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ArribaAbajoEmilia Pardo Bazán y sus últimas obras

Desdemona.-
What would'st write of me if thou should'st praise me.
Iago.-
O gentle lady, do not put me to't;
For I am nothing if not critical.

(SHAKESPEARE.)                



- I -

Acaba de publicarse en París, en traducción debida al Sr. A. Dietrich, la interesante obra titulada Madame de Staël, sus amigos y su importancia en la política y en la literatura, que escribió en alemán y dio a luz el año pasado la condesa Leyden, lady Blennerhasset. Acuérdome de esto, porque al empezar la presente revista, cuyo asunto ha de ser el carácter literario de una dama, me vino al ánimo así como un disparatado deseo de convertirme, por pocas horas a lo menos, en mujer, para juzgar a mi ilustre amiga la señora Pardo Bazán.   —52→   Si el crítico, o quien haga sus veces, ha de procurar en lo posible ponerse en el lugar y en el caso del autor que estudia; si la verdadera imparcialidad y simpatía estéticas piden esa especie de avatar que tantas veces han recomendado los mismos críticos, aun los menos amigos de abandonar su personalidad, es claro que para comprender bien a un artista, a un literato... mujer, sería gran ventaja convertirse en hembra4. Yo soy del mismo siglo, del mismo pueblo, de la misma generación, probablemente de la misma raza que doña Emilia Pardo, pero no soy del mismo sexo; no juzgo extraño nada humano, pero sí todo lo femenino. En definitiva, tal vez sólo una mujer comprende a una mujer. Así se explicará acaso que lady Blennerhasset vuelva a entusiasmarse con los méritos, no sólo literarios, sino hasta políticos, de la hija de Necker, y pretenda renovar la admiración y casi idolatría que la tributaron algunos, muchos de sus contemporáneos más ilustres, como Cabanis, Sismondi, B. Constant, Werner, G. Schlegell, etc., etc. Hoy, en general, no corren tan buenos vientos para la fama de Corina, y nada anuncia una de esas restauraciones de gloria que suele ofrecernos la historia de las letras,   —53→   como, v. gr., la que cierta parte de la juventud poética procura en Francia para Lamartine y para Chateaubriand. Hoy lo común es tener por elegantes los desdenes de Byron para con su colega hembra, y perdonar, por lo graciosas, las desfachatadas salidas de Heine, en que este verdadero poeta mezcla el romanticismo y los muslos de Schlegell con las correlativas prendas personales de Madame Staël. Sí; tal vez para comprender por completo a Madame Staël hay que ser una señora, o por lo menos Benjamín Constant.

Sea por mostrarse muy varonil, o por imitar a Rivarol y a Heine, el crítico italiano de nuestros días, G. Chiarini, declara que Mme. Staël la parece un enfant terrible. Thiers había dicho de ella que era una perfecta medianía, y Chiarini, apurando la letra, añade que no es simpática, en suma, ni considerada como escritora, ni en la familia, ni en el Estado, pues le faltan siempre las cualidades que hacen amable a una mujer: la gracia, el afecto, la sencillez.

No temo yo caer en las exageraciones de Chiarini, ni ser tan injusto al tratar de la que, como todo es relativo, pudiéramos llamar, por lo que toca al mérito, la petite Mme. Staël de nuestra presente literatura española; pero insisto en lo bien que me hubiera venido ser hembra por algunas horas; porque me da el corazón que,   —54→   no siéndolo, no he de poder apreciar todo el valor que debe de haber en la ilustre gallega. El hombre, según está educado hoy por hoy, lo que más estima en la mujer, dígalo o no, es el sexo, el sexo contrario; el mismo San Pablo, a pesar de su castidad probada, excluía a las hembras de las funciones sacerdotales, siguiendo el mismo instinto que hoy todavía nos hace mirar con desdén mal disimulado todo lo que en la mujer tiene algo de hombre, y que viene a ser como una resta del eterno femenino. La mujer era finis familiae para el romano, se la excluía de ciertas responsabilidades por debilidad del sexo. El ciudadano que para meter en casa a la esposa la cogía en brazos, sabía cuán liviana era la carga, sabía lo que pesaba, como decía L'homme que rit de Víctor Hugo a los Pares ingleses. Es más: la mujer no debiera ofenderse, aun teniendo motivos para ser varonil, y hasta hombruna, ante esta predilección del macho por todo lo femenino. No se olvide que el macho de la mujer es el homo sapiens, un espíritu, como decimos; y como el sexo llega al espíritu, lo que la mujer amasculinada le resta, le roba al hombre, siendo menos hembra, puede ser cosa nada grosera, nada prosaica, sin dejar de ser sexual. Esto es lo que no quieren o tal vez no pueden comprender las mujeres varoniles: que nosotros, aun en presencia del más robusto   —55→   ingenio, ante la más acreditada fama de un talento de hombre superior... en una mujer, suspiremos por algo que falta, que sin duda sobra para que aquella mujer sea lo que quiere, pero que falta para que haya allí todo lo femenino ideal que tanto necesitamos los que somos masculinos completamente. Por eso yo quería ser mujer para apreciar a otra mujer; porque las señoras, como es natural, le encuentran más gracia al género masculino que nos y otros, lo que tenga de hombre una compañera de sexo, sabrán estimarlo en lo que vale. Yo, ni siquiera en mis funciones de crítico, aunque indigno, puedo ser, ni quiero ser, andrógino; y por eso, a mi pesar, muchas veces estaré tachando en doña Emilia cualidades que estarán muy en su sitio, y echando de menos otras a las que, aunque buenas en sí, se las pueda aplicar lo de non erat hic locus. No dudo, no, que muchas veces la eminente literata de quien hablo habrá calificado, en su criterio superior, de verdaderas impertinencias los reparos que yo y otros como yo solemos poner a sus escritos. Es claro: la juzgamos como mujer que escribe... y no es eso. Figurémonos que es un hombre, y muchas de nuestras objeciones vendrán por tierra.

Porque hay que advertir que nada de lo dicho se refiere a las mujeres que en literatura o cualquier otro arte producen como hembras. Eso es   —56→   otra cosa. El arte no es masculino; un poeta puede ser varón o hembra; la mujer que canta, pinta, toca, traslada al papel la belleza que imagina y siente, en nada abdica de su sexo, no es por esto virago, ni hombruna, ni nada de esto, no. Tan propio es de la mujer como del hombre el producir lo bello. Pero el caso de Mme. Staël y el de nuestra crítica gallega es otro; estas son mujeres que en el arte y la ciencia producen como hombres... algo afeminados a veces. Para mí, Safo, según la pintan y según los fragmentos que se le atribuyen, es toda ella hembra, cualquiera que fuese el objeto de sus amores; Jorge Sand en general, y a pesar de cierto carácter tendencioso de algunas de sus obras y a pesar de las formas puramente exteriores, sociales, de parte de su vida, es un novelista femenino; multitud de damas escriben hoy en verso y prosa en Inglaterra, Italia, Alemania, etc., y muchas de ellas escriben como mujeres; pero doña Emilia Pardo Bazán escribe a lo hombre, y así hay que verlo para apreciar su mucho mérito; porque si nos empeñáramos en buscar en ella la inspiración femenina, el estilo femenino, caeríamos en la injusticia de decir que nuestra escritora no tiene estilo ni tiene inspiración. Produce como un hombre... algo cominero, en eso estamos; así es como vale, como vale tanto... pero así es también como los   —57→   críticos varones echamos de menos en ella algo que tanto nos agrada encontrar en todas partes: la mujer.

