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Miguel Delibes: Los años difíciles (1968-1978)

José-Carlos Mainer






El kulak y el revolucionario

A lo largo del año 1970, Miguel Delibes, que estrenaba la cincuentena de su edad y era un novelista de éxito, y César Alonso de los Ríos, treinta años, periodista, mantuvieron unas jugosas conversaciones en Sedano, el refugio del primero situado en las tierras burgalesas de La Lora. Alonso de los Ríos era a la sazón redactor de Triunfo, una referencia de la cultura militante de izquierda, y aunque había conocido y apreciado a Delibes cuando trabajó en El Norte de Castilla, no podía disimular cierto recelo ideológico ante aquel escritor ruralista, aficionado a la caza menor, siempre vestido de adusta pana, que a un muchacho un tanto pedante y dogmático tenía que evocarle, por fuerza, los casos de Josep Pla y Llorenç Villalonga (a los que cita), y en cierto modo, supongo que también los más clásicos de Ivan Turguenev y Lev Tolstoi. Los tiempos cambiarían y es bien sabido que el terne progresista de 1970 sería, treinta y tantos años después, azote de la izquierda y defensor de la unidad sacrosanta de España, en las páginas de un diario que entonces le parecería, a buen seguro, el colmo de la abominación... Pero en 1970 la recta doctrina bien sabida comparece muy pronto en unas líneas de intención derogatoria inequívoca por parte del entrevistador: «La defensa apasionada del campo o la exaltación de la naturaleza producen -digo- ciertas sospechas [...]. Sobre todo, cuando el arraigo tiene un tipo agrario y responde a esa voz profunda, tan irracional como entrañable, de la tierra» (175).

¿Hará falta que confiese que yo mismo compartía entonces aquel reparo hacia lo que Alonso de los Ríos llamaba el «costado ideológico endeble» de Delibes y de los otros escritores citados? A mí me gustaba Villalonga, que se había burlado de la vida provinciana de Palma de Mallorca en Mort de dama y había establecido en Bearn la elegía -tan apasionada como imaginaria- de una aristocracia volteriana y arcaica, casi a la vez que en la vecina isla de Sicilia lo hiciera Giuseppe Tomasi di Lampedusa, al escribir Il gattopardo. Y en 1971 acababa de leer con fascinación El quadern gris, de Pla, que no sería descabellado entender como las memorias un escéptico y sentimental kulak ampurdanés, aunque también suscribía con alivio el indulto que Joan Fuster y Josep Maria Castellet habían propuesto para sus culpas y extravíos. Pero debo reconocer que, por aquel entonces, nunca leía a Delibes, el presunto kulak de Castilla la Vieja... Sin embargo, si ahora vuelvo sobre las líneas de aquella entrevista de 1970, debo convenir en que el escritor castellano derrotaba a Alonso de los Ríos con las solas armas de su sinceridad y su capacidad autocrítica. No es frecuente confesar en tiempo de tantas mudanzas que «no creo que mi ideología haya sufrido grandes variaciones desde que maduré, desde los 22-25 años» (Alonso de los Ríos 56). Pero mucho menos lo era añadir, en momentos de generalizada pedantería, que era un autodidacto literario, y que en su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, todo se había ido en «fachada y engolamiento», ademanes propios de quien leía entonces «todos aquellos Lajos Zilahi y Van der Meersch y las Brönte y Zane Grey... Había leído también algo de nuestros clásicos, pero... poca idea y poca cultura literaria» (Alonso de los Ríos 118). Y era admirable, por último, que el escritor triunfador revelara incluso una cierta distancia de aquella operación literaria que le había granjeado el éxito -la constitución de la novela española de posguerra-, porque, cuando traza su secuencia histórica, es muy consciente de lo que de oportunismo e improvisación hubo de tener. Y así no vacilaba en insertarse en una primera promoción de «autodidactos», anterior a la de los «universitarios», «social-realistas» y «vanguardistas» (que parecía conocer aunque no tuviera muy clara la jerarquía de valores: citaba juntos a Guelbenzu, Benet, Sánchez Espeso, Cela Trulock...) (Alonso de los Ríos 130).

Delibes se sabía perteneciente al grupo de aquellos primeros beneficiarios de un mercado literario que se consolidó por medio de la alianza de las ediciones en tela con sobrecubierta y las emergentes clases medias que empezaban a hartarse de malas novelas rosáceas y traducciones irrelevantes de novelas extranjeras. Pero ahora, confesaba a su entrevistador que estaba leyendo a Américo Castro y a Aranguren: es decir, a un historiador exiliado que narraba la historia de España como una tragedia de reiteradas exclusiones y a un profesor converso que había pasado del catolicismo progresista, muy años cincuenta, a escribir un libro sobre Moral y sociedad que diseccionaba implacablemente la hipocresía y el egoísmo de la sociedad burguesa española... aunque fuera la del siglo XIX. No era un pequeño cambio, cuando se venía del falso moralismo de Maxence Van der Meersch, o de las pálidas complejidades del mundo austrohúngaro de Zilahi... Simplificando las cosas y como yo mismo hubiera podido escribir entonces, Miguel Delibes «había tomado conciencia» de una crisis. Y parecía dispuesto a reconsiderar el papel -de otro lado, tan necesario- que había representado para muchos: el de un honrado servidor de las transformaciones de una sociedad española que, a buen recaudo de desorientaciones y esnobismos, había sabido salvaguardar valores sustanciales -el catolicismo, el patriotismo moderadamente crítico, la tradición ruralista-, pero sin renunciar a las vías de una modernidad que se hacía muy visible y estaba modificando algunas perspectivas demasiado arcaicas. Con fe y con entrega, Delibes encarnaba todavía el mucho peso específico de un periodismo local de lejanos antecedentes liberales que, sin embargo, se iba haciendo muy incómodo para el Régimen. Y se le podía agrupar con los fundadores de esta nueva situación, a título de guías imprescindibles del periplo de las clases medias españolas: con Cela, a despecho de su indisciplina intelectual y de su indiscutible genio comercial; con Buero Vallejo, tan caviloso y propenso a los símbolos; con Julián Marías, tan ponderado y atento, y hasta con Carmen Laforet, el cometa solitario y femenino de 1945. Aunque como él escribiría más tarde, «Carmen, como yo mismo, nos aproximamos más en edad a los mayoratos de la generación del cincuenta que a los jóvenes de la nuestra1» (España... 18): la puntualización marcaba ya una distancia estratégica que volveremos a tener presente...

