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Modernismo: poéticas paralelas (la adscripción literaria de Salvador Rueda)

Cristóbal Cuevas García

Universidad de Málaga

A pesar de la abundante bibliografía que se le ha dedicado, el término «modernismo» sigue siendo uno de los más difíciles de definir en la historia de la literatura española. Hay en él, ciertamente, un elemento de ruptura, pero también una cierta coherencia con lo anterior desde su peculiar sensibilidad literaria -desde su estética, y hasta desde su cultura-, que cada uno de sus representantes interpreta con mayor o menor originalidad. Es verdad que, convencionalmente, la «ortodoxia modernista» es la definida por Rubén, pero más verdad es aun que un movimiento literario no es obra de un solo escritor, por importante que sea. Nombres como los de Manuel Reina, Ricardo Gil, Tomás Morales, Salvador Rueda, Francisco Villaespesa, Manuel Machado, Valle-Inclán, el primer Juan Ramón, etc. -por hablar sólo de españoles- contribuyen a formar el movimiento en medida importante. En realidad, si olvidamos las definiciones tópicas del modernismo esteticista, en su seno caben escritores que florecen desde el último tercio del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Todos ellos se hermanarían en su afán renovador, purificación del vitalismo romántico, voluntad de estilo, sensibilidad artística, culto a la forma y pasión por la belleza. De ahí que Juan Ramón pueda hablar del modernismo como de una actitud entre cultural y vital que sella toda una época con el propósito de renovarse a partir de la libertad y la autenticidad1.

No podemos, por tanto, suscribir sin reservas la opinión de algún crítico que considera el término «modernismo» como una «denominación anodina»2. Bajo ese rótulo late, en efecto, un deseo de puesta al día de la literatura en general que lo hace vivo y dinámico. En ese sentido estamos ante una faceta de algo mucho más amplio, que va de lo arquitectónico a lo pictórico, y de lo musical a lo filosófico. Incluso desde el punto de vista religioso, el «modernismo» anatematizado por Pío X en la encíclica Pascendi (1907) no es sino un intento de actualizar el dogma adaptándolo al espíritu de los tiempos. En ese afán renovador, la patética «contumacia» de los Hébert, Loisy, Tyrrell, Blondel, etc., cobra pleno sentido, emparentando profundamente con el movimiento cultural de entresiglos3. También ellos trataban de revitalizar un escolasticismo trasnochado -mera supervivencia de épocas pasadas-, apoyándose en un inmanentismo exaltador de lo humano, base de toda antropología moderna. De esa manera, el modernismo se nos aparece como un verdadero humanismo -algunos le han llamado «renacimiento»-, que abarca la vida entera del hombre. Como ha señalado Lily Litvak, en la actitud modernista hay una reacción frente al aburguesamiento finisecular, que intenta «sustituir la darwiniana lucha por la vida de esa sociedad por la premisa de la vida por el arte o, mejor aun, la vida como arte»4. La revitalización de la cultura de acuerdo con los nuevos tiempos: he ahí lo esencial de lo que hoy llamamos modernismo en su sentido más amplio.

Ciñéndonos a lo literario, no cabe duda de que la preparación y puesta en marcha de la nueva postura fue el resultado de un trabajo colectivo. Desde ambas orillas del Atlántico surge y se desarrolla el nuevo movimiento, que busca el fermento renovador en la literatura del Siglo de Oro, los postulados parnasiano-simbolistas, o incluso en un imposible autonomismo que se esfuerza en negar, camuflándolas, sus fuentes de inspiración. Rubén Darío -hoy todos aceptan este hecho- es el máximo representante del movimiento, no su único inventor.

La poética rubendariana es modernista, pero no todo modernismo puede reducirse a ella. Para nosotros, el modernismo literario es el resultado global de la aplicación de diversas poéticas que, coincidentes entre sí en los rasgos revitalizadores antes expuestos, corren paralelas, apoyándose en fuentes y recursos de notable complejidad. Desde esta perspectiva queda invalidada la polaridad «modernismo» frente a «noventa y ocho», defendida hasta hace poco, no siempre a nivel de manuales5. Debajo de esas etiquetas se ocultan procedimientos de búsqueda que no pueden reducirse simplistamente a «esfuerzos esteticistas» frente a «posturas agónicas o intelectuales». La realidad es mucho más rica que esos esquemas apenas didácticos.

Dentro de estas perspectivas, la renovación poética llevada a cabo por el malagueño Salvador Rueda, tópicamente considerado como un simple precursor del modernismo, reviste un gran interés. Sabidas son las dificultades que encuentra la crítica para encuadrarlo en alguna de las consabidas parcelas de la historia literaria. Rueda canta con múltiples voces -la esteticista, la vital, la exaltadora de la naturaleza, la regionalista, la devota, la panegírica...-, muchas veces heterogéneas. Desde su inicial neorromanticismo a zaga de Espronceda y sus seguidores -«yo no le encuentro en la Península parangón sino en Zorrilla», dijo Rubén Darío6-, pasando por diversos esteticismos, hasta sus entusiasmos por el Siglo de Oro español o sus concesiones realistas y hasta naturalistas7, Rueda intenta renovar las letras españolas -no sólo la poesía- desde perspectivas muy variadas. Pero su actitud instauradora de una voz viva y «moderna» en las letras patrias le otorga un genuino ademán «modernista». De ahí que haya que estudiarlo como un verdadero colaborador en la forja del movimiento. Lo de «precursor» es un título que le impuso tardíamente (1910), sin pretensiones definitorias, el poeta Tomás Morales, y que luego hizo suyo una crítica apresurada:

«Noble señor del plectro de oro y el verso todo florecido, viajero ilustre, que a una secta diste el aliento precursor...»8.


