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Notas sobre París

Hippolyte Taine



Vida y opiniones de M. FEDERICO TOMAS GRAINDORGE





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Prefacio

     Los deberes de ejecutor testamentario son muy difíciles de llenar, y no sin trabajo he podido, por fin, conforme con las intenciones de monsieur Graindorge, revisar, completar y publicar estas notas. La familia oponía dificultades, y los manuscritos originales son casi ilegibles; monsieur Graindorge tenía una larga escritura inglesa, confusa, complicada con abreviaturas comerciales y estrechada además por el uso de caracteres alemanes. He conseguido llegar al cabo a fuerza de tiempo, pero siento no haber podido hacer más. Monsieur Marcelin(1), a quien como a mí honraba con su amistad, hubiera querido también elevar un monumento a su memoria; había mandado ejecutar por un renombrado fotógrafo muchas vistas de las habitaciones del difunto; gracias a diversos retratos había recogido los principales aspectos de la persona y de los trajes de monsieur Graindorge, a los que había añadido los de su secretario, su sobrino y demás personas de quienes se habla en el volumen; su solicitud inteligente no había retrocedido ante ningún objeto singular, ni siquiera ante el gran caparazón de cocodrilo disecado que adornaba el tocador, ni siquiera ante el rostro de Sam, el lacayo negro, que en la antesala enseñaba sus eternos dientes blancos. Además, recogiendo sus recuerdos, había pensado ilustrar con dibujos los pequeños acontecimientos de salón, de teatro y de viaje referidos por monsieur Graindorge. Otras ocupaciones se lo impiden; espero que algún día se verá más libre; entre tanto el lector lamentará que en este último oficio no haya suplido su lápiz a la insuficiencia de mi mano.

     He pasado a menudo la velada con monsieur Graindorge y siempre me he complacido en su conversación. Su erudición era ordinaria; pero había viajado y su espíritu estaba bien abastecido de hechos. Por otra parte, no era pedante ni gazmoño, y el café que se tomaba en su casa era exquisito. Lo que yo estimaba sobre todo en él era su gusto por las ideas generales, a lo cual llegaba naturalmente, y tal vez el lector parisiense juzgará que se inclinaba a ello en demasía. Yo no sé si era apreciado en sociedad; la flema americana le había acorazado en exceso y el hábito de los negocios le había vuelto harto cortante.

     Era un hombre alto, enjuto, que hablaba sin gestos y con el semblante todo unido, no por falta de imaginación o de emociones, sino por la costumbre de contenerse y horror a mostrarse. Su conversación no tenía nada de literaria, salvo la ironía fría. Sin embargo, como gustaba de la lectura y había recibido una educación clásica, podía y sabía escribir a cortas diferencias como todo el mundo. De ordinario se mantenía en pie, con la espalda contra la chimenea, y dejaba caer sus frases una a una sin la menor inflexión de voz; esas frases mismas no eran mas que statement of facts, muy empañadas y muy precisas; de momento no producían efecto; pero al cabo de una hora habíase olvidado su desnudez y su monotonía para no sentir mas que su plenitud y su acierto.

     Visiblemente sólo hablaba para cumplir con un deber de sociedad; su mayor placer era oír conversar a los otros. Teníamos muy pocas ideas comunes; pero nuestro método de razonamiento era el mismo, lo cual basta para hacer agradable la discusión. Por otra parte, soportaba la contradicción y se entregaba de buena gana a la crítica, hasta practicarla con sus propias manos en sí mismo, desmontando los rodajes interiores de su espíritu y de su carácter para explicar sus acciones, sus opiniones y especialmente su pesimismo. A mi juicio, había padecido demasiado en su juventud y replegádose demasiado en sí mismo en su edad madura; además, había cometido la falta de hacerse aficionado, quiero decir de desprenderse de todo para pasearse por doquier. Sólo se vive incorporándose a un ser más grande que uno mismo; hay que pertenecer a una familia, a una sociedad, a una ciencia, a un arte; cuando se considera una de esas cosas más importante que uno en particular se participa en su solidez y su fuerza, si no se vacila, se fatiga y se desfallece; quien de todo gusta, se disgusta de todo.

     Monsieur Graindorge tenía conciencia de su mal; pero se encontraba ya demasiado viejo para poner remedio. Tocante a este particular referiré una anécdota que demuestra su manera de ser y, además, su lucidez de espíritu.

