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Capítulo X

Los jóvenes

- II -

     Fui a visitar el sábado pasado a monsieur Anatolio Durand o du Rand, mi sobrino. Este joven pícaro abusa de la pensión que he tenido a bien pasarle; el criado que me ha abierto la puerta tiene las trazas de un mayordomo. Mi señor sobrino se hallaba hundido en una poltrona, con los pies a la altura de los ojos, y fumaba unos cigarros tan buenos como los míos. Le he mirado; tenía el aspecto de una pava trufada extendida sobre su fuente. Le he saludado gravemente; se ha sobresaltado y no ha encontrado nada que decirme. Le he dirigido un cumplimiento sobre sus sillones acolchados, sus soberbios divanes de cuero moreno, después de lo cual, con inquietudes en las piernas, he inspeccionado la habitación. Hay étagères muy lindas en el comedor; a mi sobrino le da por el viejo Sevres. El dormitorio encierra dos Baudouin y muchas estatuítas poco vestidas; esto es propio de un hombre de gusto; después de lo cual he encendido un cigarro y le he dicho:

     -Anatolio: ¿hay nada más hermoso que la virtud?

     -¿Cómo decís, tío?

     -Digo, amigo mío, que no hay nada más hermoso que la virtud. Verbigracia: he aquí a monsieur de Monthyon o bien a monsieur Bordier, antiguo notario; lee el diario y ya verás qué ruido meten todos los años en el mundo. Han legado sumas para fomentar las buenas acciones o recompensar los buenos libros, y a causa de esto todos conocen sus nombres y hablan de ellos. Esto, ya ves, aguijonea; es agradable llegar a la gloria. Hubo un barón, no sé cuál, que excitó en su testamento a los cirujanos a perfeccionar la talla vesical. Bueno; pues desde este testamento se han inventado aparatos encantadores, hasta llenar con ellos una tienda; las gentes se dejan practicar la operación sin hacer la menor mueca; tan aprisa y tan delicadamente se va hoy en el día, que es un gusto. ¿No resulta eso lo bastante elocuente para excitar la emulación de un alma generosa? Vamos a ver, mi amigo: eres joven, es la edad en que se abrigan sentimientos generosos; expónme tu parecer en conciencia. Hay una enfermedad de la que quisiera librar al género humano: el reumatismo; sé lo que es porque tengo dos. ¿Puede haber más hermoso empleo de una fortuna que ofrecer, después de la muerte, algunos centenares de miles de francos al sabio laborioso que descubra el específico?¡Ah, joven, joven! ¡Cómo brillan tus ojos! ¡Qué bien está, amigo mío, interesarse por el género humano!

     Mi sobrino no tenía aire de interesarse en modo alguno por el género humano; antes bien parecía corrido y se olvidaba de fumar el cigarro, en vista de lo cual repuse para consolarle:

     -Mi pobre Anatolio: estoy aburrido. Nuestra fábrica de salazón de Cincinnati corre peligro. Me escribe mi corresponsal que el profesor Thickscull, de la Academia de los Hog-and-sevine-for-the-world, acaba de inventar una máquina capaz de echar abajo toda competencia. Todo se hace a vapor; es una pequeña obra maestra de elegancia y precisión. Los cerdos son empujados en fila hacia un conducto negro, a cuyo extremo un vaivén de grandes cuchillos los degüella uno a uno: dos minutos. Un pequeño trineo transporta al animal al cuarto del lavado: un minuto. Allí, unos cepillos mecánicos le rascan y bruñen como un par de botas: siete minutos. Otro trineo lo lleva al cuarto de recortar, en el cual unos grandes tajadores lo vacían y hacen cuartos: seis minutos. Lo izan dos poleas y van a depositarle, miembro por miembro, sobre capas de sal en un barril: tres minutos. Cierran el barril y parte en un ferrocarrilito: dos minutos. En todo, veintiún minutos para preparar un cerdo hasta el último detalle y enviarlo al almacén. Esto es admirable; ven mañana y te enseñaré los cortes y dibujos en mi gabinete. Thickscull va a ganarse tres millones de dólares; tendrá el suministro del ejército federal, y esto me veja: primero, por el honor, pues yo era el primer fabricante de tocino de la Unión americana, y luego por el dinero, pues los jamones me proporcionaban treinta mil libras de renta. Podría enviarle instrucciones a mi agente; es un hombre honrado, que no ha hecho quiebra mas que siete veces; pero, en fin, Thickscull podría untarle la pata, y yo necesitaría allá un hombre de mi devoción. Veinticinco horas para ir de aquí a Liverpool; doce días de Liverpool a Nueva York. Anatolio, ¿qué me dices? He pensado en ti.

     La cara de mi sobrino tomó un aspecto muy notable. Las dos comisuras de la boca se habían bajado como las de un sollo. Los ojos redondos, grandemente abiertos, parecían bolas de lotería, y en el reborde de sus cabellos tan bien rizados y lustrosos, dos gotas de sudor brillaban como perlas sobre su cutis rosado.

     -Tranquilízate, amigo mío; apruebo este noble ardor; pero es demasiado fogoso, y en los negocios no hay que precipitarse. Ya hablaremos de eso otro día. Entre tanto, dime a quién esperas hoy; he aquí un salón con todas las trazas de acabado de arreglar, en el comedor he visto una gran ponchera, y tu criado descolgaba ahora mismo toda suerte de tazas y cosas culinarias. ¿No estoy de más?

     -De ninguna manera, tío; os juro que no hay muchacho más ordenado que yo; sólo espero a unos amigos, todos muy bien; es mi día de recibo.



