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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo-I-

Cruzó desde la acera hacia el centro de la Puerta del Sol, y tomó el tranvía de Salamanca. Ya no era éste su barrio, ni siquiera el de sus padres, que se habían mudado al de Palacio. Él, con su rubia mujercita, vivía en la calle de Argensola.

Miró el reloj. Las ocho. Iba a punto. Mariúca le había dicho que caería en casa de la prima hacia las ocho. ¡Cena en casa de la prima! ¡Oh, de qué buena gana la dichosa prima daríale a él morcilla..., morcilla de la que se le echa a los perros rabiosos, en vez de darle bistek!... Sonriendo, apartó de ella el pensamiento, porque le fatigaba: había vuelto a ser de ella la obsesión, harto lo veía, desde que tornó de su larga luna de miel «científica», por Austria y Alemania. ¡Sí, científica! ¡como doctor había también sabido «percancearse» del ministro una comisión de estudios, por un año, para Viena y Berlín!

El tranvía dobló por la Cibeles.

En este mismo tranvía, casi a estas mismas horas, dos inviernos atrás, íbale ocurriendo la aventura extraña con la prima.

Aurelio casi la había olvidado, desde la boda, durante su larga estancia con Mariúca por ahí. Mas, he aquí que tenía que confesarse que al volver la había encontrado más hermosa..., más odiosa, irreconciliables los dos en el tal obligado trato estrecho de parientes.

Él la daría de buena gana una bofetada o un muerdo. Arañarla, enrabietarla... ¡no sabía!... ¡algo que le dejara saciado su odio para siempre! La presencia de ella, con su insolentísima beldad (y más para un marido ya bastante satisfecho de su rubia y delgada esposa), había tenido la virtud maldita de acabar de despojar a Mariúca de todo su encanto de ilusiones... ¡Vamos, quería decir, de «esa poesía de ceguedad» que se pone siempre en una nueva amada..., y no que él hubiese dejado de estimar a Mariúca por Concha Blanco ni por nadie!

Calle Padilla.

Bajó del tranvía y torció por la derecha.

Entró en la casa.

-¿Ha venido mi mujer? -inquirió de la portera.

-No, señorito. No la he visto.

-Y los señores... ¿están?

-La señora, sí; el señor tampoco ha vuelto.

Aurelio vaciló. Estuvo por aguardar en el portal el landó de abono en que llegaría Mariúca. Le pesó no habérselo llevado él, con el fin de haberla recogido después de las tres visitas que le obligaron a salir buen rato antes.

Por último, subió. Este temor, esta infinita rabia de verse solo con la prima, frente a frente con ella y con su odio..., le enojaba. Por, más que ambos trataban de evitarlo, ello tendría que suceder alguna vez.

Una doncellita le pasó a la sala... -y de la sala, al advertir que no iba Mariúca, Concha escapó como si llegase el mismísimo diantre, refugiándose en un gabinete contiguo.

Era terrible, esta prima de él... tan divinamente humana. Era tremendo esto de que la boda los hubiese hecho parientes.

En los quince días desde el regreso de Alemania, habían tenido que soportarse diez veces. La ingenuísima Mariúca la adoraba..., no podía pasarse sin su trato.

Y era preciso terminar, en cuanto referíase al secreto odio de ellos mismos, esta situación intolerable.

Para terminarla, sin saber de qué manera, Aurelio se levantó y entró en el gabinete. ¡Una explicación! ¡Una serie de franquezas! ¡Un convenio para decirles a la esposa y al marido respectivos que no debieran verse más!... ¡algo! ¡algo!... ¡y preferible era hasta lo bruto y violento antes que semejante y perpetua mortificación de disimulos!

Entró, resueltamente.

-¡Hola, prima!

-¡Hola! -contestó ella sorprendida. No ha venido mi mujer?

-¡No, aún!

Él se sentó, ni lejos ni cerca, con audaz serenidad que desconcertaba a Concha Blanco.

Concha había dejado caer sobre el sofá la revista ilustrada con que pensó sin duda disimular y entretenerse. En su fuga, se había metido en este gabinete que no tenía más puerta que la de la sala.