     Un día, al cabo de una larga conversación filosófica me dijo, a guisa de resumen:

     -Luis XI, al final de su vida, tenía una colección de cochinillos que hacía vestir a usanza de gentileshombres, burgueses, canónigos; se les instruía a palos y bailaban de tal guisa ante su presencia. La dama desconocida que llamáis la Naturaleza hace lo mismo; probablemente es humorista; sólo que cuando a gran copia de zurribandas hemos desempeñado bien nuestros papeles y se ha reído hasta desquijararse de nuestras muecas, nos envía a la tocinería o al saladero.

     Esta manera de explicar la vida me parecía extremada y además personal. Proseguí la idea que había enunciado antes, y traté de insinuarla; pero en términos muy generales, sin la menor aplicación, con todos los miramientos de que yo era capaz y todo el respeto con que un hombre más joven se complace en rodear a un hombre de más edad. Quitóse el cigarro, reflexionó un instante, y me dijo con su voz lenta:

     -La conclusión que no sacáis es que haría mejor en estar muerto; esa es también mi opinión.

     Y como yo protestase, con mucho escándalo y algo de emoción, se sonrió, lo cual no le ocurría dos veces cada mes, y añadió con igual tono:

     -Cuando tengáis cincuenta y cinco años y una enfermedad del hígado, ya veréis cómo esta opinión es la más cómoda almohada del mundo.

     Me ha legado sus utensilios de café turco y su provisión de cigarros; soy, pues, su heredero y me atrevo, por tanto, a creerme sincero al lamentarme en alta voz de que haya muerto.

H. Taine





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Capítulo primero

Primeras notas

7 diciembre.

     Ayer, en los Italianos, Cosi fan tutte, con la Frezzolini.

     Me hallaba en el anfiteatro; de siete mujeres que estaban a mi alrededor, había seis loretas(2)

.

     Dos de veintiocho años, poco más o menos; la una, un verdadero tipo de Boucher, algo gastada; la otra, un tipo de Ticiano, blanda, blanca, orejita grasa, los cabellos enmarañados en nube por encima de la frente, rubios, caídos sobre la nuca y recogidos con una peineta de oro. La piel es de una blancura mate sorprendente. En tiempo de Ticiano hubiera sido simplemente enérgica y estúpida; hoy, mancillada, envilecida, desvergonzada, acostumbrada a las afrentas y a la insolencia, lleva diez años de baños, de polvos de arroz, de vigilias, de pasteles de foie gras. Lo que ha aprendido es a comer bien y finamente, a beber fino y seco; es una mujer de cenas. Está ya empastada y se encamina a la oca gorda. Le contaba a su amiga una comida reciente, un bonito piscolabis, los vinos, el café, el servicio, volviendo los ojos con una beatitud gastronómica.

     En el palco que está detrás de mí, el viejo príncipe de N... con una bailarina de la Ópera y una actriz de Variedades. Las exhibe así todos los sábados. La bailarina tiene la voz ronca de las mujerzuelas y un tono de una vendedora de manzanas, lo cual contrasta con sus guantes blancos de tres botones. Habla alto, tiene palabras de tití. Cuando Flor de Lis y Doralice rompen en sollozos al partir sus novios, ha dicho en alta voz en medio del silencio: «¡Y todo eso por Carrau!» Carrau es el actor que representa el segundo amante, un pobrecillo sin voz y de linda figura. Se han vuelto cinco o seis hombres y han reído; ella estaba contenta; había tenido éxito. El resto de sus observaciones son del mismo gusto: «La Alboni va tan apretada que se la levantan las enaguas. ¡Toma, el negro la adelgaza! Pero, ¿qué ópera viene a ser ésa? Desde luego que yo no entiendo palabra. ¿A qué vienen esos ojos como bolas de loto? ¡Me gustan más los Funámbulos!»

     Más abajo de nosotros hay una señora honrada, lo cual se ve por ir menos descotada; el porte, la traza, son otros. La gran loreta parece pensar siempre en el placer. La otra desea que la hagan la corte. Ligera diferencia.

     Claro está que ésta, tan linda, tan peripuesta, no piensa en otra cosa. Se constituye en centro, quiere que la miren, que no se piense mas que en ella. Una mujer bella, o sencillamente bonita, tiene las exigencias, las vanidades, las susceptibilidades, todas las necesidades de goce y de lisonja de un príncipe, de un cómico y de un autor.

     A no ver mas que su exterior y la toilette, son divinas. Hay promesas infinitas de placer, refinamientos de gusto, elegancia en los encajes y lazos con que se encuadran el pecho, en esas sedas blancas floreadas en que se envuelven; pero no hay que oírlas hablar, ni mirar lo que sienten, ni si sienten.



