportunísima, de mucha belleza; un aprendizaje brusco, inopinado, de un alma vulgar, que ve en la desgracia (que juzga la mayor de su vida) algo de lo que importa a la salvación del alma; esto es, en suma, lo principal de la novela. Hace sentir, hace pensar. A mí me ha hecho pensar que había acertado al clasificar a Armando Palacio, por síntomas anteriores, entre los jóvenes que tal vez anuncian una vida nueva.

En España hay muy pocos, que yo conozca; González   —212→   Serrano es uno, Menéndez Pelayo es otro, Oller y algún catalán más pueden contarse entre estos; hay algunos otros...; pero, en fin, ahora no importa a mi propósito contar con todos; en Francia hay muchos más, v. gr., Bourget, J. Lemaître; en Portugal no faltan... ¿Qué quiere esta juventud?

No se puede decir a punto fijo; no todos ellos piden lo mismo en todo; pero hay algo de común en las tendencias; podría decirse que se espera una aurora de poesía espiritual, una vida nueva en que entren por mucho algunas cosas santas muy viejas, una filosofía hecha con el amor de la historia y las esperanzas nuevas y el respeto a lo averiguado por estas generaciones más cercanas, a quien debemos también mucha gratitud... Pero es absurdo dejar que la pluma corra sobre este asunto, del que apenas se podría hablar, sin ponerse en ridículo o sin pecar de oscuro, en muchas, muchísimas páginas consagradas a él exclusivamente.

¿De qué hablaba? De Maximina, novela para el corazón de los que lo tienen; libro escrito sin cuidado en gran parte, donde hay hasta faltas de sintaxis, y citas infieles y episodios de mediana fuerza y de poco interés; novela donde está acaso lo peor de Armando Palacio en lo secundario, pero que encierra también lo que ya le ha dicho a él que era, hasta hoy, su gran marea de artista: todo lo que va desde la lección de astronomía hasta el índice. Allí hay alma, profundidad poética,   —213→   intereses morales, como diría Chateaubriand, que inventó la frase.

Si yo tuviera espacio, que no tengo, diría mucho de lo malo de este libro, que toca a la obra muerta, y así, taparía la boca a los envidiosos de Palacio y a los murmuradores; pero tendría que decir mucho más de lo bueno, de lo muy bueno, que no verán acaso ciertos espíritus, medianos en todo, pero que han visto los sencillos de corazón y los artistas de corazón. Así, Maximina ha gustado mucho a las mujeres honradas y hacendosas, a las que empuñan la escoba los sábados... y los demás días de la semana, y ha gustado mucho también a José Pereda, un hombre que hace obras de caridad escribiendo.



  —215→  

ArribaAbajoPalique

A mi buen amigo y compañero el distinguido crítico de teatros D. Pedro Bofill no le dejaron, días atrás, manifestar su desagrado, por medio de gestos significativos, en uno de los teatros por horas que a veces parecen siglos de la villa y corte. Ello hace ya mucho que fue, pero no importa; el caso conserva toda su trascendencia, porque es un signo de los tiempos y de los acomodadores.

Un acomodador, que por lo visto es de la opinión de algunos ilustres poetas, según los cuales la crítica no sirve para nada, se acercó al Sr. Bofill, y con buenos o malos modos, pero, en fin, con modos de acomodador, le dijo que no le acomodaba que el crítico incomodase al autor y a la Empresa con un juicio crítico representado. Esta conducta, llamémosla así, del acomodador incomodado, no sólo fue apadrinada por la policía -como si dijéramos, por el Poder ejecutivo- si que también, como dice un hablista muy hablador, por la prensa de cierto matiz literario, (matiz de color de rosa). Dijo esa   —216→   prensa optimista, amiga de toda Empresa asegurada, que el acomodador había obrado como un sabio, y que el periodista no debió manifestar su desagrado, pues los que tienen por suyos los periódicos donde pueden despacharse a su gusto y decidir de los éxitos, buenos o malos, de las comedias, en el teatro deben permanecer impasibles.

Vea el Sr. Bofill lo que tiene él, hacerse de miel, como él se ha hecho tantas veces; que se lo comen los acomodadores, y la policía, y la prensa benévola.

¿Cree mi amigo D. Pedro que los acomodadores no leen? Para mí el tal sujeto sabía de memoria su Bofill, como diría Ladevese, y acostumbrado a verle se pâmer delante de cualquier producto de un ingenio hispano, se diría: «¡Tate! ¿El Sr. Bofill se permite discrepancias? ¿Se atreve a encontrar malo un parto de las musas madrileñas? ¡Esto no se puede tolerar! Si a Bofill no le gustan ya los estrenos, ¿a quién le van a gustar?»

Sí, amigo Bofill; usted era el único crítico de los de mi tiempo, de los no anónimos, de los que tenían su historia, que seguía enterando al público provinciano y al extranjero de lo que sucedía en los teatros de la corte de España; y usted era también el último voto de consideración que seguía votando que sí; que bien, que eso iba perfectamente. Si usted se tuerce, si usted empieza a protestar contra las comedias que se inventan ahora, ¿dónde vamos a parar?

  —217→  

Para nuestros acomodadores y nuestros críticos noticieros que les ayudan en sus tareas y acompañan en su celo por los intereses de las Empresas teatrales, no existe el derecho de silbar. Esos señores no han visto por lo visto, la muy erudita disertación leída hace pocas semanas, ante el Instituto de Francia en pleno, por un académico distinguido: demostraba el tal que los silbidos en el teatro eran de todos los siglos y de casi todos los países.

Hay algunas excepciones, sin embargo. En Persia, por ejemplo, no se silba, amigo Bofill. Así es que, si usted quiere, podemos llamar a esos críticos amigos de Platón, pero más amigos de las Empresas y enemigos de la silba, los Persas.

¡Ah, D. Pedro! Los tiempos son difíciles; si usted persiste en ser descontentadizo, haga lo que yo: retírese a la vida privada, en cuanto crítico de teatros; o, más trágicamente, haga lo que el teatro Español: véngase usted abajo.

***

La ruina del teatro Español ha servido a muchos para lucir la erudición de Fernández de los Ríos y el arte descriptivo de Zabaleta; pero de todos modos, es evidente que el teatro se cayó... cargado de razón para caerse.

  —218→  

De aquellos polvos vienen estos todos, o, al revés, mejor.

No en balde han pasado por allí tantas generaciones de ripios. Aquellos dramas de Retes, de Herranz, de Cavestany, de Sánchez de Castro, de Catalina, no podían ser inocentes; yo bien lo decía. Cada décima calderoniana de aquel Sánchez de Castro, ese inventor de los visigodos en verso, producía una grieta. Pero el que más daño hizo fue Catalina, ese Catilina del arte dramático, con su Masaniello, aquel que tenía un hijo gemelo, gemelo suyo, vamos, de su misma edad. Recuerdo que en ese drama se presentaba, después de muchos tiros y muchos disparates, un fraile que gritaba: ¡Que va a estallar la mina! ¡Eso no, la mina no! -exclamó el público como un solo Bofill, la noche del estreno. Gracias a esta energía popular no estalló nada más que la silba; pero la mina estaba hecha, sí; el teatro Español viene gimiendo desde entonces... y por eso ahora se derrumba como las torres que fueron desprecio al aire.

El teatro que empezó con obras inmortales, acaba, en pleito sumarísimo, por un interdicto de obra vieja.

***

Según tengo entendido, el Sr. Novo y Colson, que también puso en él las manos, o los ripios, o lo que fuese, quiere hacer con el teatro de nuestros mayores lo   —219→   que Augusto con Roma. He leído el proyecto del Sr. Novo, que quiere poner como nuevo el teatro, empresa que no es nueva en él, y opino que el Ayuntamiento de Madrid no debe dejarse arrebatar por la exaltada fantasía del poeta. Aunque la respetabilidad del Sr. Novo es cosa por mí de antiguo reconocida, según consta por escrito, todavía es hoy mayor a mis ojos, porque comprendo que tiene muchísimo dinero. Por lo visto, su Archimillonario era, en parte, una autobiografía, por lo que se refiere a los cuartos. Dios se los conserve. Yo podré pensar lo que quiera de las dotes artísticas del Sr. Novo (como también consta por escrito); pero con sinceridad y seriedad declaro que le juzgo exento de todo mezquino interés al formular sus proposiciones gigantescas. Creo muy en el carácter del autor de La manta del caballo (si no me equivoco), y de Balboa, todo lo grandioso, todo lo... no sé cómo decirlo; en fin, eso de ofrecer mucho dinero y derribar muchas casas, y hacer una porción de Babilonias en la plazuela de Topete, si es que se llama así. (Véase Fernández de los Ríos, como lo han visto los que han cantado A las ruinas del teatro Español.)

Pero por más generosas que sean, que si lo son, las proposiciones del autor del Archimillonario, se me antoja que no se deben aceptar.

Porque... ¡qué sé yo!, pero se me figura que la restauración del teatro no debe venir de manos de Novo y Colson, ni de manos del Sr. Laserna.

  —220→  

Este Sr. Laserna creo que también es autor dramático, pero no de mi tiempo; a este ya no le alcancé yo, o, mejor dicho, no me alcanzó él a mí. Ni me alcanzará probablemente; porque en tratándose de estos autores nuevos, esperanza de nuestra escena, no me alcanza un galgo.



  —221→  

ArribaAbajoEduardo de Palacio

(Fragmentos)25



I

Comparen ustedes los chistes que habrá dicho y escrito en este mundo el conde de Toreno u otro C. cualquiera, Alonso Martínez, por ejemplo, con los chistes que habrá dicho y escrito Eduardo de Palacio.

Bueno; pues ahora comparemos todas las pesetas que llevará cobradas Queipo de Llano con eso de haber sido Ministro, y Presidente de las Cortes, y ser ahora cesante con celo e inteligencia y con el haber que por clasificación dicen que le corresponde; comparemos, digo, esas pesetas, reducidas o no a reales, con las pesetas o perros chicos que le habrán valido a Palacio sus gracias orales y chistes de pluma.

¡Oh! Indudablemente es mucho más lucrativo ser hombre serio. Y, además, es mucho más cómodo. Con serlo de una vez para toda la vida, basta.

  —222→  

Toreno y Alonso son hoy serios como ayer, mañana como hoy, y siempre igual; y lejos de parecer esto pesado, todo el mundo lo encuentra corriente, y lo que se les echaría en cara sería que se convirtiesen en gente alegre y vivaracha, siquiera por variar. En cambio, el que cobra si dice o escribe chistes, e si non, non, necesita inventar ocurrencias nuevas todos los días. Eduardo26 de Palacio, por ejemplo, ha publicado mil gracias que le hacían al lector desternillarse de risa: sí, pero a pesar de todo, no podía ni puede repetir aquellos rasgos de ingenio, ni aludir a ellos, ni menos decir jamás: «¿se acuerdan ustedes de aquel chiste mío que les puso a ustedes malos de tanto como les hizo reír?» No puede decir esto, ni acordarse de tal gracia en su vida; y la gracia a estas horas está envolviendo cominos o garbanzos en alguna abacería.

En tanto, las vulgaridades y los solecismos cuasi parlamentarios de Toreno y Alonso Martínez, ahí están inmortalizándose en el Diario de las Sesiones, guardados con no menos precauciones que la momia del gran Sesostris, dispuestos a pasar a una remota posteridad, incólumes y oriundos, como decía un poeta paisano de Toreno. El chiste de Palacio, definitivamente perdido, le valió... quiero yo suponer, dos reales, porque en aquel artículo en que se publicó, y por el cual le dieron cinco o seis duros, había lo menos otros cincuenta chistes; total, a dos reales cada uno; y eso sin contar con los gastos de tinta, papel, uñas, si se las muerde   —223→   Palacio para escribir como para hablar, interés del capital gastado en criarse, trajearse, instruirse, inspirarse (vaya esto a la cuenta de la fonda), entretenerse, y, por último, crearse una familia y un casero para complemento armónico de su existencia y la de su cónyuge; hijos, hijas, aguador, si no tiene agua en casa, portero, etc., etc., y suscriciones nacionales. Por supuesto, que no quiero echármelas aquí de economista, y no cuento, como los tales, la prima del seguro, ni el seguro de la prima, ni la prima del riesgo, ni el riesgo de la prima, etc., etc., como cuentan los capitalistas, cuando se trata de hacernos sudar a nosotros, los míseros jornaleros, por pocos cuartos. Demos, pues, de barato que cada chiste valga dos reales.