Trece años después, la sagaz pluma de E. Díez-Canedo vino a poner las cosas en su sitio. «A Rueda -escribía en 1923- hay que darle el puesto por él ganado... Rueda, con Darío o sin Darío, tiene su papel en el desenvolvimiento de la nueva poesía española»9. Lo que pasa es que Salvador, en cuanto concreador de un nuevo modo de hacer literatura, es al mismo tiempo precursor y mesías -iniciador y consumador-. De ahí su convicción temprana de ser compañero de Rubén en la tarea renovadora. A él se siente ligado por comunes ideales estéticos, querencias vagamente panteístas, brillantes sensorialismos, urgencias técnicas, etc. Incluso llegará a creer que se le ha adelantado en aspectos importantes de la revolución que ambos llevan a cabo por caminos paralelos: «Darío tiene de mí muchas cosas», afirma en 1924, remachando la idea en conversación con Alberti: «¿Rubén Darío? Gran poeta, ¿cómo no?, ¿pero usted cree que hubiera podido existir sin Rueda? Muchos, tanto de aquí como de allá, le deben todo a Rueda, aunque no quieran confesarlo»10. Aun admitiendo lo que de exageración interesada y añorante hay en estos testimonios, ya tardíos, no cabe duda de que esas palabras recogen su convicción de haber iniciado y desarrollado, a veces antes que Rubén, la revolución poética que hoy conocemos como modernismo.

Ateniéndonos a los hechos, nos consta que Rueda debió de comenzar su labor poética en 1872, con el poema «El agua y el hombre», luego refundido en Cantando por ambos mundos bajo el título de «Sombras» (1914). Su primer libro de versos es Renglones cortos, de 188011. Así pues, en los últimos veintiocho años del siglo XIX, su labor creadora se desarrolla paralelamente a la de Rubén, cuyas primeras composiciones aparecen en junio de 1880 -«Sollozos del laúd»12-, desconocidos en un principio por el malagueño. No es, pues, el ejemplo de Darío, sino una honda insatisfacción ante la poesía que entonces se escribe en España -inauténtica y mediocre-, lo que le hace buscar nuevos caminos. Por eso se aparta del realismo prosaísta de Campoamor y sus afines para ensayar las posibilidades del plasticismo y la musicalidad, potenciando los valores de la palabra bella, de la que surge la emoción y hasta la idea. «He leído algunas veces -afirma en 1893- que los parnasianos pulen y acicalan el estilo como no lo hacen los demás cultivadores de la poesía francesa. Parece que emplean una finísima labor de orfebrería, que depuran el gusto hasta hacerle impecable, que trabajan la arquitectura rítmica como concienzudos maestros y que hacen obras perfectas»13. En esa afinidad estética, más temperamental que estudiada -si es que sus palabras no minimizan su conocimiento de Mallarmé para que destaque más su propia originalidad- estriba un aspecto esencial de su modernismo, que insiste en lo sensorial -arquitectura, color, música, retórica- y en exquisiteces que otros cultivarán también con maestría. En cuanto a temática, le asemeja a Rubén el gusto por los tópicos grecolatinos, el amor a escenarios suntuosos, animales y joyas, vistos siempre desde el brillo de sus superficies, la predilección por lo exótico, el erotismo trascendente y, en general, la exaltación postparnasiana de los datos de los sentidos como manifestación privilegiada de lo existente. Como dijo sintéticamente Siebenmann, «a parnasiano suena la plasticidad y la riqueza colorista» de Rueda14, valores esenciales de su poética.

Para mí, ese sensorialismo típicamente modernista emparenta con los postulados de la fenomenología decimonónica, que cifra lo real en la pluralidad de accidentes. Estos, en su heraclitiano fluir, configuran «las cosas» en su instantaneidad, para fijarlas en un momento de máximo esplendor que revela su esencia: «Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas», escribió Juan Ramón Jiménez15. El fenomenismo gnoseológico postulaba la necesidad de apoyarse en «lo dado» -'lo perceptible'- como fuente de sensaciones. Las «cosas», en su opinión, están exhibiéndose sin cesar ante el poeta, reclamando su atención y su canto. Como escribió Rueda en el epílogo teórico de En tropel (1892), «cada cosa, cada eco humano, cada átomo dice constantemente a la pluma: Cántame, analízame, descríbeme, lleva mi voz a ese concierto, porque si no estará incompleto el pentagrama»16. Los modernistas, como fenomenistas que son en lo literario, buscan su inspiración en lo que aparece, identificando idea, emoción y percepción. Para ellos, el fenómeno no es simple apariencia, sino auténtica mostración del ser, que hace del conocimiento una experiencia óptico-acústica. Durante la segunda mitad del siglo XIX, estas teorías se hacen moneda común en toda la Europa occidental gracias a la influencia, por una parte, de empiristas como J. Berkeley y D. Hume, y por otra de idealistas como M. Kant, W. Wundt, W. James, etc. Todo culminará en la fenomenología de E. Husserl, que, en su invitación a ceñirse a lo que aparece -«¡Volvamos a las cosas mismas!», decía-, establece un punto de tangencia entre el realismo y el naturalismo literario por una parte y el modernismo por otra.