15 diciembre.

     Refresco de bodas en un restaurante. Son empleados; el futuro es subjefe y rebaña algo con otro empleillo; en junto, cuatro mil francos. La joven tiene cincuenta mil francos de dote; su padre es inspector de aguas y bosques en provincia.

     Esta elegancia de café es innoble. Las sillas están deslucidas; las alfombras de la escalera, pegajosas; tendríase ganas de escribir sobre la puerta: Nupcias y festines. Los mozos traen vasos de agua azucarada, grosellada parcamente. Se atreven a hablar con los invitados, hacen observaciones. ¡Y qué observaciones! «¡Tendréis helados, toda clase de cosas buenas!» Esta insolencia es admirable, parisiense del todo.

     Este mundo no es bello. Las toilettes, las pretensiones para ser del verdadero mundo quedan rebajadas en el instante mismo por los aires encogidos, por la extrañeza de las narices, por las maneras estiradas, por el aspecto de las cabezas que la monotonía del oficio ha acabado por embrutecer. Algunas, afinadas bajamente, son más desagradables aún.

     Nada se lleva bien sino lo que habitualmente se lleva. El lujo desentona cuando se gasta una vez al año.

     No hay mas que una salvación para la gente de menos de veinte mil libras de renta(3): vivir en casa a la ginebrina o a la inglesa, no recibir nunca, evitar todo alarde de ostentación, no ver mas que a dos o tres viejos amigos, gastar en bienestar, buenas comidas provinciales, en buena ropa blanca el dinero de los bailes, las reuniones; si no, se está mortificado y se queda en ridículo. Casarse a puerta cerrada, sin otros asistentes que los testigos, el padre y la madre. Las grandes comilonas, los bailes a la luz de las lámparas son buenos para los campesinos, que no se hartan mas que una vez en su vida, o para los obreros, que tienen necesidad de estirar las piernas.

     El pianista, hombre de treinta y seis años, embrutecido, estaba gracioso con su traje de ceremonia, su bigote y su aire de ebanista endomingado. Bajo esta envoltura se veía la costumbre de las copejas. Aporreaba dura y maquinalmente a quince sueldos por hora. Pensaba yo en esos enterradores siempre rapados, negros de pies a cabeza, con un sombrero negro de bordes rojizos.

     La novia es una buena comadre regordeta, toda redonda, que quisiera estar metida en un agujero. A las once de la noche adquiere seguridad, se hace la señora, habla ya de los arreglos de interior, y dice: «Haremos, iremos.» Él, ágil y avispado, saluda, sonríe, mariposea, mueve los brazos, las piernas, los ojos, la cabeza, con una petulancia de meridional; los faldones de su frac baten como alas. Se han visto por primera vez hace seis semanas; se han aceptado al cabo de tres entrevistas. Hoy, piano, algazara y vasos de agua azucarada con grosella; y he ahí dos cuerpos y dos almas acoplados por toda la vida.



17 diciembre.

     Velada íntima, gentes del verdadero mundo, y, sin embargo, ¡cuántas incoherencias!

     Una joven ha cantado no sé qué romanza moderna, en todo caso una romanza de amor, tan apasionada como cabría desear; la música sobre todo tiene vuelos extraordinarios, como los de la serenata de Schúbert. Notad que seríais el más grosero, el más indecente de los hombres si ante la madre, el padre, la tía, la abuela, todo el escuadrón de las dueñas y los parientes de la familia osaseis hacer la más ligera, la más lejana alusión a lo que acaba de explicar por lo largo.

     Desfile de músicas. Entre otras, madame de V..., una joven casada de veintitrés años, con los ojos elevados al cielo, quiero decir al techo, y que esperan, ha cantado el Deseo de primavera, con gestos lánguidos para comentar la música. El marido está radiante; trae los cuadernos, hace el empresario. A mí me gustaría más que mi mujer se quitase la ropa en público.

     Siempre aparece la actriz, la modista. Miraba todos esos semblantes por encima de los ricos trajes descotados, con encajes. Los trajes son bellos y hasta poéticos, pero ¡qué cabezas!

     Madame de V... y su marido volvieron a casa anteayer a las siete de la mañana. El mismo día han ido a otras dos soirées. Las jóvenes son insaciables: todas las noches en coche para el baile, el teatro, las comidas; ésta va seis veces por semana, y a dos o tres casas cada noche, a tiempo de coger un sillón, cambiar una frase convenida contra una frase convenida, hacer una seña al marido, que espera en el umbral de una puerta, y echarse el albornoz en la antesala.

