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Mi padre, Ramón Iglesia

(Un historiador de la Generación del 27)

María-Fernanda Iglesia Lesteiro



El texto que va a continuación constituye una edición separada del publicado en 1999 por la Universidad de Santiago de Compostela, formando parte del volumen primero del libro CINGUIDOS POR UNHA ARELA COMUN, homenaje al profesor Xesús Alonso Montero, con motivo de su jubilación. Comprende las páginas 1243 a 1274 de dicho volumen primero.



A la memoria de Antonio Sánchez Barbudo, José Rubia Barcia, Juan Larrea y Javier Malagón, compañeros suyos en el exilio.



Este trabajo pretende a dar a conocer en España la figura de Ramón Iglesia Parga que, pese a su prematura desaparición, dejó una importante obra -casi toda ella realizada en el exilio- en el campo de la historiografía, especialmente americana.

Ramón Iglesia Parga nació en Santiago de Compostela el 3 de junio de 1905. Por su madre pertenecía a una antigua familia gallega, muy religiosa y conservadora. Estudió el bachillerato en el Instituto de la Coruña. Trasladada la familia a Madrid, ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras, donde se licenció y donde tuvo como profesores a Besteiro, García Morente, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal...

En 1928 marchó a Suecia como lector de español en la Universidad de Gotemburgo. El curso siguiente estuvo en la Universidad de Berlín.

Desde Suecia envía colaboraciones a La Gaceta Literaria, dirigida por Ernesto Giménez Caballero. Así una con sus impresiones sobre ciudades nórdicas; también otra con traducciones de escritores escandinavos, como su gran amigo Pär Lagerquist, el que luego sería Premio Nobel. En esos sus años europeos da conferencias en Oslo, Copenhague, Upsala, Estocolmo y Berlín.






ArribaAbajo1. Madrid años 30

En 1931 ingresa en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, siendo destinado a la Biblioteca Nacional, donde trabaja en la Sección de Libros Extranjeros, por sus conocimientos de idiomas, ya que dominaba el inglés, francés, alemán, italiano y sueco.

Al mismo tiempo que empieza su trabajo como facultativo de bibliotecas, entra a formar parte del Centro de Estudios Históricos, dirigido por Menéndez Pidal y dependiente de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Allí llegaría a ser director de la Sección Hispanoamericana; fundada en 1933 por Américo Castro, y de la que formaban parte, además de él, Ballesteros, Silvio Zavala, Ángel Rosemblat, Rodolfo Barón Castro, y mi madre, Raquel Lesteiro. Órgano de dicha sección fue la revista Tierra Firme, primera revista americanista española, de la que Ramón Iglesia llegaría a ser secretario.

Dotado de gran curiosidad intelectual, colaboró en las primeras revistas culturales de la época, como fueron Cruz y Raya, Revista de Occidente y La Gaceta Literaria.

Formó parte de la Junta Directiva del Ateneo de Madrid, como vocal bibliotecario, en la candidatura que, frente a la que encabezaba Valle Inclán, ganó las elecciones del 8 de marzo de 1933, formada por Augusto Barcia, Gonzalo Rodríguez Lafora, Antonio Dubois, José Sánchez Covisa, Francisco Vighi... y, por la dimisión de ésta, de la nueva Junta, encabezada por Miguel de Unamuno, que salió triunfante el 8 de junio del mismo año. Aquella Junta tomó una parte muy activa en la campaña contra el restablecimiento de la pena de muerte, siguiendo la tradición iniciada en 1923, a la llegada al poder del Directorio, de añadir a sus responsabilidades culturales y literarias una nueva responsabilidad política, siempre en la línea más avanzada en defensa de las libertades democráticas.

Hacia 1932 Iglesia inicia su trabajo en la edición crítica de la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, labor que continúa hasta 1936 en que es interrumpida por la guerra civil.

En 1936 aparecen sus primeros trabajos como historiador, dedicados a la historiografía castellana. Estos trabajos son su Trailer de cuatro crónicas y su edición de El Victorial, Crónica de Don Pero Niño, Conde de Buelna, de Gutierre Díaz de Games... En el primero se recogen cuatro crónicas anónimas castellanas del siglo XIV, correspondientes a otros tantos reinados (los de Alfonso X, Sancho IV, Alfonso XI y Fernando IV). El Victorial es la biografía caballeresca de D. Pero Niño, notable del siglo XV. En las introducciones de ambos estudios Iglesia muestra ya sus dotes para el análisis histórico. Las dos se publicarían nuevamente en Méjico por la editorial Séneca en 1940.

Colaboró con Dámaso Alonso en la edición del Enchiridion militis christiani, de Erasmo, y con Antonio Ballesteros en el Archivo de Indias para la edición de Don Juan Miralles y la intervención de España en la independencia de Estados Unidos.

Por consejo de Marcel Bataillon, preparaba para Clásicos Castellanos, de Espasa-Calpe, la edición del Viaje de Turquía, de Cristóbal de Villalón. (Con más probabilidad del médico y humanista Andrés Laguna, según la hipótesis de Bataillon). Mantuvo una gran amistad con éste y con Jean Sarrailh. Bataillon en su Erasmo en España recuerda cómo Iglesia le prestó su ayuda en la elaboración de su libro y le cita entre sus amigos más queridos. También le agradece el envío de los textos que prueban la influencia de Erasmo en Gonzalo Fernández de Oviedo.

Cuando estalló la guerra, se disponía a trasladarse de vacaciones a Galicia, para reunirse con su familia, desde Santander, donde participaba en los cursos de la Universidad Menéndez y Pelayo. No le fue posible, al quedar Galicia en la zona en poder de los militares rebeldes. Se incorpora entonces al ejército republicano, en el que fue oficial de artillería, capitán de Estado Mayor y comandante en las Brigadas Internacionales, ayudante del general Lukacks.

Estuvo en el frente del Norte y en el Ebro. De su estancia en el frente de Asturias se conserva un diario en que da cuenta de sus vivencias de la guerra y de su situación anímica a causa del conflicto. Se publicó en la revista Hora de España.

Por Decreto de 5 de agosto de 1936 se le nombró vocal de la Comisión Gestora del Cuerpo de Archivos y Bibliotecas, que presidía Tomás Navarro Tomás. Formó parte también de la Junta de Protección del Tesoro Artístico, con Rodríguez Moñino y otros compañeros.

Exilado a Francia al final de la guerra, emigró más tarde a Méjico, formando parte de la expedición del Sinaia. En Méjico permaneció desde 1939 a 1942. Fue becario de la Casa de España en México, miembro de El Colegio de México, profesor de la Escuela de Verano de la Universidad Nacional Autónoma de México, así como de su Escuela de Historiadores.

En 1942 se trasladó a Estados Unidos. Allí fue profesor de la Universidad de California y becario de la Fundación Guggenheim, hasta 1944 en que vuelve a Méjico. La crisis que atraviesa este país le obliga a regresar de nuevo a los Estados Unidos como profesor invitado de la Universidad de Illinois (1946-47) y más tarde como profesor asociado de la Universidad de Wisconsin (1947-48). También le fue adjudicada una beca de la Bollingen Foundation, que no llegó a disfrutar debido a su muerte, ocurrida en Madison, Wisconsin, el 5 de mayo de 1948.

Política y culturalmente, Ramón Iglesia formó parte de la generación de profesores y estudiosos conocida como generación del 27, en la que estuvieron sus más grandes amigos: Dámaso Alonso, José F. Montesinos, Pedro Salinas, Juan Chabás, Emilio García Gómez, Luis G. de Valdeavellano, Antonio Rodríguez Moñino, Salvador Fernández Ramírez, Ángel del Río, Leopoldo Torres Balbás, generación que contó con excelentes maestros: Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, García Morente, así como renegó de otros: Cotarelo y Mori...etc. Estudiosos que frecuentaron el Ateneo, el Centro de Estudios Históricos, la Residencia de Estudiantes. Que disfrutaron de pensiones para estudiar en Europa las ciencias y las letras con los mejores profesores del momento.

También vivieron, como amigos de los poetas nuevos (Alberti, Aleixandre, García Lorca, Guillén, Salinas, Larrea, Prados, etc.) la hora de la renovación artística y literaria que todos ellos protagonizaron en los diversos campos del saber (historia, literatura, filología, crítica de arte, etc.)

Participaron, como fundadores o colaboradores, en las revistas de la vanguardia (literaria, pero también política): Revista de Occidente, La Gaceta literaria, Cruz y Raya, Los Cuatro Vientos, Hora de España...

Todos aprendieron idiomas y se proyectaron hacia fuera de España, como lectores de español en universidades extranjeras, con lo que conectaron con el espíritu innovador que surgía por Europa... Después, el exilio les permitió desarrollar sus capacidades en aquellas materias en las que habían llegado a ser grandes especialistas...

Por su edad, viven todos contra la España estrecha de la Dictadura, y se sienten solidarios con los represaliados por ella (Unamuno, Jiménez de Asúa...). La llegada de la Segunda República les hace concebir grandes esperanzas, que luego se frustran.

En su mayoría se mueven en el mundo que bulle en torno a la Residencia de Estudiantes, de exquisita cultura burguesa y cosmopolita, pero donde alienta un espíritu democrático y abierto a las ideas revolucionarias en lo artístico y en lo social. También en torno a la Junta para Ampliación de Estudios. Son los primeros que disfrutan de las ventajas que una nueva política cultural permite a los universitarios destacados, mediante un sistema de becas y ayudas al estudio. La Institución Libre de Enseñanza lograría dotar al profesorado español de un prestigio y una dignidad de los que había carecido hasta entonces.

Por los años 30, la inquietud ideológica, sobre todo entre los jóvenes, es muy intensa. Las masas exigen el protagonismo que se les ha negado... Se crean revistas y editoriales de las llamadas de avanzada. Se traduce a los escritores del momento, entre ellos los surgidos de la revolución soviética.

