Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Capítulo XX

La moral

- I -



20 diciembre.

     Resulta a veces desagradable ser tío, no tan sólo porque todo sobrino querría tratar a su tío a un simple banquero, y ya he puesto orden en eso, sino porque hay que predicarle la moral. Esto da el aire pedante, que no dista mucho de dar el aire tonto. El sobrino se mira las puntas de las botas y da vueltas al sombrero entre sus manos, como hombre que deja que corra el agua. Toda la actitud es respetuosa; pero en el fondo del corazón se dice: «¿Acaso mi tío no ha hecho tanto como yo cuando era joven? Me regaña porque alquilé un cupé al mes, y tiene dos coches para él. He regalado una sortija de cien francos; ¿acaso no da él pendientes de cien luises? Encuentra que mi sastre es demasiado caro; pues id a decirle que se ponga un traje usado. Vamos, ya va a acabar la ducha y tendré tiempo de ir a ver a Georgina.»

     En materia de moral las palabras no sirven de nada; en sí mismas no son mas que un sonido más o menos desagradable. Lo que las da una fuerza y un sentido es la educación anterior; si ha puesto en la joven cabeza dos o tres pedazos de ideas sanas, podéis hacerle entrar en razón; si no, lo mismo da golpear un leño para hacer saltar chispas. Hay que dirigirse a sentimientos ya nacidos, y no son frases las que las harán brotar en un cuarto de hora.

     ¿Qué hay, en esos sesos? He ahí lo que me pregunto cuando le veo en su sillón, rozagante y fresco, cogido el talle en una levita correcta, partidos los cabellos en medio de la frente por una raya y amoldados los dedos por sus guantes color de carne. Ha atravesado tres o cuatro educaciones y otras tantas morales. Si obtengo alguna cosa de él no será por la fuerza de mi elocuencia, sino por la virtud de esas educaciones y de esas morales. He aquí la lista y el balance:

     Primeramente, la educación del catecismo; sólo hablo de ella para memoria. Iba de corto y recitaba definiciones teológicas; pero se le pasó en cuanto se puso botas. Ha hecho el hombre y no ha pensado más que en la gloria de enarcarse bien en su traje de colegial.

     En segundo lugar, la educación de la familia. Ha aprendido a no meterse los dedos en las narices, precepto excelente que ha olvidado más adelante en el colegio. Se le ha enseñado también a no meter la mano en el plato, a no hacer demasiado ruido con las quijadas al comer, a no arrastrarse por el suelo de rodillas, a no tomar para él solo toda la conversación en la mesa. De todo eso ha conservado algo.

     Tercero, la educación del colegio. Es la principal. Aquí hay que dividirla: la que ha recibido de sus maestros y la que debe a sus camaradas.

     La primera es bastante flaca; en cuanto ha podido poner juntas dos ideas, se ha burlado de ellos; nuestros jóvenes franceses no son respetuosos; no es nunca la admiración lo que les ahoga. Ha notado que el uno se rascaba siempre la nariz, que el otro terminaba las frases con un ritornelo de clarinete; le han dicho que el otro era desgraciado en su casa; que un cuarto había escrito un indecente artículo para tener la cruz. En principio ha establecido en su cabeza que toda administración y todo gobierno se componen de galopines desagradables.

     En las reparticiones de premios y cuando su padre iba con él a visitar al provisor ha oído amplificaciones convenientes sobre la educación, que es un sacerdocio. Ha bostezado y se ha dicho que aquellas gentes practicaban el reclamo como confiteros. Sin embargo, ha adquirido alguna idea de la justicia; en el colegio, cuando se es el primero, es que se tiene merecido. Además ha concebido alguna estimación hacia la literatura; todos los grandes hombres de quienes le han hablado eran letrados; está dispuesto a creer que es bueno conocer la ortografía, que no hay que tomar a Horacio y Virgilio por frailes de la Edad Media, y que, en suma, Voltaire ha gozado de cierta consideración en el mundo.

     Todo eso no es gran cosa; sus camaradas le han servido mejor. Era monono, aseadito, delicadito; le han llamado niñita, le han dado bofetones y le han obligado a jugar, a correr; con este régimen se ha hecho algo más resistente y más hombre.  Ha adquirido también entre ellos el sentimiento del honor. Los escolares admiten en principio que están naturalmente en liga contra el maestro, que en ningún caso hay que denunciar a un camarada; eso sería acollonarse; si el castigo recae sobre otro, el culpable debe denunciarse a sí mismo. Esto forma cierto número de pequeñas virtudes romanas y militares.

     Otras adquisiciones no son tan buenas. Se ha creído obligado a ser libertino antes de la edad; ha hecho entender a sus camaradas, a fin de conservar su estimación, que el domingo, al volver, seguía a las mujeres; que tal semana había tomado ponche con una pespunteadora de botines; todo eso en términos medianamente decentes y con detalles; hay que tener el aire calavera. En suma, la vanidad ha hecho su oficio; se parece a esas soleadas que queman algo las frutas, pero las maduran.

     Esa es nuestra cultura, y no podemos tener otra. El colegio es una especie de regimiento en el que el espíritu de mofa, el espíritu de imitación, la precocidad, la galantería, la licencia, la bravura, todas las cualidades francesas se desarrollan de un tirón y como un solo haz; se ha hecho algo soldado y algo forajido.

     Entonces es cuando ha comenzado a ver el mundo; su madre le cogía del brazo y le obligaba a hacer visitas; en el campo, en las vacaciones, encontraba señoras bien educadas, señoritas. Tenía diez y seis años y no era medianamente cómico. Las dos educaciones se contrariaban. Quería ser amable y conservar, sin embargo, el aire varonil. Daba vueltas alrededor de las muchachas y no encontraba nada que decir. Se probaba gran número de corbatas y se miraba al espejo para ver si sabía sonreír; pero a la más lejana aproximación de un camarada, fruncía el cejo y ponía cara fosca, para no adquirir en el colegio reputación de afeminado.

