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Capítulo XVIII

El galán joven

     Creo que el cambio es aún mayor para el joven que para la doncella.

     Antaño su empleo era sencillo: cerca de una mujer, sea cual fuere, debía estrechar la boca en corazón, pronto a echarse de rodillas. Tengo a la vista la Nueva Heloísa, con grabados. (¿Qué no se lee cuando se padece del hígado?) Ese salvaje de Rousseau fue el primero que se atrevió a decir que la galantería era ridícula, y en hacer de su enamorado un plebeyo violento, un declamador mal criado, un precursor de Didier, del obrero Gilberto y otros galanes jóvenes de Víctor Hugo; pero ¡cuán de otra manera ha comprendido las cosas el grabador! ¡Qué boquirrubio el Saint-Preux de las estampas! ¡Qué agradable pierna la suya! ¡Qué fina y risueña fisonomía! ¡Qué bien peinado y qué bien puesto!

     La media, cuidadosamente estirada, muestra una pantorrilla irreprochable; mariposean sobre el calzón y la casaca los más alegres colores; un encaje estrujado se entuerta graciosamente al extremo de las mangas rosa; una chupa de color de garganta de pichón abomba sus pliegues lustrosos en torno de la chorrera coqueta.

     Es solícito y es tierno; cuando dobla una rodilla en tierra para besar la menuda mano de Julia, enferma, se ve en seguida que ha tomado lecciones de los mejores maestros de baile. Cuando bajo el bosquecillo de rosas recibe «el primer beso de amor» no es rudo, no delira, como quiere el libro, no roza la falda; redondea con precaución los dos brazos, saborea deliciosa y mimosamente el lindo fruto que va a posarse en sus labios. Pertenece a aquel tiempo en que se decía de un gran general la palabra que he citado: «¿Es amable?»

     En efecto; aunque hubiese ganado diez batallas, no le dispensaba de agradar a las señoras, de saber ofrecer un ramo de flores, rimar unos versitos, deslizar una insipidez. Era el resto del antiguo tiempo; la dama era siempre castellana feudal; se estaba obligado a servirla; si había desaparecido el sentimiento, quedaba siempre el buen parecer; en lugar de pajes y caballeros tenía atentos. Al entrar un joven en el mundo no sentía otro cuidado que el de encontrar dos bellas manos dispuestas a conducirle; las dos bellas manos le formaban, le llevaban, le empujaban y en cambio se dignaban aceptar cada día ocho horas de cumplidos, de cuidados y de pequeños servicios. Hoy un hombre de veinte años preferiría mejor ser aserrador de madera; una mujer tomaría al cumplimentero por un badulaque de provincias, y encuentro, al abrir una comedia de Augier, que a esas solicitudes anticuadas se responde con una calma irónica: «¡Gracias, Lindoro!»

     De ahí que el papel de galán joven se haya aminorado mucho. Por eso, cuando a las once de la noche entráis en un salón, veis dos montones separados: el uno, blanco, rosa, engalanado, florido, inmóvil: son las mujeres, aprisionadas bajo la enormidad de sus faldas y en el terciopelo de sus sillones; el otro, negro, estrechado, rematado en cráneos calvos o semicalvos, pero bullicioso: son los hombres que circulan por los confines y miran calados los lentes, apoyados contra el larguero de las puertas.

     Cada recién llegado saluda a la señora de la casa, cambia con ella tres frases de veinte palabras, da una prudente media vuelta y se esquiva fuera del recinto femenino; cuando más, aquí y allá, en la extrema frontera, un frac negro habla durante diez minutos con una falda. Tres veces por cada cuatro él no se divierte, ella se aburre; los dos sexos son extraños el uno para el otro. A media noche se hace el desierto; quedan cinco o seis hombres y mujeres que se conocen bien. Las mujeres se quejan entonces de la negligencia de los hombres, y los hombres se excusan como pueden. Esto forma un comercio de lindas hipocresías, de pequeñas lisonjas disfrazadas, de ligeras provocaciones transparentes. Yo, que por edad y por estado sé el valor de esta moneda, resumo así el presupuesto de la cuestión: cuatro hechos han producido esta baja general de la galantería:

     1.º Demasiado trabajo para el hombre. Va a la Bolsa, calcula y se inquieta por grandes negocios; está obligado a ganar mucho porque el gasto de la casa y del mundo llega a ser enorme. Un médico, un abogado, un banquero, un artista, un político se halla abrumado por la noche, y no puede hacer gastos para divertir a las mujeres. Somos plebeyos; nuestro tiempo es dinero; no tenemos ya el vagar ni la indolencia de espíritu del siglo pasado(32); se nos caen los brazos ante la esgrima obligada de la cortesía cumplimentera. Dejadnos tender en un sillón y calentarnos los pies a la inglesa, al lado de una mujer tranquila que borda y hace el té, o bien a la francesa, fumar con un amigo que desabrocha sus paradojas y hace el golfo con una querida que dice picardías.

     2.º La costumbre de numerar los valores. Jóvenes y viejos somos positivistas, y los jóvenes más aún que los viejos. En esta operación la mujer pierde mucho; para espectadores le son menester no analistas, sino poetas. El amor vive de ilusiones, de sueños vagos y encantadores, esparcidos como una niebla luminosa sobre todas las cosas, de esperanzas irrazonables lanzadas sin cesar en persecución de una dicha desconocida y deliciosa. ¿En qué cabeza moderna subsiste aún esta magia matinal? El que la descubre en sí la desgarra con cuidado, para librarse de un lazo; el que conserva un pedazo sabe que la ilusión está en él, no en los objetos. El último y más enamorado de los poetas decía ya: «¿Qué importa el frasco mientras se tenga la embriaguez?» No hay ya embriaguez, pero aun hay frascos. Hoy, en una señorita o señora tal, se ve a la señorita o señora tal, es decir, una falda y su contenido, continente y contenido más o menos agradables y convenientes, arrastrando en pos de sí un tren determinado de comodidades y de enredos, de servidumbres y de utilidades. Con esta tasa, una corte demasiado prolongada parece una burla; los beneficios no cubren los gastos. Por otra parte, cuando no se adora, se siente repugnancia a echarse de rodillas; la actitud es demasiado molesta y hasta humillante; se la acepta por una hora, no se la toleraría ocho días. Balanceado todo, si es menester un establecimiento, se le prefiere mejor francamente legítimo o francamente ilegítimo; los dos se concluyen de manera semejante: dinero al contado, sin notario o con notario, pero uno y otro sin embarazo ni entusiasmo. Matrimonios de conveniencia y visitas a casa de las Magdalenas; el espíritu calculador pone la mira en los vencimientos ciertos, en el placer garantizado, en los comercios cómodos. Divirtámonos, pero no seamos tontos. Mi amigo B..., la flor de los agentes de cambio, decía ayer, delante de mí, a su hijo: «Hete que vas a empezar tu carrera de Derecho; tendrás mil quinientos francos por trimestre; acuérdate de estas tres máximas: no alojes jamás a tu querida en tu casa; no guardes nunca la misma más de tres meses; si sientes que te vas a enamorar, toma otra segunda. Sobre todo, cuidado con las costumbres; resérvate; cuando sientas estremecerse en ti las grandes frases, piensa, para atar corto a las tonterías, que te guardo para cuando tengas treinta y cinco años un lote de bonitas muchachas, bien educadas, bien vestidas, mucho más agradables que tus queridas y que te traerán dinero en vez de pedírtelo.» Servíos decir qué lugar queda en esta moral para las pasiones.

