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Capítulo VIII

Las niñas

- II -

15 junio.

     Visita a Ville-d'-Avray, a casa de mi amigo S..., jefe de sección en un ministerio: treinta mil francos de gasto al año. Una quinta pintada de nuevo, con una pradera suiza de veintidós metros y siete árboles. Dos niñas de quince y diez y seis años, que respiran el sano aire del campo con guantes frescos, pelerinas de tul, botas estrechas, corsés irreprochables, desde las ocho de la mañana. Me quieren mucho; llevo siempre bombones y baratijas en los bolsillos.

     -¡Ah! ¡Es monsieur Graindorge!-dice madame S...- ¡Buenos días, querido amigo! ¡Cuán amable habéis sido en venir tan pronto! ¡Vamos a enseñaros nuestra choza! ¡Oh, sí; una verdadera choza! Pero hay algo de verdor. No podemos pasarnos sin verdor. Esas pobres niñas necesitan en gran manera el aire de los campos, y así es que se aprovechan. Siempre sobre el césped, estirando brazos y piernas. Y nada de estorbo: trajes sencillos, verdaderos baqueros, como a los siete años. Pero ¡son tan niñas! ¡No podéis figuraros lo niñas que son! ¿Creeríais que ayer Juana, al repetirme la historia de Luis XIV, me dijo: «Pero, mamá, ¿cómo podía amar a esa Lavallière, puesto que estaba casado? ¿Era, pues, bígamo?» Esto me hizo venir las lágrimas a los ojos. ¿Verdad que es bonito? Es la que me decía cuando tenía tres años y yo le hablaba de Dios que está en los cielos: «Entonces es como los pájaros; ¿tiene pico también?» Ya tenía raciocinio. ¡Ah, monsieur Graindorge, qué felicidad tan grande es ser madre! Los hombres que como vos se han quedado solteros no saben lo que se han perdido. Me lo decía mi marido esta semana; es que es galante; pero también sois vos galante, y siempre estamos encantados de veros. ¡Pero qué calor hace hoy!, ¿verdad? Tened la bondad de sentaros.

     He saludado; me encuentro en Francia desde hace seis años; pero no sé aún recibir convenientemente esas duchas de amabilidad parisiense.

     Del saloncito próximo ha partido un cohete de gamas y de trinos.

     -Es Juana. Están en su nido; acaban de hacerlo arreglar; vamos, nos diréis qué os parece; las dos tienen gusto.

     Es la verdad. No hay nido más coquetón, más elegante. Todo el cuarto está tapizado de persiana blanca y azul, de un azul ligero, de una frescura exquisita; un delgado filete de oro sube y serpentea, encuadrando los espejos. Grandes porcelanas blancas ensanchan sus cálices de nieve, llenos de madreselvas descabelladas, de rosas murgosas, de azaleas húmedas todavía de rocío. La luz suavizada entra bajo los transparentes a través de las mayólicas de las ventanas y se desparrama sobre el tapizado como una sábana de bruma soleada. Sobre la mesa dos o tres álbumes, dejados con una negligencia sabia; a ambos lados de la chimenea, bocetos firmados con sus iniciales; un solo cuadro, un gran retrato de María Antonieta. ¡Y qué lindas bagatelas femeninas en las etagères!

     Juana está al piano; Marta, de pie, a su lado. Dos nombres modernos. Es la última moda. Marta, delgada, inclinado el cuello, tiene el aire de un paro delicado. La otra pasea lánguidamente sus dedos a lo largo de las teclas de marfil, con una semisonrisa en sus labios mohínos. Ambas, con trajes blancos rayados de rosa, de una frescura inmaculada, con bullones punzó alrededor del cuello y en las mangas, apenas escotadas, y, sin embargo, bastante escotadas. Hace calor y estamos en el campo.

     Con todo, son modestas, tímidas aun con los forasteros; se detienen antes de hablar; se sonrojan algo de un ruido de voz que se les ha escapado; aventuran un ligero movimiento abandonado, y en seguida, vacilantes e inquietas, lo suspenden. Se siente en ellas un fuego interior, una sensibilidad tremulante, siempre ocupada en contenerse, una delicadeza y una vivacidad de pájaro. La linda criatura es tan frágil, que se teme aplastarla, por viva que aparezca siempre al levantar el vuelo. Todo eso se estremece y palpita bajo las ondulaciones ligeras de la falda, con el balanceo de los rizos enrollados a lo largo de las sienes, con los mononos temblores de la voz que se ensaya.

     -Cumpliréis cincuenta y tres años el veintiuno de julio próximo, Graindorge, mi buen amigo.

     -Es verdad, caballero; pero motivo de más para remozarme los ojos mirando las flores de estufa.

     Verdaderamente, se siente uno aquí como delante de dos flores de estufa. Se comprende que el encanto está en lo imprevisto, en la apariencia, en la repentina novedad, en la imaginación, que en seguida edifica a través de lo desconocido, que hay que permanecer inmóvil, que al menor contacto con la punta del dedo todo se deshojaría. He ahí lo que tiene haber visto en ferrocarril caras sosas, burgueses agrios. Esta gracia, esta suavidad extraña impresionan como un aire de Mozart que se oye de pronto en medio de una larga calle vulgar, como un bello espino albar florido que aparece solo en un vallado seco. Si el espino albar estuviese en una maceta en vuestra ventana; si hubieseis oído las escalas y las vocalizaciones preparatorias de la cantatriz, vuestra emoción se reduciría a casi nada.

