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Nicolás Guillén: negritud y universalidad

(La vertiente hispanista)

Luis Sáinz de Medrano Arce





Hasta cierto punto puede parecer una obviedad el título de este trabajo por el hecho de que difícilmente la poesía hispanoamericana -más que cualquier otro género literario- ha dejado básicamente de ser hispanista, digámoslo subrayando la palabra. No sólo por razones de la lengua común sino por el peso de la tradición clásica, irrenunciable en todos los poetas del otro lado del océano, que rara vez deja de actuar. Más aún, añadiremos, en el caso de Cuba, cuyas letras, tan personales, rezuman siempre por algún lado aspectos de lo esencial de esa tradición, como lo acreditó mejor que nadie José Martí.

Pero no cabe duda de que en los agitados tiempos de la vanguardia, propicios a tremendas rupturas, hay que valorar mucho más esto que llamaríamos no «fidelidad», que puede sonar a obsecuencia, sino pervivencia de unos módulos y tonos que, teniendo su asentamiento «oficial» en España, pertenecen, en igualdad de condiciones, a todo el mundo hispánico. Estos, felizmente, convulsionados tiempos incluyen, además, en el Caribe y fundamentalmente en la mayor de las Antillas, un fenómeno lleno de vigor e imprevisible inicialmente en sus consecuencias: el negrismo, que pudo haber desembocado, como ciertos ramales del indigenismo, en un rechazo enérgico de lo español.

De que no ocurrió así es muestra ejemplar la obra poética de Nicolás Guillén, esa obra que, en el contexto del propio autor, quiebra inesperada y enérgicamente la estructura de una lírica sentimental, vagamente posmodernista, para mostrar, ante la perplejidad y a veces irritación de criollos e incluso de hombres de raza negra, toda la fuerza expresiva de la humanidad afro-antillana.

Después de la novela antiesclavista en la que Cuba fue pródiga en el siglo XIX, por no citar otras bibliografías puramente sociológicas, había motivo para pensar que la poesía negrista del siglo XX podría convertirse en un reducto de reivindicación exclusivista de una cultura aplastada. No es ése, desde luego, el caso de Guillén en quien no encontraremos, sin mengua de sus enérgicas denuncias, ese aspecto de la exaltación del negrismo como una cultura superadora de la del blanco que aparece en el puertorriqueño Luis Palés Matos, el más relevante de los negristas de fuera de Cuba.

Como ha recordado Trinidad Barrera, el puertorriqueño en la revista Poliedro, el 4 de diciembre de 1926, señalaba la supremacía de la poesía hispanoamericana sobre la española, y en la misma revista el 26 de mayo de 1927, en el artículo «El arte y la raza blanca», «se mostraba partidario de las teorías de Spengler, a través de las cuales comienza a sospechar que la raza blanca comenzaba a perder su fuerza de dominio en el mundo, al tiempo que advenía el dominio de las, hasta entonces, razas inferiores»1. Sería injusto situar a Palés como antihispanista, porque bien claras fueron sus manifestaciones de admiración no sólo por el Quijote y otros clásicos españoles, sino por los contemporáneos, mientras afirmaba que «nosotros los puertorriqueños, a pesar del yanki que ha cortado el cordón umbilical que nos nutría de fresca savia española, estamos espiritualmente más próximos a Madrid que a Buenos Aires»2, pero es muy significativo que también afirmara que «utilizando la concepción spengleríana, te diría que Iberoamérica está en su proceso de cultura y España en su proceso de civilización. Los poetas españoles terminan; los iberoamericanos comienzan ahora»3. Como consecuencia de esto, Aníbal González ha podido señalar que «Palés quiere fundar una poesía antillana nueva, original, cuyo poderío se derive no de una tradición poética preexistente sino de su adecuación con el orbe (sólo en parte literario) de la "cultura antillana [...] En buena medida, el 'modelo' para la labor poética de Palés en Tuntún y para la teoría de la cultura antillana que sirve de base a esa labor hay que buscarlo, pues, no tanto en sus 'fuentes' literarias, desde el Decamerón negro (1910), de Frobenius hasta el Romancero gitano (1928) de Lorca, sino en las antedichas teorías sobre la cultura y sobre todo en la obra de Spengler»4. Palés, como advierte Aníbal González, se hacía eco de las esperanzas de muchos otros intelectuales hispanoamericanos, desde Vasconcelos hasta Carpentier5. Sospechamos que la simplificación de las tesis spenglerianas hecha por Ortega en el prólogo a la traducción de La decadencia de Occidente realizada por García Morente, puso las cosas más fáciles a cuantos no se molestaran en leer concienzudamente esa obra. Decía Ortega: «Estamos hoy alojados en el último estadio -en la vejez, consunción o 'decadencia' -Untergang- de una de estas culturas: la occidental. De aquí el título del libro»6.

