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ArribaAbajoRecuerdos de mi exilio

Blanca Bravo


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Recuerdos de mi exilio

Tenía yo once años al comienzo de la guerra civil española. A esa edad no podía captar el significado de lo que representó para mi vida aquella larga contienda. Hoy, con los conocimientos y experiencia adquiridos en tantos años, me atrevo a plasmar en el papel una serie de vivencias de aquella trágica epopeya, que sirvan, a quienes las lean, para comprender a los que quedamos afectados moral y psíquicamente por las consecuencias de aquella convulsión social.


Antecedentes de mi salida de España

Se agolpan en mi mente los recuerdos de cómo tuve que dejar mi querida España. Enero de 1939. Llevábamos viviendo más de un año en Barcelona en casa de unos amigos catalanes desde que llegamos refugiados de Madrid. Aquella noche dormíamos profundamente toda la familia   —16→   cuando tocaron violentamente a la puerta. Mi hermana Lolita irrumpió en la casa nerviosamente gritándonos: «Hay que salir inmediatamente de Barcelona. Los fascistas estarán aquí en unas horas». Mi madre no daba pie con bola. «Pero hija -inquirió a Lolita-, ¿a dónde vamos a ir? ¿Cómo vamos a salir ahora con los dos niños tan pequeños, y Carlitos con bronquitis? ¡Qué va a ser de nosotros!» Mi hermana contestó: «No pienses más que en irnos, mamá: hay que salir inmediatamente hacia Francia. Vamos a vestir a los niños y no olvidéis de llevar sólo lo puesto, una bufanda y una manta». Éramos mi madre, Rosa, nuestra sirvienta de tantos años, mi hermana Pepina, Lolita que era la mayor y yo, más mis dos pequeños hermanos. Recuerdo que me cubrí la cabeza con una bufanda, me puse el abrigo, me eché al hombro una manta enrollada y me colgué del brazo una bolsa con una barra de pan.

Todos estábamos listos media hora más tarde. En la calle hacía mucho frío; era completamente de noche. Nos metimos todos en un coche que nos esperaba y emprendimos la marcha. Nadie hablaba, sólo mi madre, rogando a la Virgen por todos nosotros.

Llegamos a Arenys de Mar, a la casita de mi hermana y mi cuñado. Todo era un desorden pero nos acostamos como pudimos. Antes del amanecer empezó un terrible bombardeo que hizo tambalearse la casa, nos salimos a la playa y afortunadamente resultamos ilesos. No corrieron la misma suerte los muchos desafortunados que murieron o quedaron heridos. Esto trajo a mi mente un bombardeo que presencié en Barcelona unos meses antes. El resultado del mismo fue la destrucción de un colegio a la hora de clases. El colegio estaba en la calle de Balmes. Mi hermana Pepina y yo pasábamos tan cerca de ahí que la onda expansiva nos tiró al suelo con fuerza, cubriéndonos de un polvo intenso. Cuando nos pusimos de pie no podíamos dar crédito a lo que veían nuestros ojos invadidos   —17→   de espanto. En todas partes estaban esparcidos cadáveres de niños. Miembros sueltos colgados de los árboles, sangre, más sangre y olor a carne quemada. El espectáculo era dantesco, sentí una sensación indescriptible ante aquel cuadro tan macabro. ¡Qué horror!

Empecé a gritar como loca: ¿Por qué permite esto Dios? No es posible... no es posible... Dios no puede estar al lado de los asesinos... Mi hermana me zarandeaba y tiraba de mí para que reaccionara y saliéramos corriendo de allí. Así fue como presencié una terrible matanza infantil que quedaría para siempre en mi vida como recuerdo doloroso.

Al día siguiente, muy temprano, abandonamos Arenys de Mar, camino de Figueras, en donde Luis de Llano, hijo del general Llano de la Encomienda, e íntimo amigo del marido de Pepina, nos proporcionaría otro coche que nos llevaría hasta Port-Bou. Allí tuvimos que dejar el coche y empezar la pesada caminata con una multitud de gente que llevaba el mismo rumbo. Mi madre vigilaba que fuéramos todos juntos. Rosa cargaba en brazos a mi pequeño hermano Carlos que seguía con fiebre. Mi hermano Pepe se cansaba mucho y se quería sentar en el suelo. Yo tiraba de él como podía y entre todos nos dábamos ánimo para seguir adelante. Mamá nos pidió que no miráramos hacia atrás. Yo lo hacía de soslayo y era impresionante ver tanta gente que, como nosotros, había decidido dejar la patria para no caer en manos de los fascistas.

La aviación franquista nos bombardeaba y los aviones bajaban a ametrallarnos. Delante de nosotros iba un camión con heridos de guerra. La enfermera nos invitó a subir con ellos. El espectáculo era horroroso: los vendajes los llevaban llenos de sangre y supuración. Todos llevaban barba de varios días en sus rostros demacrados, la mirada perdida en el vacío y sólo articulaban algo en tono muy bajito o emitían leves quejidos de dolor. Les tendimos nuestras mantas y procuramos taparnos   —18→   todos. La humedad de la lluvia nos había calado y el frío era muy intenso. Al cabo de un largo rato pasaron una gran cazuela con arroz, pero como no teníamos cuchara, con las manos nos la apañamos para darles a los heridos y el resto repartirlo entre nosotros.




El paso a Francia

Llegamos a un punto en que tuvimos que bajar del camión y seguir a pie nuevamente; aquello era un verdadero caos. Al llegar a la línea los soldados senegaleses formaban un cordón. Me impresionó su gran estatura, con uniformes oscuros como su piel. Llevaban el fusil con la bayoneta calada. «Allez, allez, refugiés», repetían a gritos.

¿Por qué nos recibían así en Francia? Mis pensamientos corrieron rápidamente hacia atrás, recordé mi niñez, mi casa en Madrid llena de comodidades. ¡Mi queridísimo papá! El 6 de noviembre de 1936 le vi por última vez. Era militar profesional, un republicano entusiasta a rabiar. Cayó prisionero en el Puente de los Franceses. Teníamos la esperanza de que viviera pero, ya en Francia, supimos que le habían matado los franquistas. Me habían dejado sin padre demasiado pronto, demasiado niña, esto nunca lo perdonaría. Traté de reaccionar. Habíamos dejado nuestra patria y estábamos en Francia. Éramos «los vencidos». Empezaba con aquel interminable éxodo lo que sería nuestro largo exilio.

Del otro lado esperaban los trenes que habrían de llevarnos a los campos de concentración. Nos libramos por un pelo; conseguimos burlar la vigilancia de los senegaleses y, con las instrucciones que llevaba de su marido mi hermana Lolita, pudimos llegar a la casa del alcalde de Cerbère, amigo de mi cuñado. Allí nos esperaban para auxiliarnos y darnos algo de   —19→   comer. El señor era masón, como mi cuñado y mi padre. Allí pudimos descansar, limpiar nuestras ropas y dormir por fin sobre un colchón y sábanas limpias. Al día siguiente volvimos a emprender la marcha hacia nuestro destino: El pueblo de Auterive, en donde había un solarium, ahora convertido en refugio, que albergaría aproximadamente unas 50 familias refugiadas. Esto estaba dirigido por la masonería francesa y sería nuestro hogar en los próximos seis meses. En esos días se formó un comité de españoles para organizar nuestra vida en dicho centro. Las mujeres y los niños fuimos instalados en grandes dormitorios. Los hombres, que iban llegando a reunirse con sus familias, dormían aparte.

A cada quien, según su condición física, nos asignaron tareas a realizar como colaboración para beneficio de la comunidad. Yo fui destinada a pasar varios días a la semana en las grandes cocinas. El cocinero era un refugiado catalán con muy mal talante, que se pasaba el día gruñendo y renegando de todo.

