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Narradoras paraguayas (antología)

José Vicente Peiró Barco

Guido Rodríguez Alcalá





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ArribaAbajoLas narradoras paraguayas y su evolución histórica

La mujer es la protagonista de la intrahistoria paraguaya, pero al mismo tiempo la gran olvidada del primer plano de los grandes personajes célebres. Mientras los hombres han pugnado por ocupar los espacios de la presencia social y del poder público, el llamado «sexo débil» en la tradición masculinista, ha dominado habitualmente los de la intimidad y la familia, con su firmeza en las decisiones, pero también con una actitud de postración, sobre todo en su imagen externa. Así, es comprensible que el mariscal López, inductor de las voluntades ciudadanas hasta el sacrificio mortal, fuera seducido por Elisa Lynch hasta ver su voluntad sometida desde lo íntimo a los deseos de una mujer, aunque en público siempre parecía que él era dueño absoluto de sus decisiones más importantes. En la intrahistoria (retornando el término unamuniano, ahora que celebramos el centenario de la Generación del 98 española, para hablar de la que dista de aquélla de los nombres propios en letras grandes), la mujer ha protagonizado con su esfuerzo, incluso el físico, la economía de subsistencia y el rumbo de las familias paraguayas en los momentos decisivos y difíciles de la nación. Sus decisiones fundamentales eran las definitivas en el núcleo reducido de la vida cotidiana, a pesar de que la sociedad paraguaya fuera patriarcal.

Sin embargo, su participación en la vida pública ha sido tomada como circunstancial; si examinamos la historia social   —4→   paraguaya, ha estado apartada de las decisiones políticas influyentes. Las mujeres han quedado excluidas de los gobiernos, como ha ocurrido en la mayor parte de los países, pero tampoco existe en la historia paraguaya una figura política femenina capaz de mostrar la rebeldía del débil contra el sistema vigente, aunque se acerque a figuras latinoamericanas convertidas en mito como Evita Perón, por ejemplo. Las mujeres más populares son heroínas que han defendido ante todo el honor y la vida de sus seres queridos. Como paradigma, valga el que al examinar los acontecimientos históricos parecería que la mujer permaneció al margen de la resistencia a la dictadura de Stroessner, si no fuera por algunos testimonios que demuestran que hubo quienes sufrieron la represión por su comportamiento público de oposición a la tiranía, hechos a veces reflejados en la literatura. Resumiendo estas líneas, la mujer es la verdadera protagonista, sumergida y anónima, de la intrahistoria paraguaya, pero ha sido víctima de la exclusión del primer plano de la vida pública: ha sido un sexo fuerte mutilado para toda capacidad de decisión pública, por el predominio del patriarcalismo en la sociedad, aunque en el mundo familiar el matriarcado se haya impuesto generalmente.

El campo literario presenta una gran semejanza con el sociopolítico. Poca importancia se ha dado a la presencia femenina en la literatura paraguaya hasta bien entrados los años ochenta, sobre todo en la narrativa, con excepción de la que adquirieron Teresa Lamas, Josefina Pla y Concepción Leyes. Sin embargo, es decisiva cuantitativa y cualitativamente para la formación de las letras nacionales durante el siglo XX. El elenco cultural femenino es potencialmente más numeroso de lo que se piensa en principio, y en los años noventa incluso más extenso que el masculino.

Si nos adentramos en el estado sociocultural paraguayo, es en la narrativa donde podemos encontrar reflejos del pensamiento de la mujer más que en el ensayo, especialmente en los marcadamente políticos, impregnados de valoraciones   —5→   apriorísticas que se alejan de la categorización de las conductas individuales que conforman un conjunto colectivo. Por esta razón, esta antología presenta como objetivo principal el cubrir la franja dispersa del estudio de la evolución individual y social de la escritura de la mujer y de la que trata sobre la mujer en Paraguay, que, por el carácter realista de la mayor parte, revela las verdaderas inquietudes de quienes parecen haber estado postergadas a la labor ingrata de sostener una familia y la fama o la desdicha del cónyuge, a arrostrar a la familia.

Ésta es la utilidad de los textos que, en un nivel diacrónico, ejemplifican la evolución del pensamiento y del sentir de tantas mujeres paraguayas. Pero una verdadera muestra representativa quedaría incompleta si obviáramos la otra parte del conjunto social; el «sexo opuesto». La idea del patriarcalismo y del machismo de la mentalidad tradicional del hombre paraguayo ha arraigado en el entendimiento sociocultural, en contraste con el protagonismo que ha tenido la mujer en lo cotidiano. Esta disyuntiva hace necesario el que sea imprescindible examinar también el pensamiento que el hombre ha desarrollado a lo largo de la historia paraguaya, y la forma como se traduce en la narrativa. E igual que en la femenina, la evolución de los argumentos de las obras escritas por hombres puede resultar válida y significativa para presentar ejemplos de los cambios de mentalidad que han venido produciéndose en la sociedad con el paso de los años.

El restringir al campo de la narrativa la antología puede dejarnos algunos huecos insalvables pero de suma importancia. Hemos de tener en cuenta que la narrativa se consolida como género literario en Paraguay ya en pleno siglo XX, sin llegar nunca a la profesionalización del autor preconizada desde el Modernismo. Por tanto, es más factible encontrar en el siglo XIX el pensamiento misógino en la poesía, sobre todo en los poemas donde se refleja mejor el sentir popular, por la ausencia de un conjunto amplio de obras narrativas. El verso de origen oral y popular transcrito por Natalicio Talavera en sus   —6→   Apólogos puede ser un buen ejemplo de la misoginia del hombre corriente paraguayo en el siglo pasado, y por extensión nos atrevemos a afirmar que incluso en algunos actualmente, como en algunos tópicos de la imaginación popular que se observan en el siguiente fragmento:


Disputaban por saber
un pastor y un lechuguino
cuál es tesoro más fino
¿la botella o la mujer?
Aquél dijo, a mi entender
es más sabrosa y más bella,
la botella.



La escasez de grandes obras narrativas en el siglo XIX nos obliga a centrar nuestro análisis en el siglo XX. En el recorrido histórico-literario que emprenderemos por autores y obras observaremos cómo ha ido cambiando la mentalidad, hasta contemplar que en los ochenta la mujer ha roto en buen grado con el tradicional patriarcalismo y subvaloración social a la que estaba condenada, llegando a haber creado su propia versión del mundo exterior, más aguda en ocasiones y más reivindicativa de la libertad individual que la de los hombres.

Las antologías, como los diccionarios, acarrean el peligro de tener ausencias y huecos, casi siempre inevitables, y suelen enfrentarse a lectores ávidos de descubrir quién o qué falta antes de comprobar el contenido. Tampoco hemos pretendido realizar una biografía de cada autor a modo de presentación, como sucede en muchas antologías, porque lo importante es el texto en sí como ilustración del tema. Solamente mencionaremos datos biográficos que sean relevantes para la ubicación o la comprensión de lo que puede llegar a significar un autor.

Ante ello, nuestra propuesta es que el lector, sobre todo el interesado en temas paraguayos, cubra las lagunas que pueda presentar el trabajo hasta crear su antología propia formada por las lecturas individuales, para observar la evolución de la escritura y del pensamiento intrínseco de la ficción   —7→   narrativa. Si logramos despertar la reflexión y la capacidad crítica nos sentiremos satisfechos porque nuestro objetivo se habrá cumplido.




ArribaAbajoLa narradora paraguaya

A la hora de comentar la narrativa escrita por mujeres, reivindicativa de los derechos y expositora de la problemática individual y diferenciada de la mujer, preferimos el calificativo de feminista antes que el de femenina, despojado de connotaciones sociopolíticas. El concepto de literatura feminista adquiere un significado referencial más estricto al situarse en relación con los contenidos de reivindicación y de planteamiento crítico social, puesto que no sólo se refiere al conjunto global de textos escritos por mujeres que generalmente guardan unas características comunes. Hablar de narrativa femenina es caer en la vaga tipología superficial sexual que la circunscribe a la que está escrita por mujeres. Esta concepción es una simple división sexista, apriorística, y distante de la definición de una vertiente literaria basada en el estudio del contenido y de las formas de los textos literarios.

Podemos englobar dentro del concepto de narrativa feminista aquellos textos donde la temática expresa problemas individuales y sociales de la mujer, propios de su condición sexual, que constituyen el centro del relato. Son creaciones escritas por una mujer generalmente desde su interioridad, que surgen de una voz interior profunda, ya estén marcados por la presunción de objetividad de un narrador heterodiegético, ya por la subjetividad de un narrador intradiegético.

Centrándonos en la narrativa paraguaya, prácticamente todas las escritoras a lo largo de su historia, aun con distintos puntos de vista, han tenido en común la defensa de su dignidad como mujeres y la reivindicación de derechos y hábitos de conducta que hasta pocos años antes del final del siglo XX parecían pertenecer únicamente al universo del hombre.   —8→   La incorporación masiva de la mujer a la narrativa desde principios de los años ochenta es uno de los fenómenos más importantes de la literatura paraguaya actual. Casi todas las narradoras vigentes comparten perspectivas distintas de desmitificación del patriarcalismo social y de ficcionalización de ideas y sentimientos subjetivos por medio de sus personajes. Pero no hemos de olvidar que ha habido unos precedentes de los contemporáneos como la desconocida Marcelina Almeida, y Ercilia López de Blomberg en el siglo XIX, la primera nacida posiblemente en Uruguay, y Teresa Lamas, Concepción Leyes y Josefina Pla en la primera mitad del siglo XX, dentro de las tendencias predominantes en la narrativa paraguaya en el conjunto de cada época. Sin embargo, la pobreza de las investigaciones literarias paraguayas deja abierto el campo crítico. Puede que existan más autoras aún desconocidas, sin obra publicada, pero nuestro propósito es simplemente el de reunir lo ya existente y vertebrar la dispersión que existe en la actualidad sobre el tema.

Bien es sabido que la narrativa paraguaya del siglo XIX presenta un vacío inmenso de creaciones descubiertas hasta la fecha, sobre todo si establecemos una comparación con otros países latinoamericanos vecinos como Uruguay y Argentina. Es evidente que en el Paraguay del siglo XIX no había arraigado la idea del Romanticismo del escritor como ser individualizado y que se expande posteriormente gracias al Modernismo. Conocida es, además, la esterilidad del campo literario femenino en el período que comprende desde la independencia del país en 1811 hasta 1921, en que aparecieron las primeras narraciones de Teresa Lamas Carísimo reunidas en un libro. Este fenómeno también se extiende al ámbito poético.

Las razones históricas demuestran que el ambiente del Paraguay independiente favoreció muy poco el hecho literario. El cierre de fronteras y la destrucción de la clase letrada por Gaspar Rodríguez de Francia, la falta de instituciones culturales durante la colonia, y el tímido avance de Carlos Antonio   —9→   López, quien controlaba políticamente lo que se escribía en el país, no son buenos presupuestos para el desarrollo de la actividad literaria. El posterior gobierno de Francisco Solano López y la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) devuelve la situación literaria prácticamente al estado de los primeros años de su antecesor. Durante la contienda, el país queda en una parálisis literaria (con la excepción de las creaciones propagandísticas) hasta que comienza la reconstrucción posterior a la derrota. Sin embargo, las derrotas militares generalmente han dado buena literatura en muchos países, pero, en Paraguay, la pérdida de la guerra no significó más que la búsqueda de una razón propia de seguir existiendo como nación, por lo que el ensayo subjetivo y poco científico fue el género más cultivado.

Solamente aparecen dos nombres femeninos en el débil panorama narrativo paraguayo decimonónico: Marcelina Almeida y Ercilia López de Blomberg. De la primera se tienen noticias en 1860 de la publicación de una novela titulada Por una fortuna una cruz por medio de la revista La Aurora (donde se encuentran las primeras manifestaciones literarias del país), fundada por el maestro español Ildefonso A. Bermejo contratado por Carlos Antonio López. Parece, a tenor de las manifestaciones de Francisco Pérez-Maricevich, que es un relato muy marcado por el romanticismo sentimental. Pero, ¿quién fue Marcelina Almeida? Se advierten pocos datos comprobados de su biografía, como se observa en el vacío que presenta la primera parte publicada del riguroso Diccionario de la literatura paraguaya de Francisco Pérez Maricevich. Raúl Amaral opina que «esta no identificada autora hasta hoy es de nacionalidad dudosa, aunque se la sospecha oriental». Ni siquiera se puede averiguar en principio si el nombre fue un pseudónimo, teniéndose que poner en cuestión cualquier afirmación por ahora, y dejar una puerta abierta a futuras investigaciones profundas. La que es certera es la opinión de Raúl Amaral, su nacionalidad uruguaya, después de que hayamos examinado los ejemplares de La Aurora. Solamente nos queda   —10→   en Paraguay la publicación del poema «La pecadora», también incluido en La Aurora, porque de Por una fortuna una cruz solamente tenemos noticias de su existencia a través de la carta que los redactores de esta publicación incluyen en el número 9, donde se reconoce como «una esperanza más para la América», y como mujer «de estos países, que avala el progreso de la sociedad, a la vez que propone la colaboración de la mujer en el esfuerzo necesario para ello».

No obstante, sin pruebas biográficas, y mientras no se descubra lo contrario, hemos de afirmar que fue la primera mujer que difundió una narración en el Paraguay, aunque su redacción quedó limitada al círculo de seguidores de La Aurora, casi con seguridad el único público preparado para labores literarias en el país de entonces. El relato que hemos citado, según Pérez-Maricevich, es una demostración de la impregnación popular del romanticismo sentimental, inspirado en el autor francés Lamartine, durante la época de gobierno de los López. Estilística y temáticamente no aporta nada nuevo ni original, pero merece la anotación histórica debida.

La segunda narradora decimonónica de la que tenemos noticias, Ercilia López de Blomberg, comenzó con poemas adscribibles a una suerte de romanticismo nacional y sentimental en el último tercio del siglo XIX, muchos de ellos desconocidos aún. Su obra narrativa se desarrolló una vez entrado el siglo XX. Su nombre adquiere una relevancia especial en las letras paraguayas porque su novela Don Inca es la primera que se conoce como escrita por una mujer paraguaya, aunque se publicó en 1965, después de su fallecimiento. Fue hija del coronel Venancio López y de Manuela Otazú Machaín y, en suma, nieta del presidente Carlos Antonio López, y sobrina del mariscal López. Emigró a Buenos Aires con su familia antes del final de la contienda de la Triple Alianza, donde se educó y se formó intelectualmente. Publicó en algunas revistas porteñas relatos de tipo costumbrista romántico, por su raíz historicista idealizante, que aún no han sido recogidos en una obra de forma conjunta. La novela Don Inca fue publicada   —11→   en 1965 por su nieta, como homenaje en el año de la muerte de la autora, en Buenos Aires, pero según Teresa Méndez Faith, basándose en datos del profesor Raúl Amaral, fue escrita en 1920, hecho comprobable la semejanza del lenguaje del texto con el de otras obras de esta época, y en la vertiente temático-estilística de la obra. El argumento evoca el momento histórico paraguayo de 1889 como testimonio de la vida y costumbres del Paraguay de finales del siglo. El historicismo enfatizado (aparecen figuras históricas de y en relieve, como Bernardino Caballero) y el sentimentalismo refuerzan la tesis de que la mujer paraguaya del diecinueve y de la primera mitad del siglo XX, autora y lectora, optaba por la vía del romanticismo no exento de realismo en la ejecución del argumento. ¿Y no era el romanticismo una moda de la época, igual que el folletín? Sin embargo, la mujer adopta un papel trascendental en Don Inca: los personajes de Mónica, Rosalía y Genoveva conforman un universo femenino que trasciende a un primer plano de la acción donde se suman otros personajes femeninos secundarios. La mujer es sujeto social activo y paciente a la vez, hecho que queda atestiguado por su comportamiento heroico después de la contienda; pero los sentimientos de los personajes se someten al acontecimiento histórico y al hecho argumental, con lo que éstos quedan como figuras de fondo de un paisaje realista.

En la mentalidad de la mujer decimonónica es patente su esfuerzo por permitir que las personas de su entorno sobrevivan y progresen en la vida. En este siglo se forjan las verdaderas heroínas anónimas de la historia paraguaya. La mujer no ocupa lugares públicos destacados pero interviene en las decisiones de los grandes nombres. La personalidad de Elisa Lynch, a juzgar por los testimonios subjetivos de la época y por la cantidad de detractores que tuvo, participó en la vida social de forma destacada y su influencia sobre Francisco Solano López fue determinante en ocasiones. Aunque cada mujer permanecía oculta detrás de la figura del esposo (y aún aparece sujeta a esa posición en la mentalidad paraguaya actual   —12→   más tradicional) su papel influyente no es soslayable, como se observa en algunos testimonios de residentas y destinadas durante la Guerra de la Triple Alianza.

La debilidad editorial y las circunstancias históricas impiden que sepamos si hubo mujeres paraguayas que escribieron relatos entre 1870 y 1900, aparte de la emigrada Ercilia López de Blomberg. Tenemos que esperar a Teresa Lamas Carísimo para poder encontrar la primera mujer que crea en el Paraguay una narrativa consistente en producción, siendo además la primera que publica obras narrativas propias en el Paraguay. En la primera década del siglo surgen narradores más o menos «profesionales», si entendemos que, aunque viven de otros oficios, practican la escritura con cierta regularidad, como José Rodríguez Alcalá y el modernista Fortunato Toranzos Bardel. Por otra parte, la llegada al país del anarquista español Rafael Barrett facilita la afirmación de la perspectiva crítica social de corte revolucionario. El ambiente de principios de siglo, después de la llamada Generación del Novecientos (poética y ensayística más que narrativa), favorecía la aparición de autores y obras con mayor entidad que las de los Albornoz y Montoya, Francisco Fernández, José de la Cruz Ayala, Crisóstomo Centurión, Diógenes Decoud y Adriano Mateu Aguiar, los autores de los últimos treinta años del siglo XIX que de forma aislada y sin continuidad llegaron a publicar algunas narraciones, y en cuya nómina no figura ninguna mujer.

Teresa Lamas Carísimo es la esposa de José Rodríguez Alcalá, el autor de Ignacia, una de las primeras novelas paraguayas publicadas, y que se conserva gracias al mérito de sus descendientes. Sobresale en el campo literario cuando en 1919 resulta ganadora de un concurso de cuentos nacionales con «Vengadora». En 1921, sus familiares reúnen los cuentos que había escrito y como regalo de cumpleaños le obsequian con la publicación de la primera serie de Tradiciones del hogar, cuyo segundo tomo vio la luz en 1928.

Tradiciones del hogar es el primer libro publicado por una mujer dentro de las fronteras del Paraguay. En él se revelan   —13→   los gustos personales de la autora, pero también, por su incidencia, los de la mujer paraguaya de buena posición social y con el especial sentido matriarcal de la contadora de cuentos tradicional, que reunía a sus familiares alrededor del fuego del hogar. Son una serie de retablos costumbristas marcados por el historicismo y el sentimentalismo de raíz romántica, que se encuentran encuadrados dentro de las largas series de tradiciones que durante el siglo XIX, sobre todo, se escribieron en Latinoamérica. El realismo teñido de romanticismo (con los valores que este pensamiento implica) latinoamericano de la segunda mitad del siglo se encuentra presente en las narraciones de Teresa Lamas, cuya principal característica es la visión idealizada o enfática del contorno real de la sociedad. Son narraciones que se acercan a un tipo cuyo mayor exponente continental son las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma. Este tipo de narrativa costumbrista, realista por su fidelidad objetivista y romántica por su idealización de personajes, costumbres y paisajes, se había impuesto antes en Paraguay, y afirmado especialmente con el modernista argentino Martín de Goycoechea Menéndez. De la misma forma, la novela del esposo de Teresa Lamas era una historia encuadrable dentro de la tendencia del realismo sentimental trágico latinoamericano decimonónico de fin de siglo.

Teresa Lamas no dejó de escribir durante toda su vida, pero todas sus creaciones no resultan fáciles de conseguir por los lectores actuales. En 1944 escribió una novela histórica bastante poco reconocida que aún no se ha reeditado, Huerta1 de odios. Retomaba el tema de las pasiones humanas enfrentadas, con una tonalidad sentimental y óptica realista. En 1955 tuvo más fortuna su libro La casa y su sombra, de nuevo de corte realista con largas digresiones descriptivas y costumbristas, que se publicó en Formosa (Argentina).

Hay que esperar a la llegada de Josefina Pla al Paraguay, a finales de los años veinte, para encontrar una narradora que sea capaz de abordar el tema de la marginación de determinados tipos de mujer en la vida paraguaya. Española   —14→   nacida en 1909, según su currículum, esta polifacética mujer introdujo un nuevo aire fresco en la vida cultural paraguaya. Ha cultivado casi todas las artes en distintos géneros, aunque su primeriza obra fuera poética especialmente. Su contribución principal ha sido la de haber sido capaz de ayudar a dinamizar el desarrollo cultural paraguayo, y el haber intentado adoptar en Paraguay un papel literario semejante al de su admirada Virginia Woolf, siempre menos irredento, sobre todo cuando al integrarse en el grupo poético de 1940 llamado Vy'a raity, rodeada de hombres como Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, etc., fue la única mujer de un núcleo literario, que no fuera el compuesto por los miembros de una familia. En él imprimió su sello personal, de la misma forma que la autora británica lo hizo en el londinense Bloomsbury set. Después de contraer matrimonio en España con el ceramista paraguayo Julián de la Herrería, emigró al país guaraní en 1927, donde transportó el espíritu de las vanguardias españolas de los veinte. Artísticamente, mientras su pintura refleja ese espíritu de renovación de la vanguardia, su poesía y su prosa, aunque innovadoras temáticamente en el discontinuo y laxo panorama literario paraguayo, se alejan de esas formas y se inscriben en el simbolismo, en la poesía pura y conversacional, aunque intimista y psicológicamente profunda.

Comienza a publicar relatos más tarde. Estas narraciones son testimonios del sufrimiento del ser humano que está situado en las escalas más bajas de la pirámide social. Y entre las situaciones de desvalía, la de la mujer de esta condición es más dramática por la consideración de objeto que el hombre tiene de ella. Las jóvenes han visto pasar por encima de ellas a hombres lascivos y caprichosos sin haber podido adquirir antes conciencia de lo que representan. Así, la rebeldía de la mujer es un tema recurrente de los relatos de Josefina Pla, ya en la actitud de los personajes, ya en el carácter de tesis que el narrador imprime. Ella es exponente de renovación temática y de reivindicación social, pero además todo un símbolo de autoafirmación femenina, por encima del significado de liberación.   —15→   Es una personalidad tan importante por lo que representa, como por la herencia que ha dejado a las escritoras posteriores, una importante estela de rebeldía textual.

Las obras narrativas que ha publicado Josefina Pla han sido preferentemente cuentos. La mano en la tierra (1963) fue una recopilación de relatos primerizos y maduros. El resto de su producción en prosa de ficción ha visto la luz durante los años ochenta, aunque la mayor parte de los cuentos son bastante anteriores, como los de El espejo y el canasto (1981), posiblemente la mejor obra narrativa de la autora. Otras suyas individuales son La pierna de Severina (1983) y La muralla robada (1989), donde se mezclan la inspiración personal psicológica, incluso autobiográfica, con la externa basada en la fijación del detalle observado. También ha publicada cuentos infantiles y una novela en colaboración con Ángel Pérez Pardiella, Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), de la que se puede extraer la conclusión de que en tema y en estilo presenta las características de los cuentos, aunque su calidad es notablemente inferior.

Ya en los años cuarenta Concepción Leyes de Chaves aparece en el panorama de las letras paraguayas. Es la antítesis artística de Josefina Pla; mientras ésta introduce tímidamente en la literatura paraguaya la tradición de la ruptura y la ruptura de la tradición, aún sin llegar a los extremos de revolución literaria de las vanguardias, aquélla revaloriza el signo tradicional de las letras paraguayas, sólo que esta vez teñido de un naturalismo acentuado por historias románticas sentimentales, sin adoptar el determinismo zolesco. Su mejor exponente es la novela Tava'i, publicada en 1942, cuya historia dramática se adhiere a la corriente de recuperación de lo realista costumbrista, dentro de la exaltación del marco espacial paraguayo. Las mujeres que presenta son perfectos modelos de comportamiento matriarcal, y se corrompen sólo cuando la sociedad patriarcal les empuja a ello. Esta autora continúa con la misma visión tradicionalista de la mujer, y por extensión de su sociedad, en el resto de sus obras: Río lunado   —16→   (1961), evocación de mitos y leyendas folklóricas, y Madame Lynch (1966), biografía novelada de la mítica concubina del mariscal López en la que polemiza sobre su valor y su figura.

Estas escritoras competían en la literatura con una pléyade de hombres. Eran presencias individuales frente a ellos, lo que no evitó que se llegaran a convertir en figuras recordadas de la narrativa paraguaya. No obstante, hay que aguardar a la década de los sesenta para encontrar una nueva narradora: Ana Iris Chaves de Ferreiro. Hija de Concepción Leyes y esposa del poeta Óscar Ferreiro, el ambiente familiar determinó su afición a las letras. Su primera obra es una novela, Crónica de una familia (1966). Es una creación donde se observa que argumentalmente los temas predilectos de la novela paraguaya femenina apenas han cambiado con el paso de los años y siguen la línea del realismo romántico sentimental de filiación historicista, aunque técnicamente presenta algunas novedades en la literatura nacional, que no en la continental. Cuenta la vida de tres generaciones de una familia girando alrededor del peso de la Guerra de la Triple Alianza en las mentalidades. Si argumentalmente permanece fiel a las condiciones de los temas tratados con recurrencia por distintos autores paraguayos, estructuralmente presenta novedades más próximas a la novela de nuestro siglo que a la decimonónica, como el uso del monólogo interior indirecto, la estructura tripartita de la saga donde la elipsis y la transición temporal son aspectos importantes, ciertos pasajes fragmentados, etc. La siguiente novela de Ana Iris Chaves, Andresa Escobar (1975), sigue estilísticamente la línea de la anterior, y aunque el argumento se sujeta a la refutación del sufrimiento de la mujer por la injusticia, el personaje femenino deja de ser un simple objeto decorativo de la narración, a no ser que padezcan de las pasiones amorosas de los hombres, para tener índole propia dentro de una sociedad que ya ha empezado a dejar de valorarlas despectivamente. En estas novelas se va constituyendo el empleo de la ironía como forma de rebeldía de la mujer en la estructura de la ficción en prosa de Ana Iris Chaves. Pero también   —17→   hay que destacar la penetración del elemento erótico en Andresa Escobar; es la primera obra escrita por una mujer donde la sensualidad ocupa, sin morbo, un lugar destacado en algunos pasajes. La frase con la que finaliza el primer capítulo es significativa: «su voz sonaba contenida mientras sus manos de adolescente no terminaban de saciarse».