* * *

     En efecto, señor; mi sobrino tiene un día, lo mismo que una mujer bonita. Le miré mientras se movía por el cuarto y daba órdenes. A la verdad, ¿en qué difiere de una mujer bonita? Es menos bonito, helo ahí; mas, por lo demás, está a su nivel. Sus preocupaciones son casi las mismas; cuando ha reflexionado sobre su traje, su mobiliario, su pequeña representación de joven, se le han acabado ya las ideas. Tiene un armario entero lleno de botas y botines; durante dos años ha oscilado de Renard a Dusatoy, para fijarse en Renard, salvo volver a Dusatoy; respecto a los chalecos, dícese que es un genio; el primer cortador de Renard le respeta, y el bello joven ensayador que sirve de anuncio no está más orgulloso de su torso que lo está él del suyo. Fijábame en su negligé de soltero: pantalón bombacho, deliciosa americana de verano, chaleco parecido, y alrededor de su cuello, doblado expresamente, la más exquisita corbata malva.

     La barbilla está afeitada; pero las patillas, abundantes, están reunidas por el bigote, y el aire aburrido alterna en su rostro con el aire satisfecho de sí mismo. Las manos están cuidadas; los dedos, rosados, muestran una gruesa sortija, y de vez en cuando las levanta para hacer bajar la sangre. A veces, con un gesto maquinal, las lleva a su oreja, que es pequeña, o a su cuello postizo, obra maestra de gusto, de audacia, o bien a sus cabellos, graciosamente ondulados por encima de las sienes. Conoce su sonrisa; la atempera o la sostiene a igual distancia del descuido y del fastidio. Sabe inclinar su cuello, cruzar las piernas, apoyar la barbilla sobre la mano, sentarse en un sillón y escuchar o decir insulseces sin bostezar.

     ¡Qué amable sois, sobrino mío! ¡Y cuán poco tendríais que aprender si de repente, convertido en mujer y dama de salón, os vieseis obligado a peinaros a lo perro, a llevar trenzas postizas, a redondear una falda ahuecada y a revolveros con la mezcla requerida de agrado y de decencia, entre las carantoñas y las chácharas de una recepción!

     ¿En qué pasa el día? Se levanta a las nueve, se pone una bata, y el criado le trae el chocolate. Lee los periódicos, fuma cigarrillos, se despereza hasta las once y se viste. Esto es toda una operación. Ha hecho colocar en su gabinete tocador una gran mesa de siete pies de largo y ancha a proporción, con tres palanganas y no sé cuántas cajas, frascos y espejos. Tiene tres cepillos para la cabeza, uno para la barba, otro para el bigote, pinzas para depilar, barritas de cosmético para encolar los pelos recalcitrantes, pomadas, esencias, jabones; he entrado, y se hubiera dicho un arsenal; después de lo cual almuerza, vuelve a fumar, hojea una novela y hace algunas visitas.

     El año pasado terminó su carrera de Derecho; esto le ocupaba dos horas al día; arrastraba el grillete con aire aburrido; era el último eslabón de la cadena universitaria. Ahora está libre y se encuentra bien con no hacer nada ni tener que leer. Creo que ha echado un vistazo a la Vida de Jesús, para poder hablar del asunto y estar de moda.

     Su grande invención este año ha sido un puño de bastón; se llevó a casa Verdier una docena de cañas que me habían enviado del Brasil, y en cambio encargó ese puño de bastón que le ha valido una reputación en su mundo. Una vez, en los primeros días del verano, se unió a una veintena de jóvenes de su Círculo para salir juntos con chalecos blancos, americanas blancas, sombreros de copa blancos; esta expedición se puso de moda, y no quedó poco orgulloso de su audacia y de su éxito.

     A las cuatro se da una vuelta por el Bosque; su caballo es pasadero; es buen jinete y no hace mala figura. De ordinario come en el Círculo; lo más a menudo está en casa a media noche. Dos veces por semana va al teatro, prefiriendo el Palacio Real; otras dos veces, más o menos, va del bracero con una figuranta del teatro Lírico. Supe de él unas relaciones de seis meses con una modista. Eso es todo; es ordenado, como me decía hace poco; no tiene pasiones violentas, ni siquiera arrebato; casi todos los jóvenes son hoy así, moderados en todo, hasta en sus majaderías.

     Les da miedo el exceso; canalizan sus vicios; son burgueses que evitan aburrirse y más aún exponerse. La vanidad, que es el último resorte, les empuja aún; pero no muy lejos. Mi sobrino le da ramos a madomoiselle X...; pero no irá a Clichy(17) por ella. A sus ojos una mujer vale una mujer; el amor es agradable, como la cocina; al lado de un restaurante hay otros restaurantes. Cuando haya cenado, hasta que tenga los treinta años, pensará en el puchero, esto es, en el matrimonio. Una vez casado engordará siete meses cada doce en el campo. Habríase podido casarle al salir del colegio; nació maduro.

     ¿Para qué sirve? Por el diablo si se le ha ocurrido jamás la idea de aprender algo, de obrar por sí mismo y según su propio sentir. Que le hablen de un gran viaje, aun de placer; por ejemplo: de visitar Jerusalén o el Cairo; torcerá el gesto; en su fuero interno prefiere más ver una decoración de Sechán en la Ópera. Le envié a Londres y se sintió abrumado por la niebla y las visitas; le pareció que los teatros y casinos del lugar eran buenos para corredores de comercio, y se vino cuanto antes.

     Le gustan bastante las jiras de campo, la vida de quinta, y sale airoso, porque lleva guantes frescos y baila pasablemente; lo que le gusta son las comidas que sean exquisitas y amplias, y esas grandes sillas tumbadas en que se digiere tan cómodamente tomando el fresco y fumando un cigarro.