     Entre hombres trataba de mantener su dignidad, de mostrar presencia de ánimo, y de pronto tenía vivacidades de perrito o prisas de perro de muestra. Bebía ron, que encontraba malo, y fumaba cigarros que le mareaban. No tenía nada que contar mas que anécdotas de colegio, y creía se burlaban de él cuando se le hablaba del colegio.

     Por la noche, en el salón, con su chaleco blanco, extendía complacientemente su dorso y se sonrojaba en cuanto le miraban, temiendo haber cometido alguna falta en el vestir.

     Estaba siempre inquieto y se sentaba sobre las conveniencias como sobre un sillón relleno de alfileres. Al mismo tiempo comenzaba a leer los periódicos y las novelas de Alejandro Dumas, con lo cual se armaba en su cabeza la más graciosa baraúnda. Quería ser heroico y positivo, o, mejor, no quería nada de nada; todo eran veleidades. Pensaba en los caballeros vestidos con un coleto de ante que se llevan a las bellas damas a la grupa de su caballo, y también en las costureras de París que aceptan una copa de Málaga después de una contradanza. Pensaba en D'Artagnan, que daba tan magníficas estocadas, y en su primo Julio, que en los bailes de grisetas levantaba tan gallardamente la pierna.

     En torno suyo se predicaba el desinterés y se practicaba el egoísmo. Los periódicos exigían imperiosamente el amor a la patria, y todos los hombres graves cuando compraban alguna finca declaraban precios falsos a fin de defraudar al registro. Revoloteaban ante sus ojos gran número de máximas morales pescadas en los autores; pero para redonderse al fin de un período o engastarse en un verso latino, meros adornos de espíritu, muy bien colocados en el discurso o en el escrito, como jarrones sobre una chimenea o chucherías sobre una vitrina; cuando menos éste era el uso que se hacía de ellos a su alrededor.

     En la práctica, los hombres y las mujeres pensaban en divertirse, no grande ni violentamente, sino cada uno con su pequeña manía y en su pequeño mundo, con la caza, la jardinería, el traje, la maledicencia, la mesa, sin herir demasiado al vecino, porque es peligroso herir en demasía al vecino; hay que contentarse con arañarle, sobre todo a escondidas y por detrás; esto despabila un poco y no altera visiblemente la dulzura general del bienestar en que se quiere mantenerse. Los grandes vituperios están reservados para las grandes locuras o las grandes tonterías. Por general consentimiento, quien da de cabeza contra un uso recibido es un loco; quien no sabe hacer o conservar su fortuna es un tonto. Fuera de eso todo es arbitrario; escoged vuestro placer, eso es cosa que no le importa a nadie; basta con no romperse las narices, y sobre todo no romper los vidrios.

     Después se ha comenzado a hablarle de una carrera, con tono bastante serio: «Un hombre debe tener un estado, hay que hacer su camino en el mundo. ¿Qué es un hombre que no trabaja?», etcétera. Pero el diablo quiere que haya siempre dos discursos sobre el mismo asunto, el que se pronuncia y el que no se pronuncia, y, naturalmente, este último es el que escucha el joven.

     Un día oye a dos señoras hablar de matrimonio. «Querida, exigid que vuestro yerno tenga una profesión; sólo eso puede sujetar a un hombre; es una cadena atada al cuello, y sin ella echan a correr.» Otro día, a las tres de la tarde, llega el notario, de frac negro, apretado el cuello en una corbata blanca. Una parisiense que se encuentra allí sonríe y se inclina al oído de su vecina: «Creía que no había ya notarios así más que en la Ópera Cómica; es la profesión.»

     Está invitado el previsor; entra teniendo en la mano un sombrero de anchas alas, separando el pecho, a la vez noble y paternal; alguien pregunta quién es aquel señor gordo que habla siempre y nunca dice nada. «No es un hombre -responde el vecino-; es un discurso de repartición de premios»

     Un capitán se hace útil al baile y no deja de danzar hasta las tres de la mañana. Se explica esta abnegación teniendo en cuenta que a fuerza de permanecer de pie en las paradas ha adquirido una rigidez de pantorrillas y una anchura de pies inusitadas.

     Una noche, en el teatro, el personaje brillante de la comedia dice hablando de no sé qué ricachón: «Ha muerto en Marsella en los aceites.» Y un colegial ve pasar una risa burlona sobre los labios de todos los que no tratan en aceites.

     La misma noche, al volver a casa, después de una conversación sobre las oficinas y los jefes de oficina en Francia, un mal guasón propone el establecimiento de una administración mecánica compuesta de funcionarios de cuero hervido y madera barnizada, cada uno con su cojín de cuero verde y sus anteojos verdes, maniobrados por una máquina central cuyo fogonero sería el ministro. Los funcionarios gastados pasarían al retiro, colgados por un gancho en una sala baja. No se quejarían jamás y ya no emborronarían sobre las mesas. El servicio estaría mejor hecho y resultaría más económico. Tendrían tanto talento como los antiguos; es una reforma, y se llegará a ella.

     Además de eso, mi jovencito ha hojeado los álbumes de Daumier, que se arrastran sobre las mesas, y ciertamente no se ha llevado de ellos una grande admiración por las condiciones y profesiones burguesas. Las gentes de mundo alaban a los trabajadores como los caballos de lujo alaban a los de simón: «Buena bestia, muy paciente; de esas hay menester; pero procuremos no ser una de esas bestias.»