Palés describió a la sociedad antillana dentro de una dicotomía radical: la posición de los blancos que soñaban con visitar la madre patria, «la actitud hispánica, huidiza, inconforme, inadaptable», y «la actitud negroide, firme y resueltamente afincada en el ambiente nuevo» [...] «De ese vacilante estado espiritual del español, toman ventaja las potencias oscuras del alma negra para implantar en las Antillas modos, rasgos y ritmos peculiares, cuya realidad en el carácter del antillano es imposible rebatir y que desvinculan nuestro pueblo de lo hispánico, forjándole una personalidad propia»7. Todo esto lo afirmaba en respuesta a un artículo de José I. de Diego Padró, quien veía, desde una firme posición contraria, que el colono blanco había disuelto, culturalmente, al negro esclavizado, de modo que la vida antillana tenía una entonación plenamente occidental.

En las polémicas del negrismo, Palés se mostró a veces contradictorio en torno a los conceptos de regionalismo y universalismo, la valoración de la negritud y la ridiculización del lenguaje de las gentes de color («bambolla sonora de gritos estentóreos»)8. La cerrada oposición de muchos intelectuales puertorriqueños a identificar la cultura de la Isla con la negritud fue sin duda determinante para las propias vacilaciones de Palés.

Cuanto hasta aquí hemos dicho evidencia la posición abierta que encontramos en Nicolás Guillén. Y no es que el cubano no conociera, por cierto, al mencionado pensador alemán. No cabe tener referencias más claras a este respecto. Al ser preguntado en una entrevista por los libros que estaba leyendo cuando escribía Sóngoro Cosongo (1931), el poeta contestó: «Ríase, un libro que no tenia nada que ver con mi posición en ese momento: nada menos que La decadencia de Occidente de Spengler. También leía a Ortega, muy de moda entonces»9. Y recordando las recriminaciones de ciertos sectores negros, añadía: «Les era imposible entender que yo no venía a crear 'una discriminación más', que no se trataba de una poesía "negra" frente a una poesía "blanca", sino de la búsqueda de una poesía nacional, mediante la expresión artística de todo el proceso social cubano, desde la llegada de los primeros esclavos africanos hasta nuestros días, su lenta fusión no sólo física sino espiritual. Al fin gané la pelea»10. Está claro que Guillén no se dejó fascinar por Spengler, cuya obra, como recuerda Jean Franco, «produjo en los latinoamericanos honda impresión», lo que llevó a muchos a deducir que «las culturas indígenas americanas podía igualar y aun superar a la cultura europea»11.

La lectura de Spengler llevó a algunos, como bien ha recordado también Leopoldo Zea, a ver en las transformaciones que estaban sucediendo en el mundo el declive fatal de una cultura hasta entonces superior y predominante, que iba a ser sustituida por otras, en vez de darse cuenta de que, lo que se veía como decadencia era «algo que, lejos de serlo, significa su ampliación, la mayor plenitud de la cultura occidental», al mismo tiempo que «los pueblos no occidentales, lejos de amenazar a la cultura occidental, le ofrecen las posibilidades de una auténtica universalización»12. Esto último es, sin duda lo que sentía Unamuno, creo que apreciando el derrotero y el sentido último de la obra de Guillén, cuando le decía en su carta de 8 de junio de 1932, a propósito de Sóngoro Cosongo, «usted habla al fin del prólogo de 'color cubano'. Llegaremos al color humano, universal o integral»13. Ciertamente don Miguel intuía la condición «universal y cubana» de la guitarra que Guillén describiría después en El son entero (1947).

Entendemos que Guillén no fue un corifeo de «la decadencia de Occidente», como, con el propósito de elogiarle, insinúa el propio Martínez Estrada, al decir que el poeta cubano «trae una cultura, pero no la pálida de Europa, sino la negra de África»14. Fue un integrador. En su obra lo occidental, a través de su expresión natural, lo español, se asoció con lo africano, con total espontaneidad, sin que hubiera en ello la menor mengua para ninguno de los dos elementos porque los dos le pertenecían de un modo absoluto. Vale la pena recordar la rotundidad de las palabras de Nancy Morejón: «Guillén es el más 'español' de los poetas cubanos, sin duda ninguna. Ninguna influencia francesa; ni a través, siquiera de Darío, ni por el influjo de lo francés en lo español. En él no se encuentran rasgos de surrealismo, ni dadaísmo, aunque no dejó de conocerlos y apreciarlos. Sus lecturas fundadoras y definitivas fueron los clásicos españoles: Quevedo, Góngora, Garcilaso, Fernando de Herrera, Cervantes...»15.

