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Notas en el jardín de Bryce: de «Un mundo para Julius» a «Dándole pena a la tristeza»

Alonso Cueto

Pontificia Universidad Católica del Perú

Una fiesta de los sentidos

Una de las escenas que más recuerdo de Un mundo para Julius (1970) es aquella en la que Julius y Vilma acompañan a Susan a tomar desayuno. Toda esta escena es una breve fiesta de los sentidos:

No bien arrancaban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, como si los primeros ruidos de la mañana hubieran despertado en ellos infinitas posibilidades de cariño.

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El esplendor de sonidos en este pasaje es una muestra de la prosa sensorial de Bryce. Allí están el golpecito de la tacita, la tostada crocante, la mermelada untada, como las evidencias de un momento paradisíaco. Las onomatopeyas y las aliteraciones están al servicio de la ilusión de una escena doméstica a través de la cual Julius recibe el cariño de Vilma.

Un mundo para Julius es una novela en la que todos los personajes viven y mueren cumpliendo con su deber. Los patrones mandan, los sirvientes obedecen, los padres ignoran y las criadas aman a Julius que a su vez las ama a ellas. Nunca podré olvidar ese momento en el que muere la señora Berta, una sirvienta de la casa. Antes de caer muerta, Berta tiene la precaución de poner el frasco de agua de colonia en un lugar seguro para que no se vaya a caer. O cuando Arminda se queda perdida en la avenida Abancay sin un lugar donde sentarse y asistimos a ese largo monólogo en el que se pregunta, con asombro, sin reproche, «Cómo era la ciudad, ¿no?». O cuando esa lágrima se abre camino en la «inesperada y repentina tristeza de Susan». En este caso, Julius nota la lágrima al acercarse, darle un beso y sentir el sabor «salado e inexplicable en los labios». En pasajes como éste, la poética del asombro es también una poética de los sentidos.

Cuando Un mundo para Julius apareció en 1970, una generación de lectores latinoamericanos nos sentimos asombrados y conmovidos por su opción. Heredero de Laurence Sterne y de Rabelais, más que de Balzac o de Victor Hugo, Bryce optaba por el retrato de un niño solitario, refugiado en el cariño de los criados, en un lujoso hotel limeño. En sus ojos, en su sensibilidad, en su inocente visión del mundo, estaba también reflejada su sociedad. Es un libro sin el cual nuestra vida de lectores habría sido incompleta y nuestra visión del mundo más Limitada. A cinco décadas de su publicación, no dejamos de celebrarlo, leyéndolo.

El sueño real de la ficción

La vida sería imposible sin la ficción. Nadie puede vivir sin imaginar, sin inventar, sin querer ser otro. El mundo tal como es no existe. Incluso dentro de la percepción que tenemos de la realidad, la estamos inventando. Toda realidad es inaceptable, incluso las realidades más agradables y placenteras. Los niños buscan fabular. Aman a sus padres, pero quisieran que sus padres fueran otros. Aman a sus amigos, pero quisieran que sus amigos también fueran otros. Se aman a sí mismos, pero también quisieran ser otros. Es por eso que nos inventamos siempre, nos reelaboramos y proyectamos. Y en los relatos bien contados, de algún modo los personajes son aquellos que hemos reinventado y lo son para siempre.

Nunca importa si una historia es real. Lo que importa es que lo sea en el momento en el que se cuenta. La magia de un escritor, su poder de hechizo es lograr el milagro de la realidad de la fantasía. En ese instante lo real y lo imaginario se confunden. De algún modo, lo imaginario llega a la realidad y se convierte en parte de ella, para enriquecerla.

En una entrevista, hace algunos años, en el Suplemento «Lundero» del diario La Industria, Alfredo Bryce declaraba que el origen de la vocación de un escritor no es un rechazo al mundo. El escritor, decía, no es alguien que ha recibido una afrenta del mundo y que quiere sustituir la realidad por otra. Es más bien alguien que busca enriquecer la realidad, que no busca reemplazarla sino hacerla más variada, que busca imponer en ella las palabras de su ficción sin negar la realidad que les ha dado origen. Esa idea del escritor no como un suplantador sino como un enriquecedor de la realidad siempre me ha parecido que está en la base de sus cuentos. Las palabras son de algún modo creadoras, que construyen realidades que nos hacen ver a la realidad que nos rodea de un modo más rico y pleno. Sus relatos son una exploración de las posibilidades extremas del lenguaje. Las experiencias de la vida y las palabras son de algún modo juguetes que el niño desordena y reordena y, de algún modo, en esa reconstrucción permanente, aparece la vida oculta, antes de que la madre venga a ordenar su habitación.