     Goethe nos decía: «Tratad vuestra alma como un insecto; es muy divertido contar sus instintos, prever sus sobresaltos y sus andares.» Prefiero mejor decir: «Tratad vuestra alma como un violín y dadle motivos en los cuales encuentre melodías.»

     Poco a poco he llegado a ser un confidente, y Marta me ha dicho:

     -¿Queréis asistir el miércoles al curso? Hay gran sesión. Calle de Astorg, 27, M. d'Heristal. ¡Oh! Es un señor que se presenta muy bien, está condecorado, y luego dice mamá que es paternal. Todo el mundo va ahora y tengo allí a todas mis amigas. Hace pequeños discursos sobre la dicha de las madres, y eso hace llorar. Y además es un hombre tan conforme, tan amable. Nunca regaños; cuando un deber no está bien, no se burla, consuela, dice que el siguiente estará mejor. Siempre bien vestido. ¿Verdad, Juana? Un frac azul con botones de oro y camisa blanquísima. Algo nos reímos porque se mira demasiado a menudo las uñas y se saca lindamente su pañuelo; Luisa Volant, que está cerca de su lado, dice que le echa benjuí. En fin, se cuida como una señora. Estamos muy contentas de ir con él. ¡Nos fastidiaba tanto nuestra institutriz! ¿No recordáis a mademoiselle Eudoxia? ¡Tenía la nariz colorada y patas! ¿Verdad, Juana? ¡Qué aire tan de miel y vinagre! «Señoritas, empezaréis de nuevo vuestro análisis.» «Señoritas, poneos mejor.» «Señoritas, no se anda de esta manera cuando se es una persona bien educada.» «Señoritas, en la mesa no se habla.» ¡Una verdadera reja de cárcel! Al comer, prohibición de abrir la boca. ¡Y qué manera de animarnos cuando debíamos tocar el piano delante de alguien! ¡Y los principios! ¡Siempre estaba con la boca llena de los principios! Dice Luisa Volant que eso es lo que le ha estropeado los dientes. ¡Siempre los principios! Los expende, es su oficio. En fin, como madame Volant le dijo a mamá que el curso era encantador, bien compuesto, vamos a él desde hace seis meses.

     -¿Y qué hacéis allí?

     -Toda suerte de cosas. Composiciones. Hemos tenido la muerte de Juana de Arco. Conversación de dos ángeles conmovidos ante las miserias de la tierra. Una madre de rodillas ante un león que quiere devorar a su hijo. José vendido por sus hermanos.  Himno al Sol. Ya comprenderéis que cuesta trabajo. ¡Nada menos que un himno al Sol! Yo por lo pronto no encontraba nada que decir, ni Juana tampoco. Nos echamos a llorar, nos creíamos estúpidas. Monsieur d'Heristal nos ha dicho entonces que era menester exaltarse, exaltar la imaginación. En su consecuencia, nos hemos paseado a grandes pasos por el cuarto, nos hemos abrazado muy fuerte, nos hemos apretado las muñecas, hemos puesto los ojos en blanco como en el teatro, y todo ha venido. No encontrábamos mas que media página al empezar, y ahora ya hemos hecho seis. Mañana por la mañana vamos a componer nuestro himno antes del segundo almuerzo.

     -¿Y qué diréis?

     -¡Oh, no lo sabemos aún! Es menester que estemos solas, y entonces hacemos la voz gorda; ¿verdad Juana? Y después, eso depende... Juana habla siempre de los corderitos, de las praderas esmaltadas de flores, de los niños que se ponen de rodillas por la noche sobre su cama rosa para demandar la bendición del Altísimo; yo hablo del carro del trueno; del relámpago, que es un mensajero alado; del rayo, que es la voz del Omnipotente. Esto resulta muy bien. Monsieur d'Heristal queda contento siempre; dice que tenemos estilo y que nos pondrá en el cuadro de honor.

     -¿Leéis eso en voz alta y vosotras mismas? ¡Ah! Tenéis razón, es muy difícil. Figuraos que la primera vez Juana no ha podido, y ha roto a llorar. Yo creí que no podría sacar la voz, y me puse colorada, colorada; pero mamá me echó los ojos, y entonces leí sin saber lo que me decía; estaba como soñando. Monsieur d'Heristal me dirigió un cumplido, y entonces cobré un poco de valor; me engullí un trago de agua azucarada y en seguida me sentí con una voz y con una fuerza... Es enteramente como en un baile cuando las luces se nos meten en los ojos y la música en la cabeza y se dan vueltas sin saber cómo, y así se irían dando vueltas siempre hasta las cinco de la mañana. La última vez dijo a una nueva alumna monsieur d'Heristal que sus frases eran pesadas, y al punto se echó la pobre muchacha a sollozar; su madre la cogió en brazos y tuvo que hacerla respirar sales, porque tenía ataques de nervios; monsieur d'Heristal leyó él mismo el resto del deber; felizmente estaba muy bien y al momento se repuso la autora. Y es que también, y esto es terrible, todos los ojos están apuntados sobre nosotras; allí están las mamás, las tías, a veces los papás, con sus lentes y sus gemelos. Habría para meterse en una ratonera. Y ahí tenéis; hay con todo cosas muy divertidas, figuras cómicas. Por ejemplo, en la antepenúltima sesión nos compareció una inglesa, miss Flamborough, roja como una amapola, con un pañolón rojo bastante para embravecer a los bueyes, una especie de casaquín y sin talle; no se atrevió a levantar los ojos, excepto para mirar sus pies y sus cuadernos; hecha una piojosa, en una palabra.