     3.º Un pequeño fondo nuevo de honradez. Hay mujeres visiblemente castas, sobre todo en la burguesía, y se siente que se las inferiría un insulto si se las dejase entender que son lindas. Además, las jóvenes son respetadas. Nada más raro que un seductor de inocencia, como monsieur de Mortemer(33). Un hombre, aun medianamente delicado, no se las ha con ellas; espera a que estén casadas.

     4.º Una desproporción enorme entre la educación del hombre y la de la mujer; en consecuencia, faltan los asuntos de conversación; la mujer no sabe ya hablar de religión, como en el siglo XVII, ni de filosofía, como en el siglo XVIII. Se ha excluido de su educación el razonamiento serio; ha quedado reducida al piano; no sabe mas que la rutina de la música, el comadreo del mundo y las fórmulas del catecismo. Por otra parte, habiéndose complicado prodigiosamente cada arte, ciencia o profesión, el hombre hundido y encerrado en su especialidad se hace incapaz de hablar de ella, salvo a las personas cuya educación es fuerte. En los países germánicos, las jóvenes saben cuatro lenguas, han practicado los razonamientos enojosos, escuchado con inteligencia las discusiones políticas y teológicas de sus padres y de sus huéspedes. Entre nosotros, ningún terreno común; después de esfuerzos sobrehumanos, los dos conversadores quedan a distancia, enzarzados en frases oficiales, con bostezos interiores y una alegría de encargo. El hombre presentado a una mujer se dice, en el momento mismo en que respetuosa, graciosamente, con una sonrisa de encanto, se inclina ante ella: «Si aventuro cosas verdaderas, va a encontrarme chocante o pedante; si repito cosas convenidas, va a encontrarme vulgar y tonto. Querida señora, lléveme el diablo y que se os lleve a vos; pero ¡cuán contento estaría de hablaros si tuviera algo que deciros!»

     Bien se ve que con tales costumbres no es fácil fabricar enamorados para el teatro. He ahí lo que se ha encontrado buscando por todas partes:

     El antiguo galán joven, Estéfano, en Gabriela; Pablo, en Diana de Lys; monsieur de Montègre, en El amigo de las mujeres, sucesores todos ellos de Antony, primos de los enamorados arrebatados y sombríos de Víctor Hugo.

     En uno de mis retornos a Francia he visto sus chalecos en 1830; aquellos chalecos eran muy poéticos, y el rizo de sus cabellos, violentamente arrojado sobre la frente abombada, anunciaba las grandes pasiones. «Los cabellos abundantes, la tez ambarina, la voz sonora y metálica, golpeando las palabras como medallas, bien encajados los ojos bajo las cejas y bien sujetos al cerebro, músculos de acero, un cuerpo de hierro siempre al servicio del alma, entusiasmos rápidos, desalientos inmensos, contenidos en un minuto y en los que el alma se renueva de pronto... Pertenecen a esta raza de hombres que tienen la facultad de zanquear por los caminos, de pasar las noches bajo las ventanas, de vivir sin comer, de hallarse siempre prontos a hacerse saltar la tapa de los sesos y a matar a todo el mundo. Temperamento bilioso; el hígado demasiado gordo; hay que enviarles a Vichy»(34).

     Ya veis en qué tono se les describe; son fenómenos. Por lo tanto, son raros, a menudo cómicos, siempre anticuados. Monsieur de Montègre viene del Jura; monsieur de Nanjac vuelve de África; ambos han sido conservados en la vida provincial o militar como un salmón en la salmuera o una espada en su estuche. En cuanto a Estéfano y a Pablo, son, en Augier y Dumas, hijos de juventud incubados bajo un faldón del frac del viejo Dumas y del viejo Hugo.

     Y ved el bonito papel que se les da: de Nanjac es un chico colérico y voluntarioso, que alborota, grita, llora, quiere a todo trance cortarles el cuello a las gentes y lanzarse a un matrimonio averiado; si se le salva, no es suya la culpa. Estéfano es puesto de patitas en la calle por la mujer, como inferior, comprobación hecha, al marido, un abogado que gasta bromas y saca las cuentas del presupuesto doméstico. Pablo es muerto por el marido, con aprobación general de los espectadores. De Montègre, un inocente que acepta el amor puro, tiene la bondad de servir de bobalicón y restituir la mujer a su propietario.

     Engañado, muerto, despedido, salvado: he ahí las cuatro salidas para el amante entusiasta. Que se marche a las bibliotecas y se vaya a dormir cerca de Hernani, de Otelo y otros. Hoy está pasado de moda, a igual título que un turbante o una gorguera; un hombre así es un petardo; sacadle fuera pronto, al fresco, en la bodega. Entre nuestros miriñaques, nuestros pufs rosa, nuestras comidas finas, nuestras conversaciones burlonas, sus explosiones son tan incómodas como ridículas, y sólo se está tranquilo cuando no está él.

     Lleguemos a los personajes verdaderamente contemporáneos.

     Sentada sobre su dote como sobre un trono la joven emancipada, escéptica y recelosa, tratan de llegar hasta ella; grande embarazo para el enamorado pobre. La manera de ser amable con una mujer que al escucharos se va haciendo por lo bajo las pequeñas reflexiones siguientes: «Estamos aquí un lindo clan de muchachas ricas que sabemos muy bien no se nos busca sino por nuestro dinero, y no nos sentimos por ello nada indignadas. ¿De quién es la culpa, nuestra o de esos señores? No desearíamos mas que ser burladas, si se tomasen siquiera la molestia de engañarnos. Los mejores aun son los que se informan solamente de nuestra dote... Hay uno que ha preguntado la edad de mi madre»(35).

     Por su parte, para no ser vil, el enamorado replica: «Las muchachas ricas..., ¡horror! El roce de su traje se parece a un frote de billetes de Banco, y no leo mas que una cosa en sus bellos ojos: la ley castiga al falsificador»(36).

     Esto cambia la manera de hacer la corte. Están en guerra. Ella le insulta, él la maltrata. Ella le manda a paseo, y él se va. Hela obligada a correr tras él: le pide perdón, cae de rodillas o bien le abraza en público, pero sólo hasta el quinto acto. Explicaciones generales, enternecimientos, boda. Pero confesaréis que es un singular empleo para un galán joven pasarse el tiempo, salvo los últimos diez minutos, en recibir y devolver bofetones.