¿Tiene una señora derecho a escribir como un hombre? Es indudable. Como llegará a tenerlo para sentarse en el Congreso. Al hombre le quedará el recurso de no casarse con una diputada. Doña Emilia tiene derecho a saber todo lo que sabe, a sacar las consecuencias de una educación literaria y hasta casi podría decirse científica, de que suelen carecer nuestros más renombrados escritores; tiene derecho, además, a emplear su talento robusto, sutil, flexible, variado, en el estudio de los muchos asuntos sociales, artísticos y de cien órdenes que despiertan su curiosidad y atraen su atención. A nosotros, si queremos ser imparciales, no nos queda más recurso que reconocer ese talento, lo acertado de su empleo, y el mérito excepcional de haber podido cultivar en el suelo de España, sin medio ambiente adecuado, esa rarísima flor que se llama una sabia española en el siglo XIX. Porque no se olvide que doña Emilia es única; pues es claro que no se han de contar las poetisas y novelistas que andan disparatando por esos periódicos de modas; a las tales, como aludiéndolas en montón no se las ofende, sólo se les puede decir, y aprovecho la ocasión, que mejor estaban cosiendo.

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Sí, la señora Pardo Bazán sabe mucho. Ha leído sin descanso desde niña, ha leído con inteligencia perspicaz, con criterio sano, y propio hace mucho tiempo, con discreción y gusto; además ha vivido, ha observado, ha admirado, ha tenido entusiasmos y desengaños, curiosidades y repugnancias; su correspondencia, sus viajes, le han enseñado mucho también, y si no es un gran sabio especial en nada, puede hablar con fundamento de muchas cosas. En todo país sería una de las más poderosas cabezas; en España es una verdadera maravilla. Porque advierto que, a pesar de ciertos insignificantes lapsus, que no hablan de lo que ignora, sino de lo que se precipita, doña Emilia, al revés de tantos otros... sabe más de lo que parece.

Es claro que cuando se dice que una mujer escribe como un hombre, no se ha de entender que pierde todas las cualidades del sexo: como una mujer vestida de hombre no deja de parecer mujer; pero así como esta a los hombres a que más se parece es a los que se parecen a las mujeres, así la escritora varonil... semeja a los literatos afeminados. Y cualquier persona de gusto sabe que lo afeminado y lo femenino son cosas muy diferentes. Por todo lo cual no hay contradicción entre afirmar los caracteres masculinos de nuestra escritora y reconocer después, como se ha de hacer varias veces, lo afeminado   —59→   de alguno de esos caracteres. En su misma sabiduría, que acabo de ensalzar como se merece, hay algo de esto. En la sabiduría, lo más femenino suele ser la erudición, y en la erudición lo más afeminado la curiosidad y la ostentación. Empiezo por esto. Cuando decía antes que doña Emilia sabe más de lo que parece, no quise decir, y no lo dije, más de lo que aparenta. Ya se sabe que en toda ostentación el aparentar, que es del que ostenta, no coincide con el parecer, que es de los demás. Doña Emilia aparenta saber mucho; después, a la malicia y a la envidia que cavilan, les parece que no debe de saber tanto... pues bien, se equivocan: sabe todo eso5. ¿Y es pura vanidad esa ostentación? No; es coquetería, una cualidad femenina que conserva la mujer aun en sus funciones de hombre: coquetería que en quien al fin es una dama, es natural, innata, graciosa, pudiera decirse; que sólo es repugnante en esos hombres de verdad que se llaman ratones de biblioteca, verdaderos maricas o ninfos, como los llamaría Campoamor, del arte y de la ciencia. Es verdad, sí; doña Emilia hace alarde, pero con tino, de   —60→   saber muchas cosas, como lo harían muchos varones... si las supieran. No se olvide que hoy entre nosotros escasean los pedantes, porque hay muchos literatos para quienes D. Hermógenes sería un sabio de veras. Muchas de las enemistades literarias que han surgido contra la señora Pardo Bazán tienen su origen en la envidia de varios barbudos sujetos, que no pueden llevar con paciencia que sepa más que ellos una señora de la Coruña. No participando de esa envidia, nada más fácil que tolerar las coqueterías eruditas de la ilustre polígrafa, que son inocentes, pues no consisten en falsedades. Por otra parte, aunque la erudición de la Pardo Bazán tenga que ser las más de las veces de segunda mano, aun así es utilísima, pues ya se sabe que escritores del género de doña Emilia tienen por oficio principal propagar y divulgar, explicándolas claramente, con valor y fuerza, doctrinas ajenas. Nuestra polígrafa es también aficionada en extremo a la novedad, a las modas, y esto se da la mano con la cualidad de escritor afeminado de que se hablaba antes, a saber: la curiosidad. La curiosidad y la pasión por lo nuevo de esta ilustre señora han tenido influencia favorable en parte, y en parte perjudicial, sobra la literatura contemporánea española, y a la misma Pardo Bazán la han producido ventajas y desventajas. El cambio del gusto   —61→   y de la opinión que en estos últimos quince años se ha realizado en el público español, se debe en gran parte al entusiasmo, a la actividad, a los esfuerzos y persuasiva inteligencia de esta mujer excepcional; su Cuestión palpitante, sin ser un libro profundo, ni mucho menos, sin pertenecer siquiera al género de la crítica delicada, esotérica, para pocos, es una obra notable, y que por su misma ligereza, y hasta cierto punto vulgaridad, ha servido para la transformación de que se trata; es un libro algo superficial, pero de mucho sentido, sano, fuerte, persuasivo y lleno de noticias que cogían de nuevas a la mayor parte de los lectores de esta tierra. Doña Emilia tiene cualidades excelentes para intervenir y triunfar en esas polémicas populares en que el vulgo se erige en jurado, muy contento de fallar en materias especulativas, jugando al ateniense. Esos triunfos y el carácter han hecho en esta distinguida mujer un hábito el discurrir y disertar en el ágora; su dominio del idioma le da armas y pertrechos para triunfar de todas las dificultades que el pensamiento suele oponer a la expresión; ella dice con perfecta claridad todo lo que tiene que decir... y no dice más. Tiene la facilidad, la transparencia, la plasticidad del orador de raza, y con todo esto la falta de más allá, de claire de lune psicológico, de misteriosas perspectivas ideales, que también suelen   —62→   faltar en los oradores y que, de tenerlos, les perjudicarían. Así como una mujer hermosa de cuerpo no deja en casa nada de su hermosura, doña Emilia lleva consigo, en sus obras, todo lo que vale. Es todo aquello, pero nada más que aquello. Este modo de ser, que yo llamaría excesivamente latino, la hace deslucir más que nunca cuando se trata de asuntos religiosos. La religión, que es principalmente la capacidad de enamorarse del misterio, es lo más flojo en doña Emilia, considerada como pensador y artista, a pesar de sus oportunismos católicos y neo-católicos y de sus dilettantismos italianos, que a ella le parecen a lo Mme. Gervasais nada más que porque no son a lo Chateaubriand. Doña Emilia pretende hacer con el arte cristiano lo que su amigo Goncourt con el Japón; pero este nunca dijo que creía en los dioses que, según Loti, ya hacen reír a los peregrinos provincianos que van a la Ciudad Sagrada a adorar los monstruos que inventó la imaginación de sus antepasados. En mi sentir, es el de doña Emilia un espíritu laico por excelencia; pero tenga el consuelo de que en esta idiosincrasia la acompañan muchos Obispos.

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Mas recojo velas, porque, a partir de la idea empecatada de querer convertirme en mujer para apreciar los méritos varoniles de la Pardo Bazán,   —63→   de una en otra, me he separado cien leguas del propósito directo de este artículo, que es referirme a las últimas obras de mi ilustre amiga.

Lo que dejo incompleto en el desarrollo lógico de lo que va apuntado, volverá a darme asunto para el discurso en varias materias de las que tengo que tratar en el examen de las novelas más recientes de doña Emilia.