     -¡Vaya, vaya!

     -Pero no para aquí, monsieur Graindorge. Aquel día mamá quedó escandalizada. ¿Creeríais que madame d'Estang llevaba un mantón de Cachemira? Jamás se ha visto nada semejante; sólo se llevan cachemiras cuando se es señora; pero ella es criolla y no lo sabe aún. Yo os aseguro, monsieur Graindorge, que se aprende tanto mirando uno de esos mantones(16) como en una soirée. Hay allí flores en las jardineras, criados de librea para abrir las puertas, trajes frescos y no digamos ¡qué peinados! Más se aprende allí que en los periódicos de modas. La señorita d'Estang llevaba pendientes como los del Museo Campana, con esmeraldas. La señorita Herié tiene un hermano artista que le ha dibujado sus trajes de invierno, todos de terciopelo negro, con una guarnición de cisne. La señorita d'Argelés tiene la cara y el cuello demasiado largos, y por eso se trenza los cabellos en diadema para ensanchar su cabeza, y como tiene un cutis moreno de española, se viste toda de azul obscuro con pasamanerías erizadas, con bordados que forman sacapuntas y franjas sobre todo el talle. Bueno, pronto estaremos en miércoles. Cinco días: viernes, sábado, domingo, lunes, martes, doce horas todos los días; pero estoy soñando: veinticuatro. Juana, querida mía, ven a abrazarme.

    Con eso se han echado en brazos una de otra y han saltado como cabras sobre el césped; expansión nerviosa. Dentro de dos años se abrazarán con serenidad; eso sienta bien y es picante; entreverán que hay en ello una coquetería; será como un ramillete de cerezas bueno para pasarlo bajo la nariz de los hombres al objeto de hacerles imaginar lo delicioso que sería catarlas. Dentro de cuatro años, si no están casadas, se pondrán a los niños sobre las rodillas, en pleno salón, les besarán, les piropearán con toda suerte de diminutivos cariñosos y lindos para demostrar que serán buenas madres; los nervios, la coquetería, la maternidad; no hay otra cosa en la mujer.

     El manubrio giraba; había que aprovechar el movimiento, y he aventurado esta observación, muy sencilla, de que el curso Heristal es más divertido que el catecismo.

     -¿Por los trajes grises o negros que eran de uniforme en el catecismo? No; el catecismo era muy bonito. Juana, con sus ojos bajos, parecía una madona. Pero trabajamos bien, ¿verdad, Juanita? Figuraos que fue siete veces seguidas la primera; tuvo la medalla grande a fin de año. Papá la llamaba su pequeña teóloga. Yo estaba, todo lo más, entre las diez primeras. Todo el mundo iba allí. Mademoiselle Eudoxia, mamá; aun a veces le pedíamos consejo a papá, que nos indicaba los libros. Menester era no hubiera habido medio de salirnos. Madame Volant y las otras mamás estaban allí al lado de sus hijas, con lápiz y cuadernos para tomar notas, y anda, anda, anda, trotaban los dedos como caballos de carrera. Todo lo escribían. Luisa Volant trajo una vez una redacción de diez y siete páginas sobre el amor de Dios; otra vez una redacción de veinticuatro páginas sobre la dignidad de la Iglesia, con citas de San Agustín. En casa, mamá notaba el final; mademoiselle Eudoxia, el principio; yo y Juana, lo de en medio, e hicimos una vez una redacción de treinta y dos páginas; por la noche nos leía a Bossuet; Juana tiene tan buena memoria, que decía de corrido todas las herejías, todos los concilios. Sobre ello nos vimos denunciadas. ¡Esas señoritas son tan celosas! Pero el señor abate respondió que era edificante ver a los padres instruirse de tal manera en la religión. Y el día en que Juana fue a recibir su medalla, las mamás rabiaban, y yo no cabía de alegría en mi cuerpo; yo chispeaba y repetía en voz baja veinte veces por minuto: «La medalla no es para vosotras, señoritas; la medalla no es para vuestras hijas, señoras, es para mi Juana.» Juana, estabas hermosa como un ángel.

     Un diluvio de besos. Hay un exceso de plenitud en esa niña; debería montar a caballo, dar grandes paseos a pie, ir al gimnasio, aprender la geografía. Pero esto no es cosa mía. Un ligero latigazo aún para acabar.

     -¿Y ese querido piano?

     Estallan en carcajadas.

     -Esto está muy mal. Sois escépticas. Bien sabéis que he sido educado en Alemania. Adoro la música.

     -¿El oficleido o el trombón?

     -Abominable. No respetáis nada. El piano, el piano.

     -Helo ahí, señor.

     Y venga correr como una cervatilla; abre la puerta, abre el piano, y con las dos manos empieza un redoble de escalas; ¡qué escalas! Lo hace con toda su fuerza, susurrando con toda su garganta.

     -Juana, susurra; ante de las escalas; hay que contentar al señor.