     Este bello estado de hostilidad abierta o encubierta está ahora de moda entre los dos sexos. He notado veinte veces en los salones que se les dicen a las mujeres durezas o indelicadezas riendo. Como han tomado maneras y audacias de hombre, se las trata cual hombre, es decir, como adversario o como camarada. Se espadachinea con ellas, y a fe, como manejan muy bien su arma, no ocasiona remordimiento en demasía cuando con la punta de la hoja se las araña un poco. Cuestión de costumbre; no hay otra actitud posible con las bribonas; del mundo malo ésta ha pasado al bueno. Contemos esos tipos militantes.

     Hay primero el simple imbécil, monsieur de Naton o monsieur de Troenes(37) (mi sobrino, monsieur Anatolio Durand o d'Urand es de esta especie), joven vividor zopenco, que bosteza al lado de las mujeres y dice con su gruesa voz arrastrada: «Con eso, ¡qué bribonas son las mujeres de mundo!» Cuando las ha saludado y notado en alta voz que el tiempo está malo, ha acabado los recursos; bien quisiera marcharse; busca un tabaco, en su bolsillo; piensa en el gabinete de Titina, donde se fuma, con los pies a la altura de los ojos; en las cenas de Lulú, que canta tan bien la canción del Pequeño ebanista.

     Hay en seguida el hombre experto y guasón, Federico Bordognon(38), «hijo segundo de un tendero de aceite, calle de la Verrerie, con la muestra de las Tres Aceitunas, que ha maltratado a mujeres cuyos lacayos no habrían saludado a su padre». Con sus cuarenta mil libras de renta se ha puesto el frac de gentleman, pero conservado el espíritu calculador del negociante. «Voy a darle la despedida a la propietaria de mi corazón; quiere aumentarme y anulo el contrato.» Su experiencia es completa; la alusión a las cifras reaparece en todas sus bromas, como una nota metálica en un aire picaresco. Mientras la lionne(39) pobre es honrada, el marido paga a diez céntimos los panecillos de cinco; el día que ya no lo es, paga a cinco céntimos los panecillos de diez. Ha empezado por robar a la comunidad y acaba enriqueciéndola. Habiendo ganado diez mil francos al juego, los lleva con su primera declaración a una mujer bonita. Lo demás de su conducta y de su conversación es parecido. Un epicúreo positivista. Las mujeres no tienen mas que ponerse en guardia contra tales garras.

     Paso por alto a otros, entre los mejores. ¿Queréis un carácter más agradable, un verdadero francés, lindo, ligero y alegre, como los del siglo pasado (el XVIII), siempre de buen humor, divertido, acomodaticio, hasta galante, y que, sobre todo, no está exento de probidad y aun de delicadeza?(40). Él también lleva la marca de su siglo, y sus galanterías sólo son a flor de labio. Es brillantemente aturdido y placenteramente hablador, lo que no le impide ser avisado, astuto, despabilado en defensa y en guardia contra la mujer adorada que quiere soplarle los escudos. En efecto; sabe el precio del dinero, el valor de las cosas y de las gentes, el suyo, el de su espíritu y sus sentimientos. No hay nada que no ridiculice y pese. «¡Bravo coronel! ¡La rectitud y la lealtad en persona! No le recibiré en mi casa... ¡Me sonríe esa idea de hacer sentar a mi hogar una dulce niña que sería el ángel guardián de mi caja!»

     Su espíritu es el agradable y chispeante espíritu francés, pero descompuesto por la experiencia como un vino delicado por un sol demasiado vivo; en la superficie, una ebullición espumosa de bufonadas; en el fondo, un agrio filete de ironía; en medio, una provisión de buen sentido comercial y liso. Ninguno de esos tres licores embriaga, y cuando la haga la corte a madame Lecoutellier, estoy bien seguro de que será con el Código en la mano.

     Quedaba por hacer salir del segundo plano al taimado calculador y darle el primer papel, un papel simpático. Hacer simpático a un hombre que maltrata o combate a las mujeres, ¡qué dificultad! Se ha conseguido, y monsieur de Jalin y monsieur de Ryons son dos de los personajes mejor acabados y más instructivos del teatro moderno(41); Para hacerlos soportables, el autor ha puesto al primero en el demi-monde, entre mujeres tachadas, lo cual le da derecho a enviarlas a su perrera, y al segundo en el mundo, entre virtudes dudosas o inocencias agresivas, lo cual excusa sus impertinencias; un día, por otra parte, encontrando una virgen en una mujer, es presa de golpe de un acceso de caballería andante, lo cual le eleva a la categoría de los salvadores. Pero ¡cuán fría y sabiamente manejan ambos la mecánica femenina! ¡Cómo la ponen en experiencia para su gusto o para instrucción de otro! ¡Qué manera de tocar justo, con previsiones seguras, el resorte que hará salir de improviso de la niña la loreta precoz y de la joven la loreta experta! «¿Mi declaración de ha poco? Era una cortesía; hay mujeres que quieren eso en la conversación.» «¿Y os ha salido bien alguna vez este procedimiento?» «Con más frecuencia de lo que hubiese querido.»

     Son fisiólogos y cirujanos; dan consultas gratuitas y practican operaciones a domicilio, generalmente por amor al arte, y a veces por un sentimiento de humanidad. «Vuestra casa es original, y me pesa no haber venido más pronto. Hay mucho que hacer aquí para un coleccionista como yo, y hete aquí, creo, un sujeto que no he catalogado aún.» En espera, tienen en sus manos la teoría completa, y se les puede decir con verdad que no respetan a nadie: «No concedéis gracia a los niños.» «Las mujeres no son niñas nunca.» «Los hijos consuelan de todo.» «Excepto de tenerlos.» «¡Callaos, desgraciado! La mujer es la que inspira todas las grandes cosas.» «Y la que impide realizarlas... Me he prometido no darles jamás ni mi corazón, ni mi honor, ni mi vida para que los devoren a esos encantadores y terribles seres por los cuales el hombre se arruina, se deshonra o se mata, y cuya única preocupación en medio de esta matanza universal es vestirse, ora como paraguas, ora como campanillas.»

     Notad que ese teórico no es un carnero desinteresado, sino un morueco que continúa paciendo en el prado comunal(42); si su corazón tiene sesenta años, sus sentidos tienen treinta. Notad que ese epicúreo no es un Lovelace dominador y brutal que se cree en regla «cuando ha llevado ocho días de luto por las caras criaturas muertas de sobreparto por obra suya»; es más bien benévolo, y de buena gana presta favores a las mujeres. Todo eso forma su carácter completo, perfectamente moderno, nada aborrecible y aun agradable y superior.