     Durante todo este tiempo contraía un hábito, y ese es el gran resorte.

     A mi juicio, hay tres resortes que levantan a un hombre: los discursos oficiales que oye rozan la superficie de la piel; las frases sinceras que sorprende lo hacen levantar un brazo o una pierna; las costumbres que ha adquirido lo sacuden y lo impelen por entero.

     La costumbre de que aquí hablo consistía en meterse la mano en el bolsillo. Como siempre encontraba dinero en él, ha acabado por convencerse, sin parar mientes, de que el dinero y los bolsillos del pantalón tienen una afinidad natural.

     Todo lo que veía en torno suyo le confirmaba en este bello principio. El portamonedas de la madre estaba siempre lleno, y los cajones de su padre, más llenos todavía. ¿Qué movimiento más fácil para un escudo que resbalar de allí hasta su bolsillo? Nada más que un cierre que correr o un pomo de qué tirar, y negocio concluido. En cuanto a suponer el vacío en el portamonedas o en los cajones era cosa absurda e imposible. ¿Puede imaginar alguien que el aire no será mañana respirable o no saldrá el sol? Pues lo mismo lo demás.

     En el liceo, en casa, se encontraba la mesa, naturalmente, puesta todos los días y servida a las diez. El conserje, cada seis meses, llegaba, quitado el sombrero, a presentar el recibo del alquiler. Cuatro o cinco veces al año llamaba el sastre con unos trajes, y la cosa era tan natural, que si un pantalón formaba una arruga, el sastre se retiraba avergonzado y se apresuraba a enviar otro.

     Todo eso seguía un curso tan regular como las estrellas del cielo. Lo que hubiera parecido monstruoso era lo contrario. De esta suerte, a los veinte años, cuando ha entrado en el mundo, había en él, sin que se diese cuenta, por debajo de todas sus opiniones y de todas sus creencias, la persuasión fija de que el mundo y la sociedad le debían buenas comidas, burdeos de ordinario, a menudo champaña, un alojamiento conveniente, un mobiliario nuevo, trajes bien cortados, cuatro pares de guantes por semana y quinientos francos al mes para el bolsillo.

     Con eso ha hecho grabar sus primeras tarjetas y comenzado su carrera de Derecho, excelente manera de no hacer nada. Además ha venido a pedirme mis consejos; le he dado cajas de cigarros y he examinado el estado de su corbata y de sus botas; ¿para qué las frases? La vida es la que le instruirá. Mi solo asunto es ponerle en condiciones instructivas. Que sienta la verdad y la necesidad en la carne viva; solamente entonces comprenderá la descripción de la quemadura. Si escribo mi idea de la vida, no es para él, es para mí; aquí puedo desahogarme a mis anchas; no leerá esto hasta de aquí a diez años.



- II -

     Hijo mío, tienes las mejillas sonrosadas y entras en la vida como en un comedor, para sentarte a la mesa. Te engañas; los sitios están tomados. Lo que es natural no es la comida, sino el ayuno. No es la desgracia, sino la felicidad lo que es contra Naturaleza, la condición natural de un hombre, como de un animal, es ser acogotado o morir de hambre.

     Si eso te parece extraño, es que no has vivido, como yo, en un país en que la verdad y la hipocresía se ostentan a la primera mirada y todas enteras al desnudo. Recuerda el paseo que diste el otro día conmigo por el bosque. Aplastábamos las hormigas que se encontraban debajo de nuestras botas. Los lindos pájaros revoloteaban para tragarse las moscas; los insectos gordos devoraban a los chicos. Hemos visto en un bache, entre dos matas de hierba, un lebratillo con el vientre al aire; un gavilán le había cogido en su primera salida, comiéndose la mitad, y el vientre estaba vacío; las hormigas, los escarabajos, gran número de famélicos trabajaban en la piel.

     De cada diez recién nacidos queda un adulto, y éste tiene veinte probabilidades por una de no envejecer; el invierno, la lluvia, los animales cazadores, los accidentes lo abrevian. Una pata o un ala rotas por la mañana hacen de él una presa para la noche. Si por milagro escapa, desde el primer ataque de la enfermedad o de la edad va a encerrarse en su agujero y el hambre le acaba. No se rebela, sufre tranquilamente la fuerza de las cosas.

     Mira un caballo, un gato o un pájaro enfermos. Se echan pacientemente, no gimen, dejan hacer al destino. Las cosas pasan en el mundo como en este bosque tan magnífico y tan perfumado. Se sufre en él, y esto es razonable; ¿vas a pedirles a las grandes potencias de la naturaleza que se transformen para no herir la delicadeza de tus nervios y de tu corazón? Se mata y se come en el mundo, y eso no tiene nada de extraño; no hay bastante pasto para tantos estómagos.

     Si quieres comprender la vida, sea esto el principio, como el fundamento de todos tus juicios y de todos tus deseos: no tienes derecho a nada, ni nadie te debe nada, ni la sociedad ni la naturaleza. Si les pides la felicidad, eres un tonto; si te crees tratado injustamente porque no te la dan, eres más tonto aún. Tú quisieras que te honrasen; pero esto no es ninguna razón para que se te honre. Tienes frío; pero esto no es ninguna razón para que venga por sí mismo a ponerse sobre tus hombros un vestido caliente y cómodo. Estás enamorado; pero esto no es ninguna razón para que te amen.