España (y Europa) se debaten por entonces entre dos radicalismos antagónicos: marxismo y fascismo. Los intelectuales tienen que optar, que definirse. Una generación desorientada se ve obligada a elegir entre la revolución comunista o la fascista. No era raro que alguno que había estado a un lado de la raya se pasase al otro al cabo de poco tiempo, e incluso que regresase a sus antiguas posiciones... Las gentes de las revistas y las tertulias se adscriben a uno de los dos grupos en conflicto. Unos pasaron de la militancia comunista a las JONS. Así el pintor Mateos o Montero Díaz, íntimo amigo de Iglesia... Y algunos a las JONS desde la CNT. También se dijo eso de Picasso. Giménez Caballero ha contado (aunque no parece muy creíble) que Alberti fue uno de los primeros que vistió camisa azul. Cuando La Gaceta se escinde y se van los comunistas, Arconada se queda, aunque por breve tiempo, con los del fascio.

Ramón Iglesia fue uno de los firmantes del Manifiesto de La Conquista del Estado, aquel escrito en que se asume, con sus luces y sus sombras, la historia de España, se condena la política de la Restauración y se pide un puesto para los jóvenes revolucionarios...

«A comienzos de los años treinta, dice María Zambrano en su libro Los intelectuales en el drama de España, comienzan a extenderse por España las ideas del fascismo italiano. El primer grito de la inteligencia fascista lo dio en España, como una controversia y aun ataque a la Generación del 98, y contra la España invertebrada de Ortega y Gasset, Giménez Caballero.

Desde su revista La Gaceta Literaria, comenzó a importar el fascismo italiano. Su libro Genio de España es su formulación más clara».

Ya en 1929, Giménez Caballero había recogido sus primeras ideas fascistas en el prólogo al libro de Curzio Malaparte En torno al casticismo de Italia. Este prólogo, titulado Carta a un compañero de la joven España -considerado por muchos como el primer texto fascista que aparece en ella- estaba dirigido a un prometedor universitario, a la sazón lector de español en la ciudad sueca de Göteborg: Ramón Iglesia Parga, que había enviado desde allí una entusiasta carta a Giménez Caballero, hablándole de la nueva Italia.

«Corrigiendo las últimas pruebas de este libro architaliano de Curzio Malaparte», empieza Giménez Caballero su prólogo, «me llega una carta desde Göteborg, desde Archiescandinavia. La carta es de un muchacho español como yo, embebido de tradición germanizante y occidental como yo, soldado como yo, lector universitario en una región nórdica de Europa como yo, y que se ha encontrado de pronto -en la vuelta fatal de nuestra generación- a Italia: como yo».

«Estoy atravesando la crisis del lector, le escribe Ramón Iglesia, españolizándome y sintiéndome cada vez más desinteresado de lo que no es español. Está aquí de lector de italiano Ercole Reggio, discípulo de Giovanni Gentile, con no sé qué cargo en el Instituto que le invitó a usted a conferenciar en Roma. Me está saturando de fascismo de buena ley. ¿No puede La Gaceta literaria empujar en este movimiento de Sur contra Norte? Conviene llamar la atención de la gente hacia Italia. ¿Por qué no publicar en las ediciones de La Gaceta una traducción de Italia contra Europa, de Malaparte? Yo podría hacerla y ponerle un prólogo. También convendría poner en español algunos estudios cortos de G. Volpe, el historiador... En España estamos perdidos. No interesa la historia ni la política. Yo fui de los que dijeron no a una encuesta de usted sobre política, hace un año. Y hoy diría . No a lo presente, claro, sino a lo que vendrá si nosotros sembramos. ¿Cuándo tendremos nosotros una España contra Europa?»

«La contestación a esta carta», nos dice Giménez Caballero, «trémula de clarividencias inquietas... quiero verificarla en este prólogo mío».

La publicación de este prólogo le valió a Ramón Iglesia, que tenía entonces 23 años, muchas enemistades. El nos cuenta cómo numerosos amigos dejaron de saludarle. Según Zambrano, los intelectuales que se hicieron eco de estas ideas fueron muy pocos. «Se trata, según ella, de una simple superposición de pensamientos fáciles y de cierta brillantez sobre auténticas angustias y problemas».

En 1931 se crean las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, más conocidas, por sus siglas, como las JONS. El comité organizador estaba formado, entre otros, por Ramiro Ledesma Ramos como presidente, Ernesto Giménez Caballero, Manuel Souto Vilas, Antonio Riaño, Ramón Iglesia Parga, Juan Aparicio, Francisco Mateos, etc.

Su ideario político se dio a conocer a través de un famoso Manifiesto y del semanario La Conquista del Estado. Según Eduardo Álvarez Puga, en su libro Historia de la Falange, este ideario era básicamente el siguiente:

Todo el poder corresponde al Estado. Sólo hay libertades políticas dentro del Estado, no por encima del Estado, ni frente al Estado. Se postula también la supresión del marxismo, la afirmación de los ideales hispánicos, la difusión imperial de la cultura española, la colaboración con la universidad, la extirpación de los focos regionalistas que aspiran a la autonomía política, la potenciación del trabajo, el impulso a la cultura de masas y la política social...

En 1934 las JONS se fusionan con Falange Española, dando lugar a un nuevo partido, Falange Española de las JONS, cuya historia y vicisitudes son de sobra conocidas.

Cuando ese hecho se produjo, hacía mucho tiempo que Iglesia las había abandonado, según mi información, al conocer que estaban siendo apoyadas y financiadas por José Félix de Lequerica y el Marqués de Desio, significados monárquicos, contactados gracias a la intervención parece ser que de José María de Areilza. Mi padre se fue, aunque no de inmediato, al Partido Comunista de España.




ArribaAbajo2. El exilio

A finales de 1938, con la guerra ya perdida, muchos de los vencidos buscaron refugio fuera de España. Algunos se refugian en el Norte de África, otros emigran a Inglaterra, a Bélgica y sobre todo a Rusia. La mayoría opta por el refugio francés. Ramón Iglesia es uno más entre los miles de españoles que pasa a Francia, en el último momento, huyendo de la represión franquista.

Para resolver el problema de los emigrados, el gobierno de Negrín creó en París el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles, conocido como SERE por sus siglas. Dependiendo del SERE se creó en París la Junta de Cultura Española, impulsada por Larrea, Bergamín y otros, para ayudar a los españoles que se encontraban recluidos en los campos de concentración en condiciones lamentables y para promover la emigración de los intelectuales a Hispanoamérica, especialmente a Méjico, porque el refugio francés no resultaba seguro por el peligro inminente de guerra en Europa.

El primero de junio de 1939 llegan a Veracruz en el Flandre, con pasajes pagados por el SERE, los primeros exilados españoles: un grupo formado por 312 refugiados. El 13 de junio de ese mismo año llega a Méjico, al mismo puerto, el vapor Sinaia, transportando a unos mil seiscientos refugiados, de ellos doscientos intelectuales. Entre estos (Altamira, Garfias, Zozaya...) se encontraba Ramón Iglesia, que durante la travesía realizó funciones de telegrafista. El transmitía a sus compañeros las noticias de la guerra a punto de estallar. Estas noticias se llevaban a la sección internacional del periódico que, con el mismo nombre del barco, se editó durante la travesía y que constituyó, de hecho, el primer periódico del exilio. Tras el Sinaia zarparían nuevos barcos, como el Mexique, el Ipanema y otros, rumbo a Argentina, Venezuela, Chile y sobre todo a Méjico, que se mostró particularmente generoso con los republicanos españoles.

La salida de España de lo más granado de sus intelectuales, representó una verdadera sangría cultural para el país. Javier Pradera ha escrito, refiriéndose al éxodo español: «El exilio republicano se nos presenta no sólo como la tragedia personal vivida por los miles de hombres y mujeres transterrados más allá del Atlántico, sino también como un drama colectivo para la continuidad y la integridad de la cultura española».

El vacío producido fue todavía mayor por la actitud del régimen franquista de silenciar durante largos años de represión inmisericorde la labor de los intelectuales emigrados. «De esta forma, dice Pradera, cualquier reflexión sobre el descubrimiento del exilio en España implica el estudio de la ignorancia y el desconocimiento previos que hicieron posible ese hallazgo posterior; esto es, obliga no sólo a ocuparse de la ausencia en la cultura española de postguerra de los científicos, escritores, profesores y artistas refugiados en América, sino también, y sobre todo, a describir el rencoroso trabajo de oscurecimiento y erradicación de sus figuras y de sus obras, puesto en práctica por el régimen franquista durante los años -los largos años- posteriores a la guerra civil».

Este éxodo masivo de las mejores cabezas del país había de resultar en cambio extraordinariamente fecundo para la cultura hispanoamericana, como se ha reconocido por los intelectuales y universitarios de aquellos países, sin ninguna reserva. Luís González, en el libro de Nicolás Sánchez Albornoz El destierro español en América, se refiere así a la emigración española: «Sin lugar a dudas la acción de los veinticinco mil españoles transterrados a México en 1939 y en los años cuarenta, sólo es comparable a la acción fundadora de los miles de españoles transterrados en el siglo XVI. La obra cultural de los mil profesionistas hispanos de nivel académico que viven allá desde hace medio siglo, es tan grande y generosa cono la de los misioneros, que hoy celebra el quinto centenario».

Por lo que se refiere a la historiografía, que es la parcela que nos interesa, su situación en México en el momento de la arribada de los emigrantes españoles era bastante pobre, sobre todo si la comparamos con la de Europa y la de los Estados Unidos (y aun con la de España en el momento en que empezó la guerra). Ninguna institución pública financiaba las investigaciones históricas. El Instituto Panamericano de Geografía y el Instituto Nacional de Antropología e Historia empezaban a dar por entonces sus primeros pasos.