A los jóvenes esto no nos hacía mella y procurábamos trabajar con entusiasmo y contentos a sabiendas de que éramos unos privilegiados comparándonos con la mayoría de los refugiados que estaban en los campos de concentración. En el refugio conocí a personas de gran valía; catedráticos, filósofos, artistas, escritores, magistrados, médicos, etc. Éramos un cúmulo de gente diversa de un pueblo de héroes.

En las tareas domésticas hice amistad con Marisa Deulonder, hija del director de Correos de Tarragona, amistad que ha durado para siempre. Era una jovencita rubia, sonriente, colaboradora y bondadosa. Las dos trabajábamos muy duramente, con la suerte de que los chicos jóvenes nos echaban siempre una mano, principalmente cuando había que pelar varios sacos de patatas o limpiar kilos y kilos de tripas, que los   —20→   españoles llamamos callos; también picar infinidad de verduras y lavar cacharros. Al final Marisa y yo íbamos al río a lavar la ropa. Al principio no teníamos ni idea de cómo dejar limpias aquellas prendas tan ennegrecidas. Nos habían asignado a cada una asear las mudas de tres hombres de los que estaban allí sin familia, la ropa estaba sucísima y llena de parásitos, ya que venían del frente o de algún campo de concentración. Esas tareas y otras las realizamos con resignación.




Los primeros amores

Marisa y yo no tardamos en tener novio. El suyo se llamaba Antonio Nájera, era un chico malagueño, guapo y distinguido. Mi novio era Mario Blasco, nieto del escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez. Fue ése mi primer amor.

Gracias a los donativos de ropa usada tuvimos con qué cambiarnos y hasta pudimos hacernos con unos jerseys viejos unos trajes de baño. Cuando amainó el frío nadamos algunas veces en el río Garonne con nuestros novios y otras parejas. Todos éramos muy jóvenes y formábamos un grupo de verdaderos amigos. Aquellos parajes eran de gran belleza; con ellos había sido pródiga la madre naturaleza.

Algunas tardes organizábamos reuniones en un salón del Ayuntamiento que nos prestaba el Alcalde, que desde el principio había simpatizado con los refugiados españoles. Disponíamos de un piano en el que ejercitaba el Dr. Román (que sería el marido de Marisa). Mi hermana Lolita, que tenía terminada la carrera de piano, nos deleitaba con piezas de Albéniz, Chopin, Falla y otros compositores. También tocaba muy bien Luis Bretón que era compositor como su abuelo, el maestro Tomás Bretón, autor de La verbena de la paloma. De una reunión salió la idea del actor teatral Nicolás Rodríguez   —21→   de formar una compañía artística. Fue aceptada por todo el grupo y así organizamos «Fiesta Española», bajo la dirección de Nicolás Rodríguez.

Dimos la primera función en el mismo Ayuntamiento, que resultó un éxito. Después organizaríamos giras en los pueblecitos cercanos. Marisa y yo habíamos juntado unos pocos francos vendiendo caracoles que recogíamos en las tapias del cementerio. Con ellos compramos unas alpargatas muy baratas; cualquier cosa nos parecía bien con tal de ir cómodas en nuestras largas caminatas al río.




La boda de Colette y mi primer ahijado

Tuve la suerte de que me invitaran a la boda de Colette. Sus padres eran propietarios del café Promenade, el mejor de Auterive. Yo sería una de las damas de honor. No me atreví a negarme y decir que no tenía vestido, me dio vergüenza. Al comentarlo con don Manuel y doña María Castillo, que me querían muchísimo, me solucionaron el problema. Su hija Agustina, que cosía estupendamente, me haría el traje regalado. El vestido quedó precioso, Agustina se lució y sus padres quedaron muy satisfechos de su obra. El día de la boda me sentía emocionada como si yo también me fuera a casar.

Por entonces la señora del coronel Alipio dio a luz un lindo bebé. En el refugio causó gran alegría este acontecimiento. Don Manuel Castillo, que se consideraba el patriarca de la comunidad, me citó en su casa aquella mañana. Quedamos en que iría a visitarles por la tarde y que mi madre me acompañaría.

Don Manuel fue un personaje en el exilio. Ostentaba el grado 33 en la masonería española, era como un pilar de respeto para todos nosotros.

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Acudimos después de comer mamá y yo y, como siempre, nos recibieron cariñosamente don Manuel, la buena de doña María y sus hijos, Diego, Luis, Agustina y Pura. Charlamos sobre la boda de Colette, que había sido el «campanazo» en el pueblo. En eso llegó el matrimonio Alipio con el recién nacido que era un niño precioso.

Don Manuel adoptó su aire de patriarca para comunicarnos que se iba a celebrar el bautizo del pequeño y que habían pensado en mí para ser la madrina. Yo no sabía que existían bautizos masónicos. Don Manuel me instruyó en cómo era la ceremonia y cuál sería mi actuación en la misma.

El día indicado el rito se desarrolló en un templo masónico. Fue una ceremonia muy original y nueva para mí. A la salida Mario me invitó a merendar con nuestro grupo de amigos. Aquello me hizo sentir muy importante. Como mi padre fue masón, pensé que le hubiera alegrado verme amadrinando aquel lindo bebé.




La segunda guerra mundial

El día 3 de septiembre de 1939 estallaba la guerra mundial y Francia sería pronto derrotada, recibiendo la llegada de miles de refugiados de otros países que iban siendo ocupados por las tropas alemanas. Como nosotros, también huían de la barbarie fascista. Ellos recibieron en Francia mejor trato que los españoles.

En el refugio permanecimos varios meses, hasta que lo cerraron como tal, esperando la llegada de los niños vacacionistas franceses, que como cada año, llegaban a ocuparlo. Esto nos obligó a buscar cada cual adónde ir a vivir y a ganarnos nuestro sustento. La mayoría optamos por ir a Toulouse por su cercanía y por ser una ciudad de cierta importancia, en que   —23→   las autoridades eran simpatizantes de la República Española, lo cual era una garantía, pues todos nosotros nos encontrábamos indocumentados.

Otra razón era que en Toulouse ya se encontraban otros refugiados que nos ayudarían a buscar trabajo. Mi cuñado Pepe y mi hermana Lolita se habían trasladado a París y desde allí, pasando muchas peripecias, pudieron arreglar su salida de Francia para ir a los Estados Unidos de América. Transcurrirían muchos años hasta verles de nuevo.

Aprendí a conocer que en las situaciones más difíciles de los pueblos, la gente se torna más dispuesta a la ayuda y se aprende a tender una mano a quien lo solicita.

Y así me encontré por fin viviendo en Toulouse, en una pequeña buhardilla, con ratas como conejos. Toda la familia que sumábamos siete entre grandes y chicos, vivimos hacinados en aquellos dos inmundos cuartuchos casi dos años.




Un empleo después de otro

Encontrar mi primer empleo se me dificultó bastante, al no dominar el francés y por mi falta de preparación. Tuve que tocar muchas puertas, pues mi corta edad tampoco me ayudaba. Mario me acompañaba a buscar trabajo y me alentaba para que no me desanimase. Por fin entré a preguntar a un modestísimo hotel, con restaurante en la planta baja. Me atendió el dueño, que era un señor español, viejo residente en Francia. Me ofrecía a desempeñar cualquier trabajo aunque fuera pesado. Creo que, en el fondo, le inspiré lástima y aceptó que empezara a trabajar al día siguiente, sin contrato y sólo ganando unos miserables francos y las propinas. Llegué a mi casa muy contenta a darles la noticia y me acosté muy temprano para entrar al trabajo a las 7 de la mañana. Llegué muy decidida   —24→   a que me dijeran por dónde empezar. Lo primero que hicieron fue plantarme un uniforme de trabajo color beige, me dieron un cubo, una escoba, un cepillo y unas bayetas. Había que lavar diariamente las escaleras y los descansillos de los dos pisos con cepillo y lejía, más limpiar el barandal, un montón de puertas, etc. Terminando, continuar con el aseo de las habitaciones, según se desocuparan. En cada cuarto había un cubo con tapa, que era como un retrete portátil, ya que el único aseo estaba en la planta baja. Yo tenía que limpiar aquellos cubos venciendo la consiguiente repugnancia. Las fuerzas me fallaban y entonces se me saltaban las lágrimas de rabia y coraje, pero no me daba por vencida.