Acerca de Morriña, que en mi opinión vale algo más que Insolación, he de decir poco, pues en Madrid Cómico he dedicado a tal novela varios artículos.

Además, Morriña peca por deficiencia, por saber a poco y algo a soso, y de esto no nacen grandes disquisiciones, sino votos porque Dios mejore sus horas. Pero los defectos de Insolación son de un género que pide examen algo detenido.




- II -

A los que afirman que divido a los autores en buenos y malos, y hasta en amigos y enemigos, para alabar todo lo que hacen los que admiro y quiero, y despreciar todo lo que emprenden los otros; a esos maldicientes, a cuyas injusticias estoy acostumbrado, les suplico que se sirvan pasar los ojos por los renglones que   —64→   siguen para ver cómo de uno de los escritores españoles que más estimo, uno de aquellos a quien debo más amistad literaria, si vale hablar así, y hasta repetidos elogios, que nunca pude merecer, voy a atreverme a decir que sus últimas novelas no me parecen tan excelentes como yo quisiera que fuese cuanto sale de tan gallarda, noble y elegante pluma6.

Doña Emilia Pardo Bazán ha oído una y otra vez alabanzas tributadas por este humilde periodista, por la sencilla razón de que ella las merecía; hemos llegado a ser amigos por cierta concordancia de opiniones literarias y de gusto en materia estética, y no al revés, como suele suceder en las camarillas y en los compadrazgos de las letras, donde se ve frecuentemente que personas unidas por vínculos del todo extraños al arte, como la política, la idea religiosa, el espíritu de cuerpo, etc., etc., se amparan y asocian en literatura y forman verdaderas compañías de seguros contra toda clase de percances, como silbas, desdenes del público, censuras justas y contundentes de la crítica y otras catástrofes por el estilo.

Es más: cuando se empezó por acá a decir que había un naturalismo español, muchas veces mi nombre iba al lado del nombre ilustre   —65→   de esta dama, y de otros pocos también Ilustres; y amigos y enemigos, dentro y fuera de España, parecían tener empeño en que sus insinuaciones sirvieran a unos cuantos para animarse a formar una escuela, un bando por lo menos, y a uniformarse y caer en la tentación clasificadora, a que tan aficionado es el vulgo de los que se dedican a escribir o leer libros de arte.

Pues bien; ninguno de los que figuraban en ese grupo de realistas o naturalistas españoles, que algunos críticos primero, y el público después, se empeñaron en reconocer, hizo nada por procurar la verdadera formación de una escuela, o lo que fuera; y todos, mirando más adentro, y viendo grandes diferencias y larguísimas distancias en lo que parecía la misma cosa en conjunto a los que miraban desde lejos se abstuvieron de formular artificiosas generalizaciones, prefiriendo a todos los realismos la realidad; y la realidad era que hay mundos de diferencia, v. gr., entre Pereda y Emilia Pardo Bazán, entre Galdós y todos los demás novelistas españoles, entre Armando Palacio y cualquier novelista contemporáneo. La amistad que entre unos y otros puede existir, originada tal vez por el trato literario, nada tiene que ver, tal como ha llegado a ser, con nada que se parezca a escuela ni con cien leguas. Cuando   —66→   Emilia Pardo Bazán publicó en La Época, y luego en un tomo, la primer obra que la hizo popular, La cuestión palpitante, fui de los primeros que llamaron la atención del público hacia aquellos artículos, que en cualquier país hubieran sido notables y en España eran verdaderamente extraordinarios, y más si se atendía al sexo del autor. Llegó mi entusiasmo a escribir un prólogo para el afortunado volumen, por el cual supieron muchos aquí, no sólo qué era la modernísima novela francesa, sino algo de lo que es en general el arte literario contemporáneo. Pero ni entonces, ni ahora, ni nunca, supuso tal afinidad de algunas ideas, trato ni contrato de especie alguna, alianza ofensiva ni defensiva entre este humilde gacetillero y doña Emilia Pardo, de la cual me separan y hasta alejan muchos más pensamientos y más importantes que aquellos, nunca muy analizados y depurados, en que, grosso modo a lo menos, estamos conformes.

Digo todo esto para probar la imparcialidad con que siempre he podido apreciar los méritos excepcionales de esta mujer, única en España, como ya tengo escrito. Sí: tan única, y por esto tan digna de consideración y respeto, que si no fuera porque la verdad nunca puede lastimar a los nobles espíritus, hasta creería que era un homenaje que se le debía por sus méritos,   —67→   atenuación del juicio desfavorable que pudiera merecernos cualquier elemento de su producción artística, o de su gusto estético, o de su manera de entender la vida de la sociedad, etc., acerca del cual ella pudiera mantener alguna de esas queridas ilusiones de que la mujer, sea quien sea, prescinde aún con más trabajo que su débil compañero el hombre.

Si en lo que he escrito antes de ahora, o en lo que escriba en adelante, señalando ciertas reservas respecto de doña Emilia en cuanto artista de la novela, pudiera haber algo que le sirviera de mortificación, todo lo borro, y sólo mantengo aquello que signifique la fiel expresión de mi juicio, la verdad de lo que pienso; lo cual no cabe que hiera el amor propio de dama tan elevada por encima de vulgares aprensiones, de rencorcillos que se guardan, como alfiler en acerico, en el corazón, para pinchar en algún día al moro muerto con tamañas lanzadas.

La amistad y el consorcio de las ideas entre las almas bien nacidas y propiamente serias llegan a un punto, si cierta edad las acompaña, en que se deben esa austera y última sinceridad pura, que consiste en reconocer fielmente y declarar el aislamiento en que, por necesidad, viven todos los espíritus, y más los que algo piensan y aspiran a ganarse por su propio esfuerzo   —68→   una verdadera personalidad bien consciente. El afecto y la simpatía que subsisten después de reconocidos y explorados estos mares que separan las almas, como islas de islas, valen más que todos los entusiasmos de concordancias nebulosas, amañadas sin clara conciencia del amaño, y que después de desvanecidos, por no querer confesarlo, dan ocasión a menudas perfidias, a cavilosidades y alevosías y picotazos de liliputienses.

Muchas novelas lleva escritas doña Emilia; la primera, que apenas es novela, revela su gran talento, pero no un artista verdadero; tiene un grave defecto: aquel rebuscado modo de decir, disculpable coquetería de una mujer que se encontró, aún muy joven, sabiendo más diccionario y más clásicos que la mayor parte de los doctos y ya maduros académicos.

La segunda novela, Un viaje de novios, es, contando con todo en suma, la mejor de las suyas; inferior, con mucho, en lo que atañe a la habilidad técnica que cabe adquirir y mejorar, a otros libros posteriores del mismo autor, a todos excede en lo que más importa, en inspiración, en gracia, novedad y fuerza, en la frescura de ser flor del ingenio, de esas que vienen no se sabe de qué abismos del alma, donde germina la genuina vegetación del arte. No importa que en Un viaje de novios la mano de obra,   —69→   por inexperiencia, eche a perder bastantes cosas, malogre algunos efectos artísticos, la idea original, fuerte, graciosa y fresca, allí está, y puede en cualquier tiempo producir grata impresión en lectores despreocupados.