Sus obras cuentísticas de los ochenta vendrán a demostrarnos una nueva faceta de discrepancia y rebeldía contra los presupuestos patriarcales de la sociedad paraguaya: en sus argumentos introduce mujeres que con ironía e inteligencia ridiculizan a unos hombres que se muestran inferiores a ellas de forma vehemente, pero que cara al exterior aparentan lo contrario. Las mujeres de Retrato de nuestro amor (1984) y de Crisantemos color naranja (1989), su última obra narrativa publicada, dominan las situaciones, manejan al hombre sin parecerlo, son más astutas, y humillan al «sexo fuerte» empleando ardides de habilidad e inteligencia.

Por otra parte, fue una de las mujeres más activas de la vida literaria paraguaya. Participó en asociaciones, organizó clubes de escritores y conferencias, demostrando que la mujer podía dejar de ser una aburrida ama de casa, que en sus momentos de ocio escribía para escapar de la monotonía diaria. Su papel histórico literario ha sido determinante en generaciones posteriores, con las que se mezcló antes de fallecer en 1993.

Una narradora nueva aparece a finales de la década de los sesenta: Mariela de Adler. Autora de origen ruso, publica en 1966 el relatorio La endemoniada, y en 1968 un libro de cuentos titulado De otro modo: historias en voz baja, donde destaca el acercamiento a la interiorización del discurso de los personajes.

El número de escritoras se incrementa ligeramente en Paraguay en la década de los setenta, pero en la vía del cuento y no tanto en la novela. Destaca la labor cuentística de Noemí Ferrari de Nagy, una mujer italiana de nacimiento que publica en 1970 una novela corta titulada El mengual, obra importante   —18→   que aporta una nueva visión realista de la sociedad paraguaya con la perspectiva moderna y distanciada de una extranjera que reside en Asunción. La atmósfera del relato rebasa el localismo paraguayo, de la misma forma que Josefina Pla había elevado el cuento paraguayo a lo universal en la captación del pensamiento y sentimiento de sus personajes. Noemí Ferrari de Nagy vuelve a publicar en 1972 su obra de cuentos titulada Rogelio, donde se unen la evocación de personajes y la localización supraespacial que salva las limitaciones del lugar paraguayo como hecho diferenciador de la narrativa nacional, a pesar de ser cuentos localizados dentro del país.

Semejante caso es el de Teresita Torcida de Arriola, quien publica en 1971 Cuentos de la tía2 Lulú, una obra que presenta semejanzas con la vertiente de Noemí Ferrari de Nagy. Autora de origen argentino, volvió a publicar una novelita titulada Y soy, y no en 1975, en un volumen donde aparecía con Andresa Escobar de Ana Iris Chaves. La principal diferencia con las obras anteriores es la apertura comunicativa de su protagonista; un hombre. Él piensa desde el monólogo interior sobre el descriptivismo exterior. Expresa al principio sus particularidades, especialmente la distinción genética masculina de los cuarenta y ocho cromosomas, pero este hombre se muestra inseguro en el mundo y evalúa sus triunfos y derrotas. Así, la novelita es una representación del mundo mental de un personaje masculino; una penetración en el espacio íntimo del hombre, en su psicología. Su pasión hacia la mujer que desea, Estrella, se transforma de deseo en tormento. El hombre acaba sumido en la desesperación psicológica porque es la mujer quien domina sus sentimientos íntimos. El insulto que exclama al final de la obra es significativo.

En esta década hay que destacar la expansión de la narrativa infantil escrita; del cuento en prosa. María Luisa Artecona de Thompson y Nidia Sanabria de Romero, entre otras autoras, irrumpen en este subgénero en el que parece que la mujer viene destacando por su especial sensibilidad en el trato   —19→   y consideración hacia el mundo de la infancia, mientras el hombre se ha acercado a él en contadas ocasiones, salvo excepciones como el aire de novela juvenil de Mancuello y la perdiz (1965) de Carlos Villagra Marsal y algunos cuentos de Augusto Roa Bastos.

Las escritoras que publicaron por primera vez en los años setenta son posiblemente unas grandes olvidadas en la historia de la narrativa paraguaya. Noemí Ferrari de Nagy y Teresita Torcida, extranjeras de nacimiento3, y las cuentistas infantiles como Nidia Sanabria de Romero, se encuentran en una posición cronológica compleja. Hay que reconocer que la proliferación de narradoras en los ochenta las ha solapado en buena medida. Pero ellas, junto a Ana Iris Chaves, abanderan una fase de transición de la narrativa paraguaya, donde se van abandonando los temas tradicionales en favor de una temática más universal e intimista, y de la adopción de técnicas narrativas modernas y más complejas. Se encuentran entre dos frentes, el de las narradoras más clásicas del Paraguay como Concepción Leyes, y las más renovadoras que surgirán años más tarde, por lo que sus trabajos no han sido necesariamente muy considerados, a pesar de las innovaciones que presentan y de la dificultad de publicar sus producciones durante estos años.

Es en la década de los ochenta cuando se experimenta el auge masivo de obras narrativas escritas por mujeres y la renovación estilística y temática. La sociedad, rígidamente establecida y cerrada para la mujer, se abre al exterior por efecto de las corrientes de pensamiento universales que van adentrándose en el Paraguay. Comienzan a cambiar las relaciones entre hombres y mujeres, lo que se transluce también en las que existen entre la literatura y la mujer. La actividad de la escritora casada, de posición acomodada, con inquietudes culturales y ávida de recuperar la fuerza que arrinconó para cumplir su función natural materna, deja de circunscribirse al mundo del hogar en exclusiva; comienza a trabajar por cuenta ajena y logra algún grado de independencia. La   —20→   mujer joven seguirá contrayendo matrimonio a una edad temprana, en el inicio de su juventud, hecho que contrasta con el cada día más profundo retraso con que la mujer europea accede a la vida en pareja. Pero la paraguaya siente anhelos de emancipación. La sociedad cambia de forma tímida, sin reformarse en su aspecto externo, pero ella ya no queda postergada tan sólo a labores hogareñas. Se altera la relación entre los hombres y las mujeres en el trabajo, aunque no tanto en la vida familiar y social. Sin embargo, los avances igualitarios que reclaman las mujeres más jóvenes siguen siendo insuficientes y llegan despacio y fragmentados; aun así un nuevo espíritu que tiende a hacer cambiar las relaciones sexistas va forjándose, de la misma forma que ocurre en otros países, aunque el arraigo del masculinismo en Paraguay provoca que la mujer se incorpore con más lentitud a la vida pública, como se observa en la relación de cargos políticos.

La relación entre la mujer y la literatura hasta los ochenta ha quedado definida perfectamente por Ana Iris Chaves en 1979: «Usted sabe que las únicas novelistas que estamos en el Paraguay somos mi madre y yo. Las paraguayas, claro. Después, está una argentina, Teresa Torcida; una rusa, Mariela de Adler; y una italiana, Noemí de Nagy. Porque tengo entendido que la señora Plá [sic] no posee novelas; tiene cuentos. Además es española. Las únicas novelistas paraguayas -insisto- que existimos somos: madre e hija. Eso es rarísimo porque el Paraguay en otros campos tiene una gran apertura. Pero en la narrativa no. Y yo creo tener la explicación. Ocurre que nuestro ambiente es muy pequeño. Todos nos conocemos. Y cuando una escribe los demás creen que está haciendo autobiografía. Aquí no se concibe que uno pueda tener imaginación. Piensan que uno se está confesando. En su mayoría, las mujeres no escriben por eso: porque no pueden hacer una prosa testimonial por lo que pudiera ocurrir».

Al margen de las contradicciones que se desprenden de la lectura del texto, surgidas de la confusión de géneros literarios que tanto prima en el Paraguay, esta autora determina   —21→   con acierto algunas circunstancias del estado de la narrativa escrita por mujeres en Paraguay. Asunción, la única población paraguaya donde la cultura tenía cierto peso específico social, es una ciudad donde cualquier persona relevante se conoce con profundidad, y hay una valoración apriorística de las obras de la mujer. Si Ana Iris Chaves comenta que las creaciones de la mujer son tenidas necesariamente por testimonios autobiográficos personales por la sociedad, a ello hay que añadir que generalmente el que la mujer se dedicara a la literatura no estaba bien visto. La mujer escritora se veía rechazada por una colectividad que la veía como una persona de extracción burguesa acomodada que simplemente utilizaba la pluma para distraerse, visión que también se extendía a algunos escritores masculinos. Esta situación cohíbe al autor, pero especialmente a la mujer, porque habrá de enfrentarse con la autocensura previa a la escritura por causa del temor a que su personalidad se confunda con la de sus personajes de ficción. Esta visión reduccionista y provinciana de la realidad del escritor ha sido, y sigue siendo en cierta medida, un lastre para el desarrollo continuo y fecundo de la narrativa en Paraguay, donde no acababa de distinguirse que la prosa puede ser de ficción y que lo que se cuenta no siempre tiene que partir de experiencias individuales ocurridas realmente. Esta visión persiste en el profano en literatura actualmente, pero empieza a desaparecer en el mundo de los seguidores de la narrativa. La disimilación entre ficción y realidad comienza a acendrarse en los ochenta, donde parte del público ya es capaz de discernir entre el mensaje que las autoras pretender divulgar y la utilización de una estructura superficial de ficción para ilustrarlo.

Subsisten otras cuestiones que enlazan con la narrativa que surge desde 1980. En las obras, generalmente, varía la focalización de la novela hacia lo íntimo produciéndose un proceso de individuación y subjetivismo. El elemento erótico adquiere un papel subversivo de la moral vigente inspirada en un catolicismo exacerbadamente rígido, como en las mejores   —22→   novelas feministas, y la escritora se expresa con más libertad. De la misma forma, la relación amorosa perfectamente descrita nos remite a la idea de reivindicación de la plena libertad, como se observa en novelas de finales de los ochenta como Los nudos del silencio y La vera historia de Purificación, de Renée Ferrer y Raquel Saguier respectivamente. Hay también un obvio intento de combatir la sociedad que el hombre domina partiendo de la variación de perspectiva. El adulterio como tema, siempre objetivado en el pensamiento en primera persona de una narradora-protagonista, es un motivo que las escritoras utilizan como forma de impugnar la sociedad dominada por el hombre. Pero además de estas características cabe añadir las estrictamente paraguayas, y por extensión latinoamericanas: la condena del casamiento sin amor de la joven con hombres maduros, por imposición familiar, la adopción del apellido del esposo después del matrimonio, lo que desvirtúa simbólicamente la personalidad de la mujer, y el enclaustramiento en las funciones sociales asignadas tradicionalmente, como la maternidad, la complacencia, el acatamiento y la sumisión a los deseos del esposo y a las labores del hogar.

Si se puede advertir que el cuento femenino era un género consagrado en la literatura paraguaya, la novela feminista ha ido ensanchándose cuantitativa y cualitativamente de forma progresiva desde el segundo lustro de esta década de los ochenta. Se ha visto favorecida por la evolución de la sociedad y la fuerte incorporación de la mujer a los ámbitos públicos que anteriormente le habían estado vetados; el Paraguay de los ochenta ya ha recibido suficientes influencias de las ideas exteriores occidentales y expandidas también por otros países latinoamericanos, aunque con lentitud. Pero en el campo artístico hay una tradición literaria adquirida. Las nuevas autoras de mediados de los ochenta sienten admiración por Ana Iris Chaves y, especialmente, por el espíritu rebelde de Josefina Pla. Ella había roto los moldes al ser una mujer próxima a una bohemia artística moderada y sensata, y a la aparente desafección exterior por la opinión que sus conciudadanos   —23→   puedan tener sobre su personalidad. Además, había logrado por su condición de extranjera que sus actividades fueran aceptadas, aun con reticencias. Su labor social había sido un primer paso hacia la asunción de la concienciación de la necesidad de buscar nuevas fórmulas que permitan a la mujer dedicarse a otros menesteres distintos a los tradicionales. Esta herencia ha sido recogida por las escritoras actuales, aunque algunas reconocen su magisterio espiritual, y otras lo niegan. Fuere como fuere, la aparición de Josefina Pla en la cultura paraguaya supone un gran paso hacia la libertad artística de la mujer, sin entrar en la valoración de sus obras; a la adopción de un oficio de escritora valorado como algo negativo por la sociedad paraguaya, que va cambiando en esos años, especialmente desde la caída de la dictadura de Stroessner en 1989.

La mujer escritora anterior se correspondía con un tipo social concreto: procedencia familiar culta o extranjera, de origen y situación social burgueses, y que abandona sus labores del hogar por la literatura, lo que constituye una forma de rebeldía, tímida pero real, contra la falta de libertad que le acucia. Las narradoras que comienzan a publicar durante los años ochenta han tenido en común la sólida posición económica y que se hayan negado a postrar su vida como amas de casa, la función para la que estaban concebidas en la mentalidad tradicional del Paraguay. El campo de procedencia social de la escritora se va ampliando y actualmente se adentran en la literatura quienes proceden de clases medias e incluso de las más bajas que han progresado culturalmente, con lo que se ha roto el tipo de escritora habitual en el país.

Por otra parte, la escritora paraguaya va dejando de firmar como la «señora de». Raquel Saguier fue la primera novelista nacida en Paraguay que omitió el apellido de su esposo como segundo suyo en la firma de sus obras, lo que le costó algunas críticas negativas. El acto de afirmación simbólica fue seguido posteriormente por otras escritoras, siendo importante destacar el papel que asume la creación del Taller   —24→   Cuento Breve, dirigido por el profesor Hugo Rodríguez Alcalá, para la formación de algunas escritoras paraguayas actuales de importancia. Sin embargo, se suele citar que las mujeres maduras que han comenzado a escribir durante estos últimos quince años son «vocaciones postergadas» y no «vocaciones tardías», porque solían escribir o leer en sus ratos de soledad desde hacía muchos años, y sin embargo la crítica las ha valorado como «señoras aburridas que escriben como hecho social», lo que aunque pudiera ser cierto en algunos casos, excluye cualquier valoración intrínsecamente literaria y, por supuesto, el examen profundo de sus creaciones, dentro de una visión reduccionista del ejercicio de la literatura, que no la contempla como expresión personal y de libertad. Lo cierto es que comienza a dejarse de valorar la extracción original de la escritora y mucho más sus obras, aunque sea importante en el análisis de las obras.

Un caso particular es el de Ester de Izaguirre. Esta poetisa y cuentista paraguaya vive en Buenos Aires desde hace muchos años, y su espíritu libre y contestatario, así como el carácter intimista de sus obras, ha influido en un buen grado en muchas escritoras. Ester de Izaguirre representa la continuidad del espíritu de rebeldía y de heterodoxia que iniciara Josefina Pla, y que ha sido recogido por la mujer paraguaya con sensibilidad en el arte y en la literatura. Ha escrito un largo número de relatos, reunidos en 1973 con el título de Yo soy el tiempo, y posteriormente en Último domicilio conocido (1990). Mujer que aúna su vida con la literatura, ha sido capaz de renovar el cuento paraguayo desde sus inicios como escritora hasta acercarlo a los ámbitos de los aspectos metafísicos y fantásticos del cuento borgiano. En sus relatos no hay una especial valoración de la mujer, sino una reivindicación del hombre como individuo perfectamente personificado a quien no le resulta dada la comprensión de la realidad y del inexistente límite que ésta presenta con la ficción. La monótona vida cotidiana se rompe por la aparición de una circunstancia, casi siempre extraña o sobrenatural, que modifica su   —25→   particular relación con la naturaleza, con la sociedad y con el ambiente que le rodea. Autora muy admirada en Paraguay, ha influido en la escritura de escritoras más jóvenes a través de un taller de literatura dirigido por ella, cuyos frecuentes viajes le han permitido mantenerse en contacto con su país. Con la publicación de Último domicilio conocido, logra conmover a sus compatriotas con relatos provistos de una fuerza especial que magnetiza cualquier contacto del lector con los personajes.

Ana Iris Chaves negó cualquier participación en la política feminista activa. La mayor parte de las escritoras paraguayas tampoco se adentran en el campo de la praxis reivindicativa, pero en sus narraciones subrayan de forma especial el estado de la mujer. Su forma de reivindicar su papel social y libre es la narrativa, la literatura; es su forma de compromiso. Sin embargo, las autoras actuales luchan contra el principio de confusión entre autobiografía y ficción crítica, como anteriormente hemos indicado. Sus personajes femeninos, desde esta perspectiva, rompen el encierro al que la sociedad conyugal les ha sometido por imperativo de la costumbre consuetudinaria, al microcosmos del olvido y de la postración. Su ingenio les permite salir airosos de los contrastes del mundo. La imagen de la mujer que proyectan es la del ejemplo de la ruptura del patrón básico establecido en búsqueda de la libertad, luz que se manifestará de diferentes formas en las narradoras posteriores, quienes volverán a dejar sentir la preocupación por la condición de la mujer de hoy en día.

El boom de la irrupción de mujeres en la narrativa en el fin de siglo, más profuso que el de la poesía, se ejemplifica en que el elenco de escritores paraguayos está integrado en buena parte por mujeres, y el número de narradoras es mayor que el de los narradores. En este sentido, la labor de magisterio de Hugo Rodríguez Alcalá, Carlos Villagra Marsal y Ester de Izaguirre en la dirección de talleres literarios ha favorecido el aprendizaje de la mujer en la literatura. Algunas escriben por notoriedad social; otras por cuestiones de moda; pero lo cierto es que actualmente la escritora ha conseguido ser aceptada   —26→   en los ambientes culturales de Asunción, y va ocupando un espacio antes reservado casi en exclusiva a los hombres, salvo las excepciones susodichas.

En este sentido, el Taller Cuento Breve fue creado por un grupo de mujeres al proponérselo al profesor Hugo Rodríguez Alcalá, que acaba de jubilarse de su labor académica en los Estados Unidos. En principio, Horacio Sosa Tenaillón era el único hombre que integraba un grupo de trabajo de más de diez mujeres. La experiencia ha sido viable; además de demostrar que la mujer madura, casada, con hijos adultos y nietos, puede dedicarse a fomentar su afición creadora literaria, ha servido para descubrir a grandes valores de la narrativa paraguaya actual como Raquel Saguier y Neida de Mendonça. Esta última autora presenta en 1983 una novela corta titulada Golpe de luz, que como su nombre indica, es un rayo iluminador para muchas escritoras que comienzan a creer que es posible desnudar su mundo interior y ofrecerlo al exterior como forma de reivindicar la condición humana femenina y de explorar el mundo que las rodea. La autora parte de su experiencia autobiográfica, y aunque ella misma valora de forma escasa las aportaciones de su primer trabajo publicado, concediendo más preponderancia a sus relatos publicados posteriormente, algunas escritoras coetáneas manifiestan de forma abierta el «consejo narrativo» que supuso esta obra para ellas. La protagonista de Golpe de luz, desde la melancolía, las interrogantes y el lirismo, desvela sus inquietudes ante un psiquiatra y abre su mundo íntimo sin ambigüedad. Revela la verdadera cara de los sentimientos de los asuntos cotidianos, su educación rígida y su vida planificada por otros seres del ambiente cercano. Se trata, pues, de una obra crucial que marca significativamente el inicio de la proyección de lo más íntimo y personal de una mujer en una obra narrativa; ha permitido descubrir, aun siendo una obra no excesivamente lograda, la posibilidad de que la sensibilidad permita desvelar lo oculto para penetrar en lo desconocido de la psicología interior del mismo escritor.

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Raquel Saguier irrumpe con fuerza, y logra un gran éxito editorial, cuando en 1987 publica su primera novela, La niña que perdí en el circo. Esta creación es la narración retrospectiva de una mujer que recupera el mundo de su infancia, incluso su lenguaje y mentalidad, para intentar redescubrir un universo que ha perdido en el tiempo desde que fue destinada a cumplir su función de esposa. Esa misma mirada irónica de la mujer ingenua pero tenaz y sincera, prosigue en su siguiente creación, La vera historia de Purificación (1989), donde la imaginación de la protagonista la empuja a reservar al amor verdadero y a la relación sexual amorosa plena y convencida, un sentido destructivo de las rígidas y ridículas preferencias morales de una sociedad tradicional caduca, pero aún vigente. La música, como en el caso del cubano Alejo Carpentier, acentúa el efecto liberador y el coro de la novena sinfonía de Beethoven actúa como indicador de la explosión de la consumación de la libre elección onírica de la mujer «de vida honesta». La protagonista, Purificación Vera, quiebra el sistema moral aun a costa de su reputación exterior, pero todo es un sueño vivo de libertad. La tercera novela de Raquel Saguier, Esta zanja está ocupada (1994), posiblemente la mejor de la autora, es la que más ataca profundamente al personaje del macho dominador. La muerte de Onofre Quintreros, el cínico hombre de ascenso fácil a costa del despecho hacia sus semejantes, genera distintas versiones, y la mujer que ha sido víctima moral de sus actitudes le descubre ante un mundo negador desmiente que la figura externa que representa haya podido ser una máscara irreal.

Casi al mismo tiempo, Sara Karlik, escritora paraguaya radicada en Chile, logra penetrar en los aspectos más recónditos del carácter de sus personajes con un lenguaje especulativo. Revaloriza en sus cinco libros de cuentos hasta ahora publicados, de los que destacan La oscuridad de afuera (1987) y Preludio con fuga (1992), el naturalismo psicológico femenino con aspectos oníricos que se confunden y se dispersan en el verdadero sueño de la realidad. Sus narraciones se construyen   —28→   a partir de impulsos incontrolables donde los personajes, especialmente los femeninos, no se ajustan a los moldes que les ofrece una vida de sufrimiento y desarraigo social. Construye con metáforas simples, a veces próximas al surrealismo, los recuerdos y experiencias en las relaciones entre el hombre y la tierra que habita.

La, hasta entonces, poetisa y cuentista Renée Ferrer publica su primera novela en 1988: Los nudos del silencio. Sin soslayar la cuentística apreciable de sus libros La seca y otros cuentos (1986), Por el ojo de la cerradura (1993), el libro infantil La mariposa azul y otros cuentos (1987) y sus relatos ecológicos de Desde el encendido corazón del monte (1994), esta novela se constituye en hito de la narrativa del país. La temática de sus cuentos tiende a mostrar problemas universales del hombre surgidos de la experiencia o de la impresión subjetiva del autor. Los seres humanos que aparecen en las narraciones de Renée Ferrer se rebelan contra las estructuras sociales vigentes, contra una sociedad patriarcal y jerarquizada como la paraguaya. Pero la rebeldía no surge de la reivindicación política sino de las vivencias internas y de la inadaptación al mundo y al tiempo en que viven. La escritura de la autora se puede considerar como de rebelión contra lo establecido y las costumbres heredadas de forma tradicional, porque además de rechazar un sistema social impuesto, reivindica lo erótico y el amor auténtico como formas de transgresión de la moral y las formas de conducta impuestas, y realiza la protesta por medio de la afirmación lírica de su prosa, protesta contra la dictadura política y familiar, lo que significa rebeldía contra el mundo que surge de la fusión de lo íntimo y de lo externo. El lenguaje no transmite solamente un mensaje; acarrea una orientación intelectual en defensa de la expresión libre de trabas sociales, como en buena parte de la literatura escrita por las mujeres paraguayas.

Los nudos del silencio (cuya versión definitiva se publica en 1992) se construye alrededor de la escritura rebelde que representa la afirmación lírica de lo erótico sensual, especialmente   —29→   de la contemplación de la escena sexual lésbica. La protagonista, una mujer que vive aprisionada por el tiránico mundo del marido, establece una comunicación identificativa con una oriental que trabaja realizando un número de streaptease en un viaje a París. Ambas sincretizan sincronizadamente sus sentimientos de mujeres víctimas de la opresión masculina, El tema fundamental de Los nudos del silencio es el de la reivindicación del derecho de la mujer a defender su propia educación y su forma de ver el mundo en una sociedad patriarcal paraguaya que la coarta. Sin embargo. la concienciación de Malena, la protagonista, surge cuando se produce una simbiosis entre sus pensamientos y los de la mujer oriental, ambas procedentes de un tercer mundo que descubre su verdadera condición moral anacrónica en el espacio francés, considerado simbólicamente como espacio de liberación, modelo de ruptura de la mentalidad tradicional. El soliloquio de Malena es el discurso de la duda que produce el descubrimiento del placer individual. Su sentimiento se divide y por unos instantes abandona el discurso monolítico que se le ha impuesto, hasta evadirse hacia la sensibilidad personal. La institución familiar ha actuado sobre ella como una imposición dictatorial acendrada en la sociedad y durante el espectáculo erótico que contempla puede salir de la trivialidad de su mundo habitual.

Durante estos años, tanto Nidia de Sanabria como Elly Mercado de Vera ensanchan el número de publicaciones de obras infantiles. Sin embargo, esta última narradora se adentra también4 en el rescate de narraciones folklóricas populares sobre el mito de los tesoros enterrados en Plata Yvyguy (199l). En otros campos literarios, las narradoras del Taller Cuento Breve continúan su labor como autoras individuales. Es el caso de Lucy Mendonça de Spinzi, quien publica en 1987 su obra Tierra Mansa y otros cuentos, relatos que enlazan la lucha del hombre con el medio social desde presupuestos narrativos a veces muy cortazarianos y borgianos. Mezclando la ironía, varios puntos de vista y utilizando recursos de estilo para amplificar la temática, Lucy Mendonça de   —30→   Spinzi logra unos relatos donde se conjugan también las temáticas locales con las actitudes de pensamiento más universales en defensa de la mujer. Consuma una obra, que aunque no ha tenido continuidad en la publicación de otras individuales de la autora, es una de las más valiosas en la narrativa feminista paraguaya de la actualidad, sobre todo por las referencias críticas constantes a la realidad social y a la mentalidad de los seres humanos, especialmente los de su país.