A las 12 se servía la comida y debía servir las mesas, para lo cual me vestía con uniforme negro y delantal blanco. Comprendí que me había convertido en una criada. Después de todo era un trabajo durísimo, pero honesto. Llegaba a mi casa a las 9 de la noche con el cuerpo molido, pero entraba con la cara sonriente, y cuando mi madre me preguntaba si podría aguantar el cansancio yo le respondía que sí, porque era joven y superaría aquello y mucho más. Nadie me sintió llorar tantas noches en silencio apretujando la almohada.

A los quince días la señora del dueño, de malas maneras, me echó a la calle injustamente. Tenía celos porque su marido me hablaba algunas cosas en español para enseñarme o corregirme en el trabajo. Mi compañera, que tenía unos veinte años, me consoló haciéndome ver que aquel trabajo no era propio para mí. «Sí, sí tienes toda la razón, pero en mi casa no entran más francos que los que yo gano. Si mi hermana Pepina y su marido ganaran algo, bueno sería pero por ahora no han encontrado trabajo, y con esto nos vamos a quedar sin nada».

Me lancé a la calle, que era bastante larga, preguntando aquí y allí según iba caminando. A pesar de mis pocas pretensiones   —25→   no era fácil que emplearan a una pequeña refugiadita española.

Me dolían los pies de tanto andar cuando vi una fábrica muy grande y a la entrada un kiosco en donde servían café con leche y croissants. Una larga cola de obreros y empleados esperaban su turno. Me acerqué al kiosco en donde servían dos mujeres mayores. «¿No me daría un trabajo de lo que fuera?», pregunté.

Déjenme probar a servir y verán que rápidamente lo hago. Me contestaron que aquello no dejaba mucho dinero y que podía probar pero sin cobrar nada, aunque me dejarían tomar gratis café con leche y un croissant.

Me introduje en el kiosco y empecé a servir las grandes tazas, fregando las que se iban vaciando. Todos dejaban una modesta propina, pero aquello me convenía calculando la cantidad de gente que desayunaba diariamente. Acepté, pues, y al día siguiente comencé mi nuevo trabajo a las 7 de la mañana. Fueron tres horas despachando desayunos y fregando velozmente. Al terminar con el personal de la fábrica el trabajo se volvía más descansado. Las viejitas estaban contentas conmigo; me llamaban Petite Blanchette. Ellas se alternaban la única silla y el cajón del dinero, mientras yo atendía el mostrador. Cada día estuve mejor organizada y llegué a juntar más de 20 francos de 7 a 11 de la mañana que duraba el servicio. Después de cerrar, volvía a casa y, de camino, pasaba a una tienda a recoger madejas de lana para confeccionar prendas de punto como jerseys, bufandas, guantes, gorros o calcetines. Me decían qué modelo querían y me daban el material, que una vez en casa repartíamos entre mi madre, mi hermana y yo. Aquello fue un complemento que aumentó nuestras entradas. Mi cuñado Guillermo había encontrado trabajo de albañil, con Mario y Luis Bretón. Verles llenos de cal era todo un cuadro. Un abogado, un catedrático y un compositor. Si   —26→   les hubieran dicho en España que trabajarían de albañiles, seguramente no lo habrían creído, pero en el exilio todo eso y mucho más era posible.

Para entonces, como ya dominaba el francés, empecé a buscar otro trabajo donde no pasara tanto frío y ganara más. Encontré mi tercer empleo en el lujoso café restaurante La Fayette. Se trataba de limpiar diariamente todo el local, incluyendo los servicios. Los ventanales y los espejos eran enormes, grandes lámparas de cristal pendían del techo, los suelos de mármol blanco y veta negra y las mesas a la inversa, formaban un bonito contraste. Las sillas de cuero negro y grandes percheros distribuidos cuidadosamente. El conjunto era suntuoso.

Mi entrada al trabajo era a las 6 de la mañana, ya que el café abría sus puertas a las 8 y para entonces aquello tenía que estar reluciente. Como el tiempo era reducido, tenía que organizarme eficazmente al extremo de parecer un robot. Terminaba sudando copiosamente; sólo cobraba 15 francos diarios y ni siquiera me regalaban una taza de café; a cambio tenía libre casi todo el día y disponía de tiempo para confeccionar prendas de punto, a lo que dedicaba varias horas, mientras aguantaba el dolor de espalda. Valía la pena porque lo pagaban bien.

Durante esos meses nos reuníamos los domingos la peña de amigos a contarnos nuestras andanzas en el trabajo y cambiar impresiones sobre nuestra triste situación, siempre con la idea de volver a España. Mi amiga Marisa estaba, como yo, trabajando como una burra en donde podía.

Mientras, muchos refugiados seguían cubriendo los puestos de trabajo que habían dejado vacantes los franceses. Ingenieros, mecánicos y demás especialistas se colocaron en dos fábricas de aviones. Otros profesionistas, sin tanta suerte, llegaron a trabajar de barrenderos. Un domingo, Mario y Pepe   —27→   Román nos invitaron a Marisa y a mí a un teatro, en donde se presentó un gran espectáculo de variedades a beneficio de los huérfanos de guerra franceses. Tuvimos la oportunidad de ver actuar a grandes artistas como Maurice Chevalier, la Mistinguette, Charles Trénet, Fernandel y otros. Aquello pareció un sueño maravilloso. Siguieron las invitaciones algún domingo al cine o a los bailes llamados thes danzantes. Nos divertíamos mucho y esto nos ayudaba a olvidar los sinsabores de nuestros empleos y empezar los lunes el trabajo con algo más de optimismo.




Otro cambio de trabajo

Una mañana, al salir del café, me abordó la dueña del negocio que surtía de mariscos a los restaurantes La Fayette y La Frégate, que eran los dos de mucho lujo y estaba uno frente al otro. Me ofreció trabajo como ayudante suya. El trabajo consistía en abrir infinidad de ostras y servirlas a los clientes sobre hielo picado; esto se acompañaba con una copa de vino. También se servían otros mariscos. El sueldo era regular, pero me daban comida y propinas. La clientela era distinguida. Madame Morere me trataba con cariño y la comida nos la servían del restaurante La Frégate, por ser ella amiga del propietario. Yo estaba contenta y satisfecha, aunque había sufrido varios accidentes con los cuchillos.

Otro problema era la entrega nocturna de ostras a domicilio y lo mucho que pesaba la canasta para llevarlas. Mario no me dejaba ir sola, se había convertido en mi sombra protectora. Con gran paciencia él cargaba al hombro la canasta y yo el hielo y los cuchillos para abrirlas, que no era tan fácil. Emprendíamos el camino hasta dar con la dirección y en la puerta se quedaba esperándome el tiempo que fuera. Yo salía   —28→   siempre contenta por las buenas propinas que recibía pero, en el fondo, no me agradaba aquello, y, además, no era justo sacrificar así a Mario.

Transcurridas unas semanas, Mario, mi cuñado Guillermo y Luis Bretón fueron avisados por Luis Castillo (el que sería años después director del Colegio Madrid, en México) de que había trabajo para ellos en el mejor garaje de Toulouse, en donde él ya estaba empleado lavando coches.