La fraternal acogida de las instituciones mejicanas a los intelectuales españoles se tradujo inicialmente en la creación de la Casa de España. Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas fueron sus verdaderos creadores. Cosío se dirigió en 1936 al general Mújica, miembro del Gabinete de Lázaro Cárdenas, proponiendo que se invitase a México, por cuenta del Gobierno, a eminentes españoles que veían dificultadas o interrumpidas sus tareas a causa de la guerra civil. También pidió a su amigo Montes de Oca, Director del Banco de México, que hablase con Cárdenas para que invitase a trasladarse a México con gastos pagados a intelectuales españoles de la talla de Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Enrique Díez-Canedo, Ramón Menéndez Pidal y a otros menos conocidos pero de acrisolada formación.

De los citados sólo Díez-Canedo se trasladó a México, pero la Casa de España, obtenido el apoyo del presidente Cárdenas, seleccionó primero a doce, extendiendo este número más tarde hasta cincuenta, «entre los científicos, académicos y artistas más distinguidos» de la diáspora, que se convirtieron desde el primer momento en «un pequeño, pero excepcional núcleo receptor, creador y emisor de alta cultura».

La Casa de España inicia su andadura el 1 de julio de 1938, por un Decreto firmado por Lázaro Cárdenas, como Centro de investigación dedicado «a la cooperación internacional en el campo de la educación y la cultura superiores». Alfonso Reyes figuraba como presidente y Cosío Villegas como secretario.

En ese mismo año llegan los doce invitados por la Casa de España, entre los que se encontraban figuras como el crítico de arte Leopoldo Gutiérrez Abascal (Juan de la Encina), el poeta León Felipe, el filósofo José Gaos, el poeta y crítico Moreno Villa o el psiquiatra Rodríguez Lafora. La intención era darles asilo hasta el final de la guerra, pero la derrota del bando republicano hizo modificar estos planes. El número de invitados creció hasta llegar a los cincuenta, seleccionados entre los artistas, científicos y académicos más destacados en sus profesiones. Entre los becarios que se incorporaron a la Casa en 1939, un total de seis, figuraba mi padre, Ramón Iglesia Parga.

Desde su fundación en 1938, hasta su conversión dos años más tarde en el Colegio de Méjico, la Casa de España sirvió de apoyo y refugio a numerosos intelectuales y artistas españoles, que se habían exilado huyendo de la guerra civil o, acabada ésta, de la durísima represión contra los vencidos que puso en marcha el régimen de Franco.

En 1940 la Casa de España desaparece para dar paso al Colegio de Méjico. Las circunstancias eran ya otras; el mandato de Cárdenas llegaba a su fin y la guerra civil española había concluido, pero se iniciaba el conflicto mundial en Europa. La plantilla se redujo porque muchos de sus miembros, sobre todo científicos y técnicos, pasaron a otros centros de investigación. En el Colegio quedaron únicamente doce: humanistas, historiadores, filósofos y sociólogos. Estos eran Jesús Bal y Gay, Juan de la Encina, Enrique Díez-Canedo, José Gaos, Ramón Iglesia Parga, José Medina Echevarría, Agustín Millares, José Moreno Villa, Luis Recaséns Siches, Juan Roura Parella, Adolfo Salazar y Joaquín Xirau.

El Colegio nace con la intención de aproximarse más íntimamente al mundo mejicano, sin perder por eso sus valores hispanos. Su labor ha sido muy brillante, como lo demuestra su andadura a través de largos años, que ha sido contada por Clara E. Lida en un documentado estudio.

Con la llegada de los intelectuales españoles comienza una época de esplendor para la cultura mejicana. En el campo de la historia y de la filosofía, la labor de estos intelectuales españoles es especialmente enriquecedora. Integrados en el Colegio de México (Colmex) se crean una serie de institutos de historia, ciencias sociales y filosofía, donde Altamira, Gaos, Iglesia, Malagón, Medina Echevarría, Millares, Miranda y muchos otros exilados se dedicarían a formar historiadores. «Los exilados españoles no sólo enseñan cómo se hace historia. También escriben, traducen y editan numerosos libros de historia. Fundan la editorial Séneca y amplían el incipiente Fondo de Cultura Económica hasta convertirlo en la editorial máxima de México» y ponen con sus traducciones obras básicas de historia al alcance de los historiadores mejicanos no muy duchos en lenguas extranjeras.

Javier Malagón, en Los historiadores y la historia en el exilio español, destaca la ingente obra bibliográfica de aquella emigración tan laboriosa. «Alguien debería recoger la multitud de artículos publicados en periódicos y revistas totalmente suyos; en Cuadernos Americanos e Historia Mexicana, publicaciones trimestrales de las que fueron asiduos colaboradores; en los diccionarios enciclopédicos UTEHA y Porrúa, en donde es clara su presencia, y en tantas publicaciones periódicas que ellos multiplican y enriquecen».

Refiriéndose al trabajo desarrollado por Ramón Iglesia en América, Emilio González López dice: «Fue extraordinaria su labor en los siete primeros años de su exilio, quizá no superada por exiliado alguno sobre este tema, salvo otro coruñés, Salvador de Madariaga, que por este tiempo escribió sus obras sobre el Ascenso y decadencia del Imperio español en América y sus biografías de Cristóbal Colón y Hernán Cortés».

Ramón Iglesia, trabajando con sus alumnos, «puso sobre el tapete las maneras de historiar de los constructores de la Nueva España, de mílites que escribían cartas de relación, y de misioneros que contaban las proezas de vencidos y vencedores».

Andrés Lira en su ensayo «Cuatro historiadores» nos dice así al hablar de Iglesia: «Los estudios de Iglesia y los trabajos realizados en España, lo acreditaban como bibliotecario excelente, conocedor de la historiografía medieval, filólogo y traductor, como el que se había acercado más a la historia de América y de México... Además se había interesado por la actualidad de México al comentar, en 1936, el libro de Samuel Ramos El perfil del hombre y la cultura en México».

Y, refiriéndose a su labor en México, continúa: «Comparada con la de otros ilustres republicanos españoles, la estancia de Ramón Iglesia en México fue breve, pero generosa en frutos, debido a la intensidad de las jornadas que rindió como historiador, como traductor, como crítico y enriquecedor de las labores editoriales (dígalo, si no, el catálogo del Fondo de Cultura Económica) y como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad y del Centro de Estudios Históricos del Colegio de México, donde formalmente fue sólo profesor de la primera generación, por más que quedó en la memoria de las siguientes, debido al recuerdo de su personalidad y al vigor de sus escritos».

En 1942 Iglesia abandona México. Se traslada a Estados Unidos donde da clases en la Universidad de California, en Berkeley. Vuelve nuevamente a México en 1943. En 1946 la recesión económica y la situación del Colegio de México le obligan a abandonar el país definitivamente. Regresa a los Estados Unidos donde ejerce como profesor asociado en la Universidad de Illinois y, más tarde, como profesor invitado en la Universidad de Wisconsin en Madison. En esta ciudad las duras y angustiosas condiciones del exilio y los sufrimientos y trastornos producidos por un tumor cerebral nunca detectado por los médicos, ocasionan su trágica muerte el 5 de mayo de 1948, cuando aún no había cumplido los cuarenta y tres años.

«Dejó, dice Andrés Lira, magistrales páginas, buen número de ellas dispersas en publicaciones periódicas, testimonios de su trabajo, que permanecen inéditas, cartas en las que se revela una actividad constante, aun en los momentos más difíciles... que habrá que reunir para ser justos con su memoria y para provecho de quienes valoren, como se debe, la autenticidad hecha conocimiento».




ArribaAbajo3. Su concepto de la historia

Juan Ortega Medina, en el libro El Exilio español en México, dice de Ramón Iglesia que seguía en su tarea como historiador el perspectivismo filosófico de Ortega y Gasset: «El problema de nuestro tiempo, dice textualmente, será para Ramón Iglesia la observación de la realidad histórica desde una determinada perspectiva o circunstancia. Esta, en tanto que componente esencial de la realidad histórica, opera de tal forma que dicha realidad será siempre cambiante, como cambiantes son los puntos de vista crítico-históricos. Esto quiere decir que la verdad histórica es múltiple, de acuerdo con los lugares y las épocas. Siendo la historia el conocimiento más cercano a la vida, será la ciencia más expuesta a sus cambios y reflujos».

Iglesia en unas conferencias dadas en México, en la ciudad de Guadalajara, publicadas en El Hombre Colón y otros ensayos, bajo el título La Historia y sus limitaciones, nos habla de su concepto de la historia. Sostiene «la imposibilidad de la historia de sustraerse al medio en que se la escribe. En primer lugar por la inmersión del historiador en un ambiente que hoy es distinto del que era ayer, como también será distinto al de mañana; en segundo lugar, porque la tan apelada y socorrida imparcialidad histórica no existe, ni ha existido jamás. El verdadero concepto de imparcialidad es un mito. El punto de vista personal, la parcialidad, es factor ineludible en la apreciación de los hechos humanos y, por lo tanto, en su relato, que es la historia». La personal ecuación de cada autor, dice Iglesia, siguiendo a Ranke.

«La historia no puede ser una ciencia generalizadora, descubridora de leyes válidas para el mayor número posible de fenómenos. La historia, basándose en el conocimiento del pasado, no puede establecer leyes que permitan conocer el porvenir».

Iglesia sostiene que una de las ideas que hay que desechar «como más perturbadora para el estudio de la historia, es la de que ésta se escribe sin prejuicios, considerados no como idea preconcebida, sino como juicio previo con que nos acercamos a los problemas del conocimiento». Apoyándose en Heinrich Rickert, cuyo libro Ciencia natural y ciencia cultural, según él, «todo historiador debiera conocer», sostiene la existencia de dos grandes grupos en las ciencias particulares: el de las ciencias naturales y el de las ciencias culturales, nombre que Rickert considera más adecuado que el de ciencias del espíritu, que le diera Dilthey. El método de las ciencias naturales y el de las ciencias culturales son opuestos. El método naturalista generaliza y el método histórico individualiza.