Aurelio, viendo entre los encajes y las sedas claras, aquel cuerpo tan... ladrón, y viendo aquella cara entre el pelo tan reladronamente negro, sintió que sus ánimos de desdén y de ironía tintábanse de... de...

Y el silencio era violento. Dejó él preámbulos a un lado y dijo:

-Vaya, prima, seamos francos: ¡tú me odias con todo tu corazón!

-¿Yo?... ¡qué escucho! -rechazó ella enérgica en su asombro.

-Sí; me detestas..., me aborreces...

-Te engañas, primo.

Terminante y dura la respuesta... Lo de «primo», había sido lanzado con un casi despego chulesco de burla y rabia.

Aurelio se alegró. Era la «posición cualquiera» sin ambages en que quería saberse frente della.

-Principalmente, desde que el azar nos ha unido en parentesco -dijo-, nuestro odio, tu odio a mí se te ha vuelto inaguantable, prima... así obligada a verme y soportarme.

-Ah, bien... ¿tú me odias?... ¡Por Dios!... ¡Bueno es saberlo!

-¡Como tú a mí, ni más ni menos! Mi presencia y mi conversación te irritan; y quisieras, indudablemente, poder causarme algún daño, en forma tal, que nadie sino yo supiese que tú me lo causabas..., puesto que tu odio es íntimo y absurdo y secreto entre los dos, de alma a alma.

-¡Bah, qué tonterías!

-Sí, mujer. Debemos concedernos que «todo lo que se fuerza al secreto» es cruel y fastidioso. Si tú hubieses podido pregonarle a todo el mundo esa cordial antipatía, porque hubieras podido pregonar sus causas, tal vez nada halagüeñas para ti..., te habrías curado, desahogando el odio de tu pecho en improperios, y en paz. ¡Así, no; tu odio... crece y gana cada día más importancia, para mí, que... EL AMOR MÁS GRANDE DE TU VIDA!

La vio palidecer.

Quedaba tocada en la parte sensiblemente dolorosa de su alma.

-¡Mi odio! -rechazó. -¡Veo que eres algo... fatuo!

-¡Quizás! -asintió Aurelio, con una altiva afirmación que la hirió más hondamente todavía.

Y fue él quien gozóse ahora en dejarla abandonada a la ira y al silencio.

Luego la oyó decir con un tono frío de aristas de diamante:

-Desde que te casaste, habremos hablado veinte veces, entre gente, siempre como extraños; y antes... ni te conocía siquiera. A lo sumo pudiera haber de ti a mí una amistosa simpatía... o frialdad: eso que el instinto nos inspira en toda nueva relación. Pero, ¿odio?... ¿por qué? ¿No piensas, hombre, que el odio es... un honor que no puede concedérsele a cualquiera?

-Razón por la cual, de ti, yo tenía el orgullo de ser el hombre más odiado del mundo.

-¡No comprendo esa... ilusión!

-Pues, es raro, porque dicen, prima, que tú tienes talento.

-¡Gracias. También dicen que lo tienes tú!

-Sólo, entonces, los dos ignoramos mutuamente, esto que dicen. ¿Quieres que intentemos convencernos?

-¿Cómo?

-¡Hablando!... Hablemos, por primera vez. Las otras veinte no sirven para nada. Hablemos... con franqueza. ¿Eres capaz?

-¿Por qué no, querido primo?

-¡Oh, no! ¡veo que no eres capaz!... Siéndolo, hubieras empezado por decir: odiado primo.

Tosió, Concha. Era, en esta conversación extraña, la gran coqueta que íbase entregando por novedad a un juego de más que singular e inversa coquetería: la de vencer en desprecio sobre una verdadera lucha de recelos y crudezas... aunque entre sonrisas. Y estaba desorientada. Le envió en los ojos negros una centella de ira, y exclamó:

-¡Te encuentro testarudo... a más de fatuo!

El recogió, como un triunfo:

-Menos mal. Ya es esa una manera de empezar a serme franca. Correspondo, y digo que no lo fuiste al afirmar que no me conocías antes de conocerme en Santander...; y antes, también, de averiguar que era tu vecino en esta calle..., única concesión que tú quisiste hacerle acerca de nuestro conocimiento a Mariúca. ¿Por qué no le dijiste todo? ¿Por qué te reservaste que nos conocimos los dos, demás, aquella noche del tranvía?