Los propietarios eran franceses de origen judío, gente millonaria, grandes simpatizantes de la República Española. El garaje Metropol tenía al frente su gran gasolinera que había quedado con poco personal por la movilización. El propietario, el señor Montiel, decidió ofrecer las plazas vacantes a los refugiados. Mi cuñado le propuso que mi hermana Pepina y yo realizáramos ese trabajo, cubriendo doce horas, de 8 de la mañana a 8 de la tarde; y de 8 de la tarde a 8 de la mañana Mario, con otro amigo, cubrirían el turno nocturno que era el más pesado; quedamos aceptados.

Dejé así mi empleo anterior para entrar al garaje, en donde un encargado nos puso al corriente de cómo se manejaba todo aquello. Había que servir gasolina, aceite y agua. Inflar ruedas, limpiar parabrisas y pasar un trapo al coche si el cliente lo solicitaba; también cobrar y responsabilizarse del dinero recaudado. La prueba duró una semana; después nos contrataron. Yo comenzaba a las 8 de la mañana, Mario me liquidaba el importe de la venta nocturna que yo a mi vez entregaba al cajero. Todavía permanecía Mario una o dos horas más acompañándome antes de irse a descansar. Confieso que a uno de los primeros clientes que atendí, le puse la gasolina en el radiador. Nunca más le volvimos a ver.

La falla era que mi hermana llegaba a reemplazarme cerca de las 4 y a esa hora yo me moría de hambre, pero comprendía que como ayudaba a mi madre en la casa no podía relevarme   —29→   más temprano. Unos días después, unos clientes me regalaron un cachorrito precioso, era un perro de caza, gris con manchas negras, de cara triste y orejas muy largas. Mario me pidió que le llamáramos Robustiano, pero acabamos dejándolo en Rob. Él sería mi fiel compañero durante varios meses.

Cuando Francia fue derrotada, gran parte de su territorio fue ocupado por las tropas alemanas. En la zona no ocupada se instaló el gobierno Laval, bajo la presidencia del mariscal Pétain, fieles colaboradores de los alemanes.

A Toulouse habían llegado refugiados de diversos países ocupados. En la ciudad había muchos belgas, holandeses y franceses del norte. Los alimentos pasaron a ser racionados estrechamente; volvimos a vivir nuevamente con cartillas de racionamiento y bonos para adquirir cualquier artículo.

Las razzias policiales eran frecuentes y detenían a muchos españoles para enviarlos a los campos de concentración o a las compañías de trabajo. El miedo se apoderó de nosotros. A mi madre le daba pánico que nos detuvieran en el momento menos pensado, la situación era difícil y discutida por los grupos de amigos. Cada cual daba su opinión. Volver a España era correr muchos riesgos. Todos deseábamos irnos a América, pero los barcos con refugiados salían con poca frecuencia y era muy difícil conseguir pasajes. Teníamos que seguir aguantando aquellas circunstancias adversas con los nervios desquiciados.

Para entonces, se habían formado varias peñas de refugiados que se reunían en varios puntos de la ciudad. Mi madre, mi hermana y su marido solían asistir a la plaza Wilson y formaban su grupo con la familia Castillo, los matrimonios Romero y Barbeta, el señor Coriat, que en México sería Gran Rabino de los judíos sefarditas, y otros amigos refugiados. Las tertulias duraban un par de horas que se pasaban volando por sus interesantes temas de conversación. Todas aquellas personas   —30→   eran cultas y educadas; a mí me gustaba escucharles cuando tenía la oportunidad de reunirme con ellos.

Mi noviazgo con Mario me empezaba a agobiar. Él se había vuelto muy posesivo y me acaparaba todo el tiempo que podía. Se había enamorado de mí profundamente y deseaba que me casara con él. Yo sólo tenía quince años, y más ganas de divertirme que otra cosa. Mario me regaló una pulsera preciosa que su madre compró, era una cadenita de oro con ocho dijes representando a Blanca Nieves y los siete enanitos. Libertad Blasco Ibáñez deseaba que yo fuera su nuera, y no veía impedimento alguno en mis pocos años, puesto que ella se había casado justamente de esa edad. Adoraba a su hijo Mario al que mimaba más que a su hija Gloria. Era jovial, guapa y simpática. Finalmente no emparentamos. Tuvo la suerte de conseguir dos pasajes para ir a México, que aprovechó para ella y Mario. A su hija la envió a España.

Sentí mucho que Mario se fuera, porque me había encariñado con él, era todo un caballero y su comportamiento conmigo fue extraordinario. Quedamos como unos buenos amigos para toda la vida. En la gasolinera me ocurrió un percance que me hizo perder mi empleo. Despaché gasolina a un mayor del ejército francés, asiduo cliente y amigo del propietario. Al pagarme la cuenta le pedí el bono de racionamiento y no lo llevaba encima, pero me ofreció entregármelo al día siguiente. Como era amigo del dueño, no tuve inconveniente en hacerle ese favor. En eso, se acercaron dos agentes de la policía secreta que habían estado observándome y oyendo la conversación me reprendieron duramente por no haber exigido el bono antes de servir la gasolina; me pidieron mi documentación, y como yo no tenía el más mínimo papel me llevaron detenida. Me sentí de lo más desamparada e infeliz. En el camino a la Prefectura de Policía, volví a recordar a mi querido padre. ¿Por qué le habría perdido?

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El prefecto me recibió en su despacho. Al darle mi nombre, me contestó afectuoso, preguntándome que en dónde había dejado mis enanitos. Me puse a llorar cuando me amonestó por el error que había cometido. En aquel momento entró en el despacho el señor Montiel, propietario del garaje, que al enterarse de lo sucedido, acudió de inmediato en mi ayuda. El prefecto y él eran grandes amigos. Allí terminó el incidente, pero quedó claro que por mi edad y mi falta de documentos yo dejaría aquel puesto.

El señor Montiel prometió encontrarme un trabajo en un restaurante que era de unos amigos suyos. «Mañana vendrás a comer con mi señora y conmigo para conocerlo», me dijo con cariño. Tu hermana también será reemplazada, pero tu cuñado seguirá en mi negocio. Afortunadamente no nos quedábamos todos en la calle.




Mi último trabajo

Al día siguiente estaba ya colocada en el que sería mi último empleo. El trabajo era de camarera en un restaurante muy grande con varios comedores. A mí me tocaba atender uno yo sola, lo que significaba servir a mucha gente. Como entré bien recomendada, los propietarios tuvieron la paciencia necesaria de enseñarme la primera semana para que mi trabajo fuera eficaz.

Mis compañeras tenían distinta nacionalidad: una era belga, otra francesa del norte y otra italiana; huidas todas de los nazis.

En la cocina había otra chica española refugiada que ayudaba a lavar vajilla. También trabajaba de supervisora la hija de los dueños, y dos camareros mayores que no habían sido movilizados.

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Yo me levantaba a las 5 porque el restaurante me quedaba muy lejos y la entrada era a las 7. Allí se hacía de todo, pero lo primero era limpiar el salón diariamente, luego montar las mesas y demás preparativos. A las 12 empezábamos a servir hasta las 3. Aquello era cansado porque las mesas se llenaban dos veces. Yo corría para atender a tanta gente. Por allí desfilaban artistas, escritores y mucha gente joven. Era un restaurante muy típico en el cual se comía de maravilla. A los empleados nos daban las sobras de las cazuelas al terminar cada servicio. Ya aquello no era lo mismo, pero nadie se quejaba para no perder el empleo. De 5 a 6 teníamos un descanso, que yo aprovechaba para dar un paseo o hacer cualquier compra cercana para estar a tiempo de entrar puntualmente.

A las 7 comenzaban a servirse cenas hasta las 9. Tomábamos cualquier cosa y a dejar todo recogido para salir a las 11 de la noche. Yo cubría dos turnos. Me interesaba hacerlo así para ganar más dinero. Sueldo no me daban, pero las propinas eran abundantes y cada noche llegaba a casa con un montón de francos.