     Siempre la misma fisonomía sonriente; es un pliegue contraído que cae sobre una sonrisa como una bailarina sobre las puntas de los pies. Por más que sea linda no pasa de ser una muñeca; al cabo de diez minutos de conversación se tienen ganas de irse. El marido es un garrapata rechoncho, apasionado por las trufas. Al fin y al cabo tiene razón ella en hacerle trotar; come demasiado; echaría panza.



21 diciembre.

     Al presente cuando los hombres hablan a las mujeres de mundo lo hacen con un matiz de rechifla; han tomado este tono a fuerza de ver pelanduscas, con las cuales se está siempre en pie militante. El tono caballeresco, el verdadero respeto han desaparecido. Los modales solícitos y cumplimenteros, o sencillamente los aires de deferencia, no se encuentran ya mas que en los hombres de cincuenta años. Madame André M. me decía ayer que eso es muy desagradable y no se sabe dónde se irá a parar. He visto ese tono en su marido, como en los demás.



23 diciembre.

     Las mujeres se aburren extraordinariamente al verse abandonadas en los salones; mejor prefieren ser chuleadas. En montón y en muchas filas bostezan decentemente bajo el abanico, aprisionadas tras una muralla de trajes que habría que franquear. Imposible moverse en toda la noche, y nada de conversación; no hablan con gusto entre sí; se desafían unas a otras porque son rivales de toilette y en belleza; no saben mas que sonreírse y echarse pestes interiormente.

     Los hombres miran, reclinados contra los largueros de las puertas; ojean como delante de un bazar. En efecto, es una exhibición de volantes, de diamantes, de hombros.

     Pronto rezuma la acritud. Sienten un rencor antiguo contra el matrimonio, por no haber encontrado mas que decepciones. «Los hombres han tenido su juventud, sus ilusiones, han vivido. ¡Pero nosotras!»

     Están furiosas por tener que suceder a cinco o seis bribonas. Una de ellas insistía siempre en estas palabras: conocer la vida; entiéndase con eso la embriaguez, la sensación intensa, la palpitación del corazón, de los nervios, el torbellino que lo arrebata todo, los sentidos y la cabeza. La palabra es moderada, pero ¡su pensamiento! Nadie podría medir los agujeros, los huecos sin fondo que se encontrarían bajo la costra uniforme de hielo mundano.

     Madame André M. tiene por lectura predilecta las novelas de Enrique Murger; allí está para ella el verdadero sentimiento. He visto alemanas leer y volver a leer Fanny, Madame Bovary. Hastío del puchero, deseo de cenas. Se las llevaría lejos en esta pendiente.

     Se las ordenan sentimientos de ardilla enjaulada, una vida regular, comedida, tirada a cordel, exenta de pasiones, como la de un holandés filósofo, y al propio tiempo se las enseña el arte de contentar, despertar, irritar las más vehementes imaginaciones, los más refinados deseos. «Querida mía, encenderéis en torno vuestro el fuego más ardiente que podáis; pero permaneceréis siempre fría.»



3 enero.

     En la Ópera, dos jóvenes y sus maridos en mi palco.

     Oigo roncar las palabras de moiré antique, velours épinglé, tarlatana, popelina, guipure, volantes y otras.

     En este mundo que flota entro las cuarenta y ochenta mil libras de renta es imposible pensar en otra cosa. Madame M... y madame de B... han sido educadas muy sencillamente, son muy sencillas, y, por tanto, no les queda tiempo para nada. Hay que escoger una tela, comprar cintas, hacer guarnecer un sombrero, comparar encajes, guiar la modista. Las tardes se emplean en las tiendas; el marido no puede disponer del coche.

     Tienen razón; le dan al francés el género que lo gusta más entro todos: el agrado. Nada tendría que hacer de un sentimiento duradero y fuerte; esto le embarazaría, le agitaría, le tendría en cuidado; le es menester un cosquilleo pasajero de la imaginación, una linda promesa de placer lanzada al paso.

     Mis dos muchachas están hechas expresamente para eso. Siempre el mismo aire de amabilidad risueña y graciosa. Sonríen ante ese horrible y terrible drama del Trovador; están a sus anchas.

     Figuraos una persona que toma un sorbete o deja fundir un merengue en su boca. Tal es su estado: un estado de pequeño placer tranquilo y sin segunda intención.