La imagen del niño como un símbolo del escritor me parece justa. De algún modo, todos los escritores tienen que hacer pervivir al niño. La imaginación, el asombro, la hipersensibilidad, son instrumentos esenciales del mundo infantil que perviven en cualquier escritor de valor. Los niños nunca tienen ideas, opiniones o pensamientos abstractos elaborados, en sus juegos. Solo las ganas de inventar. Dicen lo que piensan y sienten sin querer adornarlo demasiado.

Para Bryce, los indicadores más fieles de la vida son el juego, la ironía, las contradicciones, las explosiones del afecto y los desiertos del insomnio. Adecuado a estos temas, la sinceridad ha sido siempre más importante que el culto a la forma. Sus usos originales del idioma han acuñado su modo de ver el mundo: un cúmulo de contradicciones y de superposiciones en el que solo sobreviven las duras lecciones de la amistad y los desencantos del amor. Es como si Bryce hubiera sentido desde el principio que el lenguaje «literario» no fuera suficiente para los pactos que él busca establecer con sus lectores. Su verdadera comunicación está basada en la soltura de un lenguaje oral mimetizado en la página escrita. La creación estética de esta oralidad aparece plenamente en novelas tan memorables como Un mundo para Julius y La vida exagerada de Martín Romaña. No es un lenguaje que pide, como en otros autores, ser admirado o reconocido o venerado. Le pide algo mucho más modesto y sincero: ser escuchado. Es un escritor que busca acompañar, no impresionar.

La figura de Laurence Sterne está presente una vez más con su afirmación esencial: la verdad de la vida está en el desorden, en la variedad, en la amplitud de los detalles. No hay un centro en la existencia sino muchos puntos que se disgregan. Ese es el universo en el que sobrevive Julius, Martín Romaña y el gran narrador de «Con Jimmy, en Paracas».

Pero como sus lectores sabemos bien, no es un mundo de fantasías o de sueños felices. Si bien el humor va sesgando, reconstruyendo, perfilando los personajes, este es un universo también definido por el dolor. La pérdida, la ausencia, la fugacidad, son elementos siempre presentes en estos sueños sombríos, estas alucinaciones dulces, de la obra de Bryce. Un cuentista natural, un storyteller, un cuentacuentos, todas sus historias son verdad. Quizá la mejor intérprete de su obra no hemos sido ninguno de nosotros sino su madre, quien alguna vez dijo: «Si Alfredito lo dice, entonces es verdad».

Los elementos esenciales de un escritor son los de haber creado un lenguaje propio y, con ese lenguaje, un mundo propio. Alfredo Bryce ha logrado construir un lenguaje propio. Basta leer unas cuantas frases suyas para saber que hemos entrado a su lenguaje. Es un lenguaje inconfundible, hecho de una exquisita libertad.

En las grietas que su lenguaje abre ingresan las emociones ignoradas por la épica, como la ternura, la compasión, el humor. Las frases largas que buscan prolongarse, que no quieren morir para no abandonar a sus personajes, son las de un devoto de las posibilidades infinitas del idioma. Pero Bryce no solo ha logrado un lenguaje propio. Ha hecho algo más importante. Ha logrado crear un mundo propio.

La fiesta de los jardines

El huerto de mi amada (2002) transcurre en un periodo que parece una de las propiedades literarias de Bryce, la Lima de los años cincuenta. En este contexto aparecen los mellizos Céspedes Salinas, que justifican plenamente la alusión a Stendhal en los epígrafes de la novela. Se trata de dos émulos fallidos de Fabrizio del Dongo de La cartuja de Parma, dos trepadores sociales («Sísifos de sociedad»), que recurren a toda clase de artimañas y argucias sociales, entre ellas fingir luto en los entierros de familias de clase alta, para buscar nuevas relaciones sociales.