-¿Del... tranvía?... ¡Pues... no me acuerdo!... ¿Qué tranvía? ¿Quieres tener la bondad?...

-Con mucho agrado. Noche mala, fría..., hace dos años, y tranvía de Salamanca. Un poco tarde, y yo solo, en él, desde Santo Domingo. Una dama que lo para, al poco, y que sube: eras tú. Ibas elegantísima: abrigo de piel, gran sombrero, y falda de terciopelo pensamiento...

-¡Ah, sí!

-¿Recuerdas ahora?

-No. Sólo recuerdo que..., tuve esas prendas.

-Además, tan perfumada, que el olor de tu presencia me hizo levantar los ojos del periódico. Fui sin leer un momento, absorto por tu... por tu...

-¿Por mi... qué?

Un destello de victoria había vibrado en Concha, en sus ojos de acero negro, y él lo vio. Recogióse a tiempo. La coqueta ansiaba el tributo ardiente de una flor, siquiera..., de una flor del hombre que en dos años la había tratado con rabioso desdén incomprensible..., para... inmediatamente despreciarlo. ¡Oh, no! ¿Cómo? ¡La flor, el elogio, de personal adoración que ansiaba ella, no saldría de los labios del experto! La miró a su vez, y terminó la frase, en casi displicente titubeo:

-Absorto... por tu... por tu... ¡por la elegancia de tus ropas..., por tu fuerte aura de perfumes!

Ella se inmutó y bajó los ojos, con la viva sensación del absoluto impoderío de su belleza para subyugar a este «prevenido altivo» de quien no podía dudar que era a su modo, y sin embargo, un admirador de su belleza.

-¡Es decir -repuso con un tono que aspirase a algo así como a reprocharle a Aurelio su indelicadeza de mozo de cordel- que igual te habría dejado absorto... la tienda de una modista o una perfumería!

Del reproche recogió implacable Aurelio, nada más, la queja lastimosa.

-¡Oh, sí! ¡Son mi debilidad! ¡Las bellas ropas! los perfumes! -y prosiguió, desentendiéndose: -Ibas, decía, tan perfumada, que el olor de tus esencias me hizo levantar del periódico los ojos. Tú, a lo largo del coche vacío, fuiste, a sentarte lejos de mí. Notaste mi... observación, y la desdeñaste, poniéndote a mirar por el cristal de la plataforma. Yo persistí en mirarte, absorto por tu... por...

-Por mi... traje. Gracias.

-Y tú volviste a advertir mi atención, y la despreciaste más, volviéndome la espalda.

-¿Sí?

-Era, prima mía, el odio que empezaba a concederme tu alma, por demás... generosamente; y, sonreí.

El recuerdo hacíale también sonreírse ahora de igual modo.

Concha se indignó, en cuanto podía consentírselo un trance en que toda indignación sería derrota:

-Bueno, ya lo dije: tú eres algo fatuo. Cualquiera otro que no lo hubiera sido, únicamente habría visto en mi desdén el que conviene a... los conquistadores de tranvía.

-Si me perdonas, prima, te advertiré que entonces, habiendo pensado yo lo mismo, lo medité y dejé resuelto todo lo contrario. Les conviene mejor la indiferencia. El desdén, así marcado, equivale a una pequeña entrega de atención... casi peligrosa..., a nada que un orgullo contraste su... fracaso bien posible contra otro más auténtico desdén. Eso... tú lo sabes..., al fin..., después de un par de años...; y por eso, yo, previéndolo, me sonreí. Formé mi juicio de ti, y torné tranquilamente a mi lectura. ¡Qué tormento, entonces, tú! ¿Verdad? ¡qué rabia!... ¿Recuerdas?... Bien, bien, tú no lo recuerdas... Yo, sí, en cambio: solos siempre en el tranvía; el viaje, largo... En la Cibeles, tú habrías dado no sé qué porque volviese yo a mirarte. En Colón, habías tosido tres veces..., y al poco, cuando se cruzó aquel carro en la vía y yo me acerqué a tu sitio para verlo, dejaste caer hasta mis pies la elegantísima bolsa que llevabas en las manos... Y que yo no recogí... Por último, bajaste del tranvía lanzándome la mirada de odio que lo mismo se estrelló... en mi indiferencia!