     Cada uno tiene así su grado y su especie de bienestar, que es como su temperatura moral y natural. Oscila alrededor y trata de acercarse. Esta temperatura, para Voltaire, por ejemplo, se encuentra en el chisporroteo de una cena fina y brillante, en la sensación que se experimenta cuando se tiene un zafarrancho de veinte ideas vivas y como una botella de champaña en la cabeza. La temperatura de Verdi es la de un combatiente, de un insurrecto, de un hombre indignado que ha concentrado por largo tiempo su indignación, y que enfermo, tendido en la cama, estalla de pronto como una tempestad. ¡Singulares oyentes esos para hallarse al nivel de Verdi!

     Son críticos, gente de gusto, burlones, incapaces de salirse de su paso, de conmoverse hasta el fondo.

     Primero se han ocupado de la figura de Azucena. «Puede pasar; sus sayas de gitana tienen carácter.» Viene el relato tan doloroso, trágico, casi desgarrador, todo el horror de las atroces pasiones españolas, toda la grandeza sangrienta de la edad media. Las señoras se pedían los gemelos y los devolvían: se trataba de descubrir el matiz exacto del tinte de Azucena. «¡Santo Dios! Se ha ahumado como un jamón!» Y venga reír con cierto asco.

     Eso me recuerda la escena de Don Juan en el último acto(4); cuando los diablillos llegan haciendo cabriolas, toda la gente de los palcos bromeaba. No veían la trágica seriedad del aire.



4 enero.

     Alceste en la Ópera.

     El público estaba muy frío y sólo se ha sentido escarabajeado por el ballet. Este público se compone en sus tres cuartas partes de gente que quiere divertirse, que viene a escuchar un gran poema dramático como se va al café o al Vaudeville. Scribe, Alejandro Dumas padre, Adolfo Adam dan la medida del francés. Sin embargo, a causa del mantillo parisiense, hay una flor y nata de verdaderos jueces, y en rigor los otros pueden elevarse hasta ellos; pero la simpatía nativa, la inteligencia innata de lo bello, la capacidad de ilusión están en Italia y en Alemania. En Berlín se escucha la música en silencio, tan atentamente como en la iglesia. Aquí se hace zumba.

     De ahí que abunden los descuidos. Se ven desde los mejores palcos los círculos de las regaderas sobre el suelo y ensucian la imaginación. La expresión aburrida, desvergonzada de las figurantas forma contraste con la música; se dan con el codo, bromean entre bastidores. El ballet es innoble. Es una exposición de mozas a la venta. Tienen los gestos y las bajas carantoñas del oficio, la sosería voluptuosa y querida. No hay en un ballet ni el diez por ciento de verdadera belleza. Todo es provocación como en una acera; las piernas en maillot rosa se enseñan hasta las caderas; la actitud es la de las danzarinas de cuerda; con sus feas patas de rana moderna, con sus brazos filamentosos de araña, con sus pantorrillas que huelen a escuela de saltimbanqui, se imaginan representar las nobles procesiones de la Grecia antigua.

     Gentes de mundo que viven para el placer y lo atrapan una vez por diez; burgueses que corren tras él sin alcanzarlo; mujerzuelas y un populacho de contrabando que lo venden o lo trampean: he ahí París.

     Un solo objeto: gozar y darse pisto.





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Capítulo II

Monsieur Graindorge al lector



A monsieur Marcelin, director de La Vie Parisienne.

     Muy señor mío: Puesto que juzgáis conveniente dar a conocer a vuestro público al autor de las notas, asaz raras, que habéis tenido a bien imprimir, voy a hacer yo mismo al lector los honores de mi persona. Algo embarazoso es presentarse uno mismo; pero no importa. Bueno será que vuestros lectores tengan una idea del hombre que vendrá una o dos veces cada mes a trabar conversación con ellos durante el desayuno.

     Tengo cincuenta y dos años, he ganado ochenta mil libras de renta en el comercio de salazones y de aceites y no tengo imaginación. Además dejé a París hace cuarenta años y he regresado apenas hace cinco o seis. He ahí unas disposiciones bastante malas para describir la vida parisiense. Probablemente me llamarán bárbaro y quizá lo han hecho ya.

     Si así fuese, señor, la falta recae en mi educación primera. Mi padre pretendía que un colegio francés es un cuartel y que en él no se aprende nada mas que a fumar en los corredores y a desear el conocimiento con las lindas señoritas que tan ágilmente bailan en la calle Cadet entre once y doce de la noche. Me envió a Eton, en Inglaterra, donde fabriqué muchos versos griegos, sobre todo yámbicos; además sacaba lustre a las botas de los mayores y recibía o daba muchas docenas de puñetazos por semana. No he sacado gran provecho de los versos griegos, ni si quiera de los yámbicos; pero el arte de limpiar las botas y la costumbre de los puñetazos me han sido útiles; me tomo la libertad de recomendároslos para vuestro señor hijo, si es que por ventura tenéis uno.