En la «poética del fenómeno» encontramos, pues, una de las raíces de las diversas «subpoéticas» que integran el complejo mundo cultural del modernismo. Este, excluyendo todo cosismo «garbancero», trata la realidad como estética y como tragedia, prefiriendo lo brillante y aristocrático a lo cotidiano. Así, Rubén Darío exaltará al tigre de Bengala, al lirio del viento, los pavos reales, la selva, Velázquez y Poussin; Rueda, por su parte, cantará a la nitídula -«insecto sublime»-, la airosa palmera, otra vez los pavos reales, «el tul de los bosques temblantes de flor», Canova o Miguel Ángel. El malagueño, además, buscará el lado poético de realidades más modestas -ahí están la sandía, el higo chumbo o el gazpacho para demostrarlo-, resaltando los brillos inusuales del «fenómeno», que hacen aparecer por un momento a una gota de rocío traspasada de sol como un fúlgido diamante. Y así, el modesto copris Hispaniae será cantado como «Su Excelencia el escarabajo», mostrándose como un guerrero digno de la «Marcha triunfal» de Rubén:

«Aunque no es ágil su forma,

hecha está de una esmeralda

que siembra de tornasoles

su fulgurante coraza.

Los lóbulos que a su frente

dan majestades de heráldica

le ciñen una corona

de omnipotente monarca.

Su cintura es un dechado

de exquisitez y de gracia,

algo fino y versallesco

de Luis Catorce de Francia»17.



Es, pues, la sensación en sí, elevada a categoría estética, la que está en la base de estas poéticas, cultivadas en paralelo por Rueda, Rubén o Silva. Sus coincidencias, como las líneas de un dibujo geométrico, no siempre se deben a dependencias mutuas sino a concepciones artístico-filosóficas comunes. En esta participación en raíces conceptuales homogéneas radica, tal vez, una de las claves explicativas de su íntima coherencia. Diríase, sin embargo, que hay momentos en que esas poéticas se esfuerzan por marcar distancias entre sí. Eso es lo que sucede, por ejemplo, en lo que respecta al simbolismo verlainiano. «¡Y en mi interior: Verlaine!», había confesado Rubén Darío con guiño cómplice18. El malagueño, de temperamento más vehemente, conecta mal con la vaguedad y los matices sugeridores del autor de las Fiestas galantes -tal vez se deba a ello el afianzamiento de la creencia en su papel de «precursor»19-. Alguna vez recurre a efímeros difuminados, pero ello le supone un esfuerzo casi a contratemperamento, y su deuda es más con Bécquer que con los poetas galos, aunque la obra de Rubén parece también observada de reojo:

«Novias hechas con ráfagas del humo;

vírgenes de neblinas desgarradas,

amigos de espirales vagarosas

que con sus hondas el cigarro traza;

mujeres de moléculas movibles

cuyas facciones al borrarse bailan;

caballeros formados por la bruma

que en hebras de vapor se deshilachan»20.



Salvador es consciente de que su modernismo poético se distancia de los formalismos de inspiración parnasiano-simbolista en cuanto que él se esfuerza por expresar emociones -a veces, desgarradoras-, asidas a realidades cósmicas y humanas. He ahí una de las diferencias más claras que cree ver respecto de la poética también modernista de Rubén, sobre todo a partir de la segunda visita del nicaragüense a España (1899), que abre entre ellos un abismo, más por diferencias de fondo que por enemistades de todos conocidas21. Arguyendo a su rival con sus propias palabras, recuerda que éste le había dicho en un momento de sinceridad: «Dichoso tú que eres un poeta todo natural y todo verdadero, mientras que yo soy un artificio de la cultura»22. Por eso se esfuerza en trazar una frontera clara entre su poética y la paralela de Rubén, aunque tales esfuerzos no siempre nos convenzan del todo: «La escuela joven americana... -escribe en El ritmo- viene directamente de París, sí. Generalmente cultiva la frase por la frase sin otra trascendencia; el asunto, si bien se mira, es un pretexto muchas veces para lucir el chisporroteo del estilo, el esmalte de las imágenes, la orfebrería literaria de un arte que rinde un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a los colores, a las músicas, a las luces, pero que, como digo antes, no agarra, no prende a la realidad, ni tiene como base el sentimiento de todo ese color hecho emoción honda, franca y fuerte... Por eso dije más arriba que nada tenía yo que ver con esos egregios artistas, que gustan generalmente no pasar de la técnica a la emoción, al sentimiento, y que ejecutan sus maravillas de frase como exquisitos cinceladores. Yo prefiero (no digo que lo consiga) reproducir la emoción, el sentimiento, valiéndome de lo poquísimo que yo sepa de secretos de estilo»23.

