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Capítulo III

Un salón



25 diciembre.

     Madame de L... estaba de pie contra la chimenea, semiinclinada, con ese gesto nervioso que tan bien le sienta, los ojos animados ¡y qué sonrisa! Su talle esbelto, flexible, estaba apretado en un traje de terciopelo negro. El hombro redondo y divinamente blanco salía luminoso de esta negrura profunda, y la nuca ondulaba hasta las trenzas torcidas bajo la peineta de oro. Esta línea sinuosa de carne desnuda viviente era deliciosa al salir de la opulenta orladura sombría.

     No hay verdaderas soirées sin mujeres en gran toilette, y no hay derecho a vestirse y escotarse mas que cuando se tienen sesenta mil libras de renta. Constituye ello un extremo alcanzado, como en el genio; una verdadera toilette vale por un poema. Hay un gusto, una elección en la disposición y el reflejo de cada cinta satinada, en las sedas rosadas, en el suave raso plateado, en el morado pálido, en la dulzura do los colores tiernos, ablandados aun por envolturas de randas, por bullones de tul, por frunces que se estremecen; los hombros, las mejillas adquieren un tinte encantador en este nido jugoso de encajes y blondas. Esa es toda la poesía que nos queda. ¡Y qué bien la entienden! ¡Qué arte, qué llamamiento a los ojos en esos corpiños blancos que ciñen los talles en la frescura inmaculada de las sedas joyantes! Ya no tienen edad bajo las luces; el esplendor de los hombros borra la alteración del rostro. Bien lo saben ellas.

     Dos amigas en los dos rincones de la chimenea (¿son amigas porque forman contraste?): la una, gruesa, extraordinariamente escotada, y sin embargo sin indecencia, con una diadema de diamantes y una especie de cruz de la Orden del Espíritu Santo en el corpiño, se muestra rubia y carnosa como una diosa de Rubens en una falda amarilla de seda clara, rodeada de encajes que borbotan. Todo eso palpita y se estremece cuando anda; la luz se hunde en la amplitud satinada de los hombros y parece habitar en ella; el cuello gira y los grandes ojos tranquilos posan su mirada de aplomo como una mujer del Renacimiento.

     La otra, en traje de terciopelo escuadrado por delante como en tiempo de Enrique IV, con una guarnición de magníficos encajes que le forman marco como un camafeo, levanta una cabeza de judía ardiente bajo una diadema de cabellos más negros que plumas de cuervo. Alrededor del cuello, collares negros; en el vértice y delante de los cabellos, un tocado negro. La rica y pesada cabellera cae en masas lustrosas sobre la nuca, y los ojos negros llamean como los de una española de Calderón.

     Hay que gozar de todo eso como artista, por un minuto, como una ilusión que pasa, un deslumbrador fantasma que va a evaporarse, sin lo cual la turbación sería demasiado fuerte y se concebiría el amor como en el siglo XVI.

     Un instante después se me representaba el revés de los naipes, que conozco. La primera, la admirable música, revienta a su marido con el piano, los conciertos, las gamas; yo tengo el fruto; él, el hueso. La segunda está desavenida con el suyo; sólo se ven una vez al día en la mesa. El vestir ha introducido la discordia en el matrimonio; apostaría, por el aire del marido, que disputaron ayer. Sesenta mil francos de renta, y al año la cuenta de la modista subía a diez y ocho mil. Ha habido que emplear al confesor para reducir a la esposa. Tomad a esas gentes por lo que son, por actores y actrices; lo que hay de cómico es que pagan para divertiros.

     Pero este punto de vista es difícil de conservar. La ilusión se apodera de vosotros; imagináis lo sublime, la felicidad; al bajar la escalera lleváis una ópera en la cabeza. «¡Estremécense en vosotros frases de novela!» ¡Cuán exacta es esta frase del pobre Musset! En seguida, la sensación es singular cuando por la ventanilla de vuestro coche, a media noche, miráis las gentes que chapotean y las aceras relucientes de barro.

