Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Capítulo XVI

Una boda

- I -

     Son las diez; la novia está vestida y ha ocupado su puesto con su madre en la puerta del gran salón; ya están allí dos o tres parientes cercanos; los lacayos se han puesto los guantes y se hallan prontos a anunciar.

     Conozco la casa; la han vuelto toda de arriba abajo; era menester arreglarla; dos días de tapiceros, compras de cortinajes, alquiler de muebles; se han metido los trastos viejos en las alcobas y los armarios. El saloncito ha sido refrescado; el gabinete del padre, transformado en tercer salón; han sido entregados a la circulación dos dormitorios; las camas, cubiertas de sedas tiernas, producen buen efecto con sus trajes de encajes. Los sillones son muelles; los hay en los rincones obscuros; podré bostezar a mis anchas.

     La instalación es correcta y completa. Aparte de esto, un gentil casamiento; veintiocho mil francos de renta para empezar, otro tanto en lo por venir; buena casa, buenas relaciones; es burguesía rica; el novio monta bien a caballo, posee una gran barba, tiene tierras en el Perche, es ya del Consejo general y piensa en la diputación; sus saludos son perfectos; forma con el suegro la retaguardia y recibe a los hombres; imposible mostrarse más conveniente; cada diez minutos va a decirle una palabra a la joven; ni demasiado presuroso ni demasiado rígido. Su brazo está presto, su espinazo redondeado, su boca sonriente; va a conducir a las señoras al saloncito donde el notario, rosado y majestuoso, con su pasante tieso como un figurín de modas, ofrecen la pluma para la firma del contrato.

     Se oyen rodar los coches, y de pronto pararse en seco. Rodaduras sobre rodaduras, débiles primero, después crecientes, después atravesadas y redondeadas por otras; después, todo una batahola. Los cristales se estremecen, los cocheros gritan; los adoquines lucientes lanzan extraños reflejos, y en la gran negrura de la calle, los mecheros de gas alargan como penachos sus claridades vacilantes. Las mujeres, encapuzadas, entran y suben, restableciendo la redondez de sus faldas; llegadas a la antesala, se inspeccionan en el espejo; después, de pronto, como a una orden, toman el aire de parada.

     Cada una el suyo. Madame S... busca la sonrisa sencilla. Madame de B... se adelanta, soplante y resplandeciente, con ondulaciones mesuradas, como al compás de una marcha. Luisita D... se desliza, delgada e inquieta, al abrigo del sólido baluarte, del bastión viviente que encuentra en su madre. Algunas tienen el aire de ir al asalto, otras parecen soldados que hacen su entrada después de la victoria. Con unos buenos ojos se discerniría en esta actitud todo su carácter.

     Cumplidos y abrazos hasta lo infinito. La novia y su madre dan a cada minuto la gran zambullida en sus faldas. Los salones se llenan; los hombros satinados se aprietan sobre el terciopelo de los sofás; las flores de los tocados se agitan en los movimientos de las cabezas; un ligero rumor continuo, una especie de cuchicheo universal, corto, acompañado por los rozamientos de los trajes; los hombres graves, con cordones y placas, empiezan a circular con el gesto de severidad y resignación que conviene a su categoría y a su edad.

     El futuro y su suegro dicen por nonagésima vez: «¡Qué amable habéis sido en venir!» El futuro oye decir por nonagésima vez: «¡Os felicito, querido. ¡Sois un feliz mortal!» Apretones de manos, acentos de corazón. Se oye crujir en la vecina sala la pluma del notario. Las buenas amigas se deslizan en el segundo dormitorio, el que está tapizado de rosa, y contemplan el estuche colocado sobre un terciopelo blanco. Aumenta el calor y pienso en los helados.

     El padre canta interiormente este monólogo: «Son mil quinientos francos para la soirée y la comida; mis botas me están algo estrechas, y pasaría más agradablemente la noche en el Círculo. Pero esto es un día de revista. Es necesario para mi representación. Enseño a mis amigos; hay aquí tres grandes cruces, diez comendadores, un mariscal de Francia, dos primeros presidentes, una decena de condes y marqueses auténticos. Todo eso va al aporte de mi hija; soy un hombre de posición, doy la prueba de ello; cuando mi yerno necesite un empleo, cuando yo tenga ganas de ver mi nombre en el Monitor, si deseo llegar a ser administrador de una Compañía, las cosas buenas correrán, naturalmente, de mi parte; el agua va siempre al río.»

     Pequeños solos intermitentes de la madre: «Juana va demasiado apretada. ¡Dios mío!, se olvida de mostrarse afectuosa con la presidenta; la encuentra el aire de una harpía agria; Juana, corazoncito mío, se trata de la elección de tu marido. Los helados no llegan. Juana, te has roto el guante. Esa lámpara va a apagarse. Juana, no tienes el aire bastante contento. Juana, tienes el aire demasiado contento. Mi traje va a reventar por la espalda.»