     Hay leyes inmutables que gobiernan la posesión de la gloria, como el encuentro del amor, como la adquisición del bienestar. Te envuelven y te dominan, como el aire mefítico o sano en que estás sumergido, como las estaciones que, sin inquietarse por tus gritos, sucesivamente te hielan o te queman. Estás entre ellas, pobre ser débil, como un ratón entre elefantes; anda con ojo avizor, ten cuidado de dónde asientan el pie, no te aventures por sus senderos acostumbrados; pellizca con precaución algunas porcioncitas de las provisiones que acumulan; pero, sobre todo, no seas ridículo hasta el punto de sorprenderte de que no estén a tu servicio y de si sus formidables masas se mueven sin pensar en ti.

     Lo que tengas de vida es un don gratuito; mil que valían más que tú han quedado aplastados ya al nacer. Si encuentras en tu agujero algunos granos recogidos por anticipado, dale gracias a tu padre, que fue a buscarlos con peligro de sus miembros. Cuando atrapes un minuto de goce, considéralo como un accidente venturoso; son la necesidad, la inquietud y el fastidio los que, con el dolor y el peligro, acompañarán tus zancadas de ratón o te seguirán en tu topera. Te complaces en ella, te parece sólida; eso es verdad hasta la primera oleada de agua lanzada por una de esas gruesas trompas, hasta la aproximación de esas pesadas patas. De todas maneras, al vigésimo día, al quincuagésimo o algo más tarde, el efecto será el mismo. El monstruoso galop encontrará tu cuerpecito, un atardecer en que asomarás la nariz al sol poniente, una mañana en que saldrás para ir a pacentar. ¡Quiera la suerte que del primer golpe la pata se apoye sobre toda tu triste osamenta! Apenas la sentirás; eso es lo mejor que puedo desear a mis amigos, a ti, a mí mismo. Pero es probable que la muerte te coja por partículas y que esta vez vuelvas a casa con un miembro magullado, dejando un rastro de sangre en la arena. Así, estropeado y cojo, el primer galop aplastará tu cabeza y tu pecho, y al día siguiente les llegará el turno a los otros.

     Contra estas suertes de males, la experiencia y el razonamiento de todos los ratones y de todas las toperas no han hallado remedio; todo lo más, al cabo de tantos siglos, la raza trotante ha sabido descubrir algunas costumbres de los elefantes, señalar su sendero, prever, según su grito, su entrada o su salida; está algo menos aplastada que hace cincuenta siglos; pero lo está aún y lo estará siempre. Aumenta tu destreza si quieres, pobre ratón; no aumentarás mucho tu felicidad; procura mejor, si puedes, endurecer tu paciencia y tu valor. Acostúmbrate a padecer convenientemente lo que es necesario. Evita las contorsiones y las agitaciones grotescas; ¿qué necesidad tienes de hacer reír a tus vecinos? Conserva el derecho de estimarte, ya que no puedes substraerte a la necesidad de sufrir. A la larga las gruesas patas de los elefantes y las incomodidades que de ello se siguen te parecerán la regla. El mejor fruto de nuestra ciencia es la resignación fría, que pacificando y preparando el alma reduce el sufrimiento al dolor del cuerpo.

     ¡Y aun si los desdichados viviesen en paz unos con otros! Se te ha dicho, se te ha repetido que en cada colonia roedora todos estaban aliados, todos trabajaban por el pro común; que todos, salvo algunos merodeadores, debidamente castigados, observaban fielmente los convenios primitivos. Eso es falso, y es menester que sepas que es falso; de otra manera, desde tu primera experiencia tomarías los principios de tu educación por mentiras y el interés personal haría de ti un hipócrita o un rebelde. No seas ni lo uno ni lo otro, y mira bravamente la verdad tal como es.

     El hombre es un animal por naturaleza y por estructura, y nunca la naturaleza ni la estructura dejan borrar su primer pliegue. Tiene caninos, como el perro y el zorro, y como el perro y el zorro los ha hundido desde el origen en la carne de otro. Sus descendientes se han degollado con cuchillos de piedra por un trozo de pescado crudo. Al presente aun no se ha transformado, no está mas que amansado. La guerra reina como antaño, sólo que es limitada y parcial; cada uno combate aún por su trozo de pescado crudo; pero bajo la mirada de la Guardia civil, no con un cuchillo de piedra.

     No hay mas que una provisión reducida de cosas buenas, y de todas partes las codicias desencadenadas se lanzan a porfía para apoderarse de ellas. Mira una gran ciudad y el hormiguero de gentes atrafagadas que se entrechocan. Cada hombre sale de caza por la mañana con su familia y sus servidores, sus amigos y sus protectores, los unos a su alrededor, los otros a su alcance; al punto que aparece una pieza en el horizonte, familia y servidores, protectores y amigos, todos se preparan y se escalonan; ingenios, reclamos, redes, armas permitidas y a veces armas prohibidas, perros corredores y perros de parada, toda la casa y todo el arsenal de la casa trabajan con el jefe a la cabeza; es que hay que comer. Piensa en el comer y sabe que no comerás mas que de tu caza. Esta es rara y los cazadores son numerosos. Levántate más temprano que los otros, acuéstate más tarde, anda más aprisa, ten más olfato, reúne más perros, redes, amigos y armas; cierra cuidadosamente tu morral a la vuelta; guarda cargada tu arma por temor a que en el rincón de un bosque algún cazador con el morral vacío no te aligere de tu botín; que sepan que eres bravo y capaz de defenderte; aun en el primer ataque defiéndete demasiado fuerte; que te respeten; a este precio y sólo a este precio comerás.