     El viento ha cambiado; no más confidencias; no obtendría mas que una cencerrada.

     -Señoritas, nada hay tan horrendo como la calumnia para un corazón sensible. Me ahogaré esta noche, al volver a casa, si hay agua en el Sena. Sin embargo, yo iba de buena fe; os había traído un cuadernito de Schumann. ¿Qué va a ser de mí? ¡Dios mío! ¡Dios mío!

     -¡Un cuaderno, un cuaderno! ¿Dónde está el cuaderno? Un cuaderno gris salmón. ¿Qué jerga es esa que han puesto encima? ¿Alemán? ¿Y qué es lo que ha impreso ahí vuestro alemán?

     -Preceptos, una especie de catecismo para uso del músico principiante.

     -¿Un catecismo? Debe de ser precioso. A ver, monsieur Graindorge, sed amable; traducidnos eso.

     He aquí esos preceptos. Mientras yo los leía, había para pintar su cara; abrían grandes ojos; es que se siente en estas veinte frases la gravedad, toda la convicción profunda, toda la emoción íntima que en Alemania gobiernan la educación musical. Imaginad dos jóvenes gatas de salón en presencia de un cangrejo.

     «La educación del oído es lo principal. Esfuérzate desde temprano en reconocer el mayor, el menor, los diferentes tonos. La campana, el cristal de las ventanas al chocar, el cuchillo, trata de notar qué sonidos emiten.

     »Hay quienes se imaginan que a todo se llega con la agilidad de los dedos y hasta avanzada edad emplean muchas horas al día en los ejercicios mecánicos. Es como si un hombre se dedicase a pronunciar cada día A B C lo más aprisa posible, y siempre más aprisa. Emplea mejor tu tiempo.

     »Para el compás, la ejecución de muchos virtuosos es como la marcha de un hombre borracho. No tomes por modelo a tales gentes.

     »Cuando toques, no te inquietes por saber quién te escucha.

     »Toca siempre como si te escuchara un maestro.

     »No debes saber solamente tus piezas con los dedos; es menester también que puedas tararearlas sin teclado. Aguza tu imaginación de suerte que en un trozo puedas retener no solamente la melodía, sino la armonía.

     »Debes llegar a comprender la música a la lectura.

     »No toques nunca un trozo sin haberlo leído antes.

     »Cuando tengas más edad, no toques ningún trozo de moda. El tiempo es precioso; serían menester cien vidas de hombres a quien quisiera solamente conocer lo que es bueno.

     »No propagues la mala música; ayuda, al contrario, con todas tus fuerzas a aplastarla.

     »No debes tocar música mala; no debes ni aun escucharla, a menos de que te veas obligado.

     »Mira como una cosa horrible cambiar, omitir algo en la música de los buenos compositores o introducir en ella adornos nuevos y de moda. Es el mayor ultraje que puedes inferir al arte.

      »Busca entre tus camaradas a los que saben más que tú.

     »Las reglas de la moral son también las reglas del arte.

     »Manténte, inquiérete seriamente en la vida, como también en las otras artes y ciencias.

     »Se puede aprender siempre.»

     Aquí han bostezado con todo su corazón.

     -Pero, mi buen monsieur Graindorge, esto oí; alegre como un entierro. Quien ha escrito eso debe de ser un trapense, ¿verdad? Habría debido añadir a sus reglas: «Hermano, morir habemos.» Bien se ve que esos alemanes comen choucroute. Nosotros no hilamos tan delgado. Aprendemos a levantar y bajar a su vez los cinco dedos: do, re, mi, fa, sol; después de eso, escalas; después, los ejercicios: Cramer, Czerny, Doelher y los otros. Yo estoy en Czerny; Luisa Volant todavía está en Cramer. Entonces los dedos ruedan; oíd, así. (Y los dedos blancos empiezan a galopar con los más bonitos trinados.) Se sienta bien, se toma un aire grave; ved, así. (E hizo el gesto más burlonamente sentimental del mundo.) Se levanta la cabeza por un momento hacia el techo; ved, así. (Y se arregló graciosamente un rizo que no necesitaba ser arreglado.) En seguida, ¡puf!, una nota gorda, y ron, ron, ron; oíd bien: es el Movimiento continuo.

     En efecto, tal es el título de la pieza, un verdadero tren expreso. El galope ha durado diez minutos; sus mejillas se teñían de púrpura, sus ojos brillaban; un verdadero caballo de carreras. Su hermana ha batido palmas; yo he batido palmas; su padre y su madre, que han llegado, han batido palmas. La hemos jurado que ella será la primera en la próxima reunión musical, en casa de madame de Heristal, y a fe se lo merece.

     En la mesa hemos deliberado sobre el traje y nos hemos decidido por los cabellos rizados, ahuecados, con un torcido; estamos seguros de un gran éxito.

     Estaba en vena, y al acompañarme a la escalinata, como yo besara (a la antigua moda) la mano de su madre, me ha dicho con una reverencia:

     -Hermano, morir habemos.

     Al regresar en mi coche, pensaba, ensoñado, en su futuro marido. ¡Feliz esposo! Si hay una educación capaz de excitar los nervios y la vanidad, es ésa.