     A su edad, en materia de política y de literatura estábamos locos; yo he formado parte de una Sociedad para la regeneración del género humano, y a propósito de las Orientales, de Víctor Hugo, nos liábamos a puñetazos en el colegio. Él trata la literatura como el amor; eso hace pasar la velada, cuando no hay otra cosa; le conviene novelas divertidas, nada tristes ni difíciles de comprender; ha leído Madame Bovary; pero se guardará bien de volverla a leer. Si apareciese un Paul de Kock, a la moda del día, algo más limpio que el otro, las novelas que tendría sobre la mesa serían ésas. En cuanto a las teorías políticas, se fueron al agua en 1848; a su ver, las frases que se hacen sobre los negocios públicos no son más que un medio para pescar un empleo.

     Le hablado a veces de una carrera, y se resignará a ello si es menester como a una servidumbre; sea cual fuere, poco importa; únicamente no la querría fuera de París ni demasiado sujeta; desea tener sus noches, sus mañanas, su domingo, un día de asueto por semana, dos meses de vacaciones, y hace notar que digiere mal cuando se ve obligado a trabajar entre las horas de comer, de once a cinco.

     ¿Es eso sorprendente? Su educación entera ha tendido a estrecharle y disciplinarle. Ha hecho temas, versos latinos en el colegio hasta los veinte años; en una palabra, un oficio de ardilla en jaula; con sus camaradas miraba a través de los barrotes. Desde semejante lugar la vida parece un día de vacación, un paseo, por el bulevar con guantes y botas nuevos, entre muchas mujeres bonitas a quienes se puede mirar sin que el ayudante tenga nada que decir. En todo lo que se enseñaba, nada de aplicable; se trataba de aprender un manual para quedar libre, abierta la puerta, ha tirado la casaquilla griega y latina como un viejo sayal.

     Una vez en su casa su madre le ha tenido entre algodones y él se ha acostumbrado. Ningún trabajo ni esfuerzo se lo exigía; bastaba con que se presentase bien y no hiciese tonterías costosas. «No vuelvas demasiado tarde; ponte bien la corbata.» He ahí, a lo que creo, todos los principios que le han imbuido.

     Por vía de ejemplo ha visto a su padre y a los amigos de su padre manejarse lo mejor posible, pensar en su fortuna, refinar su bienestar, calcular el precio y el aliciente de una casa de campo, de un mobiliario, de una comida, y hace como ellos; es un animal de corral. ¿Se puede ser de otra manera cuando se ha nacido en un corral? Hace convenientemente la rueda; es el único deber de un pavo; ¿es justo pedirle mejor o pedirle más?

     Comparaba hace poco sus gustos, sus ocupaciones, sus ideas con las de una linda burguesa; en efecto, tiene, la educación de una muchacha burguesa. Ha aprendido el latín, como ella el piano, y eso se equivale, pues tan mecánico es lo uno como lo otro. Ha estado en el colegio, como ella en el convento; ha mirado como ella a través de las rendijas de la puerta, y ambos se han representado el mundo como un día de salida, en que se llevan guantes claros y se comen merengues de fresa. Sus padres le han inducido, lo mismo que a ella, a respetar las conveniencias, a huir de la brillantez, a temer el esfuerzo, a estimar los buenos bocados, y piensa en una colocación, como ella piensa en un marido; la colocación y el marido son medios para figurar y divertirse, todo sin trabajo. A eso se atienen uno y otra; si algo pasa en sus sueños, es un coche, una quinta cómoda y bonita. Ambos se imaginan como dicha suprema el placer de ir al bosque con un carruaje nuevo. Quizá la mujer tiene en el fondo de la mollera alguna exigencia más, pues a título de mujer tiene nervios, y doncella ha estado enclaustrada hasta el casamiento; pero, en suma, les coloca al mismo nivel; son los matrimonios modernos un par de volátiles sobre una percha.



* * *

     Tres campanillazos. Son los amigos de mi sobrino que llegan del Círculo. Presentaciones; como no tengo el aire pedantesco, nos ponemos pronto a hablar libremente. El ponche ayuda a ello, y mi sobrino se acuesta a las dos de la mañana; soy yo quien le desarregla.

     El primero es un vizconde de veintiocho años, de una buena familia del Franco Condado; pero ¡qué familia! Un padre, dos hijas, una tía, un aya. No vienen nunca a París, ni siquiera van a Besançon. El padre se pasa la vida paseando, inspeccionando sus propiedades, comiendo y calentándose al amor de la lumbre. Es tan perezoso de espíritu que ni siquiera lee el diario; es menester que se lo lea el aya; la cabeza sólida de la familia es ella. Ni dibujo ni música; ortografía, cálculo, y lo demás de una instrucción primaria. Como recreo, las jóvenes bordan ante la ventana; el aya traza los patrones. Nada de libros. Con este oficio se los ha atragantado el campo, y quieren casarse; pero con dos condiciones: el futuro será buen católico y vivirá en una villa. El padre quiere, además, que sea noble y acepte como dote siete mil francos; no se ha encontrado.

     Para distraerse hacen canastillas para los niños pobres o confeccionan docenas de gorritos perfectos. Han venido las pullitas, y es menester que el aya sirva de tapón entre la tía y el padre, entre las hijas y la tía, entre el padre y las hijas. Añadid a eso la devoción y las prácticas. Como las ideas faltaban en absoluto, han brotado los escrúpulos a manera de cardos en barbecho. Han encontrado demasiado indulgente a su cura y plantean por carta a los teólogos de Besangon casos de conciencia. Por ejemplo, han querido saber si le era permitido al cura permitirles el pescado en la colación de Cuaresma; se les ha respondido que San Alfonso de Ligorio autorizaba los pescaditos fritos.