     El cielo negro, salpicado por el gas de llamas trémulas, pesaba sobre el río como una losa de tumba. Una larga hilera de luces se alargaba a intervalos iguales, en el silencio y la inmovilidad, como las antorchas de un catafalco. El río se revolvía indistintamente, horrible y lúgubre. Había aún linternas encendidas en una barca de lavanderas. Las pobres mujeres, para ganar veinte céntimos, sacuden la ropa hasta media noche.

     He vuelto; me gusta esa casa; no hay mucha gente, no hay rigidez, se divierte uno; pero también ¡cuántas cosas reunidas!

     Primero, cien mil libras de renta; es menester eso para llevar la vida elegante. Lujo antiguo; desde hace seis generaciones la familia goza de fortuna: nada que huela a advenedizo. Ni camarillas ni ambición; huyo como de la peste de esas casas en que se va a hacer la corte y repetir un catecismo; monsieur de L... no tiene empleo, no lo desea, no tiene hijos por colocar. Es un epicúreo finamente burlón y nada malo, a quien todo ha salido a pedir de boca. Nada hay como la felicidad para hacer amable a un hombre. Con eso, y para colmo, letrado, casi artista, aficionado a todo lo que es bello y bonito, cortés y gracioso por excelencia; el cumplimentero más delicado de cuantos hombres he conocido. Nada de pasiones ni de ideas profundas; un tacto siempre despierto, miramientos infinitos, una manera de hablar correcta, exquisita; se escribiría lo que dice. Ha nacido gran señor y hombre de corte.

     Primero ha sido oficial de Marina, lo cual le ha suministrado hechos sin echar a perder las ideas mundanas. Nadie tiene mejor tono ni maneras más dulces que los oficiales de Marina. Menester es; viven uno contra otro; cualquier rozamiento se haría intolerable. Eso es lo que eché de ver un tiempo en Nueva Orleáns.

     Quiere divertirse, su fuerte es éste; pero divertirse finamente, gozar de todas las cosas finas, por el espíritu, la imaginación, los ojos, por todos los sentidos. Su cocinero es un artista. Cuatro platos, a corta diferencia; platos sabios; pero no más. La comida superabundante indica provincianos o enriquecidos. No conviene que los invitados a las nueve de la noche se sientan pesados, están silenciosos, empastados como volatería gorda.

     Diez o doce personas cuando más, que se conocen o tienen un nombre y un talento. En cuanto hay cola o los convidados ignoran cómo habérselas entre sí, no hay conversación, y la conversación viva, abandonada, variada, es el mejor postre. Mujeres adornadas, que placen a los ojos como un ramillete, ni cortadas ni provocativas, que discreta y acertadamente puedan juzgar de música y literatura, que saben el mundo, han viajado, no son gazmoña y por toda la vida se han despegado entre solicitudes, atenciones en el seno del bienestar seguro y delicado. Por encima de todo la conversación ágil y volandera, paseada en un instante sobre veinte asuntos, compuesta de retratos, de anécdotas sobre los hombres públicos, los bastidores de la política y del mundo, exenta siempre de pedantería y de intolerancia. Por último, el fino elogio, cambiado, perpetuo, tan agradable que gusta hasta cuando se le cree falso, y mejor aún, una manera de deslizar su aprobación a media palabra, con un giro picante, una imagen nueva. En suma, el gusto en todas las cosas, que es el arte de los placeres finos.

     Esto es francés y parisiense; una nación no cambia mucho; cuando volvemos a caer en nuestro fondo retornamos al siglo XVIII.

     Hay aquí una aristocracia, no de títulos o de poder, ni quizá de corazón; pero a lo menos de educación, de gusto y de ingenio. Por la noche, Andrés Zschokke ha tocado con su viveza, su riqueza de estilo ordinaria; después de él, una joven dama, toda delicada y graciosa, tímida aún y monona en su traje de seda pálida, ha tocado un vals y un nocturno de Chopín. Pensaba yo, escuchándola, en el acúmulo de mantillo y jardinería que ha sido menester para producir semejante flor; qué cultivo precoz ha podido poner en una cabeza de veintidós años la inteligencia de una música tan delicadamente dolorosa, tan aérea, tan extrañamente matizada, de un perfume tan suave y tan silvestre. Es rica, honrada, ha sido criada, como todas las jóvenes, bajo el ala de su madre, en una semiignorancia. ¿Cómo de buenas a primeras ha podido comprender tantas cosas? La finura de sus nervios las hace las veces de educación y de experiencia; adivinan lo que nosotros aprendemos.