-¡Falso! -negó Concha, incapaz de resistir.

-¡Tú... me miraste... Y de tal modo, que aun volvías por el vidrio la cabeza cuando yo me alejaba hacia esta calle!

-¿Cómo?... ¿Eso sí, lo recuerdas?

-Lo recuerdo. ¡Ve lo que las cosas son!... Como recuerdo tus impertinencias del teatro, de los mil encuentros por ahí..., ¡y mis fastidios al verte!

-Tus... fastidios, no. ¡Tu odio!

-Pues, sea... ¡Mi odio! ¿Qué?

-Nada, que... un odio de mujer: ¡AMOR INVERSO!

La firmeza, la petulancia de Aurelio, no tenían límite; y Concha fulguró, toda ironía:

-¿Crees tú?

-Tanto, prima; -replicó Aurelio, desesperantemente frío y dueño de sí mismo- que, le temía a esta inevitable explicación... como a una declaración... amorosa!

-¡Oh, primo!... ¡por parte tuya!... Y... ¿lo es?

-Supongámoslo, siquiera. ¿Por qué no?

Sonaban pasos, lejos. Suspendió ella un instante en atención su diabólica alegría, y excitó luego de confirmar que nadie se acercaba:

-¿Decías... ¡Sigue! ¡sigue!

-Decía... que tú verás, Concha, si PARA DEJAR DE ODIARME TE CONVIENE AMARME... ¡no hay otra manera! Por mi parte, te odio tanto, también, que siento muchas veces la intención de darte un beso!

Ahora sí soltó Concha una carcajada como una bandera de alegre triunfo que se despliega al viento.

-¡Oh! -cerró triunfal y piadosamente desdeñosa-, ¡Pero, tú te me rindes, infeliz! ¡No has previsto que desvaneces mi ODIO, si lo tuve, al confesarme al fin TU AFÁN POR MIS AMORES? ¡Bravo, primo! ¡Tú, la intención de darme un beso; yo la voluntad de rechazarlo: y héme aquí vengada, curada de mi odio... en un solo minuto y de manera radical.

Radiaba. Se levantó. Fuera seguía sonando gente. Sino que al salir, aun Aurelio la detuvo:

-¡No! ¡Qué... curada! ¡No! ¡Porque yo te diré en seguida que no me importa que tu beso se me niegue... Y tú, cuando te convenzas, sobre todo, de que es verdad..., me seguirás odiando con la vida y con el alma!... No renuncio al orgullo de tu odio. ¡Te digo, prima, que... el odio es amor inverso..., que no queda para el nuestro otro remedio que volverlo del revés..., que no quedan para ti y para mí más caminos que odiar o amar... en mutua reciprocidad y al mismo tiempo!

Los pasos se acercaban... Y la voz de una criada en charla con Mariúca.

-¡Queda también... -amenazó Concha, terrible-, decirle todo esto a tu mujer!

Pero Aurelio terminó:

-¡Bah, no se lo dirás... estoy seguro!

-¿Qué no?

-Que no, ¿Qué podrías decirle?... ¿Que yo te he hecho el amor?... ¡Le mentirías, porque... eso no es verdad!... ¡No es más verdad que si, inventándolo, se lo hubieses dicho por rabias de tu rabia en Santander aquella tarde!

Apagó la voz, porque Mariúca llegaba:

-¡Bah, Concha, convengamos en que vales tú demasiado para poder satisfacerte con una necia venganza de mentiras!

Compuso Concha su ademán, y recibió a Mariúca con un beso.

Al poco llegó el diputado.

En la mesa reinó el jovialísimo alborozo que siempre le ponía Mariúca a estas bellas escenas de familia.




ArribaAbajo-II-

El bedel entró en el Gabinete Histológico para decirle a Aurelio que deseaba verle una señora.

-¿Una... señora? ¡Que pase!

¿Quién pudiera ser?... Desde luego, ni Esther ni Amalia, que no vendrían aquí teniendo él, como tenía, aquel cuartito de la mano izquierda de la calle de la Luna.