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Capítulo IX

Los jóvenes

- I -

     He visto estos días cinco o seis jóvenes de mundo y quería describirlos; pero mi espíritu se va, no sé por qué, a vagabundear en otra parte, en América. Probablemente es por la fuerza del contraste; la única cosa que puedo hoy escribir es la historia del primer joven americano que he conocido bien.

     Hallábame en Nueva Orleáns y habíamos cazado juntos más de una vez. A la puesta del sol se baja a lo largo del canal hasta el gran bayon, que conduce al lago Pontchartrain; los caimanes hacen la siesta en el fango; se les tira a los ojos, porque la bala resbalaría sobre su coraza, o bien al vientre, cuando tienen la bondad de mostrar este órgano, como a menudo sucede; son gentleman por sus portes y gustan de tenderse sobre la arena como sobre un sofá, en actitudes cómodas. Por el contrario, una vez heridos se vuelven cómicos y empiezan a hacer piruetas sobre el agua con cabriolas, batimanes y caracoleos, absolutamente como los bailarines de la Ópera. Anteayer mismo al ver a M. Merante hacer la peonza quedé sorprendido de la semejanza. Sin embargo, el caimán es superior; pone en los sobresaltos del trasero una fantasía extraordinaria. En suma, es un ejercicio excelente para después de comer y, a mi juicio, preferible al billar.

     Mi amigo Jonatás Butler tiraba muy bien, y en estas condiciones se le ensanchaba el cuajo; aparte de esto no veía ni hablaba fuera de esas ocasiones; pero ya al borde del bayon, se frotaba sus sólidas manos y me decía:

     -Tom, ¿veis ese gentleman que bosteza allá abajo bajo la mata de juncos con una quijada tan hermosa? ¿No encontráis que se parece al reverendo Booby, del Kentucky, que vino ayer a salmodiar en casa de mi madre? Absolutamente la misma quijada y un chaleco blanco, como el otro. ¡Al chaleco blanco del reverendo! ¡Paf! ¡Cataplún! El reverendo carece de elegancia. ¿Veis cómo se revuelve? ¡Oh, oh, el vientre al aire! Yo os pido me perdonéis, monseñor, si he manchado vuestro chaleco blanco. ¡A otro!

     En estos momentos sus ojos no eran buenos; se le hinchaban las narices y sus mejillas se ponían rojas.

     Era yanqui de raza e inglés de temperamento, muy diferente en eso de los jóvenes de Nueva Orleáns, que son de ordinario de origen francés, pálidos, finos, nerviosos, a guisa de los criollos. Tenía seis pies de estatura, era grueso a proporción, aunque no tuviese más que veintiocho años, ancho de hombros, con las carnes espesas e inmóviles de un toro. Muy a menudo se mantenía en reposo y en la conversación no prodigaba los gestos; pero cuando había bebido o se sentía de mal humor, sus labios comenzaban a temblar, su respiración se hacía ruidosa, y había que callarse, porque se comprendía que, una vez lanzado, se arrojaría delante por entero y con los ojos cerrados.

     Yo le vi una noche de tempestad, cuando el cielo se desplomaba como un diluvio, salir del Círculo a la una, gritando que no era ningún perro para volver a casa y dormir sobre una yáciga. En cinco minutos llegó a zancadas al puerto, desamarró su barca y se lanzó en el río, por el que rodaban troncos de árboles acarreados por las aguas violentas. La honda agua fangosa se atorbellinaba bajo la borrasca; el mástil crujía. Lo llamamos con todas nuestras fuerzas; no escuchaba y maniobraba, desnuda la cabeza, con brazos de Hércules. Le dimos por muerto. A la mañana siguiente volvía, mojado como si hubiese pasado la noche bajo el agua; pero refrescado y de buen humor, como un hombre sanguíneo que ha sido sangrado y, no sintiéndose ya ingurgitadas las venas, se encuentra desahogado.

     Un año antes de mi llegada había habido tiros por la parte de Méjico. De pronto dejó su cara, tan bien montada, su comodidad inglesa, realzada por el lujo criollo, y partió a caballo, con su jauría de perros, dos carabinas, una brújula y una manta a través de los bosques, solo, viviendo de la caza, colgando por la noche su hamaca de un árbol y durmiendo bajo la guarda de sus perros. Volvió al cabo de tres meses, habiendo hecho setecientas ochocientas millas y matado un razonable número de indios y mejicanos, lleno de salud, pero con una cuchillada en la mejilla. Los perros, alimentados de carne, se habían vuelto tan feroces que se vio obligado a enviarlos fuera de la ciudad.

     Estas suertes de expediciones le habían hecho popular entre los jóvenes ricos, tanto más cuanto era servicial y no tenía pretensiones. Sobre todo estaba perfectamente exento de la rigidez y la mojigatería puritanas. En este punto las ideas criollas habían cubierto en él del todo el fondo inglés; su madre, una altiva francesa, emparentada con las antiguas familias, le había criado en las costumbres de la vieja nobleza y en el odio al cant.

     Hay que decir que en ese mundo elegante, los yanquis pasan por ser unos especieros ríspidos. En efecto, entre ellos, por ejemplo, en Cincinati, la ley prohíbe los billares; se imponen cincuenta dólares de multa al que vende una baraja; encontráis en pleno bosque revivals que duran tres días. Los predicadores se relevan describiendo la agonía del pecador, su muerte, los progresos de la podredumbre, el fuego del infierno, todas las circunstancias del tostamiento, minuciosamente, con gritos y jaculatorias, hasta caer derrengados, mientras a su alrededor los oyentes gritan ¡Hosanna! con toda la fuerza de su gaznate, a veces durante tres o cuatro horas, y las mujeres sollozan, de cara contra el suelo, presas de convulsiones.