* * *

     Cuento aún la morada; es menester este acompañamiento para sostener la melodía.

     Un viejo hotel tranquilo en una calle de hoteles; nada de tiendas abiertas, ni de muestras en pleno viento, ni de pobres diablos enfangados; esto forma mancha; los lindos sueños de lujo y de bienestar tienen necesidad de no ser desordenados.

     Esta calle de Barbet-de-Jouy es verdaderamente un paraíso de aristocracia; por detrás se extienden grandes jardines llenos de añejos árboles; es casi el aire del campo. Ayer, 28 de diciembre, una brisa húmeda y dulce removía los extremos de las ramas, la delicada red parda, la cabellera colgante de los abedules; el sol, en un chorreamiento de púrpura, desaparecía en el fondo del cielo, y venían a posarse enrejados de oro sobre las colgaduras a través de las puertas entreabiertas.

     Han conservado la enorme y vieja escalera del siglo XVIII, de pasamanos de hierro forjado, por la que pueden subir tres de frente, en la que las faldas modernas, como otras veces los tontillos, pueden desplegarse con desahogo. En la antesala hay trofeos de armas, chinerías, toda suerte de extrañas curiosidades que el dueño de la casa ha traído de sus viajes; el acero bruñido de los yataganes y de las carabinas despide bellos reflejos severos, y los lacayos, aforrados, galoneados, graves, permanecen de pie con un aire decorativo como una tropa de jeduques.

     El gran salón tiene veinte pies de altura; aquí a lo menos, lo cual es raro en París, se respira y, lo que es mejor, no se daña la vista. No se le ha chapeado de oro, historiado de estatuas, iluminado con pinturas, como en casa de un millonario de ayer que corre en pos de la belleza y sólo consigue el deslumbramiento. Algunos cuadros antiguos, que no son santidades ni tragedias; dos o tres retratos de grandes hombres o de mujeres célebres; aquí y allá un paisaje tranquilo; nada para la ostentación, todo para el goce; entre dos cabos de conversación los ojos se detienen en alguna amplia belleza veneciana que, volviendo el cuello, se prueba un collar de perlas y hace ondular la seda pálida de su falda, o sobre algún cuadro esculpido, bruñido, por el que corren en relieve figurinas y follajes; la tapicería roja, con flores de seda, envuelve y enlaza todas esas obras maestras con su tinte resplandeciente y grave.

     Pero detrás hay un saloncito arreglado por su mujer para las muchachas y las señoras, de una frescura virginal, todo blanco, bajo delgados filetes de oro que parten en husadas, florecen sinuosamente en las cornisas, entrelazan los más delicados arabescos; caen fajados en encajes los cortinajes de un rosa tierno; sillones de seda amarilla, bordados de flores lustrosas, hunden sus pies retorcidos en una alfombra profunda, sedosa, que parece hecha para acoger los zapatitos de raso y sentir el estremecimiento de las faldas rozagantes. Aquí y allá, en los ángulos, flores verdes, descabelladas, suben todas vivas, entre los dorados que joyean, hasta el corazón mismo de las luces. Los yaros en los aparadores inclinan sus vasos satinados, y las orquídeas extrañas, cuya pulpa es rosada como una carne de mujer, abren su pecho nacarado, que palpita al menor roce.

     Todo está aquí a nivel; casi cada hombre, casi cada mujer se halla en la cúspide de esta civilización y de este mundo, las unas por su vestir y su gusto, los otros por su jerarquía o su cultura. Son como otras tantas plantas de estufa que se huelen pasando y os dan lo mejor de sí mismas al pasar, sin que os cueste más trabajo que dejar subir hasta vosotros el fino olor.