Todo lo que en punto a novelas siguió a Un viaje de novios, fue de menos valor, sin que revelase progresos del savoir faire en doña Emilia, hasta que llegaron Los Pazos de Ulloa, en donde hay, entre mucho mediano, algo de veras bueno, de lo que no se hace con recetas caseras de crítica económica para uso de las familias que quieren tener un novelista en casa. En esta novela, y en su segunda parte, se vuelven a revelar las esperanzas que Un viaje de novios hizo concebir. En Insolación, el savoir faire sigue sus progresos; pero la inspiración no aparece ni en una sola página. En lo que el hacer novelas puede parecerse a hacer puntillas de hilo y encajes finos, Insolación no tiene rival; pero no hay en todo este libro nada que nos hable del alma de un verdadero artista. Es una historia amorosa que ni una vez nos recuerda el verdadero amor; es un libro de tonos alegres, que tiende a lo cómico y a lo humorístico... y ni una sola vez nos hace reír, ni sonreír apenas. La romería de San Isidro sí es cosa divertida, y pintoresca y característica; pero tal como la presenta Insolación, no.

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Uno de los preceptos más importantes de las reglas eternas del arte no suele mencionarse en los tratados, pero va supuesto y es muy sencillo: hay que dar en el clavo... Insolación no da en el clavo.

Ni hace sentir ni hace pensar; no excita ni llanto ni risa; se asiste a las torpes y vulgares aventuras de la gallega de maimón y del andaluz de pastaflora, como se oye hablar de los escándalos de una pareja desconocida, con una débil curiosidad genérica, que distraerá y deshará cualquiera otra serie de fenómenos que la casualidad nos ofrezca en los azares de la calle.

Asís Taboada no es nadie; Pacheco es un imbécil de Sevilla, que a los que no nos enamoramos de las personas por que tengan las sienes algo cóncavas, no nos parece más que un revulsivo confitado. Hay en todos los amores de estos dos, para el lector, una sensación semejante a la de estar comiendo huevos hilados, secos, todo el día, o mazapán de Toledo con sabor a la caja, o bizcochón viejo... En fin, yo no sé cómo decirlo, pero El Cisne de Vilamorta era un terrón de sal comparado con este Pachecazo que tanta gracia la hace a doña Asís la viuda...

Pero antes de continuar y poner un poco de orden en esta verrina literaria, una observación en forma de pregunta: ¿en qué consiste que, a pesar de todo, Insolación se deja leer, y no de   —71→   muchos tirones? Consiste en muchas causas. La novela es corta, de tono ligero, de hermosa y simpática forma tipográfica, una edición de un lujo inusitado en España, y que honra a la casa Ramírez; el asunto promete, el crédito del autor promete más, y se va leyendo, leyendo con la esperanza de que más adelante venga lo bueno. Por desgracia, lo bueno se quedó por allá esta vez. No tardará en presentarse. Además, hay aquello del savoir faire que antes decía, en lo accesorio, en lo que es pura curiosidad, v. gr., descripción documentada de costumbres distinguidas, de bibelots y cosas de comer y de vestir, etc., etc.; en la observación superficial, pero ingeniosa, de pormenores sociales; en la discreción con que se maneja el arte menudo, penetrando en cuyos misterios muchos se creen ya críticos sagaces, y otros maestros en la invención y composición; en cuantos elementos dependen, no de los misterios del estro (de aquel antiguo estro, hoy tan desacreditado, pero que con este nombre o con otro será eterno y siempre lo principal), sino de la multitud de cualidades que en doña Emilia concurren como hablista, erudito, hombre de mundo (porque mujer de mundo es, aun en la acepción más inocente, otra cosa, no lo que yo quiero dar a entender) dilettante de varias artes decorativas, etc., etc., cualidades que hacen de   —72→   ella un precioso estuche literario... pero un estuche con muchísimo talento y no poca trastienda... mundana. En todo esto hay cierto encanto de segundo orden, que hará siempre que el libro menos apreciado de esta señora se pueda leer con gusto y provecho. Por eso, si se tratara de animar a un principiante, o de defender a un buen ingenio discutido, en tales primores me detendría, y haría resaltar sus méritos; pero ¿a qué vendría aquí semejante oficiosidad? Insolación puede ser un mal ejemplo; en general lo es todo cuanto en el ingenio grande no es oro de ley, cuanto es obra de facultades inferiores, que el asiduo trabajo del hombre vulgar y las circunstancias de la posición o del estado social pueden procurar.

Una Asís Taboada o un Gabriel Pardo, o... un Salvador López Guijarro o un Ramón Correa, pueden tener la pretensión de escribir novelas así. ¿No conocen ellos también el mundo? ¿No saben dónde les aprieta el zapato en materia de buen tono y de experiencia y diplomacia para luchar con las malas mañas de la vida cortesana? Es claro que a las novelas de Correa, de Pardo y de Francisca Taboada, les faltaría mucho de lo que hay en Insolación, con ser lo peor de doña Emilia; pero tendrían todas esas otras menudencias que estoy seguro que todos esos sietemesinos del arte que doña Emilia no   —73→   sabe sacudirse de encima, como si fueran moscas, la han de alabar, y la habrán alabado ya, como lo exquisito y lo más delicado.

Como a buen entendedor pocas palabras, y nadie habrá en el mundo que entienda más pronto ni mejor que la señora Pardo Bazán, no insistiré en esto.

Y ahora va lo más grave, que tal vez debió ir antes, aunque no es cosa segura, pues en esto del método en la crítica aún no hemos encontrado el Alonso Martínez que nos lleve a la unificación de Códigos; lo más grave, mi discretísima colega, es que... no sé cómo la vamos a defender a usted contra los que hablan de la inmoralidad de Insolación. Es claro que una novela por sí no puede ser inmoral; nadie es inmoral ni moral en este mundo más que las personas; los libros no son nunca inmorales, como una langosta con la endemoniada salsa amarilla, no es una indigestión. Pero puede ser inmoral el autor de un libro escribiéndolo con intención de pervertir al que leyere. Esta inmoralidad no nos preocupa; no puede ocurrírsele a nadie que doña Emilia Pardo Bazán, la discretísima autora de San Francisco de Asís, se proponga corromper a su generación y a las que la siguen. Mas queda otra cosa que no puede llamarse propiamente inmoralidad, si se sabe lo que se dice, y que sin embargo así la llaman   —74→   los más de los que se ocupan en estos asuntos. Puede un autor, sin mala intención, sin querer, y por consiguiente sin ser inmoral, escribir un libro que... no será inmoral tampoco, pero puede producir la indigestión de marras al que se coma la langosta entera. ¡Culpa del glotón, dirá el cocinero; culpa del glotón que, sin estómago suficiente, se atrevió a tal valentía! Es evidente que no cabiendo que los libros sean inmorales, sólo queda que puedan ser desmoralizadores; pero sólo un examen superficial, y cegado por la preocupación y el escrúpulo sentimental, puede dejar de ver que en la desmoralización se trata de una relación entre términos diferentes, y que hay que atender, no sólo a la calidad de lo que desmoraliza, sino al que cabe que sea desmoralizado. Esta relación no la estudia la crítica literaria; la estudian la moral aplicada, la pedagogía, y todavía otras seis o siete ciencias más o menos perfeccionadas en la actualidad; pero la crítica literaria puede estudiar si la langosta estaba fresca, y si la salsa estaba en su punto, porque puede suceder que lo que con relación al estómago se llama ya indigestión7, con relación al arte se llame fealdad; como un color puede ser venenoso, y además chillón. Sería absurdo decir: «ese azul sienta mal en ese cielo, porque está hecho con veneno, que traerá la muerte instantánea al que chupe una   —75→   pastilla de tamaña droga; y es una atrocidad pintar el cielo con veneno; pero es posible que aquel azul venenoso, como color, sea también impropio del cielo, y que sea la misma causa química la que le hace mal azul para firmamentos y buen ingrediente para un reventón.

Este creo que es el caso de la novela que examino. Se puede asegurar que el asunto de Insolación es la concupiscencia, pero no examinada y pintada desde un punto de vista superior, estético, desinteresado. De aquí el efecto desmoralizador del libro y el efecto de fealdad de la composición, sirviendo la misma causa para ambos efectos.