Pese al tópico de la falsa modestia, patente en las últimas palabras de la cita, Rueda reconoce que comparte con los modernistas ultramarinos la voluntad de estilo. La diferencia está en que ellos buscan la forma por la forma, mientras que él la quiere convertir en vehículo de ideas y sentimientos. Son, pues, poéticas que corren hacia puntos de fuga cercanos entre sí, pero no coincidentes del todo. Ese discurrir paralelo, que evita la intersección, se debe además a los consejos de Clarín, Pereda, Menéndez Pelayo y otros, que le advierten de los peligros de un excesivo mimetismo respecto de Rubén. «La docilidad algo irreflexiva con que Rueda se deja guiar por hábiles aunque peligrosos maestros -escribía en 1902 el autor de Pepita Jiménez-, y se deja seducir por lo que llaman modernismo, decadentismo, simbolismo y otras modas parisinas, le perjudica en extremo... Apártese, pues, de los propósitos audaces a que le induce Rubén Darío en el pórtico de En tropel Huya de las bacantes modernas que despiertan las locas lujurias; no busque los labios quemantes de humanas sirenas, arroje al suelo el yelmo de acero, el broncíneo olifante y los demás trastos que su amigo le regala; y tenga por cierto que entonces, aun sin llegar a ser un homérida, tendrá distinguido asiento entre los inmortales de nuestro parnaso y en la república de las letras españolas»24. Influido por consejos como éste, dominado progresivamente por la fobia antifrancesa, y deseoso de encabezar una revolución poética netamente española, Rueda irá abandonando cada vez más los ideales estéticos que defendió en los mejores años de su labor creadora. Las divergencias con el «modernismo ortodoxo» se irán acentuando más y más. De ahí que su poesía, a partir de primeros de siglo, vaya acercándose cada vez más a un casticismo nacionalista -regionalista en muchas ocasiones- que le aleja de la vanguardia. Mientras la voz poética de Rubén se mantiene inalterablemente fresca con el injerto de la savia ultrapirenaica -y ello bebiendo en las mejores fuentes, parnasianas o simbolistas-, el malagueño corta toda posibilidad de modernización cuando renuncia hasta a entender la lengua francesa25.

En adelante, su antigalicismo irá siempre en aumento. La poesía que se escribe en la América Hispana se le antoja contagiada por las modas francesas. «Hay que tirar puñados de cloruro de cal antifrancés -escribe a E. Ferrari- en derredor del gran surco, y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas». «No estoy conforme -protesta- con que yo tenga en mis pobres escritos espíritu francés»26. Esa es la gran lección que deben aprender los renovadores que, marchando en paralelo a su revolución lírica, buscan inspiración en Baudelaire, Mallarmé, Verlaine y otros. Rueda se esfuerza por no herirles, pero, como un hermano mayor, les aconseja que acudan a las fuentes españolas. «¿De qué modo aterciopelado, discretísimo -pregunta a E. Gómez Carrillo-, se les podría decir que arrojasen sus plumas de imitación francesa...? En aquellas grandiosas tierras americanas... parece como que Dios ha creado la mayor variedad de plumas del universo en infinitas aves milagrosas..., y la mayor parte de los poetas y la mayor parte de los prosistas... desprecian esas alas abiertas que esperan, y van, en macabra procesión, a París por una pluma prestada, enferma; ¡lo que es más desgarrador, vacía de ideales!»27.

Hay un momento en que parece que Rueda ve con claridad el modernismo como un haz de poéticas paralelas. Es cuando escribe que, más allá del Atlántico, el nuevo movimiento se había puesto en marcha por obra de Silva, Nájera, Casal y Rubén, mientras en España él mismo hacía otro tanto, teorizando su postura en El ritmo cuando aún desconocía Azul Y así, mientras los americanos hicieron su revolución en base a gérmenes franceses, mostrándose librescos y culturistas, él se apoyaba en la naturaleza y el espíritu hispano. Así, el modernismo surgió como un movimiento literario que aglutinaba gustos semejantes, pero independientes. «Un alto entendimiento -afirma- tiene la moral obligación de hacer el examen serio -y hondo-, que aún está, por hacer, de la poesía francesa, implantada al castellano por Darío, y la mía, hija de la naturaleza... Cuando él vino la primera vez a España, ya la revolución poética estaba realizada, con elementos castellanos, por mi modesta persona. Él aportó después lo francés»28. Y en otra ocasión añade: «Por entonces, cuando por mi modesta pluma y por venir ésta directamente de la Naturaleza sin pasar por libros ni aulas, estaba ya revolucionada la poesía castellana, fue cuando fueron llegando todos los citados. El último en llegar fue Rubén. Esta es la cronología del asunto»29. Para Salvador, existe, pues, un modernismo galicista que encabeza Darío, frente a otro español encabezado por él mismo. Frente a la espontánea naturalidad de éste, aquél «tiene algo de exposición universal..., padece congestión de voces, de frases gráficas y escultóricas, de construcciones variadas, de idioma y ciencia de escribirlo»30.