     He acabado mi soirée en un baile burgués. El contraste es extraño.

     En el piso cuarto, calle de Greffulhe, en casa de un jefe de negociado, quince mil francos que gastar por año; el piso es alto como un entresuelo.

     En el mundo ese, las mujeres no son mujeres; no tienen manos, sino patas; el aire gruñón, vulgar; un medio traje, cintas que chillan. No se sabe por qué, pero se sienten chocados los ojos y como ensuciados. Los gestos son angulosos; falta la gracia. Se siente que son máquinas de trabajo y nada más.

     La sociedad no puede componerse mas que de gentes que por su fortuna están por encima de un oficio, o que por su genio rebasan la especialidad. Esos son los únicos que tienen ideas generales; los demás son peones de albañil.

     Las medias fortunas no tienen mas que un recurso: refugiarse en la vida casera y en la virtud.



* * *

     El oficio deforma. Tengo a mi lado a una especie de ricachón retirado del negocio; ha adquirido la fisonomía maligna y grosera de un cerdo; sus ojillos relucen detrás de los anteojos; va mal afeitado; tiene unas feas sedas blanquizcas que forman tufos alrededor de sus orejas. Es zopenco; masca y retuerce las palabras, y no encuentra sus frases. Ha compuesto un folleto sobre los algodones de América y ha sido su manera de entrar en la literatura. Pero se ha estado treinta años seguidos a la puerta de su tienda de novedades, doblando el espinazo ante las gentes que entraban y diciendo:

     -¿Qué hay para servir a la señora? Si la señora desea muselina de lana, hemos recibido una fuerte partida que se ha desembalado ayer; negocio del todo ventajoso, que no puede dejar de convenir a la señora.

     Semejante marca se conserva hasta al cabo.

     Todas esas cabezas podrían pasar en interiores de Teniers; pero ¡entre dorados y bajo una araña!

     Dos jefes de negociado; han envejecido detrás de una rejilla, cortando plumas, royéndose las uñas, acosados al volver a casa por su mujer, obligados para dotar a su hija a escatimar la manteca, la bujía, la leña; humildes ante sus jefes y ocupado el espíritu en el pensamiento de un aumento de cien francos.

     Un juez. Se ha desecado en una sala demasiado caliente, bajo la cháchara de los abogados, entre las fisonomías bajunas e inquietas, en las malas exhalaciones, entre los olores dudosos; las pequeñas contravenciones huelen mal.

     Con este régimen, las facciones se estiran, la expresión se hace mueca; el hombre parece tener de continuo dolor cólico o jaqueca; el tinte es terroso, descolorido como un agua turbia; los hombros se encorvan; no saben ya andar ni sentarse; han contraído tics; son tiesos o torcidos. Y lo mismo en cuanto al espíritu; no tienen ya las ideas prontas y libres. Están estrangulados por el miedo a comprometerse y por el afán de ganar; no ven ya las cosas en sí mismas, sino a través del interés de su oficina o de su tienda. Cuando la seda, los encajes o el frac vienen a envolver y adornar esas tristes espaldas se les mira con una especie de malestar. Son deformidades que andan.

     Siempre el vicio de la vida parisiense: el gusto por la apariencia y la falta de buen sentido. Serían felices y hasta casi agradables de ver en su casa, bajo su lámpara, en grandes sillones cómodos, con una alfombra caliente y colgaduras dulces, el marido con bata, fumando su pipa, la mujer de gorro blanco con una sencilla cinta, ocupada en coser. Es la vida alemana, tan sana y tan sensata; era la vida flamenca. Prefieren mejor tirar el dinero por la ventana y hacerse grotescos.





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Capítulo IV

Los bailes públicos

     Las once de la noche; pasaré una soirée agradable. No es posible divertirse mas que en París; nada hay alegre sino los bailes de París; por lo menos así me dijeron en América.

     En el Casino, calle Cadet.