No hay que confundir novelas como Insolación con las obras llamadas pornográficas, ni tampoco hay que igualarlas a aquellas otras, completamente artísticas, que tienen por asunto desinteresadamente visto, sentido y expresado, la concupiscencia. Ocupa Insolación, y otros libros de su clase, un lugar intermedio. No es libro pornográfico, porque no obedece al propósito inmoral de suscitar groseras imágenes con un fin de lucro o de pura perversión escandalosa: en la idea del autor no había más que la sana intención de producir belleza, y para ello no se recurrió a esa fácil imitación directa, inmediata, antiartística, ajena a la literatura, que es a la poesía lo que las figuras de cera   —76→   vestidas con ropa, a la escultura. Pero, por culpa de una ilusión muy frecuente en casos análogos, la novelista no vio que los datos de observación y experiencia, la sugestión que de ellos nace, la impresión personal y otros elementos, no estaban depurados, ni se habían elevado en su espíritu a ese grado de contemplación puramente estética a que ha de llegar todo asunto para que se convierta en primera materia artística. Sucede con estos casos algo semejante a la digestión de los rumiantes; cuando Goëthe sacaba partido de sus propias emociones y de su propia historia pragmática para su Guillermo y para su Werther, ya había rumiado, como poeta, lo que primero había visto y sentido como hombre. El engaño de la mayor parte de nuestros pobres muchachos líricos consiste en olvidar que ellos no son rumiantes, que para ellos la digestión no tiene más que una forma, la vulgar, la sencilla; sienten mucho la vida, y cantan, sin más, sus penas y sus alegrías; creen que por estar muy entusiasmados o muy sinceramente doloridos, ya tienen la inspiración en casa.

Por espejismos de este género, algunos novelistas fundamentalmente sosos y anodinos atribuyen a ciertas obras suyas, historia de su corazón acaso, una exquisita esencia de perfume sentimental, que no tienen. Yo conozco personas   —77→   que se han apartado del camino del arte, desengañados de las vanidades humanas, convencidos de la injusticia del público, pero seguros de que ellos eran unos poetazos no comprendidos, y todo por no haber reconocido que en ellos no había más mérito que el de haber llevado, en efecto, unas tremendas calabazas, o haber amado mucho, etc., etc.; pero no el de saber sentir y expresar eso mismo de un modo desinteresado, estético, con valor de emoción universal. Y no son estos, que al fin lo dejan y llegan por otros senderos a ministros, obispos o contratistas de carreteras, los más perjudiciales; sino los que insisten... y hasta consiguen ganar las simpatías de cierta clase de público, que prefiere las imágenes con trajes, a la frialdad desnuda de la estatuaria, y se pirra por las novelas y los8 poemas como por las causas célebres, encontrando un mérito superior en la autenticidad de las aventuras y de las lacerías que se narran o lamentan. Como uno de estos lectores, que suelen ser señoras, tenga motivos para creer que el autor pasó por trances parecidos a los que pinta, y sufrió de veras él, como particular, lo que allí atribuye a un personaje imaginario, ya no necesita más para acompañarle en el sentimiento y llorar con él, y tenerle por una maravilla. Llenas están las crónicas de la biografía literaria de señoras inglesas,   —78→   y de otras nacionalidades, que escriben cartas indiscretas, pero filantrópicas, a los autores, para ver si hay modo de consolarlos, etc., etc. Generalmente la mujer, la vulgar (tal vez la mejor moralmente) se inclina mucho a sacar sustancia de todo, y a no ver en el arte el puro arte.

En la Insolación de doña Emilia existe una ilusión de ese género, pero no de esa clase. No se trata allí de enternecimientos, ni de saudades, ni de amores desgraciados o de inefables alegrías, nada de eso; pero aunque las emociones a que esta obra se refiere sean de otra categoría, no está menos patente el engaño de tomar la impresión individual, interesada, como preparado artístico, como depurada visión estética trasladada al papel. Es muy frecuente en esta señora tomar por materia literaria lo que no lo es, y así se observa en cuanto en sus obras se refiere al elemento cómico; las anécdotas de sus novelas suelen ser de efecto desgraciadísimo, porque casi siempre pertenecen a ese género antiartístico que produce por su naturalidad e inmediato interés gran efecto en la conversación de determinados círculos, pero que pierde toda fuerza cómica al generalizarse y pasar ante un público extraño a las circunstancias particulares que daban natural atmósfera, color y vida a tales sucedidos o chistes locales. Doña Emilia se esmera en contar esas quisicosas con gran   —79→   sencillez, sin quitar ni poner, y resultan para el lector frialdades, incidentes insípidos. Ejemplo bien reciente de esto es casi todo cuanto se lee en los primeros capítulos de Una cristiana, la última novela de la Pardo Bazán9.

Contribuye mucho a estas equivocaciones de doña Emilia su manera de entender el realismo. Yo he llegado a convencerme de que para esta ilustre dama, como para mucha gente, el realismo ha venido a ser la antítesis, no del idealismo, sino de la poesía. El gran calor y la sinceridad y fuerza de convicción con que la señora Pardo Bazán ha defendido entre nosotros la tendencia realista, se deben a su temperamento; es una mujer completamente prosaica; creyó que el realismo era la prosa de la vida fielmente expresada, y de aquí el preferir para sus novelas la copia exacta del mundo... sin poesía. Esa ilusión de creer materia artística el dato experimental, sin más, con la sola garantía de habernos impresionado, es en esta señora sistemática, querida; es decir, que estima suficiente para la expresión artística la impresión inmediata, interesada, singular, egoísta, con todos sus elementos insignificantes, prosaicos; porque esa es, en su opinión, la materia propia del realismo.

No hay más que ver, por ejemplo, cómo explica   —80→   ella su entusiasmo por las obras del antiguo realismo castizo, español, en las que aprecia sobre todo las deficiencias, como son, la ausencia general de idealidad, la prosa de los asuntos, la falta de sentimiento delicado y caritativo, defecto a que atribuye la esencia de tal realismo en lo que tiene de peculiar, de genuinamente español.

Insolación es un episodio realista, en ese sentido no artístico; un episodio de amor vulgar, prosaico, es decir, de amor carnal no disfrazado de poesía, sino de galanteo pecaminoso y ordinario; es la pintura de la sensualidad más pedestre, y hasta pudiera decirse de una sensualidad gastada, superficial, anémica hasta de deseos, sosa y ñoña. El principio, el medio y el fin de los amores de Asís Taboada y su andalucito bobalicón y chorlito, no son más que vulgaridad, necedad, pobreza de espíritu y de sangre; y la perversión inútil, caprichosa, sin gracia, de la viuda, no deja ver más que la profunda inmoralidad del carácter, pero sin enseñar nada, ni doctrinal ni estéticamente. Si, como quieren ciertos críticos, el arte se resuelve en simpatía social, en Insolación no hay nada de arte; todo es antipático y todo es disolvente. El cacumen de la inmoralidad y de la fealdad está en aquel diálogo del filosofastro Pardo y su amiga Asís, de noche, en el Dos de Mayo a por   —81→   allí cerca, en fin, en la sombra. No se tocan los personajes; pero ¡qué cosas se dicen! ¡Qué explicaciones para el libertinaje! ¡Qué estúpida libertad de pensar y qué falsa fuerza de espíritu! Y lo peor es que la autora no nos cuenta aquella conversación para nada, absolutamente para nada, porque es claro que su propósito no es defender tales ideas, ni siquiera indirectamente.