     Coro general de las muchachas sotto voce: «Preferiría mejor un rubio.» «Yo, desde luego, no me atrevería a hablarle así a mi futuro.» «Le sienta muy bien la cinta roja.» «Sólo hay uno, mi hermano, que tenga tres: roja, amarilla y mezcladas» «¿Firmará la primera? Eso trae suerte; dicen que entonces una es señora en su casa.» «¡Ah, Dios mío! Verdaderos diamantes; ¡qué bella crucecita, qué lindos pendientes antiguos!» «Tiene buen talle, pero prefiero el matiz de mis cabellos.» «El gris perla es bonito; pero eran menester bullones en las mangas.» «¿Recibirá el jueves?» «Juana, querida mía, te abrazo como te amo!»



- II -     Soy un viejo amigo; Juana me ha presentado a su marido; yo la veía hacer. No se puede ser más parisiense y mujer de mundo.

     Eso es innato en ella, y la educación la ha acabado comprimiéndola y excitándola a la vez. La más bonita actitud de un caballo de precio es cuanto relincha y se encabrita suavemente bajo las riendas.

     Una mezcla exquisita de modestia y de aplomo. No se puede decir que tenga ingenio; su ingenio se muestra en el arreglo de su traje, en sus actitudes, en la elección de esos brezos pálidos que entrelazan sus racimos en sus cabellos. Por otra parte, el verdadero ingenio sería inconveniente; una mujer sólo puede tenerlo, en este mundo, casada y hacia los treinta años. Pero tiene conversación, presidirá suficientemente su tertulia, soltará bonitamente esas pequeñas frases que suscitan las ideas y dan a la plática un nuevo empuje.

     No hay que pedir ingenio a la conversación del mundo; la perfección estriba en que no sea vacua, sino casi vacua; las ocurrencias, lo mordaz, la originalidad, la profundidad, desentonarían; todo se atenúa en él. Estoy seguro de que las doscientas personas aquí presentes no han producido en tres horas una idea o una palabra que valga la pena de escribirse. El encanto consiste en el recitar, en la voz moderadamente timbrada, en los cambios de tono traídos sin esfuerzo ni brillantez, en un perfume universal de cumplidos fáciles, la elocuencia fina. Juana me ha dicho: «Buenas noches»; eso no exige grandes gastos de invención; pero el sonido de su voz es casi tan suave como el de una flauta, y la ligera reverencia en la falda que joyea y zumba deja en el recuerdo la más graciosa pintura. Eso basta; nadie la pide ideas; ¿quién se inquieta de las ideas en un baile?

     Todo eso le viene de su pasado; nosotros, hombres, nos atiborramos de razonamientos, nos ponemos al régimen del latín y de las matemáticas; alineamos en nuestra cabeza, entre toda suerte de compartimientos, gruesas ideas rectangulares, y en consecuencia, somos pesados, vigorosos, y nuestras acciones, nuestros juicios parten con la rigidez y el peso de una máquina. Ellas, en cambio, dejan resbalar por su espíritu la geografía y el catecismo; nada entra en él; las fórmulas secas y desproporcionadas se deslizan como una rociada sobre una sombrilla de seda; por debajo de esta lluvia oficial se forma su verdadero ser, compuesto de puras sensaciones, de repugnancias, de simpatías, de imágenes, de deseos vagos que ondulan y vibran. Eso forma un acorde imprevisto, de una delicadeza, de una afinación extraña. Nos quedamos estupefactos, con la boca abierta. ¿Cómo un instrumento tan mal ejercitadopuede producir un sonido tan armonioso y tan puro?

     Por otra parte, en este mundo, cuando menos, el sonido es muy débil y la escala bien limitada. Ninguna emoción seria o profunda. Juana habla con facilidad, con un aire tranquilo con ese joven que será mañana su marido; ella hace los honores; parecen casados desde hace dos años. No necesita constreñirse para llegar a esta semialegría sonriente; entra en el matrimonio como se sube al coche para una bonita partida de placer.

     Su sentimiento no es más que la satisfacción de establecerse según todas las conveniencias, con todos los alicientes, es decir, un marido bien puesto, de buena familia, solícito, agradable a caballo, cuatro meses en París, ocho meses en una quinta, muchos bailes y trajes, una canastilla de veinte mil francos. Los hervores intensos, el silencio resuelto o lleno de angustias, la idea de una vida arriesgada o de un ideal alcanzado, distan cien leguas; me habla de su peinado, me pide noticias sobre los hoteles de Niza, etc. Una graciosa muñeca, agradable de llevar, que os hace honor en el mundo, agraciada, que estimula y despierta el gusto por la perfección y las renovaciones de sus trajes; he ahí lo que va a encontrar el novio, y a fe creo se hubiera sentido embarazado de encontrar algo de más.



- III -

     El grueso suizo marcha haciendo resonar su vara. Todos los cirios están encendidos; relucen entre las columnas el viril y el tabernáculo; las capas y estolas echan lentejuelas de fuego a medida que las genuflexiones del oficiante hacen espejear los bordados damasquinados de oro; los dos frescos de Flandrin desarrollan a ambos lados del altar sus procesiones de figuras nobles y sabias. Delante, en sillones de terciopelo carmesí, bajo las miradas de todos, aparecen entronizados los abuelos, la novia, como una blanca aparición; la madre con encajes dignos de una reina. Todo centellea e irradia. Los pliegues opulentos de los cortinajes aprisionan voluptuosamente la púrpura de las claridades que tiemblan. El órgano rueda, perdido en modulaciones reblandecientes, sucesivamente tierno y grave, a veces con ligeros arpegios que revolotean como un enjambre de abejas luminosas diseminadas en el éter sereno.