Lo cierto es que en los años que encuadran este trabajo, el decenio que va de 1968 a 1978, Delibes vio las cosas con firme deseo de entenderlas, pese a la confusión ambiente. Y reflexionó seriamente sobre los límites de aquel papel que las circunstancias le habían asignado y sin abandonar la tutela que debía a sus lectores, ni enfadarse con los que lo reducirían a esa ejecutoria, buscó conferir un nuevo sentido a sus preocupaciones rurales (lo más auténtico de su vida), a pensar en los elementos renovadores de la religión que profesaba desde niño y, sobre todo, a romper los temores y los atavismos que sobrecogieron a su propia clase social. A la vez que esto iba configurando su nueva imagen, a Delibes le pasaron otras cosas importantes: le llegó el peso de la púrpura, con reconocimientos muy significativos, que entendió siempre como nuevas obligaciones de actualización, y soportó también incomodidades públicas y desdichas familiares. Es significativo que su discurso de ingreso en la Academia se titulara «El sentido del progreso en mi obra», subrayando su paso del ruralismo a la ecología (se leyó el 25 de mayo de 1975; se publicó al año siguiente, con otros dos textos -uno sobre «la catástrofe de Doñana»-, en S.O.S. El sentido del progreso en mi obra, por los amigos de Destino). De aquellas desdichas la mayor fue la pérdida de la compañera de su vida, Ángeles Castro, que sólo muy tarde y en forma diluida se atrevió a convertir en otra novela: por supuesto, aquella Señora de rojo sobre fondo gris no alude solamente a los colores con que el pintor decidió representar a Ana, su mujer: son una opción y una sensación morales que también Delibes había elegido muy conscientemente.




Los pasos de una conciencia inquieta

Los alrededores de 1968 constituyen un momento de la vida de Miguel Delibes que sus lectores conocen particularmente bien, gracias a algunos de aquellos textos de tono personal que nunca han faltado en su bibliografía y que actúan como reajustes de su mundo personal pero quizá también como útiles confirmaciones de la presencia de sus seguidores (algo parecido a lo que Karle Bühler llamó la función conativa del lenguaje: su uso como instrumento de conexión entre el emisor y el receptor potencial). En el mismo año de 1968 recogió, bajo el título de Vivir cada día, artículos compuestos entre 1953 y la fecha de publicación que reflejaban una curiosidad viva pero también alguna desconfianza ante lo moderno, cierto provincianismo muy deliberado y, en el fondo, una fe viva y directa en la existencia de sus interlocutores. Pero ese mismo año también publicó La primavera de Praga, un excelente reportaje escrito antes de los sucesos de julio en la entonces Checoslovaquia, que constituyó un libro muy diferente.

Aquella relación conativa con su lector adoptaba aquí una forma muy significativa: un diálogo entre el Delibes que ha vivido la experiencia del viaje y un interlocutor anónimo, que va apostillando con su recelo y su escepticismo, pero también con su ignorancia y su conformismo, lo que expone el autor. Seguramente, no hace falta suponer la existencia de alguien concreto, al otro lado del libro: en el fondo, esa presencia provocativa de otro que no ha viajado se limitaba a hacer suyas las preguntas que el autor se había hecho a sí mismo antes de partir, o en una etapa anterior de su vida. Antes de persuadir a su desconfiado lector, Delibes ha tenido que empezar por convencerse a sí mismo de que el socialismo no es una mala idea, y ha descubierto después que la burocratización y la rutina en la gestión de la cosa pública son una consecuencia del temor a la libertad. Y que ésta es un principio absolutamente necesario, en todo caso. Por eso, el resultado reviste la dimensión de una revelación: «Cabe en lo posible que en Praga se esté alumbrando en estos momentos, nada más y nada menos, que la forma de convivencia del mundo futuro; fíjese si la cosa tiene importancia y si merece el calificativo de acontecimiento histórico» (La primavera... 26).

Un año de mi vida (1972) fue otro libro de aquel momento y particularmente relevante. Se publicó originariamente en la revista Destino y luego en volumen, en ambos casos por sugestión de su editor Josep Vergés quien había solicitado de su amigo una modalidad literaria catalana que, poco tiempo antes, El quadern gris, de Josep Pla, había puesto en primera línea de la atención pública: el dietario, que es en lo formal un diario íntimo pero que también deja ver su parentesco con el ensayo personal, la crónica, el comentario y, en fin, con todos los géneros donde se confunden adrede la subjetividad de la vivencia y la exposición del ideario, el tono de intimidad y el alcance didáctico. Algo muy propio de aquella revista, Destino, cuya trayectoria había sido paralela de la de Delibes: surgida de un grupo de jóvenes escritores desmovilizados del ejército franquista que se habían ido integrando con los sobrevivientes de las ideologías anteriores a 1936, con quienes habían conformado un flexible instrumento de complicidades, cuyo disentimiento con el franquismo fue creciendo progresivamente.