     Mi joven se divierte por ellas; no vuelve nunca al redil hasta septiembre, en tiempo de la caza. Ha sido agregado de embajada y ha hecho estragos en las pequeñas cortes de Alemania entre las canonesas; después ha recorrido Europa y hecho un curso de galantería comparada; por fin, aburrido, se ha dejado caer más bajo. En este concepto su erudición es universal; se vanagloria de ello y da detalles precisos. Todo eso con una soltura amable y el más lindo flujo de palabras; su vanidad no tiene nada de envarada; en esta parte es superior a los burgueses, que cuando presumen de un talento le prestan una atención y pretensiones de autor. Dice que ahora se ha fijado en París, que no vale la pena de irse tan lejos, que aquí se importan las primicias extranjeras, y que en punto a la salsa, sólo aquí se la encuentra.

     Un hijo de banquero. Este año, durante dos meses, los beneficios han sido de catorce por ciento; esas son las noticias que desde la edad de ocho años oye comentar en la comida y en el almuerzo. Hace seis meses su padre, enterado de que un pobre diablo de inventor estaba perseguido por deudas, le compra los títulos, se convierte en su acreedor único y se apodera de la patente por un pedazo de pan; se trataba de un medio para evitar los escapes de gas. Hecho esto, sube al coche, corre por las oficinas, habla a las gentes poderosas, da propinas a los subalternos útiles, obtiene la aplicación de su procedimiento en todas las Administraciones. Ganará trescientos mil francos.

     -¿Y el inventor?

     -¡Oh! Hará otra invención; esas gentes son como los topos; tapadles el agujero; practican otro, y aun sois vos a quien le cabe el mérito del segundo agujero.

     En el fondo de su corazón admiraba la sagacidad paterna; pero a condición de aprovecharse. Yo le decía que en América un padre tiene derecho a desheredar a su hijo hasta el último centavo, y eso le ha parecido monstruoso.

     -¡Pero esas gentes son salvajes! ¡Cómo! ¿Podría yo tener caballos, botas de charol, y podría mi padre, a voluntad, hacer de mí un cagatintas, un pelagatos? ¿Por qué no en seguida un aguador, un mandadero?

     Le he apretado y he visto que a sus ojos los hijos son propietarios de los padres y que harto hacen con dejarles que vivan. Es pesado de carne y de sangre y no de raza fina como el otro. Trata a las mujeres como caballos y a los caballos como mujeres. Es para realzarse; la manaza de su abuelo, el tratante en bueyes, perforaba su guante amarillo y sale a su través.

     Un joven fiscal sustituto, destinado desde hace un año a Bourganeuf. Dos mil francos de renta y mil doscientos francos de sueldo. Ha venido a desenmohecerse ocho días en París; pero sin entusiasmo. Es un muchacho reposado. Se sienta tres horas en la Audiencia, cuatro veces por semana, y el resto del tiempo se pasea, lee una novela, se ocupa de fotografía. Se halla allá con su familia, y por eso tuvo que esperar tanto a ser nombrado; quería volver a Bourganeuf o las cercanías; meterse de nuevo en la concha. Ninguna ambición; ascenderá lentamente; será juez a los cuarenta años, presidente de Tribunal a los cincuenta. Se casará bien; la magistratura da derecho a dotes convenientes; se verá considerado; comerá a menudo y delicadamente; no aspira a más; le gusta la tranquilidad, es un hombre disecado. ¿Disecado o mimado, qué valdría más para Anatolio?



* * *

     Disecado. Al cabo de ocho días de reflexión es mi respuesta; con esta tela moderna no hay para hacer vividores. Mi sobrino entrará el mes próximo como supernumerario en el ministerio de Hacienda; cortará plumas cinco horas al día, pensará en llegar a subjefe, soñará con un día de asueto y estará a la altura de su siglo.





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Capítulo XI

En la Embajada

     Hoy es día de gran recepción; el embajador se ha trasladado a otro palacio y da una fiesta.

     Gran patio enarenado, que sale a dos calles; los coches entran por una y salen por otra, y no hay hacinamiento. Se le ha llenado de cajones con naranjos y laureles. Coraceros soberbios, a pie y a caballo, están apostados por grupos en la entrada y en los ángulos. La luz hace refulgir el acero bruñido de las corazas y se pierde en el verdor de las hojas; encima, el cielo sin luna extiende su tienda negra, bordada de estrellas.

     A la izquierda, en medio de la semiobscuridad atravesada por relámpagos, se abre la grande escalera, ensanchando su doble espiral, sus pasamanos de hierro labrados, sus cinceladuras delicadas y grandiosas, en el gusto del siglo XVIII. Flores de estufa, yaros de raso, cactus de púrpura surcados de estambres temblorosos suben en andamiadas a lo largo de los peldaños, y las orquídeas extrañas, las plantas descabelladas entrelazan caprichosamente los torcidos sinuosos de sus fibrillas y sus racimos. Las arañas multiplicadas relumbran con todas sus girándulas; lacayos galoneados formados en tres filas permanecen en la entrada con hachones de cera.

     Van subiendo mujeres engalanadas y se ve desplegarse al azar en los tramos la magnífica parada del moaré lustrado cuyas quebraduras resplandecen de la seda joyante y opulenta, de los encajes que baten como alas de libélula, de los diamantes que lanzan un centelleo de chispas, de hombros blancos en que se estremece la vida, de las nucas delicadas que se vuelven bajo una profusión de cabellos rizados, entre los destellos de la peineta de oro. Al salir de las calles frías y negras de los barrios viejos se cree entrar en una hornaza de luz.