Era Ramona, la especie de ama de llaves de Concha Blanco. De parte de su señora venía a llamarle con urgencia, porque estaba enferma, de pronto, en cama. Había tenido que acostarse, con una intensa neuralgia al pecho, y acordáronse en la prisa de que «siempre estaba D. Aurelio en San Carlos a estas horas».

-¡No tarde! -encareció Ramona al despedirse.

Las preparaciones histológicas se fueron al demonio. Aurelio se quitó la blusa y se lavó las manos con todo el aséptico cuidado de un doctor. Pensaba que este aviso era por todo extremo extravagante. Concha tenía su médico. Además, desde la calle de Padilla a la de Atocha había sus buenos seis kilómetros..., que no eran lo más invitador para una urgencia.

Tomó un coche.

Todo parecía raro en tal llamada. Las niñas de Concha, y el ama y la niñera, estaban en casa de él, con Mariúca. Allí comieron, y allí los dejó cuando él salió muy poco antes. Por cuanto al diputado se encontraría en el Congreso, si es que para el repentino dolor de su mujer no le hubiese llamado también Ramona.

¡Sí, sí, raro todo esto! Recurrir a él, precisamente a él..., la que le odiaba más desde la entrevista de aquella noche..., y no era Ramona una confidente, más que una sirviente de Concha?... entre ambas había notado Aurelio una confianza, una familiaridad sospechosa...

En fin, ello diría.

Derivaba el coche anticipadamente de la calle de Serrano, y al pasar ante la estatua de Goya, Aurelio le dedicó una mirada y un recuerdo a la maja desnuda.

Llegó. Subió. Le abrió Ramona. ¿Cómo diablo había venido esta mujer?, ¿en otro coche?

-¡Pase usted!

Le entró en un tocador que daba a un dormitorio, y Ramona se fue desde la puerta.

El dormitorio, amplio, aforrado en sedas, recibía la luz de un patio por dos ventanas de escarchados vidrios heliotropo. Todo en orden. En mitad de él se veía la regia cama en que hallábase... la enferma.

-¡Hola! -dijo Aurelio.

-¡Hola!

Y hubo un silencio, durante el cual miraba el médico la cara de flor de Concha Blanco. Nunca tan bella. No revelaba ni el más ligero rastro de sufrimiento o de enfermedad. El marido, puesto que no estaba aquí, continuaría en el Congreso. La casa entera tenía con su silencio la traza de una soledad y un abandono encantadores: no habría nadie más que aquella Ramona bien discreta.

Aurelio sonreía, sonreía...

Concha habló:

-Perdóname. Me he atrevido a molestarte. A pesar de... todos nuestros odios, tengo fe en ti, como doctor. ¡Qué quieres, en la fe de los enfermos no mandan ni ellos mismos!... He oído ponderar tus curaciones. He leído en los periódicos los elogios a tu discurso en la Academia Médico-Quirúrgica. Parece que lo entiendes; que eres un buen especialista. Trataba tu discurso de las neurosis del corazón, y es justamente lo que me dice mi médico que tengo. Pero mi médico no acaba de curarme..., y hoy, hace un rato, morirme de un dolor... ¡Por eso te he llamado!

-¿Dónde el dolor?

-Por todo el costado izquierdo.

-¿Se te ha pasado ya?

-Al menos, la agudeza. Respiro mejor. Antes me ahogaba.

-¿Qué has tomado?

-Aquello... ¡mira! ¡Lo tengo en casa de otras veces!

Indicó un frasco, sobre un pequeño escritorio de caoba fileteado de bronces, como el lecho, y Aurelio fue.