     Esto es un consejo para todo el mundo; he aquí otro que sólo se dirige a algunos. No pidas nada; un mendigo es un ladrón tímido. Acepta raramente; un obligado es un semisiervo. ¿Eres tan flojo de cuerpo y de corazón que tengas que vivir del trabajo de otro? Estímate mucho, y, por lo mismo, no seas un simple comilón. Cuando hayas disparado tu escopeta y ganado tu cena, deja a los mercenarios que batan la llanura, que se carguen y que a la vuelta se retuerzan el pescuezo. ¿Qué necesidad tienes de sobrecargar tu morral y entorpecer tu marcha? ¿Por qué habrías de allegar más de lo que puedes comer? ¿Te conviene acaparar, sin provecho para ti, la caza de que vayas a privar a un pobre diablo? ¿Quién te obliga a sudar entre los barbechos todo el santo día, como un hombre de alquiler, cuando a las diez de la mañana has hecho ya tu provisión para el día?

     Mira a tu alrededor, y ve aquí una ocupación menos animal: la contemplación. Esta ancha llanura humea y reluce bajo el generoso sol que la ilumina; esas dentelladuras de los bosques reposan con un bienestar delicioso sobre el azul luminoso que las bordea; esos pinos odoríferos suben como incensarios sobre la alfombra de los brezos rojos. Ha pasado una hora, y durante esa hora, cosa extraña, no has sido un bruto; te felicito por ello: puedes casi alabarte de haber vivido.





ArribaAbajo

Capítulo XXI

La conversación

     El jueves pasado, en el Círculo, B... nos dice a tres o cuatro de entre nosotros: «Me voy a casar; bonita muchacha, honrada, bien educada, buena familia; eso nos da para los dos cuarenta mil libras de renta para poner casa.» Le felicitamos.

     Sale y encuentra a un antiguo camarada, Máximo A..., muy apresurado, que sube al coche y le grita de paso: «¡Buenos días, querido, buenos días! Me caso, ¿sabes? ¡Cuatro millones, querido, cuatro millones!»

     Vuelve B... hacia nosotros y nos cuenta el asunto con el semblante hosco: «Mi posición no vale la de Máximo. ¡Pardiez! Me apresuré demasiado.»

     N... acaba de ofrecer el más lindo collar de perlas del mundo a mademoiselle Leontina, de la Ópera, y le felicitamos por los deliciosos hombros que ha decorado tan bien. «¡Pssch! Como otros cualesquiera.» «Entonces, ¿lo que os gusta son los hombros en general?» «No; soy buen padre de familia. ¿Qué queréis? Tengo ya tres hijos; un cuarto que viniese ahora roería su parte de un tercio; las tonterías de afuera impiden las tonterías a domicilio.»

     Emilio S..., abogado, nos hace hoy el resumen de su profesión. La ley es una estatua majestuosa que se saluda y a cuyo lado se pasa; la jurisprudencia varía cada veinte años. Como hay siempre diez precedentes en un sentido y diez en otro, el juez escoge a voluntad, y, sépalo o no, su elección está regulada siempre por razones domésticas y personales. No litiguéis jamás en puro espíritu, como si os hallaseis delante de la justicia justa; por el contrario, haced resaltar el motivo o el argumento especial ante el hombre que va a dictar el fallo. El uno, antiguo procurador, es sensible a razones de procedimiento; el otro, autor de libros, se rinde a las consideraciones generales; el de más allá es clerical o liberal, comodón o marido engañado. Tocad esta cuerda. El procedimiento más universal es fatigar al juez; ahogarlo bajo una oleada de razonamientos contrarios; hacerle perder pie; arrastrarle en el diluvio de las interpretaciones, de las citas, de las autoridades, y por fin, en la última réplica, tenderle la pértiga, es decir, un argumento gordo bien claro, definitivo, al cual se agarra.

     De cada diez jueces, nueve están envarados, avellanados, hinchados. Ninguna clase de hombres tiene la máscara tan deformada, tan plegada, tan ahuecada, tan gastada, tan impregnada de angustia; es que están sentados todo el día, masticando plumas, silenciosos, inmóviles, bajo la barrena del abogado que durante dos, tres horas seguidas, le perfora ante la ley. He ahí el palo interior que retuerce sus labios y pela su cráneo. En cambio, hacen callar al abogado como a un doméstico.



* * *

     Conversación sobre las martingalas de la Bolsa y las bribonadas de las loretas. Dejo a un lado esos manejos por ser harto conocidos. Por ejemplo, en un restaurante célebre, los gabinetes particulares empiezan en el número 20. Se suma este número 20 con la cuenta. El que ha comido se halla ordinariamente emocionado; ha bebido champaña; mira a la señora que se pone el sombrero; se olvida de sumar o suma mal; en una palabra, paga. Si ve el fraude, el mozo exclama: «¡Ah, caballero! Es ese maldito número 20; una equivocación de la Caja» El propietario gana 25.000 francos al año con esos errores de suma.

     Otras veces la comedora se arregla para subir detrás del señor, y hace signo al mozo de que quiere diez francos. El mozo grita: «Cuidado con el número tantos.» Se hinchan las cifras, hasta añadir diez francos a la cuenta, etc.

     Todo eso es vulgar; he aquí lo que es más nuevo. En Normandía, cuando dos campesinos se han puesto de acuerdo sobre sus límites, cavan un agujero de seis pies y depositan en él una marca; por ejemplo, botellas; lo cubren con tierra y plantan encima un mojón visible. Ambos son ladrones y quisieran hacer retroceder el mojón; mas para tal caso sirve de testimonio la marca. Pero a menudo, ya desde la primera noche, el más astuto se levanta, desentierra las botellas, va a hundirlas diez metros más adelante en el campo del vecino, y deja cuidadosamente el mojón en su sitio. Un año después se queja de que han quitado de su sitio el mojón. Viene la investigación, se comprueba; la marca da fe y el robado resulta ser el robador. Parece que El zueco rojo, de Enrique Murger, y Los campesinos, de Balzac, son pinturas verdaderas.