Es patente que Delibes no tenía el genio del dietario que fue consustancial a Pla. Pero su libro acierta a reflejar con viveza los ingredientes de una nueva vida entre el otoño de 1970 y la primavera de 1971. Ya no es un escritor que empieza sino un consagrado al que acuden doctorandos extranjeros (Un año de mi vida consigna las visitas de Leo Hickey y Janet Pérez, por ejemplo), mientras que la plácida profesión del oficio de escritor de provincias empieza a conocer sobresaltos: el diario consigna conferencias suspendidas por la autoridad y viajes donde las conversaciones o las noticias giran siempre en torno a una actualidad política muy apremiante (en la que tienen preferencia las noticias de la guerra del Vietnam o los baldíos pronósticos acerca de la evolución o la involución del franquismo...). Todos son elementos que se van sumando a lo sustancial, que no cambia demasiado. En la vida de Delibes, una buena jornada de caza, la matanza de un gorrino, una peripecia familiar o la contemplación de un paisaje siguen siendo todavía hitos memorables, que sustentan sin duda la persistencia en su fidelidad a una concepción territorial de la literatura, como modo superior de honestidad intelectual. Ante una exposición del pintor Rafael Zabaleta, el 9 febrero de 1970, confiesa que «para mí Zabaleta ha sido uno de los grandes pintores del siglo (el mundo rural que Zabaleta levantó con los pinceles es el que me hubiera gustado levantar a mí con la pluma)», lo que quizá fuera decir demasiado de aquel pintor de Quesada, hoy bastante olvidado (aunque lo admirara tanto Eugenio d'Ors) y muy poco de sí mismo (Un año de mi vida 133).

Son otros momentos del diario los que nos testimonian las nuevas preocupaciones, más abiertas hacia un futuro que entiende como una reinterpretación del pasado. El 18 de septiembre de 1970, por ejemplo, anota que «terminé el San Camilo, de Cela. Los españoles, con tener innumerables defectos, tenemos algo más que sexo e intestinos, creo yo. Tampoco estoy de acuerdo yo con eso de que a fascistas y comunistas foráneos no les diera nadie vela en nuestro entierro (la guerra civil). Mi idea al respecto es que por los dos lados se repartieron velas como rosquillas. Al margen queda, naturalmente, el gran talento literario de Cela, que no es cosa de sentirlo» (Un año... 46-7). Arriba he apuntado que Delibes sabía muy bien que la novela española posterior a 1939 -y la suya, por tanto- había crecido en el surco que cavó Cela, pero también era muy consciente de que esa circunstancia no comportaba la continuidad, ni la identidad, y señalaba muy bien sus diferencias en un momento pródigo en novedades bibliográficas acerca de la guerra civil. Algo que, aunque hoy pueda parecer mentira, había sido posibilitado en 1964 por la conmemoración del los XXV Años de Paz y en 1966 por la «apertura» que propició la nueva Ley de Prensa, dos maniobras del joven ministro Manuel Fraga Iribarne destinadas a entender el conflicto de 1936 como una guerra civil de final feliz y a legitimar ampliamente un nuevo perfil del franquismo: habían ganado quienes podían ofrecer un futuro de bienestar económico, valores cristianos y pragmatismo político, bajo la tutela de una dictadura paternal en trance de institucionalización. Pero Delibes acababa de ir bastante más lejos en el diagnóstico... Digámoslo ya: en 1966, Cinco horas con Mario había supuesto la escenificación de ese proceso personal y colectivo de repaso de la guerra y sus consecuencias. No solamente se trataba de proclamar el uso del concepto de «guerra civil», en oposición a los de «Cruzada» o «Guerra de Liberación», impuestos por la complicidad de la jerarquía católica o por la percepción de los militares; Delibes ni siquiera estaba dispuesto a aceptar aquel otro de «nuestra guerra», preñado de oscuro fatalismo y tan propicio al sentimentalismo barato del excombatiente, y por eso repudiaba explícitamente la mala sombra jocosa de la dedicatoria que Cela puso a San Camilo 1936.

Haber escrito Cinco horas con Mario como lo hizo, revocaba cualquier denominación que no fuera la cruda de «guerra civil» y le distanciaba para siempre del empeño casticista de Cela. Desde sus primeras novelas (y muy en especial desde Mi idolatrado hijo Sisí), Miguel Delibes había ido reelaborando su vivencia de la contienda y las historias que había ido conociendo en su derredor; una de ellas, la de su amigo José Jiménez Lozano, a quien se dedica la novela de 1966, estuvo muy presente en el nuevo libro que fue un homenaje a todos los Marios Díez Collado pero también un requerimiento a la conciencia de todas las Menchus. Y su éxito fue lograr, como consignaba el 28 de febrero de 1967, en carta a su editor Vergés, que «a la gente le gusta mucho», pero, sobre todo, que «las Menchus dicen que piensan como Mario» (Correspondencia 297). Un poco antes, el 2 de agosto de 1965, cuando ya estaba inmerso en la escritura de la novela, se lo había anticipado a su editor: «Vivimos un largo tiempo de mentiras o de medias verdades, que aún es peor. He iniciado una novela cuyo fondo es éste y espero poderla editar resolviéndola con un poco de habilidad: una viuda joven ante el cadáver de su marido y a través de los párrafos de un libro -¿la Biblia?- que éste ha leído la noche de antes, evoca su vida de matrimonio que abarca, más o menos, los "Veinticinco años de paz" [...]. Opondré las dos maneras de pensar que hay en el país: la cerril, tradicional e hipócrita y la abierta y sana preconizada por Juan XXIII. A ver qué sale. Por de pronto será un libro sin niños, ni pájaros, ni naturaleza» (Correspondencia 259-60).