     Por otra parte, los gentleman de Cincinati van ellos mismos a la compra, comen con sus cuchillos, escupen incesantemente, hasta en la mesa y sobre los trajes de las señoras. Enteraos de esas bonitas costumbres en alguna novela de Cooper; se trata de dos enamorados; la muchacha no se casa con el joven porque tiene dudas teológicas; al cabo de muchas discusiones, se va a la pesca de la foca a los mares polares; saca helada la nariz y esto le convierte. Ella, entre tanto, continúa cocinando y va al encuentro del buque con una cazuela en la mano. En cuanto lo distingue a lo lejos, le grita.

     -¿Creéis ahora en la mediación directa o solamente en la mediación simbólica?

     -En la mediación directa.

     Radiante de alegría, deja caer la cazuela y hételos casados.

     Naturalmente que esos zapateros predicantes no les gustan mucho a las gentes de mundo.  Por esto nuestro amigo Jonatás Butler, aunque protestante, no predicaba ni aun con el ejemplo. Según la moda tenía por querida una linda cuarterona y no la era fiel en extremo. Su coche era nuevo y sus caballos admirables; sus negros, azotados algo en demasía, obedecían a una simple mirada. Sin duda la gente del pueblo le encontraba orgulloso por no dirigirles nunca la palabra, y cuando pasaba, las especieras devotas le llamaban por lo bajo Moloch y Satanás; pero nadie se le acercaba sino con la cabeza descubierta, y si había necesidad de encontrar una veintena de carabinas, no tenía que llamar a veintiuna puertas para encontrarlas.

     Estábamos en julio, y era tan grande el calor, que aquel día habían muerto de apoplejía en la calle dos hombres y cinco o seis caballos. Los mosquitos subían del río a nubes. Por la noche empezó a zurriagar el polvo un viento pesado y malsano que atacaba los nervios. Butler y yo entramos en uno de esos cafés americanos en que se engullen de pie, a lo largo de un mostrador, sandwiches, rebanadas de langosta y copas de wisky. Se mostraba triste desde la mañana, y acababan de picarle dos o tres mosquitos. Traté de bromear; no respondió; se hizo servir una gran copa de ron y lo bebió, fruncido el sobrecejo, sin decir palabra. Le llamé para salir y no pareció oírme.

     Cinco o seis gentleman de Kentukey, que mascaban su cigarro y se mondaban los dientes con sus cuchillos, le miraban con una familiaridad igualitaria, y visiblemente se mostraban chocados por el corte demasiado elegante de sus pantalones blancos. Él los miraba también, por su parte, y ciertamente no con buenos ojos.

     En esto pidió una cerilla al mozo:

     -Al momento, caballero.

     Medio minuto después pidió por segunda vez la cerilla, y su voz se hizo ronca; el mozo servía a los kentuckianos. Pidió por tercera vez, y su cara se puso de púrpura; aquel mozo tenía costumbre de servirle y le parecía que le robaban su criado.

     A la cuarta vez el pobre diablo, hostigado, creyó que tendría tiempo de servirles a los kentuckianos su último sandwich, y pasó corriendo. Butler, levantando en alto su brazo, le plantó en la espalda su bowie-knife (cuchillo encurvado). El golpe fue tan fuerte que se oyó crujir el omoplato, desportillado por la guarnición del cuchillo. El hombre cayó de vientre en el suelo, ahogándose; hizo un esfuerzo para incorporarse sobre los codos, tendió el cuello hacia delante para aspirar el aire; luego, con un hipo, lanzó una oleada de sangre, y murió en el acto, sin gritar. La herida había retenido el cuchillo, y Butler, que se había quedado de pie, absorto como un sonámbulo, se dejó prender y llevar.

     Al día siguiente, en la ciudad, todos, hasta los negros, razonaban sobre el suceso. Parecíales a los negros que el joven envidó algo vivamente. «Pero -decían- puesto que ha llamado al mozo cuatro veces, la culpa es del mozo.» Sin embargo, su imaginación trotaba y se preguntaban si míster Butler sería ahorcado con sus pantalones blancos y con corbata rosa; sobre lo cual movían la cabeza misteriosamente y enseñaban sus dientes.

     Los jóvenes de mundo sentían que Butler se hubiera valido de un cuchillo y no de un bastón. «Con un bastón no era un solo golpe el que había que dar, sino una docena. A causa del cuchillo se verá obligado a ir a pasar cuatro o cinco años en Europa.» Pero los tenderos y todas las gentes que trabajaban con sus manos estaban furiosos. Efectuáronse meetings, en que se habló durante muchas horas contra los aristócratas engordados con la substancia del pueblo; se citó a Jefferson, y se declaró que si los libres hijos de América no obtenían de sus magistrados protección y justicia, recabarían la posesión de sus derechos naturales (alusión a la ley de Lynch).