     Ha tenido el talento de no echar a perder su palacio por manos de un tapicero moderno. Nada de baratijas en esta galería que sirve de entrada, en esos altos salones que se alargan en fila; las paredes, tapizadas de seda roja o amarilla, tienen toda su anchura y su grande aire no queda deslucido por los cuadros modernos, tan atormentados, tan minuciosos, de una sentimentalidad o de un efecto pintoresco tan buscado y atrapado con tanto trabajo.

     Hasta ha excluido de su casa las lindas pinturas amaneradas del siglo XVIII. Se hizo una galería en Italia, en Florencia, y toda su galería está aquí, pero no amontonada como un museo; está dispuesta conforme las habitaciones; las habitaciones no están dispuestas conforme a ella. Grandes desnudos, un torso valientemente marcado, una rodilla, un hombro opulento salen de las tintas anegadas o de las negruras profundas; a derecha e izquierda se siente un pueblo de personajes viriles que viven sordamente, prolongados más allá de la tumba por el soplo de su gran siglo.

     Una Erigona del Carraccio avanza sobre un carro tirado por tigres; las redondeces de su cuello y de su vacío plegado nadan en una sombra transparente; su mejilla empurpurada, su bella sonrisa, irradian entre las rojeces sombrías de los ropajes bajo los brazos desnudos y los cuerpecillos retozones de los amorcillos que revolotean por el aire con coronas de oro.

     Anchas chimeneas de mármol blanco llamean de trecho en trecho entre filas de lacayos, de suizos rojos, de cazadores verdes y galoneados, de ujieres graves que llevan su cadena de plata sobre su frac negro. Los grupos desfilan por la galería: generales, trajes de etiqueta, oficiales húngaros, diplomáticos llenos de bordados, marinos galoneados, uniformes de toda nación sembrados de placas. Las colas de las faldas arrastran y susurran sobre las alfombras; la galería es tan grande que las damas se espacian sin rozarse; pueden mostrar sus redondeces y desenvolver sus pliegues; su frescura está aún intacta, los semblantes tienen todas sus sonrisas; se puede seguir la ondulación de un talle que se inclina, la forma esbelta de un busto y de un brazo perfilados a distancia sobre la tapicería, el movimiento suelto de un grupo que se hace o se deshace. ¡Felices lacayos que no van más lejos! ¡Yo, desgraciado de mí, tengo que entrar!



* * *

     Una estufa, un amontonamiento de cabezas apretadas, en desorden, que tratan de removerse y gestean pacientemente la misma sonrisa. ¿Dónde están los cuerpos? y, sobre todo -¡gran Dios!-, ¿qué va a ser de lo de detrás cargado de ropas? Esto sería demasiado exigir; no hay que inquietarse mas que por la cabeza; en cuanto ha pasado sigue lo demás, primero un brazo, después otro, después el busto; el resto es comprensible.

     ¿Habéis visto nunca una barraquita de hortelano? Los ajos, las zanahorias, los nabos están sobre maderos agujereados; por los agujeros pasan las colas vegetales, lo cual ocasiona por debajo del madero un entreveramiento inextricable y grotesco; lo importante es que por encima del madero no se topen las cabezas. Tal es la fiel imagen de una recepción de embajada.

     Estufa y papilla. Cada cuarto de hora se espera la papilla; la doble puerta abierta vierte un nuevo líquido humano, que se mezcla con el resto, entre giros y remolinos. Se le ve avanzar lentamente como un aceite, y cada oleada avanza con más lentitud que la precedente.

     Las once. Ya está hecho el engrudo; ya nada corre más; los dos primeros salones han llegado a este estado de las pastas viscosas en que se queda derecha una cuchara que se hunda en ellas; imposible avanzar ni retroceder. Cortésmente, discretamente, como quien hunde una cuña entre dos trozos de madera, se trata de empujar con los codos. Los rostros naturales se alteran y los rostros pintados se deshacen.

     ¡Señor Dios mío! Vos que sacasteis a los jóvenes hebreos de la hornaza ardiente, ves que libráis a vuestros elegidos del áspid y el basilisco, ¡yo os doy gracias! No me habéis hecho mujer y ninguna cola tengo que proteger más que la de mi frac, que es corta. Por un don particular de vuestra misericordia soy flaco, y ningún codo puede entrar cómodamente en mí como en una almohada. Me habéis conducido a América, donde he criado cerdos, lo cual me ha consolidado los músculos, y mis hombros pueden sin demasiado sufrimiento soportar la presión de mis vecinos. Por una dispensa especial de vuestra providencia no tengo ni callos ni juanetes; hasta ahora no me han pisado más que tres veces, y gracias a Dios no ha sido en el meñique, sino en el dedo gordo, que es resistente. No he comido con exceso y no temo la apoplejía. ¡Gracias os sean dadas, Señor, por tantos favores gratuitos! Sentiré quebrantamiento; pero no me cabrá la suerte lamentable de ese general gordo que se pone encendido y va a reventar.

     ¿Qué podría yo hacer para estarme ocupado en espera de que esta liga comience a derretirse? Dispongo aún de bastante espacio para sacar mi reloj y ver la hora; contemos los saludos del embajador. Un saludo por segundo; esto es, sesenta por minuto, tres mil seiscientos por hora, catorce mil para una reunión de cuatro horas. Cobra doscientos cincuenta mil francos por año, y creo se los gana.

     Ahora mismo he podido llegar hasta él y le he dicho estrechándole la mano:

     -Señor embajador, os ofrezco mis homenajes.

     -Ofrecedme cuantos queráis, mi querido amigo; pero me gustaría mucho más una silla.