Con acertada intuición, Rueda comprende que en el modernismo conviven diversas poéticas, lo que lleva a cada uno de sus miembros a interpretarlo de manera diversa. Y así, en carta a E. Díez-Canedo dice que «su modernismo» -el posesivo es esencial- es una «revolución de innovaciones y flexibilidades rítmicas, y todavía más de esencias, de valores espirituales»31, mientras el otro -el de Rubén- corre a su lado como un flujo paralelo:

   «La voz de toda América le pides a Darío,

la voz de toda España le pides a mi acento,

al cisne desplegando las alas en el viento,

y al pavo real abriendo la cola como un río...

   Él tañerá su lira, yo tocaré mi trompa...»32.



Salvador se cree portaestandarte de un modernismo «vernacular», basado en la naturaleza y refinado por lecturas españolas -conoce lo foráneo indirectamente y en traducciones-. A su vera se desarrollan poéticas paralelas, a un lado y otro del Atlántico33. Luis Cernuda vio esa complejidad al subrayar que, junto a los modernismos hispanos, «comenzaron los poetas americanos a crear para ellos una tradición nueva, o mejor, varias tradiciones nuevas»34. En su opinión, la corriente modernista refleja la existencia de dos revoluciones líricas homogéneas e independientes. Más depurada y culta la de Rubén, capaz de evolucionar al compás de los tiempos; más desigual y atada a condicionantes rígidos la del malagueño, aunque alumbre momentos estelares. «Se trata, pues -concluye-, de una coincidencia en el tiempo de dos intenciones poéticas equivalentes, pero independientes una de otra, una americana y otra española... ¿Por qué no reconocer entonces que en España hubo poetas modernistas antes de que Darío trajera el modernismo de América a España?»35. Extremando la postura, R. A. Cardwell subrayará los rasgos diferenciales de ambas poéticas, postulando dos modernismos distintos: el de Darío, basado en la renovación del fermento romántico, y el de Rueda, revitalizador de poéticas casticistas36. Recordemos que este había escrito en 1924, en carta publicada por F. de los Ríos y de Guzmán, que Rubén le parecía «importador, trasegador, barajador, amalgamador, todo menos creador... Como dice el maestro Unamuno, es sólo un cisne disecado. Eso es sólo, elegancia y elegancia fría. A mí no me ha conmovido jamás. ¡¡Usaba Diccionario de la Rima!! Sabe Ud. que fuimos camaradas íntimos y revolucionarios, pero yo lo fui humano, original y con elementos españoles, y él lo fue de pura repercusión francesa»37.

Hay que desechar, pues, la inclusión del malagueño en un grupo de precursores del modernismo para convertirlo en miembro de pleno derecho del mismo. Él vivió dentro de sus límites cronológicos38, protagonizó una postura rupturista39, logró revitalizar las formas poéticas40, amplió los recursos técnicos, sacó partido del sensorialismo fenomenista, se sirvió de un léxico eufónico, cantó la tópica grecolatina, valoró el exotismo, etc. Desde muy pronto sus gustos coinciden con los de Rubén. «Muy excitado con aquello de modernista que yo era -recuerda Juan Ramón Jiménez-, me fui a Sevilla a ver a mis amigos de El Programa, Hojas sueltas y La Quincena. Don José Lamarque de Novoa, protector del primero de estos periódicos literarios, me recibió asombrado y me dijo: -¿Ya está usted imitando a esos tontos del futraque, como Salvador Rueda? Yo, un poco colorado, le dije que los Camafeos de Rueda me gustaban, pero que los versos de Rubén Darío me gustaban más... El nombre de Salvador Rueda... se quedó unido en mí al de estos flamantes poetas [Díaz Mirón, Casal, Silva, Gutiérrez Nájera, Lugones, Nervo, Rubén]. Entre los Camafeos había sonetos de una belleza colorista indudable y nueva, que se me quedaban vibrando en la imaginación y eran equivalentes a los poemas de los hispanoamericanos. Por ejemplo, éste de los Pavos Reales, que empieza:

Cuando vuelvo cantando por los trigales,

ya al morir entre púrpuras el sol caído...»41.