¡Dios mío! ¡Cuántos chistes, todos nuevos, necesitará Palacio para luchar por la arrastrada existencia, con algunas esperanzas de buen éxito!




II

Una noche -si no recuerdo mal, la primera vez que yo vi a Sentimientos- se estrenaba en cierto teatro, o si no era estreno era una reprisse (usaré la palabra española exactamente igual en significado y fuerza de expresión a la francesa: cuando la Academia la descubra), se estrenaba un juguete de Palacio, si me es fiel la memoria,   —224→   El toro de gracia, y todo el público rió de corazón, y yo como el que más; después de la representación, cuando el autor todavía se esponjaba con el natural alborozo y sudaba, merced a los apretados abrazos de amigos y aficionados, llega una especie de Iris doméstica y habla al oído del poeta, el cual palidece al momento; pero recobrándose en seguida, sonríe, sin retorcer labio ni ceja, como dijo Ercilla, hablando del valor de Caupolicán, coge el sombrero y se dirige a la calle.

-¿Qué le pasa a usted? -gritamos todos, o casi todos.

-Nada, señores, no es nada. No asustarse. Una cogida. Esta fámula me anuncia que acabo de volver a ser padre; mi mujer ha dado a luz mientras ustedes estaban diciendo: «¡Que salga el autor! Han salido el autor e hijo. Vaya, caballeros, buenas noches y dispensar». Y se fue el laureado poeta con cara de pascua; pero se conocía que otra le quedaba; era un valiente, y por eso


alargó la cabeza y tendió el cuello,

como el audaz Galvarino, a la sentencia de la fortuna, pero es claro que la idea de la reproducción, halagadora per se, se mezclaba en su espíritu a otras consideraciones, amargas estas, referentes a la carestía de los comestibles, prendas de vestir, etc., etc.

-¡No me gusta repetirme!, iría pensando el poeta. Los hijos se suceden y se parecen, por lo menos en el   —225→   mamar, comer y romper zapatos, y las ocurrencias originales, en prosa o verso, con que hay que comprarles tantas cosas como necesitan, ni se pueden repetir, ni se pueden cobrar más que una vez. Mi mujer pariendo, no hace nada nuevo; yo, alimentando el fruto de nuestro amor y de sus partos, tengo que buscar novedades ingeniosas debajo de las piedras. Me han dicho que la nueva comedia iba a ser para mí una mina; acaso, pero ahí está la contramina, el nuevo hijo. ¡Los hijos! Mucho se les quiere; pero cuestan un dineral. Sí, tanto quiero a mis hijos, que me los comería. Pero después resulta que son ellos quien me comen a mí... un lado por lo menos.

Este monólogo que pongo en el pensamiento de Palacio mientras va camino de su hogar, cargado de laureles, a reconocer aquel plus de prole que tiene en casa, este monólogo no me negaréis vosotros, padres que tenéis hijos, que es muy verosímil.

La relación de la economía al arte, además, es muy importante cuando se trata de estudiar al literato. Balzac hubiera hecho obras menos defectuosas (aunque tal vez no de más inspiración y genio) si hubiese tenido menos deudas. Los acreedores le acosaban, y temporada hubo en que, para echar un poco de carne a tales fieras, tuvo que trabajar... ¡dieciocho horas diarias!

Lope de Vega, que, como dice muy bien un crítico italiano, aunque hubiera escrito menos no hubiera tenido más genio, sin embargo, nos habría dejado mayor   —226→   número de comedias excelentes de haber consagrado más tiempo a la composición de cada una. No me consta de Lope que fuesen apuros pecuniarios lo que le moviese a darse tanta prisa a producir escenas; pero es verosímil que alguna influencia haya tenido en esta prodigiosa actividad el acicate del mal llamado vil interés.

Eduardo Palacio también escribe muchísimo; y aunque no sé si este tiene acreedores que le ladren (y he de suponer que no), basta considerar lo caro que está el pan, el vino y demás artículos de comer, beber y arder, sin contar con el casero, los sablazos, los aguinaldos, etc., etc., para comprender que el que vive de las letras y tiene esposa e hijos varios, tenga necesidad de volverse loco inventando chistes escritos, que le pagan a dos reales, según nuestro cálculo.

Los defectos de los artículos de Palacio nacen, en su mayor parte, de esta relación del arte a los comestibles. Él es periodista, y nada más que periodista; pero es periodista literario; no va a medrar a la prensa, sino a trabajar... y hay que trabajar mucho en España para sacarle a la pluma el pan nuestro de cada día. Esto no lo advierto para que el lector de Palacio le perdone sus desaliños hasta el punto de encontrar hermoso lo que no lo sea, no: en este punto no hay entrañas posibles; en el arte no se mira lo que pueda ser causa ocasional del defecto; este hiere el gusto como nota discordante, y para semejante impresión desagradable no hay remedio. No va, pues, lo dicho en son de disculpa   —227→   y como para indicar que los defectos que nazcan de la prisa con que escribe no se le tomen a Sentimientos en cuenta. Bueno, que se le tomen.

Pero, hecha esta advertencia, me queda derecho para decir que si Palacio fuera rico, o en España se pagara un poco mejor la literatura, tendríamos en él un humorista correcto, un digno sucesor de aquellos amenos y atildados literatos que renovaron en España la descripción perspicaz y graciosa de las costumbres.




III

Tal como es, y a pesar de la precipitación con que trabaja, verdadero fenómeno de fecundidad, Palacio es uno de los pocos escritores a diario que siempre se puede leer, y que puede siempre firmar, porque está seguro de no dar su nombre a una tontería.

Lleva consigo su ingenio; con esto le basta para no parecerse nunca a la turbamulta de escritores insulsos, que llenan diarios, semanarios, revistas y hasta libros, de vulgaridades sosas, de cosas que se llaman medianas y son pésimas. ¡Cuántos escriben prevaliéndose de tal o cual ventajilla accidental que nada tiene que ver con el ingenio, con esa espontaneidad, sello que no puede falsificarse del literato verdadero!

Eduardo de Palacio tiene que defenderse, entre los inconvenientes mil que en el arte de escribir le   —228→   asedian, sólo con su gracia inimitable, con su vis cómica original, española como ella sola. Tiene en contra suya el tiempo, la clase de vida que hace y a la que ya no puede arrancarse por la fuerza del hábito, y porque para observar y pintar lo que observa y pinta, se necesita vivir entre el bullicio; y además, el poco tiempo que le queda después de trabajar no ha de gastarlo en descubrir un nuevo sistema planetario o en presentar enmiendas al proyecto de lo contencioso.

A pesar de todas estas contrariedades, triunfa, se hace leer. Tiene recursos cómicos completamente suyos; su estilo es una especie de refracción cómica de la realidad. Así como un palo derecho metido hasta cierto punto en el agua parece torcido, la realidad, vista al través de los artículos de Palacio, se refracta y toma líneas de caricatura. No creo que Eduardo de Palacio sea ya capaz de escribir con toda formalidad. No puede tomar nada completamente en serio. Ni los toros.

He oído a algunos envidiosos que Sentimientos no es un verdadero inteligente en tauromaquia. Confieso que yo le tenía por el Aristóteles del arte. De todas maneras, las revistas de toros de Sentimientos son al arte de Lagartijo lo que las críticas de Sainte Beuve eran a la literatura francesa; Sentimientos forma la opinión de millares de españoles que, con harto dolor de su alma, no pueden presenciar las corridas de Madrid.

Los artículos taurómacos, si se puede decir así, de   —229→   Sentimientos, son casi siempre literarios; sin perjuicio de la sincera admiración que despierta en el crítico alguna estocada que otra, hay en esas revistas, una intención cómica extraña a la plaza y sus intereses, y muy por encima, las más veces, de la inteligencia del público exclusivamente torero. Es más; hasta comprendo que indignen a los beligerantes del ruedo y del trapo las cuchufletas del revistero de El Imparcial. De Homero acá, nadie ha sabido poner motes a las cosas tan bien como Palacio se los pone a los caballos que entra en la suerte de la pica. Con motivo de esos pobres inválidos, ha hecho burla, por medio de epítetos y símiles, de todas las cosas ridículas de su tiempo.

Como el arte del toreo es, en efecto, una de las cosas que más populares son en España; como uno de los pocos deseos de la Soberanía Nacional que están claramente determinados es ése, que siga habiendo toros, el ingenio, que siempre ha sido un poco cortesano (de los reyes o del pueblo), ha tenido que meterse a revistero de corridas. Ejemplo de ello, Sentimientos, Sobaquillo, Un Alguacil27 y otros varios. Y no me parece mal, dada la necesidad de los toros. Yo conozco un filósofo, de los pocos buenos que hay en España, que no pierde corrida. Mientras las haya, y los periódicos más leídos consagren columnas y columnas a describir tal espectáculo, más vale que sean escritores graciosos y de cultivado ingenio los que den ese pasto espiritual al pueblo. Así cómo hay un cateder-socialismus, podría haber una   —230→   cateder-tauromaquia; y Sentimientos, Sobaquillo, etc., son, en rigor, toreros de la cátedra.

Lo que puedo decir es que una tarde necesitaba yo un tendido y no parecía ni por un ojo de la cara. Estaba prohibida la reventa. Me fui al Suizo, vi a Sentimientos, este adivinó mi deseo, salió conmigo al ensanche, y con solo una vuelta por la calle de Sevilla, y sin más que dos o tres señas de conjurado, a los tres minutos me apretó la mano dejándome en ella el billete apetecido. ¡Era una influencia! A lo menos en la crítica tauromáquica hay dinidad; al crítico de toros le respetan toreros, revendedores y hasta monos sabios. Mientras en la crítica literaria... recuerden ustedes lo que le pasó a Bofill.

Eduardo de Palacio escribe de modo que parece que se burla de su propio ingenio al escribir; por lo menos se burla de la pícara suerte que le obliga a trabajar tanto y tan de prisa. De aquí nace una especie de modestia muy sincera y muy simpática. Si de algún escritor se puede decir que no tiene pretensiones, es de este.

Y sin embargo, podría tenerlas.

Hay en él algo muy castizo; no precisamente en el lenguaje, no en elementos gramaticales, sino en la índole de su ingenio y en su buen sentido positivo, claro, a lo Sancho Panza, entendiendo a Sancho Panza, no como el cliché de cierta crítica quiere, sino según es él,   —231→   en realidad, especialmente en algunos capítulos, como el del abandono de la ínsula.

Palacio parece un rezagado de la novela picaresca. Es un genuino literato español, sobre todo por lo de tener sal de la tierra.

¡Cuántos escritores castizos andan por ahí que no tienen ni la sal del bautismo!

Para concluir; en cuanto a señas personales, Sentimientos -lo digo con su singular- es de mi escuela: feo.





  —233→  

ArribaAbajoAlfonso Daudet

Treinta años de París



I

Yo no creo que sea Alfonso Daudet el mejor novelista francés entre los vivos, como ha dicho Alberto Wolf y como asegura un crítico norteamericano de quien traduce la Revista de España una reseña de toda la literatura del mundo en 1887. Mucho mundo es el mundo, y es posible que en algo, y aun algos, se equivoque el Aristarco panorámico. Por ejemplo: yo respondo con la cabeza de que yerra de medio a medio cuando asegura con pasmosa seriedad que Madame Chrysantème, de Pierre Loti, es una colección de novelitas. Madame Chrysantème (no hay más que leerla) es una sola obra, una novela japonesa de 329 páginas y LVI capítulos. Bien hace la Revista de España en tratar, detenidamente de literatura extranjera; pero no necesitaba recurrir a fuentes tan lejanas, pues no le faltarían en casa, con tal que las pagase bien, por supuesto.   —234→   Y además, dado que traduzca, ¿no tiene la Revista quien sepa que Madame Chrysantème no es una colección de novelitas?