La presencia de Stendhal no es casual porque El huerto de mi amada es ante todo una novela de amor. El centro de la historia es Carlitos Alegre di Lucca. Uno de los puntos altos de la novela es la serie de testimonios de sus relaciones con Natalia en su casa de campo («el huerto...»), a donde los lleva el chófer Molina, uno de los personajes de la familia de Natalia. En el huerto, Carlitos comprueba que Natalia y él «logran hacer el amor y el humor al mismo tiempo». Una descripción memorable de Natalia aparece cuando Carlitos está sentado en uno de los paraísos de los años 50, el café Dominó de las Galerías Boza, y Natalia pasa por ahí:

vestida de mucha hembra para mí, desafiante y terrible, la melena rizada al viento, toda despeinada y leona. Llevaba una simple blusa negra de algodón, pero transparentona a morir, zapatos de andar desfachatadamente por casa, sin tacos ni nada, casi de ballet, y una falda de cuadros blanco y negro pegada a todo, o tal vez todo pegado a la falda, pero siempre de la forma más curvilínea que darse pueda.


Este lenguaje hecho de giros coloquiales, cambios de primera a tercera persona, deliberadas redundancias, figuras retóricas como el hipérbaton, están entre lo mejor del estilo que Bryce ha acuñado en la lengua castellana.

La novela está llena de peruanismos («calatita», «una es con guitarra y otra con cajón», «chiripa», etcétera) pero esta no es la única razón por la que esta es una novela limeña. Toda la historia está recorrida de estampas de la Lima de los 50, una Lima que en parte ciertamente sobrevive. Aparecen escenarios extremos de la ciudad, tanto el club de polo de Contralmirante Montero como el D'Onofrio de la avenida Grau. Un elogio aparte merece la larga escena del entierro de la abuela, un cuidado festival de hipocresías funerarias, que está entre las mejores sátiras realistas que se han escrito sobre la vida limeña. La alegría de Bryce como contador de historias sigue provocando una variedad de emociones genuinas con este libro. Con El huerto de mi amada, el escritor muestra que el exceso y la variedad en una novela episódica siguen siendo formas de aprehender el corazón de sus personajes, y el nuestro.

El bienvenido desorden

Bienvenido Salvador Buenaventura, el personaje central de Las obras infames de Pancho Marambio (2007), es un peruano que descubre que nunca va a desprenderse de su identidad. A los cincuenta y cuatro años, solterón empedernido, llega a Barcelona decidido a recomenzar su vida. La primera frase, «Y por fin aterrizó en Barcelona», nos sugiere el largo proceso vital del que viene el protagonista. Desde que llega a España, el protagonista de Las obras infames de Pancho Marambio busca una nueva vida sin poder resarcirse de la anterior. Busca un apartamento cuyos arreglos terminan en un desastre, recibe a una encantadora novia (Mariana) de la que también se había enamorado su hermano y lleva la carga de una tradición de alcoholismo en la familia. Si bien viaja a Barcelona, Bienvenido Salvador lleva todo el peso de su pasado peruano a cuestas. En el exilio, va rememorando letras de valses, anécdotas históricas, vidas de poetas. Sigue estando hecho de esa mezcla de pesadumbre y de humor, de gravedad y de maleabilidad con los que se va imponiendo su ser peruano en el exilio. Vive en una calle de Barcelona, ancha como un río, en el centro del laberinto de colores inciertos (verdes o rojos potenciales) de su apartamento, donde todas las formas y contenidos de su vida son pasajeros. Su presente es un apartamento disfuncional, lleno de problemas en las cañerías y los candados. Con la llegada de Mariana al final de la primera parte, su vida toma otro rumbo. A propósito de este pasaje con Mariana, creo que Bryce es uno de los pocos escritores capaz de convencer a sus lectores, en dos o tres líneas, de que una mujer es bella e inolvidable.

La densidad de las frases, hechas de corrientes y contracorrientes, una marca de su autor, muestran una vez más las virtudes del tierno libertinaje de su estilo. Para Bryce este es el lenguaje que mejor puede aprehender la esencial maleabilidad y mutabilidad del mundo.