Por ello, el historiador, al narrar los hechos, no puede hacerlo asépticamente. Lo hace siempre partiendo de la creencia en unos determinados valores, influido por sus propias circunstancias. La historia de la América española se ha escrito partiendo de dos creencias opuestas: la de que la conquista fue beneficiosa, o la de que fue perjudicial para los indígenas.

Iglesia nos habla de su propia experiencia de la guerra española, que traslada a la conquista de México. Sus estudios en Madrid le hicieron inclinarse hacia la versión de los hechos dada por Bernal Díaz del Castillo, y criticar duramente la de Gómara. Ya en México, su pasada experiencia de la guerra de España y sus conocimientos de la realidad mejicana, le hicieron cambiar y empezar a valorar positivamente la versión de Gómara.

De todo lo anterior concluye que la historia no puede limitarse a narrar unos hechos escuetamente, reflejando lo encontrado en los documentos de los Archivos, que, por otra parte, no son tampoco tan reales e imparciales como parecen, ya que están influidos también por las circunstancias del que los escribió. Este trabajo de búsqueda y acopio de materiales resultará estéril si no va acompañado por una labor de crítica e interpretación de los mismos.

En «Dos estudios sobre el mismo tema», referentes a Bernal Díaz del Castillo y Gómara, incluidos en El hombre Colón y otros ensayos, Iglesia nos habla de su formación en la escuela positivista y de cómo «sus propios puntos de vista han cambiado con los años». Sus palabras son una clara crítica a la forma de hacer historia defendida por Menéndez Pidal y el Centro de Estudios Históricos, donde Iglesia se había especializado.

«Poco envidiable resulta hoy la situación de quienes nos hemos formado en los estudios históricos dentro del ambiente confiado y alegre del credo positivista. En él se nos adormecía dedicándonos a la plácida rebusca de documentos, a la aportación de "hechos", procurando disipar nuestros escrúpulos con la afirmación de que la interpretación y la síntesis vendrían más tarde, serían tareas para generaciones posteriores, las cuales podrían edificar sobre la base sólida que nosotros ibamos a entregarles...».

«¿Y hoy?» añade. «¿Nos queda algo acaso de aquellas confiadas ilusiones? ¿o, por el contrario, nos encontramos desbordados, llenos de fatiga, corriendo el peligro de seguir la suerte del erudito de Anatole France, sepultado bajo el torrente de sus papeletas?...» El positivismo, afirma, deshumanizó la historia y, lo que es aún más grave, deshumanizó al historiador... le pidió que fuera ajeno a todos los conflictos, a todas las ideas de la época, que se vaciase de contenido espiritual. Sólo así podría el historiador analizar, criticar las producciones de otras épocas y de culturas distintas a la suya, alcanzando la difícil posesión del conocimiento histórico.

«¿Se ha logrado esto?» se pregunta. «No. Al vaciarse el propio historiador, también su obra se ha quedado sin contenido...».

El único género que se salva de sus críticas es el biográfico: «Si algún género histórico se ha mantenido en auge en nuestros días, ha sido el biográfico, cultivado por personas no procedentes del campo de los estudios históricos propiamente dichos, pero que han tenido buen cuidado de evitar en sus libros esa frialdad, esa seriedad, ese olor a muerto que han invadido las producciones de la historia científica... La biografía es entre todos los géneros históricos, el único que ha sabido mantener el contacto con la vida humana, frente a la deshumanización de que han hecho gala los historiadores científicos».

Y nos da la solución del problema, defendiendo la tesis de la historia perspectivista: «Cabe pensar que no todo está perdido... El historiador debería humanizarse, partir de la humilde verdad de que él también es un ser limitado... un hombre con toda la grandeza y toda la servidumbre que ello implica, y que sólo así, con la aceptación previa de todas sus limitaciones de tiempo, lugar, cultura, forma de vida, de su circunstancia en suma, podrá proyectar su atención sobre el pasado y fecundar su visión con la propia experiencia vital y dejarse, a su vez, fecundar por el pasado mismo».

Partiendo de su propia experiencia nos refiere después cómo en un trabajo presentado al XXVI Congreso de Americanistas, celebrado en Sevilla en 1935, analizaba algunos aspectos de la historiografía española, especialmente sobre la obra de Bernal Díaz del Castillo, concluyendo por aceptar la visión dada por Bernal de la conquista de México. «Son los hombres de Cortés y no el conquistador quienes llevan todo el peso de la conquista».

Pero más tarde estalla la guerra civil española y tiene que participar en ella: «Adquiero así una experiencia directa», nos cuenta, «vivida, de los problemas militares, experiencia que no me hubieran dado todos los libros de historia del mundo. Y veo de cerca cuál es en la guerra el papel de los jefes que saben mandar y de los soldados que saben obedecer y morir, la necesidad profunda de las jerarquías y de la disciplina en un ejército, cosas todas que habíamos ido olvidando».

Ello le lleva a revisar hondamente su concepción de los problemas históricos y de la obra misma de Bernal. Compara ésta con la de Gómara y llega a la conclusión, que admite sin ambages, de que «Cortés tuvo un papel mucho más destacado en la conquista que el que Bernal le asigna». Por eso le parece interesante publicar juntos los dos trabajos, «por si sirve de motivo de reflexión a los confiados creyentes en la acumulación de datos como generatriz de un mayor conocimiento en línea recta. En mí... no ha habido una simple acumulación de datos, sino un cambio de punto de vista, motivado no por lecturas y reflexiones, sino por una experiencia vivida, por un Erlebnis».

«El historiador tiende a desentenderse de los problemas vivos de su país y de su época, creyendo lograr así un mejor conocimiento del pasado; "así se ocupan de la historia los que son incapaces de hacerla", en frase de Nietzsche». En corroboración de esto, Iglesia añade que le han enseñado más historia los tres años que ha pasado en el frente durante la guerra civil que todo lo que había leído en los libros.

En una Mesa Redonda que se celebró en México en 1945 y en la que participaron los historiadores de la escuela positivista Rafael Altamira y José Medina Echevarría, sociólogo y filósofo del derecho respectivamente, y en la que debía participar también Silvio Zabala, que no se presentó, y frente a ellos, los historiadores opuestos al positivismo Edmundo O'Gorman, José Gaos y Ramón Iglesia, se discutieron los fundamentos de ambas escuelas. La crónica de aquella polémica ha sido hecha por Álvaro Matute en su libro Teoría de la Historia en México (1945-1973).




ArribaAbajo4. La obra

La obra escrita de Ramón Iglesia está realizada casi toda en México. Allí aparecen sus libros más importantes. Allí publica, en las principales revistas mejicanas y en las revistas españolas del exilio, una serie de interesantes artículos. En cuanto a su labor como profesor en la Universidad y en el Colegio de México, fue también muy notable. Entre sus alumnos se cuentan destacados historiadores mejicanos, formados por él.

Su labor como crítico y como traductor, durante su estancia en América, fue también muy destacada.


ArribaAbajo4. 1. La edición crítica de Bernal Díaz del Castillo

En 1932 se le encarga, por el Centro de Estudios Históricos, la edición crítica de la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España. La Historia verdadera, escrita por Bernal Díaz del Castillo, historiador que tomó parte en los hechos que narra, es uno de los testimonios más interesantes que se conservan de la conquista de Méjico y de la gesta de los españoles en América.

Parece probado que Bernal empezó a escribir su obra hacia el año 1551, y en 1557 la envió a España. Ese original se perdió, pero se conserva la primera edición, que salió a la luz en 1632; es conocida, por el nombre de su editor, el cronista mercedario Fray Alonso Remón, como manuscrito Remón.

En Guatemala, donde Bernal escribió su obra, se conserva otra copia manuscrita, que se suele considerar como manuscrito original o borrador, nombres por los que se la conoce. Carmelo Sáenz de Santa María, en la introducción crítica a su edición de la Historia verdadera, de Bernal (1982), le da el nombre de Manuscrito Guatemala, como se la conoce en aquel país.

Una copia del Manuscrito Guatemala, desaparecida a mediados del siglo XVIII, se encontró, en la primera mitad de este siglo, en poder de una familia de Murcia: los Alegría. Se conoce, por el nombre de sus poseedores, como Manuscrito Alegría. Sáenz de Santa María sostiene, con razones que parecen muy fundadas, que este manuscrito no es obra de Bernal sino de su hijo Francisco.

La primera edición del Manuscrito Guatemala fue realizada en México en 1904, siendo su editor Genaro García. Tras esta edición vinieron otras, realizadas en Hispanoamérica y en España, que seguían la versión del Manuscrito Guatemala.

Para aclarar las diferencias que existían entre el Manuscrito Guatemala y el Manuscrito Remón, que presentaba con el primero numerosas diferencias e incluso claras interpolaciones, el Centro de Estudios Históricos de Madrid proyectó una nueva edición, en la que se debía cotejar la Edición Guatemala con la Edición Remón.

Esta edición, según Rodríguez Cabañas, iba a ser patrocinada por los gobiernos de España y México. El estudio crítico le fue encomendado a Ramón Iglesia, como ya hemos dicho, bajo la dirección de Américo Castro. Iglesia, según Sáenz de Santa María, se vió gratamente sorprendido por el descubrimiento del nuevo códice de la Historia verdadera, que Rodríguez Moñino identificó en la biblioteca del bibliófilo murciano José Alegría, cuando la recomposición del texto había llegado al folio 96 vuelto, correspondiente al capítulo CXII. A partir de este momento, se comenzó el cotejo de los tres manuscritos.