De espaldas s ella, tomó el frasco. Rezaba su etiqueta: -Poción antiespasmódica. No era mucho, en verdad, para una grave enfermedad del corazón. Se retardó allí, fingiendo olerlo, por trazarse en la situación anómala un plan de conducta. Sin verla ahora, sus ojos tenían en fuego la imagen deliciosa de «la enferma». ¿Enferma de qué?... ¿de amores?... ¿de sus odios?... Ella había procurado no revelarle nada anticipadamente con la faz. Lo que quisiese, debía quererlo con una desesperación de sus rabias y deseos. Estaba bien peinada... con un despeinado artístico. Advertíase bien que la coqueta ponía en juego sus últimos recursos. Habíase embellecido «requeteladronamente» con aquellos encajes en que aparecía desnuda su garganta. Mas... lo que quería, no debía de ser precisamente a él; no sería, seguramente, a él...; sino las flores de él..., el aturdimiento que le quitara la voluntad altiva «al implacable desdeñoso» para verle embriagado y rendido en adoraciones a la física belleza en esta intimidad -¡pérfida!- y luego despreciarle... ¡Sí, Sí, DESPRECIARLE..., despreciarle luego de verle vencido en ruegos y de hinojos a sus pies! -Recordó la frase final que le lanzó él aquella noche: -«¡Convengamos, prima, que vales tú demasiado para poder satisfacerte con un triunfo de mentiras!» -Esto, debió quedar en ella barrenándola con un mortal antojo de... triunfo de verdad. Esto debió quedar en ella atormentándola, matándola, después, sobre todo, de haber podido convencerse por la indiferencia de él en otros quince días... «de que no le importaba el beso que ella le negó sin que él se lo pidiera». Resumen, con plena seguridad: que fracasada en el empeño de apoderársele del alma con el alma, para la cruda venganza de su orgullo, había resuelto adueñársele del alma, y con igual malévolo designio, por medio de los mágicos encantos de su pecho. ¡Muy bellos serían cuando así les confiaba el último poder de su venganza!

Soltó el frasco. Volvió al lecho. Llevaba el firme propósito de no permitirle a su palabra ni a sus ojos la menor galantería. Su proceder, a lo sumo, debería ser de desdenes y dominios...; esto es, de todo lo contrario que ansiara ella, ¡tan hecha como debiera estar a ser la despótica cruel sobre las sumisas delicadezas de mil adoradores!

-Bien, Concha -dijo-; tengo que reconocerte.

-¡Oh, no! -protestó ella-, ¿para qué?... ¡Mira, siéntate! El dolor ya me ha pasado!... Te contaré cómo es. ¡Creí morirme! Si lo sé, no te molesto, la verdad. ¡Estarías tan ocupado!

-No, mujer... ¡da lo mismo! y mejor que ya estés buena. Eso es lo importante.

Le señalaba ella una marquesita de al pie del lecho, y él la acercó otro poco y se sentó. Que daban frente a frente. Concha, para empezar su relato, se retrepó un poco en las almohadas. Sacó un brazo, desnudo, divino, de marfil en un hombro de marfil, y se apoyaba en el codo, reclinando lánguidamente a la mano la cabeza. Debía creerse así bastante seductora. Habríase ensayado al espejo. Y hablaba, hablaba, como una cómica, del horror de su dolor... Mientras, Aurelio la oía impávido, con gravedad doctoresca, mirándose las puntas de los pies. Sólo de tiempo en tiempo, a ojeadas fugacísimas, hacíase cargo de la leve sonrisita victoriosa con que ella iba animando su relato, tal que si tomase la «cortedad» de él como síntoma indudable de la emoción enorme que le causaran sus hechizos.

De pronto se levantó el doctor:

-¡Tengo que reconocerte, Concha!

-¡Oh, no, por Dios! ¡a qué! -dijo ella en defensa contra el ademán que hizo él por descubrirla- ¡Ya te he contado!

Pero el ademán, aunque ejecutivo, como de un médico que tiene derecho a todo, no había sido tal, en verdad, que necesitase excesivas «defensas de coqueta». Dejó Aurelio el embozo y esperó tranquilamente:

-¡Como quieras! Sólo que entonces no podré formar juicio de tu mal. Si te da reparo, avísame cuando puedan estar presentes tu marido o mi mujer. Entre tanto, sigue tomando antiespasmódica.

La vio quedarse blanca.

La oyó decir -(en un ostensible esfuerzo por no saberse derrotada):

-¡Reparo, no! ¿por qué?... ¡Los médicos sois igual que confesores!

-¿Entonces?

-Como gustes. ¡Creí que bastaría con lo que he dicho!

-No. Tengo que auscultar. Imposible formar juicio de otro modo.

-Pues... ¡bien!

La invitó a echarse. Bajó el embozo. Tendió sobre las tibias batistas una mano y percutió con los dedos de la otra. Ella había cerrado los ojos. A cada golpe se estremecía. Las manos moldearon bajo la diáfana batista el seno izquierdo... una elasticidad de maravilla!