Con certeza, el concepto de poesía 'antillana' de Palés y el de poesía 'nacional' de Guillén difiere en cuanto en el caso del cubano no existe ningún propósito excluyente. Guillén es un paladín, como ha recordado la misma Nancy Morejón, de la «trasculturación», término acuñado por don Femando Ortiz -en quien podemos ver a un seguidor de la obra de Bronislaw Malinowski16- con la significación de «interacción, constante, transmutación entre dos o más componentes culturales cuya finalidad inconsciente crea un tercer conjunto cultural [...] nuevo e independiente, aunque sus bases [...] descansen sobre los elementos precedentes»17.

No en vano, en su intervención oficial en el II Congreso Internacional de Escritores para la defensa de la Cultura de Valencia, Guillén, tras afirmar rotundamente: «Vengo como hombre negro», pudo añadir con no menos fuerza que «el negro cubano es también español, porque junto con los signos infamantes del siervo recibió y asimiló los elementos de esa cultura, mucho más parcos, desde luego, que los azotes del amo, pero que han ido acaudalándose [...] hasta culminar a veces en tipos de poderosa y recia formación»18.

Creo que Nicolás Guillén es uno de los casos -no muy frecuentes- en que el hombre y el poeta se muestran más profundamente unidos. Y en efecto, el poeta supo tan bien como el hombre que su raíz provenía de dos corrientes de sangre orgullosamente irrenunciables: la del abuelo negro, Taita Facundo, y la del abuelo blanco, don Federico19.

Naturalmente, si alguien tenía que esgrimir un tono desafiante para que no hubiera la menor ambigüedad en cuanto a la inequívoca posición del cantor al resaltar la dignidad de las dos razas era el descendiente de Taita Facundo: «Yoruba soy, soy lucumí, / mandinga, congo, carabalí»20; pero ello no significaba que los dos abuelos no fueran considerados «del mismo tamaño» y que en su corazón no gritaran, soñaran, lloraran y cantaran con la misma energía.

Un somero repaso a la obra poética de Guillén nos mostraría, desde antes de Motivos de son, en los Poemas de transición (1927-1931), acercamientos a lo español, bien en los eventualidad de un rasgo temático (el romance «Gustavo E.» con sus iniciales personajes cervantinos, y el «Romance del insomnio») como en las propias estructuras de ciertos poemas. Si bien el romance como forma adquiere ya una identidad americana desde la conquista, no cabe duda que su uso en tiempos en que aleteaban vigorosamente las vanguardias en el Nuevo Mundo, constituye una fuerte advertencia de la adhesión de un poeta a una fórmula que hunde sus raíces en la Vieja Castilla. Pero además, el segundo de los romances mencionados desarrolla un sistema de imágenes que nos habla muy claramente de algo muy especialmente destacable: el impacto del Romancero gitano de Lorca, presencia ésta que permanecerá intermitentemente en Guillén. Aun reconociendo no haber tenido relación con el poeta granadino durante su estancia en La Habana en 1930 sino en dos ocasiones, pudo decir de él mucho tiempo después: «España y América tienen en Federico uno de los más espléndidos, rigurosos y mágicos modelos, de las excelencias de los pueblos, para enriquecerlos y dignificarlos», en carta enviada a Fuentevaqueros con motivo de su hermanamiento con Federico García Lorca21. En cuanto al aprecio que Lorca sintió por la obra de Guillén, baste recordar que fue él quien se lo dio a conocer a Unamuno, según éste reconoce en la famosa carta dirigida al cubano, ya citada.

En Motivos de son (1930), destaca la impronta formidable de lo afroantillano, pero no olvidemos que junto al ritmo ancestral africano, realmente determinante en estos poemas, hay que darle al son la parte de origen hispano que le corresponde, ya que, como es sabido, enlaza con la antigua tradición del estribillo, bien documentado desde el «Viene de Panamá» de Lope en La dama boba (acto III, escena V), y, ya en Cuba, en el son de la «Ma Teodora», valiosa pieza probablemente del XVIII -no del XVI, según puntualizó Ángel Augier22-.