La guerra de España trastocó todos los planes y dejó esta labor, que ya estaba en fase muy avanzada, sin concluir. La copia fotográfica del Manuscrito Guatemala, que el Centro de Estudios Históricos había recibido, desapareció. Ramón Iglesia se exilió a México y más tarde a Estados Unidos, donde murió.

En México publicaría una edición del Bernal Díaz en 1943, utilizando las variantes del Manuscrito Alegría, la edición de Genaro García y la preparada por él mismo en Madrid que la guerra dejó sin concluir. La segunda edición de esta obra aparecería en 1950.

Ramírez Cabañas publicó otra edición en 1944, igualmente en Méjico, aprovechando las pruebas tipográficas de lo hasta entonces cotejado por Ramón Iglesia, que se encontraban en poder del último embajador mejicano en la España republicana.

Por lo que se refiere a la España de Franco, el Instituto Fernández de Oviedo, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que se atribuyó la herencia de la Sección Hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos, editó en 1940 el primer volumen de la edición crítica de la obra, que aparece dirigida por Carlos Pereyra, bajo la dependencia de Ciriaco Pérez Bustamante, quienes utilizaron los trabajos realizados hasta entonces por mi padre. Esta edición salió sin que en ella -siguiendo la política de silenciar la labor de los intelectuales transterrados- se mencionase el nombre de Ramón Iglesia (un republicano, al fin y al cabo, y comunista además, a quienes no se reconocía el derecho a la propiedad intelectual) lo que disgustó a éste profundamente, y le afectó durante toda su vida.

Para la edición del segundo volumen existían un centenar de páginas, preparadas para dar a la imprenta por Iglesia, que se encontraban en el archivo del Centro. Habiendo quedado sin concluir este segundo volumen por el fallecimiento de Pereyra, el Instituto encargó en 1946 a Carmelo Sáenz de Santa María una nueva edición de la obra, que no apareció hasta 1982. Esta edición utiliza también el trabajo de Ramón Iglesia, pero tiene la elegancia de hacerlo constar así en su portada.

A pesar de sus defectos, Santa María considera la obra de Bernal como lo más logrado en su género. Sin embargo, no fue ésta la opinión que acompañó a la Historia verdadera durante siglos, sobre todo a partir de la publicación en 1684 de la obra de Antonio de Solís, La conquista de México, que tuvo mucho éxito, fue reeditada más de veinte veces en español y traducida varias veces al francés y al inglés.

Solís critica duramente a Bernal, del que dice que «aunque le asiste la circunstancia de haber visto lo que escribió... no tuvo la vista libre de pasiones para que fuese bien gobernada la pluma... y andan muy descubiertas entre sus renglones la envidia y la ambición, y paran muchas veces estos efectos destemplados en quejas contra Cortés, principal héroe de esta historia».

La reacción a favor de la obra de Bernal comienza a finales del siglo XVIII con el libro de Robertson, publicada en 1777. En España quien más ha contribuido a la rehabilitación de Bernal Díaz ha sido Ramón Iglesia, seguido por Carlos Pereyra y Carmelo Sáenz de Santa María.

Iglesia, en el trabajo presentado al XXVI Congreso de Americanistas de Sevilla en 1935, «analiza, según Santa María, escrupulosamente las cualidades de minuciosa exactitud y de delicada finura que presidieron espontáneamente la elaboración de aquella crónica, una de las últimas manifestaciones de la historiografía popular española».

Iglesia no sólo cotejó los distintos textos del libro de Bernal Díaz, sino que realizó varios ensayos sobre el carácter de su autor y el estilo de la obra. Además del estudio de Sevilla, ya citado, publicó otros como la «Introducción al estudio de Bernal Díaz del Castillo», que apareció primeramente en la revista mejicana Filosofía y Letras, y que más tarde fue recogido en El Hombre Colón y otros ensayos, donde analiza la figura humana de Bernal.

Nacido en Medina del Campo en 1495 o 1496, de familia modesta, busca fortuna en los viajes a las Indias. Participa en las expediciones de Pedrarias Dávila, Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva. Sigue más tarde a Hernán Cortés en la conquista de Méjico. «Siendo hombre de escasa cultura libresca, nos dice Iglesia, no tiene afortunadamente modelos literarios que imitar y se hunde en el relato de los hechos en que ha tomado parte. Lo que constituye para nosotros el mayor encanto de su libro es que sea totalmente incapaz de selección, de distinguir entre lo esencial y lo que no lo es; lo cuenta todo, absolutamente todo, dándonos en su Historia esa riqueza de vida auténtica que nos hace asistir con él a la marcha del puñado de hombres que conquista las tierras mexicanas».

Iglesia le juzga como un «hombre bullicioso, insatisfecho y pleiteante», nunca contento con las recompensas que recibe a cambio de sus servicios; eternamente resentido. «Representante genuino de aquella generación turbulenta de conquistadores que, cuando dejan de guerrear con los indios, dedican el resto de sus vidas a forcejear con la corona para conseguir mercedes que les permitan vivir sin trabajar».

Destaca que «este resentimiento y esta avidez de los conquistadores, que este formidable y larguísimo pleito que mantienen con la corona por cuestión de intereses, por reparto de tierras y de indios, forma la base, la raíz de la Verdadera Historia de Bernal». Y más adelante insiste: «La idea fija de toda la vida de Bernal es la de haber entrado a formar parte de una nueva aristocracia, la de los conquistadores, que por sus heroicas hazañas se ha hecho acreedora a todo género de mercedes por parte de la corona». Pese a su egoísmo, el espíritu de grupo propio de la época le hizo escribir, junto a sus hazañas, las de sus compañeros de expedición. Para destacar su personalidad y la de sus compañeros, disminuye la figura de Cortés que «se nos aparece en sus páginas como la criatura de una camarilla que le lleva y le trae y le hace tomar decisiones contra su voluntad».

La parte de Cortés en la empresa es, para Iglesia, «muy superior a la que Bernal le reconoce. Su mayor mérito es el haber bregado con la banda de aventureros que le seguía, de miras mucho más limitadas que las suyas, y haberlos conducido a la victoria... La entereza de Cortés, su rango superior, su papel señero en la empresa, campean en las páginas de Bernal, a despecho de las censuras que le dirige».

Bernal, según Iglesia, era un ególatra que tuvo el acierto genial de, para darnos cuenta de su méritos, escribir la mejor crónica y la más completa de la conquista de la Nueva España y uno de los grandes libros de la literatura universal. Históricamente, considera a la obra de Bernal como el polo opuesto a la de Las Casas. Las Casas defendía los derechos de los indios; Bernal, los derechos de los conquistadores.

El Bernal de Ramón Iglesia, es para L. B. Simpson, un nuevo Bernal, «menos instrumental que el que es sólito presentar en tanto que antagonista de Cortés; pero es un personaje novedoso, ávido representante de la siempre insatisfecha neoaristocracia conquistadora. Bajo este tratamiento, el ciego, sordo, empobrecido y a la vez digno de lástima Bernal Díaz del folklore -una caricatura dibujada por él mismo- desaparece y es reemplazado por un agudo, colérico y envidioso personaje, que emplea sus mejores cualidades para escribir la crónica más memorable de la Conquista, y este retrato de Bernal Díaz, lejos de apartárnoslo, hace de él un hombre algo más atractivo e incluso admirable».




ArribaAbajo4. 2. Cronistas e historiadores de la Conquista de México. El ciclo de Hernán Cortés.

Es una de las obras más importantes de Ramón Iglesia, que aparece en Méjico en 1942. De acuerdo con sus convicciones, el autor nos dice que en lugar de estudiar los textos históricos prescindiendo del que los escribió, va a buscar en la obra histórica al hombre que la escribe, tratando de averiguar lo que siente y lo que piensa, indagando cuáles son los motivos que mueven su pluma y le hacen ver los hechos de determinada manera. «No puede haber estudio más apasionante que el observar cómo un mismo núcleo de hechos se refracta diversamente según el espectador que los describe». Piensa que ningún tema se presta mejor a un estudio de este tipo que el de la conquista de México, que ha dado lugar a tantos libros desde el momento mismo en que se produjo.

El libro comienza analizando las cartas de relación escritas a Carlos V por Hernán Cortés, un total de cinco, en las que relata sus primeros contactos con el imperio azteca, su intento de incorporarlo a la Corona española, su fracaso, la terrible guerra con los indios, la destrucción del imperio de Moctezuma y la labor de reconstrucción del país, una vez terminada la conquista. Cortés habla también de la campaña de descrédito de que es objeto su obra en España. «Quejas, descargos y señalamientos de sus méritos y reclamaciones por las injusticias que con él se cometen, llenan la correspondencia de Cortés en los últimos veinte años de su vida». La pérdida de atribuciones en la Nueva España, el envío de oidores, e incluso un virrey, le resultan intolerables.

Para Iglesia, Cortés no sólo fue un gran conquistador, sino un magnífico gobernante. Ve dos ideas básicas en su política: conseguir a toda costa la conservación de los indios, y lograr el arraigo de los españoles en las nuevas tierras. Habla también de la alta estimación de que gozaba entre los indios que, según él, se explica muy difícilmente si no hubiera sido más que un tirano ávido de gloria. Este prestigio de Cortés es el que motiva el recelo de la Corona y la persecución que sufrió en España.

Iglesia habla a continuación de la obra de Pedro Mártir de Anglería, de sus cartas y de sus décadas De Orbe Novo, cartas extensas, con un total de ocho, que se refieren a los descubrimientos y conquista de América. Se detiene únicamente en las dos últimas décadas para destacar los juicios contradictorios que hace Pedro Mártir de la figura de Cortés y la desconfianza con que se veía en España su actuación en los territorios conquistados, su ambición de poder, de dinero y de gloria, y del envío de oidores para investigar su conducta.