Ganaba tanto que yo sola mantenía a toda mi familia. Mi perro había crecido mucho y se alimentaba con las sobras que le llevaba cada noche. Rob me esperaba a la puerta de la buhardilla, y yo desde el portal le silbaba para que rápidamente bajara la escalera y ahuyentara las ratas. Con su compañía me sentía muy segura, corriendo hasta llegar arriba que era un tercer piso. A esa hora todos dormían.

A la salida del trabajo me acompañaba hasta casa mi nuevo pretendiente, que era refugiado como yo. Por la guerra no pudo terminar la carrera de ingeniero. Se llamaba Miguel Fortea. Como era de Valencia conocía a mi cuñado Guillermo, y era muy bien recibido en la casa. Siempre llevaba una vieja gabardina que olía a grasa. Aquello me desagradaba y contribuyó a que nunca me decidiera a ser su novia.

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En el restaurante tuve un incidente muy desagradable. Me encontraba sirviendo las mesas cuando, al pasar por una de ellas, un cliente me dio una palmada en el culo. Me enfurecí de tal manera que dejando a un lado la bandeja que cargaba me di la vuelta y zas, le solté una sonora bofetada. Hecho una fiera me insultó llamándome criaducha refugiada y otras muchas cosas desagradables. Le contesté que yo trabajaba por necesidad, porque no tenía padre, pero que no permitía que nadie me faltara al respeto. Empecé a llorar desconsoladamente, creía que perdería mi empleo, pero afortunadamente el dueño del restaurante, al enterarse, se acercó a la mesa invitando a aquel señor a que abandonara el local por irrespetuoso y grosero. Me dijo que mientras permaneciera en su casa no permitiría que nadie faltara el respeto a las chicas que allí trabajábamos. Desde aquel día todo continuó normalmente y los clientes, viendo cómo me esforzaba por atenderles con eficiencia, me correspondían dándome cada vez mejores propinas. Yo les hacía muchas sonrisas, ayudaba a ponerles el abrigo a las señoras y siempre me daban otra propinilla. Había aprendido a servir y conocer la mentalidad de los clientes, después de todo eso formaba parte de mi trabajo.




Dolorosas noticias

En casa reinaba una gran preocupación, porque cada vez estaban más hartos de vivir en aquella miseria. Recibíamos de España fatales noticias de mi abuela, confirmando el fusilamiento de mi padre al poco tiempo de haber caído prisionero. ¡Cuánto tiempo habíamos vivido con la esperanza de verle nuevamente! Fue un golpe durísimo para nosotros esta noticia. Desde entonces empezaron mis pesadillas: Yo veía un prado muy extenso y una losa de piedra en el centro, ésta se   —34→   abría lentamente, aparecía siempre una mano ensangrentada, y se cerraba de golpe la losa. En ese momento yo despertaba sobresaltada, sudando y con mucho miedo; tardaba bastante hasta volver a conciliar el sueño. Estas pesadillas las sufrí durante muchos años.

Mi madre escribió a su hermano que vivía en Madrid con su esposa y dos hijos. La respuesta fue ofrecer su casa para que nos fuéramos a vivir con ellos y diéramos fin al exilio. Mamá tenía la obsesión de que nos llevarían de un momento a otro al campo de concentración y esto la hacía vivir aterrada. Empezó a madurar la idea de que nos fuéramos a España: Pepina y Guillermo irían a Valencia, en donde estaba la familia de éste, menos su padre, que por republicano estaba preso; mamá, mis hermanos y yo a Madrid, a casa de los tíos. Ese era el plan. Una noche llegué de mi trabajo y como siempre grité a mi perro ¡Rob baja, Rob baja! Mi perrito no apareció por ningún lado. Mamá me contó al día siguiente que lo habían vendido a un señor que iba frecuentemente de caza y que había pagado una buena cantidad por él. Lloré desconsoladamente, y me indigné porque no me lo hubieran consultado. Finalmente, comprendí que, como decía mi madre, Rob se había convertido en un perrazo y ya no era posible tenerlo en nuestro cuchitril; él necesitaba correr y saltar al aire libre. Lo increíble fue que a los dos días el perro se escapó de sus nuevos dueños y regresó a casa. Nuevamente se lo llevaron y ya no le volvimos a ver. Le eché mucho de menos al volver del trabajo y sentir que corrían las ratas por la escalera, me ponía histérica, y silbando fuertemente subía de dos en dos los escalones para llegar más pronto; al entrar en casa también corría alguna rata, desde que no teníamos el perro. Era horrible vivir así. ¿Hasta cuándo estaríamos en aquella buhardilla sucia y miserable?



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Una oficina en nuestra vivienda

Guillermo ofreció nuestra vivienda para que allí se confeccionaran las listas de las familias de los militares republicanos a los que se les iba a conceder un pequeño subsidio que daría el Gobierno Republicano en el exilio. Berbeta trajo un día un amigo suyo, también artillero. Los dos habían cursado la carrera juntos en la Academia de Artillería de Segovia. Se llamaba Gerardo Ferrando, me simpatizó al conocerle, sin ser guapo tenía muy buen tipo. Uno de los cuartos que servía de comedor, cocina y un poco de todo, pasó también a ser oficina. Aquello era un desorden con tanto papeleo. Entonces yo no comprendía la importancia de todo aquello. Las listas habrían de servir para los embarques con destino a América. Gerardo Ferrando había sido nombrado pagador del Ejército por la representación del gobierno de Francia. A Vichy viajaba periódicamente a recibir fondos para este fin.

Una tarde me invitó a merendar en casa de su compañero Gabriel Vidal, que vivía con su padre y su hermana. Don Antonio Vidal era coronel también de artillería, una de las personas más distinguidas que conocí en el exilio. Vivían en un modestísimo departamentito, casi sin muebles. Nos sirvieron el té con pan y una mermelada que me supo a gloria. Con el tiempo don Antonio cobraría un cariño especial hacia mí.

Gerardo empezó a cortejarme y entre broma y broma salíamos juntos frecuentemente. A casa venía continuamente con Barbeta y otros compañeros.

Yo continuaba con mi trabajo del restaurante. Había conocido allí un chico francés, abogado de profesión, que me gustaba muchísimo. Primero fuimos amigos, y luego nos hicimos novios. Era un chico muy guapo, parecía un artista. Se empeñó en ir a nuestra casa a conocer a mi familia; quería un noviazgo serio. Mi madre y mi cuñado le recibieron amablemente,   —36→   y en pocas palabras le expusieron nuestra situación y el proyecto de regresarnos a España. Él dijo que lo que deseaba era simplemente casarse conmigo. Me entregó allí un anillo con un pequeñito brillante que colocó en mi dedo anular, y quedó en que sus padres que vivían en Montecarlo irían a Toulouse para pedir mi mano.

De repente me encontré sin saber qué hacer. Mi familia no estaba conforme con mi noviazgo. Yo tenía que seguir trabajando. Louis iba diariamente al restaurante y me esperaba a la salida de las 5 para darnos un paseo o tomar un café. Por la noche estaba como un clavo para llevarme a casa. Sus padres eran muy ricos y eso me acomplejaba. No me aceptarían, seguro. Me sentía muy confundida, ya no sabía a qué clase social pertenecía. ¿Tendría yo dos personalidades? ¿Cuándo acabaría esta forma de vivir? Las preguntas que me hacía no hallaban respuesta.

En casa me convencieron para que rompiera aquel noviazgo. Tuve que hacerlo a regañadientes y devolver el anillo a Louis, para terminar con él definitivamente.