     Las tres cuartas partes de conversaciones de París tienen este giro escéptico. ¿Cuáles son las diversas maneras de ganar cincuenta mil libras de renta explotando la tontería humana? ¿Cómo se las componen el financiero, la loreta, el político? ¿Cómo he de arreglármelas yo mismo? Si soy hombre de mundo, mi sola regla es no faltar al honor del mundo. Si soy hombre de negocios, mi solo cuidado es no caer bajo las garras de la ley. Si soy hombre político, mi gran negocio es caer sentado, en caso de accidente, en un buen empleo. Los hay de muchas especies, especialmente en Hacienda: los de recaudador, receptor, etc. Tuve que ir el año pasado a las oficinas del recaudador de mi distrito. «No está, caballero.» «Sin embargo, me convendría verle.» «Es imposible, caballero.» «¿A qué hora viene?» «No viene nunca, caballero.» «Dadme entonces su dirección.» «No la sabemos, caballero.»

     El que hace el trabajo es un viejo empleado; el destino es de veinticinco mil francos. Después he sabido que mi recaudador es un hombre de mundo y que tiene éxitos en Baden. Hace bien los versos, sus botas son finas y tiene muchos chalecos notables.



* * *

     La conversación deprava. De hombre a hombre vuelve cínico, porque hay que parecer experto, capaz de llegar al fondo de las cosas, exento de ilusiones. De mujer a hombre vuelve escéptico, porque hay que divertirse con todo, aun con las cosas serias. El mundo hace la mujer de mundo y el hombre de mundo, dos niños mimados, que se miman uno a otro. La primera juega con los objetos como con una baratija; el segundo los rompe para ver qué hay dentro.

     Esto vale más que la etiqueta; todo vale más que la etiqueta. Andad a cuatro patas si queréis; quitaos la ropa, las botas, todo cuanto os plazca, mientras no recitéis frases hechas. El año pasado di una reunión que tuvo éxito; la habitación estaba adornada con flores de los trópicos y había un vino del Cabo poco conocido. Al cabo de ocho días me daban ganas de marcharme de París; no podía entrar en un salón sin recibir un cumplido, siempre el mismo, y me sentía furioso. Cuando se acercaba un hombre o una mujer preveía la frase y la mueca particular, la especie y el grado de la sonrisa, el pestañeo de los ojos, la profundidad de los pliegues alrededor de la boca, el tamaño de los movimientos de las caderas y del retorcimiento de los riñones, la agudez y los crescendo de la voz. No veía ya una cabeza de hombre pensante, sino un hocico de mono que hacía monadas, o una momería de muñeco tirado por el bramante. Había acabado por volverme tan mecánico como ellos; había fabricado una frase con variaciones, que partía en respuesta al acercarse las frases cumplimenteras; la recitaba escuchando mi propia voz o contando los dijes del reloj del interlocutor. Un hombre debería tener un secretario encargado de hacer y recibir los cumplidos en su puesto, de diez a doce, todas las noches, en el mundo.



* * *

     Hagamos, si os place, una pequeña estadística de las cincuenta personas que tenéis delante en un salón. ¿Cuántas hay cuya conversación sea amena e interesante?

     Veinticinco son gentes asentadas, simples organillos de frases. Nada más raro en la Naturaleza que la originalidad, y la educación la disminuye; el buen parecer aprisiona el ingenio y el alma; nadie se atreve a moverse por temor a entregarse y comprometerse. Se repite durante quince días la idea de moda, y después, por otros quince días, la idea que sigue.  Hay dos frases posibles sobre La Africana, dos sobre el discurso de Thiers, dos sobre Méjico, dos sobre la Academia, dos sobre toda cosa humana; según el personaje, tendréis la una o la otra, a veces una anécdota; pero un juicio sincero y personal, nunca. Falta la impresión propia; los ojos han visto, los oídos han oído, la memoria ha retenido, las conveniencias dictan, la boca pronuncia; más allá, nada.

     Eso es todavía más notable en las mujeres que en los hombres. Habéis entrado por un vestíbulo adornado de arbustos y de flores, donde, entre las blancuras de los mármoles y los rosáceos mates de las alfombras, las mujeres mostraban los hombros desnudos, los cabellos sembrados de diamantes, arrastrando su larga falda de moaré lustroso, perfumadas, orgullosas, paradas de peldaño en peldaño como pavos reales multicolores o flamígeras aves de los trópicos.

     Habéis notado dos o tres que, después de haberse paseado unos momentos, han acabado por reunirse en un ramillete. La una, desarrollada, con falda blanca labrada, con el justillo plegado, parecía una veneciana del Renacimiento; por encima de esta divina dulzura del raso veíase una nuca curvada, nacarada, y en las trenzas rubias de los opulentos cabellos, por todo adorno, una cintilla de encajes.

     La segunda, alta, esbelta como una Diana, llegaba en los largos pliegues de su traje morado; el justillo, guarnecido de pasamanerías de plata, dejaba entrever la vaga idea de un húsar heroico; andaba aprisa, y su falda arrastrada se estremecía como una estola de diosa, mientras las blancas pedrerías, en ramillete, en sus cabellos, flechaban centelleos de espada.

     La última, delgada, flaca, con el rostro hacia delante, la nariz afilada, los labios trémulos, los ojos lánguidos y los cabellos pálidos, enmarañados bajo sus diamantes, parece lanzar por toda su persona chisporreos de centellas y relámpagos; sentada o de pie no toca al suelo; la fuga interior, los indomables lanzamientos y enderezamientos de la vida nerviosa hacen estremecer a cada momento su forma delgada. Alrededor de su cuello delicado chorrea un collar de diamantes como un círculo de ojos vivientes, como los pálidos ojos flameantes de un círculo de serpientes mágicas. Hablan y parecen encantadas de su conversación. ¿Qué no se daría por oírlas? Acércase, y se descubre que discuten sobre los puros de las sombrillas; la una los prefiere de ébano; la otra, de nácar.