Lo más triste de todo es que del conjunto del libro se desprende que la escritora ilustre nos da las aventuras de su viudita como un idilio realista de amor, como diciendo: «el amor, bueno o malo, es eso; examinado de cerca y con profundidad y franqueza y sin idealismos, el amor es ese apetito, no vehemente, pero sí tenaz e invariable, prosaico, soso, frío», y a pesar de verlo así, no se desespera, ni siquiera encuentra un dejo de amargura en ese amor; no hay pesimismo, no hay sarcasmo implícito en esta historia de aventuras indecentes y frías, sosas y apocadas; hay complacencia, casi alegría; no se sabe qué pensar leyendo aquello. ¡Y esta es la obra por excelencia amorosa, de doña Emilia! Esta señora se ha dejado llevar en tal ocasión del prurito de los sectarios imprudentes, vulgares, superficiales, y ha sacrificado a lo que ella cree dogma realista, mucha clase de fueros de la misma dama y de la escritora célebre; por el afán de la impersonalidad, mal entendida, ha   —82→   llegado a preferir para heroína de su novela de amor un ser repugnante en su insignificancia, baja y deslavazada criatura imaginaria, que nada puede decirnos de lo que el amor, en efecto, haya podido ser para la fantasía y el corazón de la artista; y al pintar tipo tan lejano de su propio modo de ser, no supo darle más vida que la somera y aparente de una observación vulgar, prosaica y fragmentariamente nacida. Es claro que a una señora como doña Emilia no pueden comunicarla las mujeres alegres (¡triste alegría!) que ella pueda tener, por obligación social, que tratar en el mundo, no pueden comunicarla el secreto de sus ideas más íntimas, el fondo último de sus pasiones y de sus aventuras. Y doña Emilia, empeñada en tener un documento, lo que hizo fue echarse a adivinar, y produjo un monstruo que sólo tiene de real lo que tiene... de figura de cera, de antiartístico. Sí; fíjese en esto la perspicaz gallega, honra de la Coruña: ese pedazo de la realidad que ha copiado en su Insolación, sólo tiene de real lo que tiene lo real de no asimilable para el arte; en cambio el fondo poético de la realidad, que tanto resalta aun en los mayores horrores naturalistas de Zola (románticos para doña Emilia y otros), ese fondo que existe en el amor más depravado si lo ve un artista verdadero, no hay que buscarlo en la historia amorosa figurada por doña Emilia10.

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Por donde se ve que la misma causa que hace feo el libro, lo hace inmoral, o desmoralizador, mejor dicho, no porque sea fealdad el desmoralizar, sino porque aquí lo que pervierte es el desnudo prosaico, lo que acerca, por culpas de la poca habilidad y el error estéticos, lo que acerca las obras de esta clase a las pornográficas, por más que el propósito en los autores sea tan diferente. No hay más remedio: el que trata materia pecaminosa, si no sabe elevarse a la región de la poesía, deja ver el pecado como pecado. El amor sensual, objeto de un libro, cuando no muestra una trascendencia artística, es... escandaloso, en la rigorosa acepción de la palabra.

No creo necesario insistir más en tan delicada y desagradable materia, sobre todo considerando que me dirijo a quien es lince para los propios como para los ajenos defectos.

De Morriña he escrito mucho en otra parte; y antes que repetir, aun disfrazado, lo ya dicho, prefiero remitir al lector al libro futuro en que lo apuntado tiempo atrás se reimprima.

Además, en rigor, el juicio que a mi parecer merece esa novela se construye por sí solo, sin más que tener presentes algunas de las cualidades señaladas más arriba al ingenio y a las tendencias   —84→   escolásticas y de temperamento de la señora Pardo Bazán.

Morriña, como he dicho en otra parte, es una especie de Hermann y Dorotea en prosa... y prosaico. Pudo, debió haber sido poético este libro sin dejar de ser realista, pero la musa de la vulgaridad, de lo insignificante y pedestre, muy pronto torció la inspiración de la autora, que en resumidas cuentas vino a darnos un comentario discreto, en castellano elegante, de la popular canción llamada de «La pobre chica».

Si en Insolación el asunto es lo principalmente malo, en Morriña, superior con mucho a su hermana mayor, lo peor es el sesgo dado a una materia que pudo haber sido muy interesante. La primera con versación de la criada gallega con la madre del seductor imberbe, prometía mucho. Después la Dorotea de nuestra novelista no es nadie, es una víctima anónima del donjuanismo a domicilio; y en cuanto al Hermann gallego, es uno de tantos suspensos bobalicones de la Universidad Central. Está en la edad del pavo, y como pavo se porta todo el tiempo.

Más vale su madre, sobre todo al principio; su cariño está bien pintado, y la inocente doblez de su carácter es de lo mejor que ha visto y expresado doña Emilia, encontrando esta vez el verdadero realismo, el que nada pierde de verdadero   —85→   y documentado por no degenerar en vulgar, soso, insignificante y pedestre.

La señora Pardo Bazán sabe componer esos tipos, que son una moderna edición ilustrada de Sancho Panza; el sentido común, al servicio del egoísmo individual, familiar, o lo que sea, pero, en fin, egoísmo en cuanto es la preferencia de intereses a ideales y abnegaciones superiores o indefinidos. A veces el prosaísmo de es ta señora se eleva a esta región, ya artística, en que a la presa misma al terre-à-terre se le aguza el sentido, se le da carácter genérico, y se le desentraña lo que él también tiene de bueno y hasta de bello, mezclado. Así se verá en la última novela que hasta hoy ha publicado nuestra autora Una Cristiana (primera parte), que la madre del que parece protagonista, Salustio, y un fraile franciscano, que de haber vivido en los tiempos heroicos de la Orden hubiera sido de los conventuales, no de los espirituales, no de los de San Antonio, son los personajes mejor pensados y dibujados; porque ambos representan el apego a lo temporal, cada cual a su modo, pero los dos legítimamente y con cierta poesía. En efecto; la madre de Salustio, dama gallega, viuda, de escasos medios económicos, hacendosa, amantísima del hijo, pero sin melindres ni lirismos, es una figura simpática; y por lo que respecta a su actividad crematística y a la energía de su   —86→   voluntad, recuerda otras madres semejantes de Zola (v. gr.: la de La fortuna de Rougon, y la Conquista de Plassans, y también la de La joie de vivre), pero hay en la española esa forma particular del sancho-pancismo culto, hijo del progreso, que tiene la fealdad de sus límites, pero también cierta mezcla de belleza que nace de su sinceridad, de su fuerza plástica para la lógica vulgar, real, inmediata. En cuanto al fraile, repito que representa ese mismo elemento temporal, antiquijotesco, en la relación de lo divino. Su conversación con Salustio, después de la boda, es un cuadro de mano maestra, y nos deja ver ese laicismo de doña Emilia de que hablaba antes, y nos explica mejor el sentido que yo daba, al emplearla entonces, a tal palabra. Sí: hay santos laicos también; y más se puede decir: el elemento oficial de la Iglesia casi siempre se ha guiado, a la larga, por ese sabio término medio que por pretender estar a igual distancia de la tierra que del cielo, acaba, como es natural, por caer en la tierra de bruces. El hombre no es ángel ni bestia, bueno; pero, si es discutible que cuando pretende hacer de ángel está haciendo de bestia, no cabe negar que cuando prescinde por completo de sus aspiraciones a las alas, cae en cuatro pies, como Nabucodonosor. Ya se ha notado muchas veces que la obra del catolicismo consistió casi siempre en huir de   —87→   las exageraciones; para hacer una Iglesia duradera y de fácil propaganda, nada más a propósito, en efecto; como la Iglesia, aunque en relación directa con el cielo, al fin es cosa del mundo, tiene que cuidarse mucho de sus bases, de sus raíces en el predio romano. Para esto, prescindiendo aquí, porque nada nos importan, de las medidas políticas y diplomáticas del Papado, nada más a propósito, en el terreno puramente moral, que esa religiosidad en buenas relaciones con los sentidos, con las artes plásticas, con los Gobiernos fuertes y prudentes, con las medias tintas de la virtud y del arte. Doña Emilia ha comprendido perfectamente este profundo sentido de la confesión que profesa, y sabe, en el esoterismo (que al fin y al cabo lo tiene) de su doctrina, apoyar sus procedimientos en ese anti-romanticismo de la Iglesia oficial, en eso que yo llamo, cuándo se trata de españoles, sancho-pancismo ilustrado, progresivo, reformable, que se resuelve, en arte, en el prosaísmo realista; en moral, en una especie de edonismo, que no se puede llamar cristiano, pero sí católico, y que es claro que no hay que confundir con lo que históricamente se ha llamado por antonomasia edonismo. Doña Emilia no admite el sueño por el sueño, el exceso por la exaltación, la abnegación por la dulzura de sus deberes: muy a la española, su moral   —88→   se confunda con aquel benthamismo que Matthew Arnold echa en cara a la Saturday Review11 y que es una gloria nacional para muchos ingleses... Si se quisiera ver hasta qué punto doña Emilia es una benthamista... católica, lo mejor sería observarla cuando en su libro de viajes Mi romería parece más mística, frente a frente de los recuerdos cristianos de Italia.