     El asunto tomó mal aspecto, sobre todo al ver cómo lo conducía el juez. Era un francés, antiguo armador, bravo y de honor rígido, que no quería al pueblo; pero había sido educado en los principios absolutos, en 1a lógica cerrada de los filósofos del siglo XVIII. Declaró terminantemente que no haría excepción de personas y que el patíbulo se había hecho para todos los asesinos. Cundió la alarma y se le hizo hablar. Respondió que el veredicto correspondía a los jurados; pero que pronunciado el veredicto aplicaría la ley.

     Como era bastante pobre, un amigo de la familia subió a su casa una mañana con cien mil dólares en billetes de Banco; cogió el fajo y lo echó, con el hombre, por la escalera.

     Recurrióse entonces al carcelero, personaje menos rígido; el juez le despidió, y puso en su lugar a un mocetón huesudo, flemático, una especie de puritano, cantor de salmos, que no se movía ni de día ni de noche de su cuarto y sobre quien se deslizaban las amenazas y las promesas resbalaban como el agua sobre un hule.

     Acudióse de nuevo al juez, y como la exasperación iba creciendo, se le hizo entender que se jugaba la propia vida; ya no salió sino armado y con cinco o seis negros de tan buena voluntad como él. Una noche lo descerrajaron dos pistoletazos y quedó levemente herido en el hombro. Desde entonces hubo en toda tienda dos brazos y una carabina cargada a su servicio. Cuando pasaba se lo seguía con los ojos para vigilar su vida y defenderle; todo hombre del pueblo era su guardia de corps.

     La cólera pública llegó a ser tan grande que ya nadie se atrevió a habérselas con él. El proceso siguió el curso ordinario; había veinte testigos, y él no negaba. Se trató de probar que estaba embriagado; pero no había bebido mas que una copa de ron. Él mismo empeoró su causa con su silencio bravío y la altanería de sus respuestas. «Es un mal bull-dog rabioso -decíase en el auditorio-. Hay que derribarlo.»

     El Jurado, compuesto de comerciantes e industriales, se acordó de que el mes anterior se habían cometido muchos asesinatos y que esto perjudicaba los negocios, y el juez, pronunciando solo, después de haberse cubierto la cabeza, según costumbre, condenó a Jonatás Butler a ser ahorcado.

     Todos los jóvenes bien educados se agitaron; tuvieron conciliábulos; estaban persuadidos de que no habría de ejecutarse la sentencia de un hombre como aquél; el ahorcamiento, sobre todo, les parecía infame, bueno para un yanqui o un negro; si no lo impedían, su honor corría peligro.

     Mistress Butler, la madre del condenado, vio a los principales, y el primer lunes de agosto se le ofrecieron al carcelero doscientos mil dólares; era toda la fortuna de la familia; además se encargaría de embarcárseles a él, a los suyos y a Butler en un buque del que se estaba seguro y que aquella misma noche zarpaba para Europa. Cerró los ojos y palideció, deslumbrado por la suma; y fue luego a un armario a buscar su gran Biblia y señaló un texto que había subrayado y que desde hacía un mes miraba todas las mañanas: «No prevaricarás.» Después de lo cual salió y se negó a hablar con nadie.

     Dos días después supieron los amigos de Butler que se estaba abriendo el hoyo para plantar la horca. Al día siguiente, bien armados, en número de cerca de ciento cincuenta, a las cuatro de la mañana, atacaron la cárcel. No había mas que unos veinte soldados, que no opusieron gran resistencia y se marcharon buenamente a su alojamiento. Otro puesto más numeroso se hallaba en la punta del puerto; pero el coronel y los principales oficiales, hombres de mundo, habían tenido cuidado en marcharse tina hora antes, el uno para inspeccionar el fondo del lago, los otros para una cacería en el bosque, y habían enviado a los soldados al cuartel.

     Los amigos de Butler se habían provisto de palancas, de barrenas y de limas, y comenzaron a trabajar en la gruesa puerta, y en seguida, como era muy espesa, sólidamente echados los cerrojos, la atacaron con una viga, a golpes de ariete. Resistió; entonces amontonaron leños contra ella y pegaron fuego; esto salió bien; los tablones encastrados en el hierro se desmigajaron carbonizados y toda la pesada máquina se desunía. Pero habían empleado más de media hora y la resonancia de los golpes de ariete, junto con el resplandor de la hoguera, habían sembrado la alarma.

     Sin embargo, los tenderos no se atrevían a moverse. Cierto que se veía a algunos en el dintel de su puerta, carabina en mano; pero no formaban cuerpo y encontraban demasiado determinada la traza de los asaltantes. De pronto, por una calle que conduce al puerto viose llegar una marea de hombres despechugados, desarrapados, que aullaban como salvajes, armados de barras de hierro, de picos y de cuchillos; eran los pobres irlandeses empleados en el puerto que querían darse la satisfacción de ver ahorcar a un inglés rico.

     Los jóvenes hicieron una descarga y cayeron buen número de blusas sucias; pero Paddy es el primer hombre del mundo cuando se trata de hacerse romper los huesos y de romperle los huesos a otro. Esto aparte, habían bebido su wisky de la mañana, y trabajaron tan bien con sus barras de hierro y sus bowie-knifes, que en un cuarto de hora quedaba terminado el asunto. Los amigos de Butler, dispersados, se retiraron llevándose a sus heridos, y los empedradores, llenos de entusiasmo, se repartieron por las tabernas, dejando a un centenar de ellos alrededor de la cárcel, donde fueron a reunírselos los tenderos, y desde entonces día y noche la cárcel quedó custodiada por voluntarios; de suerte que hubiera sido preciso combatir media ciudad para forzarla.