     Dada la mujer, es decir, un ser «ilógico, subalterno, maléfico», pero encantador, como un perfume delicioso y pernicioso en un vaso de cristal frágil, se trata de respirarla prudente, delicadamente, algunas veces no en su casa, sino en casa ajena, y sobre todo de no romper el cristal; y en cuanto se pueda, detener las manos groseras o torpes que están prontas a romper el vaso. De Antony al amante de La dama de las camelias, al pintor Paúl, a Olivier de Jalin, a monsieur de Ryons, la transformación es visible. Entre el entusiasmo de 1820 y el positivismo de 1860, la experiencia interpuesta ha hecho que el hombre entrara en desconfianza y se pusiera en defensa; de amante ha pasado a ser a veces enemigo, a menudo adversario, más a menudo espectador, y todo lo más, amigo.

     Amigo después de escaramuzar y con todas reservas. A causa de eso, prefiero mi papel, y me sirve para ello la educación. Mi pobre sobrino Anatolio Durand o d'Urand me da lástima a veces; se encuentra embarazado allí donde me hallo a mis anchas; es que ya no tengo pretensiones, y él las tiene. A los cincuenta y cinco años, cuando se han perdido los cabellos y se vuelve de América, ya no se es peligroso; se tiene derecho a ser cortés y algo más. Es un derecho de antaño, y lo resucito en mi provecho. La conversación cesa entonces de ser un duelo, y ¡vaya qué oficio un duelo continuo, sobre todo con una mujer! ¡Es tan ingrato decirlas cosas duras y aun cosas frías! ¡Es tan agradable agradarlas!

     No se está obligado para ello a buscar en la memoria las soserías del pasado siglo XVIII; desde la primera mirada, sin que se haya dicho palabra, saben si gustan; en qué grado, con qué matiz; si es el corazón, la cabeza o los sentidos lo que han tocado; si es por su traje, su talento o su gracia. No hay necesidad de fingir; no hay mas que sentir y dejarse llevar. Al cabo de un cuarto de hora se distienden; no temiendo ya la zumba, están delante de vuestro espíritu como ante su espejo; se miran en él, y encontrándose amables, continúan mirándose, complacientemente, sin coacción, cambiando de actitud y de sonrisa.

     Decidme si podéis encontrar más agradable papel que el de espejo; en cuanto a mí, a ello me atengo. Al fin y a la postre, al cabo de seis meses, la ópera es ensordecedora; con su mala atmósfera y su elegancia de pacotilla, el teatro descorazona, y ¿qué es una gran loreta sino una comedianta de andar por casa? De todos los espectáculos de París, el más encantador es una verdadera mujer de mundo; es un espectáculo en un sillón; desde sus encajes hasta su ingenio no hay nada en ella que no sea una obra maestra de la cultura moderna; para hacerla tal como es han sido necesarias cuatro o cinco generaciones de fortunas asentadas, de costumbres elegantes y de educaciones refinadas; todo cuanto de delicado ha inventado el gusto se ha juntado en su vestir y en su persona.

     Hela ahí ante vosotros en su sillón de seda pálida, semiinclinada, con menudos movimientos de pájaro, negligente y risueña; las centellas de su collar flechan rayos como ojos vivientes por encima de las curvaduras de sus hombros satinados; su peineta de oro se hunde entre racimos de flores por encima de las ondas de su cabellera; su traje dilatado desarrolla por debajo del fino talle la frescura de sus pliegues lustrosos. Habla, está contenta, hace los honores de sí misma, y se encuentra pagada sin sentir placer.

     Palabra de honor, acabaré creyendo que los cuadros, los libros, la música han sido inventados para desgraciados, para enfermos, y que todas aquellas gentes, espectadores y autores, tenían tapados los ojos ante la naturaleza. En punto a obras de arte, hay las muertas que se meten en las bibliotecas o se cuelgan en las galerías; yo estoy por las que no están encuadernadas en becerro o pegadas sobre lienzo.





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Capítulo XIX

Los artistas

- I -

14 septiembre.

     He pasado un mes este otoño en Fontainebleau y en las aldeas vecinas. Allí es donde se les ve al natural. Pero al principio no he pensado mucho en mirarlas.

     ¿Es posible que haya cerca de París un bosque semejante? Todos mis recuerdos de América se han despertado. Hace nueve años, según mis cuentas, a las cuatro vagaba a caballo entre bosques bravos semejantes; las ideas de comercio y de dinero caían como un vestido sucio; encontraba de nuevo las generosidades de la juventud; me parecía que volvía a ser hombre. Ciertamente, lo que más amo yo en el mundo son los árboles.

     ¿He vivido en este París que tanto he deseado? Aquí me parece que no. Mi salón, mi coche, todo mi aparato es un traje de sirée molesto. He ocupado mis ojos, he visto un corral curioso. ¿He gozado verdaderamente? Esos nueve años, vistos a distancia, se me aparecen como una acera ruidosa y monótona; la acera de alguna inmensa calle de Rívoli, oliente a gas y a asfalto. Lo que encuentro mejor en ellos son ocho días de ausencia, una larga partida de caza en los Vosgos. Teníamos un mulo, un campesino, una tienda; vivíamos de nuestra caza y vivaqueábamos en pleno bosque; llegada la noche, el hombre limpiaba las piezas; yo asaba la carne sobre troncos ardiendo con un asador puesto entre dos pértigas; las ramas se retorcían en la brasa; las ráfagas de viento lanzaban hacia un lado chorros de llama; las chispas crepitaban locamente; el humo azul subía entre los troncos; nos dormíamos en nuestras capas, con los pies al fuego, y por la, mañana, al partir, nos sentíamos en nuestra frente las gotas de rocío de los grandes robles.

     Este bosque es menos natural, pero ¡qué hermoso aún! En el borde del camino, las hayas redondeadas, doradas, gloriosamente desplegadas, se dejan ver extendiendo su follaje de encajes. Se prolongan en fila, hasta perderse de vista, gozando del aire libre. La luz se derrama a oleadas sobre sus cúpulas; rebota sobre las hojas, chorrea en cascadas, de tramo en tramo, hasta el césped. Un vapor dorado, una polvareda de centelleos y espejeos flota a su alrededor como una gasa. Sus troncos blancos tienen una corteza siempre lisa y joven. La profunda tierra que les nutre les conserva hasta la virilidad su aire de la adolescencia, y el cielo tiende por encima de ellos su larga arcada de un azul tierno.

     Ningún transeúnte en este camino; apunta en el horizonte la cruz del Grand Veneur. El palacio de la Bella del Bosque Dormido no debía ser más apacible. ¿Es que verdaderamente ha pasado nadie por aquí desde hace un siglo?

     El otro lado, una arboleda enorme, yace en la sombra. Los troncos monstruosos, negruzcos, se sumergen de un salto en el suelo, y su cabeza se pierde entre otras cabezas. Algunos se inclinan como boas que fuesen a engancharse. De trecho en trecho, por unos claros, traspasa el cielo. Pero el verdor llena todo el horizonte, ora sombrío, ora resplandeciente. La claridad que se echa desde arriba pone aquí y allá rastros de esmeraldas móviles. Los follajes tiemblan y relucen. Un susurro infinito, un cuchicheo de cien mil voces, un zumbido que se hiende o se baja, corre a través de las profundidades, y en un escarpe arenoso, una tropa de pinos, con su vestido de verdor azulado, cantan, en voz más alta, como una colonia melodiosa y extraña.