     Treinta personas son gentes oficiales que tienen que guardar miramientos. Esas treinta personas y una docena de otras son ambiciosos que vienen aquí para conservar su empleo o alcanzar un ascenso. Una decena de hombres y otras tantas mujeres quieren casar a sus hijas. Todas esas gentes recitan una lección; es imposible sacar de ellos una palabra verdadera; acerca de todos los asuntos interesantes son como un sacerdote a quien se comete la torpeza de hablarle de religión; tienen una consigna; tratan de agradar al dueño y a la señora de la casa; se hacen presentar a las gentes importantes; evitan las afirmaciones cortantes; se deslizan sobre los puntos escabrosos; llegan a la corrección perfecta. Nulidad o hipocresía. ¿Cómo queréis que hablen con claridad o abandono cuando se trata del puchero?

     Aparte de esto, al cabo de algunos años ya no tienen necesidad de reprimirse; bajo la presión de la necesidad han perecido su iniciativa y su invención; no tienen ninguna opinión que ocultar o que expresar; el interior se ha modelado en ellos, poco a poco, sobre el exterior; no es ya un hombre quien habla, sino su empleo o su profesión. Un periodista os repite seriamente los artículos de fondo de su diario; un enriquecido se convierte en clerical y vigila la literatura, que es peligrosa; un padre de familia que tiene hijas por casar declara inmorales a los jóvenes.

     Apuesto a que entre cien juicios enunciados en media hora por esas cincuenta personas que hablan, no hay seis desinteresados; los noventa y cuatro restantes recitan, sin reír, la escena de monsieur Josse. Tocad el resorte del mecanismo, y va a cantar un aire previsto. Coged un pintor, aun distinguido, y hacedle hablar de pintura; alabará a los demás pintores a proporción de su semejanza con él mismo. Pareadamente, un músico, un escritor, en el momento en que juzgan a otro, hacen por carambola su propio elogio.

     Y eso va más lejos de lo que se puede decir. Hablad de arte en un círculo de sabios o políticos; a sus ojos, es un entretenimiento de ociosos.  Hablad de ciencia en un taller de artistas y en una reunión de políticos; a su ver, es un rascamiento de papelistas o una cocina de estropeados. Razonad de política en una comida de sabios o de artistas; a sus ojos, es un charloteo de intrigantes graves. Cada uno desprecia al otro por instinto; es para elevarse otro tanto.

     Cuando la conversación toma este rumbo siento necesidad de salir al aire libre y giro sobre mis talones. Decid cuanto queráis, mientras sea sin pensar en vosotros mismos; pero, ¡por el amor de Dios!, dejaos de vuestros reclamos. De otra manera, el salón no es mas que una tienda de mercaderes que mienten, saludan y pescan parroquianos.

     Cuento además cinco o seis principiantes, de uno u otro sexo, que se preguntan por lo bajo si llevan bien alisados los cabellos y si ha sido correcto su saludo. No dicen nada; con ellos se acaba pronto la conversación. Si el salón es grave, hay además una docena de comparsas, suplentes de la Facultad y de la Escuela de Derecho, jóvenes magistrados bien encorbatados, relatores huesudos, jefes de negociado maduros que de vez en cuando vienen a ofrecer sus respetos. Estos guardan un silencio circunspecto o modesto, se están de pie como estatuas, se calientan en la chimenea, estudian un retrato o una cornisa, manejan un folleto; algunos, hojean el álbum de fotografías y juegan con los lentes; todos tienen el aire hosco. Se ve además, contra las colgaduras, media docena de cubas burocráticas o comerciales hembras, envueltas en raso o moaré; aquí y allá, alguna lechuza emplumada, alguna estantigua puntiaguda encuadrada de flores; son depósitos y restos. La señora de la casa las ha colocado y les dice una palabra, pero yo, no soy señora de la casa; tanto mejor para mí y peor para ella.



* * *

     Hechos todos esos desfalcos, quedan tres o cuatro personas que hablan por hablar, que sienten placer al seguir las ideas, que se entregan a la discusión y a la invención, imprudente y libremente.

     Están perdidas en la multitud; son amapolas en un trigal. En torno de ellos es un comercio de vanidades y de intereses; por doquier, goces de galopo o de cómica. Los rodeos de ingenio y de estilo empleados para hablar y hacer hablar de sí hacen daño al corazón. Mi vecino de al lado come su pescado, pero no le encuentra sabor; combina interiormente la frase que, lanzada en los intersticios de la conversación, atraerá la atención sobre su cuadro o su libro.

     ¿Demuestra mi estadística que la conversación del mundo es fastidiosa? Nada de eso.