     Había llegado la necesidad y el hombre se veía acorralado en aquel último rincón sin salida en que es preciso morir. Un curioso que desde lo alto de una ventana bien colocada observaba a Butler con un anteojo le vio aquella tarde mirar el sol poniente, la boca abierta y los ojos extraviados, fijo y tieso como ante algún espectáculo horrible o sublime; caerse después de rodillas y apretarse el cráneo con las dos manos. Por la noche, en vez de dormir tranquilamente como solía, daba vueltas en su cuarto, y el carcelero, que escuchaba sus pasos, oyó a media noche una tormenta de sollozos; era robusto, no había llorado jamás, y aquel sacudimiento de su pecho parecía como la agonía de un toro.

     Por la mañana se le encontró dormido, muy pálido y como agotado por algún grande exceso. Había escrito mucho y después estrujado y arrojado los papeles por todos los rincones del cuarto. Uno de ellos pareció singular y contenía las palabras siguientes:

     «El sol poniente era el corazón de Cristo y sus rayos penetraban en mis ojos. Me he lanzado hacia él, he estrechado sus pies con mis brazos; después me he incorporado y he querido de rodillas abrazar su cuerpo como hacía con mi madre. Entonces he mirado su cara; estaba pálida como las hojas grises de invierno, lavadas por las lluvias, cuando mueren en las ramas de los árboles. He desfallecido, y volviendo a abrir los ojos he visto el sol eterno por encima de las multitudes de cabezas redondas, todas compadecientes, dichosas, y en una gloria de púrpura. Me parece que tengo una cuchillada en el estómago.»

     Con eso el carcelero cobró confianza y esperó que tuviese un buen fin.

     No faltaba mas que un día, y su madre obtuvo permiso para darle el adiós. Llegó vestida de negro; cuando se la vio bajar del coche, con los ojos secos y ardientes, el rostro tranquilo, todos los circunstantes, hasta los irlandeses, se quitaron los sombreros. No se la cacheó al entrar; en América se respeta a las mujeres más que en Francia; por otra parte, aunque hubiese traído una lima, el preso no habría podido servirse de ella; había seis centinelas cerca de su puerta y cincuenta bajo su ventana; pero no era una lima lo que traía.

     Permanecieron juntos una hora, sin que se oyeran sollozos ni exclamaciones, después de lo cual salió tan fría como antes; no se desmayó hasta que estuvo en el coche.

     Por la noche, el carcelero oyó un grito ahogado, y un cuarto de hora después uno o dos gemidos; pensó que se acababa la conversión, y preparó para la mañana siguiente sus consuelos espirituales. Por la mañana, al entrar en la celda, encontró a Butler de cara contra el suelo, muerto, con tres cuchilladas en el pecho.  Había una salpicadura de sangre en la pared y después un charco de sangre cerca de la silla; el cuchillo había quedado en la tercera herida. Se había dado tres veces, y en los intervalos había tenido la idea de escribir.

     La primera vez no había hecho mas que desabrocharse el chaleco; la hoja se había deslizado sobre una costilla y hendido solamente la carne de través. Entonces se quitó la camisa, y tanteando con los dedos el lugar bueno, se había concedido un cuarto de hora para volver a comenzar.

     La segunda vez el cuchillo había penetrado bien; aunque demasiado abajo y algo demasiado a la derecha; la sangre había corrido abundantemente y se había sentado, abriendo los labios de la herida, persuadido de que todo iba a acabar. Al cabo de un cuarto de hora de espera se había encontrado muy débil y estaba calenturiento, pero con el espíritu bastante lúcido para comprender que había fallado el golpe. En aquel momento, y durante cinco minutos, no se había sentido con valor. Las dos heridas le quemaban; se excitaba inútilmente. Con eso se había bebido medio jarro de agua y lavádose las manos y la cabeza; hecho esto, habíase hecho de nuevo dueño de su pensamiento y decidido a no morir colgado de una cuerda como un negro.

     Había permanecido tranquilo durante media hora, evitando todo movimiento y taponándose con un pañuelo, «porque -escribía- si la sangre comienza a correr en abundancia, me desmayaré o no tendré fuerzas para herirme en lo certero, y mañana me ahorcarán». Anunciaba que esta vez pondría la punta del cuchillo en el lugar en que se siente latir el corazón, y hundiría, apoyándose por grados y con las dos manos, pero arrodillándose contra su cama, de suerte que no hiciera ruido y no despertara a nadie con su caída. La última línea indicaba la hora: las once y veintitrés minutos; había tenido la precaución de darle cuerda al reloj.

     Ese joven carecía de reflexión y no se había aprovechado de su experiencia; el corazón es dificultoso de alcanzar; vale más darse en el cuello. A dos pulgadas por debajo del ángulo de la quijada pasa la carótida, que sólo está cubierta en este sitio por la piel y un músculo bastante delgado. Hundiendo y apoyando hacia dentro, puede ser cortada fácilmente al primer golpe; el cerebro queda paralizado al instante y se muere sin haber sentido nada. La cuestión estriba en ejecutar los dos movimientos de seguida, primero empujando y después oblicuando, a poca diferencia como se corta una rebanada de pan en una libreta.

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