     Seiscientas personas, poco más o menos; hedor de gas, olor de tabaco, calor y vapor de los cuerpos amontonados. Hay unos rinconcitos en que se puede beber, una especie de foyer en el que se codea uno, una gran sala de baile con un pavimento blanquizco, regado; aquí y allá bancos de viejo terciopelo usado, un mobiliario de casa de huéspedes.

     Muchas mujeres son lindas, de cara regular; pero todas gastadas, ensuciadas por el afeite. Han cenado, velado; a la mañana siguiente, mucha pomada y cold cream; esto las da un tinte único. Las voces son roncas, rajadas o agudas. Marieta la Tolosana tiene esa voz tensa, endurecida que dan los chicos. Medios trajes que forman un término medio entre el de la griseta y el de la señora; apuesto a que veinte de esas manteletas han sido alquiladas para la noche o estarán empeñadas mañana.

     La más notada es esa Marieta. Súbese sobre los bancos; las dos filas se aproximan, los hombres se ahogan para verla bailar. Tinte bistrado(7), talle grueso, flaca sin embargo; pero toda músculos. Levanta la pierna por encima de la cabeza, lleva «pantalones».

     Suda, se esponja, hace esfuerzos como un saltarín de cuerda. Se encuentra bonito eso. Mi vecino pretende que se come veinte mil francos por año.

     Habla y no le falta chispa; pero las cosas que dice no pueden escribirse.

     Baila levantando sus faldas a pleno puño. (Ya he dicho que llevaba pantalones; pero necesito repetirlo.) Cuando el pie llega a la altura de los ojos, lo toca con la mano. Grandes aplausos y runrunes.

     Los saltimbanquis lo hacen mejor; pero ésta enciende a su público.

     Tiene envidiosas. Una mujer a mi lado dice:

     -Marieta baila bien; pero es algo canalla.

     No he visto mas que tres o cuatro hombres que por el traje y el porte fuesen de mundo, y aun no les he oído hablar. Algunas cruces de honor; pero las cruces de honor no van siempre al encuentro de los hombres de gusto. El resto se compone de estudiantes y horteras. Muchos parecen horteras, cobradores de ómnibus, mancebos peluqueros, taberneros. Hay trajes y sombreros como los que venden los traperos ambulantes. Bailan y pernean como las mozas.

     Esto no se explica sino por la extrema vulgaridad y aburrimiento del oficio. De igual manera los marineros, apenas desembarcados, cocean por los arrabales. El dependiente que ha vareado todo el día, el cobrador de ómnibus que tiene una noche libre, se sienten a gusto viendo menear las piernas.

     Las muchachas se divierten como beben los obreros. Alborotan, alargan grandes brazos, dicen palabras crudas, por necesidad de excitación; agregad el placer de ser miradas. No cabe imaginar las cien mil vanidades furiosas y rampantes que quisieran levantar cabeza. Todas las mujeres de este mundo, y muchas mujeres de mundo, envidian a las actrices.

     La necesidad de excitación: ésta es la gran palabra; llegar a la luz, al rayar el día, tener removidos los nervios, sentir el estremecimiento intenso del goce, tener vino de champaña en la cabeza, nada más francés; hay algo de madame Bovary en cada francesa; pero aquí la embriaguez es de vino peleón.



25 agosto.

     En Mabille.

     ¡Cuántas veces había oído hablar de Mabille! Los jóvenes sueñan con él; los extranjeros llevan aquí a sus mujeres. Los historiadores lo mencionarán algún día.

     Los Campos Elíseos, por donde he cruzado, me han parecido lúgubres; una obscuridad palpable, llena de polvo y de emanaciones espesas: cigarros, lamparillas, vapor humano; en esta negrura vaga miserables árboles polvorientos, amarillentos, enfermos; aquí y allá las manchas vacilantes del gas y los raros faroles de los coches que avanzan a paso monótono como pobres luciérnagas. Por doquier sombras atrafagadas, amontonadas, que se cruzan y que, atravesadas al pasar por un rayo de luz, tienen el aire de espectros.