Como vemos, Lamarque confundía significativamente ambos estilos, y Juan Ramón lo entiende. Incluso es posible que Salvador hubiera cobrado plena conciencia de sus propias innovaciones al confrontarlas con las rubendarianas42. En cualquier caso, desde el momento en que se conocen, ambos poetas se interinfluyen temática y estilísticamente, lo que demuestra la coherencia -y la independencia original- de sus posturas. Hay mucho de verdad en la frase de Rubén respecto de Rueda «yo, que le he creado poeta», y en el dolido retruque del malagueño: «¿Rubén Darío? Gran poeta, ¿cómo no? ¿Pero usted cree que hubiera podido existir sin Rueda?»43. Hoy por hoy es imposible precisar el alcance de esos influjos44. Hay que aceptar, sin embargo, que ambos son, en grado diverso, a la vez inspiradores y seguidores del otro. Sus poéticas, no obstante, aunque coherentes entre sí, discurren por cauces no enteramente idénticos -Valbuena Prat llegó a decir que el malagueño es «lo más diverso, en lo esencial», del nicaragüense45-. Aquel tiene, en efecto, una visión del mundo más «arraigada» -en el sentido que Dámaso Alonso da al término46- y religiosa que Darío47. De ahí que este le definiera como «el último poeta lírico, sacerdotal y natural que hoy existe en el mundo; es decir, el que siente que él es Eso, y que eso es su sagrada misión sobre la faz de la tierra»48. Penetrado de un panteísmo estético compatible con sus convicciones cristianas, Rueda ve en la poesía un canto cuasi religioso a la creación. El rocío, por ejemplo, le parece una prueba de la divina fecundidad en la producción de belleza: «Te copian sus mil lágrimas, Dios mío; / en las mil te retratas, vives, flotas; / si sonríes, las mil ríense rotas; / si suspiras, las mil nublan su brío»49.

La poética de Rueda, frente a la de Rubén, hunde sus raíces en la visión directa -pero artística- de la naturaleza. Buceando en el paisaje -montañas, valles, mares...-, busca el camino de vitalización de una poesía que estaría muerta si fuera sólo obra de cultura. «Todo ese bagaje libresco -denuncia-, todo ese vicio de cultura, detritus decadente, cayó sobre la salud de mi invasión de Naturaleza y forcejearon ambas tendencias. Siendo infinitamente mayores en número los imitadores franceses que los creadores españoles reintegradores de la Vida, los mecanógrafos constituyeron fácil río»50. Desde 1899 -es decir, desde su ruptura definitiva con el nicaragüense-, Salvador se esfuerza en ensanchar el abismo, subrayando cuanto le separa de su rival. Para él, la esencia de la originalidad radica en lo auténtico, en lo que brota de dentro por encima de lo leído. Al elevar este principio a categoría, establece uno de los pilares de su estética: «Decirle hoy a un poeta -observa en 1924- que escribe sin imitar a nadie es el más alto de los elogios, porque, salvo contadísimas excepciones, todo es en lengua española, desde hace tiempo, disimulada labor de calcografía francesa, es decir, labor despreciable, puesto que sólo es artista el que tiene originalidad y crea, o el que se ciñe a reproducir las cosas y los seres de la vida y la naturaleza»51.

Aquí radica también la clave de su renovación técnica -el cuidado de la forma-, que tanto le acerca a Darío. Desde la juvenil emotividad que le vincula al romanticismo, su obsesión por el vehículo expresivo no es sino necesidad de signo. Nunca olvidó Salvador el consejo que le diera Juan José Relosillas en 1880 de leer con ojos de estilista a clásicos y modernos, «porque en artes no se puede andar a ciegas, ya que la belleza reside esencial y materialmente en la forma»52. De ahí su afán por ver en la naturaleza la estructura perfecta de un poema capaz de resistir todos los cataclismos:

   «Sin el acento, el orbe se gangrena.

Él es sano antiséptico que enfrena,

da intangible poder y virtud alta.

   Y Dios, que sintoniza lo inaudito,

estrella su creación en lo infinito...,

y ni una estrofa del poema salta»53.



El poeta no es, pues, sino un transcriptor de la belleza cósmica -principio fundamental de la poética de Rueda-. El verbo lírico no alcanza su total perfección más que cuando cristaliza en una forma acorde con la de la creación entera. El vate subraya así lo que en su obra hay de poiesis -de «creación»-, lo que le equipara en alguna manera al Dios del Génesis. Por eso, la obra literaria le merece los mismos elogios que el «orbe poemático»:

   «Tu prosa es un milagro que asombra y que prosterna;

se tira contra el bronce tu forma, que es eterna,

y no salta una letra del bloque de diamante»54.



Para Rueda, lo formal será siempre un requisito esencial de toda poesía. Aquí radica uno de los principios formantes de su estética modernista. «Sólo hay -afirma-, por elegancia de forma, poesía»55. Lleno de confianza en el poder taumatúrgico de ese factor, Rueda convierte en orfebrería el arte de poetizar, exigiéndose a sí mismo una disciplina severa. Es verdad que en la práctica no siempre actúa de acuerdo con esos postulados. Por eso acabará por «renunciar» a la parte más extensa de su obra, excluida de su selección de 191156. Está convencido de que un poema inspirado en emociones vivas «tiene lo principal para ser incorruptible e inalterable», pero no logrará esa cima sin una forma perfecta. «Elevar la efervescencia del alma, contenida en la estrofa, es un divino acto de Altar, y el cáliz o verso que contenga la Belleza ha de estar maravillosamente perfeccionado, como vasija sublime digna de tan excelsa transfusión». El poeta ha de exigirse «no escribir deprisa, y su afán no sea llegar pronto al final de cada composición, sino no trazar una nueva estrofa hasta que la anterior posea la más acabada perfección»57.