     Muy hermosa ópera, análoga al quinto acto de Roberto el Diablo, fuera de que Roberto el Diablo es más religioso. En cuanto se vive en un país latino, en Francia, en París, todo adquiere un aire de parada.

     El sermón es de monsieur Belarny, predicador célebre; discurso académico, frases perfectas y redondeadas, cumplimientos a todo el mundo. Cumplimientos a la madre, «en quien todas las distinciones del espíritu se unen a todas las delicadezas del corazón». (Ha escrito un folleto sobre la asociación de la Santa Infancia.) Cumplimientos al suegro, «que después de haber llevado la bandera de Francia a los lejanos países en que había dejado de ondear durante seis siglos, muestra, como los antiguos próceres, a nuestro siglo relajado, la rara y perfecta alianza del guerrero ejemplar y del fiel cristiano». (Antiguo coronel en África; es hoy fabriquero de su parroquia.) Cumplimientos a un académico que se encontraba allí, «y cuyo estilo exquisito, bebido en las fuentes puras del gran siglo XVII, recuerda», etc. Cumplimientos a un diputado «cuya palabra elocuente levanta y apacigua a su voluntad». Cumplimientos a los jóvenes esposos. Todo eso muy bien recitado, en períodos simétricos de retórica selecta, lentamente, con el tono apropiado. Parece gozar con sus cadencias. Excelente tenor; mi vecino, refiriendo la cosa a un retardatario, le decía: «Ha tenido mucho éxito.»



- IV -

     Un muchachito y una muchachita, coquetones, finos, en sus gabardinas de terciopelo, van haciendo la colecta; se les sonríe al darles. Es un bonito entreacto.



- V -

     Conversaciones en la iglesia: «Juana es bonita, pero el novio es deslucido.» «Solemne como un poste; eso da un aire tonto.» «Es el aire de circunstancia; quisiera veros a vos.» «¿Tenéis monedas de diez céntimos? Dadme una. No soy pariente, y no llevo mas que oro para la colecta.» «¡Buenos días, buenos días! ¡Hola! ¿Vos aquí? ¿Por quién, por el novio o por la novia?» «Por el novio. La chiquilla es gentil.» «Yo me quedo en las contracalles; a lo menos, uno se pasea.» «¿Os gusta Flandrin?» «Sí, la gran máquina de la derecha; pero lo demás es un batiburrillo etrusco con pretensiones bíblicas.» «Idealista estrecho; ese hombre se ha calentado los cascos para ser frío.» «¿Ahora llegáis, Bernardo? Pero esto es indecente; ¿es vuestra hora militar?» «No me habléis de ello; mi coronel es un dogo para los permisos.» «La novia lee su devocionario; es tener serenidad. ¡Hola! Música vocal; es un casamiento de mil doscientos francos.» «Mil quinientos, a causa de los grandes cortinajes y de la alfombra en las gradas de la iglesia.» «¿Habéis oído a madame Lagrange?» «Buena cantante, con estilo y elegancia; pero está hecha de estaño batido.» «El sabio y meditabundo Varillon llega por fin, de corbata blanca y un grueso libro bajo el brazo.» «Es por mi curso, que tengo a la una; voy a la sacristía; no hago mas que atravesar la iglesia; lo esencial es el apretón de manos al padre.» «Sigamos. ¡Pum, pum, puf!; es una cola como en el teatro.» «¿Le habéis hablado de mí a vuestro jefe?» «Todavía no; el animal se hallaba ausente.» «Apretad los codos hacia delante. ¿Dónde está el padre?» «Allá abajo, en aquella prensa, del lado de los apretones de mano.» «Mil felicidades, mi querido señor.» «Encantado de haberos visto; gracias mil veces.» «¿Habéis acabado, Bernardo? Yo me voy.» (El suizo.) «Por aquí, señores; el corredor a la izquierda (¡pif, paf!).

     Adelantaos, señoras, si os place; dad la vuelta, señores. (¡Pif, paf, pum!)» «¡Aire fresco! ¡Gracias, Dios mío, ya hemos cumplido!» «La pobre chiquilla ha hecho ciento cincuenta veces la zambullida y ha enjugado cuarenta viejos hocicos.» «Espere que me abroche el paletó.»!

     Mendigos, criados, bodoques en fila; es la salida de los Italianos.





ArribaAbajo

Capítulo XVII

La dama joven

     El hígado me ha dolido este invierno, y es lo que tiene haber viajado por la India. Me he quedado en casa, y a falta de cosa mejor, he querido ver el mundo en pintura; tenía sobre mi mesa las Comedias de Emilio Augier y de Alejandro Dumas hijo. Pintan justo, es su oficio.

     Dos papeles impresionan en ellos, como en todo: el enamorado y la enamorada. En efecto; por estado, esos dos personajes son dignos de amor, es decir, tan perfectos como es posible. Veamos algo lo que se llama la perfección en Francia en 1865, y primero en materia de mujeres.