     La cortesía, aun mentirosa, es encantadora, y en eso Filinta tiene cien mil veces razón, y Alcestes no pasa de ser un tonto. Por doquier vivimos en estado de guerra: rivalidades de profesión, competencias de ambición, discordias de familia, antipatías de carácter. Dichosamente, hemos convenido en que de las siete de la tarde a media noche entre los hombres que llevan una cuerda blanca al cuello y las mujeres que no llevan nada del todo sobre los hombros habría tregua; mas aún, que cada uno se mostraría solícito, sonriente, inagotable en demostraciones de respeto, de estimación, de admiración, de simpatía hacia los otros. Todo lo más fina y alegremente posible. Es una comedia, sea; pero cinco o seis veces por soirée se tiene un minuto de ilusión; encontrad nada mejor si podéis. Como la felicidad y la belleza no existen, se han inventado las artes que facilitan su imagen. Como la bondad y la abnegación no existen, se ha inventado el mundo que da una apariencia de las mismas. Tratad de pasaros sin ellas, daos una vuelta por los Estados Unidos, mirad a un yanqui que come en mesa redonda con el sombrero encasquetado en la cabeza y que os dice flemáticamente, soplandoos en la nariz el humo de su cigarro: «¡Vuestra Europa es un miserable mundo viejo! ¡Un montón de lacayos y podridos! ¡Pero la libre América barrerá toda esa inmundicia!» Palabra de honor: prefiero mejor un chino, mi amigo el mandarín Tchangs-Li, de Shangai, que me saluda ceremoniosamente hasta el suelo y el viernes me ofrecen una comida de Cuaresma, diciendo: «Seguiremos hoy los preceptos de vuestra excelente religión, que es tan superior a la mía.» Además, cuando se tienen ojos se puede observar. Los rasgos de vanidad o de hipocresía llegan a ser rasgos de carácter, y las palabras que os impacientaban cuando las tomabais como ideas os interesan cuando las consideráis como síntomas.

     Tal grotesco o zopenco resulta ser una pieza rara y una muestra curiosa. A cierta edad, cuando el corazón se ha desprendido de muchos objetos y el espíritu está más atento al fondo que a la forma, la botánica moral y social es la primera de las diversiones. Preocúpase uno medianamente de oír hablar bien sobre las cosas; quiere tocar las cosas uno mismo; se encuentra menos placer en la literatura que en la vida; se prefiere una escena de costumbres a la pintura de una escena de costumbres.

     Al presente me gusta una conversación en ferrocarril, con un burgués, un estudiante, un oficial, que una novela, aun buena, o una velada pasada en el teatro. El año pasado, en las cercanías de Fontainebleau, me encontré en el bosque una tarde, con tiempo lluvioso, y hablé tres horas con un guardabosque que se calentaba al pie de una haya con su chiquillo sentado entre las piernas. El humo subía azulado en el aire gris y no se oía mas que el chapoteo de las gotas de lluvia sobre las hojas. Aquel hombre estaba contento de su estado y quería hacer entrar en él a su rapaz cuando tuviese la edad. Se les da una casita, una huerta; pueden matar conejos para su consumo, y aun cambiarlos en casa del tablajero por una libra de verdadera carne; tienen un tanto por cada ardilla, hurón o zorra; en todo, a corta diferencia, mil quinientos francos al año. El oficio es sano, considerado, la caza siempre da placer; las muchachas van a recoger sacos de hayucos, etc. Yo escuchaba todo eso; miraba al arrapiezo salvaje y dispuesto como un potrillo, y me parecía leer una novela íntima.

     Por fin, de tarde en tarde, entre la multitud de seres encogidos o estrechados, se encuentra una criatura sintiente, o por lo menos ante una actitud, un sonido de voz; sobre todo en los semblantes muy jóvenes se complace uno en imaginar lo que los poetas llaman un alma, quiero decir un ser nuevo y apasionado, que tiene su manera propia y personal de sentir, fiando en ella, sin tomar prestado nada, sin imitar, encerrando en sí una gran vida solitaria y múltiple, difícil o casi imposible de aparejar, a no ser por un aflujo repentino y extraordinario de la ilusión y del entusiasmo, contenido y estremecido, de largo alcance de mirada, capaz de abrazar de una ojeada una serie de situaciones y sus consecuencias.

     Alguna vez, por la forma del rostro y la profundidad de los ojos, se cree entrever esta riqueza y esta delicadeza naturales entre las mujeres; acerca de eso, un epicúreo no insiste: se mete en un rincón y sigue su sueño.

     Los hombres superiores dan en algún caso una sensación parecida; pero hay que encontrarlos en un día de chispa, o haber roto el hielo de las conveniencias. Eso me ha ocurrido, a veces, sobre todo en París, que es una especie de exposición permanente abierta a toda Europa. El último que haya visto de esta especie es Eugenio Delacroix. Nadie ha tenido un sentimiento más intenso y más justo de la naturaleza visible; decíame, al enseñarme una Resurrección de Rubens, copiada de su mano:

     «Ved este muerto, gordo, descolorido, desmazalado, con la quijada colgando, como en el anfiteatro de anatomía; es un muerto, y un muerto linfático; no hay como Rubens que sepa a fondo los temperamentos. Habéis visto en Munich su cuadro de condenados, de gigantes, de demonios, con cabezas de leones y de búfalos, y que no son ni leones ni búfalos. Sólo él ha sabido las degradaciones bestiales, los orígenes animales del hombre. Uno de los verdugos de su Crucifixión de Amberes es un gorila calvo. Y hete ahí nuestro asunto: mostrar la verdad absoluta e íntima de cada cosa. Al salir del colegio he mirado las ciencias, aspiraba a todo; he hecho herbarios, he seguido cursos de lenguas orientales; pero prefiero más el arte: el arte es más completo. El sabio sabe que dentro de cincuenta años se llegará más lejos que él. Se halla en la antesala de la naturaleza; a veces se entreabre la puerta, ve un magnífico rompimiento; pero vuelve a cerrarse la puerta, diciéndole: ya hay bastante para vos; lo que resta será para los otros.»

     Yo mismo, al mirar su genio tan mal servido por su mano, le comparaba por lo bajo a los grandes hacedores de cuerpos del siglo XVI. Es de la misma familia; pero su desgracia le ha hecho nacer en un medio malo, como un mamut medio helado, anquilosado por la llegada del período glacial.

     Dos o tres conversaciones como ésta, vivificadas por el gesto y el brillo de los ojos, pagan muchos bostezos interiores, muchas servidumbres de salón y muchos saludos de encargo.

Arriba