No fue el único escritor de su edad que pensó echar su cuarto a espadas en aquellas fechas. La evidencia de un parentesco que enlazó obras muy distintas la tenemos en otra nota que Delibes integra en Un año de mi vida y que también consigna en su libro. Se refiere a un drama -El tragaluz, de Antonio Buero Vallejo- que conoció cuando andaba en la escritura de su novela. Estamos a 29 de enero, cuatro años después, y el dramaturgo acaba de ingresar en la Real Academia. Y su admirador recuerda: «Buero y yo cambiamos unas asombradas y alarmadas cartas, casi rindiéndonos a la evidencia de la transmisión de pensamiento, dado que los últimos meses habíamos estado trabajando no ya sobre un tema análogo sino vivido por personajes que bautizamos lo mismo. Lo más probable, pensando las cosas en frío, es que nuestras sensibilidades reaccionasen de la misma manera ante un estímulo determinado. Pero, ¿qué estímulo fue ese? ¿Qué aconteció en el país en 1966 para que los cerebros de dos personas incomunicadas entre sí empezaran a progresar simultáneamente en la misma dirección?» (Un año de mi vida 128-29).

Cuarenta años después, podemos afirmar que la coincidencia reviste la dimensión de una mutación histórica en la conciencia moral de la sociedad española, que fue auspiciada a la vez por quien había sido un marinero adolescente del crucero sublevado «Canarias» y por un oficial del ejército republicano (cuyo padre fue fusilado por los de su propio bando). Esos mismos cuatro decenios que han transcurrido desde entonces también nos muestran que el hecho no hubo de ser ajeno a la sensación de distensión universal que alejaba al mundo del abismo de la guerra fría: la convicción de que la política de bloques era una intolerable perversión de la razón, las esperanzas depositadas en el kennedismo y en las consecuencias de la llegada de Jruschov al gobierno de la Unión Soviética, la remoción que en el marco del catolicismo supuso el Papa del Concilio, Juan XXIII, y, al cabo, la percepción del desplazamiento de parte de la vida social y cultural a una generación que había nacido entre los últimos disparos de la guerra civil y las esperanzas abiertas por los presagios de victoria y renovación que marcaron los dos años finales de la Segunda Guerra Mundial.




Una parábola sobre el franquismo y otro retrato de familia

Se pensó un tiempo que Parábola de un náufrago (1969) -como pudo suceder a Off-Side, de Gonzalo Torrente Ballester o San Camilo 1936 y Oficio de tinieblas 5, de Cela- obedeció al propósito de Delibes de ajustar su andadura a las exigencias de la nueva novela experimental. No es tan simple, aunque hubo escritores -usualmente más jóvenes- que sintieron por entonces una sensación de envejecimiento de su material y sus hábitos narrativos. Pienso, antes bien, que Delibes concibió su Parábola como un alto en el camino, pero no como una conversión. Y lo demuestra que, al año siguiente, reuniera sus cuentos recientes y otros inéditos en una serie preciosa, La mortaja: nunca había renunciado a los «breves testimonios conmovidos», como ha resumido muy bien Gonzalo Sobejano («Introducción» 51), ni a los personajes traídos de la realidad cotidiana, ni a la distancia y el control de sus ficciones. «El Sol», «La fe», «La perra», «Navidad sin ambiente», «Las visiones» confrontaban ambientes y egoísmos, tragedias latentes, que eran las de siempre. Y que tampoco son ajenas a la constitución de los personajes del nuevo relato, porque Jacinto San José, o el desdichado César Fuentes, o el visionario Baudelio Villamayor, vienen de la misma fuente.

Al margen de su trama simbólica y de cierta nota de humor, en la Parábola de un náufrago el mayor atrevimiento formal de Delibes fue el intento de explorar la adecuación del lenguaje a la espontaneidad y linealidad de la narración, mediante la verbalización de los signos de puntuación, como si el texto fuera una suerte de dictado escolar, y la alternancia de redonda y cursiva para visualizar los monólogos interiores. Nada que no fuera, por tanto, el deseo de un lenguaje escrito más expresivo en una línea que ya quiso ensayar Cinco horas con Mario: por sus disputas epistolares con Vergés, sabemos ahora que éste nunca acabó de aceptar la inclusión de la esquela de Mario Díaz Collado impresa en los tipos editoriales que se usan en los periódicos y, sobre todo, que logró de Delibes la renuncia a presentar los textos bíblicos que se citan sin relieve tipográfico alguno. Con el tiempo, tales rupturas se harían más habituales pero nunca irían más allá de la voluntad -muy realista- de adecuar el vehículo verbal al propósito interno del relato, como sucede en el modo de transcribir los diálogos en Los santos inocentes, por ejemplo. La Parábola fue, en suma, un explícito homenaje a Franz Kafka, dictado por su reciente experiencia praguense de 1968, lo que se explícita en las dos dedicatorias a Jacinto San José Niño, el protagonista, hechas en checo y en español. Pero si el origen de la fábula es checo, sus destinatarios y sus modelos son españoles: tres años después de haber dado su mentís personal del mito de la Cruzada de Franco, Delibes satirizaba muchos de los aspectos de su Régimen, aunque bajo las especies de una requisitoria más general.

El mundo de la Parábola de un náufrago fue el de las utopías siniestras en el fondo pero acogedoras en la forma, como las de Aldous Huxley y George Orwell. Su punto de partida es la fusión de los poderes político, económico y social, en un totalitarismo benéfico que se hace patente a sus súbditos a través de lemas orwellianos: «por la mudez a la paz», «orden es libertad», «sumar es la más noble actividad de hombre sobre la tierra», «eludir la responsabilidad es el primer paso para ser felices». Recuérdese que la tarjeta de identidad de Jacinto le señala como «cristiano desconcertado» y «resistente al fútbol, la televisión y los festejos patronales. Sentimental y con prejuicios humanitarios», lo que parece respuesta a uno de los contundentes lemas de la organización, «hablar de deportes es aún más saludable que practicarlos». A su vista, se hace muy palmaria la identidad española del caso...