     En otro tiempo la cosa era sencilla. Se metía a la hija en una caja, que se cerraba con llave hasta que la niña tuviese quince años. Entonces salía, pero bajo las sayas semifeudales de su madre; el padre, grave como un suizo de catedral, estaba de guardia a su lado. Bajaba los ojos, se mantenía derecha; éstos eran sus dos primeros deberes. Retardar el despertar de las ideas y de los sentimientos; mantener el alma en el candor, la inocencia primitiva; enseñar la obediencia y el silencio, a eso se reducía la educación, toda represiva.

     Veo de vez en cuando a dos ancianas señoras que me han contado su niñez. Han sido criadas en París, pero de rejas adentro, y esas rejas estaban provistas de persianas cerradas; ni teatro, ni mundo, ni salidas. De cuando en cuando, a las diez de la mañana, el aya, escoltada por un lacayo seguro, las enseñaba el Jardín de Plantas. Cuando salían al campo, iba a buscarlas un coche en el patio del convento; una vez llegadas, prohibición de correr por el parque; debían quedarse en el parterre de la fachada, no rebasar nunca los dos grandes jarrones de la segunda escalinata. En el salón, en el alféizar de una ventana, su bastidor señalaba su puesto; si alguien las saludaba, orden de hacer la reverencia y salirse. A las ocho menos cuarto daban las buenas noches respetuosamente, primero a los abuelos, después a su madre, a su tío, a las dos tías; a las ocho había acabado el desfile. A las ocho y cuarto estaban en la cama.

     Durante el día bordaban, cosían para los pobres, canturreaban cánticos, visitaban la pajarera, leían a Berquin, se esparcían con una gata blanca a la que llamaban querida señorita nuestra, y esperaban cada mes la visita de una amiga, burguesa, pero de antigua burguesía, que, dotada de genio, aprovechándose de la general relajación, había obtenido permiso para copiar de su mano los Ensayos de moral, de Nicole.

     Figuraos semejantes personajes en el teatro; dadles algo de ingenio natural, añadidles esta generosidad nativa que se tiene siempre cuando no se ha vivido; es Inés, que ha tomado lecciones de talante, las mejores, puesto que no vienen de un maestro, sino del ejemplo diario de la familia. Una virgen enclaustrada que sabe saludar y sonreír. ¿Hay atractivo más vivo?

     Las timideces, los rubores, los movimientos involuntarios, comprimidos por el buen parecer exquisito y continuo; la imperceptible igualación del pensamiento y la pasión, que por primera vez van a escaparse; la transformación de la niña que en un día, a una palabra, se hace mujer; la mirada furtiva, lanzada discretamente, sorprendidos los ojos, prontos a llorar; el delicioso desorden interior; el chisporroteo sordo del ser nervioso, ardiente, delicado, que atraviesa las ideas como voladas de centellas; ved todo eso en los pintorcillos íntimos del siglo XVIII, en la Mariana de Marivaux, en las estampas de Moreau. Posturas modestas, palmitos agraciados, bracitos mononos anidados en conchas de encajes; lindos tobillos encaramados como patitas de pájaro sobre zapatos con talones; talles de falda que se abarcarían con las dos manos; adorables y correctas reverencias; emperramientos y travesuras hundidos bajo la decencia de la actitud irreprochable; curiosidades y voluntades que se alarman de ser y pronto no se alarmarán ni de parecerlo. Es vino de champaña encerrado en botellas; el tapón ha sido hundido sólidamente a martillazos eclesiásticos. Pero ¡cómo el bullicioso licor se estremece ya y ríe bajo el vidrio! He ahí el verdadero brebaje del francés, y cada espectador, en el patio, viendo intacta la marca, presenta su copa, adelanta los labios y siente ya subirle la humareda del paladar al cerebro.

     Se ha ido el tapón; ha saltado en ochenta y nueve con muchas otras cosas, y ha sido menester buscar tipos diferentes. El embarazo no ha sido flojo; uno de mis amigos, autor dramático, me ha confesado que se cansaba en vano. Encuéntranse en el teatro bellos ojos, mejillas frescas, lindos talles; se levanta encima un catafalco de cabellos y de trajes de seis metros; pero ¿qué hacerla decir a esa muñeca? Zalamerías de niña mimada, afectaciones de chiquilla, arrumacos de griseta; aquí y allá, una gentileza de buen corazoncito o una sentimentalidad de álbum. Más allá, nada. La antigua educación ha desaparecido; la nueva no ha empezado; flotan entre los restos del pasado y los esbozos del porvenir, semiprovocadoras y semitímidas, ni vírgenes ni esposas, semihombres y semimujeres, con reminiscencias de colegialas y veleidades de actrices. El desgraciado autor dramático se dice, golpeándose la cabeza: «Es preciso que case un cotillón al final de mi pieza. ¿Qué voy a poner en este cotillón?»

     Un pequeño húsar, y ha tenido cien razones contra una.

     Primera razón: el temperamento. Nueve veces cada diez el fondo de la francesa es la vivacidad voluntariosa; son, por instinto, inquietas y secas, activas y decididas, prontas a juzgar, confiadas en su juicio propio, incapaces de subordinarse. En los países germánicos, la mujer parece de otra especie que el hombre: le sirve de complemento; aquí, nada parecido; ella es un hombre de esencia refinada y sublimada, provista de nervios más excitables que los del otro, su camarada en caso necesario, su igual siempre y su dueña si puede.