Volviendo a Daudet, digo que no es el primer novelista de Francia; pero me parece que nadie podría disputarle con buen éxito la gloria de ser el segundo novelista. Sólo, a mi entender, le supera, con mucho, Zola, que entra en la jerarquía del genio. Dejando a Zola por encima, yo acompaño a cualquier entusiasta de Daudet en todos los arrebatos de su admiración. No puede gustarle a nadie más que a mí, Tartarín en los Alpes, un libro que se ha vendido prodigiosamente, pero que no ha sido estimado por la crítica en todo lo que vale. Y es que la crítica moderna (no hablo de la española) tiene muchas cualidades excelentes, aventaja en muchos respectos a todas las críticas anteriores; pero tiene una gran incapacidad en sus tendencias a la seriedad sistemática; va perdiendo la facultad de sentir lo cómico. Aun ciertos críticos que saben usar de las armas de la sátira y del chiste y de la ironía, no saben, reírse de la gracia y del chiste ajenos con buena voluntad, sinceramente, persuadidos de toda la hermosura que puede haber en la literatura graciosa, cómica, y aun en la satírica.

Tampoco ha causado tanto efecto como podría esperarse, aunque por distinto motivo no lo ha causado; la última obra de Daudet, Trente ans de Paris, que aunque es una colección de artículos publicados en distintas   —235→   épocas en varios periódicos, viene a formar un libro de memorias, pues contiene rasgos característicos de su vida literaria; la historia, incompleta por ahora, de sus obras, y no pocos apuntes acerca de los hombres y las cosas que ha ido encontrando por el mundo. También este es un libro sin pretensiones, y el vulgo literario no le ha dado gran importancia, ya que su autor no quiso atribuírsela. Renán ha dicho que el hombre de acción se expone, si es modesto, a que su modestia sea tomada al pie de la letra. Lo mismo le sucede al artista: si él da importancia a una obra suya, los demás pondrán en tela de juicio y reconocerán esa importancia o no; si él desde luego declara que la obra es insignificante, un pasatiempo, todos prescindirán de la prueba por la confesión de parte.

En esta ocasión, por si Daudet no estaba bastante convencido de que su libro no era un monumento, la crítica se tomó el trabajo de decírselo en varios tonos. Un M. Alphonso Alis, si no recuerdo mal, redactor en jefe de El Gato Negro, desde las columnas del Journal des Débats (que tanto ha vituperado al naturalismo), se divierte en burlarse, de las memorias fragmentarias de Daudet, y aun del mismo autor, y hasta de la importancia que puedan tener sus recuerdos y observaciones. M. Brunétière, tan listo y erudito como bilioso y estrecho de juicio, en otro tono menos desafinado, viene a decir lo mismo: que esta literatura de memorias y diarios son una peste. Muchas veces hablo yo de   —236→   M. Brunétière, pero ya en otro artículo he explicado los motivos: se trata de un crítico que escribe en la Revista más leída, acaso, en todo el mundo, y es el tal crítico hombre de mucha erudición, o que sabe aprovechar muy bien la que tiene, que analiza sutilmente y que puede causar mucho daño con estas y otras cualidades, puestas al servicio de un corazón no muy grande y de un criterio exclusivista y poco simpático.

¿Por qué ha de ser malo el género de las memorias? Porque se abuse de él, porque escriban memorias los que no han de dejarla de sí, no será, porque el mal uso o el abuso de las cosas no es legítima prueba de que sean malas: de todo se abusa. Las Memorias de Juan García, graciosa comedia de Bretón, no se deben escribir, es claro: Juan García no debe tener Memorias; pero los hombres que han dicho o pensado algo notable, no sé por qué no han de poder retratarse y narrar su vida, especialmente cuando se trata de artistas que hacen de tales apuntes libros hermosos. A nadie se le ha ocurrido censurar a los grandes pintores que han hecho el propio retrato.

M. Alis se queja de que haya publicado un Diario Edmundo Goncourt, y de que ahora publique Daudet sus Treinta años de París. M. Brunétière también ataca a Goncourt por el Diario, y en general a cuantos han dejado parte de sus recuerdos, ilusiones, fantasías, deseos y pensamientos, y acaso parte del alma, en esta clase de obras de intimidad literaria, que a él le es,   —237→   muy antipática, tal vez porque no la usaban los escritores del gran siglo, del siglo de Luis XIV. Algo recuerdo yo haber leído en las Obras completas de Racine (el autor que cita Brunétière como modelo de no intimidad), en la edición de Didot, en que se pueden ver intimidades del trágico, y aun de otros personajes, como Boileau. v. gr., Il ne faut jurer de rien. Pero, aun suponiendo que en el siglo XVII nadie fuese amigo de confesarse con el público, esto no prueba que el siglo XIX no pueda tener sus motivos para pensar y obrar de otra manera. Hay muchos fenómenos y secretos de psicología, de psicología estética principalmente, y otros de relaciones privadas, que nunca podrían ser conocidos sin la literatura de las memorias, diarios, confesiones, etc.

Las confesiones son las más expuestas al abuso y a convertirse en nocivas e inmorales, dañando al alma del que las lee, después de perjudicar la moral del que las escribe.

Así y todo, hay confesiones, y no pocas, que está bien que se hayan escrito; como son las inmortales de San Agustín, que un filósofo francés estudiaba poco ha con cierta novedad de juicio; y las Confesiones de Rousseau, a pesar de todos sus inconvenientes.

Y respecto de memorias y diarios, yo no veo más límite que el de la importancia del autobiógrafo, y en ciertos casos el arte de su pluma. A un hombre que escriba muy bien sus memorias se le puede tolerar que él   —238→   no sea un gran personaje; y a un gran personaje se le puede perdonar que escriba mal sus memorias. El Diario de Amiel, contra el cual tanto han escrito el mismo Brunétière y otros, es obra digna de vivir, por su índole singular y por lo que enseña al que sabe reflexionar; esto a pesar de que el profesor ginebrino no hizo en el mundo casi nada más que enamorar y estarse quieto. Si Bismarck dejase Memorias, aunque estuviesen mal escritas, como es posible, sería leído por muchas generaciones.

Daudet tiene bastante importancia como escritor popular y maestro en un arte para escribir memorias que interesen por el asunto, y además maneja bastante bien la pluma para dar valor a un libro de ese género, sólo por escribirlo él. En efecto: es amenísima, e instructiva a su modo, la lectura de Trente ans de Paris.




II

Para el crítico de arte, para el estético, son esta clase de libros vivisecciones llenas de enseñanza. Entramos, el estudiar sus capítulos, en el alma de los autores y en las entrañas de sus obras. Así como para el sociólogo y el político y para el historiador filósofo de la llamada historia pragmática, tanta importancia tienen las Memorias de los hombres de Estado, y aun las de sus confidentes, allegados y servidores, como lo prueba con   —239→   gran elocuencia los famosos artículos de Taine acerca de Napoleón I; así para el que estudio las reglas fijas y las movibles del arte, no sólo ni principalmente en los tratados de estética y de técnica especial, como retóricas y poéticas, v. gr., sino en la médula del arte mismo, en la naturaleza, en la sociedad, en el alma humana sobre todo, tienen interés sumo estas Memorias, confidencias, confesiones o lo que sean, de artistas notables que se deciden a hablar con el público como con un amigo íntimo o consigo mismos. Más diré: son de más provecho todavía, para el estudio de la vida artística, esta clase de trabajos, que para la historia política y otros asuntos análogos las Memorias y correspondencias, etc., etc., de los estadistas; y esto por dos razones: porque el alma entra por más en el arte que en la política y en el movimiento social externo; y porque los artistas suelen tener más alma que enseñar28 que los políticos, caudillos, etc., etc. Tienen más alma que enseñar, y saben enseñarla mejor, y quieren enseñarla más. A Napoleón y a César no se les conoce tanto por lo que dijeron de sí mismos como se conoce a San Agustín, o a Rousseau, o a Miguel Ángel.

Sin ahondar más en esto, que bien se podría, insistiendo en las comparaciones, diré, volviendo a Daudet, que sus Treinta años de París, sin ser, ni mucho menos, una autobiografía completa, ni una confesión, ni algo parecido al Diario íntimo de Amiel, es de los libros de este género que más sirve a la crítica para estudiar   —240→   a los artistas por dentro, y, sobre todo, para estudiar29 al novelista moderno en el taller; espectáculo de grande enseñanza y que no se presencia muchas veces.

Decía Savigny que la principal importancia del Derecho30 Romano consistía en que, gracias a la forma en que se reunió en las Pandectas la inmensa y sabia labor de tantas generaciones de jurisconsultos, podía contemplarse hoy todavía el prudente y perspicaz instinto jurídico de los romanos, aplicado a cambiar sabiamente sus leyes. Es para Savigny el Digesto en suma, algo como un hormiguero o como una colmena en hora de trabajo y descubiertos de repente, una colmena debajo de un fanal podría decirse. Pues lo que, acertando en parte, decía el gran jurisconsulto alemán del Derecho Romano, puede decirse de libros como estos en que un artista de la palabra escrita nos enseña su taller, que va en su alma y en la narración de su vida de trabajo. Leyendo muchos de los capítulos de Treinta años de París, vemos el arte de hacer novelas, según hoy las hacen los que representan una de las más fuertes, oportunas y espontáneas corrientes literarias; pero no se ve de modo abstracto como en las teorías y disertaciones didácticas que suelen escribir los autores para defender su escuela, sino en lección práctica, de aplicación. El relieve y vigor que tales enseñanzas tienen en el libro de Daudet, se debe en gran parte, es verdad, a la habilidad de este escritor insigne, que es de los más claros, más proporcionados y sensibles   —241→   de la literatura contemporánea (a cambio de no ser de los más profundos, de los más valientes, de los más sugestivos, de los más creadores); pero también se deben ese vigor y relieve, en mucho, a la índole peculiar de este arte llamado genéricamente realista, que Daudet cultiva con gran convicción y buena fortuna. Leyendo los capítulos dedicados a la historia de La Petit Chose, del Tamborilero de Numa Roumestán, de Tartarín de Tarascón, de las Cartas de mi molino, y, sobre todo, los consagrados a la historia de Jack y de Fromont jeune et Risler aîné, se ve en movimiento una fábrica de este realismo contemporáneo, y se puede juzgar con más probabilidades de acierto de la excelencia y defectos de la imaginación, de los recursos de esta mecánica poética, de la armonía y feliz y eficaz concurso de engranaje, poleas, pistones, tornillos, correas, etc., etc. No es por el género fabricado por lo que se juzga; no es por la teoría técnica en que se funda la fabricación: es por esta misma que se está viendo.

En unos capítulos de este libro se puede estudiar mejor la relación del alma del artista a su obra, del ambiente espiritual y físico en que vive al resultado de su genio e ingenio influido, por esa doble atmósfera, que después se pega a la obra bella como un aroma circundante; así sucede en los hermosos párrafos en que se cuenta cómo se escribieron las Cartas de mi molino, Le Petit Chose y se describe el estreno de la primera tentativa dramática del autor. En otros capítulos, lo que   —242→   se puede estudiar mejor es la relación del arte realista a la realidad, la gran cuestión de estética, planteada con más fuerza y datos que nunca por el arte moderno, acerca de la imitación bella de la belleza natural. De este género son los capítulos en que se narra la historia de la novela Jack y de Fromont jeune et Risler aîné, y el precioso cuadro Mi tamborilero, de que hablaré particularmente, porque merece, en efecto, atención especial, por lo que diré luego.