En 1992, Dirma Pardo de Carugati, una de las impulsoras de la creación del Taller Cuento Breve, construye su primera obra de cuentos, La víspera del día, donde el sufrimiento de la mujer está supeditado a su propia condición femenina como madre y amante, pero también a la rígida moral imperante. La reivindicación de la condición de persona de la mujer aparece desde un punto de vista más intrínsecamente femenino, y el sufrimiento no es la consecuencia de sus actos, sino de las circunstancias de enfrentarse a un mundo que no siempre es perfectamente comprensible. En este sentido, Maybell Lebrón de Netto construye las narraciones de su obra Memoria sin tiempo (1992) de forma muy semejante5 a las de estas autoras citadas, pero añade los elementos de la desgracia que surge repentinamente en la vida cotidiana y el fantástico, que destruye cualquier paralelismo entre la realidad y la ficción. Otras autoras del Taller Cuento Breve como María Luisa Bosio, Yula Riquelme de Molinas y Susana Riquelme de Bisso también han sabido conjugar el intento de creación de un estilo personal y la confrontación con la coyuntura del medio paraguayo. Yula Riquelme de Molinas ha destacado además por crear la primera novela fantástica metafísica paraguaya, Puerta, publicada en 19946, donde introduce la sorpresa como solución real de una trama onírica en la que la protagonista busca su liberación en el más puro sueño fantástico de espacio extrarreal.

A veces, la literatura se convierte en un campo de expresión social. Margot Ayala de Michelagnoli ha construido tres narraciones particulares donde es patente su dificultad para   —31→   la expresión. Sin embargo, Ramona Quebranto (1989) constituye una pieza a destacar como inclusión del verdadero lenguaje callejero del barrio asunceño de la Chacarita y el sufrimiento cotidiano de la mujer de esta condición popular. Otras narradoras merecen ser destacadas como Lita Pérez Cáceres, cuyo cuento7 recogido por Guido Rodríguez Alcalá y María Elena Villagra en Narrativa paraguaya (1980-1990) titulado «Más allá del arco iris» presenta una importante novedad argumental: es un relato de ciencia ficción en el que se presenta una sociedad deshumanizada y tecnificada desde la perspectiva en tercera persona de la acción de un personaje femenino que es madre de familia, y que, inconformista, va descubriendo la realidad en que ha desembocado el mundo, el del futuro. Es un relato de anticipación en la línea que en Paraguay llegó a iniciar en 1980 Osvaldo González Real. A ella se añaden otros nombres a tener en cuenta como el de Emi Kasamatsu, Gloria Paiva, Susana Gertopán, Margarita Prieto Yegros y algunos más jóvenes.

La peculiaridad de los ochenta y de los noventa no es que solamente las mujeres de holgada posición económica escriban, como había sucedido en las décadas anteriores y a principios de la de los ochenta en el Taller Cuento Breve, sino que haya surgido una generación de escritoras jóvenes que ha irrumpido con fuerza y se ha incorporado a los primeros lugares de la narrativa del país, como es el caso de Delfina Acosta, Amanda Pedrozo, Milia Gayoso, Mabel Pedrozo, Lourdes Peralta, etc. Han creado obras que se caracterizan por la irrupción de un discurso transformacional (deconstructivo) que presenta la evolución del pensamiento interior de las mujeres protagonistas como rebeldía contra el contexto social en que viven, siempre desde el punto de vista del impresionismo y del proceso de individuación subjetiva que vive la narrativa paraguaya actual.

Estas narradoras prefieren adentrarse en la problemática de la joven: el embarazo inaceptado por el hombre, el adulterio, el amor no cumplido, las disputas absurdas pero fundadas   —32→   en los sentimientos más profundos de las mujeres, el casamiento forzoso por imposición familiar, la búsqueda innecesaria -pero obligada- de un novio con el que formar una familia, «la maldición de la soltería», y la educación represiva y coactiva. Pero además tratan de acercarse al verdadero sentimiento de la mujer que todavía, por su juventud, no ha llegado a adquirir la suficiente madurez para defenderse de la opresión masculina o social que la subyuga a una rígida tradición que se necesita hacer evolucionar. Estas autoras suelen ver a la institución familiar como una traba del verdadero ejercicio de libertad individual. Su actitud es deliberadamente feminista, y han adoptado posiciones narrativas varias para reivindicar su posición humana. Mientras el lirismo sensible se convierte en el alma de la vertebración estructural de los relatos de Milia Gayoso, la fina ironía y la volubilidad de perspectivas son las posturas de los narradores de los cuentos de El viaje (1995) de Delfina Acosta.

Es frecuente que el erotismo se convierta en las obras feministas en una forma de transgresión, o al menos se incluyan secuencias llenas de sensualidad con este fin. Es una forma corriente de transgredir la moral establecida o heredada con el texto. Pero en Paraguay no han proliferado las creaciones eróticas narrativas, en el puro sentido del género, hasta la aparición del libro de cuentos de Chiquita Barreto, Con el alma en la piel, en 19908. No hay novelas eróticas, aunque este ingrediente es parte esencial de la novela de Renée Ferrer, Los nudos del silencio (quien por otra parte ha cultivado con profusión la poesía erótica) en algún fragmento como forma de rebeldía de las novelas de Raquel Saguier, y en cierta medida en algún pasaje de Los ensayos de Jesús Ruiz Nestosa y de El invierno de Gunter de Juan Manuel Marcos. Ha sido la mujer quien ha incorporado el erotismo como tema recurrente; pero aún es un subgénero incipiente en el país. Chiquita Barreto es la primera autora que se adentra en la narrativa erótica, lo que da muestras de primeriza amplitud temática de la literatura feminista en el Paraguay actual.

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Sin embargo, el cuento y el relato breve femenino ha, sido más cultivados9 que la novela y, por ejemplo, las escritoras del Taller Cuento Breve reivindican su papel social y el resurgir de sus vocaciones postergadas de amantes de la literatura. Otras escritoras, como la poetisa Nila López, han escrito novelas que no se han publicado aún, y posiblemente no llegarán a ver la luz, lo que sin embargo no oculta la prolífica actividad literaria de las mujeres paraguayas, presentes tanto en la escritura como en las actividades literarias del país. Valga como ejemplo el que Nila López sea quien dirige la Editorial Coraje, además de ser autora de un grupo de narraciones plenas de lirismo en Señales. Una intrahistoria (1996).

Por resumir en pocas líneas las ideas expresadas, la irrupción a gran escala de la mujer ha sido uno de los fenómenos más importantes que se han producido en los últimos años en el panorama de la narrativa paraguaya, hecho que confirma el que se va produciendo en muchísimos países. Ya no son apariciones circunstanciales, surgidas incluso de la vocación familiar (como en el caso de María Concepción Leyes y Ana Iris Chaves) sino dedicaciones con vocación individual de autora, que en el fondo constituyen incluso grupos generacionales, frente a la solitaria labor de sus antecesoras. Estas narradoras son conscientes de la necesidad de adquirir un estilo y una personalidad propia en el campo de la narrativa, hecho que se demuestra sobre todo en la proliferación de las escritoras de novelas, publicadas o no. Por otra parte, también hay que destacar la incursión en la narrativa de la mujer adulta que ha descubierto en la literatura una vocación autorial escondida hasta ahora, por lo que ha irrumpido en el mundo de la literatura con obras de interés cuando ha cumplido incluso más de cincuenta años. Pero también hay escritoras entre las clases menos pudientes económicamente, y algunas de ellas no han podido llegar a publicar aún por falta de medios materiales para poder financiarse la edición del libro. Además, la mujer soltera también ha irrumpido en la literatura, lo que da conocimiento de la dimensión a la que está llegado   —34→   este fenómeno en Paraguay, porque hasta hace poco la mujer soltera vivía en un ambiente familiar y social constreñido y de represión, y cualquier actividad pública podía suponerle un castigo moral durante toda su vida.

A nivel formal, la mujer ha conducido a la narrativa paraguaya actual al terreno del intimismo psicológico, del que parte la narración de lo externo, al mejor modo de la narrativa femenina actual. Si Gabriel Casaccia se había inclinado hacia el psicologismo, las narradoras actuales han individualizado la problemática de sus personajes dentro del contexto social, y han protagonizado el alejamiento de los escritores actuales de las explotadas corrientes del realismo crítico social y del costumbrismo que ha caracterizado la literatura de Paraguay. Las protagonistas de las obras están plenamente individualizadas; sus problemas son personales aunque surjan del contexto de dominio masculino y de la moral imperante. La crítica, por tanto, se extiende a toda la sociedad, pero10 parte de un caso perfectamente concreto, en un grado de objetivación de lo subjetivo. Las mujeres que aparecen en la narrativa feminista actual no son tipos sociales, sino individuos con una problemática personal que transciende al ámbito social, lo que forma parte del proceso de subjetivización de la modernidad literaria a la que está llegando el país.

Es de destacar que las narradoras actuales demuestren un especial interés por enmarcar sus relatos en ambientes urbanos, sin abandonar por completo la localización rural, pero sobre todo por el cosmopolitismo y lo universal, prefiriendo hacer viajar sus relatos hacia Europa u otras civilizaciones. De esta forma emparientan las vivencias de sus personajes paraguayos con el mundo del progreso; ello es una forma de mostrar la conexión que se está produciendo entre el país y el contexto internacional, como ejemplo de superación, lenta pero irremediable, del aislamiento de siglos que lo ha caracterizado. Así pues, se confirma con la ubicación del relato el sentido universal de las experiencias que narran, muchas veces surgidas de las consecuencias interiores de las   —35→   suyas. La mujer actual, más culta que la de generaciones anteriores, ha preferido encontrar modelos de liberación en otros países más desarrollados que el Paraguay, para acentuar la practicidad de su esfuerzo igualitario, o al menos liberador de la subyugación involuntaria. Por otra parte, suelen rechazar la escritura realista y verosímil que busca la pureza narrativa y se propone fundamentalmente distraer al lector, para hacer caminar la narrativa hacia aquella más típicamente contemporánea que investiga nuevas técnicas narrativas e incorpora a su trama elementos de toda procedencia, buscando además inquietar al lector y plantearle problemas vigentes. Por otra parte, en la narración femenina se abandonan los elementos de la novela rosa, la idealización, el juego de atracción y repulsa entre la experiencia del hombre y la ingenuidad de la mujer por su sentimiento maternal que desemboca en guerra de sexos. Ello implica, en definitiva, la desigualdad del hombre y la mujer por el mantenimiento de un doble código moral para sus faltas. Se combate el donjuanismo, el privilegio social masculino cuya raíz se encuentra en la desigualdad de la educación y comportamientos amorosos. Se pone en cuestión la tradicional disculpa de la infidelidad masculina y culpa de la femenina, y el deseo femenino de representar un papel salvador, sujetando al hombre a las leyes sociales que antes había infringido. El orgullo femenino suele terminar con triunfo, sobre todo frente a los oscuros pecados capitales de otras mujeres rivales, pero siempre con una recatada sumisión al hombre, y a partir de la narrativa actual, se ahonda en esta cuestión pero siempre siendo la mujer la que toma las iniciativas y últimas decisiones, o al menos con una narradora que critica la hipocresía social y el puritanismo cuando la mujer es la derrotada por las circunstancias. En el fondo, se cuestiona la inferioridad femenina prevalente en la novela tradicional escrita por mujeres y hombres.

En referencia a la actividad creadora de las escritoras actuales, ellas se integran en un movimiento literario general de transformación y expansión, que viene a coincidir con la   —36→   publicación alrededor de 1987 de Caballero de Guido Rodríguez Alcalá, El invierno de Gunter de Juan Manuel Marcos y La niña que perdí en el circo de Raquel Saguier, proseguido en los años siguientes. Hay que tener en cuenta también el que integran el círculo de los escritores, sean masculinos o femeninos, y que las nuevas obras publicadas muestran el ansia de renovación temática y técnica de la narrativa paraguaya de los últimos años. No es que su condición femenina tenga un interés complementario en la relación entre autor y lector, ni que se ignore su obvia orientación reivindicativa de feminismo en la escritura; lo que se subraya es que esos elementos no son la razón principal que justifica la obra, sino su intrínseca calidad y el rigor en que las más destacables se suelen apoyar. Su aparición produce una conmoción en el ambiente social paraguayo, como la de las obras de Juan Manuel Marcos y otros autores, y sus libros impresionan por el ardor del mundo interior de los personajes y la continua reinvención de un lenguaje exploratorio de la sinceridad. Es imposible leerlas con indiferencia.

A este respecto, son aclaratorias las notas de Lourdes Espínola: «En la actualidad las escritoras, en su mayoría, tienen muy claro el planteamiento de cómo insertarse en el universo literario (que continúa siendo un espacio patriarcal). Existen dos posibilidades: el modo tradicional de formas líricas de tono amatorio o la búsqueda alternativa no-tradicional femenina».

Lo erótico es un modo de renovar la temática, como forma de encontrar un sistema femenino de percepción de la realidad. Y como advierte la novelista argentina Reina Roffé (algo visible en las escritoras paraguayas actuales): «el ejercicio narrativo a partir del espacio mujer-sujeto se instala desplegando interrogantes: qué mundo construyo con la diferencia y los restos, qué elementos significantes elijo para representar este otro corpus de las letras. Interrogantes que conducen a opciones múltiples que admiten una pluralidad de lecturas». Desde ese planteamiento responden con una escritura apasionada,   —37→   mezcla de humorismo y sentimentalidad, que revoca los tópicos y estereotipos de la narrativa anterior generalmente el, el espacio del anonimato de la vida urbana y de la extrañeza ácida e irónica.

Ellas escriben la historia de las letras minúsculas, frente a las de las mayúsculas y épicas que el hombre ha preferido siempre, para con esta letra pequeña argumentar sobre lo que la tradición letrada masculina no dijo. Adoptan el testimonio en primera persona o la carta como forma de escritura, donde mejor pueden desplegar el ego de su experiencia biográfica. Los personajes suelen ser conciencias en evolución, como la Malena de Los nudos del silencio o la Beatriz de Golpe de luz, y se presentan con un modo de narrar autobiográfico, como evolución de sus conciencias. Las escritoras actuales prefieren expresarse adoptando modos de la novela lírica, la prosa con ritmo, el lenguaje poético basado en la metáfora, y el intimismo surgido de la desnudez del mundo interior de los personajes. En este sentido, para transmitir modos de percepción femenina renuncian al lenguaje y a las normas de composición forjados por la tradición: utilizan un léxico diferente y una sintaxis modificada. El texto se relaciona especialmente con los procedimientos del psicoanálisis y suelen producirse desdoblamiento de la voz del narrador y del punto de vista crítico intuitivo, perspectivas que permiten acercarse a un examen pormenorizado del ego. Pero lo que destaca es el orden logocentrista de asociación libre con un narrador intradiegético. En este sentido, la mujer trata de recuperar la «conciencia amputada» por medio de la escritura, como ocurre en la narración feminista, tal como sugieren Pratt y Ezargailis. Del mismo modo, cita Biruté Ciplijauskaité que Ia novela tradicional se fijaba más en la persona del protagonista; la actual prefiere presentar lo que se adivina como potencial latente».

Las narradoras paraguayas actuales han roto con la imagen que ofrecía la literatura de Concepción Leyes o Teresa Lamas, la más tradicional, donde la mujer escritora ocupaba un lugar iconográfico matriarcal. La madre-reproductora del   —38→   mundo cultural va siendo sustituida por la escritora que, sin asumir planteamientos feministas extremos, se plantea la literatura como un acto de lucha desde su interior; que inicia una batalla cuya arma es la creación con la palabra y la trama. En este contexto de lucha por la libertad y la dignidad del ser humano, entre el que destaca el mundo femenino como marginado socialmente, las narradoras actuales intentan que la narrativa paraguaya fluya hacia una madurez estética de dimensiones absolutas considerables. La mayor parte de las narradoras paraguayas actuales se integran de forma actualizada en el contexto global literario latinoamericano de fin de siglo, uniendo sus obras a un conjunto universalmente difundido desde México (Arráncame la vida y Mal de amores de Angeles Mastretta, Como agua para chocolate y La ley del amor de Laura Esquivel, y La flor de lis de Elena Poniatowska), Cuba y Puerto Rico (La última noche que pasé contigo de Mayta Montero y Maldito amor de Rosario Ferré), Chile (Eva Luna de Isabel Allende y La canción de Marie Alcázar de Lilian Elphick), Nicaragua (La mujer habitada de Gioconda Belli), y Argentina (Cambio de armas de Luisa Valenzuela y La rompiente de Reina Roffé); a todo el orbe cultural latinoamericano.



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ArribaAbajoErcilia López de Blomberg

(1865-1965)


Ercilia López de Blomberg destaca como creadora de una novela, Don Inca, durante la década de los años veinte, que estuvo inédita hasta que su nieta, María Celia Velasco Blanco, la rescató para su publicación en 1965. Fue también poetisa, e hija del coronel Venancio López y Manuela Otazú Machaín, y por consiguiente nieta de Carlos Antonio López y sobrina de Francisco Solano López, como hemos advertido anteriormente. Antes del final de la Guerra de la Triple Alianza emigró con su familia a Buenos Aires, donde cursó sus estudios formativos e intelectuales. Sin embargo, a pesar de la distancia, mantuvo un fuerte lazo con la corriente nativista romántica propia de la narrativa paraguaya de la época en que vivió. Dio a conocer en revistas de Buenos Aires algunos relatos histórico-costumbristas. Su hijo fue el poeta argentino Héctor Pedro Blomberg (1889-1955).

La novela Don Inca (a juicio de Teresa Méndez-Faith tomado de los datos de Raúl Amaral) «es un insoslayable testimonio de la vida y costumbres paraguayas de las últimas dos décadas del siglo anterior, además de ser una obra 'clave' de la que participan conocidos personajes de la política y la sociabilidad nacionales». Queda perfectamente resumido el sentido de la obra con esta valoración. Es verdaderamente un modelo de novela romántica paraguaya por sus características de sentimentalismo, estereotipos perfectamente delimitados e incluso idealizados, morosidad narrativa, separación precisa de los personajes de distintos estamentos sociales   —40→   y conservadurismo con alineación de aristocracia local frente al pueblo, historicismo, detallismo descriptivo y realismo visual, y conflictos amorosos de compleja resolución. El trasfondo histórico sobresale del ambiente y de los personajes de ficción.

Algunos personajes expresan el sentimiento paraguayo de la autora, conectando el Paraguay con la capital porteña. Se localiza en 1889, cuando el país guaraní se reconstruye después de la Guerra de la Triple Alianza, episodio visto en la novela como una epopeya a pesar de ser una tragedia. Las ruinas del país se elevan sobre los supervivientes. Pero como novela romántica que es, la llegada del protagonista, un extranjero al que los lugareños apodan Don Inca, sugiere diversas situaciones expresadas con morosidad. La autora enfatiza a un coro de personajes que intenta convertirse en representación social paraguaya, donde el peso de la historia les obsesiona y ocupa buena parte de sus conversaciones, como ocurría durante esta época.

El fragmento que hemos seleccionado corresponde al capítulo XXII de la novela. La autora reproduce al principio una conversación entre varias mujeres, y los celos que Don Inca siente por la posibilidad de perder el amor de Mónica. La novela presenta bastantes fragmentos que reflejan el pensamiento sexista de la época y la sensibilidad romántica de los personajes. Es esta sensibilidad en el trazo de los personajes femeninos lo que diferencia a Don Inca de otras obras coetáneas, aunque no difieren demasiado de las producciones decimonónicas folletinescas. La preocupación de las mujeres, especialmente de Mónica, es la verdadera muestra de su papel postrado en la sociedad. Pero el hombre, a pesar de su inteligencia, parece un ser torpe cuando el espíritu maternal de la narradora omnisciente le obliga a sentirse celoso y a mostrar que la mujer puede «dom(in)arlo» con sentimientos amorosos profundos.

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ArribaAbajoDon Inca

(Capítulo XIII)

El invierno había sido tan templado que se había podido vivir al aire libre. Hacia el mes de agosto comenzaron a caer lluvias continuas, alternadas con días helados y secos, de viento Sud.

En la Casa de Campo fue preciso cambiar de vida. Genoveva esperaba el correo de Buenos Aires, que era lo único que daba alguna animación a Fernanda.

La mesita de ajedrez fue colocada en el corredor, encima de una piel de tigre, y el sillón de Fernanda se forró con tupidas mantas y mullidos almohadones de plumas.

Los postigos abiertos dejaban ver a través de los vidrios la tristeza de los días lluviosos o grises, o la violencia con que se retorcían los árboles y los arbustos y se balanceaban las enhiestas palmeras con sus largas hojas agitadas por el viento del Sur.

Mónica pasaba las horas inmóvil, con la frente apoyada en el vidrio de alguna ventana, mirando a través de los hilos cristalinos el paisaje familiar, casi invisible bajo la lluvia.

Algunas noches, después de cenar, se ponía a hojear libros de Genoveva, que luego dejaba con displicencia. María Josefa auguraba que al fin del invierno sus casas tendrían los techos como coladores y que los terneros se morirían por docenas en San Joaquín; a veces recorría lentamente las habitaciones pasando las cuentas de su rosario.

Felipe se encerraba en su escritorio a leer, a escribir o a revisar viejos documentos. Genoveva pensaba con insistencia en Buenos Aires, en las chimeneas encendidas con leños y rodeadas de visitas; en las calles mojadas vistas a través de los cristales brumosos de su carruaje; en las noches de ópera en el teatro Colón; en sus amigas alegres y bulliciosas, y esos recuerdos la ponían triste.

Todos iban y venían por la casa con semblantes mustios.

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Narváez y Gabriel escaseaban sus visitas y el aburrimiento y la melancolía se apoderaban de todos menos de Rosalía, que permanecía siempre amable y tranquila.

El arroyo desbordado inundaba una ancha zona de la explanada y contribuía a entristecer el paisaje.

Por fin cesaron las lluvias y los vientos. De la tierra húmeda se desprendía, como de un incensario, un vapor azulado, saturado de olor a yerbas, a hojas maceradas y a tierra mojada. El sol parecía un disco de cobre y el cielo tenía un color azul empañado.

Esta evaporación ardiente duró varios días. Una sorda inquietud parecía turbar a todos los seres. Los temibles reptiles de los trópicos salían de sus guaridas y parecían amodorrados.

Fernanda se ahogaba; no dormía ni comía y todos en la casa estaban afligidos.

Llegó un día caliginoso, asfixiante. Después de mediodía se amontonaron densos nubarrones hacia el Poniente y se oyó el lejano retumbar del trueno. Al caer el día se desencadenó una tempestad eléctrica de una grandiosidad imponente. Los vívidos zigzags de los relámpagos eran seguidos por una crepitación seca y fina, como de cristales que se rompen. Las grandes nubes eran súbitamente iluminadas por fugaces y repetidas luces cárdenas. Toda la naturaleza tenía algo de dramático, precursor de algún cataclismo.

Genoveva lloraba arrodillada al lado de su madre, a quien Rosalía y Lorenza daban aire agitando pantallas y haciéndole aspirar sales.

Con un crujido siniestro estalló un rayo cerca de la casa, luego otro más lejos y luego otro. El aire y la tierra parecían vibrar con un ruido sordo y ominoso. Había cerrado la noche cuando se desencadenó de golpe una lluvia torrencial, furiosa.

Hacia la medianoche las nubes se habían disipado descubriendo un cielo límpido y estrellado, y sobre la tierra en calma soplaba una brisa pura y fresca.

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La mañana siguiente era de una belleza indescriptible. La vegetación, el cielo, el sol, parecían la creación reciente de un divino artista.

El arroyo, caudaloso y rápido, cubría las piedras y las orillas. Un jinete buscaba con precaución el vado.

-¡Es Gabriel! -exclamó Genoveva. Rosalía miró con los anteojos de teatro y dijo:

-Es verdad. ¡A esta hora! ¿Qué habrá sucedido?

El caballo de Gabriel se resistía a entrar en el arroyo, que desconocía a causa del gran caudal de agua y de las orillas cubiertas, y costó trabajo dominarlo. Cuando el jinete llegó a la casa, Rosalía se tranquilizó.

-¿Cómo pasaron la tormenta? ¿No hay novedad? -preguntó Gabriel.

-Ninguna. La pobre Fernanda ha estado padeciendo ahogos, pero el buen tiempo y un buen sueño la han repuesto. Allá anda paseando al sol.

-Pues yo tengo que contar toda una historia. Ayer estuve ocupado hasta las dos o tres de la tarde. A esa hora fui al correo y recogí la correspondencia para traerla. Creía poder llegar antes que cayera la tormenta que se armaba. Pero al salir del barrio de San Roque tuve la mala suerte de encontrarme con un importuno que me detuvo con su charla. Me sorprendió la noche y lo recio de la tormenta en la calle Ybyray, cerca de Téllez cué. Había peligro de cruzar la explanada durante la tormenta eléctrica y habría sido inútil buscar el vado en medio de la oscuridad y bajo el diluvio que cayó en seguida. Resolví quedarme donde estaba. Desde Téllez cué oyeron relinchar al caballo, que estaba medio loco, y salieron a ver. Me invitaron a entrar. Allá he cenado y he pasado la noche. De allá vengo. Ya sabíamos que el Inca es persona correcta; conversando con él se conoce que es hombre de muchas letras y de muchos viajes. Estoy obligado por su cortesía. Aquí está la correspondencia -añadió, sacando del bolsillo varias cartas.

Había para Fernanda, su hija y Felipe.

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-¡Mamá! ¡Carta de Román! -exclamó Genoveva dejando sus cartas sobre la mesa y agitando en alto la de su hermano mientras corría hacia su madre. La carta decía:

«Querida mamá: Te escribo vestido con uniforme militar. Mis compañeros han formado un regimiento de rifleros mandado por un coronel de Guardias Nacionales; yo los he acompañado, como es justo. Hacemos ejercicios militares y tenemos un cuartel alquilado, pero vivimos en nuestras casas respectivas y asistimos a clase. En los diarios leerás la causa de estas novedades que comprenderás cuando estés aquí. Te aseguro, mamá, que esto en nada afecta mis estudios.

No hay nada de particular en nuestra casa. Visito las casas amigas que me has indicado; en todas me llenan de agasajos y me encargan recuerdos para ti y para Genoveva. Hoy espero carta de ella; cuando la lea, volveré a escribir por este mismo correo, si hay tiempo. Que sigas bien, querida mamá. Un abrazo a mi hermanita y recuerdos a toda la familia y a Taná. Para ti todo el cariño de tu hijo. Román».