     Me he llevado la mano al corazón con una mirada de piedad respetuosa y después he mirado sus pies; lleva botas nuevas. ¡Dios mío, ordenad que su zapatero tenga la costumbre de hacer las botas anchas!

     Zambullo a la derecha, zambullo a la izquierda, la embajadora y su hija a la entrada del segundo salón hacen como él. Si alguna vez llego a ser embajador, mi secretario general y muchos de mis agregados deberán medir cinco pies seis pulgadas, ser membrudos, casarse con mujeres vigorosas, alimentadas copiosamente e imponerlas anchas envergaduras de faldas. Tres de entre ellos estarán siempre a mi alrededor en las recepciones, y sus mujeres alrededor de mi mujer; esto formará muralla. Por la mañana tomaré un baño frío y me haré dar masaje; a la mesa no comeré mas que chuletas, y habrá para mí, al salir de mis salones, una cama calentada, una botella de Burdeos y muchos biftecs bien tiernos.

     El vaso demasiado lleno rebosa insensiblemente hacia el lado del tercer salón, y se avanza, palpándose los miembros; tengo todos los míos, a Dios gracias. He hecho todos mis saludos, y diviso el puerto, una antesala de escape, una especie de gabinete de vuelta que da a la galería de entrada, con un alféizar de ventana y un buen sillón oculto detrás de las cortinas. Toda la procesión pasará por allí; conozco bien ese excelente sillón, y por un milagro del Cielo está libre.

     El que ha inventado los sillones merece un altar; no he tenido otra idea durante un cuarto de hora. Mi segunda idea es que en este momento soy, sin dificultad, el hombre más dichoso de los cinco salones; príncipes, mariscales, mujeres hermosas, no me llegan a la suela de los zapatos. Mi tercera idea es que he salvado mis lentes. Miremos un poco a esos pobres diablos.



* * *

     Tres jóvenes oficiales ingleses, de pantalón blanco y casaca roja. Dos tienen el aire más distinguido y se muestran perfectamente dignos y tranquilos. El tercero, bobalicón, es una mecánica de palastro barnizado, de patas articuladas que arrastran.

     Lady Bracebridge (cambio los nombres), cuarenta y cinco años, ancha y escotada hasta hacer estremecer; traje de seda punzó; la cara del color de su traje; majestuosa; es un monumento; se prohíbe, etc. Su hija, zamborondona, trasijada, abombada, parece hallarse encinta por delante y por detrás.

     Un general prusiano, cosido de cruces, corto, grueso, purpúreo; sus ojos blancos de langosta cocida forman saliente en el rojo universal de su cara apoplética; arrastra a su mujer, y hasta el segundo salón hablan tan alto como en la fonda.

     El marqués de Ricciardi; avaro conocido; con un millón de renta, presta sobre prendas, por semana; largo, amarillento, los labios contraídos, trabajado por dentro como por un cólico continuo.

     Míster Harris Braggs, ciudadano de los Estados Unidos. «¡Ah! ¿Conque habéis vivido en los Estados Unidos? Bueno; entonces podréis darnos testimonio de que somos en el mundo la única nación joven y que tenga porvenir; en tres años acabamos de matarnos quinientos mil hombres.»

     El conde Borodunoff, hombre rudo, cuadrado, barbudo, hecho al frío, que ha comido cordero cocido en su lana y dormido en su capa bajo la escarcha de las montañas de Persia; hay mucho de aurochs y de oso en esos temperamentos rusos; como conversación, dicharachos del siglo XV y semiinsulseces a las señoras. Su hija, blanca, fría, inmóvil, una sólida estatua de nieve, no tiene en la cabeza mas que los trapos y moños; contraste extraño: sobre este salvajismo primitivo no arraiga ninguna cultura, salvo la frivolidad parisiense.

     B..., académico llegado por los banquetes; el estómago es la ruta del corazón. Piernas de ciervo, ojos y cráneo de buitre calvo; nadie sube asiduamente las escaleras, ni adivina más pronto, por la catadura de los criados, si hay que insistir, si el dueño está verdaderamente visible. Por fin tiene su uniforme verde, está contento, puede predicar a otro, oficialmente, la moral. Al presente no tiene mas que una espina: su mujer, una lechuza plumada que anda a su lado, nariz al viento, escotada, mostrando su clavícula.

     Madame d'Arbés. He hablado con ella cinco o seis veces y nunca la miro sin placer. Es el tipo más acabado de mujer, de francesa y de mujer de mundo. Ninguna galantería; no le queda tiempo para tener vicios; toda su savia es consumida por el chisporroteo de los sesos. ¿Os habéis detenido nunca ante una pajarera, en el campo, para observar las ideas de un jilguero que salta, que arrulla, que come, que no está cansado nunca, que vive en el aire, que tiene ciento veinte ganas y hace sesenta acciones por minuto? «¡Oh, qué bien se está en la caña de arriba! ¡No, mejor se está en la caña de abajo! Mis plumas del vientre no están bien alisadas. Tengo hambre, comamos un grano de mijo. No; será mejor una migajita de pan. No; un sorbito de agua me refrescaría. Un pequeño aletazo para estirarme los músculos. ¡Hop, hop, hop! Un trino para aclararme el gaznate. ¡Cuic, cuic, cuic! ¡Hola! Una mosca que vuela. ¡Si pudiese atraparla! ¡Hete un rayo de sol que pasa! ¡Si corriera cerca! ¡Pío, pío, pío! ¡Oh, qué lindos pies tengo yo! ¡Tralará, tralará!, estoy contento de vivir. ¿Qué hace el sol allá arriba? Debe aburrirse por no ir más aprisa. Ciertamente no hay en el mundo jilguero más lindo que yo!»