     Considerad ahora cuánto fortifica la educación moderna este espíritu imperioso y personal. El padre y la madre han hecho un matrimonio de conveniencia, es decir, frío, y las asperezas de los dos caracteres han chocado entre sí, como témpanos, sin derretirse, con un rozamiento doloroso y continuo; se han molestado, tolerado después por resignación, y al cabo por costumbre. Vienen los hijos, una niña, y la infinita necesidad de adoración, largo tiempo repelida, se derrama por entero en el nuevo cauce que se le ha abierto. Es rosada y rubia; todos los sueños de gracia y de belleza ideal, toda la poesía áspera, vanamente abrazada por el joven, se despiertan en el padre, y esta vez nada mancilla sus sueños ni los destruye. No tiene más que ser dichosa para no ser ingrata; ¿qué podría rehusar, en qué podría disgustar? No se le pide nada y se le da todo. Es un potrillo soltado en la hierba: «Come, niña mía; ¡qué buena eres en comer tan bien!» Sus locuras son alegrías; sus terquedades son gentilezas. ¿Hay nada más bonito que una potranca cuando cocea? Ya crecida, salta los vallados, mordisquea las mieses, tira, brincando, a su viejo padre trasijado. «Mi padre y yo -dice una de esas desparpajadas escapadas- hacemos todo lo que quiero»(20).

     Hela ahí en el mundo; desde el primer día, si no es demasiado tonta, se encuentra en el pináculo; un hombre de mérito, al cabo de quince años de trabajo, no alcanza un rango tan elevado. No ha tenido mas que mostrarse, y se le saluda reina; los jóvenes andan solícitos, las mujeres de treinta años están inquietas, los cumplidos zumban por enjambres. Una de mis amigas me ha contado que al salir de su primer baile, de buena fe, se consideraba como una maravilla; ¡tantos cortesanos y tantas solicitudes! Se ve el efecto en los príncipes; admiten sin dificultad que el género humano está destinado a sacudir el polvo de sus muebles y que el sol es una lámpara que tiene obligación de ponerse corriente ella misma para iluminarlos.

     Notad que mi muchacha tiene razones sólidas para divinizarse: dinero al contado; sabe su dote, y con su agilidad de espíritu ha juzgado el casamiento y los que van en pos de él. «Los turcos compran sus mujeres, nosotras compramos nuestros maridos... Conque el mío no sea molesto en casa ni ridículo fuera, le doy por libre de todo»(21).

     En suma, si se casa, es que «no hay otra carrera para una muchacha». Le es menester un hombre para salir, viajar; es un servidor indispensable, un chambelán, un ordenador, un arma de respeto. Sin duda, «el estado de hombre sería el más agradable». No pudiendo adquirir el estado, se adquiere el hombre. Para que se muestre conveniente, resulte garantido, sea capaz de representar, se le paga su salario; se compromete a dar el brazo; se cosen juntos la falda y el frac, y con ese contacto, la saya recibe todas las libertades del sayo.

     Botitos, un dormán o una casaca guarnecida de pasamanerías, pantalón, sombrero, bastón, cinturón y guantes de hombre. ¿Qué la falta ya ahora para ser un húsar? ¿Son las maneras desenvueltas? Las ostenta, entiende la defensiva y a veces la ofensiva; hace cara a los verdaderos hombres, se bate a réplicas, y golpe contra golpe, hierro contra hierro se aventura en los pasos escabrosos, de los que su vanidad vuelve triunfante y su delicadeza hecha pedazos.

     ¿Es el conocimiento del mundo? Ha ido al Bosque, a las carreras, al teatro; la franqueza de la conversación la ha mostrado las Magdalenas; salvo las novelas fisiológicas, conoce nuestra literatura; salvo un detalle fisiológico, conoce nuestra vida. ¿Es la costumbre de mandar y dirigir? Tres veces por semana su padre se calza botas estrechas y su madre va a dormitar, con los ojos abiertos, sobre un banco, para que ella pueda bailar. Desde lo alto de su dote ve desfilar los pretendientes y se burla de sus corvetas. «El amor es una lisonja de la cual nunca tomo mas que la mitad para mí; yo sé que mi persona y la dote que se me supone forman un bonito total»(22). En suma, ha visto a los hombres en una fea posición, de rodillas y delante de un saco de escudos; por eso de buena gana los fustiga. Agresiva, espadachina, instruida, mandona y escéptica, ya veis que no le falta nada para entrar en un regimiento.