En el ámbito de las poéticas del modernismo, Rueda defiende, pues, una poesía basada en la búsqueda de la belleza. Como dijo Juan Ramón, el modernismo «era el encuentro de nuevo con la belleza sepultada durante el siglo XIX por un tono general de poesía burguesa. Eso es el modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza»58. De hecho, esa inquietud podía desembocar en esteticismos más o menos independientes de valores éticos, o en la procura de la belleza como escala hacia una metafísica de la existencia. La base, sin embargo, como dijo Siebenmann, radica ante todo en «evocar líricamente la belleza, producir poéticamente belleza»59. Estamos ante la poética del cisne, símbolo estético de la nueva escuela60. También Salvador Rueda, aunque recurre en ocasiones al emblema del pavo real, ve en el ave de Leda la imagen de un modo ideal de concebir la poesía. Y así, la apostrofa en estos términos:

   «Góndola tiente de la poesía,

nave inmaculada de la fantasía,

esquife glorioso de la inspiración:

   Como ante la reja de altar consagrado,

puede dar al alma tu seno nevado

la luna de trigo de la comunión»61.



Como modernista cabal, Rueda ve en el ave simbólica un arquetipo de hermosura apolínea. Nada más fecundo, líricamente hablando, que «el fabuloso ayuntamiento de la Poesía con ese cisne, cargado de símbolos»62. En última instancia, Rueda se inserta, tal vez sin saberlo muy bien él mismo, en la corriente parnasiana de estirpe francesa -recuérdese, por ejemplo, Le cygne de Sully-Prudhomme-. Y aunque esto suceda sólo parcialmente y en momentos concretos, su modernismo adquiere, desde esta perspectiva, rasgos bastante ortodoxos.

Más lejos del movimiento se sitúa su pantematismo lírico, carente de selección. Sin embargo, la tópica modernista está prácticamente completa en sus versos, que con tanta frecuencia se acercan en eso a los de Rubén. Su esfuerzo por ponerse a la altura de las circunstancias es admirable en este aspecto, sobre todo por lo que tiene de afán sintetizados Con notable originalidad, Rueda se afana en fundir lo andaluz con lo grecolatino, ramas al fin y al cabo de un mismo tronco mediterráneo -«mi maestra en poesía, la musa griega, / canta, a un cairel asida de verde parra», dice en una ocasión; y en otra, con agudo gracejo:

   «¿Quiénes son los que, alegres,

forman la fiesta clásica?

¿Griegos? No, campesinos

de la graciosa Málaga»63.



En «Lira antigua» evoca los versos de Teócrito, Safo, Anacreonte, Píndaro, Bión, Mosco y Homero, a quienes propone como modelos, recordando, en un intento de distanciarse de Rubén, lo antiguo de sus aficiones en este sentido: «Vienen estas devociones mías al alma griega de mis muchos años transcurridos como archivero, bibliotecario y arqueólogo del Estado español en el Museo de Reproducciones Artísticas»64. Pero también en esto sus versos nacen de una poética modernista paralela, es decir, correlativa y distante de la de sus colegas, al sobreponer a la marmórea perfección de los poemas un estallido de pasión y sensualismo:

   «La Grecia es risa y juego, canción y vida nueva,

y en las grandiosas alas de sus Pegasos lleva

el reencarnante incendio del brío y del amor»65.



Lo mismo hace en «La risa de Grecia», «Las metopas griegas», etc. Incluso las obras cimeras de la estatuaria clásica aparecen en sus versos ardiendo en apetitos y lujurias. Así, el Centauro raptor de Deidamia realiza con ella todo un ritual pánico:

   «y después, con la carne toda encendida,

intenta, en recrugiente lecho de cañas,

la sonda hundirle, llena de amor y vida,

en el hondo misterio de las entrañas»66.



En otro orden de cosas, el modernismo primitivista, paralelo al que inspiró a Rubén «Los motivos del lobo» (1910), aparece en ciertos poemas hagiográficos de Salvador. En ellos, una credulidad forjada sobre leyendas medievales67, en una línea inspirada en los Fioretti, sirve de pretexto para trazar cuadros añorantes de paraísos perdidos. Recordemos «El milagro de las flores», sobre la legendaria muerte de Santa Rita, con su repentino florecer del jardín en medio del más crudo invierno:

   «Bajaron la escalera, presurosas,

y hallaron, con asombro nunca visto,

que iba encendiendo un rielar de rosas,

al ir pasando, el pie de Jesucristo...»68.