En un universo donde todo está dicho y acatado, se habla, sin embargo, mucho. En realidad, se repite siempre lo mismo. Jacinto es calígrafo en una comunidad donde todo el mundo suma o transcribe, actividades mecánicas y redundantes donde las haya. Y donde el habla está hecha también para la reiteración y la obviedad: de ahí el éxito de aquella lengua llena de abreviaturas que inventa Baudelio Villamayor. Nada puede salir de las pautas preestablecidas y el castigo que siempre amenaza es la aniquilación: tal es la historia de Genaro, a quien han convertido en perro y que morirá de un tiro, o la que está destinado a vivir el propio Jacinto, desterrado y devorado casi por el seto que le ordenaron plantar, hasta que al salir de su confinamiento se ve convertido en oveja. La conformidad y el miedo son las únicas y pusilánimes respuestas de aquellos seres domesticados. En su refugio-castigo, Jacinto no sueña con la libertad que ha perdido (en rigor, nada ha perdido) sino que confía en que «alguien le oiga, se apiade de él, le tome entre sus brazos, le acune, le oprima contra su seno y saque de su cuerpo, primero a chorros y después gota a gota (como una sábana mojada cuando se estruja), todo el miedo que lleva dentro» (Parábola 39).

A esa infantilización colectiva responde la imagen dominante de don Abdón, un ridículo nombre para quien ha conseguido aquel poder omnímodo. Pero si su onomástica es poco seria, menos lo es su aspecto: una mezcla de fuerza física -rotundos bíceps- y de reconfortante feminidad -presente en sus abundantes pechos-, ya que don Abdón es «el padre más madre de todos los padres». En su caricatura, Delibes ha mezclado los atributos que corresponden a cierto capitalismo paternalista y arcaico con no pocos recuerdos de la imagen que la dictadura franquista proyectó de su titular en los años sesenta: el abuelo sonriente, buen cazador y pescador, sabio jugador de golf, capaz de largas horas de despacho y, sobre todo, receptor y oficiante incansable de liturgias cívicas y religiosas, en las que se afanan sus edecanes y sus súbditos. Don Abdón vive en una suerte de altar, chapotea ridículamente en una piscina y se exhibe en largos desfiles, en los que unas ancianas le hacen la sillita de la reina: la confusión de ñoñería y violencia, de proclamaciones de felicidad y prácticas de humillación, de estupidez colectiva y refinada explotación, condensan en gran medida la visión que Delibes iba teniendo de las sociedades de su tiempo. Cuando en las Conversaciones de 1969, Delibes analiza su reciente libro confiesa a Alonso de los Ríos que en el presente instante le obsesionan por igual «la intransigencia, el nepotismo, la autocracia, la violencia, la tiranía del dinero, el poder de la organización, la bomba atómica, la seguridad absoluta en las propias ideas, la obstinación suicida del conservadurismo, la droga, la discriminación, la crueldad gratuita, la crisis de los derechos humanos, la deificación de la técnica... las desigualdades sociales, el consumismo, las dictaduras de todo color, la prostitución de la naturaleza, las torturas, las posibilidades de pasar de don Abdón a don Abdón» (Conversaciones 99).

No dejará de advertirse que el elenco resulta un catálogo de ideas muy marcado por las recientes reivindicaciones de 1968, que suponen la abominación de un mundo frente al que el ciudadano de a pie se siente indefenso. Y es fácil que esa sensación de estafa e impotencia fuera tenida en cuenta al rescatar un texto redactado entre marzo y abril de 1964 y por tanto, anterior a Cinco horas con Mario. El príncipe destronado vio por fin la luz en 1973 y alguien podría pensar en que es otra obra «con niño», como El camino y Las ratas. Pero puede que la óptica infantil sea aquí algo más complejo: no es una senda de descubrimientos y dolores que conduce a la aceptación de un mundo injusto pero inamovible, sino una manera de percibir los profundos y desasosegantes cambios que asume -como puede y le dejan- una clase media urbana en manifiesta crisis. Porque, ¿qué hay al otro lado de lo que Quico ve como una suma de rutinas y cambios arbitrarios, de felicidades pero también de latentes amenazas? Ve lo que traducimos nosotros, yendo un poco más lejos de aquel narrador que ha subordinado su punto de vista al del niño: una ruidosa familia de cinco hijos, un piso amplio y cómodo en un céntrico lugar de Valladolid, una madre -la bata de colores- sobrepasada casi siempre por el trabajo doméstico y que fuma compulsivamente, un padre que gruñe cuando está en casa y que pide un whisky con hielo, una vida donde la televisión es un fetiche omnipresente, donde se lee el Paris-Match (o se hojean sus reportajes) y donde una criada, la Merche, tararea «Bailando el twist», que es la canción de moda (aunque también la Domi entona un romance de ciego: lo moderno no ha acabado todavía con la tradición).