     En este regimiento hay muchas compañías. Procedamos con orden:

     Mademoiselle Herminia Sternay(23). Ésta es hija de un general y podría en caso necesario reemplazar a su padre; tiene la sangre fría y la decisión de un jefe de cuerpo. Se quiere asustarla para separarla del hombre a quien ama. «Yo no me asusto nunca, tía; bien lo sabéis.» Cuando su orgullosa e imperiosa abuela la interroga, responde como persona segura de sí misma, con un matiz de burla calmosa. Cuando por penitencia se la envía al convento, «come, bebe, duerme, habla y ríe con sus camaradas como antes». Cuando delante de sus padres, inciertos o irritados, se encuentra, al cabo de diez meses, con el hombre a quien ama, le tiende la mano, le llama Jaime a secas, y no se desarma de ningún modo ante las exclamaciones de su abuela. «Nos alargamos la mano francamente en presencia de todo el mundo y con toda confianza, lo cual me parece más conveniente que esperar una ocasión de hablarnos por lo bajo en un rincón.» «¿Se puede saber cuáles son vuestros proyectos?» «Sí, mi buena mamá. Si me lo hubieseis preguntado más pronto, más pronto os los hubiera manifestado. Mis proyectos son casarme con monsieur Jaime Vignot, supuesto que le amo siempre. Hasta entonces, buena mamá, me haréis volver, supongo, al convento, donde me hallaba aún esta mañana, y tendréis mucha razón, puesto que, además de que os sería sin duda desagradable tener sin cesar cerca de vos a una muchacha tan desobediente como yo, por mi parte es el lugar donde prefiero más quedarme, hasta los veintiún años, con el gran deseo de aprender todas las cosas útiles que aun no sé.»

     Ya veis que tiene buena cabeza y se sabe el Código. En su convento ha calculado las necesidades de Jaime; ha descubierto que le era menester una mujer firme sobre el agua, buena para la exportación y los consulados, y sopesado todo, le dice: «He reflexionado bien, Jaime, os lo repito, y creo ser la mujer que os conviene.»

     La he puesto en los húsares; pero creo podría entrar en los coraceros.

     Mademoiselle Matilde Durieu(24), quince años; pero precoz, de un buen sentido positivo, con el golpe de vista de un hombre de negocios y la madurez de un cabeza de familia. Ama a su primo, se lo dice a la cara, y el primo se esquiva con frases. «¡Poesía! Decididamente no me quieres. No hablemos más de ello. No te amenazo con matarme ni con meterme en un convento, ni siquiera con no casarme nunca; al contrario, haré todo lo posible por olvidarte; pero quiero que nuestra conversación, que tendrá tan grande influencia en mi vida, la tenga también sobre la tuya.»

     Y a continuación le traza un plan de conducta, le aconseja tome un estado, haga fortuna, a fin de casarse, rica o pobre, con la que ame. Él se va a Soloña. Para no salirse del asunto, ella lee gruesos libros de agricultura, con tanto provecho que llega a ser capaz de explicar «los mejores resultados de fertilización obtenidos hasta hoy, la diferencia entre las tierras silíceas, que contienen piedras en gran cantidad, y las tierras calizas, que contienen mucha cal, y a veces hasta magnesia», etc.

     En este momento, por un brusco cambio, obtiene permiso para casarse con su primo; pero al descubrir de pronto que este primo ama a otra, se lo cede a esta otra, y lindamente, con una destreza y una resolución incomparables, practica de un golpe en sí misma la operación delicada que consiste en arrancarse el corazón. ¡Encantadora niña! ¡Cómo maneja el bisturí a su edad! La he alistado en los húsares; pero para ser el cirujano mayor del regimiento.

     Nos faltan músicas. Felizmente, tengo a mano una de las más bonitas novelas de este tiempo, Renata Mauperin. Mademoiselle Renata Mauperin es una artista, no solamente de los dedos, en música y en pintura, sino del espíritu, del corazón, de la lengua; en una palabra, como dice el autor, «una melancólica zambresca», es decir, un natural capaz de sensaciones vivas, de impresiones originales y de fantasías locas. Habla germanía; nada en el Sena (en traje de baño) con un pretendiente, al que ve por primera vez; le pone en fuga a fuerza de inconveniencias; hace el gatera y el golfo; lanza los petardos más descabellados en medio de las conversaciones graves; se suelta y se entrega, y su padre, que le regaña en alta voz, le aplaude por lo bajo. ¡Querido pifanillo! ¡Qué penetrantes repiqueteos, qué marchas endiabladas, qué coquetonas y hervorosas contradanzas van a soplar en vuestro tolondrón! ¡Cómo iréis al fuego con aire rozagante, la primera! ¡Y cómo todos nuestros husaritos os llaman para ser la alegría de su regimiento!

     Busco el húsar completo y creo haberlo descubierto en mademoiselle Antoñita, de Los solterones. Esta joven acaba de triunfar con toda brillantez; aparentemente el público la ha encontrado de su gusto: impetuosidad, petulancia, deseo de verlo todo, de tocarlo todo, cuestiones candentes, audacia nerviosa, brío de quinto que no ha conocido nunca las heridas, zafarrancho interior de sensaciones súbitas y vehementes, estallido de ideas que el contacto del mundo nuevo hace saltar como un polvorín; se revuelve y caracolea en su casa y en la ajena como un jinete en su primer caballo.

     Lo que causa tanto placer al espectador es que en medio de todos esos brincos conserva su hábito de novicia: botas, espada, plumero, y lo restante es de húsar; sólo falta al traje un detalle de vestuario; este contraste llevado al extremo ha parecido encantador. La inocencia de la ignorancia entre las vivacidades y el indomable arrebato de lo demás, ¡qué picante novedad! Esperad un poco, dejadle al recluta tiempo de instruirse, y al cabo de un año os dirá el marido si en su equipo compuesto entiende guardar la saya o el látigo.