     Cuando llegué a los diez y ocho años juzgó mi padre que con ese régimen de versos griegos y de buenos porrazos debía haberme hecho un cerebro paciente y costados sólidos, y me envió a Alemania, a la Universidad de Heidelberg. Me compré mi casquete encarnado con un cordoncillo de oro y me paseé por los jardines del viejo castillo, echando atrás el torso, lo cual da un aire varonil; además, aunque tenía unos ojos bonísimos, llevaba anteojos para tener un talante sabio. Durante cinco años fumé una multitud innumerable de pipas, di y recibí algunos sablazos, una vez a propósito de una criada con la cual uno de mis camaradas no se había mostrado respetuoso, otra vez para defender contra un escéptico la autoridad del sentido interior, otra a propósito de la objetividad y la personalidad de lo infinito. Admiraba de todo corazón las divisiones y subdivisiones en las cuales nuestros profesores hacían caber todas las cosas divinas y humanas; metía ruido con los pies cada vez que el privat-docent hablaba demasiado aprisa; no quería perder una sola palabra; me parecía que toda la ciencia numerada, y rotulada entraba en mi cabeza como en una cajonería; comenzaba ya a tener una idea de lo absoluto y pensaba en hacer descubrimientos inmortales, cuando murió mi padre, dejándome sin un céntimo.

     En Alemania, señor, se encuentra a veces en los periódicos el anuncio siguiente: «Un joven que ha recibido una educación clásica, que habla y escribe muchas lenguas vivas, versado en el derecho, la química y las matemáticas, hijo de un padre conocido en las letras, provisto de las más honrosas recomendaciones, solicita una plaza de dependiente con ochocientos francos.» Yo no poseía tantos títulos, y me sentí dichoso al entrar al servicio de los señores Schevartz y Compañía, de Hamburgo, negociantes en aceites, que me hacían viajar para vigilar sus entregas y sus cargamentos. Yo tenía unos grandes cabellos lisos, un aire absorto y no pensaba bastante en los aceites; pero me vi obligado a desembrollarme. Un día un marinero, mocetón grueso y alto, a quien ordené, bajara un barril, se encogió de hombros llamándome: «Euer Gnaden, monseñor»(5). Me arrojó sobre él, y de seis puñetazos le rompí la cara; obedeció al instante; toda la tripulación comenzó a tratarme con benevolencia, y así adquirí mis primeras ideas sobre la manera de conducirse con los hombres.

     Tres semanas después, al recalar en Cuba, fui a tomar el fresco a doscientos pasos del puerto, apoyado en el brazo de un camarada; me sentía débil todavía; había tenido fiebre a causa del agua mala y de la galleta, que no podía digerir. Vi algunos de esos chinos que se venden por diez años mediante una medida de arroz por día, dos piastras al cabo del año, una camisa y un sombrero de paja cada dos años y bastonazos de roten a discreción del comprador. Me siguió uno de ellos, me compadecí de él y le di limosna. Al cabo de cinco minutos, a la vuelta de un camino, un garrotazo bien asestado por la mano del mismo chino me derribaba en tierra. Mi camarada responde, y hete ahí al chino por el suelo; me levanto y me vuelvo, cojín cojeando, a bordo.

     -¿Y el chino? -pregunté al llegar.

     -¡Oh! No os inquietéis por él; sus amigos irán luego a rematarlo y enterrarlo, primero para quitarle la camisa y luego para no verse comprometidos si presentamos una demanda.

     Me vendé la cabeza, que estaba algo rajada, y reflexioné mucho. Me parecía que los hombres no se mostraban tan inclinados a la fraternidad como había creído. Ocho días después, en Bâton Rouge, en la mesa de una fonda, rogué a mi vecino me acercara un plato; lo coge, lo huele, lo juzga bueno, se lo pone delante y se lo come muy gravemente sin ocuparse más de mí. Era mi vecino de la izquierda. En el mismo instante, mi vecino de la derecha pide una vez, y después otra, una lonja de jamón al waiter, que no le entiende. Sin decir palabra le tira al waiter su plato a la cabeza; éste, que tiene la oreja hendida, coge una silla y derriba al caballero; pero cae derribado a su vez por otro gentleman, que saca la bowie-Knife. Entre tanto, tres o cuatro americanos que habían acabado de almorzar permanecían tranquilamente sentados en el rincón de la chimenea, con los pies a la altura de los ojos, cortando cada uno un pedacito de madera con el cortaplumas que llevan siempre en el bolsillo; es su diversión. Únicamente volvieron la cabeza, chiflando, con la curiosidad que se presta a una especie de boxeo.