     A veces grazna un cuervo; los pitirrojos lanzan su nota clara. En el silencio se oyen chirriar las cigarras, y las columnas de insectos se atorbellinan en el aire espeso cargado de olores. Cae una bellota sobre las hojas secas; un escarabajo frota una brizna de madera con sus patas. Descienden de las alturas vocecitas alegres, finos arrullos de pájaros. Bajo esas bóvedas y en esos musgos vive todo un pueblo, un pueblo infantil que se agita, y su balbuceo llega a los oídos, semicubierto por la respiración profunda de la gran madre dormida.



* * *

     Ayer, a las once de la noche, en las alturas de Franchart, la luna, en su lleno, parecía un trozo de plata bruñida que saliese de la fragua. Ligeras nubes aéreas, semejantes a plumas blancas, flotaban en rastras a ambos lados del cielo. En medio, el azul parecía negro, tan viva era la claridad. Por debajo, el circo de los médanos y de las profundidades aparecía vagamente todo negro en la sombra. Relucían las arenas blancas. Un abedul delgado levantaba delante de sí su cabeza descabellada y encantadora; sus hojas no se movían, tan tranquilo estaba el aire. Se presta oído para descubrir un rumor, y en un murmullo imperceptible, a una legua más allá, se adivina un ciervo que brama.



* * *

15 septiembre.

     Los cuartos y el régimen son primitivos aquí, bastante semejantes a los de un log-house en el Arkansas o el Illinois. Una cama, dos sillas cojas, a veces un sillón que semeja a un inválido del Imperio; las paredes están encaladas y embadurnadas de esbozos, muy lindos a fe, y mejores a mi entender que sus cuadros de exposición; tan naturales son, llenos de alegría, de invención, de descuido, lanzados de improviso y a la desbandada como la conversación de un hombre de chispa: he ahí las imágenes interiores, no elaboradas ni atormentadas, sino fáciles, brillantes, exageradas o burlescas, tales como han atravesado su mollera; dos cazadores apuestos, con traje rojo, en medio de los tallares verdes; perros manchados y llenos de salud, que ladran con todo su gaznate; un torso desnudo de muchacha, que se enarca y ríe; monsieur Prudhomme saliendo de una huevera; tres caricaturas; un pino parasol a la orilla del mar, en una playa de arena.

     A todo esto la escalera retiembla bajo los gruesos zapatos que bajan; se arma un barullo en la cocina; se ajustan los sacos y polainas. Cada uno come a la ventura, en la actitud que le ha placido, sentado, de pie en la escalera, en el aparador, en la mesa. Las damiselas bajan en enaguas, los ojos semicerrados o bostezando aún; se las acoge con gestos que soportan sin pestañear. Algunos mocetones bien plantados juegan a la barra en el camino; otros, más pacíficos, miran el estiércol y las gallinas que picotean. Se acaricia al gato; se atormenta al perro. El huésped, un borracho se zampa la quinta copa; se da prisa a beber y se embriaga. Un día le encontré a cuatro patas, incapaz de levantarse; así andaba, y, sin embargo, comprendía aún.

     La criadita, en cuclillas sobre sus talones, sopla el fuego, pensando en las faldas bordadas del primer piso; por salvaguardia moral tiene los bofetones de su patrona y un librito de devoción mística. Todo el peso del trabajo cae sobre la gorda huéspeda, que de la mañana a la noche, sin cansarse ni apresurarse, guisa, limpia, barre, paga, recibe, responde, sirve al público. Los lugareños que llegan aquí comprenden bien lo que pasa; no se escandalizan por ello, antes bien se ríen maliciosamente, con aire de codicia; son siempre los aldeanos de los cuentos de La Fontaine.

     Cada cual se va por su lado, y una vez en el bosque, trabaja o duerme; estoy dispuesto a creer que la segunda ocupación es la principal. Al caer de la tarde se les ve volver, uno a uno, llevando a las espaldas su quitasol, su barra, sus telas, sus cajas de pinturas; se sientan a la entrada del mesón, sobre un banco de piedra, y departen, mirando las carretas que pasan y las comadres que charlotean, estirando los brazos, alargando las piernas; callejean, tranquila la conciencia; sobre esta materia, los aldeanos saben tanto como ellos; todo se hace lentamente en el campo; una lugareña se está muy bien una hora de pie cerca de un carro de leche, cambiando cada cinco minutos una palabra con el conductor.

     Llegada la noche se cena sobre una mesa sin mantel, entre cuatro candiles; por asientos, bancos de madera; a veces, a manera de suplemento, dos o tres sillas. La luz amarillenta vacila en las vigas ahumadas del techo, en las paredes cargadas de grotescos; por fin llega el café y dan la vuelta las copitas de ron. Entonces es cuando se ven desencadenarse las discusiones literarias y se oye roncar la batahola de la filosofía del arte. Los grandes hombres son aporreados o puestos en las nubes; todos se desgañitan.

     A todo esto las mujeres, que no entienden nada en la cosa, bostezan hasta descoyuntarse las quijadas; una de ellas se ha dormido tumbada a lo largo sobre el viejo piano cuadrado; otra, echada, lía cigarrillos. Cuando los combatientes han enronquecido van a mirar el bosque al claro de luna. Uno de ellos se ha llevado su cuerno; otro imita la voz del ciervo que brama; trotan las historias pantagruélicas, y los oyentes escuchan echados sobre la arena, fumando su duodécima o decimoquinta pipa. Ha acabado la jornada, y es hora de acostarse.



* * *

     El oficio es duro. Hombres de cincuenta años que tienen un nombre célebre no ganan diez mil francos.

     Hacia los treinta años, después de diez años de estudios, se empieza a producir; en este momento, hay que vender, y para vender es preciso que bajo el artista se encuentre un comerciante. Muchos ayunan, pescan una lección de tres francos, y aun ésa es una suerte. Algunos pintan fondos para los fotógrafos o grandes muestras. A los cuarenta años, si se tiene un verdadero talento y se cuenta con amigos en los periódicos, se puede abrir paso a fuerza de exposiciones y reclamos. A los cincuenta años se gana algún dinero y se tiene reumatismo.

     Cada año el número de verdaderos aficionados disminuye. El gusto baja desde que la división de las herencias desmigaja las fortunas y las grandes ganancias de la Bolsa ensucian la sociedad con ricachos mal educados. Los aficionados piensan en subastar sus galerías, se dirigen a un negociante en cuadros, hacen negocios.

     Para obtener éxito se necesitan tres buenas suertes: lo primero es que en la Exposición cualquier rico burgués diga: «He ahí un regreso de caza que es alegre, y estaría bien en el plafón izquierdo de mi comedor.» La segunda suerte es que sea amigo de gastar, que crea en su gusto, que su mujer no diga que no; en una palabra, que lo compre. La tercera es que sus amigos, habiendo almorzado ante el cuadro, encarguen otros semejantes.