El siguiente trabajo se refiere al cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo. Iglesia estudia concretamente el libro XXXIII de su General y Natural Historia de las Indias, «el cual trata de la provincia e gobernación e conquista e población de la Nueva España».

Oviedo, como buen renacentista, se da cuenta de que el descubrimiento de las Indias revoluciona los conocimientos humanos. «Es un estudio emocionante, nos dice Iglesia -que yo no creo que se haya hecho- el del conflicto creado en las mentes renacentistas entre el redescubrimiento y la veneración por la cultura antigua de un lado, y el acervo de nuevas experiencias que, simultáneamente, vienen a enfrentarse con los resultados de esta cultura y a sacudirla hasta los cimientos... Así Oviedo invoca su propia experiencia frente a los miles de libros que otros acumulan».

Como cronista de Indias, Oviedo poseía cédulas reales para que los conquistadores y gobernantes le comunicasen todo lo que tuviese interés para la obra que estaba haciendo. Amparándose en esto, escribe a Cortés, que no le hace mucho caso y se limita a enviarle las cartas de relación remitidas por él al monarca, cosa que desagradó profundamente a Oviedo. Con todo, utiliza las cartas relaciones de Cortés en 44 de los 57 capítulos en que habla de la conquista de México. Los otros los hace apoyándose en varias relaciones y cartas de distinta procedencia. Oviedo señala siempre de dónde vienen sus noticias y, en caso de que sobre un hecho existan varias versiones, recoge todas ellas. Tal es el caso del enfrentamiento entre Cortés y Narváez.

Iglesia destaca cómo, conforme avanza el relato, la admiración de Oviedo por Cortés es cada vez más grande, llegando a compararle con César. No reconoce, en cambio, el valor de los indios frente a la invasión. Extrañamente, al final de la obra, Oviedo no se muestra tan entusiasta con la figura de Cortés, quizá influido y presionado por el ambiente hostil a Cortés que se respiraba en la Península.

El último y el más amplio de los trabajos de este libro está dedicado a López de Gómara. Gómara es el primer historiador que dedica todo su libro a la conquista de México, libro que sale a la luz antes que ningún otro sobre la conquista, que consigue una amplia resonancia desde el momento de su aparición, que es denunciado, discutido, censurado y prohibido, traducido a distintos idiomas y reeditado muchas veces. Con todo ello, en el Méjico actual estaba casi olvidado por completo.

Los datos de la vida de Gómara, recogidos por Enrique de Vedia y Goosens en su obra Historiadores primitivos de Indias, publicada en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, fueron completados y corregidos por el norteamericano Merriman, que publicó los Anales de Gómara en 1912.

Pocas noticias se tienen del cronista. Nacido en el pueblo del mismo nombre, en la provincia de Soria, en 1511, entró al servicio de Cortés hacia los treinta años, como capellán y criado y estuvo con él seis años, hasta el momento de su muerte en 1547. Cortés encomendó a Gómara la relación de la conquista de la Nueva España, conquista que el historiador no presenció.

Iglesia nos habla brevemente de las distintas obras del cronista: los Anales del Emperador Carlos V, la Crónica de los Barbarrojas, a la que él denomina Primeras guerras del mar de nuestro tiempo y la Historia General de las Indias, de las que la segunda parte se refiere a la conquista de Méjico, que es la que Iglesia estudia detenidamente.

Analiza primeramente las características de la obra del cronista, hombre de grandes conocimientos humanísticos, con una preocupación obsesiva, como buen renacentista, porque los hechos notables no caigan en el olvido; «con un concepto individualista, aristocrático y heroico de la Historia». Para él las grandes individualidades juegan un papel decisivo en la historia, aunque no por eso deja de valorar los hechos.

Refiriéndose a la prohibición de que fue objeto el libro de Gómara en la metrópoli, Iglesia dice que se debe no sólo a las alabanzas que hace de Cortés, mal mirado en la Corte española, sino a la sinceridad con que el cronista se expresa en toda la obra, censurando la política de Carlos V, cuando lo estima necesario, y hablando claramente de los conflictos entre la metrópoli y los conquistadores, especialmente en Perú, con motivo de la promulgación de la Leyes Nuevas de Indias, como consecuencia del libro de Fray Bartolomé de las Casas. «Unos se entristecían, otros renegaban de ellas y todos maldecían a Las Casas, que las había procurado».

Iglesia se refiere después a la polémica entre Gómara y Las Casas, poniéndose de parte del primero. Piensa que Las Casas pudo influir directamente en la prohibición del libro de Gómara.

La parte final del ensayo analiza las críticas de Bernal Díaz, Solís, Muñoz y otros historiadores más recientes a la obra de Gómara, acusándola de parcialidad y de sobrevalorar las hazañas de Cortés. Opiniones favorables a Gómara hay que buscarlas fuera de nuestras fronteras: «Robertson, Prescott, Bancroft, MacNutt, y el mismo Merriman están de acuerdo en que Gómara es hombre de cultura extraordinaria, en que su Historia de las Indias supera con mucho a las de otros autores por su belleza de estilo y claridad de exposición, pero su parcialidad por Cortés le pierde y desacredita. De ahí no pasa ninguno». Esta postura, «que se llegue al extremo de rechazar un libro porque utiliza los datos de la conquista suministrados por el propio Cortés, es un caso monstruoso de la deformación a que puede llevar el cientificismo histórico». Iglesia defiende, frente a los historiadores cientificistas, que Gómara concibiese la conquista de Méjico como la biografía de Cortés. Cortés fue un hombre genial y Gómara fue capaz de verlo. Cuando Gómara publica su libro, el conquistador ya había muerto y muerto en desgracia, lo que hace más admirable la devoción que Gómara le demuestra.

Por último, estudia las diferencias y semejanzas que guarda La Conquista de México con las cartas de Cortés, para concluir que la visión de la conquista dada por Gómara es diametralmente opuesta a la de Cortés. Cortés creía en la posibilidad de atraerse a los indios pacíficamente; Gómara no cree en la penetración pacífica. En consecuencia, Cortés quiere borrar las huellas de cada acción de armas; Gómara se complace en el relato de las batallas. Iglesia termina su ensayo esperando que Gómara sea estudiado y reconocido como el gran historiador que fue.




ArribaAbajo4. 3. El Hombre Colón

En la introducción a El Hombre Colón y otros ensayos, una de su obras más conocidas, y para muchos autores la más importante -publicada también en Méjico en 1944- Iglesia vuelve a hacer hincapié en el carácter variable del conocimiento histórico, en el carácter perecedero y limitado de la historia que se ha hecho en el último siglo. No es él sólo quien lo sostiene. Es Croce, es Toynbee, es Huizinga, es Trevelyan, quienes lo afirman. Y más abajo añade: «Me divierte contemplar cómo mis propios puntos de vista han ido cambiando con los años, incluso en ocasiones sobre temas muy reducidos. Dada mi concepción de la historia, esto no puede sorprenderme».

Justifica la falta de notas con que aparecen estos escritos, en parte por su carácter de ensayos y en parte «porque a los que carecían de ellas, no he podido añadírselas, pues mis fortunas y adversidades me han hecho perder en repetidas ocasiones todo mi material de trabajo».

Los ensayos reunidos en el libro abarcan quince años. Concretamente, de 1929 a 1943. Se niega a hacer la crítica de ellos y justifica su publicación, aunque ya habían aparecido anteriormente en revistas, por el carácter caduco de éstas y lo desorganizado de las bibliotecas.

La crítica de libros que cierra la obra contiene también ideas de gran interés. Hay que tener en cuenta que Iglesia es considerado también como un gran crítico. «La reseña fue uno de los géneros en que mejor se expresó, dice Andrés Lira. Y Álvaro Matute: «Leer las reseñas de Iglesia es aprender los fundamentos del oficio. En todos su textos críticos aparecen la pasión y su compromiso. La crítica como un ejercicio de la mayor profesionalidad, sin hipocresías, sin silencios».

El libro se abre con El hombre Colón, uno de sus trabajos más famosos. Ortega Medina en el libro El Exilio Español en México 1939-1982 se expresa así, refiriéndose a este ensayo: «Un libro fundamental escrito por Iglesia es El hombre Colón, publicado por la Revista de Occidente de Madrid en 1930, cuando el autor cumplía apenas 25 años, que fue reeditado en México por el Colegio, ocho años después, en donde hace gala de la nueva vía de comprensión emocional en el tratamiento de los personajes históricos, ya se trate del famoso Almirante o del no menos famoso Bernal Díaz. El Colón que nos presenta el historiador novel del Madrid de los años treinta, es un personaje de carne y hueso, aligerado del peso de la admiración y beatería románticas... y descendido al nivel de la tierra, sin pedestales y monumentos mitificadores, deshumanizantes. Empero, como escribe el que fue íntimo amigo y colega de Iglesia, el historiador norteamericano L. B. Simpson, en el prefacio a su edición Columbus, Cortés and other Essays, el descubridor que nos presenta el historiador español, a pesar de su monomanía por encontrar oro y pese al rechazo total a admitir que no ha llegado a las proximidades de Asia, es un Colón más humano y comprensible y por el que podemos sentir simpatía».

Basándose en el Diario del descubridor, Iglesia analiza su carácter y juzga a Colón como «un temperamento simple», frente a la complejidad que le atribuyen ilustres autores: «Seco, nada emotivo, duro y egoísta». En su Diario sólo se aprecia el deseo de encontrar oro y especias. «No hay que descubrir tierras, no hay que convertir indios. Hacen falta minas».

Para él, los indios no eran más que cosas, que pueden producir rendimiento. En sus cartas a los reyes, Colón habla de los objetos sin valor que pueden darse a cambio del oro y con la finalidad de atraérselos.