Posiblemente, no había modo más directo ni más intencionado de acercarnos al universo urbano que, tras la muerte de Mario Díez Collado, había cambiado tanto y seguiría haciéndolo. Y quizá la escena más reveladora de la novela arranca del mismo humus historial del que provino la novela de 1966: la supervivencia del relato heroico de la contienda, frente a la miserable realidad que aflora en sus narraciones secretas o silenciadas. Porque ese padre atareado, gruñón y bastante ausente, cuenta -muy magnificados- sus recuerdos de la guerra a sus hijos, y a Juan, el que por edad precede a Quico, lo tiene ya fascinado. Pero no a todos... A Pablo, el mayor de los hermanos, «le imponen unas insignias» en un acto solemne, al que el muchacho no quiere asistir en modo alguno. El lector de hoy no lo sabe, pero el de 1973 (y más aún, el de 1964) sabían que se trataba de la imposición de aquellos pequeños rectángulos negros en los que campeaba una estrecha de plata de seis puntas, remedo para solapa de las insignias que, durante la guerra civil, llevaron en sus guerreras los alféreces provisionales del bando franquista. Un cuarto de siglo después del fin de la lucha, el Régimen había pretendido repristinar los entusiasmos de los representantes de una clase media de universitarios, profesionales y funcionarios, al calor de la camaradería y los recuerdos de trinchera, de un modo que fuera susceptible de ser transmitido como vivencia familiar. Y de ahí que, en efecto, la Hermandad de Alférez Provisionales tuviera una sección especial abierta a los hijos varones de los excombatientes. Aquí es la madre quien se interpone: «-¿No se te ha ocurrido preguntarte si quiere hacerlo? ¿Si sus ideas coinciden con las tuyas?». Y el heroico alférez provisional no lo acepta. La culpa de ese desvío la tiene el olvido de la victoria y la pérdida de la tensión espiritual que ha traído la vida cómoda: «-Lo malo es la paz: el teléfono, la Bolsa, los líos laborales, las visitas, la responsabilidad del mando». Pero también tienen culpa los disconformes de siempre, ahora encarnados en la madre (al revés de lo que sucedió en Cinco horas con Mario), cuya persistencia en el error reabre cada día el zanjón intrafamiliar que ya conocimos en el relato de 1966: «-Esto no ocurriría si a tu padre le hubiéramos cerrado la boca a tiempo, en lugar de andar con tantas contemplaciones...» (El príncipe destronado 137-39).




¿Una contraescritura de Pascual Duarte?

Ya se ha recordado que los acontecimientos de los años siguientes trajeron a Miguel Delibes una situación de visibilidad pública, a la vez que un fuerte zarpazo a su mundo referencial: el ingreso en la Academia simbolizó lo primero; la muerte de su mujer fue lo segundo. Hubo de encajar ambas cosas -la soledad íntima en un clima de crecientes obligaciones sociales- en un contexto que marcaron la disolución acelerada de las instituciones franquistas, la progresiva autonomía política de la vida literaria y los vertiginosos cambios de la moral colectiva (que trajeron un juvenilismo cada vez más rampante y un alegre arrumbamiento de prejuicios inmemoriales).

Su nuevo libro, Las guerras de nuestros antepasados, se publicó en enero de 1975 y en abril llevaba cuatro ediciones, lo que habla con elocuencia de un éxito en toda regla. ¿Qué pudo ver el público español en esta obra, aparentemente tan cercana a las fórmulas de un cierto realismo mágico muy de moda, tratada con el humor un poco híspido que ya se advirtió en la Parábola de 1969, rica en elementos simbólicos, donde parecían confundirse (y explicarse, a la vez) el presente y el pasado? ¿Relacionaron aquella novela con lo que les había fascinado en el filme de Víctor Erice, El espíritu de la colmena, y el más reciente de José Luis Borau (y Manuel Gutiérrez Aragón, que colaboró en el guión), Furtivos? Ambas contenían aquella afortunada mixtura simbólica acerca de vidas en clausura familiar, violencia y culpas, que trenzaba una reflexión sobre la guerra civil y sus consecuencias.

Más allá del patente esfuerzo de clarificación cívica que supuso Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados nos proponía la contemplación de una tradición de irresponsabilidades culpables y de sangre homicida. A lo largo de siete noches de 1961, el Dr. Burgueño López, médico del sanatorio penal de Navafría, ha grabado las confesiones de un recluso condenado a muerte, Pacífico Pérez, natural de Humán del Otero, muchacho de pueblo, que mató al hermano de su novia y a quien luego, ya en el hospital penal, se le ha atribuido la muerte de un oficial de prisiones en un intento de escapada colectiva. De cómo llegó a ocurrir así nos habla la voz personalísima de quien, pese a todo, se llama Pacífico y viene de Humán, un topónimo que predica muy explícitamente su condición de representante del género humano todo.

Si bien se piensa, tal estructura narrativa resulta sugerentemente parecida a la que en 1942 vertebró La familia de Pascual Duarte, la obra de aquel Cela al que Delibes había conocido muy pronto y cuya jactancia nunca le cayó muy bien. Y cuyo San Camilo 1936, había reprobado en los términos que ya se han recordado. Cela había metaforizado en Pascual Duarte un destino carpetovetónico, relacionado de lejos con la picaresca y de cerca con una visión étnica, casi festiva, de la contienda que Cela, Pascualillo, sus últimas víctimas y sus lectores acababan de vivir aquel espléndido relato había convertido la violencia en una suerte de vector autónomo de la experiencia humana que podía convivir, sin embargo, con purísimos impulsos de piedad y de sensibilidad como los que también atesora Pascual Duarte. Al igual que en 1952 el autor publicaría una novela, La colmena, donde la denuncia de la injusticia se subsume deliberadamente en una visión casi medieval del mundo -danza de la muerte, nave de los locos o colmena afanosa y ciega-, La familia de Pascual Duarte proponía considerar la suma de violencias de la guerra civil como una suerte de rito social depurativo, tan terrible como admirable, tan inevitable como inasequible a cualquier juicio moral condenatorio.