Si algún defecto capital tiene este libro, es que le falta unidad; que no es más que una rapsodia de artículos sueltos, sin más relación entre sí que la de ser todos fragmentos autobiográficos. No es, pues, que sobre materia, como daba a entender uno de los críticos antes citados: es que falta; no abarca la obra la historia de todos los libros de Daudet, ni aun la de los más importantes, que la tendrán, sin duda, curiosa y muy instructiva; ni menos comprende datos suficientes para estudiar, ni adivinar siquiera, toda la vida del autor. Las impresiones recogidas son fuertes, gráficas, pero tan despegadas unas de otras, recordando tiempos tan distintos, sucesos tan inconexos, que ahora veo que dije mal más arriba al llamar a este libro rapsodia; pues en rigor no hay tal costura ni orden alguno: no hay más obra de aguja, en tales Memorias, que la del editor que hilvanó todo eso para formar un volumen, y la del encuadernador que juntó los pliegos. No hablo de esto en son de censura al artista, al escritor, es claro; sino para indicar por qué no tiene, a causa de su composición descuidada, o, mejor, falta de composición, este libro de memorias la importancia que tendría si todo correspondiera al valor real, intrínseco, de los fragmentos publicados. No es que lo que se nos da no sea excelente, y muy expresivo y puesto en su punto; es que nos sabe a poco, y está pidiendo a gritos que se llenen las lagunas que mortifican la curiosidad y el interés de los lectores y admiradores de Alfonso Daudet, que son tantos en el mundo entero.




III

Tomando el libro tal como es en lo poco, pero muy bueno que contiene, y sin hablar más de lo que quisiéramos que fuera, pasaré rápida revista a los capítulos principales, mencionando los demás según su orden.

Es el primero La Llegada, especie de sinfonía sentimental en que hay pocos hechos, pero un delicado trabajo de artista que nos prepara desde el principio a un tono melancólico en el fondo, suave y sencillo, familiar y evangélicamente alegre, podría decirse, en la forma. Esta manera insinuante de Daudet es de efectos infalibles: la simpatía brota de las huellas de este estilo como si la pluma fuese dejando semilla de cordialidad y concordia. En todo este libro hay tristeza, y, sin embargo,   —244→   es un libro risueño. Los datos de Daudet hablan de dolor, de desengaños, de fatales flaquezas humanas; y el acompañamiento, como el de la serenata del Don Juan, habla de otro modo: no canta tristezas, no acentúa el dolor cierto del fondo, sino que busca ligeras alegrías, superficiales consuelos en lo natural, lo sencillo, lo cómico, lo irónico inofensivo. Daudet entra en París con cuarenta perros grandes, como si dijéramos, algo menos creo; viaja con marineros, en tercera, llega muerto de frío y de hambre, al amanecer, bajo un cielo gris entre brumas. Aunque el autor no se refiere directamente a ella, se adivina aquí la triste impresión del egoísmo de todo soñador ambicioso, de todo joven más o menos poeta, podría decirse, al sentirse tragar por el océano de una capital populosa. El contraste que tácitamente nos ofrece en casi todo este capítulo Daudet, como efecto artístico, es este: París y yo; es decir, todo y nada; la entrada de un átomo en la sombra de un mundo.

¿Quién no ha sentido esa impresión penosa, que es la conciencia de nuestra: pequeñez abrumada por el peso moral de las multitudes aglomeradas? Recuerdo que Castelar describía en su cátedra, con elocuente tristeza, su soledad en medio de Londres, donde, experimentaba análoga emoción a la que tal vez inspiró a Darwin aquella célebre frase: Londres es un desierto de casas. En La Obra, de Zola, se describe con maravillosa fuerza estética la lucha de las almas jóvenes de   —245→   varios artistas que aspiran a triunfar de la oscuridad imponiendo su nombre desconocido al inmenso París, que contemplan desde una altura. Rastignac enseñando los puños a París desde un cementerio, después de enterrar a Goriot, hace adivinar las ideas y emociones de Balzac cuando, pobre y sin fama, comenzó su titánica empresa de imponer un nombre y un género literario al mundo del arte. En este capítulo de La Llegada hay, además de este contraste tácito a que me refería, un disimulado canto de triunfo, cierta voluptuosidad secreta del autor, que desde la altura de su fama, y rodeado de las comodidades que le facilita su fortuna bien ganada, contempla en las lontananzas bajas del recuerdo el melancólico crepúsculo, gris, nebuloso y frío, de su vida literaria.

En el capítulo titulado Villemessant, que es el segundo, hay tal vez un justo castigo, una represalia acaso, de todas suertes, un zarpazo de león disfrazado de gato. Lo que hace Daudet con las penas del mundo, presentarlas desnudas, pero sonrientes, lo hace con el famoso héroe del Fígaro. Como quien no quiere la cosa, deja ver, que era Villemessant un solemne egoísta, sin más norma de conducta que el interés de su periódico. Todo esto va dicho entre flores, pero ahí queda.

El primer frac; capítulo, gracioso, interesante, podría ser un episodio de cualquiera de las novelas del autor, sin quitar ni poner nada. Pertenece al género del titulado   —246→   La Llegada, y para mi propósito en este rápido examen, no es de los más importantes.

El siguiente es el primero de los que están dedicados a la parte principal de estas Memorias, a la historia de los libros del autor. Antes nos había hablado de la suerte que había corrido su primer obra, una colección de poesías; pero bien se ve que Daudet no se tiene por poeta... en verso; su primer hijo, tal vez el predilecto de su corazón, no por ser el mejor, sino por ser el primero, es Le Petit Chose. Es claro que muchas de las producciones posteriores de Daudet superan en mérito literario a su primogénito; pero hay en Le Petit Chose un perfume de juventud, una nota de sinceridad lírica, si cabe decirlo así, que le da un encanto de esos espontáneos que en vano se evocan después, que no aparecen más que en circunstancias propicias, únicas.

Pero, en fin, no es esta ocasión de juzgar el libro, sino de ver cómo se hizo. Se hizo de modo bien diferente del que hoy aconsejan la mayor parte de los novelistas que, además de serlo, exponen al público su método y sistema de trabajo: se hizo Le Petit Chose, a salto de mata, podría decirse: no en lenta pero asidua labor de cada día, en la soledad del gabinete, con documentos a la mano, ni con la regularidad que piden los bien organizados presupuestos de muchos autores del día; no escuchando el precepto del festina lente, sino más bien bebiendo los vientos tras la inspiración y dejando la pluma por días y días, por semanas y meses,   —247→   cuando el alma se encerraba en sí misma y no quería comunicar con el arte, confesarle sus recuerdos, sus penas, sus esperanzas, sus ensueños, o cuando la alegría, los placeres, las diversiones de París, los arranques báquicos de la juventud exigían emplear la vida en cosa más fuerte, de más emociones y movimiento que la producción artística. Tras estas vacaciones, dilatadas a veces por mucho tiempo, volvía la fiebre del trabajo, la inspiración continua, y Daudet escribía donde quiera, en el campo, en un retiro a doscientas leguas de París, sin apuntes, sin libros auxiliares, sin consultas ni observaciones... Omnia mea mecum porto, podía decir. ¿Para qué necesitaba de más que de sí mismo para escribir Le Petit Chose? En obras tales no hacen falta más documentos que el corazón, la memoria y la fantasía, y no por eso valen menos que otros libros que vienen a ser producto y extracto de miles de datos acumulados, especies de Digestos del arte realista. A diferente propósito, diferente procedimiento: Le Petit Chose no podía escribirse como Fromont jeune et Risler aîné. Lo cual prueba que el exclusivismo en los métodos es absurdo. Cuando se pinta el escritor a sí propio -y este es el caso de este libro- no hace falta gran aparato de elementos sugestivos y auxiliares; parece que no, y tenemos para la obra cúmulo inmenso de realidad que reflejar por medio del arte: la observación de la propia vida, el recuerdo y la conciencia, nos dan mundos de verdad bien sentida, sin recurrir   —248→   al tratamiento externo. Una de las principales ramas, la principal yo creo, del arte psicológico, ha nacido siempre, y nacerá, de esta fuente, y el arte psicológico, si como exclusivo asunto de la novela se hace intolerable, es y será siempre uno de sus mejores y más fecundos objetos. Algunos críticos hacen notar que a ahora, tras pasajero descrédito, renace la novela psicológica: yo creo que no hay tal renacimiento, porque en rigor no había habido tal descrédito. Si Zola, si el mismo Daudet en la mayor parte de sus libros posteriores a Le Petit Chose, han contribuido mucho al predominio de la novela social, épica a lo moderno; si en otros países otros autores han trabajado en el mismo sentido, esto no quiere decir que la novela, psicológica padeciera un síncope mortal de que por milagro resucita. Sólo los exclusivismos estéticos, que son todos absurdos y antipáticos y suponen cierta limitación de ideas en el que los profesa pueden pretender estas luchas por la existencia en las regiones de la poesía.

Pero vuelvo a la historia de los libros de Daudet. Sigue un capítulo acerca de Los salones literarios, que contiene páginas interesantes, algunas de las cuales me hacían recordar la reciente lectura de L'Immortel; mas para mi objeto, este opúsculo, escrito en 1879 para un periódico de San Petersburgo, es de los menos importantes, y, en realidad, de los que menos nos hablan del autor de estas Memorias.

Viene después, Mi tamborilero, tal vez el capítulo   —249→   mejor de todos, y digno de atención por singular motivo.

Mon tambourinairt es la historia verdadera de aquel pobre artista provenzal a quien Roumestán engaña engañándose a sí mismo, y que va a París a ganar en poco tiempo una celebridad y una fortuna que le han prometido y que no llegan nunca. Pues bien: el famoso episodio de la novela, que tiene mucha gracia, a pesar de cierta exageración y de unos amores románticos incidentales de poca verdad y menos oportunidad, que da muy por debajo, en mérito artístico, del capítulo en que Daudet nos pinta las aventuras cómico-elegíacas de su paisano el tamborilero, que va a deslumbrar y a aturdir a París batiendo el parche y tañendo un desventurado caramillo.

Daudet, que tantas veces habrá mejorado la realidad al trasladarla, a sus novelas, dándole la perspectiva artística que, dígase lo que se quiera, en el mundo no siempre se ofrece por sí misma; Daudet, en esta ocasión, en Roumestán, ha demostrado que, al idealizar para componer, puede el mejor maestro realista borrar belleza natural, deshacer efectos estéticos que la observación le ofrecía. El tamborilero que decía a cada momento a Daudet y a otros paisanos en París: Ce m'est venu de nuit, une fois que j'étais assis sous un olivier en écoutant chanter un roussignol...; es mucho más interesante que su retrato, o caricatura de la novela; es decir, de las dos veces, que el autor ha tratado el asunto,   —250→   produjo más, mucha más belleza cuando más se acercó a la realidad.

A esto dirá ya acaso M. Frary, v. gr., que lo mismo es literatura y puro arte el capítulo de las Memorias que el personaje episódico de Roumestán. Esto es cierto en parte: yo reconozco, de acuerdo con el simpático crítico de la Nouvelle Revue, que la realidad que copian en su Diario los Goncourt, no se acerca más a la verdad verdadera que lo que puede adivinar un artista de los que no acumulan notas y documentos. Sí, es cierto: el escritor nervioso, preocupado por una idea constante, la apariencia bella de las cosas, esclavo de la forma y del matiz, cuando toma apuntes para sus novelas o para sus memorias, trabaja ya como artista, no nos da la verdad sino pasada por el cedazo de un sujetivismo que tiene sus refracciones como todos, como el del lírico más lírico. Algo de esto habrá en el tamborilero de Daudet; también Daudet, en su libro de memorias, habrá transformado, refractado, sin querer, el modelo que le sirvió para este capítulo y para su famoso, personaje episódico de Numa Roumestán; pero, aun concedido esto, hay que notar que tenemos aquí un ejemplo de cómo puede producir el novelista más belleza dando más a la realidad, en lo que lo consiente lo que llama Zola el temperamento, que a las conveniencias de una composición acabada y artificiosa. Tal vez, en parte, la superioridad del tamborilero sobre su Sosías de Roumestán consiste también en que Daudet vale más   —251→   que el ministro de su novela, y los apuros y la desilusión del artista interesan más que los apuros y la desilusión de Roumestán.