     Cambiad las palabras: poned trajes, comidas, conciertos en los lugares convenientes y tendréis el zafarrancho que se arma en esa linda cabeza. El meollo lanza incesantemente voluntades en todos los nervios, pequeñas voluntades cortas que pasan a ejecución en el momento mismo, y al punto son expulsadas o atravesadas por otras. Los ojos brillan, las flores del tocado danzan, el talle palpita, las manos tienen cien pequeños movimientos, la voz vibra; jamás descanso. Va a cuatro soirées la misma noche, y cuando vuelve a casa, los bailes del día siguiente zumban como un enjambre dejado en su cabeza. Siempre sonrisas, y no artificiales; es dichosa; lo será mientras se haga revolotear ante ella quinientos pelendengues por hora, salones adornados, arañas, traje de seda, hombres con condecoraciones, cantantes ritornelos, equipos de caza, todo lo que gustéis, mientras todo brille y sea nuevo. Ha nacido en un estado de excitación, y moriría si estuviese tranquila.

     ¿Hay que enfadarse por ello? La máquina, construida y equilibrada de cierta manera, sólo obra conforme a su construcción y a su equilibrio. A veces es una linda obra de filigrana, en la que unas agujas eléctricas, montadas sobre un fino eje, se bambolean a la menor variación del calor o del aire; ¿qué puede salir de ella mas que un centelleo de chispas? Por el contrario, una mecánica de huesos sólidos y de carnes biliosas, escuadrada a grandes golpes, no obra más que por lentas y fuertes presiones persistentes.

     El obispo de Cartago. Ha sido tenido por demasiado inteligente y se quedó por demasiado largo tiempo de vicario general. Le vigilaban sus menores palabras. No tenemos ideas de las trapacería y de las miserias eclesiásticas. Resignado, replegado, amortiguado, borroso, entristecido, agobiado, pasa con una sonrisa prudente y taciturna.

     Muchos artistas y literatos. Demasiado trabajo y demasiados placeres; París es una estufa sobrecalentada, aromática y apestada, de terruño acre y concentrado, que quema o endurece al hombre. ¡Cuántos de sus compañeros han muerto en el camino! La mayor parte de los que subsisten están enfermos o agitados, vecinos a la impotencia, o reducidos, para guardar la fuerza de producir, a secuestrarse, a privarse de los afectos y de las preocupaciones naturales. Algunos han recurrido a los excitantes; otros han caído en la exageración mecánica, se copian, se hacen una manera, llevan más al extremo de año en año la salida de su talento, hacen de él una especie de mueca. El público está estragado y hay que gritar demasiado alto para que escuche.

     Cada artista es como un charlatán a quien la competencia demasiado áspera obliga a forzar la voz. Contad aún con la necesidad de presentarse en el mundo, granjearse amigos y protectores, lanzar el reclamo, vender y empujar su obra, ganar siempre más para bastar a las exigencias de los hijos, de las mujeres y de las queridas, de las necesidades que crecen. Un traje cuesta setecientos francos y se lleva cuatro veces. Mi hija va para los veinte años; ¿cómo hacerla una dote y encontrar un yerno? Dos o tres temperamentos se han bronceado como los de los generales de Napoleón, y hay cabezas francamente dibujadas, de un color sólido, de las que se harían medallas.

     En cambio, en esta baraúnda enorme, cada talento puede encontrar la nutrición que le conviene. Balzac tenía mucha razón en gustar de ese gran estercolero en que, al lado de todas las excrecencias, brotan todos los tipos. Un místico encuentra una docena de místicos, y llega hasta el cabo de su misticismo. Un colorista vive con coloristas y lleva la frase descriptiva tan lejos como puede ir. Un amante de las líneas puede oír siete veces por semana conversaciones etruscas. Un especulativo, un pagano practicante, no se ve retenido, como en Ginebra, en Oxford, en Florencia, por la obligación de llevar un traje religioso o político. Cada uno escoge los libros, las amistades, las opiniones, la conducta que se conforman con su instinto, y el instinto así sostenido alcanza toda su talla.

     Aquí solamente es donde se encuentran cortesanos, intrigantes, maníacos, políticos, héroes, trabajadores, cada uno completo y acabado en su género. En una capa de tierra grasa y podrida, infinitamente compleja, incesantemente renovada y removida, en la que cien mil laboratorios y veinte cloacas hubiesen vertido sus detritos y sus residuos, se harían crecer semejantemente coles monstruosas, calabazas abolladas de excrecencias gigantescas, piñas de América divinas, rosas embriagadoras, espárragos en el mes de enero, dalias azules, ¿yo qué sé?, y no habría más curioso jardín para un botánico.

     Pero las infatuaciones son tan grandes como las energías. Adquieren el exterior de cortesía y de modestia convenientes; pero, en suma, en el fondo del corazón y por efecto de las camarillas cada amor propio se hace colosal. El hombre está encerrado sólidamente en la ilusión que se ha forjado, y jamás saldrá de ella, porque emplea todo su esfuerzo en expresarla. Siempre, después de una discusión sobre lo bello, sobre las artes, un artista deja entrever más o menos a su amigo que es de igual parecer que él: «¿Ves tú? En materia de arte no hay mas que tú y yo, y aun ¿tú?»

     La duquesa de Krasnoe, rusa; la Diana de Táurida, hermosa y alta como una hija de Júpiter; pálida y blanca con una blancura de nieve; los ojos de un azul pálido, bajo cabellos de seda pálida; un traje azul bordado de cisne deja adivinar el más admirable seno, y los brazos de mármol se despliegan a los dos lados de un talle tan esbelto como fuertes son ellos. Anda sin parecer verlo, con una seriedad de reina, los ojos abiertos y tranquilos como los de una estatua. Casi dan ganas de hincar la rodilla.