Los puntos circulares

La realidad no gira en torno a un centro. No está hecha de identidades y esencias. Los seres humanos no tienen un solo rostro. Todos formamos parte más bien de una sucesión de puntos que van moviéndose, en un universo abigarrado y cambiante. Nuestras conductas son inesperadas y tienen un sentido ambiguo. Para un personaje de Bryce, el amor, los viajes, las separaciones, pero también los episodios rutinarios, son estados siempre nuevos, renovados por el asombro. El tedio no tiene lugar en sus páginas. El niño Julius vive siempre experiencias intensas con su familia y sus amigos y con los sirvientes. Lo mismo ocurre con Martín Romaña. Felipe Carrillo vive en una eterna mudanza. En Reo de nocturnidad (1997), el protagonista Max Gutiérrez está tan asombrado del mundo que nunca puede detenerse a dormir. En este eterno movimiento, los personajes de Bryce van avanzando a tientas, descubriendo nuevos amigos, nuevos amores, nuevos espacios y tiempos. Las frases cortas, concisas, no pueden expresar ese mundo cambiante, incierto, revelador. El tono dramático no es el género que mejor se acomoda a esa búsqueda. La visión humorística y las frases largas, de cláusulas que se van extendiendo, en cambio, registran el movimiento, la explosión, la circularidad de la vida. Los puntos luminosos de su universo van girando. Al relativizar los valores absolutos del mundo, el humor es una puerta de entrada a su variedad y su riqueza.

En un magnífico artículo publicado en su blog de El País, «Vano oficio»2, Iván Thays explora una de las experiencias más frecuentes en los personajes de Bryce: el deslumbramiento ante la mujer amada. La mujer aparece con una brillantez y una complejidad que fuerzan al lenguaje a sus límites.

Alguna vez ha dicho Bryce que sus libros son como el cuarto de un niño que ha desordenado sus juguetes antes de que su madre venga a arreglarlo. El universo (la sociedad, la historia, la cultura) es también quizá un cuarto lleno de puntos y de objetos puestos en desorden que sus novelas exploran.

En sus novelas y cuentos, Bryce ha dado una versión de Lima y de sus familias que va a quedarse con nosotros. No es la mirada de Ribeyro pudorosa, contenida y dramática. Es más bien la otra Lima, vista con una ironía risueña y al mismo tiempo con un realismo ácido y desencantado. Por otro lado, podría decirse que los personajes nos acompañan siempre. El candor de Julius que busca el afecto en los sirvientes del palacio («qué bárbaros para querer», dice de ellos); las peripecias de Martín Romaña, inútil, inseguro, enamorado, que en un accidente pierde toda su biblioteca y sufre de crisis positiva en París; la oscura delicadeza de Sevilla que gana un concurso para ir a Madrid y se ve deslumbrado hasta la muerte; y las aventuras juveniles de Manongo Sterne, que va al colegio San Pablo, recibe su primer cigarrillo de Tyrone Power y una noche, entre la música de Nat King Cole y la de Lucho Gatica, cae fulminado de amor por la luz de Tere Mancini. Estos y otros personajes de Bryce van a permanecer entre nosotros.

La vida es tan imperfecta y las novelas hacen brillar esa vida llena de carencias, en su desmesura. La literatura nos ofrece un espejo en el que podemos consolarnos de encontrar seres parecidos a nosotros que se atreven a ir más allá de los límites. No nos animamos a exhibir nuestras carencias, pero amamos a los personajes que lo hacen a través de la risa.