Esta carta dejó consternada a Fernanda, que continuó su paseo con el corazón latiéndole11 tumultuosamente. ¡Román militar!

Genoveva, desconcertada, marcaba uno a uno los dobleces de esta carta afectuosa y sencilla que había causado una impresión tan inesperada y tan incomprensible para ella. Viendo que Fernanda quería meditar, se fue a abrir, ya sin entusiasmo, las cartas dirigidas a ella. Una amiga le describía a los elegantes «rifleros» paseando por la calle Florida con flores en el ojal y sombreritos de paja. «Román ha venido a hacerse admirar y lo hemos admirado, naturalmente. Están muy engreídos. Figúrate que cada niña elegante quiere tener novio riflero. Cada uno tiene varias novias. Román tiene tres, pero yo no quiero cometer indiscreciones. ¡Lo vieras llevándose la mano al bozo, dándose ínfulas y hablando de política, de Roca y de Tejedor! Aquí le tengo unas lindas violetas para sus novias. Como sé que no te gustan las cartas largas, me despido. ¿Cuándo vienes? Recuerdos de todos los de la casa y de todas las chicas».

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Genoveva leyó otra carta análoga y una del viejo profesor a quien llamaban don Fadrique desde una lección interminable en que se describía la España de Don Pedro el Cruel. Luego las dobló, las guardó en sus sobres y quedó pensando en Buenos Aires.

Fernanda venía por el corredor caminando entre su cuñado y Gabriel.

-¿Malas noticias? -preguntó éste.

-Muy malas -repuso ella con voz débil.

-¿Está enfermo Román? -preguntó Felipe.

-No. No es eso -y le dio a leer la carta.

-Pero esto parece no tener importancia -dijo Felipe refiriéndose a la historia de los rifleros-. Es un desplante de muchachos entusiastas en época de agitación política. Los estudiantes siempre salen bien de estas aventuras. No veo motivo de alarma.

-De todos modos, esto apresurará mi regreso -repuso Fernanda- ¿Estará todo pronto, Felipe?

-Todo. Tengo ya todos sus asuntos y sus papeles en orden.

-Entonces voy a tratar de estar en casa a fines del mes próximo.

La noticia de la próxima partida de Fernanda y su hija produjo conmoción en la Casa de Campo. Todos sabían que Fernanda nunca volvería, y el cariño y la estimación que se le profesaba buscaban la manera de expresarse.

Genoveva seguía sentada con sus cartas en la mano y el pensamiento en Buenos Aires, cuando Mónica se acercó a preguntarle:

-¿Quieres que salgamos a caballo esta mañana con Gabriel?

-Sí, estoy pronta, si Gabriel quiere -repuso la niña.

En un extremo del corredor conversaban Felipe y Gabriel; este contaba su aventura de la noche anterior y hablaba del Inca. Felipe escuchaba pasándose la mano por la barba. Había temido que el espíritu romántico y novelero de Genoveva   —46→   se sintiera atraído por el desconocido y había guardado prudente distancia. Pero ahora que la niña estaría preocupada por su viaje ya próximo, no había peligro. En cuanto a Mónica, no creyó ni remotamente que aquel desconocido triste, silencioso y elusivo pudiera despertar su interés. Juzgaba más peligroso a cierto compatriota simpático, brillante y prestigioso.

-No debemos quedar en deuda con el Inca -dijo Felipe-. Vete a acompañar a las chicas. Yo mandaré a Lo-i a Téllez cué con una esquela invitando a almorzar al Inca en tu nombre y en el mío.

-Bueno, tío Felipe. Usted tendrá gusto en tratarlo.

Las niñas, con sombreros y guantes puestos, vinieron a buscar al primo. Cuando la cabalgata se alejaba de la casa, se oyó la voz de Narváez que gritaba:

-¿Para dónde, señoritas y caballero?

-¡Coronel, venga con nosotros! -gritó Genoveva.

-Yo voy siempre con las niñas bonitas -dijo alegremente el veterano acercándose a ella, que se había detenido a esperarlo.

-¿Y adónde vamos?

-A Arce cue, a la Trinidad y a despedirme de doña Casiana -repuso la niña.

-¿Por qué a despedirte?

-Porque dentro de poco nos iremos a Buenos Aires mamá y yo.

-¡A Buenos Aires! ¡No lo permitiremos, aunque yo tenga que embargar el viaje! ¡No faltaba más! -exclamó el coronel.

-¿Ha visto, don Nicolás? -dijo Mónica-. ¡Nos abandonan!

Genoveva sonreía, pero sus párpados se agitaron para disipar algo que velaba sus ojos. No dijo nada.

Detrás de una loma se abría una calle de arena que llevaba directamente al naranjal de Arce cué. La arena húmeda y roja formaba un vivo contraste con el verde intenso de los rosales silvestres y con las favoritas que caían sobre el camino, brotando de los costados abruptos de las alturas que encajonaban   —47→   la carretera en un largo trecho y sobre cuyos bordes parecían asomarse los ceibos, los granados silvestres y las pomarosas.

Al lado de este camino corría con violencia un cristalino raudal que después de las grandes lluvias bajaba a engrosar el caudal del arroyo Ibiray.

Genoveva contemplaba con melancolía toda esta belleza sabiendo que se despedía de ella.

El sol comenzaba a calentar; todo parecía nuevo, lleno de vida, intenso de color y de perfume en la campiña desierta y silenciosa. Al final de la roja carretera se veía la masa tupida y fragante del fresco follaje del naranjal.

Los gritos agudos de los loros que partían después de su banquete de naranjas, interrumpían el silencio que parecía cubrir tanta intensidad de vida. Genoveva no quiso detenerse y siguieron por un sendero que corría al borde del naranjal.

Arce cué, donde ella había nacido, apareció a su vista en un recodo del camino. El viejo edificio, con sus anchos corredores y sus toscos pilares de ladrillo, estaba desierto y cerrado, rodeado de palmeras y rosales trepadores que comenzaban a florecer. Sobre el tejado se habían posado numerosos pájaros que aliñaban sus hermosas plumas, cuyos colores de esmalte brillaban al sol. Genoveva desmontó, y dejando su caballo a don Nicolás se dirigió al montecito de frutales seguida de sus primos. Iba a visitar el manantial cuyas aguas frescas y purísimas eran famosas en toda la comarca.

Avanzaban apartando las ramas de las que se levantaban en multitudes las mariposas que se habían anticipado a la primavera.

Sobre la cuenca de piedra roja, reflejándose en la linfa azul del manantial, se inclinaban las ramas de un gran árbol de hojas menudas; la fuente natural estaba rodeada de helechos de una finura casi inmaterial. Genoveva los apartó suavemente, se arrodilló sobre la piedra, e inclinándose, levantó agua en el hueco de la mano y la llevó a los labios. Luego se puso en pie, y aspirando a plenos pulmones el aroma agreste   —48→   y penetrante, se puso a pasear bajo los árboles, pensativa y silenciosa, hasta que Mónica la llamó.

Volvieron al corredor donde había quedado el coronel fumando un puro criollo, cuidando los caballos y pensando en los antiguos moradores de Arce cué. Montaron de nuevo y se pusieron en camino hacia la Trinidad.

La iglesia estaba cerrada. Sobre las tejas desteñidas revoloteaban bandadas de blancas y místicas palomas.

¡Qué soledad y qué silencio! -pensaba Genoveva, sintiendo la honda melancolía que parecía desprenderse de esta gran iglesia desierta y abandonada.

Las enredaderas que abrazaban los pilares de los claustros laterales mecían blandamente sus guirnaldas.

A la media hora de haber salido de la Trinidad llegaron a la casita de doña Casiana, quien recibió a sus visitas con una áspera bondad usual. Cuando Genoveva le anunció su próxima partida, se contrajo el rostro apergaminado de la anciana señora y sus dedos descarnados arrugaron12 nerviosamente el merino negro de la falda.

-¡Y yo no he visto a doña Fernanda! -murmuró-. Pero ¿cómo? Ni a caballo ni a pie puedo salir... ¡En fin!

Después de un momento entró a la casa y volvió a salir llevando un objeto en la mano.

-¡Quién sabe si te veré más, Genoveva! -exclamó con tristeza-. Lleva esta pobreza y consérvala en memoria de quien está agradecida a tu padre y a tu madre. Y que Dios te dé su bendición. Ahora ustedes ya no vendrán a verme -dijo con voz agria la pobre vieja solitaria dirigiéndose a sus otras visitas.

Todos prometieron volver y se despidieron. Al llegar al recodo del camino se volvieron a mirar la puerta del cercado donde se había apoyado la anciana para verlos partir. Las niñas agitaron sus pañuelos y los hombres sus sombreros en afectuosa despedida.

-No me despediré de nadie más hasta el día mismo de la partida -decía Genoveva-. Es triste despedirse -y se detuvo para mirar el regalo, «la pobreza» de doña Casiana. Era   —49→   un pesado jarro de plata labrada, envuelto en un pañito bordado.

-Este es trabajo muy antiguo -dijo el coronel examinándolo-. En casa hay uno parecido a este. Ya que tanto te gusta, le diré a Leocadia que te lo envíe.

Después de un momento de silencio, Genoveva dijo:

-Me ha impresionado la tristeza de la pobre viejita y me he olvidado de preguntarle una cosa que sólo ella puede saber.

-¿Y qué es? -preguntó Narváez.

-Quiero saber quién era una señora chiquita, muy viejita, que está sentada detrás de la media puerta cerrada de su casa, en la calle del Sol, una puerta verde que se cierra hasta la mitad y queda como un balcón, y la mitad de arriba se abre como una ventana. A esa viejita la llaman la Niña Francia, aunque su nombre es Eduarda; no habla ni ha hablado jamás con nadie y nadie sabe quién es. La mantienen dos mulatas viejas, madre e hija, que hacen y venden chipá ordinario. Siempre ha vivido en esa misma casa. Tía Rosalía me ha contado todo esto.

-Se cree que es hija del Doctor Francia -dijo Narváez.

-El Doctor Francia le habrá prohibido hablar y ella sigue obedeciéndole después de muerto. Como Estigarribia II, conservará hasta el fin de su vida la impresión de terror que el Dictador sabía inspirar -agregó Gabriel.

-¿Y no se te ha ocurrido preguntar quién es doña Casiana? -dijo el Coronel.

-No... Es verdad... ¿Quién es?

-Cuando yo era joven -comenzó el veterano-, ella era tal como es ahora. Dicen que el marido era un hacendado muy13 rico y muy bueno. Se cuentan de él muchas rarezas. Encontrándose en un gran peligro, en el Chaco Norte, hizo promesa de hacer poner piso de plata a la capilla de su estancia si se salvaba. Salvó, y el piso fue cubierto con grandes y gruesas monedas Carlos IV, de plata del Potosí. Un buen día, sin causa alguna, se le notificó que debía pagar una de las tremendas   —50→   multas que el Doctor Francia imponía «porque sí». Pagó, pero el hombre quedó cambiado, un poco loco. A los dos o tres años, ¡otra multa! No alcanzó a cubrirla. Lo encerraron en la famosa cárcel subterránea y allí murió el pobre. A la mujer la recogieron unos parientes. Después recibió en herencia esa casa y el campito a la entrada de Ñu guazú, cerca de la quinta de tu padre. Allí vive de su huerta y de sus cabras lecheras. Nunca se ha quejado ni ha hablado de su desgracia.

-¡Basta de doña Casiana y del Doctor Francia!, ¿quieren? -exclamó Mónica-. Los caballos van pisando su sombra; ya ha de ser mediodía.

Y lanzó su caballo al galope; los demás la siguieron. En la calle de árboles que costeaba la estación pusieron las cabalgaduras al paso.

Preguntas sobre el texto de Ercilia López de Blomberg

1)¿En qué movimiento literario situarías la novela Don Inca?

2)Resume el argumento del texto en cinco líneas como máximo.

3)¿Qué cuenta Román en la carta que lee la madre de Genoveva?

4)Indica los topónimos que aparecen en el texto.

5)Señala algún pasaje descriptivo de la narración.





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ArribaAbajoTeresa L. de Rodríguez Alcalá

(1887-1976)


Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez Alcalá fue la primera mujer que publicó sus creaciones en formato de libro en Paraguay. Era la esposa de José Rodríguez Alcalá, el escritor nacido en Argentina que publicó la novela Ignacia en 1905, una de las primeras editadas en Paraguay, y la primera larga que se conoce. Dejó una descendencia de literatos como su hijo Hugo y su nieto Guido Rodríguez Alcalá. Teresa Lamas impulsa la corriente costumbrista-romántica y sus creaciones lanzan su mirada hacia episodios de la vida paraguaya, utilizando tipos humanos individuales por reales, pero estereotipados en la línea del romanticismo idealizador más profundo. Busca sus argumentos en las situaciones profundas de las gentes y sujeta su imaginación a la exaltación idealizante, y con un estilo depurado, consigue relatos perfectamente diseñados.

Fue una narradora prolífica. Sus descendientes le publicaron en vida sus Tradiciones del hogar en dos series de 1921 y 1928, con la más profunda ambientación costumbrista. Posteriormente, compuso para un concurso la novela Huerta14 de odios, que se publicó por entregas en el diario asunceño El País, y finalmente vieron la luz sus relatos realistas de La casa y su sombra (1955). Merece ser destacada no sólo por ser la primera mujer que publica en libro sus creaciones, sino también porque representa en toda su esencia el sentido candoroso y maternal que ofrece la narradora tradicional.

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El relato que hemos seleccionado ofrece las características precisas de su estilo: «Vengadora». Es una muestra del mejor romanticismo paraguayo de principios de siglo, caracterizado por el marco de historicidad y la exaltación del heroísmo del personaje. Teresa Lamas busca en el discurso las sensaciones y sentimientos de los estereotipos que presenta para enfatizar la capacidad de sacrificio de la mujer paraguaya tradicional. «Vengadora» ofrece un episodio extraído de las leyendas heroicas populares de la Guerra de la Triple Alianza, que tanto han impregnado las obras narrativas paraguayas. La autora subraya la heroicidad de la mujer, procedente de un idealismo moral que surge del dolor, por lo que es capaz de vengarse de quien ha provocado la muerte en batalla de su esposo y de sus dos hijos, y herido al único que le queda. En el tratamiento del personaje femenino hay un distanciamiento claro del narrador basado en la lejanía temporal de los sucesos. Pero este distanciamiento temporal no conlleva un alejamiento de la moralidad del relato: el personaje femenino es un modelo de virtud y la historia narrada queda como un ejemplo de ética y defensa de los seres queridos. El patriotismo de raíz histórica y el sentimentalismo alternan con la descripción realista de la situación y de los personajes, como corresponde al Romanticismo latinoamericano anterior al Modernismo. La omnisciencia del narrador no evita que participe en la valoración de la capacidad de la «madre-esposa vengadora», como ejemplo de la mujer paraguaya que durante la Guerra Grande luchó desde la intimidad familiar contra el enemigo, mientras los hombres lo hacían en el campo de batalla, por lo que no son los únicos protagonistas de la historia. Así, del mensaje moral del cuento se desprende que la mujer tiene importancia decisiva en una sociedad patriarcal externamente, pero siempre circunscrita a lo íntimo matriarcal.

Cuento de estructura lineal tradicional, dividido en partes por una elipsis argumental que elimina lo que deja de ser sustancial en el argumento, es una síntesis de las tendencias del cuento paraguayo de los albores de la narrativa paraguaya.

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ArribaAbajoVengadora

El teniente Bazarás había sido comisionado para practicar un reconocimiento de las posiciones enemigas y capturar algunos centinelas de quienes se necesitaba obtener información. Tratábase de una comisión difícil y arriesgada. Era necesario atravesar un largo estero si se quería eludir la vigilancia que los aliados ejercían sobre los lugares de acceso fácil. Bazarás tenía un temple de alma capaz de las mayores audacias. Amaba el peligro, le entusiasmaban los lances atrevidos, iba a tentar la muerte con el mismo ánimo alegre y confiado que a una fiesta. Debía partir al caer la noche para que las sombras amparasen su expedición. Antes de emprender la marcha fue a despedirse de su madre, que corría con él las vicisitudes de la guerra, siguiéndole de campamento en campamento, volando a su lado en los combates, animosa y lista para recibirlo en sus brazos cuando le tocara caer, si le tocaba.

Era la señora de Bazarás una hermosa anciana, del tipo físico y moral, ya raro, de nuestras abuelas. Capaz de las más infinitas ternuras, lo era también de los más inauditos heroísmos. Resplandecía en su rostro esa noble altivez que es el sello inconfundible de los linajes de vieja cepa. Tenía blanca como una flor de samuhú la escasa cabellera y surcada la faz por profundas arrugas que hablaban de dolor y de experiencia. Sentada en una silla de madera, junto a la puerta del ranchito improvisado en medio del bosque, la anciana hilaba a la luz exigua del crepúsculo. Como todas nuestras abuelas, no hubiera sabido qué hacer del tiempo si no lo empleara en esa clásica labor de los viejos y austeros hogares paraguayos.

-Mamá, dame tu bendición...

-¿Adónde vas, mi hijo?

-El general acaba de confiarme una comisión difícil y debo partir ya.

La anciana atrajo hacia sí al hijo que idolatraba, lo besó larga y efusivamente en la frente, sin decir una palabra, y   —54→   mientras el joven se alejaba, elevando los ojos al cielo lo bendijo, trazando en la sombra la santa señal de la cruz.

-¡Dios y la Virgen te bendigan, mi hijo, y te me devuelvan vivo!

Carlos, el teniente, era su orgullo y su motivo de vivir. Muerto su esposo como un héroe en un horrible entrevero al arma blanca y muertos dos hijos más en un legendario asalto, en Carlos había concentrado todas sus ternuras y todos sus orgullos. No era él, sin embargo, el único hijo que le quedaba, y cuando la anciana pensaba en el otro, su noble frente pensativa y triste se nublaba, suspiraba su pecho, y una lágrima rebelde traicionaba su voluntad de ser fuerte...

Tomó la silla y entró en el ranchito. En el fondo, sobre el cimiento de un árbol cortado para el efecto, una vela ardía al pie de una imagen de Nuestra Señora de los Milagros que ella trajera de su casa solariega de la Asunción y la acompañaba en sus peregrinaciones en pos de los ejércitos. Se posternó ante la Virgen, hincando las rodillas en la húmeda tierra del piso y se puso a orar con intensísimo fervor. Oraba por su hijo que en ese momento exponía una vez más su vida. Horas tras horas pasaron sin que interrumpiera el rezo, ni cambiase de postura, sumida en éxtasis en su ardiente clamor al cielo. De cuando en cuando pasaba por delante del rancho una patrulla que iba a recorrer las líneas exteriores del campamento, y los soldados, viendo rezar a la anciana, acallaban conmovidos el rumor de sus armas para no turbar su plegaria.

*

¡Silencio! ¡Ni una palabra, ni el menor ruido!

Se habían desmontado para evitar que el fuerte chapotear de los caballos en el fango denunciase su presencia al enemigo que montaba la guardia a muy corta distancia. Estaban en pleno estero. Las aguas verduscas, sobre las que hacía cabriolas la luz de la luna, estaban heladas en aquella cruda noche invernal. A veces, uno de los pájaros que anidaban en   —55→   los cortaderales del estero, se espantaba al paso de los soldados, y estos tenían que permanecer largo rato quietos, sumergidos en la pestilente charca, para que los centinelas, despabilados por el repentino vuelo de ave, no descubriesen su presencia. Otras veces, una víbora salía de su guarida del pajonal para atacarlos, y era terrible la escena que se desarrollaba entonces. Para evitar todo ruido, tomaban el peligroso animal y le apretaban la cabeza con todas las fuerzas, convulsivamente, hasta matarlo en silencio, sin respirar siquiera. Si el reptil mordía a un hombre, este sacaba el cuchillo y estoicamente se rebanaba la parte mordida y seguía avanzando sin exhalar una queja, sin lanzar un suspiro.

*

Quiso gritar y no pudo. Unas manos de hierro le apretaron la garganta, otras le arrebataron las armas y le tendieron en tierra. Y como ese centinela, tres más habían caído en poder de los soldados de Bazarás, sin tener tiempo para dar un grito. El campamento enemigo estaba sumido en el silencio más profundo y a Bazarás se le ocurrió ir a despertar a los dormidos batallones llevándoles un ataque con sus cincuenta hombres. Sentía ya la fruición de caer de improviso, como un torbellino, dar una sableada de loas que tanto le gustaban y retirarse luego, dejando atrás el pánico y las huellas de sus sables.

En eso se oye un rumor de caballería que avanza, y el teniente y los suyos solo tienen tiempo para echarse en tierra ocultándose en un matorral. Un capitán con varios oficiales aparece, se detiene y llama a gritos a los centinelas. Nadie le responde, hasta que, de repente, los paraguayos, obedeciendo a la señal de un leve silbido, saltan del matorral, y unos con sus lanzas y otros con sus sables acuchillan a la partida. Solo escapa con vida el capitán, aunque herido, después de herir a su vez al teniente Bazarás. Cunde pronto la alarma en el campo enemigo y los nuestros se echan enseguida en el   —56→   estero cuyos laberintos solo ellos conocen. Llevan consigo cuatro centinelas enemigos.

*

Amanece cuando el bravo15 oficial, después de dar el parte correspondiente a su jefe y de presentarle los centinelas capturados, se dirige a ver a su madre. Esta rezaba todavía, inmóvil ante la Virgen, cuando, antes de oír ningún paso, un presentimiento que únicamente las madres saben tener, le advierte que su hijo retorna. Se incorpora y corre a su encuentro dando gracias a Dios que se lo devuelve. Lo abraza tiernamente y solo después de los primeros transportes se da cuenta de que Carlos está herido. Se alarma, pero con extraordinaria fortaleza de espíritu se domina, examina la herida, comprueba que no es grave y ella misma se pone a curarlo, que dos años de guerra le han enseñado a contener una hemorragia y a conjurar una infección.

El teniente está triste y silencioso y su madre lo advierte. Quiere darle ánimos y le dice que su herida es insignificante y que pronto podrá renovar sus hazañas.

-No, mamá -contesta- no es eso lo que me tiene triste y abatido. Yo pude matar al que me hirió antes de darle tiempo para defenderse; pero cuando lo reconocí, se me heló la sangre en las venas, me temblaron las manos, creí que me iba a estallar el corazón y una súbita fiebre me hizo arder la cabeza. Mientras recobraba la seriedad me alcanzó con su espada y huyó. Si supieras quién fue mi heridor, madre mía!...

La anciana tembló de pies a cabeza primero; luego, echando centellas por los ojos, rugió más que preguntó:

-¿Era él? ¿Lo viste por fin?

-Sí. Es capitán de los aliados.

Y sobre madre e hijo cayó una densa sombra de dolor, de tristeza, de vergüenza...

  —57→  

*

Se peleaba duramente en Curupayty, la más espantosa batalla de la guerra. Un puñado de paraguayos, en comparación con las imponentes columnas incesantemente renovadas de los enemigos, defendía las trincheras inmortales con heroísmo estupendo. Una mujer con aires inconfundibles de matrona a pesar de la humildad de sus vestidos, recorre la línea de defensa, alcanzando agua a los heridos y balas a los tiradores cuando ello es menester. Sus ojos febriles miran hacia la parte exterior de la trinchera, como buscando algo. De pronto un aire de resolución suprema endereza su cuerpo y relampaguea en sus pupilas. Se precipita sobre el parapeto mismo, toma un fusil cargado, ocupa un puesto que acaba de dejar libre un soldado que cae herido y hace fuego. Carga nuevamente el arma y dispara otra vez. Luego arroja el fusil y corre hacia donde el teniente Bazarás, ya repuesto de su herida, se bate como un león, y sin que se altere el acento de su16 voz, serena, solemne, implacable como la justicia misma, exclama:

-Pedro acaba de morir...

-¿Lo viste tú, mamá?

-Sí. Lo he buscado entre los asaltantes y al verlo no sé qué terrible voz resonó en mi alma. Vi el cadáver de tu padre y de tus dos hermanos muertos defendiendo nuestra bandera; vi tu sangre de la otra noche; vi el infortunio inmenso de nuestra pobre patria no pude contenerme: un impulso más fuerte que mi voluntad puso un fusil en mis manos, le aceché, le tiré y el cayó al golpe de mi tiro...

Solo entonces cedió la fortaleza de la anciana. Y sintiéndose madre, rompió a llorar amargamente, no sé si de dolor o de vergüenza...

  —58→  

Preguntas sobre el texto Teresa Lamas

1)Cita algunos títulos de obras de Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá.

2)¿Cuántos personajes dialogan en la obra?

3)Señala algún fragmento narrativo del cuento.

4)¿Podrías indicar en cuántas partes se puede dividir el texto, y delimitarlas?

5)Explica por qué mata la protagonista del cuento.





  —59→  

ArribaAbajoJosefina Pla

(1909-1999)


Fecunda escritora, ha ocupado y ocupa un lugar preferente en la cultura paraguaya. Dejando de lado sus prolíficas actividades culturales en todas las artes, hemos de destacar que ha cultivado todos los géneros literarios. Integró el grupo Vy'a Raity, con Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, Hugo Rodríguez Alcalá y Hérib Campos Cervera, donde se integró como uno de sus miembros destacados. Su condición de española le permitió ganarse el respeto del mundo cultural paraguayo, aunque su obra presenta cierta discontinuidad en la producción y cierta indefinición genérica, fenómeno del que no escapa cualquier escritor paraguayo antes de 1980 por la inexistencia práctica de editoriales. No obstante, destaca por haber sido una mujer que rompió con bastantes moldes establecidos de la anquilosada y conservadora intelectualidad paraguaya, transmitiendo el espíritu rupturista de las vanguardias que conoció en la España de los años veinte (no tan visible en sus obras poéticas, aunque en su narrativa adopta algunas técnicas formales rupturistas), habiéndose convertido en un modelo espiritual de algunas escritoras de generaciones cronológicas posteriores.