     Esto me bastó; estaba formado. Con mis primeras economías pagué a un profesor de bastón, compré un fusil, me ejercité en el tiro sobre los caimanes de la orilla, me desembaracé de mi filosofía y de mi urbanidad, y comencé a andar recto delante de mí por el lado bueno, que es el del dinero.

     No os referiré mis comienzos; sería harto largo, tal vez harto crudo; en Francia no os gusta la verdad escueta. Sabed tan sólo que he comido vaca rabiosa, como decís aquí, y no siempre hasta saciarme; no tiene vaca rabiosa quien quiere; por otra parte, en América se opina que de veinte a treinta años es el verdadero alimento del hombre. A los treinta años tenía una plantación, diez y nueve esclavos y quinientos cochinos. Trataba bien a los esclavos y a los cochinos; pero sacaba partido. Me imagino que van ahora a poner el grito en el cielo y a llamarme malvado, explotador de hombres. Sin duda, señor, hay amos malos; cuando mi vecino míster Wright encontraba un caballo despellejado hacía aplicar al conductor un vejigatorio del tamaño de la desolladura del caballo y le obligaba a conservar esta advertencia hasta que el caballo quedaba curado. Para mí, si un negro era malo, lo vendía; ese era mi mayor castigo; no he dado veinte latigazos en mi vida.

     Puedo aseguraros que el domingo mis pícaros dormían lo más voluptuosamente del mundo, en montón, sintiendo dilatarse y rezumar al sol su piel untuosa. En cuanto a los cochinos, tienen el mismo gusto que los negros; pero más ingenio. Son animales muy distinguidos, que tienen instintos de grandes señores y sutilezas de políticos. Van en piaras a la montanera, quiero decir a paseo, y se pasan así el día bajo las grandes encinas, caprichosamente, avanzando a veces muy lejos, a veces hasta una legua de la habitación, como catadores y aventureros, todos golosos y hábiles en rastrear y desenterrar con su grueso hocico las buenas raíces.

     Son sociables; pero con cálculo, como nosotros; cuando un oso se deja ver forman un círculo, enseñando sus colmillos. Si a veces alguno de ellos se desvía y se deja coger, todos gruñen a grito herido; luego, cuando el oso está ahito y se va, van a comerse los restos de su camarada; ya veis si tienen espíritu positivista. A la puesta de sol se toca el cuerno; llegan a galope desde los cuatro puntos del horizonte, y como gentleman, encuentran la mesa puesta; los pequeños se amontonan, tan rosados y frescos como los amorcillos de Rubens; se meten por entero en las calabazas gigantescas, comen a pleno vientre, lamen sus jetas y salen triunfalmente todos amarillos. Perdonadme estos recuerdos demasiado vivos; diez años he vivido entre esos animales; muchas veces en vuestra Ópera he echado de menos su música.

     Primero vendía doscientos por año, después mil, después dos mil. Mi nombre era conocido en Cincinatti, y como otro cualquiera hubiera podido labrarme una casa griega con torrecillas góticas, llegar a ser capitán de bomberos, tesorero de una Sociedad para la educación anatómica y clínica de las jóvenes damas cirujanas. Pero pensaba en París, y ya sabía que no hay que volver aquí sino siendo rico.

     Acabábanse de descubrir los pozos de petróleo de Pensilvania y me lancé de cabeza en los aceites. Entré por tres meses en un almacén, hice la educación de mi olfato, manejé los barriles, los jabones, las resinas, los alquitranes; caté las muestras; poblóse mi imaginación de colodras, pintas, toneles, espitas, licores, los unos amarillos, los otros verduscos, los otros relumbrantes como lentejuelas o apizarrados, todos viscosos, filantes y rezumantes, cada uno con su precio, su sabor, su olor y su marca. Así provisto establecí un depósito, compré un terreno, abrí un pozo; había encontrado el buen filón; saqué en veinticuatro horas cinco mil litros de petróleo y gané cuatrocientos dólares por día. El único inconveniente de esos, admirables pozos es que a veces se prenden fuego; mi sucesor quedó allí asado vivo con la mitad de sus obreros. Tranquilizaos, señor; ya me había pagado.