Carta a Alfredo Bryce en medio de la pena y la tristeza

Querido Alfredo, Dándole pena a la tristeza (2012) es la más reciente carta de amor que le has escrito al Perú, a la historia, a la sociedad, a la identidad siempre convulsa de nuestro país. El Perú se encuentra revelado en tus novelas como un universo dramático y risueño, triste y apenado y ridículo y trágico y tierno y risueño otra vez. Es una novela que es a la vez un retrato, una protesta, un pedido. Sus personajes pertenecen a la Lima tradicional, de cuando la Avenida Alfonso Ugarte era la más moderna por su cantidad de carriles. Ella cuenta los principales incidentes en la historia de la familia Ontañeta, desde el abuelo Tadeo, hasta Fermín y sus hijas María Isabel y el alemán Von Schulten y tantos otros personajes que navegan por el río de estas páginas, llenas de meandros, de corrientes y que se vuelven rápidos y que de pronto se detienen en pequeñas lagunas de descripciones y reflexiones, antes de continuar su camino. Creo que esta novela es otra vez una carta de amor amargo e irónico. Lo que encontramos en sus páginas es a muchos de los personajes peruanos que han creído que su universo es el Perú y que el Perú es su universo. El universo de estos personajes parece ser su vestido y su apariencia, esa máscara que se ponen los personajes para parecer tan Ontañeta, como diría tu narrador. Allí están todos reunidos en el maravilloso capítulo dos, cuando se cumplen los ciento cinco años de Don Tadeo, con Fermín Antonio de Ontañeta Tristán y su primo José Ramón y las primas de Ontañeta Wingfield, y por supuesto Armindita, siempre a la cabeza, rodantes, felices y empujadísimos por una enfermera llamada Lourdes. Sabemos que, en toda fiesta como en toda familia, hay algunos excluidos, y allí están los primos Fermín Antonio y Claudio. Fermín Antonio no sabe dónde meterse ante los aspaventosos saludos que recibe Don Tadeo. Esta es una típica fiesta limeña, de las de antes.

Digo que Dándole pena a la tristeza es una carta de amor porque a pesar de las ironías, las desilusiones, a los grandes señorones y a las preciosas ridículas que pueblan tu novela, también hay, creo en ella, una confianza en que el humor logra integrar a todos los personajes. Tu mirada es crítica, pero también tierna. Es irónica y risueña y eres capaz de ver en la tragedia de todos ellos un resto de desamparo y de pena que los acerca. Has dicho en tus entrevistas que el Perú y Lima, a pesar de todo lo que has pasado, son territorios de la generosidad y de la solidaridad. Creo que tienes razón. Tus personajes son reales. Nos reímos de ellos, pero vivimos con ellos. La lección que podemos desprender de esta novela es la del poder de las familias. Fermín, María Isabel, María Magdalena luchan contra sus familias y al mismo tiempo son parte de ellas. Klaus von Schulten quiere entrar en la familia, pero nunca va a poder lograrlo. Estamos dentro y fuera de las familias siempre. Tu novela es a la vez una protesta y un canto de amor a las familias.

Miremos, si no, a María Magdalena, que quiere casarse con un joven diplomático de «esmerado bigotito» y excelentes apellidos. Pero el pretendiente de María Magdalena tiene un problema. Usa un impermeable con cinturón, habrase visto cosa igual. Don Fermín, el padre de don Fermín, es un observador de las antiguas normas limeñas, y no puede aceptar que su hija se case con un muchacho que usa el impermeable con cinturón. Su objeción al pretendiente de su otra hija, a Klaus von Schulten, es distinta. Klaus es hijo de Hans, un tipo de enorme estatura, luterano y gran braguetero. Don Fermín no soporta a los hombres más altos que él, porque lo hacen sentir pequeño en las fotos. Y al final, como buen limeño, don Fermín sabe que las fotos de las páginas sociales y de los álbumes familiares son la única historia que cuenta.

Don Fermín es un limeño de los de antes. Se fija en la ropa y en las fotos. Lo que le interesa es cómo se verá, qué dirán, cómo será. Esas son las consignas de lo limeño: cómo se verá, qué dirá la gente, cómo será. Y no quiere salir muy chico en la foto junto al señor Von Schulten porque le recuerda a su amigo Andrés Tudela, también conocido como Tudelón. Como buen limeño de los de antes, Don Fermín tiene treinta y un bastones, con o sin estoque, se reta a sí mismo a duelo y pelea contra su propia sombra nocturna, siempre pensando en la foto. Lo mismo puede decirse de ese personaje vasco, vestido de príquiti mangansúa, que viene después, un tipo que pelea contra él mismo, que nos recuerda que, en las familias como ésta, tan Ontañetas, lo peor está aún por venir.