Su producción narrativa no es tan pródiga si la comparamos con la de otros géneros. Aunque publica con regularidad en la prensa asunceña, su primer libro de cuentos, La mano en la tierra, no aparece hasta 1963. Los cuentos que lo forman muestran una problemática social semejante a la que cultivan autores como Augusto Roa Bastos. Pero a diferencia   —60→   de Roa, la mirada de Josefina Pla, aun dirigiéndose a los débiles, se decanta por las consecuencias de los sufrimientos en los personajes vistos desde su intimidad. De hecho, sus relatos no han perdido valor y actualidad con el discurrir del tiempo. Esto se confirma en El espejo y el canasto (1981), que contiene cuentos escritos bastantes años antes a la fecha de edición, cuyo contenido, sin embargo, tienen plena vigencia. Otros libros de relatos suyos son La pierna de Severina (1983), la novela escrita en colaboración con Ángel Pérez Pardiella, Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), y La muralla robada (1989).

El relato de Josefina Pla que presentamos pertenece a El espejo y el canasto, y es uno de los mejores que ha escrito, sobre todo por su riqueza estilística. Su título, «La jornada de Pachi Achi», es una inmersión en la vida cotidiana de una pareja, Pacífico y Melina, que ha adoptado a la joven hermana adolescente y madre joven, huérfana y soltera de un niño, de un año de edad aproximadamente. La esposa es estéril y el matrimonio, en realidad, se ha encariñado con el niño más que con la muchacha, pero además ve cómo sus decisiones quedan sometidas siempre a las del hombre con el que comparte su vida. La narración comienza con un encadenamiento de frases orales que repiten al principio el nombre del protagonista con una valoración afectiva.

Escrito en 1957, se adentra en el tema de la maternidad de la muchacha soltera. Ésta, de nombre Maia, ve cómo las relaciones cotidianas van enrareciéndose porque es culpabilizada de sus actos anticonvencionales, según el varón, clima contra el que arremete con ironía y rebeldía ácida el narrador, transformando el cuento en una crítica de las convenciones sociales patriarcales establecidas, y el desprecio social a la maternidad natural. La narradora defiende la supremacía de la vida sobre la costumbre adquirida, y sobre todo la necesidad de que la mujer sea considerada como un ser humano con sentimientos y con capacidad de decisión y libre albedrío.

  —61→  

Josefina Pla reproduce muy bien y con agilidad narrativa las relaciones sentimentales entre los personajes, sobre todo en el trato que la joven Maia recibe de su cuñado: siente que le alejan a su hijo, haciéndole perder toda relación con él; sospecha de las intenciones lascivas de Pacífico; y contempla su marginación del ambiente familiar de su hermana y su cuñado (se viste con ropa que sobra a otros y él proclama constantemente el acto de caridad que supone haberla recogido). Pero desde el principio es esta incipiente adolescente quien va adquiriendo protagonismo en el relato. El discurso gira desde Pachi Achi hacia ella, porque el niño se constituye en símbolo de lo propio inalcanzable por la estulticia del hombre y de las apariencias.

El desprecio que parece mostrar Pacífico por Maia no es sino una máscara externa que oculta la verdadera situación real. Él siente una gran atracción sexual por la muchacha, y no puede sino imaginar una relación sexual con ella. Se ha de reprimir sin considerar que está ante otro ser humano. Josefina Pla sabe penetrar en la psicología de sus personajes, para desnudarla con perspicacia, valiéndose incluso de la narración del sueño o de la imaginación que produce el deseo. La crítica a la hipocresía social se combina con la exteriorización sincera en la intimidad de los sentimientos ocultos de los personajes. Y ante esta situación disimulada por el desprecio aparente, Melina solamente puede pensar y no actuar, porque, como reproduce la narradora, «lo que pudiera decirle no tendría valor para él». Como reproduce como un monólogo, «Pacífico es hombre y los hombres no comprenden...». Así, Maia es el ama de casa; quien realiza las labores del hogar, sin que se le tenga en estima especial como ser humano. Es la sirvienta sin sueldo que progresivamente va adquiriendo conciencia de su incómoda situación.

En este sentido, la autora también introduce pensamientos que se acercan a la formulación filosófica. Arremete contra la injusticia terrenal que los hombres provocan, pero también contra la idealizada de la religión católica que presenta   —62→   un dios que permite un mundo como el que vivimos. Además, la narradora por medio de sus personajes va revelando las carencias sentimentales de los hombres, que carecen de la peculiar sensibilidad que aporta el sentido de la maternidad, como se17 observa en los actos de Maia cuando queda a solas con su hijo natural que posteriormente Pacífico considera como una locura.

Hay que destacar a nivel estilístico, el empleo del paréntesis para reflejar el pensamiento profundo del personaje, diferente a las palabras realmente pronunciadas; el aprovechamiento de los recursos teatrales, como la acotación y la oposición entre fragmentos dialogados y narrativos; los párrafos anafóricos enumerativos en la evocación de la situación de Maia, y un perfecto uso del monólogo interior, hacen que el relato sea estilísticamente uno de los más perfectos de Josefina Pla.

Este cuento es un ejemplo entre los que la autora crea como protagonista a una mujer joven que sufre problemas provocados por un ambiente externo mezquino, de incomprensión y de marginación. El concepto exterior ante la gente es más importante que la autenticidad de la vida interior y que la satisfacción, como se demuestra en el diálogo entre Melina y Pacífico (nombres utilizados intencionadamente por la autora como representación nominal de sus máscaras sociales), no es asible mientras impere un pensamiento donde el hombre trate de mostrarse siempre como un ser superior a la mujer. La maternidad (natural o no) debería de ser, como se desprende del mensaje del relato, un hecho alegre en la vida de una persona, pero las convenciones sociales y la mentalidad retrógrada pueden convertir al hecho en un acontecimiento que provoca desgracia y opresión.

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ArribaAbajoLa jornada de Pachi Achi

A Hedy González Frutos

-Pachi Achi, rey.

-Pachi Achi, cielito lindo.

-Pachi Achi... ah... ¡atchíss!

El estornudo sale, diminuto, cómico, tierno. Ambas mujeres ríen. Pachi arruga la nariz. Chia Maia se la limpia como si estuviese limpiando de rocío un capullito. Melina coloca a Pachi Achi en la silla: complicado armatoste de varillas que limita todos los conatos de evasión, excepto por arriba, y enfrenta implacable al niño a su bol de café con leche. Le pone en la mano la cucharita. Ambas, ahora miran a Pachi Achi, como quien observa un prodigio. No importa que este prodigio se repita cada día. Pachi Achi muy serio, se aplica a sumergir la cucharita en el bol, la lleva a la boca. Una gota se le escurre barbilla abajo. Pachi Achi saca una lengua rosada. Afuera llaman. Maia sale rápida. Melina sigue junto a Pachi Achi, observándole, cariñosa y feliz. Dentro se oye la voz de Maia:

-¡Melina!

-A ser buenito, Pachi Achi... Mamá vuelve.

Sale. Pachi Achi, la cucharita en la diestra, queda solo, mirando hacia la puerta; luego vuelve su vista a lo que le rodea. Algo remueve en el rincón, se acerca. Grisón salta sobre la mesa. Se desliza cauteloso entre el azucarero y la cafetera; roza con su cola el florero, llega junto al bol, arremanga los bigotes y acerca el hocico melindroso al café. Demasiado caliente para su gusto; aparta el hocico blanco con un ligero estornudo, muy parecido al de Pachi Achi. Este lo mira fijamente; el estornudo le ha intrigado. Grisón no se aleja sin embargo. Se sienta frente a Pachi Achi: éste le sigue mirando, una arruguita vertical sobre la minúscula nariz. Lo mira tanto, que se olvida de todo, y deja caer la mano con la cuchara; esta golpea la superficie del bol. El líquido salta fuera, cae sobre el mantel. Pachi Achi queda sorprendido; pero concluye seguramente diciéndose que es algo gracioso. Bate el líquido con la cucharilla, esa vez adrede; el café con leche salta como   —64→   un pequeño trasgo brillante y viscoso, fuera del pocillo. Pachi Achi, de más en más divertido, bate otra vez; el líquido salta más lejos y salpica a Grisón, que muy dignamente vuelve la espalda, y sentándose al extremo de la mesa se dedica a lamerse las salpicaduras. A Pachi Achi no le importa. Se está divirtiendo a más no poder. Ahora bate el pocillo lo más rápido que puede; el líquido restante salta en todas direcciones; el borde del bol de porcelana salta también, en pedazos. Grisón huye al patio a través de la reja. Pachi Achi ríe a carcajadas.

-Pachi Achi, ¡malo!

Melina ha entrado. Saca a Pachi Achi de su prisión de varillas, lo tiende sobre el brazo izquierdo, y con la derecha le sacude unas palmadas sobre las nalguitas que el calzón de gruesa y esponjosa lana redondea cómicamente. Pachi Achi, más asustado que lastimado, llora. Chia Maia, en la puerta de la cocina, bate las pestañas con silenciosa ansiedad. Melina explica:

-Derramó el café con leche. Rompió el bol.

-¡Pachi Achi pícaro!

Pero en la voz de Chia Maia palpita la angustia. No es que le parezca del todo mal que se le den a Pachi Achi unas palmadas. Ella misma quizás se las habría dado. Pero no le gusta que se las den otros. Ni siquiera Melina. Y sin embargo, Maia no puede protestar. Melina tiene todo el derecho. Pachi Achi es su hijo. Y ella no puede hacer nada. Sólo eso: acercarse a Pachi Achi, ponerle en la mano un caramelo. Melina lo ve; no le gusta pero no dice nada.

Melina ha dejado a Pachi Achi en el suelo, mientras ella se va al baño, para que estire las piernecitas. El niño se tambalea sobre sus piernas cómicamente gruesas dentro del pantaloncito largo. Un pasito, otro: se prende a una silla; la suelta, da un paso más. ¡Qué grande es el mundo!.... Se prende a otra silla. Desde el ángulo más retirado del comedor, algo oscuro acude a su encuentro. Es Poodle, un remolino de hollín; a los lados de la cabeza penden sendos trapos que deben ser las orejas, y los ojos son dos carbochones negros. Pachi Achi   —65→   siente en su pequeño estómago algo así como cuando traga sin quererlo un poco de agua muy fría. Si supiera hablar diría: es un monstruo. Queda paralizado sobre sus piernecitas gorditas y cortas, abierta la boca. Poodle, sentado sobre las patas traseras, mira a Pachi Achi, ese ente minúsculo, que huele ya a ser humano, pero no es hombre todavía, porque no tiene aún el poder de dañar. Sin embargo, él es el culpable de que Poodle haya perdido el lugar que tuvo en el afecto de «ellos» un tiempo; pero Poodle no le guarda rencor. Menester sería que alguien los presentase, pero ¿qué se hace cuando no hay nadie que lo presente a uno? Poodle se decide: avanza más, moviendo la cola; lame la mano colgante de Pachi Achi. Este, sorprendido por las cosquillas, ríe. Las presentaciones están hechas. De pronto, Pachi Achi se deja caer sentado al suelo; quizá las piernecitas no le sostienen, quizá ha decidido que es bueno hacer un alto. Poodle así lo halla más a mano y le lengüetea las mejillas. Son dulces las mejillas de Pachi Achi. Huelen a pan fresco y tierno; pero además el caramelo de Chia Maia les ha contagiado generosamente su azúcar; Poodle nunca conoció un ser humano tan dulce. Quizá cuando pequeños sean todos así.

-¡Pachi Achi, Pachi Achi!... ¡Upa, Pachi Achi!

Es Melisa que regresa, lo alza en vilo y lo lleva hacia el portón.

-Vamos a recibir a papá.

Poodle los sigue, arrastrando sus orejas, fuera hasta la calle. Pacífico dentro de su Ford negro, la mano sobre el volante.

-¿No bajás?

-No; traéme la cartera. Tengo que trabajar desde las dos. Comeré en el centro.

Melina deja a Pachi Achi en brazos de Pacífico, y se va a buscar la cartera. Pacífico sienta sobre sus rodillas a Pachi Achi; este se prende al volante, mientras Poodle sentado en el pasto al lado del coche, saca la lengua, brillantes los ojos, bolas mágicas en miniatura.

-Venga con su mamá, Pachi Achi.

  —66→  

Es Melina que vuelve con la cartera, y la deja sobre el asiento. Pachi Achi se agarra al volante. No quiere soltarlo. Se enoja: va a llorar. Pacífico ríe. Melina es inflexible. Lo alza, le asea las manecitas, se las mueve en el aire:

-Dígale adiós a su papá.

Pacífico con una sonrisa de despedida pisa el acelerador y el auto se desliza pasando como un sueño por las esferas pulidas de los ojos de Poodle. Pachi Achi chilla, una pequeña arruga vertical entre las cejas, finas plumitas de gorrión. Melina lo distrae y entra en la casa. Tras ella Poodle, montón de cariños frustrados, arrastra cola y orejas. Melina se sienta en el living. Dentro trafaguea Maia. Melina toma una revista y trata de leer, mientras Pachi Achi pugna por agarrar las hojas. Al cabo de un rato, Melina entra en la cocina con Pachi Achi en brazos; abre la heladera, da de beber al chico, que bebe y ríe. Melina ríe también. Mira a Maia cuyo rostro, patéticamente, parece más pequeño. La boca de quince años apretada, y a media asta las pestañas oscuras y espesas.

-Pero, ¿qué tenés?

-No alcé a Pachi Achi ni una sola vez, hoy.

-¿Eh?... Ah, bueno... Alzalo, alzalo un ratito mientras yo voy a mi pieza.

Una concesión. Un permiso siempre como una merced, un favor que se hace a uno.

-¿Qué? ¿No estás contenta?

¿Qué responder?18 Melina no entendería. No quiere entender. Para ella todo está bien tal como está, y Maia debería estar satisfecha de que las cosas se hayan arreglado así. Es cosa tácitamente convenida que ella no debe ocuparse mucho del chico.

-No está bien que lleves al chico en brazos todo el tiempo. La gente podría hablar.

Sí. La gente puede hablar. Eso es lo único que preocupa a Melina y a Pacífico. Lo que la gente piensa. Lo que ella, Maia, pueda pensar o sentir, no les interesa. Maia es la hermana menor y Melina abusó siempre de aquel privilegio que la hizo venir al   —67→   mundo quince años antes, que le permitió estar casada cuando sus padres murieron, y ella, Maia, era solo una niña. Una niña que desde entonces estuvo de más en todas partes. Siempre un no. La vida partida en temporadas con la tía abuela, más vieja aún. Temporadas con Melina, asistiendo al desarrollo lento de aquella interminable luna de miel. Cuando Melina cerraba, quizás un poco ostentosamente, la puerta del dormitorio, a deshora, y salía ya tarde, el pelo deshecho, desperezándose, con una palidez feliz en sus mejillas de trigueña y las ojeras misteriosamente ahondadas. Maia siempre sobrando. Con los otros, siempre pero siempre lejos de ellos. Y siempre en casa. En casa con la abuela descontenta y rezongona:

-¿Salir? ¿Para qué? ¿Qué te falta en casa?

En casa con la tía abuela, desabrida:

-¿Amigas?... Las amigas no traen nada bueno.

En casa, con Melina y Pacífico:

-¿Quién se queda con la muchacha? Yo no puedo dejar a mi marido.

Maia vistiéndose de sobras19 y de obsequios tardíos. Maia sin un rincón donde colgar sus trapos: el vestido siempre doblado sobre una silla, listo para ser tirado en cualquier parte cuando esa silla hace falta. Maia sin un cajón donde guardar sus estampas, su ocasional regalo, sus medias, su libro de misa, sus guantes relavados, sus zapatos eternizados. Maia sentada junto al sillón de la abuela que huele a bayetas viejas, a flores mustias, a polvo. Maia hojeando por milésima vez la misma revista de modas, de años atrás. Maia trotado junto a las tías y cayéndose de sueño en visitar interminables y monótonas. Maia esperado en casa el regreso de Melina para verse regañada por descuidos innumerables e imprevisibles.

-Falta un cubierto de plata. Seguramente se echó a la basura. No cuidaste.

-Alguien arrancó los gajos de la enredadera delante de la casa. No atendiste.

-No se sacudió el polvo de los muebles. No se barrió el patio. ¿Qué estuviste haciendo?

  —68→  

El cielo llueve su rocío de azogue en los ojos de sombrío musgo. Por la sangre navegan barquitos dulces; los pulsos parecen ir a brotar mariposas. El aire de octubre es sabroso como un fruto en el sueño. Un fruto cuyo nombre está siempre a punto de recordarse. Es como si alguien estuviese tras una puerta, presto a llamar en cualquier momento. Maia con los senos punzando ya el vestido corto. Senos de huérfana, cabellos de niña que una madre no peinó. Maia, mirando soñadora cosas y gentes. Maia al balcón, ese verano de fuego. Palabras que se parecen al sabor del fruto del sueño... ¿Qué estuviste haciendo, Maia, qué estuviste haciendo?

Maia sigue fregando la vajilla; Melina en el comedor, sentada, por turno, sobre la alfombra, jugando con Poodle. Afuera la luz cuadriculada por las rejas baja despacio; crecen telarañas grises y tibias bajo los mangos del patio. Melina se levanta a prender la lámpara.

-Es hora de preparar la cena de Pachi Achi.

Arroz con leche como sólo en la infancia se come: untuoso, aromático, lleno de dulzuras. Ella lo siente como si fuera una prolongación de sus labios, como si Pachi Achi al comerlo, devorase sus besos. Ella, que no lo puede besar a su gusto sino cuando no la ven (¿cuándo es que no la ven?). Melina y Pacífico quieren todos los besos de Pachi Achi para ellos. ¿No podrían permitir que Maia lo besara alguna vez a su gusto y sin medirle los besos? Para que no le doliesen tanto. Pero Melina no quiere. O tal vez Pacífico es el que no quiere. Ella les oyó hablar una vez:

-No es conveniente que se encariñe con él. Más tarde puede dolerle.

-Maia sufre, Pacífico.

-¿Y qué remedio?... Las cosas vienen así.

¿Pero no es esto quitar con una mano lo que se da con la otra?... Ellos la recogieron, sí. Le dieron techo cuando más lo precisaba. A ella, huérfana, sola dos veces abandonada. Pero se quedan con Pachi Achi.

-¿Podría ser de otra manera, Maia?

  —69→  

-No.

-¿Entonces?

Sí, ellos tienen razón. Sin embargo, Maia siente en lo hondo del ánimo que éste es un trato usurario. Unos pocos cariños, ¿podrían hacer tanto mal a Pachi Achi? Hay infinitas criaturas mimadas por sus tías jóvenes o maduras. Maia hasta llegó a esperar que tal vez, pasando el tiempo le dejarían cuidarlo. Para no cansarse tanto Melina. Cuidar una criatura no es grano de anís. Velar envejece y Melina siempre mezquinó la propia belleza. Es verdad que Pachi Achi es un ángel y no da malas noches. Pero ahora que empieza a caminar y se da contra los cantos, se cae y llora. Ella libraría a Melina de todas las preocupaciones. Melina seguiría siendo la madre. Nadie podría quitárselo nunca a ella ni a Pacífico; la madre siempre es la madre, dice la gente. ¿Entonces?...

Pero Melina no quiere, Pacífico no quiere. Tienen celos; así, tienen celos. Ellos quieren a Pachi Achi, es verdad. ¿Cómo no quererlo? Pero es gracioso que tengan celos: es Maia quien debería estar celosa. Además -Maia no quisiera decírselo a sí misma, no quisiera ser mala- es una manera de continuar el castigo, de no perdonar. De hacer que siga sola su camino, como siempre. Le dieron una pequeña cómoda para su ropa; pero sigue sin un rinconcito donde colgar los trapos de su corazón. Como siempre. No se trata ya de querer a Pachi Achi: se trata de que Pachi Achi no la quiera a ella, no distraiga un átomo del cariño que ellos sorben como tierra seca el agua. Melina esperó demasiado tiempo un hijo. Ocho años. Una eternidad. Ahora quiere resarcirse de la espera. Ella que tanto pedía un bebé, que no se conformaba con la voluntad de Dios. ¿Cómo no reconocer ahora que todo es voluntad de Dios, menos la injusticia?... ¿Por qué no le da a Maia su partecita en la voluntad de Dios?... Bien sabe Dios que se la ha ganado... O por lo menos que la ha pagado bien.

Pachi Achi no come su arroz. No tiene apetito. Melina prueba a hacerle comer.

  —70→  

-Una cucharadita por papá, ¿sí?... Otra por mamá... Otra por papá, otra vez...

Pachi Achi asiente gravemente; come. (Maia traga saliva. Una cucharadita por ella no podría, siquiera?...). Fuera se siente rechinar la cortina del garaje: Pacífico regresa. Pachi Achi ha terminado de comer, Melina lo lleva a dormir; de paso por el comedor, le hace despedir de papá con un beso. Pacífico en el sillón lee el diario. Luego se recuesta, cerrando los ojos. Oye a Maia que va y viene de la cocina al comedor trayendo platos y servilletas. Tintinean los cubiertos: Pacífico abre los ojos y la mira. El cuello delgado, casi infantil; los cabellos ondeados, un poco descuidados ahora y rebeldes, pero con ese voluntarioso salvajismo de yuyo nuevo; la mirada resbala por la espalda lisa, la grupa pequeña y apretada, las piernas torneadas y blancas; lo más torneado de su delgada personilla. Ahora Maia pone la mesa y está de frente. El seno pequeño que no ha lactado, el vientre, sorprendentemente liso. Y sin embargo... Pacífico resbala por una pendiente viscosa. Sabe que están mal esas visiones, pero quizás no lo puede remediar. Cierra los ojos, resistiéndose a los feos pensamientos.

-¿Qué hay para cenar, Maia?

-Bife con ensalada y dulce de frutilla.

El diálogo es apacible, pero Maia no se deja engañar. En su corazón infantil humea, silenciosa, una vaga inquietud, siempre que Pacífico la mira. Uno poco de calor le sube a la mejilla. Ella trata de apagarse, de difuminarse, de borrarse en presencia de Pacífico; por nada del mundo quisiera enojarlo: sería exponerse a perder del todo a Pachi Achi. El marido de su hermana es al fin y al cabo el dueño de casa, el árbitro; es además su tutor. Pero quisiera que no se fijase en ella, que no la mirara. Sabe que hay cosas que Pacífico sabe, que ella nunca podrá ocultarle pero, ¿por qué él le ha de hacer sentir que las sabe? ¿No es eso tenerla un poco desnuda siempre, sin nada que pueda llamar de veras suyo? Cuando él la mira, no tarda también Melina en dirigirle una mirada rápida al marido primero, a ella después. Y se da cuenta de que Melina se siente vagamente   —71→   molesta. ¿Ha de ser suya siempre la culpa? Se siente desnuda ante los dos y no pudiendo defenderse. Ella sabe que es la voluntad de Pacífico quien lo gobierna todo, a través de Melina; él ordena cosas que quizás a Melina no se le ocurrieran.

-Tenés que alargar un poco tu vestido.

-Oh, Melina; está bien así, no se lleva más largo.

-Sí, pero a Pacífico no le gusta así.

O bien:

-Maia no debe pintarse.

-Todas lo hacen, Pacífico.

-Sí, pero ello no debe hacerlo. Tiene que hacer lo que nosotros digamos.

Depender de los demás toda la vida. Toda la vida. Ligada así de la cabeza a los pies, a la voluntad de otros seres. Allá arriba las estrellas ensemillan un cielo profundo: si hubiese bastante silencio, Maia las oiría crepitar. Su rocío en los ojos despiertos; en los pulsos no sé qué inquietas mariposas. ¿Nunca más libre para mirar el cielo a todo cuerpo y soñar? ¿Nunca más?

Melina entra. Pacífico alza la vista.

-¿Pachi Achi?

-Ya está dormido.

-¿Qué le pasa a Maia?

Melina hace un gesto vago. Sabe adónde lleva siempre estas preguntas de Pacífico. Y no le agrada.

-Parece haber llorado.

Con desgano Melina se encoge de hombros.

-¿Por qué?

-Lo de siempre.

-Esto se hace fastidioso.

-Comprendé, Pacífico...

-¿Qué tengo que comprender?... ¿La tenemos en casa o no?... ¿Le hemos dado amparo cuando más precisaba o no?... ¿Dónde estaría ahora tu hermana si no fuese por lo que hemos hecho nosotros por ella?...

  —72→  

-Pacífico, es mi sangre...

-Tu sangre, es cierto. Pero tené la seguridad de que quizá por una hermana mía no hubiese hecho lo misma. Debería haberse conformado y comprender lo que estamos haciendo, caray.

(¿Pero Pachi Achi no significa nada?... ¿Nada quiere decir Pachi Achi, el amor que tenés a Pachi Achi?)

Melina calla. Se siente apenada por Maia, pero más se siente humillada. El menosprecio a Maia la alcanza sutilmente a ella. Si no fuese por Maia, ella podría hacer y decir muchas cosas de que ahora tiene que abstenerse; se siente obligada a andar con pies de plomo. Pacífico puede en cualquier momento echarle en cara. Los hombres están siempre listos para eso.

-Pacífico, los dos queremos a Pachi Achi...

-Desde luego, lo queremos. Pero eso no tiene nada que ver.

-¿Nada que ver? Sí, es verdad, legalmente nada. Melina querría hablar querría hablar a veces claramente con Pacífico, pero intuye que lo que pudiera decirle no tendría valor para él. Y la humillación que siente ante el marido se le vuelve en parte rabia contra la hermana. ¿Por qué han tenido que ser así las cosas? Sí su20 madre hubiese vivido o si Maia hubiese sido mayor... o si Maia hubiese sido otro carácter... Piensa de nuevo en Pachi Achi; se distiende y enternece. ¿Acaso Pachi Achi no lo explica todo, no lo justifica todo?... Pacífico es hombre y los hombres no comprenden...

-¡Maia!

De allá de la cocina llega la voz suave, cantarina, que parece siempre velada por lágrimas recientes.

-¿Sí?

-¿No está aún la comida? Van a dar las ocho.

Maia va y viene. Es ella quien sirve, como es también la que barre, cocina, lava los plato. Fue la condición que si ella venía esta vez a casa tendría que irse la muchacha. Una manera   —73→   también de aherrojara dentro de las cuatro paredes. Sólo que a la sirvienta se le da sueldo. A ella no le dan nada. Melina le da de vez en cuando unos pesos que ella guarda hasta juntar lo suficiente para comprarse un batón, unas sandalias, una enagua de nylon barato. Nada de lujo. Y Maia no sale a la calle sino con Melina. No va a ninguna otra parte. Melina quería que estudiase.