En el fondo, se tiene la poderosa impresión de que Delibes ha querido escribir un exorcismo del libro de Cela, para lo que acepta algo de su planteamiento y reproduce su estructura interna pero rectifica sustancialmente el diagnóstico final, por más que en la nueva novela también se entreveren el crimen y la inocencia. Pero la historia explica más satisfactoriamente que lo hace el folclore. Aquel friso familiar que debió determinar los pasos de Pacífico, no es un hijo legítimo del instinto de la raza, sino una pesadilla que proviene de una historia de prejuicios patrioteros y de la observancia de un patriarcalismo tribal riguroso. De ambos descienden el bisabuelo de Pacífico, el Bisa, orgulloso veterano de la última carlistada; su abuelo, el Abue, que hizo la guerra de África con su siempre presta bayoneta, y el padre, que cazaba tanques republicanos con una bomba de mano y una botella de bencina durante la guerra civil. Nos hallamos ante algo más que una parábola histórica, vista con cierto humor negro. La violencia -recuérdese el fusilamiento del perro Krim, reo de haberse comido una docena de huevos- ha presidido la educación de un muchacho tímido y simple, al que desde niño ha caracterizado su empatía con la naturaleza (la misma de Jacinto San José), advertida por los demás como muestra de falta de hombría. Pero Pacífico es alguien que tirita cuando un árbol da sus frutos en pleno invierno y a quien se le inflaman los labios al ver quitar el anzuelo a las truchas. Y que resulta diestro en una familia de zurdera hereditaria. Ninguno de esos signos de pusilanimidad, ni la escasa vista que le obliga a llevar gafas, le salvarán de su obligación de perseverar en los prejuicios heredados que son propios del pueblecillo de Humán del Otero, con sus insalvables y marcadas diferencias sociales, su río sintomáticamente llamado Embustes y la brutalidad de sus peleas rituales. Con el tiempo, Pacífico conocerá el amor y perderá su virginidad con la Candi, en pleno apogeo de la liberación hippy. Y allí empezará el turbión de sus desdichas y sus crímenes, a los que resulta tan ajeno como Pascual Duarte fue a los suyos.

Puede que la conjunción de una historia étnico-fantástica, a lo García Márquez, y otra historia de descubrimiento erótico, propia de los años de la liberación sexual, no sea una mezcla muy lograda. Pero con este relato, al borde mismo del final de la era franquista, Delibes hacía constar varias cosas de indudable importancia para entender el resto de su obra literaria y para entender su estado de ánimo cuando tantas cosas parecían en inminencia de cataclismos: en primer lugar, que la vida rural no era un pintoresco residuo del pasado, sino, para bien y para mal, una parte de la historia colectiva que no había acabado de escribirse; en segundo término, que España, el país de todos, debía encontrar resortes que le ayudaran a superar un pasado de violencia e imposición, sin entregarse por ello a improvisar un ridículo remedo de la vida moderna internacional. Que nada de esta tarea iba a ser fácil se expuso en las dos novelas siguientes: la más conocida es Los santos inocentes (1981), un milagro en la historia de la narrativa española, donde escenificó la miseria campesina sin ocultar a sus culpables; también muy leída, pero quizá menos estimada, fue la novela que publicó al final del periodo que considero en estas páginas, El disputado voto del señor Cayo, editada en noviembre de 1978, que nos obliga a recordar que en junio de 1977 se produjeron los primeros comicios generales después de 1936, y que en diciembre de 1978 se convocó el referéndum constitucional.




La presencia crítica de la España rural

Aquel clima de incertidumbres, de afirmaciones jactanciosas y de acusadas inexperiencias fue el que Delibes contó en 1978 con notable nervio satírico. En una prosa más suelta e impresionista de lo ordinario, describió el proceso electoral visto desde una candidatura socialista de provincias. La promueven gentes muy jóvenes que se agrupan en torno a Víctor, un hombre ya maduro, que ha sido enviado desde Madrid como candidato provincial al Senado. Y ni siquiera falta el siniestro acompañamiento, que comparece en las páginas finales, de una banda de ultraderechistas. Sólo en la segunda parte de la novela, cuando la oficina electoral ha decidido visitar el último y más remoto pueblo de la provincia, se produce el hallazgo de su personaje epónimo (pero no protagonista): el anciano Cayo Fernández, último vecino de un panorama de ruinas y fantasmas, encarna el hombre natural por su segura ecuanimidad y su perfecta adaptación al medio.

Al contraponer los dos universos, la novela busca entender -o al menos, reflejar- con benevolencia un mundo que aparece dictado por las modas fugaces, el quehacer espasmódico, la camaradería impertinente y, sobre todo, una prisa que se enuncia en un lenguaje signado por el entusiasmo fácil. Los muchachos de la campaña se pasan la vida en constante movimiento y atropello. En el coche que les lleva al pueblo, a Víctor se le ha ocurrido poner en el cassette una grabación de La del manojo de rosas. Pero enseguida, el joven Rafa propone alternativas que nos remiten a la cultura musical juvenil de los años sesenta, rock con pretensiones y canción protesta: «-Por ahí andan también Te recuerdo, Amanda y The dark Side of the Moon, de Pink Floyd» (El disputado voto... 51). Y, como Víctor reitera su interés por la zarzuela, Rafa le añade: «-Apuesto a que también te mola la María Dolores Pradera». «-Claro- dice Víctor. -Y la Báez, y Machín, y la Piquer, y Atahualpa y la Tuna» (74). La experiencia de la vida, que encarna el hombre mayor, propone sumar emocionalmente, no elegir a rachas y convulsivamente. Se trata de la misma lección que, poco más allá, Víctor vuelve a repetir a propósito del paisaje, que va haciéndose progresivamente abrupto. Rafa deja sentir a su manera la impresión: «-Joder, el cañón del Colorado». Pero, a renglón seguido, anula una admiración que, en cualquier caso, ha utilizado como modelo de referencia lo que ha visto en tantas películas del Oeste: «-Alucinante, macho, pero si un día me pierdo no me busques aquí. Esto está bien para las ovejas» (77).