Volviendo al lorquismo, éste se encuentra intensamente marcado en el «Velorio de papá Montero» de Sóngoro Cosongo, en el que hay una perceptible trasposición de imágenes y situaciones del romance de Antoñito el Camborio: el ilustre aspecto del personaje, la presencia de la luna, la reyerta, los datos del velorio.

La vertiente, o, tal vez mejor, la veta hispanista en Guillén fue muy bien percibida por cuantos a su obra se fueron acercando. Durante su permanencia en Colombia en 1946 se dijo de él que, «si bien es cierto que aprovecha las raíces folklóricas de su raza, ha sabido asimilar toda la admirable tradición de la lírica española y es así como muchas de sus poesías tienen todo el castizo sabor de un Góngora o de un Lope de Vega»23. Cintio Vitier ha señalado oportunamente que Guillén «se acerca al romance de estirpe española para plantear ya los dos elementos originales de su sensibilidad: lo africano y lo español» (aludiendo a poemas como «Canción del bongó», «Velorio del papá Montero», la «Balada del güije», la «Balada de los dos abuelos» y la «Charanga de Juan el barbero»24). También Juan Marinello escribió: «Guillén ha tenido para su hazaña y para su triunfo el modo desembarazado y elocuente de lo castellano [...] y el instrumento magnífico del romance»25, añadiendo que «esa maestría de lo tradicional español, esa posesión carnal de los valores raigales de la lengua han sido en el poeta conquistas difíciles, disciplinas obligadas para traducir uno de los costados del ansia antillana»26. Asimismo se han señalado en Guillén huellas de Quevedo. Portuondo, al advertirlas en algunas de las sátiras del cubano, detectó también el trasfondo de Lope en algunas letrillas y sones de Guillén27. Las huellas van más atrás. Eugenio Florit señaló ecos del Arcipreste de Talavera en el poema «Ay, señora mi vecina / ¿cómo no voy a llorar / si se murió la gallina?»28.

Hay, por otra parte, un aspecto vital muy destacado en la relación de Nicolás Guillén con lo español, que puede haber servido de apoyo emotivo, a su aproximación en lo literario. Nos referimos a su viaje a España para asistir al congreso antes mencionado, en compañía de Juan Marinello, Félix Pita Rodríguez, Alejo Carpentier y Leonardo Fernández Sánchez, viaje que Ángel Augier ha descrito en todo lo sustancial y del que quedan múltiples testimonios, viaje que el propio Guillén definió en una ocasión como uno de los cinco acontecimientos más importantes de su vida29.

Curiosamente el testimonio literario más significativo en este sentido es el que Guillén dio a priori al escribir en México, en mayo de 1937, España, poema en cuatro angustias y una esperanza, que sería publicado el mismo año en Valencia y en el propio México.

Guillén no necesitó como Vallejo, Neruda y Octavio Paz, caminar físicamente por el escenario de la tragedia para darle rango literario; le fue suficiente para objetivarla sentirse vulnerado por ella desde el otro lado del mar.

No es cuestión de contar una historia, la de ese congreso, tan bien documentada en su conjunto por Aznar y Schneider. Únicamente queremos destacar que esa magna reunión de intelectuales -y lo decimos cuando el fragor de las pasiones del momento queda ya distante- además de su significación política tuvo, como era previsible, una resonancia excepcional en el campo de las letras españolas e hispanoamericanas. No sólo por los conocidos testimonios literarios que dejó, sino porque significó, de un modo global, un reencuentro fraternal entre los escritores españoles e hispanoamericanos, reencuentro que tendría su continuidad en la recepción americana a los hombres de la «España peregrina» y en el papel jugado por éstos en el Nuevo Mundo, así como en otros múltiples contactos, todo hay que decirlo, mantenidos entre hispanoamericanos y españoles de la España que no peregrinó.

Es preciso anotar en el haber de Nicolás Guillén, sin olvidar las aportaciones de sus compañeros de delegación y en especial la de Juan Marinello (autor, por ejemplo, de la crónica «Apuntes sobre un congreso emocionado»30), una labor ejemplar en este sentido. Guillén no sólo participó intensamente en el congreso sino que envió numerosas crónicas a Cuba con su visión de la España que estaba viendo. No faltó su firma en el escrito «Apelación desde Madrid a los escritores hispanoamericanos» -con las de Marinello, Huidobro, Vallejo, Tuñón, Carpentier, Mancisidor, Rojas Paz y Octavio Paz-, ni tampoco su vibrante palabra en la clausura celebrada en París los días 16 y 17 de julio.