     Pero los cinco mil cuadros de la Exposición abruman la atención, borran toda belleza. Una mujer es linda sola en su hogar, en su confidente, junto al fuego; ponedla entre ochenta trajes en el baile, y ya no se la verá. ¿Cómo se venden los diez o doce kilómetros de pintura que se confeccionan en París cada año? Imposible sería responder. El hacinamiento es mayor aún aquí que en las otras partes. Desde hace treinta años las novelas que antaño tornaban por héroe al joven gentilhombre escogen por galán joven al artista, sobre todo al pintor. Con eso se han caldeado las imaginaciones; muchos jóvenes que hubieran sido excelentes dependientes de comercio se han comprado polainas y dejado crecer la barba. ¿Cómo se arreglarán para comer?

     Muchos están gastados. Tal hay que emplea el verano entero en acabar un estudio; raspa, vuelve a pintar, vuelve a raspar; acaba por perder la sensación verdadera; se vuelve tenso, irritable; habla febrilmente, a sacudidas, como un hombre que sale de un ataque de nervios.

     Muchos han contrariado su naturaleza y al cabo de quince años de esfuerzos se encuentran impotentes. En lugar de tener la imaginación superabundante y la necesidad de descargar sobre la tela el exceso de plenitud de sus sesos, son como una fuente agotada que de vez en cuando deja rezumar una pobre gota de agua. Si llega un amigo, le detienen en medio de un gesto: «Estáte así, alarga el brazo, tal vez he encontrado mi pose.» Por fin, a la ventura, al cabo de cien tanteos, cuelgan algo, y la criatura así arrancada por milagro es un aborto presuntuoso.

     Algunos se resignan a hacer comercio; embadurnan cuadros a cuarenta francos. Al cabo de un tiempo el fino resorte artístico se ha gastado y se quedan peones por toda la vida. Otros se vuelven a su provincia, hacen moverse a sus padres, obtienen retratos. A veces el Consejo departamental, que quiere tener la gloria de proteger las artes, otorga una pensión de seiscientos francos. Las ciudades pequeñas empiezan a celebrar exposiciones, y así se forman famas municipales.

     Dos o tres, los hábiles, dejan sus gruesos zapatos en cuanto se abren los salones, vuelven a París, frecuentan el mundo y hacen gran consumo de guantes nuevos. Conocen a los críticos, huelen la moda, se arreglan un taller. Cuando los aficionados han encontrado al pintor en cierto mundo y su traje tiene un corte conveniente no pueden ya ofrecerle menos de quinientos francos por un cuadro.

     La mayor parte son nerviosos respecto a su talento, como una mujer en punto a su belleza. He visto a uno, que figura entre los tres o cuatro más ilustres de este tiempo, dejar caer los brazos, llorar casi, al leer la crítica de un hombre que jamás ha tocado un pincel: «¡Soy, pues, un cretino! ¡No tengo mas que tirar mis cuadros por la ventana!» Otro, a quien reprochábamos se inquietara en demasía de los críticos: «¡Es menester ruido, gloria; sólo con eso puedo probarme que no estoy loco. Los señores N. y N., que son unos asnos, tienen de sus cuadros la misma opinión que yo de los míos.»

     Hay que añadir a eso muchas miserias, sobre todo las que proceden de las mujeres; es su llaga. Casados o no, viven con antiguas actrices, con modelos, grisetas que han levantado la pierna en los bailes públicos. Conservan el tono de su primer oficio. Decía Alfonso Karr que de una muchacha podía hacerse una duquesa pasadera, y no hay nada más falso. El aire de mujer de mundo, y sobre todo de mujer honrada, es el que menos puede atraparse. Estas tienen siempre el aire de querer pescar a un hombre o de enfadarse ante una broma dura. Nada más natural; nunca han hecho otra cosa.

     Acabo de ver una muy guapa, bien vestida y que no carece de dinero. Se recoge la falda a pleno puño cuando va a sentarse a la mesa; para pasar por una alameda mojada se levanta todo lo que lleva encima y hace abombar su peinador blanco. Se alza las mangas, toma posiciones inclinadas, hace la voz arrulladora; es una actriz en escena.

     Cuenta sus asuntos, dice que ama la pintura, hace confidencias a tuertas y a derechas. Costumbre de escenario. Por otra parte, el gordo señor necesita ese charloteo que ocupa las horas vacías.

     Ha montado a caballo el día antes y dice que tiene en las piernas dos manchas negras del tamaño de la mano. Uno de los presentes quiere hacer precisar el sitio, y como tiene chispa, envuelve su insinuación en una cortesía. Ella quiere enfadarse, pero ríe. Se excusa de la risa diciendo que es nervioso, pero que en el fondo se siente muy ofendida. Le llama tonto. Estalla una tempestad, risas enormes, canciones mezcladas con gañidos, choques de vasos, gritos de «¡Señora! ¡Señora!», proferidos con la voz más retumbante. Ella le ofrece un luis si quiere estarse tranquilo, y abre la bolsa para demostrar la existencia del luis. Aplausos y murmullos. Se tapa los oídos y no se ríe menos; quiere defenderse; se comprende que no está acostumbrada. Al día siguiente, por su puerta entreabierta, le recibe con los pies desnudos en sus pantuflas. Son maneras de cabaret; falta la finura.

     Algunas se «cuelgan del perchero» y permanecen aquí en invierno; esto forma familias. Una gran rubia desabrida labra la felicidad de un pintor de animales, pequeño, negro, con una voz de bajo profundo; los contrastes se buscan y no se ponen acordes. Hay gallinas, conejos, palomos, un estiércol en su patio, tres carneros en un cercado, y acaba de comprar una vaquilla; todo eso bala, berrea y pía bajo las ventanas, en los corredores, hasta en la escalera, que no está limpia.

     Ella, por encima de este corral, lánguidamente tendida sobre un diván sucio, se enfada y fuma cigarrillos; la he hecho hablar, creyéndola de humor dulce; pero nada de eso, y a grito herido exhala sus dolores: «Los ocho primeros días es encantador; el primer mes aun puede pasar; al cabo de un año es un aburrimiento mortal; al cabo de dos años, se vuelve una rabiosa; imposible ponerse unas enaguas.»

     El hombre tiene aquí su estado, el bello bosque, que comprende, la camaradería, las discusiones de estética. La mujer no tiene mas que su menaje y sus estercoleros. No puede ser mujer; quiero decir, elegante y coqueta; lo sería menester la abnegación verdadera de una alemana, el valor de ir todos los días a plantar el piquete, pillar un dolor de costado al lado del hombre.

     Estas se desquitan con los chismorreos, voltean y se atrafagan como ardillas en jaula. «En casa de un artista me decía el más espiritual de ellos no debe haber mujer; si hay una, que sea cocinera.»