     Una oleada de personajes graves, consejeros de Estado, directores generales, prefectos, académicos, altos funcionarios de veinte o veinticinco mil francos de sueldo. Les han sido menester treinta años de trabajo y de visitas para llegar ahí. Últimamente he visto en su casa a media docena; en todas partes el mismo interior: un tercer piso en la calle de los Mathurins o en la callo Montaigne, dos criadas, un criadito, el mismo salón con fundas bordadas, el mismo armario dorado en la entreventana, la misma ostentación obligada de un semilujo frío, vulgar y decente, la misma vida estrecha y llena de pretensiones. La paga es demasiado pequeña, se la come por entero, y se está obligado para llegar a la jubilación a gastarse hasta la cuerda.

     Ningún reposo, salvo el mundo que fatiga, y de vez en cuando un viaje a las aguas, que cuesta demasiado caro. Siempre estirones entre la representación necesaria y la economía precisa; ¿cuál escoger? El presupuesto, tan crecido, es demasiado pequeño; a causa de la multitud de funcionarios, se le desmigaja; cada uno está a ración; es menester que cada uno viva mezquinamente para que todo el mundo viva. Los semblantes se parecen: amarillos, huecos, estirados o hinchados de mala grasa; el aire de las oficinas es malsano; el de los salones, más aún. Aquí ríen, saludan, tratan de tener un aire brillante o amable; pero el efecto general es el de una batahola de monos, de viejos monos trajeados, fatigados, ajados, que han padecido demasiado. El desgaste se ha efectuado aún por otro lado. Al punto que se les conoce algo y no tienen ya miedo a comprometerse, dan sin dificultad en la chirinda; escuchan y cuentan historias de joven; se ve que han sacudido los jaeces; el estudiante se despierta bajo el burgués. «¡Aquel tiempo sí que era bueno!» «¿Pero es que ha pasado del todo?» Responden con una sonrisa despabilado. La moral francesa es clara: guardo las conveniencias, permanezco hombre de honor, soy bueno para los que me rodean, trabajo; con eso hay bastante; París es discreto, cómodo, y no quiero hacer el tonto.

     Uno de ellos iba más lejos aún. «Estoy enamorado cinco minutos.» «¡Oh! -responde el vecino-, es demasiado poco; hay que tener un plato de base, comparar, volver; un hombre de mundo come en su casa y come fuera.»

     ¿Qué vienen a buscar aquí? Porque no se conversa mucho, hace demasiado calor, se ahoga uno entre la multitud, el tocado de la mujer queda perdido. Encuentro para esas bataholas y esas exhibiciones las razones siguientes:

     Hay hijas por casar, y se las muestra.

     Algunos jóvenes piensan también en un buen casamiento.

     Hay mujeres a quienes sólo se las puede cortejar allí.

     Se viene a señalar su puesto y demostrarle a otro que también se pertenece al gran mundo.

     En rigor, es un club; es un montante de puerta de negocios.

     Las señoras jóvenes, y aun las viejas, se aburren horriblemente por las noches, tope a tope con sus maridos. La turba es pueblo, aun entre los grandes, los ricos. Les es menester cambio, diversión, movimiento, como a los mancebos peluqueros y a las modistas que van por las noches a los bailes del barrio Latino.

     Yo mismo, que les critico, ¿por qué estoy con ellos? He obrado mecánicamente, he seguido la muchedumbre; no he tenido la cordura de bastarme esta noche solo en mi cuarto. ¿He sentido placer? Al cabo de un deslumbramiento de cinco minutos, ¿qué he visto sino una procesión de codos puntiagudos y continentes forzados? A la verdad, se me ofrecía más bello espectáculo cuando al atardecer, en América, al son del cuerno, veía hormiguear entre los árboles los solomos redondos de mis cerdos; cuando los rayos oblicuos, iluminando las profundidades del verdor, mostraban sobre el musgo y entre las bellotas el zipizape de los alegres bribones, ahítos por una jornada llena; cuando sus gritos, como quinientas gaitas, ascendían en medio de los gañidos de los papagayos, y mi viejo bosque entero se agitaba y relumbraba con miríadas de resplandores y la ondulación de su eterno murmullo.

     No hay que comprobar demasiado sus placeres.



* * *

     He aquí el balance de mi última noche en la Ópera; he contado en una columna mis sensaciones agradables y en otra columna mis sensaciones desagradables:     

DEBE HABER
Francos Francos
     Bonito rondó pastoral,   1
     Dúo de pasión del segundo acto   1,5
     Gresca del final 0,75
     Armonía sabia del sexteto 0,25
     Vista de Mesina en el tercer acto   3
     Tenor gordo, pavo enfático 1,25
     La prima donna está montada demasiado alto sobre patas, y chilla  

0,50

     Incomparable bestialidad de los comparsas vestidos de señores  
1
     Las figurantas son peores 1,50
     Buena orquesta, pero demasiado ruidosa 2,25
     Patas demasiado flacas de las bailarinas 1,50
     Brazos descarnados; se desearía ofrecerles biftecs 1
     Sonrisas de muñecas mecánicas y tristes 2
     Protagonista, piernas y cabeza vistas de cara 3
     El mismo protagonista, de perfil 2
     El primer bailarín, angora, peludo, insípido hasta hacerle desmayar a cualquiera
2
     Entreactos 3
     Vecinos gruñones 1
     Lindas muchachas frescas en el proscenio de la derecha 5
17,75 15,8

     Balance de mi operación: dos francos, y además diez francos por mi sillón de orquesta. Total: doce francos de pérdida seca.

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