El trabajo seguía igual de pesado. Por las noches al llegar a casa descansaba mis pies en una palangana con agua muy caliente y sal gorda, sólo así sentía alivio. Entonces empezaba la operación de mi vestimenta nocturna. Mi camastro quedaba pegado a la pequeña ventana por donde entraba mucho frío. Sólo me quitaba el vestido y me ponía mi camisón de franela muy gruesa, después una chaqueta de punto y una gran bufanda tapándome las orejas y cubriendo mi pecho, y en los pies unas botas de punto y calcetines largos de lana. Colocaba en la cama dos botellas con agua caliente y me cubría con dos viejas mantas; encendía una pequeña bombilla que me había instalado junto a la cabecera, y me ponía unos guantes de lana, leía un rato y me dormía; siempre menos tiempo del necesario. Soñaba mucho con el pasado: mi niñez, la felicidad y la   —37→   alegría que reinaba en mi casa, y mi papaíto colmándome de cariño. Él tenía la facilidad de mimar a sus cinco hijos, y a su esposa al unísono.

Sueños basados en hechos reales. También sufría las mismas pesadillas relacionadas con la desaparición de mi padre. Aquello era horrible, siempre despertaba sobresaltada y sudando. El tiempo pasaba y mi madre y Guillermo hacían preparativos para regresar a España. Seguían metiendo a nuestra gente en los campos de concentración. Hasta entonces nosotros nos habíamos salvado y seguíamos enfrentando la situación todos juntos.

Cada vez nos alimentábamos peor, y todavía dábamos gracias a las castañas y los topinambours (un tubérculo parecido a la patata, pero más dulce) que repartían los cuáqueros y a los pocos huevos que juntábamos, después de hacer varias horas de cola y pasar un frío tremendo en las primeras horas de la mañana, todo para recibir seis huevos, y este reparto lo hacían una sola vez a la semana. Los mayores nos privábamos para favorecer a mis dos hermanos pequeños que estaban muy delgados por tan deficiente alimentación. Ya iban al colegio y hablaban el francés correctamente. Los dos eran muy guapos y buenos niños: nunca se quejaban de nada. Sabían que no nos podíamos permitir el lujo de la protesta.

Gerardo Ferrando regresó de Vichy y le comunicó a mi madre que le habían concedido el subsidio de viuda. Sería una ayuda más y muy oportuna porque yo me quedé otra vez sin trabajo. Alguien denunció al propietario del restaurante como acaparador de bebidas y alimentos que guardaba sin declarar. Llegaron cuatro policías y comenzó el registro hasta llegar al sótano que estaba efectivamente abarrotado de cajas y cajas de botellas y muchísima latería, quesos, jamones y otros embutidos. Requisaron todo y cargaron la mercancía a un camión.

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El dueño estuvo varios días detenido, y le soltaron gracias a los amigos influyentes que tenía. La policía aprovechó para hacer una inspección del personal que trabajaba allí. A los que éramos extranjeros y sin documentación, nos pusieron en la calle, y con suerte de que no nos detuvieran o nos metieran al campo de concentración. Llegué a mi casa desolada a contar con pelos y señales todo lo acontecido. Nuevamente tendría que conseguir otro trabajo, y como el señor Montiel, dueño del garaje Metropol, se había ofrecido a ayudarme si lo necesitaba nuevamente, pensé en irle a visitar.

Al día siguiente Gerardo fue a casa a continuar con las listas de embarque y a hablar con mi cuñado sobre la situación de los refugiados y las frecuentes razzias para detenerlos. Mi madre llegó con mi hermano a comunicarnos que ya habían fijado la fecha para regresar todos a España por tren, menos mi cuñado, que lo haría por la montaña con otro amigo refugiado.

Se entabló una discusión al decir Gerardo que no se desesperaran, que aquella decisión tan precipitada era una locura. Consideró la posibilidad de conseguir que nos fuéramos todos a América. Mi madre no escuchaba razones; ya no aguantaba por más tiempo seguir en Francia, y mi hermana y mi cuñado estuvieron de acuerdo con ella. Yo no decía ni pío, ni se me pedía opinión.




Gerardo me propone matrimonio

Gerardo, repentinamente tomó mis manos entre las suyas, y me dijo; «si te vas no te volveré a ver, cásate conmigo Blanquita, yo estoy enamorado de ti desde que te vi por primera vez y no te quiero perder». Reinó un silencio absoluto que yo corté para aceptar la propuesta de Gerardo, mientras mamá, Pepina   —39→   y Guillermo nos observaban atónitos. Gerardo, con cara de felicidad me soltó un sonoro beso en ambas mejillas. Mamá se puso a llorar, diciendo que yo a mis dieciséis años era muy joven para casarme, y que ni siquiera sabía freír un huevo. Los tres expusieron sus argumentos para impedir la boda, que Gerardo rechazó rotundamente. Al final tuvieron que aceptar y desearnos que fuéramos muy felices.

Había que empezar a pedir nuestra documentación a España, partidas de nacimiento y de bautismo, para lo que escribimos a la familia de Gerardo y al hermano de mi madre. Yo me sentía un poco aturdida pero feliz de iniciar una nueva vida con Gerardo, porque era un hombre muy atractivo, simpático y lleno de optimismo. Fuimos a hacer gestiones y presentar la solicitud de licencia matrimonial que nos denegaron en el Ayuntamiento al no tener yo ningún documento que acreditara mi identidad. Habría que esperar a recibir los papeles de España. Pasaron varias semanas y éstos no llegaban. Mi familia se tenía que marchar, por lo que decidimos que mi madre hiciera un documento notarial autorizando que me quedara en Francia viviendo con un matrimonio amigo, que aceptó tenerme hasta que me hubiera casado. Esto fue necesario por ser yo menor de edad.




Mi familia vuelve a España

Llegó el día de que partiera mi familia. En la estación mis hermanitos y yo nos abrazamos llorando. Mamá, Pepina y Rosa también lloraban. ¿Qué futuro nos esperaba? ¿Qué sería de todos nosotros? Yo me quedaba solita si a Gerardo le metían en un campo de concentración; pero no, no debía pensar en eso, todo se arreglaría y sería feliz. Así iban mis pensamientos paseándose por mi mente como si fueran un péndulo. Partió   —40→   el tren y no dejé de decir adiós hasta perderlo de vista.

En él se iba una parte de mi corazón. Pasaron quince años hasta verles de nuevo.

Yo, con mi pequeña maleta, Gerardo y su gran compañero y amigo Rafael Vilaret, uno de cada lado, me tomaron del brazo y fuimos a comer a un pequeño restaurante. Comentamos lo que urgía activar las gestiones y conseguir la documentación necesaria para podernos casar. Gerardo tenía que empezar a trabajar como topógrafo en una gran compañía eléctrica de trabajos públicos, con un sueldo regular y el contrato ya lo traía en el bolsillo. Charlamos los tres un rato paseando por un parque, comentando la cariñosísima carta recibida de la familia de Gerardo. Estaban sorprendidos de que nos casáramos en aquella situación. Su madre le decía: «Si tú has elegido a Blanquita, ella será para mí otra hija más». Seguían sin llegar los papeles. Después me llevaron a casa de Marcel y Fulseda, en donde habíamos instalado mi modesta camita en un pequeño cuarto junto a la cocina. Fulseda nos recibió con todo cariño. Era una mujer española muy guapa y muy buena chica. Su marido había luchado en las Brigadas Internacionales al lado de la República. Se habían casado en España y posteriormente se fueron a Francia al retirar el Gobierno de la República las Brigadas Internacionales.

Me dejaron Gerardo y Rafael y quedamos en vernos al día siguiente para comer y cenar juntos. Allí dormiría y tomaría el desayuno, ése fue el arreglo.

Fulseda me instaló afectuosamente y me fui a dormir, pero esa noche casi no pegué los ojos pensando en mi familia. Empezaba a adormilarme cuando llegó Marcel borracho. Al increparle Fulseda, le empezó a insultar y pegar. Yo me acerqué a la puerta sin atreverme a abrir el pestillo. Aquello duró un rato muy largo, luego di vueltas y más vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño; presa de miedo empecé a pensar   —41→   en cómo podría irme de aquella casa. Se lo contaría a Gerardo y lo decidiríamos juntos. Quería dormirme y soñar con mi pasado, cuando vivíamos toda la familia en la normalidad. Ahora mi vida no era la misma porque me había separado de los míos, sólo tenía a Gerardo y si él me faltara ¿qué haría? Con esos pensamientos terminé durmiéndome.