-Algo que le ayude en la vida, Pacífico. Hay que prepararla. Siquiera un poco de inglés, dactilografía. Por lo que pueda pasar.

-Veremos.

Pero la cosa no llega. Y los días se anudan como eslabones, iguales unos a otros, duros: la cadena parece pesar cada día más. Maia va y viene sirviendo. Pacífico se encuentra de pronto mirándola de nuevo. La cadera enjuta, el seno pequeño. El pensamiento viscoso se arrastra de nuevo como lombriz bajo21 el occipucio de Pacífico. La imagen de ese cuerpo casi infantil soportando al hombre de pesados cuadriles y tórax profundo vuelve una y otra vez, turbándole; en vano se dice que es sólo indignación. Se encuentra odiando casi, despreciando a Maia, por los mismos pensamientos que le inspira. Tan jovencita, tan menuda. Quince años. Baja los ojos a su sopa. Qué habría sido de Maia si no la hubiesen recogido consigo. Muertas la abuela y la vieja tía, el destino de la pequeña no habría sido dudoso. El asilo, seguramente. O el Buen Pastor. Maia tiene mucho que agradecerles. Respira aire libre, puede hojear revistas de modas, aunque sean anticuadas; mirar por el balcón algunos momentos, cuando Melina lo hace; salir de compras al almacén, y ver los árboles de la calle y pasar las gentes y los vehículos. Maia tiene mucho que agradecerle. Es cierto que es hermana de Melina, pero un hombre no se casa con sus cuñadas. También Melina tiene que agradecerle. Le permite tener a su hermana junto a ella, le ha evitado a Maia quién sabe qué horrores y a Melina vergüenza. La figura de Pachi Achi salta ahora de pronto a la pantalla. Todo desaparece por un momento para acoger la figurita pequeña,   —74→   cómicamente gordita, cuyas manos aletean sobre un plato o se agarran al volante con increíble fuerza. Pachi Achi. Su mismo nombre. Pacífico Aguiar, abreviado en la lengua de trapo de un niño de quince meses. Pachi Achi. Es triste no tener quien perpetúe nuestro nombre y nuestra sangre. Melina y él22 esperaron un bebe durante ocho años. Ahora llega Pachi Achi. Distinto y extraño, y sin embargo caro a su corazón. Un estremecimiento súbito le distiende; el tic tac del reloj vuelve a entrar en su oído.

-¿Dónde está el diario, Melina?... ¡Ah! Aquí está. Vamos al cine.

-¿Al cine?

-¿Te sorprendés?

-Hace tanto tiempo que no vamos...

-Por eso mismo. Mirá esa película tan buena: «El Evangelio según San Mateo».

Maia va a la cocina llevando los platos sucios. Pacífico ve sus labios apretados, la carita oscura y empequeñecida.

-¿Qué le pasa?

-Tal vez le gustaría ir al cine. Nunca va a ningún lado...

-¿Estás loca?

Comprende que ha estado brusco. Echa por un desvío:

-Quién se queda en casa cuidando a Pachi Achi?...

Melina inclina la cabeza. Es cierto, Maia tiene que quedarse. Va a su habitación, y vuelve metiendo su pañuelo limpio en la cartera. Maia lava los platos23 en la cocina. Melina se asoma, le dice hasta luego mientras Pacífico cierra con llave la puerta del patio. Salen. Maia oye girar la llave en la cerradura de calle. La encierran, como siempre... En el auto, Melina se aventura:

-Habría que darle alguna diversión, Pacífico. Una chica de su edad...

-Ella sabe su situación, ¿no?... Hay que saber aceptar lo que nos toca.

Maia termina de limpiar los platos como un autómata.

  —75→  

El dolorcito que parece prenderse a sus quince años como una gran araña de patas duras debajo de los senos núbiles se encarniza. Poco a poco sin embargo recupera los ánimos. ¿Qué será lo que quince años no puedan soportar?... Aquel dolorcito del momento va bajando como barco en naufragio a unirse con tantos otros -grandes y chicos- en el sótano del alma. Sólo queda, implacable, aquel otro dolor grande de su desgarradura adolescente, aquel dolor que abrió su cuerpo y su alma en una grieta sola, que no se puede cerrar, no la dejan cerrar. Suspira. Estira los brazos. Va a sentarse en un sillón del comedor. Cierra los ojos. Poco a poco una idea va adquiriendo forma en ella: una idea díscola, audaz, inverosímil, maravillosa. Mira el reloj. Son apenas las nueve24. Esperará... Sí, hasta las nueve y media. Hasta tener la seguridad de que Melina y Pacífico no han desistido de entrar en el cine -alguna vez ha pasado que salieron para allá y luego se arrepintieron. Esperará hasta las nueve y media... Y luego...

Despacito va hacia el cuarto de baño. Se lava las manos con el rico jabón de Pacífico. (Esta es una de sus pequeñas venganzas.) Se echa en el cuello y las manos perfume de Melina. (Que se fastidie Melina.) Ya en su cuarto, se pone su camisón de lienzo - camisón de enclaustrada- y se echa en la cama. El reloj de la cómoda deja llegar hasta el dormitorio - pegado al de Melina y Pacífico, separado por éste del de Pachi Achi- su solemne tic tac. Y luego con un previo desgarro, las campanadas. Las nueve y cuarto. El tráfico de la calle decrece, despacio. Ay, cómo tarda en pasar el tiempo. La inmovilidad parece envolverla con su telaraña. Está a punto de dormirse. Las nueve y media. Maia echa una pierna fuera de la cama luego la recoge otra vez. Se levanta de nuevo. Se vuelve a echar. Las diez menos cuarto. Por fin. En la calle ha cesado casi todo rumor. Maia se levanta. Va hacia la puerta de calle, y corre el cerrojo. Así estará más segura. Cruza la alcoba conyugal. Abre con cuidado, palpitándole el corazón, la puerta del cuartito de Pachi Achi. Prende la luz. Allí, en su camita de hombrecito -a Pacífico no le gustó una cuna- está durmiendo Pachi Achi, el   —76→   puño cerrado sobre la cabeza, dentro de la esponjosa chaquetita del pijama. Maia lo mira y siente lo que debe sentir una botella que se coloca bajo la canilla abierta a toda rosca; en él entra, tumultuosa y fresca, la alegría de querer.

-¡Pachi Achi mi vida, mi cariño, mi amor!

Se arrodilla al lado de la camita. Tiende las manos; no sabe cómo tomarlo para no despertarlo. Pachi Achi abre los ojos. Parpadea. Se le queda mirando fijamente, luego cierra los ojos, de nuevo bosteza.

-Pachi Achi, mi vida.

Lo alza, lo acaricia. Pachi Achi sonríe, bosteza. Luego abre los ojos, totalmente despierto. Está sorprendido ante esta ruptura de las reglas de su vida; pero no le parece mal. Maia pasea a Pachi Achi canturreando, lo deposita en el suelo; va hacia la pequeña cómoda, saca un montón de ropitas, las pone en la silla junto a la camita. Y comienza a vestir y desvestir al nene, probándoselas. Le pone primero su mameluco de seda celeste; luego su trajecito de lana amarillo; luego su dolmancito de azul zafiro; su gorrito de piel blanca y sus botitas haciendo juego. A cada prenda que le pone, corre al espejo de Melina a hacérsela ver. Pachi Achi no entiende nada, pero está divertidísimo. Maia baila con él; lo besa hasta dolerle el corazón. Ahora le prueba su trajecito blanco de las grandes ocasiones, que aún no estrenó. Ah, la felicidad. ¿Quién dijo que la felicidad completa no es de este mundo? Señal de felicidad es cuando se olvida el lugar y la hora. Maia lo ha olvidado todo. Y cuando suena la puerta de calle con seco y redoblado aldabonazo, es como si una serie de bolas de hierro se descolgasen de pronto en su estómago. Pone a Pachi Achi en la cama, lo tapa sin detenerse a sacarle su vestido de gala: agarra los trajecitos y hechos un burujón los tira en la cómoda; echando encima un zapatito suelto, cierra como puede y corre a abrir, tratando en vano de componer el rostro. Corre el cerrojo, cruje la llave. Pacífico y Melina entran. Melina viene asustada, Pacífico, oscuro como trueno, se le echa encima:

-¿Por qué cerraste la puerta por dentro?...

  —77→  

-Yo tuve miedo... yo...

Pacífico la lleva, clavándole los dedos en el brazo, en vilo, hasta el comedor. Melina los sigue, palidísima. Allí Pacífico echa a la muchacha de un empujón en un sofá.

-Apesta a perfume. Algo anduvo haciendo. Vigílala, Melina.

Va hacia adentro sacando del bolsillo el revólver. Maia no imagina qué puede hacer con él, pero tiembla de la cabeza a los pies. Melina la sacude, y no sabe qué es mayor: si su miedo o su cólera.

-¿Qué estuviste haciendo, Maia?...

Maia no puede hablar. Donde el cuñado le apretó el brazo, le duele. Todas las luces de la casa están prendidas; se oye a Pacífico abrir y cerrar puertas. Al fin vuelve, oscuro el ceño siempre; pero ha guardado el revólver. Se dirige a Maia:

-Me vas a decir qué estabas haciendo.

-¿Qué estabas haciendo, Maia, qué estabas haciendo?...

Maia abre la boca; pero sólo puede sacudir la cabeza histéricamente. Pacífico alza la mano para pegarle. Melina se interpone.

-No, Pacífico, eso no. Vamos a dormir. Mañana aclararemos todo.

-Pero...

-Vamos a dormir, Pacífico. Por favor. Los vecinos...

Le cuesta mucho ceder a Pacífico, pero cede. Va hacia la puerta de calle; tiene que encerrar el coche. Maia, sonámbula, se encamina a su cuarto. Melina entra a ver a Pachi Achi. La luz prendida muestra al nene despierto, incorporado en la camita. Allí está, con su dolmán, sus botitas, su gorrito blanco. Melina se los saca, le acuesta. Pachi Achi queda quieto. Con el dolmán en la mano, Melina va al cuarto de Maia.

-¿Qué quiere decir esto?...

Maia, ahogada por la congoja no contesta.

-¿Tal vez querías escapar con Pachi Achi?

Maia deniega con la cabeza.

  —78→  

-Quería probarle la ropa... ver cómo le quedaba...jugar con él un rato. Nunca juego con él...

Solloza hasta ahogarse. Melina querría decir algo, pero no encuentra qué. Le pasa la mano por la cabeza. Hace tanto tiempo que no acaricia a Maia. Baja la mano, siente extraña, forastera, la forma de la pequeña cabeza. Su corazón se oprime.

-Duerme tranquila. Ya hablaré con Pacífico.

Cuando éste llega del garaje, Melina está ya en la cama.

-¿Averiguaste algo?

-Sí.

-¿Y?

-Quería jugar con el nene, Pacífico. Lo estaba vistiendo con sus ropitas de fiesta...

Pacífico se queda rumiando el asunto un rato.

-Está loca.

Melina calla. Sí. Hay cosas que los hombres no comprenderán.

-Hizo perder el sueño a la criatura. ¿Se da cuenta esa irresponsable?... Y nos dio un susto mayúsculo.

-Bueno, Pacífico. Vos también, enseguida pensaste lo peor.

-¿Te parece que no tengo razón para pensar mal?

Melina traga saliva.

-Ella no da motivo hasta ahora, Pacífico.

- Creés que podemos fiarnos de ella entonces?...

Melina calla.

-Y esa manía con la criatura. Como si fuésemos ogros que la privamos de verle.

-No se pueden atajar los sentimientos, Pacífico.

-Pero se puede comprender que hay que aceptar una situación. Al fin y al cabo, ¿qué hubiese hecho ella sin nosotros?...

-¿Y nosotros sin ella, Pacífico?

-No me hagas reír. Todos los días hay en la Maternidad media docena de criaturas disponibles. Cualquiera de ellas   —79→   hubiese servido sin necesidad de que tu hermana se acostara con un atorrante cuyo nombre ni siquiera sabemos.

Ya salió fuera, como la pus de un grano, la brutalidad. Melina habría preferido que Pacífico le hubiese pegado una bofetada. Calla y aplica la mejilla contra la almohada para ahogar el llanto. Así pues Pachi Achi es como otro niño cualquier abandonado; no es alguien que lleva la sangre de ella misma. Para Pacífico es lo mismo... Y el insulto a la hermana parece salpicarla a ella, la hace sentirse sucia.

La mano de Pacífico busca su hombro; se desliza por su sien:

-Bueno, Melina... Uno está enojado y dice cualquier cosa.

Melina llora inconteniblemente. Llora de humillación, de desesperación, porque no puede volverse contra Pacífico -éste tiene razón- y volverse contra Maia, tan desvalida, sería cobarde. Llora, como antes Maia, con nerviosos espasmos que la ahogan. Es la primera vez que ella llora así; ni cuando se enteró de la desgracia de Maia. Pacífico enciende la luz; se sienta al borde de la cama, trata de consolar a Melina. La levanta, la recuesta contra la almohada. Melina está patética. El pelo deshecho le cae sobre los hombros: el fino camisón resbala de su hombro desnudando el seno lleno, redondo. Pacífico siente ante la muñeca maltratada renacer extrañamente la ternura hace tiempo arrinconada. Pide perdón a Melina. La besa cálidamente. Encuentra palabras escondidas muy adentro de los sentidos. Y del fondo turbio de ese instante penoso, un poco sórdido, asciende, inesperado, como un pez encendido, la maravilla inédita de la suprema sintonía. Pacífico un tanto avergonzado y al propio tiempo contento allá dentro no sabe por qué. Melina humillada pero satisfecha del imperio que recobra, parece, en los sentidos de él. En el abrazo que los une se liberan Dios sabe qué secretas y últimas timideces. Quizá es la llamada que alguien, en alguna parte demorado, esperaba para ponerse en marcha por un camino de luces en capullo hacia el mundo de Pacífico y Melina.

  —80→  

El reloj bronquítico suelta, como una píldora de metal, una campanada. Pacífico y Melina duermen. En la almohada de Maia se secan ya las lágrimas. Sobre la alfombra del comedor, Poodle gime. Grisón, en el patio, ha buscado el fresco del pasto. Una mariposa blanca entra a través de la abierta reja de la habitación de Pachi Achi; revolotea sobre su camita, entra luego en la alcoba conyugal, se funde en su sombra.

1957

Preguntas sobre el texto de Josefina Pla

1)¿Cómo se llamó el grupo poético donde se integró Josefina Pla en los años cuarenta? ¿Podrías citas dos autores más que lo integraron?

2)¿Qué expresan las frases que aparecen entre paréntesis en el relato?

3)¿Dirías que las frases breves del texto le dan un mayor dinamismo a la narración?

4)Cita qué representa cada uno de los personajes femeninos del relato.

5)¿Sabrías resumir el desenlace?





  —81→  

ArribaAbajoMariela de Adler

(1909-1991)


A finales de la década de los sesenta aparece una nueva autora en el panorama de la narrativa paraguaya: Mariela de Adler. Autora de origen ruso de la que poco conocemos de su biografía, publicó dos libros de cuentos: La endemoniada (1966) y De otro modo: historias en voz baja (1968). De ella hemos seleccionado, como muestra de la evolución prolongada que se va apreciando en el cuento paraguayo femenino, el relato titulado «Lazarillo de Dios», publicado en La endemoniada. En él se advierte la ternura propia de la mujer narradora, pero además una muestra de inconformismo frente a la pomposidad del referente social eclesiástico. El personaje de un joven vagabundo acaba en casa de un sacerdote, cuya hermana ha muerto recientemente y vive solo, donde ocupa el papel del ama de casa que realiza las labores del hogar. El sacerdote es humilde y se mantiene alejado de la fastuosidad en que incurren otros miembros de su estamento.

Destaca en Mariela de Adler no sólo la ternura y gratitud con que tiñe a sus personajes, sino también la contraposición del digno mundo de la pobreza, frente al de una sociedad más hedonista, que por esa misma circunstancia va perdiendo sus hábitos más humanitarios.


ArribaAbajoLazarillo de Dios

Al ver deslizarse lentamente por la calle abrasada de sol una figura en sotana negra, los vecinos del pueblo decían en voz baja:

  —82→  

-Desde que murió su hermana, que en paz descanse, el pobre quedó así...

-La Teresa era una santa, ni qué decir.

-Era para él como una madre... Y ahora quedó huérfano, pobrecito.

El padre Ignacio seguía su camino, sin darse cuenta de los cuchicheos que suscitaba al pasar. El también pensaba incesantemente en su hermana Teresa, muerta hacía cuatro años. Todavía, a pesar del tiempo transcurrido, no podía hacerse a la idea de esa ausencia definitiva... Para él Teresa había sido todo: la madre, el calor del hogar, una mano femenina -todo aquello que un sacerdote suele sacrificar por amor a Dios. Ahora el padre Ignacio estaba solo. Con esto, ya no era joven: tenía alrededor de sesenta años, y a esa edad la soledad suele ser aún más agobiante. Antes, cuando todavía vivía Teresa, el padre Ignacio parecía más joven más robusto, lleno de vida y de energías. Ante todo era diferente: daba gusto estar en la vieja casita de al lado de la iglesia: apenas dos piecitas, un rancho medio derrumbado, pero adentro se notaba la presencia de la hermana. Teresa estaba en todo -en los mantelitos bordados por ella, en la cubrecama que ella había tejido para su hermano, en cada cosa que su mano había tocado... Y hasta en los rosales delante de la ventana que florecían cada año. Ahora ni los rosales florecían: desde la muerte de Teresa, el padre Ignacio había dejado de cuidarlos. ¿Para qué? Teresa ya no estaba... Y de nada le servía repetirse mil y mil veces que Teresa estaba en el cielo, junto a Dios: el padre Ignacio, con un egoísmo tan humano, hubiese preferido tenerla junto a sí...

Su desamparo llegó a tal punto que se abandonó por completo. Si los vecinos piadosos no cuidaran de él, el padre Ignacio hubiese pasado días enteros sin comer. Pero las buenas mujeres del pueblo le querían como a un verdadero padre, y no pasaba día en que la una o la otra no le trajese algo que comer. Es cierto que todos en la aldea eran pobres: sobrar, no sobraba nada; cada familia tenía a sus hijos hambrientos,   —83→   aparte de sus hombres. Pero para el padre Ignacio siempre había algo: un plato modesto de porotos, un par de huevos, un queso casero, y en los días festivos hasta unos pasteles.

Hacía más de veinte años que el padre Ignacio había venido como párroco a esa aldea, y todos los habitantes se recordaban aún del día de su llegada. Enseguida supo conquistar todos los corazones: siempre tenía para sus feligreses un buen consejo y una ayuda. Con todo esto, era sencillo y humilde, y nunca quiso nada para sí: vivía en la pobreza más estricta, cuando no en la más franca indigencia. Es que los ingresos eran magros: de vez en cuando un casamiento, muchos entierros, eso sí y aún más bautizos... Pero, ¿podía él exigir de esa gente algo por sus servicios de sacerdote? Conocía la miseria de sus ovejas y no se animaba a exigirles nada. Pertenecía el padre Ignacio a esa clase de sacerdotes que nunca piensan en sí mismos: como aquel famoso cura de la Francia remota al que el pueblo llamaba el «pobre sacerdote» y cuya fama de abnegado servidor de Dios había llegado hasta los oídos del todopoderoso cardenal Richelieu, el cual le hizo llamar, insistiendo en que el «pobre sacerdote» le pidiera algún importante favor, a lo que el cura respondió con su humildad proverbial: «ya que usted tiene esa amabilidad para conmigo, monseñor, e insiste en que le pida algo, le ruego ordene que se coloquen unas nuevas tablas en la carreta que lleva a los condenados a muerte hacia el cadalso, para que el miedo de caer en medio del camino no les distraiga a punto de olvidarse de encomendar sus almas a Dios».

Sí, el padre Ignacio pertenecía a esa clase de sacerdotes humildes y abnegados. Pese a su modo de hablar, parco y hasta algo brusco, tenía un corazón de oro, y los habitantes de la población no tardaron en descubrirlo. Entre los vecinos circulaban muchas anécdotas sobre el padre Ignacio. Se contaba, por ejemplo, que un día vino a verlo un hombre que vivía a varias leguas de distancia y que había oído hablar de la rectitud y sabiduría del padre Ignacio.

  —84→  

-Padre -comenzó el hombre -vengo a pedirle consejo.

-Hable, hijo mío, le escucho -contestó el padre Ignacio.

-Es que... No sé cómo decírselo, padre... Es que...

-Vamos -le interrumpió el padre Ignacio- lo mejor es ir derecho al grano.

-Y bien... Vea, padre, hace siete años, una mañana, mi mujer puso la leche sobre el fuego y dijo que iba a pedir prestados un par de huevos a la vecina... Desde entonces, no volvió más... Y ahora le pregunto, padre, qué debo hacer.

Y sin pestañear siquiera, el padre Ignacio le contestó con firmeza.

-Lo primero que tiene que hacer, hijo mío, es quitar la leche del fuego... Luego... dejar de esperar los huevos de la vecina.

Así era el padre Ignacio: humano sobre todas las cosas, y no le faltaba, en ocasiones, el don del humorismo. Y tal vez fueron estas cualidades que hicieron que los vecinos del pueblo, antes que ver en él al «señor cura», le consideraran como a un compueblano suyo, como a «nuestro padre Ignacio», pobre como ellos, desheredado como ellos y humilde como ellos.

Por eso no fue la menor preocupación de los vecinos el ver a su padre Ignacio morir cada día un poco más, a la vista de todos, desde la pérdida de su hermana. Es cierto que sufría en silencio, sin lamentos ni quejas, pero los que le conocían se daban perfectamente cuenta de su pena mortal.

Una tarde de invierno, mientras llovía ininterrumpidamente durante varias horas, ña Rosalía, la vecina más cercana del padre Ignacio, se echó encima una bolsa de carbón y vino a golpear a la puerta del ranchito del cura. Como nadie contestara, entreabrió suavemente la vieja tabla que servía de puerta y se detuvo en silencio. Lo que se presentó a su vista no era, por cierto alentador: el padre Ignacio estaba sentado ante una mesa vacía, apoyando la cabeza sobre una mano; la lluvia goteaba a través del techo podrido... En la penumbra del anochecer apenas se distinguían las pocas cosas de la pieza.   —85→   A ña Rosalía el corazón le dio un vuelco: le pareció ver llorar al padre Ignacio. En voz baja le llamó:

-Padre... Eh, soy yo, Rosalía.

El sacerdote alzó la cabeza y la miró con los ojos nublados, Al verlo así, desamparado, solo, en esa pieza inhospitalaria, mientras afuera caía la lluvia, ña Rosalía contuvo un sollozo y sobreponiéndose a su emoción, dijo:

-¿Qué hacer usted en esa oscuridad, padre? Espere, le voy a encender la lámpara. ¿Hay todavía querosén dentro?

-Deje, ña Rosalía... No vale la pena -dijo el padre Ignacio.

-¿Cómo que no vale la pena?

-Pronto me voy a acostar... Es casi de noche.

-¿Acostarse sin cenar? -exclamó la buena mujer- no faltaba más. Y forzándose en dar a la voz un tono alegre, prosiguió: Mire, padre, tengo una linda gallinita para usted... Se la voy a preparar para la cena.

Y diciéndolo, ña Rosalía sacó de debajo de su bolsa de carbón un magro pollo que acababa de estrangular y que todavía se estremecía débilmente.

-¿Eh? ¿Qué me dice? Con este tiempo le hará muy bien un buen plato caliente, padre... A veces, con el estómago lleno, uno hasta se olvida de las penas...

Y, bonachona, ña Rosalía se rió, echando miradas furtivas al sacerdote, mientras encendía la lámpara.

-No hacía falta, ña Rosalía... Usted misma apenas posee una media docena de pollos... ¿Y qué van a comer sus hijos?

-No se preocupe, padre -contestó doña Rosalía-. Todos somos pobres, es verdad; pero con la ayuda de Dios y también con la buena voluntad de mi José, de algún modo nos arreglaremos para no morir de hambre.

Luego, interrumpiéndose:

-Así que siéntese aquí al lado de la luz y espere la cena. Ahora, con la lámpara encendida, la casa parece más alegre. ¿Verdad?

  —86→  

El padre Ignacio no contestó. Luego de un silencio balbuceó:

-Teresa sabía preparar un caldo de gallina como nadie... No es para desprestigiarla, ña Rosalía, Dios me libre... Pero cuando me acuerdo...

-Bueno, bueno -le interrumpió ña Rosalía- ya se va a poner triste otra vez... ¿Qué le vamos a hacer, padre Ignacio? No podemos nada contra la voluntad de Nuestro Señor... Dios nos quita y Dios nos da... Pero ¿quién lo sabrá mejor que usted? No es a mí, pobre mujer ignorante, que me corresponde enseñarle estas cosas.

Ntilde;a Rosalía ya estaba por salir con la gallina, cuando el padre Ignacio la llamó:

-Tráigame el pollo, ña Rosalía... Yo mismo me lo voy a preparar. Así, como Teresa solía hacerlo...

Y como ña Rosalía quedaba indecisa, sin moverse, añadió:

-Es un antojo, ña Rosalía... Así voy a tener en qué ocuparme... Con esta lluvia uno no sabe qué hacer...

Parecía como si se disculpase por su extraño capricho. Estaba visiblemente turbado, hasta enrojeció un poco.

-Por mí -dijo ña Rosalía- como guste... Si eso le distrae, tanto mejor, padre... Voy a desplumar el pollo y se lo traigo. ¿Qué más quiere?

-Lo que tenga... Un poco de verdura... A ver, a ver... ¿Qué más solía poner Teresa? Ya: un poco de orégano.

-Que buena es usted conmigo -dijo el cura.

-Eh... Usted se lo merece, padre -contestó ña Rosalía-. Así que aguarde un rato en seguida estoy de vuelta.

Ntilde;a Rosalía salió. El padre Ignacio pensó: tengo que procurar salir de este estado de depresión. Si me dejo llevar por él, estoy perdido... Ya no soy más el pastor de mis ovejas... Ya no pienso en ellos como antes... Todo se me ha vuelto indiferente desde la muerte de Teresa... Pero ¿es que un sacerdote tiene el derecho de abandonarse de tal modo a su propio dolor? ¿No se debe él enteramente a sus fieles? Señor, Señor, ilumíname...