¿Cómo explicaré yo mi idea de la religiosidad realista de doña Emilia?

Por medio de una sustitución, que sería sacrílega si fuese mal intencionada:

Figurémonos que Jesús, en vez de encontrar junto al pozo a la Samaritana, se encuentra con doña Emilia Pardo Bazán.

Pues bien: en mi opinión, Jesús se hubiera, abstenido de decir las cosas sublimes que allí dijo, por miedo de parecerle a doña Emilia... demasiado romántico.




 
 
FIN
 
 


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ArribaAbajoLibros remitidos por autores o editores12

Nicolás de Leyva.- Apuntes ordenados.- Albacete.

Carlos Ossorio.- Vida moderna.- Madrid.

Manuel T. Podestá.- Irresponsable.- Buenos Aires.

Luis Alfonso.- Cuentos raros.- Madrid.

S. Domínguez.- Ecos de un rincón de España.- Valladolid.

E. G. Alemán.- Hércules (novela).- Madrid.

G. Al-Deguer y Giner de los Ríos (H).- Curso de literatura española.- Madrid.

Francisco Giner.- Educación y enseñanza.- Madrid.

H. Giner.- Artículos fiambres.- Madrid.

Labra.- Portugal contemporáneo.- Madrid.

Moya.- Oradores políticos.- Madrid.

Boris de Tannenberg.- La poesía castellana.- París.

J. O. Picón.- La Honrada (novela).- Barcelona.

S. Rueda.- La Reja.- Madrid.

Ríos y Rosas.- Discursos.- Madrid.

M. Palau.- Verdades poéticas.- Madrid.

Tolosa Latour.- Niñerías.- Madrid.

Valbuena.- Ripios académicos.- Madrid.

Echegaray.- Teorías modernas de la Física.- Madrid.

M. de Gumucio.- Borrones.- Madrid.

Pérez Galdós.- Torquemada en la hoguera.- Madrid.

El mismo.- La Incógnita.- Madrid.

El mismo.- Realidad.- Madrid.

Anselmo Salvá.- Burgos a vuela-pluma.- Burgos.

Los primeros años de la Regencia.- Madrid.

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García Merou.- Ley social.- Buenos Aires.

Ixart.- El año pasado.- Barcelona.

Olavarría.- Leyendas y tradiciones.- Madrid.

Fawcet.- Economía política (trad. de Inerarity), dos tomos.- Madrid.

Fernández Giner.- Filipinas.- Madrid.

Aparicio.- El nuevo Código civil.- Madrid.

Pedregal.- Sociedades cooperativas.- Madrid.

Garbín.- Literatura clásica.- Madrid.

Menéndez Pelayo.- Antología de poetas líricos castellanos.- Madrid.

G. Merou.- Impresiones.-Madrid.

O. Pou.- Versos y poemas.- Palma.

Puelma.- Un poema.- Buenos Aires.

Savine.- Mes procès.- París.

Luis Covarrubias.- Estudios críticos.- Santiago de Chile.

G. Meróu.- Estudios literarios.- Madrid.

Muñoz y Peña.- El teatro de Tirso de Molina.

Santiago Estrada.- Miscelánea.- 2 t., Barcelona.

El mismo.- Teatro.- Barcelona.

El mismo.- Estudios biográficos.- Barcelona.

El mismo.- Viajes.- 2 t., Barcelona.

El mismo.- Discursos.- Barcelona.

Un militar.- Al pie de la torre de los Lujanes.- Madrid.

L. de Ansorena.- Cosas de ayer (poesías).- Madrid.

D'Ayot.- Excursiones militares.- Madrid.

Poetas Hispano-Americanos.- (Méjico).- Bogotá.

G. Meróu.- Atahualpa.- Buenos Aires.

P. Pastor.- El Tesoro público.- Madrid.

Catarineu.- Tres noches (poema).- Madrid.

B. Zurita.- Amor perdido.- Madrid.

J. Zaragoza.- Timo literario.- Madrid.

Lagarrigue.- Carta a la señora Pardo Bazán.- Santiago de Chile.

Labra.- El Instituto de Derecho Internacional.- Madrid.

Pardo Bazán.- Al pie de la torre Eiffel.- Madrid.

La misma.- Una cristiana.- Madrid

La misma.- Morriña.- Barcelona.

Elías Zeralo.- La lengua, la Academia y los académicos.- París.

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E. del Solar.- Antonio.- Santiago de Chile.

Alfonso Toban.- Un libro más (poesías).- Madrid.

Aníbal Echevarría.- Geografía política de Chile.- 2 tomos, Santiago.

Ciriaco Vigil.- Colección histórico-diplomática del Ayuntamiento de Oviedo.- Oviedo.

E. de la Barre.- Poesías. -Santiago de Chile.

F. Urrecha.- La estatua.- Madrid.

García Ferreiro.- Volvoretas.- Orense.

Barón Stock.- Les Matinées Espagnoles.- Madrid y París.

G. Merou.- Perfiles y miniaturas.- Buenos-Aires.

A. Echevarría.- Recopilación de leyes.- Santiago de Chile.

Francisco Trapiella.- Juan de Santo Tomás.- Oviedo.

Antonio Aguilar.- Los Tribunales y el Ministro.- Madrid.

Cánovas.- Discurso del Ateneo (1890).- Madrid.

Merou.- Libros y autores.- Santiago de Chile.

Menéndez Pelayo.- Discurso de la Universidad Central (1889-90).- Madrid.

Gutiérrez de Alba.- El amor y los ratones (poesía).- Madrid.

Tomás Orts.- Recortes.- Madrid.

R. Monner Sans.- Breves noticias sobre la novela contemporánea española.- Buenos-Aires.

R. M. Merchán.- Carta al Sr. Valera.- Bogotá.

C. Bustamante.- Una boda en el Albaicín.- Granada.

F. Rivas Frade.- Bienaventurados los que lloran (poema).- Bogotá.

Broke.- Núñez poeta.- Bogotá.

Gutiérrez de Alba.- Alpha y omega (trilogía).- Madrid.

F. Prida.- La paz armada.- Sevilla.

Peña y Goñi.- Santiago Estrada.- Barcelona.

Thomas Berclay.- De todo un poco.- Gijón.

Sánchez Gutiérrez.- Lo que pasa aquí.- Caravaca.