Y aún más, volvió a España con Marinello, desde París, una vez terminado el congreso para continuar desde Valencia -no se olvide que era la capital de la República- sus contactos y su actividad de cronista, que incluyó comentarios sobre Miguel Hernández y el envío de varios poemas de este joven poeta a Mediodía. Tras la publicación de España, poema en cuatro angustias y una esperanza en Valencia (31 de agosto de 1937, por Manuel Altolaguirre), se trasladó a Madrid, para realizar aún dos desplazamientos a Valencia y uno más a la sitiada capital. Por último, volvió a París desde Valencia, vía Barcelona, y regresó a Cuba llevando como compañero de viaje a uno de los más eximios poetas españoles de aquel y de todos los tiempos: León Felipe.

Desde luego, España. Poema en cuatro angustias y una esperanza marca, sobre todo en el orden temático, sin olvidar, como veremos, la importancia de lo formal, el momento álgido de esa aproximación guilleniana. Los «remotos», «lejanos milicianos», herederos de los hombres de la gleba en la conquista de América, se convierten de un modo automático en «ardientes, cercanísimos hermanos», mientras las dislocaciones, que parecen textualizar el «Guernica» de Picasso desde una posición de amor iracundo, reflejan doloridamente la tragedia española. Pero Guillén necesita declarar una vez su identificación con las raíces hispanas a través de la persistente imagen del árbol en la «Angustia segunda», y, en la tercera, reivindica «las dos sangres de ti que en mí se juntan» y que ahora «vuelven a ti pues que de ti vinieron». Particular interés nos merece la «Angustia cuarta» dedicada a Federico García Lorca, como figura privilegiada del héroe y del mártir, evocada en un lenguaje que de nuevo revela, y bien deliberadamente, su proximidad al del granadino, para en la última parte -«Momento en García Lorca» resolverse en tercetos de un clasicismo garcilasiano: «Soñaba Federico en nardo y cera, / y aceituna y clavel y luna fría. / Federico, Granada y primavera». Luego, el núcleo final del conjunto, «La voz esperanzada», deja entrever, en medio del jadeo poderoso de la voz poética que exalta el valor sacrificial de la tragedia y la adhesión apasionada del poeta («Yo, hijo de América / corro hacia ti, muero por ti»), un cierto sabor profético que se formula en liras o quasi liras a lo Fray Luis de León. Nunca dejó Guillén de evocar su experiencia española, físicamente posterior, ya lo hemos dicho, a estos poemas. Su largo viaje por Sudamérica en 1946 está lleno de contactos con españoles del exilio como aquel Antonio Aparicio que en Santiago de Chile vio en él a un hermano. El embajador de Chile en Bogotá señaló que Guillén tenía un papel análogo al de Lorca y Alberti en España. Por todas partes llevó el recuerdo de los grandes poetas, Lorca, Miguel Hernández y Machado, víctimas de la terrible dinámica de la guerra y la represión, en la conferencia «Tres muertes españolas». Este viaje fue un afianzamiento del hispanismo de Guillén, el «yoruba de Cuba, congo, mandinga, carabalí» cuyo espíritu estuvo siempre receptivo a la llamada del abuelo Federico.

Por lo demás en el resto de su obra se mantiene esa constante. Pueden verse poemas con acento español en El son entero (1947): «Glosa», décimas, «Iba yo por un camino», «¡Ay, señora mi vecina!»... También en su Sátira política (1949-1953): décimas, «Chirona», «Coplas de Juan descalzo», seguidillas, las quevedescas décimas a Batista... En «Elegía cubana» se filtran sutilmente ritmos que evocan las silvas de Herrera y las liras de Fray Luis y hasta las de San Juan de la Cruz en medio de unos versos de forma conmocionada: «Dónde, fino venado, / de bosque en bosque y bosque perseguido, / bosque hallarás en que lamer la sangre / de tu abierto costado...». Y sobre la «Elegía a Jesús Menéndez», baste sólo anotar, junto a las de Plácido y Rubén Darío, las significativas citas de Góngora, Lope, Ercilla y el Poema del Cid («Apriessa cantan los gallos / e quieren crebar albores») para apostillar el dramático texto dedicado al mártir sindicalista. Resumiendo, en un libro tardío como El gran zoo (1964) pueden percibirse madrigales y epigramas al hispánico modo, alguna estrofa manriqueña, y una notable inserción en el formidable linaje de las greguerías.

Lo apuntado es apenas un esbozo que merece ser profundizado. Cuanto más lo hagamos, mejor comprenderemos que Guillén es una de las cumbres señeras en las letras de la América hispana de la orgullosa, compleja y fecunda voz del mestizaje.





 
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