     En la noche enorme flamean dos o tres oasis de luz: son cafés-conciertos. Mujeres escotadas como para el baile hacen parada entre dos montantes de cartón dorado, bajo una claridad blanca y cruda. Van pintadas, blanqueadas con polvos; tienen el aire impudente y encogido; están para mostrarse a tanto la hora; comprenden que el público quiere escotes; que cuando más se las oye de un oído; que la gente bosteza, charla, fuma, se despereza durante su música.

     Una de ellas, sonriente, hacía arrumacos poniéndose la mano sobre el corazón para marcar mejor el ritornelo. Quince o veinte aplausos de una claque pagada; gritan ¡otra!; vuelve a empezar con un saludo agradecido. Mi vecino refunfuña:

     -¿Acabarás, zapato viejo?

     Alrededor del recinto exterior una banda de burguesas, de obreros, alarga el cuello para ver a las cantadoras y aprovecharse sin pagar. Parece sientan envidia de ese miserable placer adulterado: un resplandor brutal, un lujo de dos sueldos, un goce manchado y sobrecargado, he ahí la felicidad para todo ese mundo.

     Entro en Mabille a las diez de la noche. Gran baile a cinco francos para los hombres, a franco para las mujeres; muchos municipales; hay apreturas para ver la entrada.

     Primero una grande alameda, diapreada de vasos de colores; después bosquecillos, parterres de verdura iluminada. Los mecheros de gas alargan su llamita azulada a ras de tierra entre las flores. Las lamparillas, los vasos transparentes forman círculo alrededor de los céspedes. Se huele vagamente a grasa y aceite. Los árboles descoloridos, bajo la claridad oblicua, toman un aire cadavérico, extraño. Esos pretendidos jarrones corintios, esos biombos pintados en engañaojos para alargar las alamedas hacen encogerse de hombros. Por encima de ese amontonamiento campestre se desploman las esquinas agudas, los morrillos de una enorme casa; los pequeños casquijos lastiman los pies. Decididamente carezco de entusiasmo.

     Un quiosco en el centro con músicos; son pasables. Sin embargo, el director de orquesta mete ruido para imponer el compás.

     Alrededor hay un ruedo embaldosado en que se baila. Verdaderamente se baila bajo un calor horrible, enjugándose el sudor. A lo que se dice, los hombres están pagados; las mujeres se menean gratis, para ser miradas, y comprenden que esta mirada es de desprecio. ¡Singular placer ver bailar a esas pobres muchachas, la mayoría marchitas, todas con el aire envilecido o espantado, con sombrero, con manteleta, con botines negros! Se tienen ganas de darlas veinte francos, de enviarlas a la cocina para que coman un biftec y beban un vaso de cerveza.

     Los hombres son peores; pernean como canallas, como pilletes viejos, como parroquianos de taberna, mugrientos, el aire aburrido, calado el sombrero.

     Un gran círculo moviente ondea alrededor; son mujeres acompañadas o solas, con gasa blanca, sombrero pequeño, lunares visibles, la mayoría demasiado gordas o flacas. Trajes dudosos, casi siempre exagerados o ajados, con desentonos, como una obrera que se emperifolla o una tendera de modas que se pone encima el fondo de su almacén.

     Hay conversaciones curiosas; una mujer alta, vistosa, de cabellos rizados, empolvados, se tropieza con un hombre que le dice:

     -¡Hola, Teodora! ¿Vos aquí?

     -Sí, y vos también. ¿Habéis vuelto?

     -Sí.

     -¿Estáis en París?

     -Sí.

     -¿Vendréis a verme?

     -¿Dónde?

     -Calle de los Mártires, 68.

     -¿Siempre el mismo nombre?

     -¡Siempre!

     -¿A qué hora?

     -Toda la tarde.

     -Bueno; uno de estos días.

     -¿Cuál?

     -Veremos.

     -¿Pronto?

     -Veremos.

     -¿Esta semana?

     -Veremos.

     -Corriente. Buenas noches. ¡Cochino piojoso! Todos nos aplazan así como ése.