Al día siguiente les conté a Gerardo y a Rafael lo sucedido. Gerardo decidió que me fuera a vivir con ellos. Tenían alquilada una sola habitación en un piso en donde vivían varias familias de refugiados. Entre todos compartían los gastos de luz y gas, teniendo derecho al uso de la cocina. Me llevaron a que conociera la casa y Gerardo me presentó a aquellas familias que me recibieron con todo afecto, al explicarles Gerardo cuál era mi situación. Yo me sentía encantada y segura entre aquellas personas.

Todos estuvieron de acuerdo en que me trasladara allí en seguida. Fuimos a recoger mi cama y mi exiguo equipaje y encontrando sola a Fulseda aprovechamos para comentar lo sucedido la noche anterior. Comprendió las razones de que me fuera y me despedí de ella con cariño.

Ya tenía nuevo domicilio. Ahora mi cama estaba al fondo del cuarto, junto a la ventana, al lado una vieja silla que serviría de mesilla de noche. Mi ropa la puse en la pared sobre un clavo. Gerardo y Rafael instalaron una cuerda de pared a pared que servía para colgar dos sábanas; así quedaba separada pero dentro del mismo cuarto. Aquello era un poco absurdo pero necesario y, después de todo, provisionalmente, era la única solución, hasta que a Gerardo le asignaran el lugar donde trabajaría de topógrafo.

Nos hablaron de un cura español que simpatizaba con los refugiados, y fuimos a exponerle nuestra situación. Primero no quería casarnos, si antes no lo habíamos hecho por lo civil. Ante los ruegos y la insistencia de Gerardo, terminó aceptando   —42→   si le prometíamos legalizar nuestro matrimonio religioso en el consulado de España, y Gerardo recibió el aviso de la compañía que le había contratado, notificándole que el lugar que sería su base de trabajo se llamaba Buzy, Bajos Pirineos.

Tres semanas después me encontraba ante el altar, contrayendo matrimonio con alguien que había conocido cuatro meses antes. Sabía lo que hacía, y lo había decidido por mí misma. Empezaba así una nueva etapa de mi vida. Haría todo lo que estuviera de mi parte para que fuéramos felices. Me casaba enamorada a los dieciséis años, en Sentein, un diminuto pueblo cercano a Toulouse, en donde el cura tenía su parroquia. Nos acompañaron Rafael, un compañero de Gerardo con su señora y dos amigos más. Ningún familiar se encontraba allí.

Para celebrar la boda comimos en el piso de Toulouse; cada familia aportó algo y resultó un festín al estilo de antes. Sentimos separarnos de todos ellos y despedirnos de Rafael, que más que un amigo, parecía un hermano. Él tenía los ojos llorosos y también nosotros; quedamos en escribirnos mucho.




Casados y camino de Buzy

Gerardo y yo partimos en tren a nuestro destino. Kilómetros y kilómetros recorrimos hasta llegar a Buzy. Nos apeamos del tren y con nuestro pequeño equipaje nos encontramos en el andén, en donde nos indicaron cómo llegar al pueblo. Empezamos a andar por un camino sin asfaltar, en pleno campo. Después de casi una hora un letrero nos anunció que ya habíamos llegado. Buzy era un pueblo muy pequeño, con muchas masías, la región era rica en agricultura, y pensamos que allí no pasaríamos privaciones de comida. Gerardo entró en una pequeña iglesia y salió con el cura que hablaba algo de español;   —43→   él nos ayudó a conseguir alojamiento en un viejo caserón en donde nos alquilaron un enorme cuarto junto al granero. Era horrible pero allí nos quedamos porque no podíamos con el cansancio. El mobiliario se componía de una vieja cama, una mesa larga, dos bancas y un pequeño armario viejo y feo, nos dieron una palangana descascarillada y una jarra haciendo juego, que serviría para lavarse la cara o para limpiar verduras. El único cacharro era un perol de metal que parecía hierro; colgaba de una gorda cadena situada al centro de la chimenea, descansado en un trípode y debajo unos pocos leños; ésa era la cocina que estaba situada en un ángulo del cuarto, el suelo era de cemento y estaba muy frío, no había luz y el agua tendríamos que acarrearla de una fuente que estaba a un kilómetro. El retrete se encontraba fuera, detrás de un huerto; era una caseta con una tabla y un agujero al centro. Nos entregaron dos velas y así quedamos instalados en nuestro primer hogar.

Al día siguiente nos levantamos al amanecer para que nos cundiera el día. Teníamos que buscar algo mejor que aquello, y de momento organizarnos allí provisionalmente, conocer el pueblo, la fuente para traer el agua y conseguir leña y comida. Si uníamos esfuerzos saldríamos adelante. Dimos comienzo a la tarea, que no fue tan fácil. La gente del pueblo no quería saber nada de los refugiados rojos, parecía que nos tenían miedo. Nos costó mucho conseguir comida. Dimos con una minúscula tienda repleta de mercancía de todas clases y algunos alimentos. Yo les hablaba cordialmente esbozando una sonrisa. Hablaban el dialecto de aquella región, entre catalán y francés, pero con mucho esfuerzo les entendía.

Adquirimos una sartén, platos, vasos y cubiertos. La col que habíamos comprado, la puse a cocer en el perol con un poco de agua, y sin saber calcular le eché muchísima sal. Mientras, Gerardo había conseguido leña y traído dos cubos de agua,   —44→   uno para la cocina y otro para lavarnos; también trajo una lámpara de carburo para alumbrarnos. La comida fue un fiasco; primero, un plato con el agua de hervir la col, y como plato fuerte la col. Estaba tan salada que a solicitud de Gerardo acordamos que, en lo sucesivo, cada cual le pondría sal a sus alimentos cuando estuvieran en el plato; para merendar nos desquitamos con leche y mucho pan.

Empezaba a anochecer, cuando vi a Gerardo calzarse unas botas altas de goma; me dijo que se iba a trabajar y volvería a las 6 de la mañana, iba a comenzar en el turno de noche por dos semanas y luego trabajaría de día. Esto fue para mí una sorpresa. ¿Qué iba a hacer yo sola toda la noche con aquella luz tan horrible y llena de miedo? Sentí que las lágrimas me corrían por la cara y ante aquel panorama empecé a desmoralizarme. Gerardo me animó a no perder mi espíritu luchador, se puso su capote de campaña y se despidió de mí.

Me senté en la cama y me cubrí con unas mantas; esperaría a Gerardo despierta. La chimenea estaba con leña encendida y escuchaba un chisporroteo que me acompañaba. La lámpara de carburo iluminaba en azul y despedía un olor parecido al azufre.

Pensé en mi niñez y lo mimada que viví entonces, recordé fechas inolvidables, como mi primera comunión; papá no entró a la iglesia, pero me esperó a la salida; también recordé a papá que era tan bien parecido. Me vino a la mente la proclamación de la República con el entusiasmo de mi padre. A todos nos llevó a la Puerta del Sol, y él cargaba en hombros a mi hermano Pepe, que sólo tenía cuatro años; le puso en la cabeza un gorro frigio, las calles estaban llenas de gente; llevamos a las criadas y al ordenanza con nosotros. Papá nos decía emocionado que nunca olvidáramos ese día; vivió enamorado de la República a la que mamá llamaba «su rival». Luego la maldita guerra. A papá se le puso en un mes la cabeza blanca. Victoria   —45→   Kent le regaló una pistola que lucía con orgullo. Un día volvió al frente y le perdimos para siempre. Muchos años después, en Nueva York, mi cuñado me contó que cayó prisionero en el Puente de los Franceses. Después su muerte. ¡Qué falta me has hecho papá! Con estos pensamientos me quedé dormida.