Muy próximo, como actitud escapista, se halla el modernismo leve y juguetón que, en la línea Watteau-Verlaine-Debussy, poetiza la «fiesta galante»69. Como Rubén, Rueda evoca ahora el siglo XVIII -«ese siglo que sólo puede retratarse al pastel», como dijo D.ª Emilia70-. Aquí aparece el modernismo esteticista y decadente, poblado de princesas, quioscos de malaquita, elefantes y muñecas. En Salvador y en Darío, este tema refleja una pose de estudiado spleen que busca en la fantasía del cuento infantil un sustitutivo de certezas muertas. Así, en paralelo a la «Sonatina», «Divagación», «A Margarita Debayle», etc. del nicaragüense, el malagueño escribe «El baile de las muñecas», gracioso divertimento en que el exotismo aristocrático disfraza la angustia tras una pantalla sensual:

   «La muñeca doña Clara

su palacio de Carraca

de flores viste y prepara

para dar una función;

y a ella irán, lindas y huecas,

sus amigas las muñecas,

a bailar, haciendo muecas,

el brillante cotillón»71.



Rueda, sin embargo, mantiene las distancias respecto de las «otras» poéticas modernistas con rasgos que anuncian gustos todavía lejanos. Así ciertos poemas de Sinfonía del año (1888), con su conceptismo vagamente emparentado con técnicas de greguería, parecen anticipar posturas ultraístas. Otras veces, al pintar con rasgos preesperpénticos devociones y costumbres populares -beatas, sacristanes, curas rurales, procesiones...- parece adivinar procedimientos valleinclanescos. En «Variaciones sobre un color» hay un sentido del matiz y de las transiciones sensoriales, con exquisito dominio de la sinestesia, que hace pensar en poetas del Veintisiete -A. González-Blanco veía en ese poema una «sinfonía coloreada en verde mayor», «una sinfonía tal como la amaron los simbolistas más outranciers, que quisieron fundir el color y la rima en la música, llegando algunas veces, en su anhelo de innovar, a las extravagancias de Rene Ghill»72-. En esa capacidad de descubrir relaciones ocultas entre las cosas, basadas en el color, la luz y los volúmenes, han visto algunos críticos actitudes que anticipan otras de Lorca o Alberti, y que emparentan con los hai-ku japoneses. Rueda habría llegado así a servirse de recursos de sorprendente modernidad, demostrando una vez más la versatilidad de su temperamento, aunque ello suceda sobre todo en poemas tardíos. «Resurrección», por ejemplo, ofrece este arranque increíble en un Salvador casi moribundo:

   «Mis apagados huesos de savia fenecida,

la languidez caduca de mis exhaustas venas,

el cenicero pálido de mi frente sin vida

que los cielos sostuvo con sus astros de almenas,

cuanto en mí se deshace, se borra y se disuelve,

deshilachados músculos de hebras sin vibraciones,

llama de Dios venida que se apagó y no vuelve,

corazón con sus hélices ya sin palpitaciones...»73.



Claro que este Rueda ha leído, aunque de forma furtiva y a regañadientes, a Juan Ramón, Prados, Altolaguirre, Lorca y otros poetas jóvenes, de los que algo aprende todavía en la amargura de su vejez malagueña.

A la vista de lo dicho, el modernismo se configura como un complejo movimiento literario que engloba a poetas aparentemente tan diversos como Rueda, Martí, Lugones, Reina, Los Machado, Valle-Inclán, Unamuno, Villaespesa... o Darío. Bajo su impulso renovador, desde una perspectiva de autenticidad, cada uno desarrolla su obra dentro de un haz de poéticas paralelas. Una de las más tempranas y significativas en el ámbito español es la de Salvador Rueda, que trabaja en el movimiento al mismo tiempo que Rubén. No es, por consiguiente, un simple precursor, sino un verdadero modernista. Verdad es que, confundido por consejos de prestigiosos críticos, y deseoso de afirmarse frente al gran rival nicaragüense, se esforzará durante años en intensificar aspectos diferenciadores. Ello limitará su capacidad evolutiva, pues al creerse en posesión de una fórmula propia, rechaza las nuevas corrientes. De ahí que José M.ª de Cossío haya podido hablar de un Rueda «estancado en sus propias innovaciones»74. Su ímpetu revolucionario acaba en los comienzos del nuevo siglo, y su fórmula modernista no hace sino repetirse, con leves atisbos de novedad. En verso representa, pues, una de las vías más válidas del modernismo peninsular. El propio Rubén Darío cantó un día su epopeya renovadora, desde el grito revolucionario de juventud hasta su momento de esplendor. Entonces consideró a Rueda como un colega lírico, compañero en tareas renovadoras. Recordemos el final del «Pórtico» de En tropel (1892), ejecutoria de nobleza que ni el propio nicaragüense pudo borrar años más tarde, cuando la enemistad le indujo a negar méritos otrora reconocidos:

   «Joven homérida, un día su tierra

viole que alzaba soberbio estandarte,

buen capitán de la lírica guerra,

regio cruzado del reino del arte.

   Viole con yelmo de acero brillante,

rica armadura sonora a su paso,

firme tizona, broncíneo olifante,

listo y piafante su excelso pegaso.

   Y de la brega tornar viole un día

de su victoria en los bravos tropeles

bajo el gran sol de la eterna Harmonía,

dueño de verdes y nobles laureles»75.



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