     No hay que llamarme escéptico; reconozco todas las virtudes de su estado. ¿Acaso un húsar no es fiero y bravo? Precisamente su oficio es hacerse romper los huesos. Ya quisiera yo ver una criatura humana de veinte años que no fuese generosa; lo es provisionalmente porque tiene veinte años.

     Mi húsar femenino es capaz de entusiasmo; veámosla en sus bellos momentos. Mademoiselle Francina Desroncerets(25) advierte a los veintiún años que la fortuna de su padre se halla comprometida. Se hace dar un apoderamiento general, liquida las deudas, coloca su propio haber en un vitalicio para su padre, le conserva así sus hábitos de comodidad, le cuida como un niño, le vigila para evitarle que recaiga en las invenciones azarosas que le han arruinado. He ahí una bella acción, animosa y bien hecha. De igual manera se ofrece un joven oficial para llevar un parte a través de los cañones, sin inquietarse de las amputaciones ni del hospital.

     Notad cuán semejantes son ambos caracteres: es una «señora mujer», ejerce el gobierno de los asuntos, se niega a comunicárselos a su padre, le hace cara; le conduce, le retiene como a un hijo pródigo; tiene el acento vibrante de la voluntad tensa; combate contra su rival y contra los indiscretos con el áspero estoicismo y la dolorosa ironía de la resolución atiesada; permanece de pie ante las injurias; exagera su papel de procurador, de avaro, a la manera del soldado que provoca las heridas, y, por último, cuando al fin el notario Guerin lanza una duda sobre su delicadeza, le hace hundir bajo tierra con una altanería de desdén y una explosión de orgullo que la envidiaría un oficial intimado a rendirse. Si ha habido jamás una criatura armada para la resistencia, el gobierno y la guerra, es ésa.

     Notad que, habiendo sido siempre desgraciada, es entre todas la más pura. Las generosidades de las otras son diferentes. Mademoiselle Clementina Brenier(26) «se casa con quien se quiera y cuando se quiera, mientras sea por Navidad, para pasar el invierno en Roma». Hallado el marido, como es encantador y está muy enamorado, le trata como a un criado; como después se marcha y además llega a ser un grande hombre, ella va a su encuentro, y en un arranque de bravura nerviosa, asiste a sus peligros. Ese heroísmo no me parece muy sorprendente.

     Mademoiselle Gabriela Chabriere(27), con tener un marido inteligente, espiritual, alegre, laborioso, abnegado y muy tierno, quiere partir con su amante, porque su amante le habla de pasión y su marido de negocios; pero de pronto, habiendo sido su marido más elocuente que su amante, nota que el amante «no es mas que un niño» y que «el marido es un hombre». Con lo cual se queda en casa y dice: «¡Oh padre de familia! ¡Oh poeta, te amo!» Aviso a los abogados, notarios, banqueros, empleados, magistrados, gente toda de negocios como el marido: están obligados a ser poetas dos veces al mes para conservar a sus mujeres. En efecto, lo que se estima en el regimiento de que hablo es la brillantez, no el servicio, y se está dispuesto a seguir al coronel que luzca más hermoso plumero.

     Mademoiselles Fernanda Marechal y Clemencia Charrier(28) se encuentran mal en la casa paterna o no esperan ya casarse con el hombre a quien aman, por lo cual, con una prontitud maravillosa, toman al primero que llega, de primer golpe. «Al fin y al cabo, lo mismo es éste que otro.» La una le ha hablado tres veces a su señor, la otra no le ha hablado nunca; poco importa, se casan en el montón. Al instante se publican las amonestaciones, y a los ocho días, después de una misa y un traje... ¡Lléveme el diablo si no iba yo a decir una tontería! Pero ante pudores semejantes me parece siempre que estoy en un escuadrón.

     Esas son las púdicas. Otras pasan por serlo; primero mademoiselle Calixta Roussel(29), muy hábil persona, que pesca con caña un pretendiente refractario. Muy hábil persona: practica los manejos, entreabre las confidencias, insinúa las reticencias, detiene las partidas, provoca las confesiones con una destreza de mano y una franqueza de iniciativa que Celimena no sobrepujaría. Después de todo, a falta de otro, se hace su felicidad uno mismo, y cuando el marido huye el bulto, obligado se está a ir a buscarle. En caso necesario se iría en persona, alta la mano, a pedirlo en matrimonio, como mademoiselle  Hackendorf(30), y hasta se irá a su casa, a su cuarto, para hacerle una declaración de amor, como mademoiselle Marcela de Sancenaux. «¿Aceptaríais ser mi esposa?» «Estaría encantada.» «¿Y por qué querríais ser mi mujer?» «Porque no os parecéis a los otros. Esta muchacha que aquí veis es una honrada muchacha y sólo aspira a ser una honrada mujer si encuentra un marido inteligente que la comprenda y la domine... Sacrificaos, casaos conmigo.» ¿Cuál de las dos tiene más bello estilo?

     Palabra de honor que esto me recuerda la frase de la vieja Juana de Albret bajo Carlos IX: «Aunque yo creyese muy extraña esta corte: lo es más de lo que creía: no son aquí los hombres los que ruegan a las mujeres, sino las mujeres las que ruegan a los hombres.»