     Al verlas sacadas de tan bajo se las creería agradecidas y sumisas: pero ocurre todo lo contrario. La francesa lleva en la sangre una necesidad de igualdad y de excitación; al punto que lleva un traje suficientemente ancho y nuevo, se cree al nivel de la más grande dama; su espíritu es demasiado seco, su ambición demasiado pronta para que pueda sentir o reconocer una superioridad; por naturaleza se hace centro y manda; invariablemente conduce al hombre, sea quien fuere, amante o marido, espíritu superior o simple imbécil, el artista más que otro cualquiera. Éste, absorto en el arte, consume en él toda su fuerza; por la noche vuelve cansado, afanoso de paz; ella, descansada por la jornada vacía, llega con su fuerza entera, y el combate no es igual.

     Veía yo estos últimos días en París a un hombre cuya energía y altivez son conocidos, honrado por todos, célebre, a quien no hablan los extraños sino con una especie de deferencia, ante el cual uno desconfía de sí mismo; su querida, una griseta de treinta años, ya ajada, menos que ordinaria, razonaba delante de él con una seguridad de alma admirable, contradiciendo, opinando sobre cuestiones de literatura y de moral. Nos regentaba.



* * *

     En cambio tienen el don de forjarse ilusiones. El pintor de animales ha colgado en su taller el retrato de su rubia desmadejada; ha hecho de ella una Ofelia. Otro ha sacado de una especie de fregona una gitana inspirada y poética. Ha llegado la madre de la Ofelia; es un horrible tonel lugareño con gorro blanco, de hocico puntiagudo. El desgraciado propietario de la Ofelia está en vías de sacar de ella una matrona holandesa, honrada e ingenua.

     En suma, no los encuentro muy de compadecer. Pueden distraerse; piensan en el hermoso sol poniente que acaban de ver; por la noche ven flotar sobre los morillos de la chimenea las lindas citas de caza que pintaran, las amazonas de largas faldas, de plumas rojas, los lebreles que husmean el aire, los cuernos de caza colgados del cuello de los ojeadores. Dícense que esta vez el cuadro será encantador; que tendrán genio. En espera, disertan sobre el arte y hacen crítica. Cinco o seis horas por día dejan de pensar en la vida real.

     Por fin gozan de ocios; no están amarrados; tienen alegrías y pasatiempos de niños. Todas las noches hay dos que se van al lindero del bosque a tocar el cuerno, para tener el placer de oírse, de meter ruido, de hinchar vigorosamente los músculos del pecho.

     Uno de ésos tiene siete perros; se les habla, se les zurriaga, se les acaricia. De vez en cuando organizan jiras y tienen el talento de dejar las mujeres en casa. Hemos ido a Moret, una linda villa de talante gótico. Éramos seis, entre ellos un caballo, que se montaba por turno. Se come en el mesón, en una terraza, a la vera de un agua corriente; a los postres la expansión llega a su más alto punto. Todas las cortesías, todo el aparato complicado de las maneras mundanas ha desaparecido; se vuelve a la vida natural, exenta de precauciones, de afectaciones, de cálculo, y como aquí la mayor parte de las naturalezas son finas, este esparcimiento no tiene nada de brutal; el gusto de lo bello sobrenada; se ve que es sincero, que forma el fondo y la substancia del hombre.

     Otra noche hemos ido con antorchas al bosque hasta una gruta; los rastros de luz ondeante se perdían magníficamente en la gran sombra; las cabelleras de llamas chorreaban entre las rocas, y las arenas repentinamente iluminadas desarrollaban sus blancuras sinuosas. Casi todas las noches van unos a casa de otros, toman una copa de ron; alguno se pone al piano y los otros cantan con voces tales cuales no para cantar y brillar; ríen de sus notas falsas; pero a través de su música adivinan el pensamiento del maestro y lo sienten, cosa imposible en los conciertos de sociedad.

     Desde muchos puntos de vista son superiores a las ambiciones ordinarias, y ciertamente son más felices. Viven en ideas más elevadas; son medio gentileshombres, no tienen el espíritu tendido hacia el ahorro o la ganancia, hacia las tacañerías bajas del comercio, hacia los violentos y dolorosos cuidados de la grande ambición y de los negocios. Los menos distinguidos saben aún adornar lindamente un taller, disponer yesos, flores, hacer de nada alguna cosa. Hay aquí veinte cabañas arregladas como casas que son encantadoras. Sus interiores son inventados, no son la obra banal del tapicero.

     Uno de ellos habita en una granja que se ha quedado granja por fuera; pero el interior, pintado de gris verde, es el más curioso revoltijo de bocetos, pipas, armas, bustos, cuernos de caza, espuelas, botas, con dos o tres muebles antiguos, poltronas del siglo XVIII y un columpio gimnástico. Al lado está el caballo, separado por un tabique; los perros duermen en la puerta; el dueño es cazador tanto como pintor; por doquier se ve que en ellos el cuerpo vive tanto como el espíritu.

     Otro tiene cerámica. Un tercero ha coleccionado durante diez años las bellas cosas del Renacimiento: muebles de roble pardusco de pies retorcidos; viejos libros encuadernados en piel de marrana con relieves de figurinas; platos de bronce esculpidos; estampas selectas; la gran crucifixión de Amberes ostenta, frente a la chimenea, sus grupos atléticos, sus opulentas carnes desnudas, sus montones de florecientes mujeres arrodilladas, en sus trajes de seda, bajo sus trenzas de cabellos pálidos. La mayor parte de los talleres están rodeados de verdor; en lugar de frutales se ven en el jardín abedules delicados, un valiente roble joven, cepas silvestres, glicinias que retuercen sus sarmientos a lo largo de las paredes; las vidrieras del taller tienen lontananzas en la ancha llanura, y al cabo del horizonte se ve alargarse la línea inmóvil del bosque.

     Muy pocos son groseros o insociables; aun entre aquellos cuyo exterior es rudo y la cultura nula se encuentra una finura nativa, una aptitud para comprender la originalidad, la gracia y lo cómico; la sensibilidad de sus órganos está intacta, cogen la idea y la belleza al vuelo; el talento imitativo, el espíritu de caricatura son innatos en ellos.

     Dicen perfectamente una escena marsellesa, una canción picarda, una anécdota parisiense; todo lo poseen: el acento, el gesto y lo demás; con su garganta, su nariz y su lengua, sus manos, imitan las formas y los sonidos: el rechinar de una puerta, el hipo de un ciervo que brama; son mimos, y eso naturalmente. «El ciervo resollaba, grun, hétele que se cuela, llega, nos ve. Patatrá, patatrá, sobre el suelo.»

     Es el lenguaje primitivo, tal como lo sugieren las imágenes vivas; entre nosotros falta, porque estamos desecados. Siempre pienso, escuchándolas, en Mercutio y Benedicto; en ellos, como en los jóvenes de Shakespeare, las impresiones son nuevas, no aprendidas, y las expresiones siguen, descabelladas, resonantes. La bufonería irrumpe en medio de lo serio, y la chocarrería también; pero no delicada o ingeniosa a la manera del siglo XVIII, sino descarada, enorme, mezclada con poesía y locuras, como en Aristófanes, a veces sentimental; es una fuente ingurgitada que suelta de momento su agua y su fango.