En efecto: ¡qué dulce tristeza hay en el fondo de este pasillo cómico, que muchos habrán leído sin hacer más que reírse del ridículo ministril que quería competir con l'oiseau du bon Dieu buscando en las paredes frías de los teatros de París resonancias semejantes a las de sus campos del Mediodía!...

En la historia de Tartarín de Tarascón, el autor nos habla de la autenticidad del personaje; y confieso que, a pesar de la gracia y buen humor que abundan en este capítulo, yo hubiera preferido no conocer los antecedentes reales de este tipo ideal, que bien puede colocarse, si no al lado, no muy lejos de los Falstaff y Quijotes, no por la semejanza de los caracteres, sino por la fuerza cómica de la creación. Daudet se refiere aquí no más al Tartarín de la primera salida, al que fue a cazar leones a África; pero no al Tartarín que midió los Alpes con las costillas. De este último todavía no sabemos más que por la novela; y por cierto que, en mi opinión, el Tartarín de los Alpes no es exactamente el mismo de Argelia... Es acaso superior, pero es otro: se acerca más a la realidad, sin dejar de ser típico.

En el capítulo consagrado a Las cartas de mi molino, más que la historia técnica y psicológica de la obra, tenemos la del ambiente natural y moral en que se produjo. Es este otro aspecto muy digno de estudio también.   —252→   Cuanto más se crea en la influencia del temperamento en la obra del arte, más caso hay que hacer de las influencias sociales y naturales que pueden impresionar y modificar el temperamento. El autor que se encierra a escribir novelas como un filósofo o un erudito de biblioteca, huyendo del aire libre y sin creer necesitar más mundo que el de sus documentos acumulados, tal vez en muchas ocasiones se equivoca y trabaja de modo deficiente.

De los capítulos titulados Première pièce, Henri Rochefort, Henri Monnier, La fin d'un pitre, nada he de decir; pues si valen mucho como obras literarias y como documentos en que quedan artísticamente grabados personajes y sucesos, no son de los que más importan al objeto a que principalmente atiendo en está rápida y sin embargo ya pesada reseña. No obstante, Première pièce es una página de la historia literaria de Daudet, muy interesante. En ella se ve confirmada la vocación del novelista, como antes se había visto al tratar de las poesías líricas del autor, el cual no toma completamente en serio obra suya que no sea novela, reflejo real y narración clara y sencilla de la vida que él vive o que él observa. Su obra dramática primera que desde la tienda de campaña, allá en África, sueña él llena de poesía natural, sincera, se le aparece, cuando llega a verla en el teatro, amanerada, fría, convencional, poca cosa.

Sigue la historia de Jack, el primer libro de empeño   —253→   la primera gran novela de Daudet, la que comienza la gloriosa serie que llega hoy a L'Immortel. Si Petit Chose era Daudet, Jack es otra persona de carne y hueso, Raúl don, un desgraciado muchacho que debió al novelista una protección semejante a la paternidad, y que la pagó dejándole en el recuerdo de su tristísima y melancólica historia la larva de un poema sentimental, lleno de esas lágrimas de las cosas de que habla el poeta latino. Sí; Jack es una historia verdadera de llanto y de tristeza.

Pero si el elemento psicológico y biográfico lo debe el autor a una existencia «que se atravesó en la suya», ciertos episodios y la creación artística del medio social y natural en que la acción se mueve fueron producto de lento y asiduo trabajo del poeta, que trabaja ahora ya de modo muy diferente de aquel empleado para sacar al mundo las aventuras de Petit Chose. Empieza a aparecer el Daudet que observa y experimenta (la experiencia del novelista existe, aunque la hayan negado el eminente Valera y otros críticos), el Daudet que lleva al lado del artista al literato realista, al activo y perspicaz investigador que toma notas sin cuento, que viaja una y otra vez para copiar los cuadros que ofrece el mundo en que coloca la trama de sus libros. Jack es ya un ejemplo de la fábrica naturalista: se ve aquí la obra seria, llevada a cabo sin interrupción, considerada como principal objeto de la actividad, no sólo de un hombre, sino de una familia; es la novela-negocio,   —254→   en el sentido más noble de la palabra. Y si en Jacktodavía aparece el nuevo método y procedimiento como embrionario, en la historia de Fromont jeune et Risler aîné, el gran industrial realista se nos presenta ya con toda la maestría y todos los recursos de su arte. Fromont jeune et Risler aîné, o sea el realismo más o menos expansivo, coronado por la Academia, fue drama antes que novela; sí, fue un proyecto de drama que se transformó en novela... por medio de los silbidos. El mal talante con que el público recibió entonces L'Arlesienne fue causa de que el autor determinase renunciar a las tablas y convertir su plan dramático en narración realista. Si en Jack hay un protagonista que es retrato de un pobre joven que vivió en este mundo triste, en Fromont jeune la mayor parte de los personajes son como ecos de otros tantos actores desconocidos de la pícara comedia humana. La esencia del realismo, aparte retóricas, está en esto: en sacarle la sustancia poética a la vida prosaica, y convertir en héroes, con nombre en la historia del arte, los héroes sin nombre de la historia vulgar de los anónimos. En adelante Daudet trabajará siempre del mismo modo; y como Delobelle, el cómico tópico, es proyección literaria de un Delobelle que Daudet conoció y trató, serán sombras artísticas de personas reales los Mompavon, los Roumestán y demás ilustres creaciones del famoso novelista.

No hay que buscar en esto un propósito satírico, ni   —255→   menos un fin ajeno al arte. Si la curiosidad del lector vulgar se mueve e interesa por encontrar la clave del simbolismo malicioso que ve exclusivamente en esta clase de libros que llaman por Francia romans à clef, el valor que el artista, que imita la vida humana como se debe, atribuye a sus retratos, es muy diferente. Ni siquiera como retratos los considera; como tampoco el pintor, que a veces sigue muy de cerca en todos los accidentes la figura que tiene por modelo, piensa por esto retratar, cuando es muy otro su propósito.

Dejando en el tintero muchas observaciones que pensaba apuntar como muestra del libro que examino, llego, al último capítulo, tal vez el más elocuente, y de seguro el más triste de todos. Tourgueneff se titula este melancólico desquite de un agravio póstumo, que tal vez era una venganza. El famoso novelista ruso, afrancesado sin dejar de ser patriota, murió hace pocos años; y alguien, que por lo visto tiene derecho para hacerlo, creyó oportuno o útil publicar ciertas memorias del amigo de Flaubert y de sus discípulos. En ese libro póstumo el ruso despedaza la fama de sus compañeros de gloria: para él, tal era su secreto, apenas hay nada bueno en la literatura de los que tanto tiempo fuerza sus correligionarios y admiradores. Por lo que toca a Daudet, a quien tantas veces Tourgueneff alabó y acarició con su pluma, parece ser que ni como hombre ni como escritor es digno de estima en la opinión esotérica del escritor ruso. ¡Mala idea fue la de   —256→   escribir estos juicios de enemigo contra los compañeros de toda una vida literaria! ¡Mas, fue peor la idea de dejarlos inéditos, sin la prohibición absoluta de que se convirtieran en obra póstuma! ¡Y fue, sin duda, idea rematadamente mala, por parte del que publicó el libro, venir a enturbiar la gloria del gran novelista con este apéndice, que es, sin duda, una mala obra! Daudet es de los amigos íntimos que salen peor librados de la crítica póstuma de Tourgueneff. ¿Cómo se venga de tal agravio? Reproduciendo un artículo escrito en 1880 para el Century Magazine, de Nueva York, en el cual se pinta al escritor ruso con las tintas más suaves y bajo la inspiración de una dulce amistad correspondida. El Tourgueneff que en estas páginas nos presenta Daudet, es el que todos conocemos por testimonios semejantes de Flaubert, los Goncourt, Zola y tantos otros. Reproducido el artículo todo mieles, Daudet añade lo que sigue, última página de sus Treinta años de París: «Mientras corrijo las pruebas de este artículo, me presentan un libro de Recuerdos en que Tourgueneff, desde el fondo de la tumba, me desuella vivo. Como escritor, estoy por debajo de todos; como hombre, soy el último de los hombres. Y mis amigos lo saben, y a mi cuenta se despachan a su gusto. ¿De qué amigos habla Tourgueneff? ¿Y cómo continúan siendo mis amigos si tan bien me conocen? Y a él mismo, al buen eslavo, ¿quién le obligaba a estas muecas amistosas? Yo le veo aún en mi casa, a mi mesa, dulce, afectuoso, besando   —257→   a mis hijos. Tengo de él cartas cordiales, exquisitas. Y... ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan singular es la vida, y qué linda es aquella linda palabra de la lengua griega, EIRONEIA».

¿Qué será, que apenas hay un buen libro moderno que no nos deje tristes?





  —259→  

ArribaAbajoPalique

La Época es el diablo: lo mismo describe una brillante misa de requiem, que un sarao, que una cena en casa de Cheste. De esto se trata ahora.

Mientras el Diccionario sigue con sus disparates y su prurito reaccionario, el Conde, alegre como unas castañuelas, convida a cenar a los que llama La Época inmortales, sin letra bastardilla ni nada, como si lo fueran efectivamente y ya no hubiese que discutirlo siquiera.

Dice La Época que se juntaron los inmortales para «darse alegremente la despedida del año que concluye y la bienvenida por el que avanza».

Amiga Época, no se puede escribir peor. Se dan la despedida los académicos, es decir, acción recíproca... y el que se va es el año...; no lo entiendo.

Y después se dan la bienvenida, como si los que vinieran fuesen ellos, y es el año... que viene...; tampoco lo entiendo. Por lo demás, del año que viene no se   —260→   puede decir que avanza. Vamos, que no se puede decir nada o casi nada de lo que dice La Época. Lo demás, todo está bien.

Después llama noble prócer a Pezuela. ¡Prócer, prócer!

¿Pero usted cree que todavía hay próceres en 1886?

Y sigue La Época hablando mal: «Los concurrentes llevan los nombres más distinguidos que en los cuarenta últimos años han adquirido con sus obras el derecho a gozar el supremo honor de tan codiciado lauro».

Entendámonos, si podemos: según usted, los nombres son los que han adquirido con sus obras... ¿Las obras de los nombres? ¿Qué quiere decir eso? Lo mismo que lo otro del codiciado lauro. ¿Qué lauro es ese? Sigue La Época, imitando el canto II de la Iliada:

«Molins, el ilustre autor de Doña María de Molina... (pero qué, ¿es Molins el autor de La prudencia en la mujer? ¡Yo que creía que era de Tirso!); Cánovas, el historiador insigne de la casa de Austria (y Cánovas reniega de esa historia, que dice que escribió siendo estudiantil autor); Tamayo, el poeta dramático de La bola de nieve (si no lo fuera también de Un Drama nuevo... lo que es por La bola de nieve no se hacía inmortal)31, F. Guerra, el comentador y biógrafo de Quevedo, (y algo más y mejor, señora Época); Alarcón, narrador florido de la guerra de África (perdone el Sr. Alarcón, porque   —261→   La Época no sabe lo que se florea); Casa-Valencia, el atildado. historiador de las instituciones británicas (que ahí se estaban sin historia, hasta que llegó Casa-Valencia con sus manos lavadas); Campoamor, el poeta de las Doloras (este no es ilustre, por lo visto); Núñez de Arce, el poeta de Los gritos del combate (tampoco es ilustre, ni atildado, ni nada); Castelar, el tribuno elocuentísimo (¡milagro!); Pidal, el orador fogoso y cristiano (¿cómo y cristiano? Y los demás, ¿no son cristianos?); Catalina (¡atención!) el editor diligente de las preciosas joyas de toda nuestra literatura (y entonces este, que no es más que editor diligente, ¿conquistó también el codiciado lauro con sus obras? No, con las de los demás, por lo visto. ¡Oh Época diligentísima y atildada!); Riva Palacio, el orador mejicano que en España representa (¡atención otra vez!) al Gobierno republicano del antiguo Imperio de los Moctezumas. (¿El Gobierno republicano de un Imperio?)». Pero, La Época, ¿qué come en casa de Cheste?