Uno de tus protagonistas dice al comienzo que no deben envejecer. Envejecer está prohibido en tus libros. Otro dice que la mejor estación es la del otoño. Hay que evitar los inviernos. Hay que evitar la vejez, evitar el invierno, evitar el deterioro, evitar el tiempo. Lo dicen porque saben que su tiempo ha terminado. Y en ese sentido, esos personajes iluminados por tu mirada tierna e irónica, precisa y excesiva, son como nosotros. Todos queremos evitar el tiempo como un lento verdugo de nuestras esperanzas y deseos y queremos evitar el tiempo leyendo estas páginas. Solo aquí, en este mundo de asombros y de descubrimientos, en este universo en el que la gente se enamora y se ilusiona y se ríe, y en el que nos reímos y nos enamoramos y nos ilusionamos con ellos, podemos sentir que no envejecemos, que el tiempo se ha detenido. Porque todos estos personajes son inseparables del estilo en el que aparecen, ese estilo de frases largas, que envuelven al lector en una sensualidad de juegos y melodías, que es la marca de una obra que repites con brillantez en esta novela.

La mirada del narrador debe ser siempre la de un niño que anda a tientas por el mundo. El asombro es por lo tanto una constante en sus obras. El asombro requiere de una conciencia hipersensible, capaz de registrar cada uno de los hilos de la percepción. Una consecuencia inmediata del asombro es el descubrimiento. Solo quien se asombra es capaz de descubrir y solo quien descubre es capaz de contar sus descubrimientos con emoción. Bryce, en sus libros, parece insistimos siempre que no hay lugar para la rutina. La rutina siempre es inaceptable. Cada segundo de nuestras vidas es un momento singular, cargado de sorpresas.

Y las palabras, como la vida, están cargadas de sorpresas. Vivir es asombrarse, sorprenderse, descubrirse. Escribir es mostrar ese asombro, esa sorpresa, ese descubrimiento. Por eso, Alfredo, por todo el asombro reunido que hay en este libro, creo que sus personajes han empezado a vivir. Están vivos el abuelo Tadeo con «tanto traje» en baúles enteros de finísima ropa, y también Fermín Antonio a quien acusan de ser inglés en invierno y andaluz en verano, a lo que él contesta que es peruano, no faltaba más, y que veranea en el balneario de La Punta. También están vivas sus hijas, María Magdalena y María Isabel, dos veinteañeras muy hermosas que hacen el debut en sociedad, y que son cortejadas por sus pretendientes a los cuales su padre no deja de encontrarles un gran pero. Están vivos también Klaus von Schulten, el bávaro salvaje, y los sobrinos Tristán López Urizo y Tristán Mendiburu. Todos ellos están vivos, como lo están Julius, Martín Romaña, Octavia de Cádiz, Felipe Carrillo y Manongo Sterne. Todos ellos siguen andando por el mundo, mostrando la relación tan estrecha entre el humor y la tragedia, y la ironía y el entendimiento esencial, sin definiciones ni consignas, de lo que somos y hemos venido a hacer.

Están vivos todos ellos y de tanto leerlos estaremos vivos también nosotros. Estaremos vivos con ellos en páginas tan inteligentes y tan despiadadamente irónicas, con ese lenguaje tan elegante y elocuente. Ese es el lenguaje que has creado para nosotros desde Un mundo para Julius hasta Dándole pena a la tristeza, una notable obra novelística que tu generosidad, tu talento y tu empeño nos han regalado a lo largo de cincuenta años.

Obras citadas

Bryce Echenique, Alfredo
  • 1968 Con Jimmy, en Paracas, en Huerto cerrado. La Habana: Casa de las Américas.
  • 1970 Un mundo para Julius. Barcelona: Barral.
  • 1981 La vida exagerada de Martín Romana. Barcelona: Argos Vergara.
  • 1997 Reo de nocturnidad. Lima: Peisa.
  • 2002 El huerto de mi amada. Lima: Norma.
  • 2007 Las obras infames de Pancho Marambio. Barcelona: Planeta.
  • 2012 Dándole pena a la tristeza. Barcelona: Anagrama.
Stendhal [Henri-Marie Beyle]
  • 2001 [1839] La cartuja de Parma. Madrid: Alianza.