     Muchos extranjeros, alemanes, italianos, ingleses sobre todo, que las cogen la barbilla. Se cambian direcciones, se discuten los valores como en la Bolsa. Aquí y allí gritos verdaderos, gritos del corazón: una hermosa muchacha, fresca, bien enguantada, encantadora en su traje de seda azul pálido, casi una dama, en pleno café le grita de pronto en alta voz a su caballero: «No quiero que me amuelen así; déjame en paz.»

     Por fin encuentro un rincón tranquilo, cerca del gran salón desierto: son gentes de mundo; se ve perfectamente; llevan trajes convenientes, cuyas partes armonizan todas; se tratan con miramientos; tienen aire de hallarse a sus anchas, en su casa; ríen y se burlan de esta manera ligera que es propia de los franceses, casi sin tocar, a lo menos sin apoyar, en un instante. Uno de ellos decía de las gentes del contorno:

     -Dan vueltas como animales en la jaula; esto es la barrera del combate.

     Esto no tiene sal aquí; pero allá, lanzado negligentemente, con un lindo gesto, iba a fondo.

     Tienen una mujer entre ellos y la tutean; entre ellos, maneras perfectas; con ella es lo contrario. Uno de ellos, muy alto, de barba inmensa, con porte de oficial, la dice en alta voz cosas salaces, más que salaces. Ríense; ella se sonríe con algún embarazo. Continúa y acaba en Rabelais; nuevas risas. No va mal ni pretenciosamente vestida; no tiene malos modales; pero con esas mujeres el tono es del todo grosero. Supongo que hallan gusto en osar, en arriesgar; se pasa por encima de una conveniencia como se rompen los platos después de cenar, por capricho y para armar ruido. El defecto de ésta es ruborizarse algo, no ser francamente pelandusca o señora. Todas son así, menos dos o tres que tienen genio; semitímidas, semiimpudentes; no saben asentarse en su estado.

     Una, sin embargo, toda de blanco, envuelta en largas muselinas y bordados flotantes, hablaba inclinada sobre una silla, sin estar demasiado inclinada, sin pensar demasiado en ser vista; hablaba en buenos términos y hasta finamente. Por último se ha levantado, ha dado la mano a sus dos vecinos, ha cruzado sola por el gran salón; treinta y dos años; semblante fatigado, pero inteligente; andaba bien, no tenía el aire embarazado ni insolente.

     La he escuchado diez minutos; no hablaba muy alto; evidentemente a los ojos de todas esas gentes había hecho sus pruebas; se la trataba como camarada; había adquirido el valor de un hombre, de un hombre diestro, de mundo, capaz de prestar servicios, de tener su puesto y de conservar su puesto. Decía de Adriano de Beaugency, su antiguo amante:

     -Aún me mira, aunque casado. Anteayer, en el Gimnasio, cogió los gemelos de su mujer para mirarme. Me saluda en el Bosque. ¿Verdad que es chusco?

     Esto ha estado muy bien dicho, sin amargura, sin los grandes aires de víctima, como persona que conoce la vida.

     Un vecino pregunta si madame de Beaugency no está celosa.

     -¡Oh! Sabe bien lo que ha pasado. Si una mujer estuviese celosa del pasado de su marido tendría harto que hacer. Al fin y al cabo, yo he sido quien lo ha casado. He conocido a su hermano y he casado también a su hermano.

     -Por lo mismo hablan de vos con toda suerte de respetos y consideraciones.

     Con eso ha roto la conversación; no ha explicado su gran corazón, no es vulgar.  Ha vuelto en seguida a otro asunto y se ha puesto a hablar de uno de sus amigos, grueso, corto, siempre chusco. Sabe jugar con la conversación, no fastidiar a su mundo. Nada más raro. La más célebre, al bajar ayer en peinador de blondas a su billar, encuentra a dos hombres que juegan.

     -¿Cuánto jugáis? Desde luego la ganancia es para mí.

     Tiene cuarenta mil libras de renta. Costumbre de agarrar cien sueldos.

     A media noche, cola; esto se convierte en un mercado; se me ha reconocido, por mis gemelos de los puños, por un extranjero rico; me han cogido del brazo y me han estrechado la mano; me he visto obligado a enviar a paseo a dos personas demasiado encantadoras.