Por cierto que ese Sr. Riva Palacio, de la república de Méjico, no debe de estar muy satisfecho de lo que hace el Diccionario de la Academia con los presidentes de las Repúblicas.

Busquen ustedes en el Diccionario la palabra Presidente. Allí se dan varias acepciones del vocablo; pero, la de Presidente como jefe de un Estado republicano, no parece. ¿Saben ustedes dónde está? En el Apéndice. La Academia es tan monárquica, que, se había olvidado   —262→   de que en el mundo había Repúblicas con Presidente. Alguno de los republicanos que entraron en la Corporación hace poco debió de recordárselo, y allá va el Presidente de la República, como a regañadientes, casi casi, en la fe de erratas.

Volvamos a la cena del prócer. Se excusaron de asistir varios académicos, entre ellos el cantor de Pío IX, que resulta ser Tejido; pero, en cambio, estaba el egregio marqués de Cerralbo, que yo no sé qué Doña María de Molina habrá escrito para ser egregio. No faltó tampoco un nieto del conde de Cheste «entre los que ya dibujan para el porvenir (habla La Época, es claro), esa tradición gloriosa de las letras, que no se acaba nunca, Javier Pezuela, a quien apenas apunta el bozo, y que ya muestra resuelta inclinación, así a la poesía como a la pintura». Lo de la pintura ya era de esperar, por aquello de que dibujaba para el porvenir; pero lo de la poesía siendo cosa tan resuelta, crea usted que es de lamentar.

Parece ser que la cena fue cosa rica; pero bien la pagaron los convidados. El conde de Cheste les pronunció un discurso. Y esto fue nada en comparación, de lo que vino después.

Pero no, antes de eso volvamos al principio, siguiendo a La Época.

El Conde, el prócer, había hecho las invitaciones en una quintilla circular «redactada, dice La Época, en los siguientes términos:

  —263→  

    De Pascua el día tercero
a las siete y media, invito...».



Usted dispense que le interrumpa, señor Conde. Eso es plagio. Moratín lo dijo en La derrota de los pedantes, en unos endecasílabos redactados en los siguientes términos:


El día diecisiete del corriente,
a eso de las nueve o nueve y cuarto,
se reunieron en la sala todos
los señores que estaban convidados.



Pero siga la broma, es decir, la guindilla:


   De Pascua el día tercero
a las siete y media, invito
a todo buen compañero
a comer aquel cordero
por nuestro ritual prescrito.
   (¡Con qué pulcritud y esmero
huyó de decir cabrito!)



Y ahora bien, la Mota del rabo, o sea la Mot de la fin.

Pero dejo a La Época toda responsabilidad de sus palabras:

«La despedida se hizo (¡qué castizo!) regalando el «anfitrión a cada uno de los asistentes un ejemplar de Las (ojo) de Las Luisiadas, traducción del señor Conde».

  —264→  

Pues sepa La Época que eso no es verdad. Porque el poema de Camoëns ni se llama Luisiadas ni Las: se llama en portugués Os Lusiadas, y en español Los Lusiadas. ¿Se entera usted, Época? Los Lusiadas, como quien dice, los descendientes o los hijos de Luso (de Luso, Lusitano y Lusitania.) ¿Se entera usted? Eso de Las Luisiadas debió usted de aprenderlo en una retórica escrita por un catedrático, que dice así:

«Las Luisiadas, llamadas así porque están dedicadas al rey Luis...»

Y ni están dedicadas al rey Luis, ni se llaman así.

¡Oh Época ingenua, desprevenida, atildada y rencorosilla: cómo chocheas y qué poco sabes!



  —265→  

ArribaAbajoSobre motivos de una novela de Galdós


I

Se titula Miau, y es un episodio más de la vida, española contemporánea. Ya lo he dicho en otra ocasión, pero conviene repetirlo: no se juzgará con justicia completa ninguna de estas novelas de Pérez Galdós, si se olvida que cada una es parte de un gran conjunto en que ha de quedar retratada nuestra sociedad según es en el día, retratada a lo menos en todo aquello a que alcancen la observación y las fuerzas del autor, que no será poco. Sin entrar en comparaciones, que difícilmente podrían hacerse con toda equidad, respecto al mérito intrínseco de los escritores, hay que ver algo parecido al monumento literario que se llama Comedia humana, de Balzac, en esta larga serie de novelas que lleva nuestro insigne español tan adelantada. Zola en Francia y Galdós en España, siguen propósitos análogos al del gran genio realista del siglo XIX, sin que llegue el parecido, a imitación servil;   —266→   pero Zola, en los Rougon Macquart, lucha con dos inconvenientes, por él mismo suscitados, y que no encontramos ni en la obra gigantesca de Balzac, ni en las novelas contemporáneas de Galdós. El autor de L'Assommoir se ha propuesto escribir la historia natural y social de una32 familia, cediendo a un prurito científico, o por lo menos que de tal tiene pretensiones, que le perjudica en muchas cosas, así en el arte como en la crítica.

Éste es el primer obstáculo, pero no el más grave, pues de él le va librando su propia inspiración, haciéndole prescindir del aparato fisiológico que al principio se había propuesto emplear; pero el segundo, inconveniente es de más importancia, porque se refiere al límite de tiempo impuesto por el mismo Zola a su obra; al decir historia natural y social de mi familia... bajo el segundo Imperio. El segundo Imperio se aleja de nosotros, va entrando en la niebla de la historia, tan a propósito para cierto arte idealista, pero incompatible con la gran transparencia y exactitud que exige la novela realista, según Zola la entiende; Julio Lemaître ha hecho esta observación que es muy justa; por haberse encerrado en él segundo Imperio, Zola tiene que ser, o poco preciso, o poco exacto en sus novelas, en cuanto estas sean espejo de los tiempos a que se refieren; además, se puede añadir, deja de aplicar, a lo menos con fidelidad completa, los datos de su observación y experiencia actuales en sus creaciones, y es claro que mucho   —267→   más y mejor verá y pensará el Zola de la edad madura que el de la juventud, más romántica que otra cosa, y falto de medios suficientes para observar y experimentar dónde y cómo se necesitara.

Balzac, que no se impuso este límite, fue un novelista de completa actualidad, no ya en el resultado, que así también Zola viene a serlo, sino en el propósito. Lo mismo sucede, por fortuna, a Galdós; muchos de sus Episodios llegan a la vida más reciente, están entre ayer y hoy, y la observación es fresca, exactísima, fuerte y de fácil comprobación.

Estas mismas condiciones son causa; quizá de que algunas veces nuestro novelista, al trasladar a sus cuadros la verdad que le rodea, que acaba de recoger en la calle, la tome entera, sin despojarla de elementos no artísticos, que indudablemente tiene, como nadie ha podido querer negar, aunque por expresar mal lo que se quería decir, más de una vez así se dijera. En Miau, como en otros libros de Galdós, de estos últimos años, el principal defecto que, según tengo entendido, el mismo escritor reconoce, es esta falta de selección del asunto y de la mano de obra que se nota de cuando en cuando entre verdaderos modelos de arte. He aquí una explicación del fenómeno que yo creo, verosímil, aunque tal vez no pase de enfermiza cavilación mía. Galdós es un artista enamorado de la realidad, pero no a la manera de los Goncourt, v. gr., o de Teófilo Gautier, que en su estudio de Baudelairedesprecia el amor de   —268→   la Naturaleza que toma por objetos dignos de admiración los gorriones y los chopos de los alrededores de París.

Ya se sabe que los Goncourt velan también las orillas del Sena con verdadero horror; se les antojaban todos aquellos paisajes vulgarísimas acuarelas de una exposición cursi y adocenada... Los Goncourt amaban33 de la Naturaleza lo que tiene de materia de arte, aquello que en ella sirve para dar pretexto a la imitación artística; lo bello, en rigor, no era la realidad, sino la emoción de lo real expresada por un artista. Galdós es un realista de género muy distinto, de género puramente español; hay de él a un Goncourt, lo que hay del misticismo de Santa Teresa al misticismo de un neoplatónico. Por lo cual, Galdós ama y admira en la realidad misma, no esencias quintas, ni motivos para el enrevesado, y alambicadísimo psicologismo de un naturalista dilettante y en el fondo romántico. Aunque sea hasta cierto punto abuso de confianza, para mejor demostrar lo que digo, voy a referirme a palabras del propio Galdós, no escritas para el público, pero sí de todo corazón; y que si bien, según él mismo dice, reflejan un estado de ánimo que será pasajero, mucho indican respecto de lo que aquí importa probar. «...Pues bien; decía no ha mucho Galdós a un amigo suyo, al fin encontré el libro que me cautivó y sedujo por entero,   —269→   fijando mi atención. ¿Qué creerá usted que era, señor de X? Pues era un tratado de física bastante extenso. Lo estoy leyendo con delicia. Consiste esto también en estados del ánimo transitorios. Pero fuera de esto, debo confesarle que hace algún tiempo lo que me atrae y seduce es la verdad, los fenómenos de la Naturaleza, y más aún los del orden social (yo soy, Clarín, el que subraya). Más que toda lectura me gusta ahora acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer, o presenciar una disputa o meterme en una casa de vecindad, entre el pueblo, o ver herrar un caballo, oír los pregones de las calles, o un discurso del diputado R. S. P. o de X., el yerno de Z».

Estos rasgos, y otros por el estilo, escritos muchos en broma, no para que se tomen al pie de la letra, pero sí con gran sinceridad, para que se pueda ver el estado actual del ánimo del autor, comprueban mi opinión acerca de la clase de realismo que Galdós nos da en sus novelas. Enamorado de la realidad por ella misma, porque es verdad, y sobre todo de la verdad de los fenómenos sociales, traslada a sus cuadros literarios la vida entera, como la contempla, sin escoger, con mucha fuerza, con mucha exactitud, como pocos han podido hacerlo, pero poco artísticamente en el sentido que el dilettantismode la poesía literaria suele dar a lo artístico.

Casi puede decirse que Galdós, es, dentro del realismo todo lo contrario de Flaubert. Esos fenómenos sociales,   —270→   los discursos de R. S. P. y de yerno de Z., que encantan a Galdós y que vemos tan bien y tan minuciosamente copiados en sus libros, son la materia burguesa que tanto repugnaba al solitario de Croisset y de la que él renegaba, cuando por una especie de fatalidad nerviosa se veía atado, como el siervo a la gleba, a sus Bovarys, Bouvars y Pecuchets. Flaubert, manejando la vida contemporánea, soñaba con su San Antonio, su Amilcar, su Herodías y hasta con su Leónidas nonnato; pero Galdós vive, como el pez en el agua, en medio de sus Peces, Cucúrbitas, Villaamiles, etc., etc., así inventados como reales; pues por la mañana habla con ellos en su despacho, con la fantasía, y por la tarde los saluda de veras, trata y estudia en el salón de conferencias, en la calle, en el paseo. Alguna vez soñó Galdós con la hermosa novela que hay en San Ignacio de Loyola, por ejemplo, pero nunca pensó en escribirla. Hablaría de San Ignacio... si le hubiera conocido. De esta índole del carácter artístico de nuestro novelista, índole que he de estudiar con más detenimiento dentro de poco34, hay que acordarse al juzgar estas novelas de la segunda época de Galdós, en la que está lo mejor suyo, lo mejor, con mucho, pero al lado de digresiones y detalles que cansan a ciertos lectores, y que si no sobran, por lo menos no debieran ser prodigados.