     A pesar de tantas satisfacciones, ni los aceites ni el tocino me llenaban el alma; los americanos gustan del negocio por el negocio, y yo no. No estaba casado; no tenía, como ellos, doce o quince hijos que atender; no sentía placer, como mis vecinos los plantadores, en construir una iglesia. Cuando el domingo hacían tres leguas a caballo para oír un sermón metodista, no tenía ningunas ganas de imitarlos. Dos veces por año tenían un shouting, en francés hurlement(6); es una asamblea edificante. Se levanta una especie de estrado; media docena de predicadores, por turno, sermonean sobre la predestinación, la penitencia, la condenación y otros asuntos igualmente agradables. En los intervalos se cantan salmos. Los oyentes han llegado de veinte millas a la redonda, acampan alrededor, atan sus caballos a los árboles. Al cabo de cuarenta y ocho horas, las cabezas se caldean; uno de los asistentes sube al estrado y confiesa en voz alta sus pecados; después otro; después dos o tres a la vez; empiezan los sollozos y los lloros; es un desahogo para las imaginaciones solitarias y tristes. Yo me quedaba frío, y eso me perjudicaba. Me encerraba el domingo en un cuarto, alto, desde el que veía el sol rojo ponerse entre las copas de los grandes árboles; tenía mi pipa de Heidelberg y algunos libracos griegos anotados en Eton. Leía vuestras revistas, vuestros libros, los libros de Alemania y de Inglaterra. Despertábase en mí el antiguo hombre; me sentía más joven; al ver vuestras ideas, vuestras vivacidades, vuestras temeridades de espíritu, vuestras campañas aventuradas a través de la filosofía y de las letras, se me antojaba hallarme en un baile. Una mañana, en vez de volver a los jamones y los barriles, vendí mis tierras y mi fábrica, coloqué mi fortuna en consolidados ingleses y me embarqué, en el Persia para Europa.

     He viajado mucho; pero en ninguna parte, señor, he encontrado tan buena acogida como en París. Descolláis en el arte de hacer agradable la vida; tal vez sea ésta vuestra única excelencia, y, en todo caso, para quien quiere sencillamente, conversar y divertirse, esta ciudad es el Paraíso. Estuve algo mareado los primeros tiempos; un hombre rico, aunque esté mal conservado, se ve muy perseguido. Me fue preciso despedir sucesivamente a tres ayudas de cámara; mis lindas vecinas les pagaban para tener el honor de ser entretenidas por mí. Aun hoy paso por un oso en muchas casas, por no haberme casado con la hija.

     Todo eso ha acabado por calmarse. He dado algunas comidas pasables y se han tenido en consideración mis vinos y mis trufas. He prestado dinero a muchos músicos y literatos y he olvidado siempre pedir la devolución, lo cual me ha valido su ternura. No tengo sortijas de brillantes y no hablo nunca de las cotizaciones de la Bolsa, de manera que no se me ha encontrado más impertinente ni más fastidioso que otro. La guerra de América ha venido muy a propósito para hacerme representar un papel decente; proporciono datos sobre el Norte y el Sur, razono cuanto se quiere sobre los algodones, sobre el presidente Davis, y la señora de la casa se felicita de haberme enviado tarjeta. En cuanto a mí, voy al mundo como al teatro, y aun de mejor gana que al teatro; los actores son mejores en la ciudad que en la escena; sobre todo son más finos; después de tantos años pasados en América siento necesidad de finura. Tengo un buen coche caliente, que me trae y me lleva; un ayuda de cámara avispado, que me viste. Mi sastre no es tonto y yo soy demasiado viejo para ser tímido. No tengo empleo que solicitar ni pretensiones que sostener. No deseo mas que oír y mirar; oigo y miro; ninguna mujer se muestra descontenta de ser mirada, ni ningún hombre de ser escuchado.

     A veces al abrocharme el paletó se me ocurre una idea y la escribo al volver a casa; de ahí mis notas. Ya veis, señor, que no son esas cosas literarias. No es en América donde he podido aprender el francés bonito; lo admiro, pero soy completamente incapaz de imitarlo. A mi ver, al ver de un extranjero, el estilo de vuestras gentes de ingenio se parece a esos artículos-París que sólo puede fabricar un verdadero parisiense, tan brillantes, tan ligeros, hechos con nada. No sé mas que anotar mi idea cuando se presenta y tal como viene, describir un mobiliario a la manera de un subastador, en frases descosidas, con toda suerte de observaciones descabelladas. Escribía para mí, no para el público; acordaos de que he vivido entre cabezas bíblicas y en los petróleos, después de una educación alemana, y borrad de mis garabatos lo que os plazca; no sé si vuestros lectores dispensarán el resto.

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