-¿Es aquí donde sientes el dolor?

-¡Sí! -gimió la prima.

-Bien, perdona... ahora el estetóscopo! -dijo Aurelio.

Y en un movimiento sereno y rápido se lo apoyó sobre el seno. Escuchaba. La auscultaba. Y debió de estorbarle de pronto la camisa, puesto que tiró de un lazo y rebatió el amplio canesú dejando ambos senos al aire. Concha, sin tiempo para evitar esto, aunque lo hubiese querido, torció leve la frente a un lado, llena de rubor. Aurelio, ahora, con un brazo por cada lado del yacente cuerpo, lo miraba, lo miraba... ¡Oh, sí, sí... una maravilla! ¡Un prodigio... dos prodigios de duras suavidades blandas de marfil!... Como Chrysis (¡ él había leído la Aphrodita, claro!), esta Concha Blanco, tan blanca, debía haberse pintado de rosa los pezones!... Y Aurelio, un poco inseguro, al fin, de sí propio, volvió a tocar con su cara, con su oreja, sin estetóscopo esta vez, aquella carne de la gloria... Repentinamente sonó un grito, al tiempo que Concha con un lateral salto de serpiente se apartaba... ¡había sentido que él mordíala con los labios un pezón!

-¡Oh, por Dios! -rugió.

Sentada entre las ropas, mirábale la sonrisa con furor y dijo:

-¡Canalla!...

Él la contemplaba siempre irónico, impasible. Ella comprendía que acababa de ser tratada con la misma inconsideración que una ramera.

-¿Qué es eso, mujer? ¿Qué te pasa?

-¡Oh!, ¡nada, nada! ¡Por Dios!... ¡Qué indecente! ¡Qué canalla!

-Pero... ¡prima!

-¿Es así como ve usted a las enfermas? ¡Indecente! ¡Qué indecente!... ¡¡No creí jamás que fuese usted tan indecente!! ¡Largo de aquí!

-Pero, Concha... ¡si es que tienes el pecho tan bonito! ¿qué culpa tengo yo, si tu pecho es tan bonito, de que me?...

De ira, ella, rechinaba los dientes. Y le cortó:

-¡¡Canalla!! ¿Se piensa usted que soy alguna... ¡oh!... ¡Largo de aquí! ¡Salga ahora mismo! ¡ahora mismo!

Torcíase buscando el timbre, cuyo botón hundió y Aurelio la calmaba:

-Oh, bah... Concha, no te apures... Ya me voy... ¡Adiós!... me echas, y ¡me voy!... Pero... ¡si vuelve tu dolor... no te olvides de que estoy siempre por las tardes en San Carlos!

Cogió el bastón, cogió el sombrero, y dijo todavía volviéndose entre las cortinas de la puerta:

-¡Hasta cuando gustes!

En el tocador se encontró con la Ramona, que le guió hasta la escalera.

Bajando, tras el portón cerrado, Aurelio llevaba el pesar de haber sido tal vez demasiado bruto. Sería horrible que ella provocara un rompimiento escandaloso en la familia. Dejábala en una derrota de humillación capaz de todos los dislates.




Arriba-III-

Pasó un día. No vio a Concha.

Al segundo día tembló, porque vio ir a casa de Concha a su mujer. Sin embargo, respiro libre por la noche: Mariúca regresaba tan tranquila, tan contenta. La prima ni siquiera habíala dicho que estuvo enferma y que tuvo que llamarle a toda prisa... ¡Bravo!

Al tercer día Concha vino con Mariúca y cenó con ellos. De la tempestad no quedaba un solo rastro en «su apariencia». Casi se podía decir que estuvo con él más llanamente, más indiferentemente amable que jamás.

La salvación. Él la imitó. El pasado trance de violencias y de riesgos decíale a Aurelio, como a ella le habría dicho, que harían bien cortando en firme toda hostilidad..., que harían mal si insistiesen en una estúpida y ya envenenadísima batalla sorda; sólo buena para conducirlos a un desastre. Ya que él no la vencía..., ella se debía conformar con no ser la vencedora, y el odio de los dos debía volver a lo profundo de las almas.