Licenciado Céspedes.- Crítica al uso.- Madrid.

J. Juste y Garcés.- Francho el Alcarreño (drama).- Guadalajara.

Campoamor.- Poética (nueva edición).- Madrid.

Carracido.- La muceta roja (novela).- Madrid.

  —92→  

Sánchez Rubio.- Conversaciones con señoras.- Madrid.

El mismo.- Cartilla vinícola.- Madrid.

Caro.- Traducciones poéticas.- Bogotá.

A. Ruiz Cobos.- El doctor Thebussem.- Madrid.

Amicis.- La novela de un Maestro (traducción de Sánchez Pérez).- Madrid.

Estanislao Sánchez Calvo.- Filosofía de lo maravilloso positivo.- Madrid.

Ansorena.- El buen Jeromo (poema).- Madrid.

Francisco Sellén.- Poesías.- Nueva York.

M. Walla.- Hacienda pública de España.- Manila.

Escartín.- La cuestión económica.- Madrid.

Fray Candil (E. Bobadilla).- Capirotazos.- Madrid.



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ArribaInfortunios y amor13

Primera parte de la novela de un maestro


Al concluir de leer esta obra del popular escritor italiano Edmundo de Amicis, se siente algo muy doloroso y muy triste. Infortunios y amor es, por así decirlo, la odisea de un maestro de escuela: Emilio Ratti -el protagonista-, un joven que lleno de ánimos emprende la carrera de la Pedagogía, y va con todo el entusiasmo y toda la fe del apóstol a entablar la lucha, una lucha de la cual cree ha de salir victorioso, porque la idea que le sirva de escudo es hermosa y tiene este lema: «Todo por la enseñanza, la ilustración y el progreso».

Asombra en este libro la naturalidad con que Amicis describe los infortunios de los maestros, la observación profundísima, la realidad en la presentación de los diferentes caracteres que intervienen en la obra, la guerra sórdida y tenaz que se entabla contra el maestro, ese pobre ser a quien sus conciudadanos, en vez de respetos, auxilios y veneración, desprecian y le dan como de limosna un puñado de pesetas (¡y eso si al municipio se le antoja pagárselas!): descrédito, befa, y odio y miseria, tal cosechan los mártires de la enseñanza.

Ratti tiene en el pueblo de Garasco, donde hace su debut, el primer desencanto; a este se suceden otros   —94→   muchos; cambia varias veces de residencia, y en todas partes y en todos los pueblos encuentra siempre latente esa política odiosa de campanario que tiraniza al maestro; Ratti, que creyó en el albor de su magisterio14 que los municipios le auxiliarían, que los padres mostraríanse agradecidos hacia él, que a fuerza de trabajo lograba desasnar a sus hijos, y, en fin, que los discípulos llegaran a amarle, ve desaparecer una a una las ilusiones que su mente le había forjado; nota cómo la inquina empieza en el alcalde y concluye en el último chicuelo a quien él enseña el silabario; aprende que la ingratitud de los padres hacia el maestro raya en grosero desprecio o indiferentismo, y adquiere, con la práctica de en profesión, el convencimiento tristísimo de que los alumnos no aprecian la enseñanza del corazón, ese método sencillo, persuasivo, amoroso, que se basa en reflexiones dulces; al contrario, llegan con él a perder el respeto al maestro, y se burlan en sus barbas.

Ratti, lleno de desengaños, triste en la soledad que le amarga, viendo cómo en su derredor se hace el vacío y que todos los maestros y maestras son considerados, poco más o menos, igual que él, que todos sufren humillaciones, que todos luchan con la miseria que aniquila el organismo y apaga el espíritu embruteciéndole; -Ratti, repetimos, siente el hastío, y con él va transformándose su alma, se apagan los fuegos fatuos de sus ilusiones, emplea el método serio, el que castiga, y por más que en el maestro haya el yo interno dulce y cariñoso, y el yo externo, grave, iracundo, y vengador, concluye este último por aniquilar al primero. Ratti se hace vicioso, acaba por entregarse a la bebida, cree hallar en ella el lenitivo a sus desdichas, a sus desilusiones.

Esto le conduce al empobrecimiento físico-moral, pero nada le importa; logra olvidar durante unas horas todas sus penas y aquel amor, el primero, que el joven tuvo hacia Faustina Galli, su convecina y compañera de profesión.

Esta es una de las figuras más simpáticas y mejor delineadas de la obra de Amicis.

Faustina es, como Ratti, una entusiasta de la Pedagogía y una decidida amante de la niñez; y aunque el   —95→   entusiasmo va enfriándosele por la indiferencia que había observado en todo el mundo, quédala en toda su pureza el amor hacia los niños.

También la joven resulta víctima en otro orden de15 asechanzas: es algo bonita; el alcalde, un hombre rico que desde cocinero en una posada del pueblo supo llegar a ser su alcalde, intenta que Faustina le otorgue su amor. La joven le rechaza, el alcalde la calumnia ante el Provisorato como sospechosa en su conducta, afirmando, que con ella y sus amores con el maestro Ratti da gran escándalo o inmoralidad en el pueblo. Y en su despecho hace más: sitia la plaza por hambre, se niega a satisfacer las mensualidades devengadas por la infeliz perseguida, que con gran voluntad y un heroísmo que no se doblega ante la miseria, se sostiene impertérrita, no comiendo apenas para que su padre, anciano y paralítico, no padezca hambre, negándose en absoluto a admitir los socorros ofrecidos sinceramente por Emilio, que la adora en silencio.

Este infortunio es una verdadera filigrana, en que Amicis ha vertido todo el sentimiento y toda la ternura de que siempre en sus obras da gallarda muestra; la escena en que Ratti, en el momento en que la desgracia de Faustina ha llegado a todo su apogeo, ve a esta en la escalera de su casa y allí la besa; la otra escena en que demuestra su amor, la desesperación que le produce la dulce negativa de ella, todo esto se halla presentado de mano maestra.

En la imposibilidad de señalar una por una las innumerables bellezas de la obra, indicaremos, sin embargo, la muerte del niño Dobetti, cuyo último suspiro y última palabra recoge Emilio; la entrevista de este con Carlos Lérica en Turín, y la escena en el despacho del Provisor.

Los diferentes personajes que en término secundario aparecen en la última obra de Amicis, se mueven tan bien presentados se hallan: -las escenas se suceden naturalmente y el lector sigue con avidez la historia de Ratti, preñada de infortunios como la de casi todos los maestros.

* * *

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Aparte los plácemes que Edmundo de Amicis merece por su libro, corresponde de derecho un entusiasta aplauso a su traductor, el maestro D. Antonio Sánchez Pérez.

En esta época, infestada de traductaires faltos de gramática y aun de sindéresis, el encontrar una buena traducción es hallar un mirlo blanco en el campo literario, y con toda sinceridad exponemos que la traducción llevada a cabo por nuestro ilustre compañero en la prensa, es una de las mejor hechas de algunos años a esta parte. No puede escribirse en castellano más sobriamente ni con más galanura. Si el original italiano vale mucho, la versión española no le va en zaga, y aun aseguramos que ha mejorado en tercio y quinto. El respetable autor de El primer choque se muestra siempre como un escritor castizo, gran gramático y conocedor como pocos del idioma; y sin embargo, no le han hecho académico. ¡Fuera un Commelerán y prosperaríamos!

Nuestra enhorabuena a la casa editorial de Fernando Fe, que, animada siempre del deseo de darnos a conocer las mejores obras literarias, ha elegido acertadamente la de Amicis, una verdadera joya, a la cual ha añadido mayor interés, con su inimitable prosa, el Sr. Sánchez Pérez.

ALEJANDRO LARRUBIERA

Madrid, Junio 1690.