El principal defecto de Miau, como el principal defecto   —271→   de Fortunata y Jacinta, una de las mejores novelas contemporáneas, consiste en esa especie de delectación morosa con que el autor se detiene a describir y narrar ciertos objetos y acontecimientos que importan poco y no añaden elemento alguno de belleza, ni siquiera de curiosidad a la obra artística. Este prurito de pararse en lo minucioso lleva también a Galdós a repeticiones o semirrepeticiones35 en que lo que se añade a lo ya dicho es menos de lo que sería motivo para explicar que se volviera a situaciones, parajes y sucesos semejantes. En Galdós nada de esto es inexperiencia, como en otros que él conoce, y yo también; en Galdós es ciega obediencia a la inspiración peculiar, al carácter singularísimo que en este escritor original se manifiesta: el Galdós que se entusiasma con los alrededores de Madrid, que hasta del arroyo Abroñigal ha tenido que decir algo bueno, que se para a ver herrar un caballo o a oír un discurso del diputado R. S. P., no podrá comprendernos, aunque otra cosa diga él mismo, cuando le hablamos de reducir la realidad, al trasladarla a sus novelas, y de incidentes y detalles que sobran.

No por tesón escolástico, que en este hombre no cabe, sino por la fuerza plástica de su imaginación, que le hace ver el mundo real ya transformado, por milagro de la musa, en cuadro artístico, Galdós insiste, aunque sea a su pesar, por impulso irresistible, por instinto, en copiar, poco menos que íntegra, la vida que   —272→   observa. Mas si por este lado será difícil que cambie, y apenas es lícito pedirle enmienda, por otra parte, que se refiere a lo que llamaba yo antes la mano de obra, si cabe que el autor de El Amigo Manso mejore sus libros, reduciéndolos, por obra y gracia del lenguaje, no por prescindir de esos pormenores y cuasi repeticiones que acaso tienen legítima defensa. Quiero decir que Galdós, como la mayor parte de los autores de novelas que producen con abundancia y con cierta regularidad de trabajo, escribe más de lo necesario a veces, porque escribe de prisa, y cuando se tiene prisa es más fácil escribir mucho que escribir poco para decir lo mismo.

En la novela contemporánea y en el estilo, y lenguaje familiar que generalmente se emplea, es muy fácil, si no se está ojo avizor, hablar demasiado, alargar la lectura, no por razón del asunto, sino por la abundancia excesiva de palabras. Es claro que Galdós, como cada cual, escogerá, limará, borrará y reformará; pero es muy probable que no siempre se detenga en estos trabajos todo el tiempo y con toda la atención que debiera. En Balzac y en los mejores novelistas ingleses sobran muchísimas palabras; y este inconveniente, el de la prosa, cuando no se cuida mucho, es para mí uno de los mayores defectos de la literatura moderna predominante, y el que ha de dificultar más la vida futura de tantas y tantas novelas, que al luchar ante la posteridad con el arte de otros siglos y con otros géneros, llevarán esta desventaja.

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Una de las causas de esta verbosidad nociva consiste en el método de trabajo hoy generalizado entre los novelistas; despréciase tal vez demasiado la famosa inspiración por la cual podían esperar los holgazanes del romanticismo meses y años; y al provocar el ritmo mecánico de la aptitud constante para el arte, aunque se consigue mucho, lo principal, y se logran ventajas indiscutibles, hasta para la moral del artista, también se puede crear cierta facilidad artificial, que produzca en vez de lo mejor, lo mediano, sobre todo por lo que hace al lenguaje.

Es más fácil hacer que vuelva la idea periódicamente al conjuro de la voluntad (pues tiene con esta más íntima relación, y la idea, además, se está trabajando casi todo el día, y aun en el sueño), que evocar eficazmente la misteriosa habilidad de traducir con expresión gramatical, precisa las vaporosas creaciones de la fantasía y las vagas nieblas de reflexiones profundas, agudas y de indeterminadas visiones ideales. Cierto es que el autor que trabaja como un jornalero, lucha antes de escribir, y no aprovecha todo lo que escribe; pero, ¿quién me negará que el que se ha propuesto como regla de conducta aquello de nulla dies sine linea, o algo parecido, cederá muchas veces a la tentación de no borrar ni rasgar, y a la más poderosa de escribir sin falta algo todos los días y, dar por pasadero lo que no debiera dar, y engañarse a sí propio, llegando a creer que su pluma va traduciendo fielmente su idea? En   —274→   algunos escritores de menos experiencia y fuerza que Galdós, y aun en Galdós mismo a veces, me atrevería yo a señalar soldaduras del trabajo, soldaduras hechas con poco fuego; pasajes que revelan esa languidez del espíritu mal obedecido por la pluma, que va por un lado, mientras el artista interior queda allá en los subterráneos del alma, elevando la fantasía al noveno cielo, pero en realidad sin poder, por entonces, dar forma exterior y permanente a su obra.

Estos fenómenos naturales, que por necesidad han de producirse muchas veces tratándose de estos modernos, honradísimos artistas que trabajan sin descanso, me recuerdan lo que un criminalista notable, Tarde, dice con relación a los fallos de los jueces.

En la lucha de dos opiniones, de dos tendencias, ¡cuántas veces decidirá el cansancio, la repugnancia de la perplejidad... hasta la necesidad de hacer otra cosa, de librarse del trabajo, de la reflexión! ¿Cuántas veces el juez que ha de dar sentencia se convencerá a sí propio, haciéndose creer que su opinión es tal, y no la contraria? Pues lo mismo le sucede al escritor; vacila entre la perfección a que aspira y la expresión imperfecta que se le viene a los puntos de la pluma...; y muchas veces, por pereza, por cansancio, por necesidades económicas, o por otro motivo cualquiera, se decide por la expresión mediocre, y la da por buena para darle el vistobueno. Y el no proceder de esta suerte, puede llevar hasta a la manía, como sucedió al autor de Salammbô.

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Pues bien: en Galdós, como en cada cual, esta influencia más de una vez habrá producido páginas y más páginas, que pudieran borrarse o reducirse a menos; páginas que escritas otro día hubieran sido de más intensidad artística y en menos número.

Insisto en todo esto, porque el inconveniente a que me refiero va haciéndose grave defecto en la novela moderna, y porque en Galdós es acaso el principal obstáculo para que sean obras maestras, modelos, todos sus libros de esta segunda época, que son, aun con esto, lo más notable que ha producido la literatura española de los últimos lustros.




II

Y ahora (pues ya va siendo tiempo) me concretaré al más reciente libro del maestro, a ese Miau de que por excepción extraña han hablado más los periódicos que de otras novelas de más importancia del mismo autor, Fortunata y Jacinta, por ejemplo.

Yo no creo que Miau no sea más que un cabo suelto de libros anteriores, opinión que, tengo entendido es la del mismo Galdós. El episodio del pobre Villaamil el cesante, el profeta del income tax, constituye algo más que relieves de otra novela. Pero, en rigor, ¿quién es aquí Miau? ¿El abuelo Villaamil, o el nieto Luis Cadalso? Ambas figuras merecen ser protagonistas; pero, a mi juicio, Miau es toda la familia. El apodo,   —276→   como la desgracia, entra en esta casa por las mujeres, y del mote nace un simbolismo cómico y triste a la vez, que podría declararse el más apropiado a gran parte de la nación cesante, a esa ínclita clase media española cuyo ideal es la nómina y cuya realidad es la cesantía, con sus respectivos acompañamientos de pretensiones ridículas, de ambiente social cursi, de apuros positivos, grandes y constantes; de miserias caseras de esas que no solían figurar ni en la literatura clásica ni en la romántica, pero que en España tienen su abolengo en el realismo del Gran Tacaño, en los caldos de Cabra y en las trazas de D. Pablo para remediar hambres, coger puntos de media y significar harturas que son ensueños.

Una de las cosas más reales en España es la pobreza; pintarla con toda su corte de apuros, sordidez, bambollas, disimulos, envidia, codicia, esperanzas, caídas y desesperaciones, es tan oportuno, útil y patriótico como describir las glorias de Zaragoza y Gerona y dar ipecacuana al mísero estómago que la necesita.

Miau está escrito en gran parte con descuido, no cabe duda, tal vez con cierto cansancio; se ve en la composición de este libro, en la desproporción de sus partes, en la pereza con que se deja correr la pluma, abandonándola a la inercia del movimiento en los capítulos de menos importancia, en los pormenores menos significativos, se ve, digo, en todo esto la influencia de la idea que de su obra tiene el escritor, que la   —277→   da como un entremés, sin esperanza de hacer algo notable; no más, tal vez, que por no quedarse con el original inédito. Pero pese al autor y a estos desdenes suyos que dieron descuidos por consecuencia, el asunto de Miau es de mucha fuerza, de gran oportunidad; y gracias a esto y a la observación profunda, perspicaz y exacta del novelista, y a su arte de maestro, que le asiste hasta cuando él se cree medio dormido, hay todavía en la última obra de nuestro gran escritor mucho que admirar, y grandes fuerzas de esas que se llaman ahora, y con razón, sugestivas.

Si todo el libro fuera como la hermosa introducción en que se nos presenta Miau mínimo, acompañado de su fiel amigo el perro Canelo (buena prueba de que Luisito Miau no es tal gato); y como las primeras descripciones de la miseria y de las apariencias cursis del hogar de Villaamil; y como algunos de los capítulos del ministerio de Hacienda; y como la narración de la catástrofe, aparte la prolijidad de alguno de los monólogos tácitos de D. Ramón; si todo fuera así (y no es mucho lo que queda), sería Miau digno compañero de El Amigo Manso, joya de la corona del arte castellano. Lo malo de Miau está hacia el medio, en ciertos pasajes que son, si no meras repeticiones, amplificaciones innecesarios; está, sobre todo, en ciertos diálogos, prolijos y poco simpáticos de Cadalso, padre, con su cuñada la insignificante. No es un mito, ni mucho menos, ni deja de tener sus similares en este pícaro mundo de la administración   —278→   pública, el yerno de los Miau, el empleado sin aprensión y con buena ropa, buena suerte y buena figura, que, sin ser un Cicerón, ni medio, saca de la cháchara familiar tanto partido como suelen ciertos oradores sacar del parlamentarismo.

Cadalso es verosímil, es real, es oportuno coautor en la fábula de que se trata, y hasta sus burlas crueles de gran egoísta, de que es víctima la muy equivocada cuñadita, están en su sitio y revelan sagaz estudio psicológico; pero la conversación de la pobre chicacon su adorado tormento no merece ya elogios, singularmente por lo que se refiere al seductor; aquel falso romanticismo es demasiado falso, demasiado burdo y llega a causar repugnancia, sobre todo, por la insistencia y por lo poco que importa todo aquello para el libro. Cadalso, sin estos recursos, y un poco mejor y más determinado, no en la tendencia de su carácter y temperamento, que bien se ven, sino en los rasgos individuales (que son siempre indispensables pará que los personajes sean propiamente artísticos), hubiera sido una de las figuras más originalmente observadas y representadas en la novela contemporánea española.

El cansancio, tal vez tedio, con que sin duda fue escrito Miau, se nota asimismo en los personajes femeninos, que valen mucho menos en esta obra que en casi todas las anteriores. Las Miau, colectivamente, son figuras nuevas, significan algo, tienen originalidad, y fuerza; pero merecían más atención y especificación artística   —279→   cada una de ellas; si la Miau, hija, algo más que su madre y tía llega a valer, no es, ni con mucho, lo que podría en manos del que inventó a Fortunata y a Isidora y a Pepa y a Doña Perfecta. En cuanto a las Miau mayores, lo mejor que tienen son los recuerdos de su grandeza burocrática y provinciana, en que los rasgos cómicos son excelentes, y que nos indican lo que hubiera podido hacer Galdós describiendo la provincia española, como Balzac describió la francesa. Pero Galdós no vivió nunca, desde que es novelista, fuera de Madrid. Pasar los veranos en Santander no basta para conocer la provincia... novelable.