Así pasaron veinte días aún -de afable paz hecha sobre un falso pacto de sonrisas.

Pero en el día veintidós (o llevaba Aurelio mal la cuenta desde aquel primero de Diciembre), se encontró en San Carlos esta esquela, en pliego rosa:

«Espérame esta noche en la Plaza de Oriente, a las diez, del lado del Real. Quiero que hablemos.

No tenía firma. No le hacía falta, tampoco. De este modo no podía escribirle mujer alguna que no supiese demás que él la adivinaría.

¿Por qué le llamaba Concha? ¿Para qué?... Se ahorró el inútil trabajo de pensarlo. Cada mujer es un problema, porque ella misma no sabe nunca lo que quiere... ¡para que puedan saberlo los demás!

A las diez menos cinco minutos hallábase en la Plaza de Oriente junto a la esquina del Real. La noche era fría y desapacible. A las diez y cinco, llegó ella.

Venía de negro.

Venía de triste; pero intensamente perfumada.

-¡Buenas noches! -saludó.

Sí, venía intensamente perfumada. ¡Cualquiera iba a saber lo que traería debajo de aquella torva pena de su faz y debajo de aquel luto negro del vestido!

-Vengo, Aurelio -dijo-, porque necesitaba hablarte, porque quiero que me des explicaciones. Tú -¡no lo puedo comprender!- me trataste aquella tarde como a una prostituta. ¡Ah!... o tú me explicas esto, o tú me dices por qué... equivocación, o por qué raro derecho te portaste así conmigo..., o yo acabaré por contarle todo a mi marido aun a trueque de un escándalo! ¡Habla, haz el favor!

Calló, y se quedó mirándole a los ojos.

Y como él no hablaba, sino que... sonreía, fijo en ella, ella comprendió que estaba viéndola en la cara toda la demudación de orgullos y humildades que desde la tarde memorable la estaban rompiendo el corazón.

-¡Oh, mujer! ¡Explicaciones! ¿Qué más explicación que la que ya te di! Para un pecho como el tuyo, no la hay mejor que un beso. Para un odio como el que... nos tenemos, no la hay ¡como... el amor! Un beso. Amor. Creo que lo merecen tu odio y tu belleza. Desengáñate: como yo a ti, tú me quieres, tú me adoras desde aquella noche del tranvía. Lo que hay es que los dos nos hemos obstinado en llamarle a aquello odio, tontamente; y además, que lo es, que lo será, en tanto no lo troquemos en gloria, por acuerdo. El odio es amor. El amor no es más que un odio bien tratado. ¡Ah, si pudieran resolverse los odios entre hombres con el abrazo de grandísimo placer que entre hombres y, mujeres!... ¿Quieres, tú? ¿Quieres que resolvamos en amor inmenso nuestro inmenso odio de dos años?... ¡Mira! Allí tengo el coche que me ha traído. ¿Quieres? ¡Él nos puede llevar a nuestro cielo!

La enlazó, y pretendió marchar hacia el coche. Ella titubeó, se detuvo, y dijo todavía quemando en llama su última soberbia:

-¡No! ¡He venido a que me des explicaciones!

-¿Nada más?

-¡Nada más!

-Entonces te las niego.

-¿Por qué?

-Porque... sí. Porque es ridículo traerme aquí a pedirme explicaciones. Si insistes me iré inmediatamente.

-¡Oh, es la dama... que se las pide al caballero!

-¡Y el caballero se las niega a la dama!

-Pero... ¿por qué?

-Porque la odia...; ¡porque no se dan jamás cuando se odia!

-Pues... ¿no y que amor y odio son lo mismo?

-Pues... entonces... ¡por lo mismo! Las de mi amor ya las tienes. ¡Ven!

-¿Adónde? ¡Ah, por Dios, Aurelio!

-¡Ven!

Volvió a tomarla del brazo y avanzaron hacia el coche.

Ella subió primero, como muerta. Y el cochero preguntó:

-¿Adónde, señorito?

-¡Calle San Bernardo, esquina a Luna!

Sonó un portazo.

Trotó el caballo.

«¡Mi prima me odia!» -iba pensando Aurelio al sentirla contra él desfallecida en el interior del carruaje...