     Pero en nada sobresalen tanto como en sus bocetos. Un día de lluvia, dos pintores de paso han embadurnado cada uno un plafón del comedor. De cerca es un paquete de colores extendidos con una escoba; a diez pasos son dos escenas alegres, atrevidas, aportadas y vivificadas por una ráfaga de juventud. La primera es una fiesta de bebedores alemanes, todos echados de espaldas, todos fumando, todos con grandes botas, todos con los pies alineados a la altura de los ojos y metódicamente sobre la mesa; esta colección de botas monumentales, que se muestran a la luz por encima de paternales semblantes, hace reír durante una hora; he ahí la verdadera actitud alemana, calculada para dar a la meditación toda su fuerza; así es como se filosofa sobre lo absoluto.

     El otro ha pintado una banda de ninfas y de sátiros desnudos que bailan sobre la fina arena de la costa, en la semiobscuridad violeta, en las humaredas vagas del crepúsculo, bajo los arreboles de un cielo meridional que se extingue.

     Acabado el cuadro, se ha llevado aparte a un pintor holandés que se encontraba allí, joven decente y que se mostraba algo escandalizado por las costumbres del lugar. Se le ha dicho que Holanda se hallaba muy lejos de París, que ciertamente había debido quedarse muy atrasado y que haría bien en estudiar el francés y la moral en el diccionario de Napoleón el holandés, donde encontraría expuesto el gran descubrimiento moderno, un código de conducta aprobado por el Gobierno, donde queda decidido que todos los franceses están obligados a ser ateos, que el verdadero matrimonio es el adulterio, y el primer deber del hombre asesinar a su prójimo. ¿Lleváis pistolas? Yo no vengo jamás a Marlotte sin un cuchillo de monte, y por la noche le echo el cerrojo a la puerta.»



- III -

28 septiembre.

     No hay nada en este bosque que no canse placer: una ancha llanura de enebros espinosos, achaparrados, replegados por el viento, echados sobre la alfombra roja de los brezos; en medio, una espesura de lindos abedules blancos, deshojados, que dejan percibir entre sus cabellos la nieve movediza de las nubes; a la derecha, una falange de pinos estrechan sus troncos y empujan adelante su batallón negro sobre la campiña luminosa; en el fondo, las grandes líneas quebradas de las colinas, salpicadas por la blancura unida de las arenas, donde relucen aristas de peña entre los penachos de las hayas. El viento de otoño silba y se hincha, ronca a través de las filas inmóviles de los pinos y chirría en los follajes de los abedules semidesnudos, pobres niños que tiritan. Las hojas doradas se echan a volar una a una, como las alas de una mariposa muerta, y andan rodando al caer en la luz.

     Míranse esos amontonamientos de rocas grises echadas en desorden, que alimentan las alturas y abollan las pendientes, y se piensa en las furiosas corrientes que han abarrancado, descarnado, dislocado las crestas. Este país era el fondo de un mar y lo parece aún; arena por doquier, escollos devastados, acantilados corroídos, rocas zapadas por la base en las salidas desatrancadas, rastras de bloques que marcan el cauce de las corrientes; retirada el agua, ha quedado un desierto blanco, árido. Por grados el sol ha tostado las rocas; han venido los musgos y se han incrustado en las paredes del asperón escabroso; cerca de ellos, los helechos, los tallos testarudos del enebro, después las colonias invadientes de los árboles, y en los fondos húmedos los robles, que de siglo en siglo, aspirando el aire de las soledades, han hundido sus troncos y elevado sus cúpulas.

     Los brezos y el musgo del otoño pegan al dorso de las colinas su pelaje leonado, y el sol los enluce. Pero por cien mil rozas, los huesos de la peña primitiva revientan esta piel vegetal. De trecho en trecho, en el circo de piedra que forma el horizonte, un delgado cinturón de pinos errantes serpentea entre los dentellones, y los abedules dispersos dejan colgar su cabellera pálida.

     Quedaríase uno aquí toda una mañana sin pensar, contento con mirar. No se tiene ganas de nada; se es dichoso, como los antiguos dioses, los dioses de  Homero.

     Hay macizos de gramíneas, de cuatro pies de altura que suben en husadas verdeantes. Hay robles que tres hombres no conseguirían abrazar.

     El azul del cielo es tan luminoso y tan intenso que los ojos se van a él incesantemente, por sí mismos. El aire poblado de rayos y reflejos está de fiesta, y las ramas negras, tortuosas, hacen saliente con una fuerza extraordinaria en la claridad desahogada o en el azul profundo.

     Una vieja vereda desfondada da vueltas, hacinada de matorrales, y sus arenas, rayadas de tierra negra, salpicadas por miríadas de bellotas, desaparecen a medias bajo la vegetación repululante. Ninguna palabra da idea de esas altas hierbas cuyo nativo vigor no ha sido deformado por el cultivo. La savia las ha lanzado al aire de un salto, por familias; relucen gozosamente entre los brezos descoloridos, y a veces una soleada que las coge de través disemina en medio de la sombra una gavilla de esmeraldas.

     Siempre el cielo en medio de los follajes dorados, el cielo bienhechor, pacífico, el más magnífico de los dioses, la más divina de las cosas.

     ¿Para qué sirven la pintura y la poesía? ¿Qué cuadro, qué libro valen semejante espectáculo? Son falsificaciones mezquinas; a lo más, consuelo para las gentes encerradas en casa.

     Esos grandes árboles os hacen grande; son héroes, dichosos y tranquilos; se llega a serlo por contagio a su aspecto. Dan ganas de gritarles: «¡Eres un hermoso y potente roble; eres fuerte; gozas de tu fuerza y del lujo de tu follaje!»

     Los abedules, los fresnos y otras criaturas delicadas parecen mujeres pensativas, cuyo pensamiento nadie ha oído, un pensamiento tímido y gracioso que llega medio borrado con el cuchicheo y la agitación de sus finas ramas. Hay dulzuras y coqueterías en los huecos umbrosos, en los lechos de los brezos rosa, en los senderos tortuosos que dejan ver un trozo de su cinta, al borde de una fuentecilla que el suelo ennegrece entre las piedras y de pronto desciende con una lluvia de relámpagos; es una mirada súbita, un mohín y una zalamería de niño, de un dios infantil que ríe en libertad. Todas esas almas encantadoras se atreven a hablar en el silencio. Por arriba, ¡qué serenidad y qué irradiaciones en esta inextricable red de claridades entrecruzadas que habitan en las cúpulas de los robles! Todo cuidado se va tras ellos; se hace como ellos; se deja que se viva.

     Pasan los años; yo he cumplido el mes anterior cincuenta y cuatro, y ¿cuántos días por año hay en que, como ahora, me sienta joven?

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