  —87→  

El padre Ignacio se levantó, sacó del estante la Santa Biblia y la abrió en cierta página. «Aquí está», pensó el padre Ignacio y leyó en voz bajo: «Mientras Él todavía hablaba a las multitudes, he aquí que su madre y sus hermanos estaban fuera buscando hablarle». Díjole alguien: «Mira, tu madre y tus hermanos están de pie afuera buscando hablar contigo». Mas Él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?». Y extendiendo la mano hacia sus discípulos, dijo: «He aquí a mi madre y mis hermanos. Quienquiera que hace la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, hermana o madre». Sí, estas son las palabras de Nuestro Señor Jesucristo. Un sacerdote, más que nadie, se debe enteramente a todos aquellos que le necesitan... Y yo he pecado, he sido egoísta, entregándome a mi propio dolor al punto de olvidarme de mis sagrados deberes de sacerdote.

Agobiado bajo25 el peso de sus propias acusaciones, el padre Ignacio se dijo: trataré a toda costa de desviar mis pensamientos de la muerte de Teresa... Comenzaré por prepararme mi propia comida para distraerme... Podría también arreglar este rancho: en días de lluvia gotea hasta sobre mi lecho. Sí. Cualquier cosa... Un pequeño esfuerzo de voluntad... Si me dejo dominar por esas ideas negras, estoy perdido... El Señor no lo permita...

Entretanto, ña Rosalía había vuelto. Encendió fuego en el brasero, colocó el pollo en la olla y preguntó:

-¿Quiere que le ayude, padre?

-Deje, deje, ña Rosalía, yo mismo haré todo... Y muchas gracias.

Al quedarse solo, el padre Ignacio se levantó pesadamente y comenzó, sin gran entusiasmo, a preparar la cena. Cuando todo estaba colocado sobre el fuego y la casita poco a poco empezó a llenarse de un sabroso olorcito a caldo, el padre Ignacio no pudo evitar una sonrisa melancólica: este aroma le recordó una vez más a Teresa...

Afuera, la lluvia seguía, pero dentro de la casa hacía un agradable calor, y el caldo seguía perfumando el ambiente. El   —88→   padre Ignacio de pronto sintió impaciencia por sentarse a la mesa, cosa que no le había sucedido más desde hacía cuatro años. No era simplemente hambre. Algo nuevo, desconocido se mezclaba a su impaciencia, algo vago e inexplicable como un presentimiento, que ni él mismo podía precisar.

El cura colocó su cubierto, el plato, puso la olla sobre la mesa y se sirvió un gran cucharón de caldo. Eso sí que era caldo como lo solía hacer Teresa... Pero al tiempo que el padre Ignacio metía la cuchara dentro del plato e, impaciente, husmeaba el vapor, se oyeron a la puerta unos discretos golpecitos. Y antes de que el padre Ignacio pudiese contestar, la puerta se entreabrió y una cabeza de hombre se asomó a la pieza.

-¿Se puede? -oyó el padre Ignacio, y la silueta de un hombre harapiento, chorreando de pies a cabeza, se adelantó unos pasos.

El padre Ignacio dejó la cuchara en el plato y preguntó:

-¿Quién es usted?

El desconocido contestó:

-¿Yo? Soy un hombre de Dios...

Y como el padre Ignacio seguía mirándolo, añadió:

-Perdóneme, padre... Veo que le molesto... Pasaba por aquí, y como llovía tanto... Perdóneme, pues no sabía que era la casa del cura... Soy forastero, vengo de lejos.

El hombre inició débilmente la retirada, no sin husmear previamente el olor del caldo. El padre Ignacio gruñó:

-¿Adónde quiere ir? Con este tiempo no puede seguir andando... ¿adónde iba?

-¿Yo? -dijo el desconocido- a ninguna parte... Yo, padre, no tengo destino... Cualquier lugar es bueno para mí... No soy más que un vagabundo.

Sonrió blandamente y quedó indeciso junto a la puerta.

-Vagabundo -gruñó26 el padre Ignacio- vagabundo... Luego, con rudeza. Anda, siéntate, allí, cerca del fuego... Estas temblando de frío.

El hombre se acercó al brasero y empezó a calentarse las manos. El padre Ignacio, de tanto en tanto, le echaba una   —89→   mirada furtiva. Ya no comía; no podía comer delante de un hombre quizás hambriento. Luego de un breve silencio, el padre Ignacio dijo:

-Acércate a la mesa... Toma aquella silla.

Y le mostró con la cabeza un taburete. El desconocido no se hizo repetir dos veces la invitación. Con un movimiento rápido acercó el taburete, se sentó frente al padre Ignacio y esperó, sin alzar la vista.

El padre Ignacio trajo otro plato, lo llenó hasta los bordes con el caldo y lo acercó al hombre:

-Come... Tendrás hambre, supongo.

El vagabundo, sin contestar, se echó sobre la comida. El padre Ignacio lo observaba de reojo. ¡Cómo tragaba la sopa hirviente... Dios santo, con qué rapidez el caldo disminuía en su plato hasta dejarlo vacío y limpio como recién lavado...! El padre Ignacio le echó otro cucharón. El mismo no comía: se había olvidado de su propio apetito al contemplar a este hombre hambriento que devoraba la comida. Ya no se complacía en imaginarse en compañía de su hermana, saboreando los platos por ella preparados. Hasta se sorprendió al no sentirse invadido por aquella tristeza desesperada, que desde hacía cuatro años no le abandonaba nunca. Entretanto, el segundo plato también había quedado vacío y el vagabundo, sonriente, dijo como para disculparse:

-Bueno, padre, esto sí que es comida... En toda mi vida he probado un caldo tan sabroso... Ustedes, los curas, por lo visto, no se privan de nada... Comen como los reyes... Viven como...

De pronto echó una mirada alrededor y quedó callado: la pieza vacía, el techo que goteaba, los pocos muebles toscos y desvencijados no daban la impresión de riqueza ni bienestar.

El padre Ignacio fijó sobre él su mirada indulgente y un poco burlona:

-No creas que comemos todos los días como hoy -le dijo-. Tal vez esta noche es en honor tuyo que yo27 mismo preparé esa cena que tanto te gusta.

  —90→  

-¿Y cómo usted pudo adivinar que yo pasaría hoy por acá? -dijo el vagabundo abriendo unos ojos ingenuos.

-Ya ves... A lo mejor un ángel de Dios me lo sopló... Pero come, come... Todavía hay más.

Y el padre Ignacio, solícito, le llenó el tercer plato. Con eso la olla quedó vacía. Sin pronunciar palabra, el vagabundo se dedicó a la comida. El padre Ignacio, divertido, le observaba: decididamente, este vagabundo le había caído en gracia. Al dejar limpio el tercer plato, el hombre dijo con un hondo suspiro:

-Bueno, padre, ahora estoy como para reventar... Uff... Tengo una panza que parece un tambor... Gracias, padre, he comido para toda la semana.

Se levantó, sacudió la ropa aún mojada y se dirigió lentamente hacia la salida.

-Qué calorcito hace aquí... -murmuró.

Afuera, la lluvia seguía incesante. Ráfagas de viento sacudían las tablas que tapaban la ventana sin vidrios. El padre Ignacio le miró.

-No puedes irte con esta lluvia -dijo. Y frente a la blanda indecisión del hombre, añadió: Quédate a dormir aquí esta noche... Mañana podrás seguir tu camino. Allí encontrarás una vieja manta para taparte... Y en la otra piecita hay un catre.

El vagabundo balbuceó:

-No sé cómo agradecerle, padre...

Comenzó a quitarse sus harapos; se envolvió en la vieja manta y se acurrucó junto al fuego.

-Ay, padre, qué bien se está aquí en su casita -dijo.

El padre Ignacio pensó: «Es verdad... Tiene razón este vagabundo. Existe gente más desgraciada, más miserable que yo. Gente que se da por satisfecha con tener algo que comer y un poco de calor...».

-¿De dónde vienes? -le preguntó.

-De lejos, padre... Mi lugar está a muchas leguas de aquí.

-¿Y hace cuanto tiempo que andas vagabundeando?

-Unos tres años, padre.

  —91→  

-¿Qué edad tienes?

-Voy a cumplir veinticuatro.

-¿Por qué no te quedaste en tu aldea? ¿No tienes allí a tu familia?

-La tengo, padre. Pero, ¿qué iba yo a hacer allí? Somos muchos hermanos... Y mi madre sola, porque a mi padre ni lo conocí siquiera. Claro que buscábamos algún trabajo, mis hermanos y yo. Pero en mi aldea no hay trabajo, padre. Todos somos pobres, una verdadera miseria... Una hermana mía fue a la ciudad para trabajar de sirvienta. Otra... también se fue, no sabemos dónde. Y yo... yo también salí un día... Los caminos me llaman, padre...

-¿Y no buscaste nunca trabajo en otros pueblos?

-¿Cómo no iba a buscarlo? Pero en los otros pueblos la miseria resulta ser más grande aun que en el mío... Y así, seguí el camino, pidiendo un poco de pan a las puertas... A veces, cuando hacía frío, me dejaban pernoctar bajo techo... En verano solía dormir en pleno campo, bajo las estrellas... Y a veces, con un poco de suerte, encontraba trabajo...

Sonrió y miró al padre Ignacio por primera vez en pleno rostro. «Tiene unos ojos de perro bueno y humilde, de un perro sin dueño», pensó el padre Ignacio. Sonrió también el sacerdote; su propia desgracia ya no le parecía tan tremenda como unas horas antes.

-Padre- dijo de pronto el vagabundo- sólo ahora me doy cuenta de que me comí yo solo toda su cena. Usted no probó bocado.

El padre Ignacio rió:

-No te preocupes por eso, muchacho -dijo-. No tengo hambre. Ha sido para mí un placer enorme poder observarte comiendo con tanto apetito. Con eso ya me siento satisfecho. Sonrió nuevamente y añadió:

-¿Cómo te llamas?

-Juancito me llaman, padre.

-Bueno, pues, Juancito, ahora vamos a dormir. ¿Qué te parece? Debes estar cansado.

  —92→  

-Me parece bien, padre... Porque, a decir verdad, luego de esta cena... Y con este calorcito... se me cierran los ojos...

El padre Ignacio comenzó a arreglar su lecho. Mientras tanto, el vagabundo entró en el cuartito de al lado y, tras un breve rumor, todo quedó sumido en el más profundo silencio. El padre Ignacio se acercó a la puerta y miró dentro de la piecita: acurrucado sobre el catre, Juancito dormía profundamente.

Apenas amanecía, al día siguiente, cuando Juancito ya se había levantado. Había encendido el fuego y colocado en él la pava de agua, moviéndose silenciosamente para no despertar al padre Ignacio. La lluvia había por fin cesado, y la mañana se anunciaba fresca y hermosa.

Cuando el padre Ignacio abrió los ojos, el agua en la pava ya hervía y Juancito barría la casa. Fingiendo dormir, el padre Ignacio lo observó: ese muchacho parecía haber nacido en esa casa, tanta habilidad mostraba en manejar los objetos y tanta soltura tenía en moverse en un ambiente, ayer todavía desconocido para él.

-¿Cómo pasaste la noche, muchacho? -dijo de pronto el padre Ignacio.

-Ah, ya se despertó usted, padre... Me siento como en el paraíso...

Luego añadió:

-Ya está el mate.

El padre Ignacio se sentó frente a Juancito, y mientras tomaban el mate, Juancito le hablaba en tono de cariñosa confianza.

-Luego iré a buscar algo para preparar el almuerzo, padre. No crea: sé algo de cocina. Quedé durante unos dos meses en una taberna, ayudando a la cocinera; como no soy tonto, aprendí mucho de ella. Ya verá usted, padre, qué almuerzo le voy a servir... Claro, tan rico como su caldo de anoche, eso no...

Juancito le sonrío maliciosamente. El padre Ignacio no pudo menos que devolverle la sonrisa; decididamente, ese   —93→   muchacho tenía el don de la simpatía. El viejo sacerdote se sentía definitivamente conquistado. Pero cuando una hora más tarde Juancito volvió, todo sofocado de haber corrido, con un pollo bajo su blusa, presentándolo triunfalmente al padre Ignacio, éste le dijo severamente:

-¿De dónde sacaste ese pollo?

Por ahí, padre... Hay muchos que andan por la calle...contestó Juancito, sin turbarse en lo más mínimo.

-Pero este pollo no nos pertenece... Es propiedad ajena.

-Eh -exclamó Juancito si nadie me vio, padre, se lo aseguro... Yo sé hacer estas cosas...

El padre Ignacio disimuló su sonrisa.

-No se trata de eso -dijo-. Cometiste un robo, mi hijo. Y yo no puedo permitir eso.

Mas al ver el rostro de Juancito, poco menos que desesperado, el padre Ignacio dijo:

-Bueno, por esta vez te perdono. Iré luego a arreglar el asunto con la dueña del pollo... Y añadió: La gente aquí es muy pobre, Juancito, muy pobre... No faltaba sino que les robemos sus pollos.

Con un entusiasmo indescriptible, Juancito se puso a la tarea de preparar la comida: las plumas del pollo degollado volaban, el agua en la olla hervía y Juancito, armado del cucharón, manejaba hábilmente los objetos que le rodeaban. De tanto en tanto salía al patio a buscar un poco de leña seca, soplaba sobre el fuego, traía agua de lluvia...

Mientras el padre Ignacio se disponía a salir para la iglesia, Juancito le dijo

-Al volver, padre encontrará usted todo listo; deje que yo me encargue de todo.

Efectivamente, al volver a casa a mediodía, el padre Ignacio encontrose con la mesa puesta. Por primera vez desde la desaparición de Teresa, el padre Ignacio volvió a ver el mantel blanco bordado por ella, la vajilla y todos aquellos objetos familiares que desde entonces permanecían intactos sobre el estante. El padre Ignacio contempló un momento la mesa. y,   —94→   sorprendido, pensó: ¿por qué será que ahora no siento ninguna amargura, ninguna tristeza al recordar a mi hermana?

-¿Qué me dice usted de mi caldo, padre? -preguntó Juancito cuando ambos estuvieron sentados a la mesa.

-Riquísimo, muchacho -dijo el padre Ignacio- sólo mi hermana sabía hacerlo tan bien como tú... Ah, mi pobre Teresa, que Dios la tenga en su santa gracia...

Y sin dejar de comer el padre Ignacio empezó a hablar al vagabundo de su hermana y de la soledad en que vivía después de la muerte de ella, para terminar diciendo:

-Dios sabe lo que hace, Juancito... Quién sabe si no se habrá llevado a mi hermana para ponerme a prueba... Y ahora te envía a ti...

Juancito sonreía... Los platos se llenaban y se vaciaban bajo la atenta vigilancia de Juancito. Por primera vez desde hacía cuatro años, el padre Ignacio volvió a gozar de la paz íntima.

Ahora sólo le preocupaba la inminente partida de Juancito. ¿Acaso no había dicho él mismo que en ningún lugar había quedado más de dos meses? Pero las semanas se sucedían, y el vagabundo, al parecer, no pensaba irse. Todos los días se levantaba antes del amanecer, preparaba el mate, limpiaba la casa y hasta lavaba la ropa del padre Ignacio. Con todo esto, siempre alegre, siempre de buen humor.

Una mañana, al volver a casa, el sacerdote le encontró arreglando el techo de la casita.

-Para que el próximo invierno no tenga usted esas goteras -le explicó.

El padre Ignacio no dijo nada. ¿Estará él aquí conmigo el próximo invierno? -pensó no sin angustia.

Luego de terminar la reparación del techo, Juancito decidió blanquear la casita. Quedó como nueva, y ambos, el padre Ignacio y Juancito, quedaron largo rato sumidos en muda admiración delante de aquella obra de arte.

-Ahora sí que tiene vista; el pueblo no tendrá porque qué avergonzarse de la casa del señor cura -dijo Juancito, y   —95→   en su voz había tal orgulloso cariño, como si el «señor cura» fuera él mismo.

Ese mismo día el padre Ignacio le dijo.

-Mira, Juancito, trabajas en mi casa como si fueras un empleado mío y aun más... Pero yo no puedo pagarte nada. Juancito... Tu mismo lo sabes: mis ingresos apenas alcanzan para vivir.

El vagabundo alzó sobre el sacerdote su mirada de perro manso.

-¿Acaso yo le he hablado de dinero, padre? Si no fuese más que por dinero, me hubiese quedado por cualquier patrón... Aunque no ganara mucho, siempre me darían algo por mi trabajo...

Y, luego de un silencio, prosiguió.

-No, padre... Yo no quiero nada de usted... Me he quedado aquí porque vi desde la primera noche que era usted un hombre como no habrá otro... Desde aquella noche de lluvia, cuando usted me cedió su cena -a mí, un vagabundo- comprendí que clase de persona era usted. Y no es por halagarle, pero tiene usted un corazón de oro, padre.

El padre Ignacio, visiblemente emocionado, murmuró.

-Exageras, hijo, exageras... Soy como cualquier hombre: vi a un prójimo hambriento y le di de comer... ¿No haría lo mismo cualquier otro en mi lugar?

Pero Juancito le interrumpió.

-No siga, padre, porque yo sé lo que digo...

Y las semanas pasaban en una atmósfera de dulce paz. Poco a poco volvió al viejo sacerdote la antigua vitalidad, y el padre Ignacio se sintió revivir. La sensación angustiosa de soledad, que durante tanto tiempo le había atormentado con imágenes desesperantes, casi morbosas, había desaparecido por completo, llenando su alma de un sereno y claro bienestar... De vez en cuando pensaba en los últimos cuatro años de su vida y se decía: ¿cómo puede entregarme a tal punto a mi dolor de hombre como para olvidar mis obligaciones de sacerdote? He abandonado a mis fieles... No he pensado más que   —96→   en mí. Ay de nosotros: el sacerdote no es más que un ser humano expuesto a todas sus flaquezas... Sólo ahora comprendo que ha sido Dios mismo quien me ha mandado a ese vagabundo para mostrarme mi camino extraviado y hacerme volver a mis obligaciones de sacerdote... Sí, con horror lo confieso: Dios no habitaba más esta casa... Dios había huido de mi casa... Pero ahora, Dios volvió, y está aquí, conmigo, con nosotros... Lo siento nuevamente en la paz que invade mi alma, en la dulzura de palabra que Él nuevamente puso en mis labios, en el desprendimiento total de mí mismo, en cada cosa que me rodea.

De nuevo los vecinos del pueblo volvieron a ver a su viejo y bienamado cura subir y bajar la calle, entrando en las casitas de sus fieles, llevando consuelo y ayuda a los enfermos necesitados... y todos decían: es ese vagabundo de Dios quien cambió al padre Ignacio... Un verdadero milagro... ¿Quién será ese hombre? ¿No será un ángel que nuestro Señor ha transformado en vagabundo para enviarlo al padre Ignacio? Y hubo muchos que hasta tenían miedo a Juancito, y se persignaban cuando él pasaba cerca de ellos.

Dos años transcurrieron desde que el joven vagabundo entró en la casa del viejo cura, dos años de vida plena de armonía, paz y trabajo. Un día, el padre Ignacio no se levantó de su cama. Muy preocupado, Juancito no se alejó un solo instante de su lado, tratándolo con los más diferentes yuyos y remedios caseros de su propia invención y preparación. Pero lejos de mejorar, el viejo sacerdote visiblemente se debilitaba más cada hora. Al día siguiente, estando Juancito a su lado, el padre Ignacio murmuró con su sonrisa un poco burlona.

-No hay nada que hacer, muchacho: por lo visto mi tiempo ha llegado, y los yuyos no sirven para nada cuando nuestro Señor nos llama ante sí...

Y viendo que los ojos de Juancito se nublaban, dijo.

-¿Por qué lloras? Yo no me aflijo, Juancito... Pronto estaré junto a mi hermana... Y no tendré que avergonzarme ante ella, porque cumplí aquí mis deberes de sacerdote...

  —97→  

Mas Juancito sollozaba desesperadamente. El padre Ignacio con esfuerzo le tocó la mano.

-Vamos, vamos muchacho... Tú seguirás tu camino guiado por una mano invisible, la que nos guía a todos... tal vez, por esos caminos haya alguien que te espera sin saberlo... Sigue, sigue, pues, vagabundo de Dios...

Al amanecer, el padre Ignacio dejó de existir. Toda la aldea acompañó los restos del que fuera en vida su pastor durante un cuarto de siglo. Mientras muchos lloraban, Juancito iba detrás del ataúd callado, sombrío. No hablaba con nadie, no miraba a nadie. Al retornar a su casa luego del entierro, Juancito quedó sorprendido al encontrarse con un grupo de personas que rodeaban a un joven sacerdote con sotana nueva. Al ver a Juancito, el cura le dirigió la palabra.

-¿Eres tú el muchacho que atendía al padre Ignacio?

Indiferente, sumido aún en su dolor, Juancito asintió con la cabeza, el joven sacerdote prosiguió.

-Acabo de llegar de la ciudad. Soy el nuevo cura párroco designado para reemplazar al padre Ignacio en este pueblo... He revisado la casa: tendremos que buscar otra, adquirir unos muebles decentes... Un sacerdote no puede vivir en un rancho como éste que carece de comodidades más elementales... Francamente no me explico cómo el padre Ignacio ha podido aguantar tanto tiempo en esas condiciones de vida. Cuento, pues, contigo, muchacho; quedarás a mi servicio.

En silencio Juancito escuchó al nuevo cura.

-Muchas gracias, padre -dijo- pero yo... yo me voy...

El sacerdote, irritado, preguntó.

-Pero, ¿por qué? ¿Cuánto te pagaba él por tus servicios? Yo te pagaré lo mismo.

-El padre Ignacio no me pagaba nada -dijo Juancito, sin mirar al sacerdote-. Pero con usted... aunque me pague... Perdóneme, padre, tengo que irme

-Insolente -murmuró el joven sacerdote- cómo se nota que el padre Ignacio no supo hacerse respetar... Pero yo no soy el padre Ignacio... Conmigo ya verán...

  —98→  

Mientras tanto, a paso lento, Juancito se alejaba... No había llevado nada. Se iba tal como había venido una noche de lluvia: un vagabundo, llevando por todo equipaje su limpia alegría de niño y la gratitud de su humilde corazón.

Preguntas sobre el texto de Mariela de Adler

1)¿En qué década del siglo XX irrumpió Mariela de Adler en el panorama de la narrativa paraguaya contemporánea?

2)¿Qué significaba Teresa para el padre Ignacio?

3)Cita algunos pasajes donde el narrador utilice el pretérito imperfecto.

4)¿Por qué el vagabundo Juancito no se quedó en su aldea?

5)Resume en seis líneas el argumento del cuento.





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ArribaAbajoNoemí Ferrari de Nagy

(1914-1992)


Esta autora, como Teresita Torcida, tampoco ha sido situada en el lugar que se merece dentro de las letras paraguayas, por encontrarse entre dos generaciones con obras suficientemente estudiadas. Además de poetisa, es narradora. Su obra en prosa incluye la novela titulada El mengual (1971), de tema nativista, y el libro de cuentos, Rogelio: cuentos y recuerdos (1972). Su origen italiano le permitió aportar a la narrativa paraguaya, especialmente a la femenina, una sustancia intimista actualizada.

Los cuentos de Rogelio, de la misma forma que los de su obra anterior, El mengual, son aproximaciones a la débil alma humana para subrayar sus vicios y virtudes. Sus personajes no son estereotipos, sino modelos individuales de comportamiento, que no obstante se repiten en otros seres humanos. Hemos seleccionado el cuento titulado «Rogelio», cuya novedad estriba en que posee un narrador femenino y en primera persona, algo generalmente eludido por buena parte de las narradoras anteriores, que preferían la omnisciencia de la narrativa realista tradicional. En el relato se plantea la necesidad que la mujer tiene del hombre, aunque sea un niño, especialmente para eludir los miedos que la rodean. Lo importante es que en él se observa la transición del relato paraguayo hacia formas más intimistas. Y quizá por esta razón, Noemí Ferrari merece ser rescatada, aunque los argumentos de sus historias se caractericen por cierta blandura sentimental.

  —100→  

ArribaAbajoRogelio

Ya es de noche. Apuro el paso, y una ráfaga agradable de aire fresco me recibe en el recodo del callejón cerca de la casa. La avenida se ha quedado a mis espaldas con su asfalto caliente, su ruido, sus luces, el relampaguear que acompaña a los tranvías; camino por un sendero cuyas irregularidades me conozco de memoria. Entre las enmarañadas cabelleras de árboles y matorrales sólo una luz se insinúa: la que brilla desde el pequeño porche de mi casa. Doy una vuelta en semicírculo alrededor de una vaca que descansa echada, y finalmente entro en mi jardín.

A ver ahora dónde estará Rogelio. Tenía orden de no dejar la casa, pero no siempre ni él ni el perro resisten la tentación de escaparse para vagar por los baldíos, cuando nadie los controla.

-¡Rogelio, Rogelio! Voy gritando, la vista puesta en los árboles, pues mi joven jardinero tiene tendencias tarzanescas. Mi voz se pierde y queda el concierto de los insectos, como un bordado sobre el fondo del silencio.

Entro en casa rezongando y empiezo enseguida las tentativas para encender la cocinita de querosene, con sus mechas siempre estropeadas. Por suerte, ya llega la muchacha que fue a la misa de la noche. Oigo sus pasos y luego la consabida lucha con la puerta de su pieza. Es una puerta caprichosa que un día se hincha y otro se reseca, así que ni se puede llavear. La chica suele atar el picaporte con un piolín fijado a un clavo, por medio de muchas vueltas tan complicadas como inútiles. Finalmente la muchacha entra28 en la cocina, muy pálida.

-Señora -murmura- alguien está en mi cuarto. La piola desapareció y la puerta está trancada desde adentro. Cuando quiero abrir, parece que alguien hace fuerza del otro lado.

Me quedo sin aliento. Ya dos veces unos rateros robaron algo del jardín pero nunca tuve que enfrentarme con un caso como éste. ¡Y sin teléfono, y la casa aislada entre terrenos   —101→   baldíos! Pienso en el rifle que cuelga cerca de la biblioteca: nada que hacer, las balas son viejas, casi todas tomadas por la humedad. Por eso el día en que matamos la comadreja... pero vamos, hay que encontrar algo, de prisa.

-Vete corriendo al vecino -le digo a la chica-. Recién escuché su moto, así que ya habrá llegado. Pídele que venga a darnos una mano, dile que estamos solas.