La experiencia vivida con el señor Cayo resulta ser un mentís a todo ese universo que se nos presenta tan falsamente interdependiente, confianzudo y promiscuo. Aquí la interdependencia, la confianza y la intimidad son unos modos de vivir que se han construido pacientemente a partir de la observación, del trabajo y de la respetuosa cautela. El viejo Cayo representa la autosuficiencia modesta, que se produce en las palabras justas o mediante el silencio eficaz. Frente a la bulla de los recién llegados, la mudez de la mujer del anciano, el desdén por el tiempo y la seguridad de los oficios y las destrezas bien aprendidos, nos colocan en otro mundo y, a la vez, nos excluyen de él. Cuando ven al anciano afanarse en sus trabajos de colmenero, la observación del narrador es reveladora: «El señor Cayo se movía lenta, aplicadamente, sin un solo movimiento superfluo» (92). Pero esta naturalidad no empece el ejercicio de una violencia limitada, aunque implacable. De un golpe, y con indignado asombro de los muchachos, el viejo aplasta a un lagarto y se limita a explicar que es el peor enemigo de las abejas. El orden de la naturaleza y el provecho del hombre requerirán una condena a muerte o un uso impensado de lo aparentemente inútil. Cuando a los visitantes les asombra saber que las malvas remedian los males de vientre, el señor Cayo se pronuncia con la precisión sentenciosa de un filósofo natural: «-Todo lo que está sirve. Para eso está, ¿no?». Pero no todo está en el mundo con la misma solidez, ni requiere urgencia... El viejo tardó un mes en saber de la muerte del general Franco y sólo sabe apuntar antes sus atónitos oyentes: «-¿Y qué prisa corría?» (143).

En aquel mundo, donde cada cosa tiene un uso y el tiempo viene pautado por los trabajos repetidos de la supervivencia, la guerra civil fue una tormenta de la que los vecinos intentaron zafarse, como si hubiera sido una amenaza meteorológica más, y la dictadura franquista no pudo ser sino un mero accidente. Es posible que Delibes haya llevado ad absurdum sus argumentos y que las páginas finales de esta novela tengan, y no sólo por la brutal intervención de los fascistas, algo de maniqueísmo y exageración. La borrachera de los jóvenes y el desconcierto de todos resultan algo excesivos, como lo es su tácita aceptación de la derrota dialéctica: «-¿Qué pasa ahora, diputado? -Pasa -dijo Víctor con una expresión extrañamente reflexiva- que hemos ido a redimir al redentor». Y al poco, cuando todavía los muchachos redarguyen, la respuesta del futuro senador tiene algo de excesivo simplismo: «-Siempre tendrá que haber dirigentes, supongo. -¿Dirigentes? ¿Y para qué quiere el señor Cayo que le dirijan? Desengáñate, Dani, él no nos necesita» (164).

Se nos hace patente que Miguel Delibes sintió la necesidad de amonestar a los suyos, a esos jóvenes progresistas a los que ve con indudable simpatía, acerca de los riesgos de su doctrinarismo y, sobre todo, del clamoroso olvido del humillado mundo campesino en una España que parecía identificarse -ahí estaban los propios términos de la propaganda electoral de 1978- con la vida juvenil urbana. Tres años después, ya asentada la democracia, Los santos inocentes rectificó, sin decirlo, el sentido de aquellas alarmas. Y Delibes prefirió que la profunda cultura robinsoniana de don Cayo cediera la palabra a la vida rural de dehesa, de la que eran víctimas tantos siervos educados en una conciencia de subalternidad. ¡Claro que había seres a los que redimir de la miseria y, sobre todo, de sus explotadores!... Pero incluso aquellos «santos inocentes» tenían algo que enseñarnos: a saber estar (como los lagartos y las malvas), a vivir armoniosamente con el medio, a sobrellevar la desgracia en familia. Aquella «milana bonita» nos conmovió a todos y no en vano, la novela y la hermosa película de Mario Camus la hicieron un emblema de nuestra sensibilidad. Pero seguramente desde El alcalde de Zalamea y Fuenteovejuna la muerte de un señor injusto no había sido tan deseada y emocionalmente justificada como lo fue el ahorcamiento del señorito Iván a manos de Azarías. Delibes había sabido crear en 1966 un motivo -una mujer que reprochaba a su marido muerto la pérdida del mundo en que había soñado integrarse- que sirvió a muchas Menchus y no pocos Marios para entender la necesidad de un cambio histórico; en 1981, volvió a confrontar a sus lectores con otras dos urgencias imperativas, el destrozo de lo mejor de la España rural y la perduración en nuestra sociedad de usos semifeudales, rebozados en rancio casticismo. No es muy frecuente que la literatura pueda ser calificada como un hecho moral en la historia de una comunidad y Delibes lo ha logrado por dos veces: es uno de sus indiscutibles timbres de gloria.






Bibliografía

  • Alonso de los Ríos, César. Conversaciones con Miguel Delibes. Madrid: Magisterio Español, 1971.
  • Delibes, Miguel. España 1936-1950: muerte y resurrección de la novela. Barcelona: Destino, 1954.
  • ——. Un año de mi vida. Barcelona: Destino, 1970.
  • ——. La primavera de Praga. Barcelona: Destino, 1991.
  • ——. Parábola del náufrago. Barcelona: Destino, 2004.
  • ——. El disputado voto del señor Cayo. Barcelona: Destino, 1978.
  • ——. El príncipe destronado (ed. Antonio A. Gómez Yebra). Madrid: Espasa, 2007.
  • ——. y Josep Vergés, Correspondencia, 1948-1986. Barcelona: Destino, 2002.
  • Sobejano, Gonzalo. «Introducción» a Delibes. La mortaja. Madrid: Cátedra, 1987.


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