* * *

     He querido verlo todo y he ido al baile Perron, en la barrera del Trono. Siete sueldos la entrada, y se tiene derecho gratis a veinticinco céntimos de consumo; es una guinguette(8).

     ¡Qué linda palabra esa de guinguette y qué bien suena al oído! Se han visto guinguettes en la Ópera cómica o en las estampas del siglo XVIII o en casa de Beranger(9). Imagínanse con esta palabra palmitos taimados, gorritos bien ajustados, talles esbeltos y flexibles. Toda la alegría, toda la vivacidad francesa y parisiense está en eso ¿verdad? Bueno: he aquí esta guinguette.

     Un centenar de bajas grisetas y cincuenta bribonas que huelen de una legua a San Lázaro(10) y la Prefectura de Policía, de tez reluciente, plomiza, con cabellos pegados y jetas impudentes o tristes. Mi vecino le dice a una maritornes que baila:

     -¿Es que la Salpètrière(11) ha bajado hoy a la barrera del Trono?

     -No; es Mazas(12) que se ha vaciado hoy en la barrera del Trono.

     Ha habido que separarlos.

     El rasgo dominante es que todos, salvo uno o dos, son delgados y pequeños. Muchos parecen niños; hay mujeres de cuatro pies de alzada. Todo eso es desmirriado, garrapata, ruin, mal construido. De padres a hijos han bebido vino peleón, comido chuletas de perro, respirado el aire infecto de Bobino(13) y trabajado en exceso para divertirse mucho. Las caras están retorcidas, arrugadas; los ojos, ardientes. Esta vida parisiense, en los bajos fondos, ha pasado al hombre por el alambique, lo ha concentrado, quemado, gastado. Con el vino ha hecho tres-seis(14).

     Ahí se ve bien el tipo del obrero parisiense. Con blusa azul, el aire emprendedor, la cabeza echada hacia atrás, rebulle bailando con una velocidad increíble. Transpira la vanidad y también el placer de hacerse el bravo contra la regla, con un fondo de sensualidad bribona. Cabeza redonda, despierta y viva, con ganas de aparentar. Eso puede hacer un héroe en Sebastopol o un furioso en una barricada.

     Hay una riña en la puerta, y los municipales, por un instante, han dejado de vigilar el baile para acudir allí. En el momento, gresca en la sala, piernas al aire, cancán infernal; vuelven los municipales y todo entra de nuevo en orden. Diríanse estudiantes en chilindrina que de pronto han visto al ayudante de la clase. Somos muchachuelos y nos es menester una férula.

     Se les da aquí todo a la gente por su dinero. Los músicos soplan infatigablemente. Apenas ha acabado un rigodón cuando entra otro en contoneo; pasa el bastonero, empujando, acoplando las parejas, con una actividad y una velocidad extraordinarias. Ni un minuto de intervalo entre dos figuras. ¡Qué diferencia entre esa fiebre de hormigas rabiosas y el tranquilo contento, el dulce goce de los jardines de placer, en Alemania!

     Hay uno o dos soldados en la orquesta; el uno para el tambor, el otro para los címbalos; éste lleva anteojos, serio, atento, como si se tratara de pegar fuego a una mina. El cornetín se ha quitado el frac y sopla, echado hacia atrás, con la frente sudosa, las mejillas encendidas. El flautín es un jorobado, un canijo desecado, con una cara carbonosa toda puntiaguda y unos ojos que relucen como llamas. Un buen viejo canoso paciente rasca el contrabajo. Meten todo el ruido que pueden.

     Los concurrentes churrupean su café, beben, se echan al coleto grandes tragantadas de cerveza, llenan sus oídos y sus ojos con el tumulto; es para descansar del tirapié o de la garlopa. Lo triste es la presencia de siete u ocho obreritas que tienen el aire honrado, y de muchas familias, padre, madre, hijos, que vienen a ver. Allí aprenden que el placer es el griterío y la crápula.

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