No ve en él el místico que vieron los románticos y Humboldt y Menéndez Pelayo. Según Iglesia, los positivistas aceptaron el Colón místico, degradándolo. Para Iglesia, Colón fue un hombre poco religioso. Su religiosidad es secundaria, interesada, pendiente siempre de resultados prácticos. Su Libro de las profecías es, según él, un simple alegato para conseguir la rehabilitación de sus derechos. Utiliza a Dios para la consecución de sus fines. Trata de demostrar a los Reyes que él era el llamado por la Providencia a ser el descubridor de las Indias.

Ante la perspectiva de una nueva expedición, olvida su misticismo y vuelve a ser el hombre de siempre, «el buscador de oro que en medio de los horrores de su último viaje, encuentra fuerza para gritar: el oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso».

El libro contiene otros ensayos de gran interés, relacionados en la bibliografía del autor. A los principales de ellos ya nos hemos referido al hablar de su concepto de la historia y a sus interpretaciones de la obra de Bernal y Gómara. Del resto no podemos hablar aquí por razones de espacio.




ArribaAbajo4. 4. Vida del Almirante D. Cristóbal Colón

En 1947, el Fondo de Cultura Económica publica la edición de Iglesia de la Vida del Almirante, escrita por su hijo Don Hernando. Es uno de sus últimos trabajos, firmado en el que había de ser su último destino, la ciudad de Madison, en Wisconsin.

En el prólogo del libro Iglesia nos habla de las numerosas controversias y tesis más dispares que ha originado la biografía de Colón.

Hernando Colón había nacido en Córdoba en 1488. Su padre, en aquel momento, no era más que un extranjero «de capa raída», tenido por muchos, según cuenta Oviedo, como «fabuloso soñador», que trataba de hacerse oír en la Corte de los Reyes Católicos.

El viaje y los descubrimientos de 1492 cambian la vida del Almirante y de sus hijos, que llegan a ser pajes del príncipe Don Juan. Hernando adquiere en la Corte una cultura renacentista y, aunque hizo varios viajes a América, y acompañó a los catorce años a Colón en su cuarto viaje, es ante todo un hombre de letras, que pasa la mayor parte de su vida en Europa, dedicado a su gran pasión, que fueron los libros: a la formación de su gran biblioteca.

Don Hernando escribe su libro en defensa de su padre y de los privilegios de la familia en los territorios descubiertos, que el rey Fernando les negaba. «Los descendientes de Colón», nos dice Iglesia, «pleitearon con la Corona en defensa de unos privilegios que mal podían mantenerse, sin que ellos llegaran a ser mucho más poderosos que los mismos reyes». Para no cumplir con lo acordado, la Corona no reparó en medios, procurando rebajar el papel de Colón en el descubrimiento.

Por si fuera poco, Fernández de Oviedo afirmaba en su Historia General y Natural de las Indias, que éstas habían pertenecido a la Corona de España en tiempos remotísimos, afirmación que ponía en entredicho los derechos de los Colón. Para más inri, los Castigatissimi Annali, del genovés Augusto Giustiniani, aparecidos por entonces, hablaban de la condición humilde de la familia Colón, «afirmación muy extemporánea para quienes reclamaban almirantazgos y virreinatos».

La Vida del Almirante es, para Iglesia, «un escrito de ocasión, un alegato en defensa de su padre». El libro ha sido tildado de parcial por los críticos «que olvidan que la historiografía renacentista estaba inspirada por el culto al héroe... Los que le rodeaban importaban poco o nada».

No sabemos si D. Hernando intentó publicar su obra, pero lo cierto es que ésta no aparece en España, donde una censura muy eficaz no podía admitir la difusión de un libro sobre una cuestión tan espinosa. El libro desaparece desde 1539, en que D. Fernando muere, hasta 1571 en que se publica en Venecia, en la versión italiana de Alfonso de Ulloa.

La autoría del libro ha sido contestada por numerosos críticos. Entre ellos destaca el francés Henry Harrise, quien, a fines del siglo pasado, además de negar que fuese obra de D. Hernando, llegó a sostener que podía ser obra del humanista Pérez de Oliva. La aparición de la Historia de las Indias de Las Casas, en que éste afirma en ocasiones seguir de cerca, e incluso copiar, lo dicho por D. Hernando en la vida de su padre, demostró lo erróneo de aquellas teorías.

Más recientemente el profesor argentino Rómulo D. Carbia llegó a afirmar que la Vida del Almirante había sido escrita por Las Casas, o que podía tratarse de un arreglo sobre la narración de Pérez de Oliva. Leonardo Olschki ha demostrado también lo infundado de estas afirmaciones.

Las discusiones no cesaron con esto: Alberto Magnaghi defendió la tesis de que el libro había sido escrito por D. Luis Colón, nieto del Almirante.

Iglesia sostiene que D. Hernando es el verdadero autor de la obra. Así, dice que la relación del cuarto viaje, en que Don Hernando acompañó a su padre, «tiene el cuño indeleble de un testigo presencial». Se apoya también en la Historia de las Indias de las Casas, quien no duda que los textos copiados son de Don Hernando.

Bataillon en su Erasmo en España considera la atribución de la Vida del Almirante a D. Hernando Colón como establecida ya con carácter definitivo por Ramón Iglesia.




ArribaAbajo4. 5. El reaccionarismo de la generación del 98

Es otro trabajo de Ramón Iglesia, aunque breve, muy interesante, por sus novedosas afirmaciones, que han sido mantenidas también últimamente por algunos autores. Escrito en Wisconsin un año antes de su muerte, aparece por primera vez en Cuadernos Americanos, en el número de septiembre-octubre de 1947 (año VI, 5) y, más tarde, en la edición ampliada, realizada por Álvaro Matute, de El Hombre Colón y otros ensayos.

Según Iglesia, los hombres del 98 se distinguieron por su reaccionarismo, «que no se advirtió, por la polvareda de sus protestas ante el pasado, y su descontento ante el presente... Nacidos todos ellos en torno al 68, año del destronamiento de Isabel II, cristalizan la insatisfacción y el desencanto producidos al darse cuenta de que su país ha fracasado, de que su historia es una lamentable decadencia desde los días mismos de Felipe II. Los hombres del 98 manifiestan una disconformidad con cuanto les rodea, llegan a lamentar ser españoles y se proponen deliberadamente cambiar la estructura, la manera de su país en todos los órdenes... Quieren renovar a España desde sus cimientos, influir en su política, en su historia... Quieren romper con la tradición, innovar, regenerar. En una palabra, se creen revolucionarios». ¿Llegan a serlo en realidad?

En el siglo XIX se enfrentan con violencia las dos Españas, las ideas liberales y las conservadoras y, para bochorno nuestro, gran parte de los escritores del 98 no sólo se ponen del lado de las ideas tradicionales, sino que se enfrentan, e incluso ridiculizan, las ideas democráticas y adoptan «una forma vaga de anarquismo ególatra... que se interpretó como actitud revolucionaria». No les gustaba la realidad española, pero no hicieron nada por transformarla. Su postura fue abiertamente derrotista.

Iglesia encuentra conservadoras las ideas de Ganivet, enemigo de los adelantos técnicos y al que la democracia le parece risible... En cuanto a Unamuno lo considera «el más grande apologista del carlismo con su novela Paz en la Guerra, y defensor de la fe católica tradicional, como necesaria para dar sentido a la vida, en su San Manuel Bueno, mártir. «Al pueblo hay que darle el opio de la religión para que viva».

Para Unamuno, como para Baroja, el mundo moderno carece de sentido. Para Baroja, como para Azorín, la democracia es un error. Para Valle, el tradicionalismo es lo bello, el liberalismo es lo feo. E Iglesia concluye: «Los hombres del 98 corrieron y corrieron, como el cazador maldito de la leyenda, con la cabeza vuelta del revés. No supieron crear un mito nuevo, vigoroso y fecundo, para su pueblo. Tanto añorar el pasado, sin lograr sustituirlo por algo distinto y mejor, sólo podía llevar a la parodia del pasado, que la España de Franco se esfuerza en vano por hacer viable. El pasado lo llevamos dentro, sin que nos propongamos deliberadamente revivirlo, y el deber de una generación creadora es superarlo».

El único que se salva de la generación es Antonio Machado, el único que creyó en la democracia y en el pueblo español y se condenó al exilio. Con unos hermosos y clarividentes versos de Machado, del poema «Desde mi rincón», Iglesia concluye su artículo (y nosotros el nuestro):


España quiere
surgir, brotar. Toda una España empieza.
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?