Luisito Cadalso y su abuelo están muy por encima de todos sus parientes y amigos. Cuando están juntos, y más aún cuando están juntos y hablan de Dios y del destino... que no viene, llegan a las alturas del gran arte moderno, profundamente cristiano en mi sentir, de fijo seriamente piadoso; a ese arte sublime, por lo humilde de los medios, donde el humorismo y la inocencia se juntan para cantar la nota triste entre risas y lágrimas. ¡Qué bien sabe Galdós hacer hablar a los niños y a los locos! Y al que sepa observar, ¡cuántas cosas pueden decirle, en efecto, los diálogos de los locos con los niños! A mí, oyendo a menudo conversaciones de este género, se me ha ocurrido pensar que sorprendía, a la Naturaleza hablando consigo misma y haciendo comentarios sobre la conducta de los hombres. De esto habría que hablar mucho para decir algo que explicara   —280→   en parte el pensamiento...; y mucho también habría que decir para alabar como se debe lo mucho bueno de su gran espíritu y de su arte más delicado e íntimo, que ha puesto Galdós en las tristezas, soledades, miserias y visiones de Luis Cadalso, y en las miserias, cadenas domésticas, servidumbre burocrática y desesperada locura del digno abuelo.

Entre otras muchas cosas de que no quiero hablar, porque no debo ser más largo, dejo las muy expresivas escenas en que se pinta por dentro el ministerio de Hacienda, con sus tercios de empleados, no menos formidables para el mísero contribuyente que los famosos de Flandes para nuestros enemigos. En esta materia, lo más gráfico de todo es la descripción de aquella catarata de personal que baja por las escaleras del gran edificio de la calle de Alcalá en día de paga. Tanto y tanto como han dicho nuestros diputados y periodistas sobre y contra la empleomanía, no valió jamás, por la fuerza de expresión, lo que valen unas cuantas frases de estas páginas en que ve el artista hasta el fondo de la miseria gris de ese pueblo empleado, de esa plebe conservadora que confunde al país con el sueldo, las bases de la sociedad con la nómina.

Hay rasgos y observaciones en este capítulo de los que distinguen al maestro de las medianías, sin que estas lo echen de ver, por supuesto. Para llevar a este grado el arte de la expresión íntima de las cosas, hay que ser más pensador y más impresionable artísticamente   —281→   de lo que creen que basta algunos honrados sujetos que, conformándose con la medida de sus facultades, se han propuesto como norma de conducta literaria no escribir nada de particular, no hablar de cosa que no esté al alcance de todos.

Por último, tampoco he de detenerme, aunque bien quisiera, a estudiar la relación de los apuros de los Miau con lo que llamarían en el Ateneo el problema religioso. Pero sí diré que en las novelas conviene hacer lo que hace aquí Galdós; tomar como núcleo las personas, los individuos humanos, diré mejor, pero no descuidar por completo ninguno de sus intereses y fines, aunque no sean estos o los otros los principales para el asunto. La verdadera ilusión de realidad sólo puede conseguirse teniendo esto presente.

Para mejor explicarme, pondré un ejemplo concerniente a mi objeto: en Miau los apuros de estómago son el asunto directo; se trata de que la familia de Villaamil coma o no coma; la religión nada tiene que ver con esto, y, sin embargo... como por todas partes se va a Roma, como los Miau forman parte de ese pueblo madrileño, de quien dice La Correspondencia todos los años, por Semana Santa, que es profundamente católico, los Miau recurren a la Divinidad, a su modo, y el misticismo somero, accidental, transnochado y cuasi cursi de la pobre chica enamorada de su cuñado, demuestra una vez más que Galdós es un gran observador de la triste y ramplona realidad; y si no pesimista,   —282→   que no hay para qué, algo... más melancólico todavía; un artista desilusionado, sincero y sencillo, y fiel espejo de un mundo triste, como lo es de un cielo pardo y bajo el agua parda de una laguna.

Sí; en el fondo de las novelas de Galdós hay acaso más tristeza que en las de esos grandes líricos pesimistas que, sin quererlo ni saberlo acaso, declaman o hacen declamar a sus personajes y a la Naturaleza misma sus desengaños y desesperación. En las novelas de Galdós no hay el pesimismo épico de Zola, por ejemplo; no cae en ellas la tristeza como lluvia torrencial que, además de anegar, asusta; sino como llovizna, como agua de calabobos, según dicen en muchas partes, como cierza (palabra asturiana), que llega a los huesos sin ser vista ni oída. ¿Cómo desilusionaGaldós? De un modo muy parecido a la experiencia; es decir, de la manera más segura. En realidad, pocas veces es exagerado el desencanto; muchos mortales van a él por una pendiente imperceptible, y en vez de atribuirlo a los sucesos, lo atribuyen a los años, al tiempo inofensivo. El realismo de Galdós es del mismo género: así, v. gr., Miau, abuelo, llega al suicidio... no se sabe cómo, se va aburriendo, aburriendo... y llega a no poder tolerar los olvidos del Ministro y los despilfarros de su mujer. Su mujer ¡qué cadena!, parecía nada, y aquel yugo doméstico pesaba más que un mundo de plomo.

¡Qué hermosas páginas (y más lo serían si fuesen menos) aquellas en que Villaamil se declara independiente   —283→   y da a los pájaros las migajas que a él le niega el presupuesto! Villaamil también tiene sus momentos de religiosidad, si no exaltada, muy prudente y oportuna; esa religiosidad mezclada con los intereses ordinarios36, la piedad del pan nuestro de cada día, la más común, la única que puede dar a las diferentes confesiones positivas esos contingentes de millones de fieles... de fidelidad tan somera. En media hora se le va el santo al cielo y se le vuelve a la tierra al mísero cesante. Él, como su hija, son religiosos nada más que en los apuros; de ese modo que tanto le indigna a Strauss, el cual tiene el espíritu menos flexible y el corazón menos blando de lo que conviene a un verdadero filósofo. Filósofo verdadero lo es aquel Dios que se le aparece al Miau mínimo, Luisito Cadalso, aquel Dios que lleva consigo, como un pavero los pavos, un rebaño de ángeles; un Dios que sabe mucho, pero no lo sabe todo, porque hay cosas que vale más no saberlas.

¡Cuánta poesía nueva, íntima, tierna y graciosa hay en todas estas visiones del pobre Cadalsito!

Basta. Leyendo a Miau por encima... de prisa... y mal, en una palabra, se ve que resaltan sus defectos. Leyendo bien, de veras, como debe leer el que pretende entender de arte poético, sobre todo como debe saber leer el que critica... se siguen viendo los defectos, pero también multitud de bellezas que dan a este libro muy señalados rasgos del aire de familia; la que es, hoy por hoy, familia reinante en la novela española.





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ArribaAbajoPalique

Habrán ustedes observado que la última moda, dernier cri, como dicen en París ahora (y dirá dentro de algunas semanas La Época), es meterse cada cual donde no le llaman y en lo que no entiende. Así el tono del Faubourg, en París, consiste en disfrazarse la aristocracia y salir a las tablas condesas y duquesas, príncipes y barones a representar comedias y cantar óperas como Dios les da a entender. Se habla mucho de una Mad. de Guerne, condesa, que a pesar de ser de sangre azul, sangre Orleans, canta que se las pela, y podría ser una Malibrán, en opinión del mismísimo Gounod. Lo más raro no es que esta señora tenga tales aptitudes para el teatro y para el canto, sino que si haya averiguado que desciende del famoso Gengis Kan. Mucho descender es eso. Yo he visto en Sandoval, el historiador de Carlos V, la lista de los antepasados del Emperador que, pasando por Felipe, Maximiliano, etc., etc., llegaba a Noé, y seguía remontándose   —286→   sobre el incidente del diluvio hasta el padre Adán en persona.

Es de temer que lo de Gengis Kan sea también una exageración genealógica; pero de todos modos, parece que lo cierto es que esa señora Guerne canta muy bien, y que Gounod le ha ofrecido escribirla una ópera, si ella quiere hacerse cantarina de profesión. Bueno; pero por una madame Guerne, ¿cuántas damas de la aristocracia habrá que declamen y canten peor que nuestras tiples de zarzuela, que son lo último en materia de comparaciones odiosas? Si a la aristocracia rica le da por hacerse alabar sus comedias caseras, ya veo yo que nuestros críticos de teatro nos van a volver locos elogiando las comedias de salón.

Y es más: puede llegar el caso de que Cánovas, por probar de todo, y por hombrearse con Vico y acercarse a una chica guapa que le haya dado calabazas, se dedique al canto fino y a poner en escena el Pastor Fido, con música de Chueca, o el Aminta, convertido en zarzuela por Cañete, el autor de Beltrán y la Pompadour.

Y es cosa de figurarse ya a La Época diciendo: «En el lindísimo teatro pour rire, que la duquesa del Vericueto ha erigido en su hotel de la Castellana, el Sr. Cánovas, ha representado la graciosísima pantomima titulada Dafnis y Cloe, reservándose, como era natural, el papel de varón; ya todos los periódicos, principales del extranjero se hacen lenguas de arte que desplegó   —287→   el que es, sin duda alguna, nuestro primer hombre de Estado, al traducir en hechos las dulces zozobras del incauto adolescente rústico que se ve iniciado en los encantos del amor plástico y propiamente escultórico. Sabido es de todos los que en Europa entienden algo de estética, la predilección con que el Sr. Cánovas ama la escultura (¡oh arte feliz!) sobre todas sus hermanas; pues bien, el Sr. Cánovas parecía un Adonis de una corrección y gracia adorables, al representar los momentos más críticos y trascendentales de la interesante fábula en que nuestros lectores saben que consiste la pastoril invención del inmortal Longus (Longus diría La Época)...»

Por ahora D. Antonio no se ha atrevido a pisar las tablas; pero la aristocracia española, madrileña, diré mejor, se apresura a copiar, con la espontaneidad que la caracteriza, el nuevo capricho del Faubourg parisiense, y ahí tienen ustedes a los descendientes de nuestros primeros reconquistadores interpretando juguetes cómicos de mi buen amigo Blasco, v. gr. No es esto lo peor (más diré, esto ni siquiera es malo; por lo menos a mí no me importa): lo peor es que escritores de alguna importancia que se atreven a juzgar a Echegaray, y a Dios que baje, y a tratar de tú al Sursum corda, si es dramaturgo, consagran artículos enteros a las comedias caseras, siquiera sean de la señora duquesa de la Torre.

Así como a un historiador de las gestas y hazañas de   —288→   la aristocracia le parecería indigna tarea la de estudiar seriamente las falsas genealogías de los personajes de pura invención de un drama romántico, por ejemplo, a un crítico de teatros verdaderos debe parecerle cosa baladí la crítica de las habilidades escénicas de la aristocracia.

Pero no sabe uno lo que es peor. Porque si no nos gusta ver al simpático revistero y notable crítico Fernández Flórez metido en esas pequeñeces de salón, menos nos gusta verle escribiendo de pintura con el castellano del tenor siguiente:

«Este cuadro podría pasarse de figuras».

¿Qué quiere decir en el español de nuestros mayores, ni aun en el nuestro, con ser tan malo, eso de que un cuadro podría pasarse de figuras?

En francés ya sé lo que eso significa; pero en español, no; para manifestar que tal cuadro no necesitaba figuras, que podría pasar sin ellas, no se dice que «podría pasarse de figuras».

Cuando se escribe así, se entiende uno con los compatriotas por medio de intérprete. De otro modo se hace imposible el comercio de ideas, que tantos bienes ha producido y sigue produciendo a la humanidad parlante.