     A este efecto, la obra maestra es Madame de Simerose. «Es una mujer honrada, y aun peor que eso.» La admirable educación de que gozamos ha mantenido todas sus ignorancias excitando todas sus energías; no sabe nada y lo quiere todo. Ha despedido a su marido porque era hombre, y hela ahí señorita como antes; pero al mismo tiempo, por la ley, es señora, y no le pesa, puesto que es dueña de sí misma, de su conducta y de sus intereses. «Conservo la posición que se me ha dado, a pesar mío, y dicho sea entre nosotros, la encuentro buena; no tengo hijos, soy rica, soy libre; creo no deber dar cuenta de mis acciones mas que a mí misma.»

     Recibe, invita a comer, hace los honores como dueña de la casa, trata como hombre a los hombres, rechaza los consejos, hace enmudecer las insinuaciones y anda, erguida la cabeza, acorazada, con su derecho en la mano, a través de las curiosidades del mundo, las galanterías de los amartelados y las solicitudes de su marido.

     El orgullo llega, a su colmo, tanto más fuerte en cuanto la conciencia está intacta; si acepta un amor es a condición de que habrá de ser platónico. Bueno; pues cuando le falta este amor, de pronto, invenciblemente, por una irrupción de despecho y de pasión acumulada, se arroja a la cabeza del primero que se presenta. Por dicha, se halla éste de humor caballeresco, sin lo cual a los seis meses quedaría tachada, y si se ha salvado es por milagro. ¿Qué me decís? ¿Y qué me decís de este arranque por el cual se lanzan a la independencia, la audacia y la iniciativa?

     Tienen la vehemencia de la virilidad, sin tener el freno de la experiencia, y puesto que estamos en la caballería, puedo compararlas bien con húsares que dan una carga con caballos sin bocados.

     Así resulta que ese empuje militante produce su efecto, y en nuestro tiempo y en este teatro es el voluntario fuera de cuadro, Albertina de Laborde, Susana d'Ange, Serafina Pommeau, Olimpia Taverny y demás vendedoras de camelias.

     Éstas son hombres por entero, hacen profesión de serlo; proveer por sí mismas a su subsistencia, atacar, conquistar, explotar, aguantar las durezas y despedir las insolencias, mantener fría la cabeza en medio del peligro incesante, adquirir y usar de astucias, mostrarse y gozar, considerar el mundo como un enemigo y como una presa; por todos esos actos se reconoce a la mujer que, sintiéndose varonil, se ha hecho guerrillera, corredora de caminos y sólo ha conservado su sexo como un arma y un cebo.

     Las otras, honestas o semihonestas, se detienen a mitad del camino de su temperamento y de su carácter; sólo ésta va hasta el cabo, y he aquí por qué hoy da el tono, impone sus trajes, comunica sus andares, ocupa la conversación.

     Se la siente superior y reina; a través de sus desprecios oficiales las señoras la admiran vagamente, preguntan por ella, envidian por lo bajo su libertad y sus atrevimientos, la presienten como rival, encuentran sus huellas en los modales de su marido, y para combatirla con armas iguales, se exhiben en trajes llamativos, en charadas en acción, en cuadros al vivo. Muy lejos de poner coto, el marido empuja la rueda; ha vivido en el casino y en casa de las señoritas, y guarda en la suya sus costumbres de conversación libre.

     Mi amigo Maximiliano de S..., casado hace dos años, le cuenta a su mujer su pasado, la entera de todas las Magdalenas. Pronto quedó instruida; hace ocho días, viendo en el Bosque una damita que guiaba ella misma su cesta de ensaladas, «¿Quién es ésa? -preguntó-. No está de moda; mi marido no la conoce.» Y así otros cien rasgos semejantes; quieren vivir sin ceremonia; trata a su mujer como camarada, como a un buen chico delante del cual se puede decir todo.

     Y se le dice todo, aun las cosas más enormes, en términos convenientes; ella misma se vanagloria de no ser mojigata; lo lee todo, se la lleva a todas partes. Al llegar a los treinta y cinco años se nos parece; como nosotros, ha consumido su exceso de lleno; aún, a menudo, es cuerda; una intriga, sobre todo una intriga larga, tiene demasiados riesgos; el coste le quita el gusto.

     Hela ahí política, como un hombre; amiga de conversación, mentor tolerante para los desbarros de su hijo; ha subido de grado; es un viejo oficial indulgente que sabe la maniobra, manda bien su compañía; vive lado a lado, en igual pie, cerca de su marido, en un divorcio decente, en una alianza de negocios, en una camaradería de costumbre. Ved monsieur y madame Leverdet(31).

     Bellísima salida; a eso conduce la emancipación de la mujer. He visto comienzos de costumbres semejantes en América y en Inglaterra. En América tenemos el flirt, las mujeres con diplomas e individuas de Sociedades filantrópicas. En Inglaterra hay las fasts girls, amazonas intrépidas y razonadoras precoces. Míster Stuart Mill, un grande espíritu, propone casi conceder el sufragio político a las mujeres. Es lástima no me queden treinta años de vida; si eso continúa, en 1900 será bonito el espectáculo.

Arriba