ArribaAbajoApéndice


ArribaAbajoBibliografía de Ramón Iglesia

    1. Artículos de revistas

  • «Gregorio Ferro, pintor. Apuntes para su biografía». En Boletín de la Sociedad Española de Excursionistas, Madrid, Primer trimestre 1927.
  • «El hombre Colón», en Revista de Occidente, Madrid (1930) p. 156-190.
  • «Bernal Díaz del Castillo y el popularismo en la historiografía española», presentado al XXVI Congreso de americanistas de Sevilla, en Tierra Firme. Madrid, 1935, 4; incluido también en El Hombre Colón y otros ensayos.
  • «Comedia de equivocaciones» en Cuadernos Americanos, mayo-junio, 1942.
  • «Invitación al estudio del Padre Mendieta», en Cuadernos Americanos, julio-agosto, 1945.
  • «Cosas memorables de la ciudad de México», por José Gómez (manuscrito editado por Ramón Iglesia). En El Hijo Pródigo, vol. 10, 32, nov. 1945, 111-119.
  • «Consideraciones sobre el estado actual de los estudios históricos», en Revista de El Colegio de México (también en Jornadas, junto con dos ensayos de L. B. Simpson).
  • «El reaccionarismo de la Generación del 98», en Cuadernos Americanos, septiembre-octubre, 1947 (publicado también en El Hombre Colón y otros ensayos, edición de 1994).
  • «Las críticas de Bernal Díaz del Castillo a la Historia de Gómara», en The Hispanic America Historical Review, XX, Baltimore, 1950, 517-150.
  • «Información sobre los tributos que los indios pagaban a Moctezuma, año 1554» en Documentos para la Historia del México colonial, publicados por France Scholes y Eleanor B. Adams IV, México, 1957.
    2. Obras, ediciones y estudios críticos

  • Trailer de cuatro crónicas, Madrid, Cruz y Raya, 1936, 72 pp.
  • Gutierre Díez de Games: El Victorial. Crónica de don Pero Niño. Madrid, Signo, 1936, 163 pp.
  • Baraja de crónicas castellanos del siglo XVI, Selección, prólogo y notas de Ramón Iglesia, México, Editorial Séneca, 1940, 114 pp.
  • Gutierre Díez de Games: El Victorial. Crónica de don Pero Niño, Edición, prólogo y notas de Ramón Iglesia, México, Editorial Séneca, 1940, 114 pp.
  • Cronistas e historiadores de la conquista de México. El ciclo de Hernán Cortés, México, El Colegio de México, 1942, 192 pp.
  • Díaz del Castillo, Bernal: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España por Bernal Díaz del Castillo, uno de sus conquistadores, Edición, prólogo y notas de Ramón Iglesia, México, Editorial Nuevo Mundo, 1943, 2 vols.
  • Díaz del Castillo, Bernal: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Edición modernizada, con prólogo y notas de Ramón Iglesia, México, Ediciones Mexicanas, 1943, 423 pp. (Hay una segunda edición, publicada por la misma editorial en 1950).
  • El hombre Colón y otros ensayos, México, El Colegio de México 1944, 306 pp. Contiene:
    • «El Hombre Colón», en Revista de Occidente, 1930.
    • «Dos estudios sobre el mismo tema: I. Bernal Díaz del Castillo y el popularismo en la historiografía española. II. Las críticas de Bernal Díaz del Castillo a la Historia de la conquista de México, de López de Gomara» en Tiempo, junio-julio, 1940.
    • «Introducción al estudio de Bernal Díaz del Castillo y de su verdadera historia», en Filosofía y Letras, México, enero-marzo, 1941.
    • «La mejicanidad de don Carlos de Sigüenza y Góngora» conferencia pronunciada en la Sociedad Mexicana de Historia el 14 de octubre de 1945.
    • «La Historia y sus limitaciones», dos conferencias dadas en la Universidad de Guadalajara, Jalisco, mayo de 1942.
    • «Sobre el estado actual de las ciencias históricas», en Romance, febrero, 1940.
    • «Dos apuntes de historiografía medieval castellana: a) Baraja de cuatro crónicas. b) El Victorial».
    • «La historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo», prólogo a la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, por Bernal Díaz del Castillo, edición modernizada, México, Nuevo Mundo, 1943.
    • «Estudios de historiografía de la Nueva España», por Hugo Díaz-Thomé, Fernando Sandoval, Manuel Carrera Stampa, Carlos Bosch García, Ernesto de la Torre, Enriqueta López Lira y Julio Le Riverend Brusone, con una introducción de Ramón Iglesia.
    3. Crítica de libros

  • Historia de la historia. Crítica de la obra de James T. Shotwell, Historia de la Historia en el Mundo Antiguo, México, Fondo de Cultura Económica, 1940.
  • Almirante del Mar Océano. Crítica del libro de Samuel Eliot Morrison, Admiral of the Ocean Sea. A life of Christopher Columbus, Boston, 1942.
  • Comedia de equivocaciones. Recensión del libro de Stefan Zweig, Amerigo, A comedy of errors in history, Nueva York, The Viking Press, 1942.
  • Crónicas de la Conquista. Recensión de la obra de Agustín Yáñez Crónicas de la Conquista de México, México, Biblioteca del Estudiante Universitario, 1939.
  • Hernan Cortés. Recensión de la obra de Salvador de Madariaga, Hernan Cortés, Conqueror of the México, Nueva York, Macmillan, 1941.
  • La Crónica Oficial de Indias. Crítica de la obra de Rómulo D. Carbia, La Crónica Oficial de la Indias Occidentales, La Plata, 1934, (en Tierra Firme, Madrid, 1935, 2).
  • Instituciones indianas. Crítica de la obra de José María Ots, Instituciones sociales de la América española en el período colonial, La Plata, 1934.
  • Comercio de Indias. Recensión de la obra de Clarence H. Haring, Comercio y Navegación entre España y las Indias en la época de los Habsburgos, México, Fondo de Cultura Económica, 1939 (en España Peregrina, México, abril, 1940).
  • Un estudio sobre el Padre Acosta. Crítica al estudio preliminar de la Historia Natural y Moral de las Indias, del P. José de Acosta, México, Fondo de Cultura Económica, 1940.
  • La Historia del P. Acosta. Crítica del libro de José de Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias, México, Fondo de Cultura Económica, 1940 (en Letras de México, México, 15 julio, 1940).
  • El Paraíso en el Nuevo Mundo. Crítica a la obra de León Pinelo, El Paraíso en el Nuevo Mundo, publicada en el Perú en 1943 (en Revista de Historia de América, México, diciembre, 1943).
  • América latina. Crítica del libro de André Siegfried Amerique_latine, París, Armand Colin, 1934 (en Tierra Firme, Madrid, 1936, Año II, 2).
  • La Historia de Inglaterra. Crítica de la obra de George Macaulay Trevelyan, Historia Política de Inglaterra, México, Fondo de Cultura Económica, 1943 (en Letras de México, México, 15 de agosto, 1943).
  • La Democracia Estadounidense. Crítica de la obra de Harld, V. Faulkner, Tyler, Kepner y Hall Bartlett, Vida del Pueblo Norteamericano. México, Fondo de Cultura Económica, 1941 (en El Noticiero Bibliográfico, México, febrero, 1942).
    • Existe una segunda edición de El Hombre Colón y otros Ensayos, preparada por Álvaro Matute, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1986, reimpresa en 1994. La edición de Matute incluye otros trabajos de Iglesia de gran interés, entre ellos «El reaccionarismo de la generación del 98, publicado inicialmente en Cuadernos Americanos, septiembre-octubre, 1947.
  • Colón, Hernando: Vida del Almirante don Cristobal Colón, escrita por su hijo don Hernando Edición, prólogo y notas de Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1947, 343 pp.
  • Estudios de Historiografía de la Nueva españa, México, El Colegio de México, 1945, 329 pp. (estudios historiográficos hechos por los alumnos del Seminario de Historiografía del Colegio de México, bajo la dirección y con prólogo de Ramón Iglesia).
  • Columbus, Cortés and other Essays, University of California Press, 1969 (selección de ensayos, estudios y notas de Ramón Iglesia, reunidos por Lesley B. Simpson, editor). Es una traducción de El Hombre Colón y otros ensayos.
    4. Traducciones

  • Aldington, Richard: El Duque de Wellington. Traducción de Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, 536 pp.
  • Gooch, George Peabody: Historia e historiadores en el siglo XIX. Traducción de Ernestina de Champourcin en colaboración con Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1942, 600 pp.
  • Hanke, Lewis: La lucha por la justicia en la conquista de América. Versión española por Ramón Iglesia Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1949, 573 pp.
  • Shotwell, James Thomson: Historia de la Historia en el mundo antiguo. Versión española de Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1940, 430 pp.
  • Trevelyan, George Macaulay: Historia política de Inglaterra. Versión española de Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, 608 pp.
  • Turner, Ralph: Las grandes culturas de la humanidad. Traducción de Francisco A. Delpiane y Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, 1306 pp.
  • Weigert, Hans Werner: Geopolítica, generales y geógrafos. Versión española de Ramón Iglesia, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, 275 pp.
  • Weisbach, Werner: El barroco. Traducido por Ramón Iglesia. Barcelona, Labor, 1935.
  • Werner, Max. (seud). Alexander Shiffrin: La invasión de Europa. Traducción del inglés por Ramón Iglesia, México, Nuevo Mundo, 1943, 246 pp.



ArribaBibliografía sobre Ramón Iglesia

  • Abellán, José Luis, (dir): El exilio español de 1939, Madrid: Taurus, 1976, 6 vols.
  • Díaz del Castillo, Bernal: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Edición crítica por Carmelo Sáenz de Santa María. Participaron en el trabajo Ramón Iglesia (+), Salvador Santolino, etc. Madrid, CSIC. Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, 1982, 2 vols.
  • El exilio español en México. 1939-1982, México, Fondo de Cultura Económica, Reimpresión, 1983.
  • González, Luis: «Historiadores del exilio», en El destierro español en América. Un trasvase cultural, Nicolás Sánchez Albornoz (compilador), Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1991.
  • Martínez, Carlos: Crónica de una emigración. (La de los republicanos españoles en 1939), México, Libro-Mex editores, 1959.
  • Matute, Álvaro: «Ramón Iglesia, el factor humano en la crítica», en Historiografía española y norteamericana sobre México, 99-104
  • Matute, Álvaro: Teoría de la Historia en México (1945-1973), México, Secretaría de Instrucción Pública, 1974, Sepsetentas (aparece inicialmente en Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, México 1941, 127-140)
  • Pradera, Javier: «El descubrimiento del exilio en España», en El destierro español en América. Un trasvase cultural, Nicolás Sánchez Albornoz (compilador), Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1991.
  • Sáenz de Santa María, Carmelo: Introducción crítica a la «Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo, Madrid, C.S.I.C. Instituto Fernández de Oviedo, 1967.
  • Yepes Castillo, Aureo: La Iliada y la Grecia arcaica, 2ª ed. (conferencia dictada en el Ateneo de Caracas el 17 de marzo de 1964). Concepciones históricas en Iglesia y Rickert, Caracas, Librería Mundial, 1968.




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