Al quedarme esperando, me siento muy incómoda. Saco de su vaina el puñal finlandés, viejo recuerdo que hasta ahora sirvió sólo de pisa-papel sobre el escritorio, y lo agarro amagando un golpe de abajo hacia arriba, una y otra vez. En eso llega el perro jadeando y meneando su pedacito de cola, seguido por Rogelio.

Dejo los sermones para después y pongo al jovencito al tanto de lo que pasa.

-Tomo el machete -me dice, todo animado. Corre al galpón y vuelve en un abrir y cerrar de ojos, armado, la mirada brillante de coraje. Se dirige sin más hacia la pieza de la muchacha, y yo lo sigo, puñal en mano, susurrándole que espere al vecino.

-Yo no tengo miedo- me asegura con aire teatral. No aparenta más de once años a lo sumo, y aunque tiene algo más (nunca quiso ser explícito sobre este punto, pues se avergüenza de su escasa estatura), al fin y al cabo es solamente un muchachito.

-Espera, Rogelio -insisto-. Un malhechor descubierto suele volverse una fiera, de puro miedo.

-Estoy armado -recalca con gallardía el hombrecito, y empieza a sacudir la puerta.

La muchacha vuelve preocupada.

-La vecina dice que su marido todavía no ha llegado-, dice.

-¡Mentira! -bufo con indignación, mientras Rogelio entrevera tal o cual puntapié con las sacudidas.

Desde adentro viene una voz femenina y cansada:

-¡Ya voy! Abro enseguida...

  —102→  

-Parece mi hermanita... -observa la chica con alivio. En la pieza se enciende la luz, y en la abertura aparece una joven desgreñada y soñolienta.

-Vine a visitarte -murmura dirigiéndose a su hermana -pero Rogelio me dijo que recién habías salido y que te esperara no más en tu pieza... Até la puerta porque quería dormir tranquila un rato.

-Míralo un poco al valiente... -empiezo dirigiéndome con ironía al muchacho. Rogelio no parece molesto ni avergonzado, sólo de improviso se pone a reír nerviosamente. No se ríe de mí, ni de sí mismo: es la risa tras la cual uno resguarda su dignidad. Termino por sonreírme yo también y digo simplemente:

-Bueno, vete a poner el machete en su lugar.

Preguntas sobre el texto de Noemí Ferrari

1)¿Quién es el narrador del cuento?

2)¿Crees que «Rogelio» es un relato sentimental? ¿Por qué?

3)¿Predominan en el texto los diálogos o los fragmentos narrativos?

4)Señala algún fragmento donde predomine el monólogo interior directo.

5)¿Qué teme la protagonista?





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ArribaAbajoAna Iris Chaves de Ferreiro

(1922-1993)


Esta autora fue capaz de suministrar cierto aire de frescura a la tendencia idealizante, realista y sentimental, de la narrativa paraguaya en su novela Crónica de una familia (1966). Desde su ambiente familiar se introdujo en el mundo de la literatura y en los círculos culturales, y fue obteniendo premios en concursos de cuentos, de teatro y de novela.. Durante su vida se sintió protagonista de la literatura escrita por mujeres en Paraguay. Aunque negó fomentar cualquier política feminista activa, sus narraciones suelen centrarse en el estado de la mujer en el Paraguay, aunque en el fondo de ellas subyace la ideología conservadora. En suma, Ana Iris Chaves ha participado de forma decisiva en el trabajo de la incorporación masiva de la mujer al mundo de la literatura.

Sus obras se sitúan dentro la vertiente narrativa tradicional costumbrista. Son de lectura fácil, breves y amenas, con un estilo que busca la acción, y con una gran perfección técnica en la narración en tercera persona y el monólogo. Sin embargo, la novela Crónica de una familia tiene la apariencia de una sucesión de cuentos unidos por un hilo temático común, una historia familiar. Su narrativa corta suele tener un carácter moralizador, y en ella desarrolla temáticas variadas como la infidelidad matrimonial, siendo la mujer la persona envuelta en el adulterio, o el dominio del hombre por medio de la astucia y la llamada «intuición femenina». Estas mujeres, en lugar de salir triunfantes, terminan siendo víctimas de su propia infidelidad; de su propia respuesta práctica a un matrimonio infeliz,   —104→   por ejemplo, pero cuando triunfan han dado cuenta de su habilidad y de su inteligencia. En los cuentos, Ana Iris Chaves suele emplear la ironía y el humor como procedimientos para ridiculizar un microcosmos que por extensión simboliza al resto de la célula matrimonial como institución social. En todas sus obras hay una separación entre el mundo exterior y el ambiente cerrado en que viven los personajes, sobre todo los femeninos, y el espacio enclaustrador no solamente da una sensación de aislamiento e individuación, sino que también refleja el mundo sofocante y limitado de una sociedad en decadencia.

Ha publicado dos novelas: Crónica de una familia (1966) y Andresa Escobar (1975). La primera es una saga realista en la que se cuenta la vida de tres generaciones de una familia en que se ha mezclado la sangre de los vencedores y vencidos de la Guerra de la Triple Alianza, mientras que la segunda es una29 historia de una mujer envuelta en las pasiones de la tierra en que vive. Como sus cuentos, es una prosa testimonial en la que se mezcla la narración que caracteriza el costumbrismo paraguayo criollista con el drama romántico de la novela decimonónica latinoamericana. En Crónica de una familia, la relación entre el hijo del patrón, Juan José, y la campesina Antonia, posee las características de las novelas románticas casi anteriores en un siglo como María de Jorge Isaacs, por la situación de amor imposible entre dos personas de castas sociales distintas. El padre de Juan José obliga a Antonia a casarse con otro campesino, para que se aleje de las pretensiones de su hijo. Por otra parte, Crónica de una familia posee un talante y una temática histórica en su fondo, con una exaltación clara del nacionalismo decimonónico paraguayo, y el recuerdo de la frase pronunciada por el mariscal López en el momento de su muerte, ¡Muero con mi patria!, permanece en la memoria de los personajes de las tres generaciones de la novela. La localización espacial física de la obra en los tres escenarios de Brasil, Argentina y Paraguay muestra el proceso de simbiosis en las fronteras de estos tres países después del fin de la guerra.

  —105→  

Andresa Escobar es una historia romántica que anticipa resolutoriamente sus cuentos publicados posteriormente. La protagonista es una mujer humilde que es víctima del ambiente social. En los años ochenta ha publicado sus únicos tres libros de cuentos: Fábulas modernas (1983), Retrato de nuestro amor (1984) y Crisantemos color naranja (1989). El cuento que presentamos, titulado «Eterno imán», pertenece a Retrato de nuestro amor. Es uno de los primeros relatos femeninos que omite referencias situacionales localistas, lo que da cuenta del tránsito de la autora desde el nativismo hacia una apertura más universal. Se trata de una historia sentimental, neorromántica, pero con algunas referencias críticas al modelo de educación tradicional de las clases altas paraguayas. La autora traza al comienzo una descripción escueta, pero concreta, de su personaje. Éste, Nidia, es el prototipo del producto de una educación consentidora y paternalista. Hija única y de familia de consolidada posición social, llega a admitir en el desenlace, después de su experiencia vital, que a los quince años creía ser el centro del mundo y que el resto de seres humanos eran objetos a su disposición. La autora opta por un desenlace donde la regeneración de las personalidades facilita el «final feliz».

El cuento es el resumen de una vida que culmina con la declaración de amor de la pareja protagonista. Dividido en dos partes, la autora focaliza el relato alrededor del personaje masculino, pero Nidia es la protagonista de la primera parte. Lo destacable es la disyuntiva que se plantea entre el hombre y la mujer: mientras ella es firme en sus actos, consecuencia de la claridad de sus deseos, el hombre se muestra perplejo. La mujer sabe poco de la vida (como llega a comprender después) y su educación le mentaliza a relacionarse solamente con personas de su misma posición. El hombre sólo puede someterse a la libre decisión de la muchacha, aunque se haya convertido en un médico diestro y de prestigio. Como reza el título, la atracción pasiva que siente es profunda y sincera, lo que contrasta con la fuerza centrípeta   —106→   de la psicología femenina. El protagonista revela sus dudas, temores y problemas en monólogos interiores que sintetizan la visión que el hombre tiene de un tipo concreto de mujer, y que demuestran que la autora escribe desde un punto de vista masculino. Sin embargo, el verdadero protagonista es el personaje femenino, quien logra dominar de forma espectral al hombre, de quien llega a manipular sus decisiones con el poder de la persuasión.


ArribaAbajoEterno imán

Nidia era una bonita quinceañera. Hija única, tenía todas las desventajas de las mismas. Pero ello lo ignoraba. Así como ignoraba muchas otras cosas que en su ambiente no hacía falta conocer. Pero sabía que era bonita y que sus padres podían comprarle cuanto dictara su capricho. Como el coche. Ese pequeño que su padre le obsequió al cumplir sus 15 años.

En él iba aquel mediodía para ir a almorzar con una amiga, cuando al llegar a la calle 14 de mayo se paró el cochecito, así, de pronto. Tocó ella este botón, apretó esta palanca, dio vueltas a la llave y nada. Ni para atrás ni para adelante. parado. Reacio a sus pocos conocimientos mecánicos. ¿Qué hacer? Pues echar una ojeada en torno podía ser que aún a esa hora y bajo ese sol candente, tuviera la suerte de encontrar ayuda.

Ya venía hacia ella un joven que había estado esperando su ómnibus en la esquina. Lucía una camisa a rayas, de esas fabricadas en serie pantalón de hilo gris, mocasines negros, En la mano, un pequeño receptor a transistores. Su rostro serio denotaba nobleza y carácter. Nidia lo vio acercarse con gran alegría. Parecía ser el salvador ideal.

-¿Puedo ayudarla, señorita? -se ofreció, encandilado por los bellos ojos de la joven.

-No marcha mi coche... no sé qué pudo pasarle... es nuevito.

  —107→  

-Si usted me permite, voy a revisarlo. Tal vez le falte nafta.

-Ay papi lo mata a Santiago si es por la nafta.

-¿Quién es Santiago? -preguntó Enrique, indignado ya por el tonito de ella.

-Y el chofer. El tiene la orden terminante de fijarse que a mí coche no le falta nada.

-Pero también pudo fijarse usted...

-¿Y usted cree que yo tengo tiempo para esas cosas?

-¿Tanto30 tiene que hacer para no poder ocuparse de su propio auto?

-¿No ve mi peinado? No me diga que no se nota que me pasé dos horas y media en la peluquería.

Sí, se había fijado en su elaborado peinado, impropio para sus años. Y hasta pensó que era una lástima que ella jugara a hacerse la señorita. Habiendo decaído su entusiasmo, en lugar de contestar su pregunta, le dijo que se bajara del coche para revisarlo. Se metió en el cochecito, hizo sus averiguaciones, e inmediatamente notó que el tanque de reserva estaba lleno. Intacto. Se lo iba a decir, feliz con el descubrimiento, cuando la voz trivial de ella se dejó oír:

-Ay, apúrese que voy a quemarme viva.

-¿No le gusta quemarse? -preguntó él desde adentro.

-Desde luego que no. Son tan vulgares las morenas.

-Gracias...

-Ay, ni noté que usted es moreno. Pero a los hombres les queda bien. Además, dije «morenas» -quiso arreglarlo pero su suerte estaba echada.

-Bueno, se quedó sin nafta -mintió él.

-Ese imbécil de Santiago...

-Es fama que estos andan con un jarro de combustible. Ahí pasa un chico, se le puede mandar hasta la estación de servicio a buscar.

-¿Hablarle yo a ese chico? ¡Usted está loco! -dijo con gesto despectivo.

-¿Por qué no querría hablarle?

  —108→  

-Yo estoy acostumbrada a hablar sólo con los de mi clase...

Enrique palideció bajo el golpe. ¡Si supiera esta chiquilina estúpida a quién había estado tomando por uno de su clase! ¡Si supiera que cuanto vestía él en ese momento era todo cuanto poseía! Pagado a crédito, con dinero que, en parte, le daban los ricos necios como ella que en lugar de estudiar durante el año iban a los cines y sólo se acordaban de los libros31 cuando se aplazaban. Para entonces estaba él, robando horas a su descanso para darles clases suplementarias y conseguir así lo necesario para ir tirando mientras seguía sus estudios de medicina. ¿La radio? Era un pésimo chiste de uno de esos niños bien quien, al ir a pagarle, se la entregó con estas palabras: «Mire, perdona, su plata me la gasté; aquí tiene la radio en pago, pero a mi papá no puedo volver a pedirle». Tomó la radio, claro, su valor tenía, pero este invierno se pasó sin la campera que pensaba adquirir, al recordarlo todavía le dolía el frío pasado. Pensó que la obra de Dios tenía infinitas facetas; esta chica tan hermosa, tan feliz y tan necia. Miró sus ojos. Lástima que fueran tan endiabladamente bellos... Claros, rientes. Y con toda su alma deseó hacerla llorar. ¡Cuánto más hermosa sería llorando!

-¿Y qué hacemos? -interrogó ella en ese momento.

-...Y si usted me considera de su clase, voy yo a buscar la nafta.

-Ay, pero qué se va a molestar...

-Voy. Pero óigame. Tendrá que esperarme fuera del coche porque con este calor32 se recaliente tanto esto, que es peligroso. Uno nunca sabe. Mejor es quemarse un poco y no exponerse. Yo vuelvo en seguida.

-Bueno, se lo agradezco.

Se fue, con los labios apretados. ¡Ese chico no era de su clase! La niña necesitaba a uno de su clase incluso para acarrearle nafta. ¡Fabuloso! ¡Y él estaba en pie desde las cuatro de la mañana porque debía estudiar antes de presentarse a su empleo y ahora iba al Hospital, a practicar, con dos pasteles   —109→   en el estómago por todo almuerzo! Y aún le faltaba, para terminar la jornada, enseñar a tres palurdos que lo exasperaban. Pero estaba de suerte: lo encontraron digno de ir a buscar nafta. Al final se consoló un poco pensando que Santiago debía pasarlo peor.

Quedó33 en una esquina. Dejó pasar dos vehículos que pudieron transportarlo, rumiando si valía o no la pena cargar con la tal nafta, cuando una voz que salía de un ómnibus lo decidió:

-¡Escobar! ¡Escobar, subite!

Subió, se trataba de un compañero que le dijo riendo:

-¡Pero qué ocurre, vos transistorizado! ¡Hay que ver!

-Ya te cuento, ya te cuento. Y al pasar por donde la había dejado la vio, estólidamente parada bajo el sol ardiente. Le pareció que ya iba tomando el tenue color del langostino del «vulgar» tono moreno. ¡Que se embrome!, pensó, pero en lo hondo lamentó que tuviera los ojos tan bellos.

-Y, che, contame lo de tu radio -pidió el amigo.

-Es para Prieto. Únicamente si se la cedo me presta su Anatomía Práctica y su calavera, y como la radio me sirve poco, se la llevo...

Durante la tarde, en medio del trajín de una labor que le apasionaba, la olvidó. Dio sus clases particulares y, agotado, cerca de las 23, se tumbó en su cama... y fue entonces cuando la recuperó. Vio otra vez sus refulgentes ojos azules, rientes hasta cuando ella decía «Papi lo va a matar a Santiago». ¿Hasta cuándo habrían permanecido riendo esa siesta de fuego? ¿Cómo serían, serios? ¡34Qué bellos lucirían cargados de lágrimas!

A él no le gustaban las personas que reían mucho. Tenía un sentido dramático de la vida. Y con razón, por supuesto. El había sido uno de los tantos niños traídos del interior por una encargada engañosa. De niño sólo recibió mal trato, mala alimentación, mala ropa y ningún estudio. Cuando osó protestar le dijeron: «¿Y qué querés! ¿Que mantengamos a tu   —110→   madre y a vos? ¡Estás loco! Ella se lleva todo, si la querés tenés que aguantar»

Pero después de ver que dos visitas de su madre resultaron infructuosas porque el cuenta variaba así para ella: «¡no podemos darle nada, el chico nos cuesta demasiado!», resolvió escaparse. Encontró un lugar donde también trabajaba mucho pero le dejaban tiempo libre para estudiar. Y estudió con febril dedicación, sabiendo que ese camino era el único lícito para mejorar su suerte y la de su madre.

Había transcurrido mucho tiempo, estaba en 6º grado, cuando alcanzó a comprar una camisa y un pantalón decentes y un corte de género para su madre. Entonces fue a su valle. Llegó hasta el rancho en que naciera. Encontró que la madreselva había tomado toda la casa. El floripón ya no estaba. Entró mirándolo todo ávidamente... Aquella maceta era nueva. ¡Qué enorme estaba el croto! Y en eso una voz le dijo: «¿Qué quiere?». No conocía esa voz. Ahuyentó los recuerdos, levantó los ojos y encontró que tampoco conocía a la dueña de la voz». «¿Está doña Basilia?», preguntó. «¿Doña Basilia?». «Sí, ella vivía aquí». «Habrá sido hace mucho, porque desde que yo me casé, hace tres años, vivo acá. Pero a lo mejor la vecina sabe». Sí, la vecina sabía. Doña Basilia había muerto hacía más de cuatro años. ¡No podía ser! Pero era. Amigas de su madre lo confirmaron. No encontró ninguna cruz ante la cual hincarse. Nadie recordaba, apenas cuatro años después, si había sido enterrada al lado de ña Natalia o más allá de don Antonio. El único consuelo fue saber que descansaba en camposanto.

En el ómnibus que lo traía de vuelta, notó de pronto que aún conservaba en la mano la tela para su madre. Sonriendo amargamente, tiró el paquete por la ventanilla.

Pensó que era imposible que su madre no hubiera tratado de encontrarlo y, ya en la capital, fue a su casa de su primera encargada. La mujer lo recibió de mala manera y le dijo irritada: «no hay nada para vos». «Mi mamá murió», le dijo él, «y quiero saber ahora si nunca volvió desde que yo me fui».

  —111→  

«Pobrecita», se condolió ella. «Ahora que me acuerdo, sí volvió». «¿Por qué no me contó las veces que vine antes?». «Porque te dejó una carta, y se me perdió, y me dio vergüenza...» La impotencia por su sino, la rebelión ante el Destino le duro años. Podía decirse que le seguía durando. Desde entonces supo que el trabajo y el estudio eran los únicos paliativos para el dolor, la injusticia, la soledad.

Todo esto lo fue rememorando aquella noche. ¿Por qué? Porque unos ojos se empeñaban en resplandecer ante él y su dueña no merecía poseerlos. No merecía que se pensara en ella. No merecía que él se desvelara. ¡No merecía nada! Pero esa noche se demoró en dormir y por mucho tiempo después se acostumbró a pensar en ella cuando ya había terminado sus faenas.

Los años fueron gastando tercamente sus días. Se recibió de médico con medalla de oro. Sus colegas le dieron afectuosas palmadas, sus profesores lo felicitaron, algunos lo abrazaron, pero ninguna mujer se alegró con él. Seguía su soledad.

En una fiesta realizada para festejar la obtención colectiva del título, tropezó, de pronto, con ella. Estaba aún más hermosa que en sus recuerdos... y repentinamente supo por qué ninguna mujer había entrado en su vida.

-Buenas noches, señorita -le dijo.

-Buenas noches. ¿Nos conocemos acaso?. -su voz había mejorado notablemente.

-Una vez me comisionó usted para ir a buscar nafta y nunca llegué a destino.

-¡Usted! ¡Pero claro! Me dejo plantada con ese calor insoportable y para más, ni falta hacía la nafta.

-Todo por no quebrantar sus principios. Créame. Aunque las apariencias engañen, yo35 no soy de su clase, no tenía derecho a dirigirle la palabra.

-¿Conocías al doctor Escobar, Nidia? Buenas noches, doctor -un joven se había acercado a ellos con dos vasos de   —112→   refrescos en las manos. Era un estudiante de 4º año, Enrique lo veía siempre.

-Lo conozco, sí.

-¿Sabía que Nidia es mi Novia, doctor?

-No, no lo sabía. Lo felicito.

Y, otra vez, a mansalva, la soledad, el dolor, la indignación e impotencia...

Dos meses después se enteró que el compromiso estaba roto. Tres meses más y la festejaba un abogado. Seis meses después estaba comprometida con el abogado. Un año36, y había roto también con el. Después supo que su tercer noviazgo había quedado, también, trunco. Enrique pensaba que los sentimientos nada significaban para ella. Con su belleza como señuelo, jugaba con el corazón de los hombres. Pero con todo, en lo íntimo, reconocía que él se sentiría feliz si ella se dignaba jugar con su enamorado corazón.

Aquella tarde lo llamó uno de sus profesores, el más ilustre, quizá. «Venga rápido a mi clínica, es urgente», le dijo. Cuando llegó, lo encontró esperándolo, muy preocupado.

-La hija de un amigo muy querido ha sufrido un accidente automovilístico. Hay que operarla inmediatamente, existe el peligro de que pierda el uso de sus piernas. Yo no me atrevo, se lo confieso; les expliqué a sus padres37 y están de acuerdo conmigo en que usted es el indicado para operarla.

-¿Quién es la joven?

-Es la única hija de Matteri, el millonario. Hombre al que admiro por sus buenas obras. A la chica la traje yo al mundo.

Pero el mundo se había acabado para Enrique Escobar, ¡se trataba de Nidia!

-Perdone38, profesor, yo no puedo operarla.

-Si no lo hago yo, solamente en usted confío. Este accidente me ha afectado profundamente, no estoy en condiciones. Le estoy pidiendo no solamente un favor sino que salve   —113→   usted una vida. Le ruego que no se demore más. Los minutos vuelan.

Como un sonámbulo se encontró en la sala de operaciones, listo para intervenir.

Cuando practicó la primera, profunda incisión, le asaltó un pensamiento atroz: si en vez de seguir esa línea se desviara ligeramente a la derecha, la paciente moriría. Nadie nunca sabría nada y terminaría para él ese perpetuo suplicio de saberla inalcanzable. De amarla sin esperanza. De conocer sus reiterados noviazgos. ¡El podría vengar a aquellos a quienes ella destrozara el corazón! Sintió el sudor corriendo por su cuerpo. Levantó la vista y notó que todo los ojos estaban fijos en él, asombrados al verlo detenerse. Lo embargó una tremenda vergüenza, y rápidamente continuó operando. El juramento hipocrático había triunfado una vez más. El médico se había impuesto al hombre y el milagro quedaba hecho: se escamoteaba a la muerte una joven vida.

La operación duró dos horas al cabo de las cuales él se encontró rendido de cansancio, pero feliz contento consigo

mismo. El resultado final se demoraría en conocerse y, mientras, todo marchaba bien.

Cuando Nidia estuvo mejorada le explicaron sus padres que debía la vida al doctor Escobar. Protestó porque lo habían llamado pero tuvo que aceptar los hechos y, lo que fue peor para ella, darle las gracias. Le llevó días resolverse y, nobleza obliga, lo hizo.

-Gracias, doctor, me dicen que le debo la vida.

-La vida se la debemos solo a Dios.

-Parece que yo andaba un poco abandonada de Él cuando me pusieron en sus manos.

-Cualquier otro cirujano hubiera hecho lo mismo.

-Es usted modesto.

-Desde luego. No soy de su clase.

-Por favor, doctor, no interprete mal mis palabras. En aquel entonces yo tenía quince años y a esa edad todas las   —114→   mujeres creemos que el mundo es nuestro escenario y los demás mortales, espectadores obligados a aplaudirnos. Fue así, nada más, no me crea mala.

-¿Tiene importancia, acaso, lo que yo crea? Pero no se fatigue usted. Ya hablaremos.

La quemante pregunta de si volvería Nidia a caminar estaba en todos los labios aunque nadie se resolviera a hacerla. Ella hacía bromas sobre sus piernas pero Escobar descubrió que, últimamente, mientras los labios reían, sus ojos quedaban serios, muy serios.

El tiempo iba pasando. Escobar sabía que el tiempo era su peor enemigo. Llegaría el momento en que la terrible pregunta sería hecha y entonces él ya nada tendría que hacer junto a su cabecera. Una vez sacado el yeso, él sabía que Nidia caminaría. Lo sabía.

Por eso tembló aquella tarde cuando luego de cumplir con sus tareas profesionales, oyó decir a Nidia, dirigiéndose a su madre:

Cuando la señora se retiró, Escobar sintió que la antigua y siempre nueva soledad lo atraparía otra vez. Sabía que ella le preguntaría «¿volveré a caminar?» y cuando él le respondiera «sí» ya no se justificaría casi su permanencia junto a esta mujer a la que amaba con desesperación. La miró angustiosamente, deseando que la pregunta no saliera de sus labios.

-Quería preguntarle algo, doctor, porque de otra manera creo que moriré sin saberlo.

-¡Vaya! Pues mi respuesta es «sí» -dijo armándose de valor para que su tortura terminara lo antes posible.

-¿Cómo sabe que puede gustarme esa respuesta?

-¿Acaso no desea saber si caminará?

-No, eso no me preocupa estando en sus manos.

-Qué iba a preguntarme, entonces?

Nidia lo miró intensamente y despacio, como si temiera tener que repetirlo, le preguntó:

  —115→  

Enrique sintió desgarrarse su nube, el sol que apareció lo deslumbró y dio un paso hacia ella, todavía incrédulo. Nidia le tendió los brazos. Se arrodilló a su lado y la besó con pasión. Fue notando que su angustia desaparecería, que su permanente desazón caía hecha pedazos. Mientras todavía la besaba, un pensamiento lo asaltó, ¿cómo estarían sus ojos? ¿Serios? ¿Rientes? ¿Qué mutación habrían sufrido ante este inesperado encuentro con el amor? Quiso saberlo, quiso verlos. Lentamente dejó sus labios y levantó la cabeza. Miró a Nidia, pero no pudo ver sus ojos. Porque Nidia lloraba dulcemente.

Preguntas sobre el texto de Ana Iris Chaves

1)¿Cita el título de una obra de Ana Iris Chaves de Ferreiro?

2)¿A qué clase social pertenece Andresa Escobar y de quién

es víctima?

3)¿En cuántas partes se puede dividir «Eterno imán?» Señala el lugar donde finaliza cada una de ellas y el porqué de esta división.

4)Define qué tipo de educación ha recibido Nidia.

5)Señala si existen en el texto elipsis temporales y cuáles.





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