Gerardo llegó a las 7 de la mañana, cuando yo me estaba levantando; cayó dormido en cuanto se metió a la cama. Encendí el fuego del hogar porque hacía mucho frío y puse a calentar agua. Salí a buscar leche, pan y algo para la comida. Ese día tuve suerte, conseguí varios huevos y un conejo vivo; lo peor fue matarlo a golpes por las orejas, pelarlo y partirlo. Terminé con el estómago revuelto, pero tuvimos qué comer.

Cada día que pasaba iba ganando la simpatía de los vecinos y me proporcionaban más cosas. Cerca había un convento que fui a visitar para conocer a dos monjitas españolas. Les conté todas nuestras vicisitudes, y se comprometieron a ayudarme. Gerardo les hizo varias reparaciones en el convento y se ganó su confianza; ellas nos buscaron una nueva casa cerca del convento. Era muy modesta, pero mejor que la anterior; tenía abajo una estancia grande con la típica mesa alargada y sus bancas a ambos lados. La cocina era como la anterior, más una pila para lavar los cacharros, pero allí tampoco había agua, ni en ninguna casa del pueblo, tendríamos que seguir cargándola de la fuente. Al lado del hogar estaba un banco largo con respaldo y varias sillas bajas para sentarse a contemplar el fuego; así se acostumbraba y había que amoldarse a aquello. El suelo era también de cemento, techo alto con gruesas vigas de madera llenas de grandes clavos para colgar los productos de la matanza. Necesitaría primero un cerdo, claro, habría que conseguirlo.

Por una estrecha escalera se llegaba a un descansillo donde había un retrete, otra vez la tabla con el agujero al centro. Un   —46→   criado recogía periódicamente el excremento que servía de abono.

Continuaba la escalera para llegar al dormitorio, en donde había una cama muy alta con dos colchones, yo necesitaba una silla para poderme subir; teníamos también un mueble de madera con una palangana y una jarra grande, dos mesillas de noche y un armario antiguo muy grande, además había otro cuarto pequeño con un camastro, dos sillas y un armario. Más arriba un desván cerrado con candado, lleno de trastos viejos. Delante de la casa disponíamos de un buen trozo de tierra que podíamos cultivar y a un lado había una porquera para los cerdos, que de momento estaba vacía. También sobraba espacio para tener aves de corral. Por allí se entraba a un gran establo en donde había varias vacas lecheras. Los dueños de la casa eran campesinos ricos, tenían extensas tierras de labranza y en el terreno que rodeaba su casa muchos árboles frutales. Ahora sólo vivían allí una chica joven, sus padres y sus niñas. El marido estaba prisionero en Alemania.

Todos trabajaban desde el amanecer hasta que anochecía. Las calles del pueblo estaban sin asfaltar, el barro impedía andar con zapatos, por lo que tuve que comprarme unos zuecos y aprender a caminar con ellos. También adquirí unas botas de goma altas que parecían de pocero.

Ya nos conocían todos los del pueblo. Me volvía una campesina en poco tiempo. Cultivaba la tierra, cortaba leña, tenía patos, pollos y conejos. La ropa se lavaba en el río, con el agua helada y poco jabón.

El ingeniero, jefe de Gerardo, nos invitó a comer en su casa; era un pequeño chalet arreglado sencillo pero con mucho gusto. La señora nos recibió con toda serie de atenciones. Los tíos de ella vivían también allí; él también era funcionario en la misma empresa, se apellidaban Falletty. Su esposa era de lo más agradable y sencilla. Se ofreció a enseñarme la conservación   —47→   de muchos alimentos para hacer la reserva del invierno. Gracias a ella aprendí a cocinar todo lo que caía en mis manos.




¡Vamos a tener un hijo!

Ya estaba esperando un bebé y me sentía feliz; arreglé mi única falda y confeccioné un blusón que me serviría para todo el embarazo. Las monjas me regalaron unos trozos de tela blanca para hacer pañales y unas bolas de lana para hacer unos jerseys. Le escribí a la madre de Gerardo contándole cómo vivíamos y que su hijo no tenía ropa para cambiarse. Le comuniqué que esperábamos un hijito y que no sabría qué ponerle porque las tiendas estaban vacías de mercancía. Me contestó con el mismo cariño de otras veces y se las arregló para mandarnos los maletas con prendas para todos, hasta había toallas y un mantel. Para mí llegó un abrigo y vestidos de mis cuñadas, todo estaba en buen uso y nos vino de perlas. Un mes después vino otra maleta con ropa para el bebé que habían usado los sobrinos de Gerardo. Con esto habíamos quedado bien surtidos.

Con unos tablones Gerardo hizo una cuna muy grande y la pintó de blanco; le ayudó un carpintero refugiado que estaba en una Compañía de Trabajo. En la misma se encontraban Pepe Guarner, Muiño (que fue teniente alcalde de Madrid, con Pedro Rico de alcalde) y otros amigos, que asiduamente nos acompañaban a compartir nuestra modesta comida. Como iban tan mal vestidos, Gerardo repartió con ellos parte de su ropa. Cuando podían nos reuníamos en casa y pasábamos un rato recordando cómo vivíamos antes de la guerra. Cada cual contaba pasajes de su vida, recuerdos de su familia y siempre salía a relucir el tema de la comida, añorábamos nuestros platos preferidos, nos parecía que jamás los volveríamos   —48→   a probar y es que ya eran varios años de guerra, exilio, adversidades y lucha por la supervivencia. ¿Cuándo volvería la paz y la normalidad? Todavía teníamos humor para contar chistes y entonar canciones españolas. Mientras, les servía infusión de tila, eso abundaba y calentaba el estómago. Después escuchábamos la BBC de Londres para enterarnos de las últimas noticias. Aquello estaba prohibido y había que escuchar la vieja radio en el cuartito de arriba como si estuviéramos cometiendo un delito.

Por mi cuenta decidí ir al Ayuntamiento a solicitar el permiso para comprar un cerdito y criarlo yo. Reclamé mis derechos como futura madre de un francés y armé tal escándalo que conseguí mi propósito. Compré el cochinito y lo metí en la porquera. Le pusimos Paco y llegó a pesar 150 kilos el día que lo sacrificamos. Todo se aprovechó, menos las pezuñas. En el huerto no teníamos un centímetro sin cultivar. Es duro trabajar la tierra, pero gratificante al ver el fruto de tu trabajo. Ya consumíamos nuestras verduras, lo cual nos hacía mucha ilusión. Los campesinos hacían forzosa entrega de sus cosechas y de sus animales domésticos para enviarlos a Alemania. Lo que más les dolía entregar era el vino pero se veían obligados a hacerlo por el estrecho control que ejercían las autoridades. No obstante, los campesinos guardaban algo sin declarar para ellos y sus conocidos de confianza. A nosotros nos proporcionaban queso, cordero y vino; todos nos ayudábamos en el pueblo. Me encontraba en el séptimo mes de embarazo cuando recibimos una carta de Vichy. Era de Conchita, la esposa del coronel Fuentes, ex director de la Academia de Artillería. A José Luis le habían llevado al campo de concentración de castigo de Vernet. Nos pedía en su carta que la recibiéramos en casa y no pudimos negarnos a ayudarla. Una semana después la estábamos esperando en el mismo andén en el que nos apeamos siete meses antes. Nos contó con detalles lo   —49→   mal que estaba la situación para los refugiados en Vichy o cualquier ciudad importante. Habían detenido a muchos amigos suyos. Conchita quedó instalada en el pequeño cuartito, ahora convertido en dormitorio. Decidí ayudar en lo que pudiera a José Luis y sus compañeros de cautiverio. Reuní la comida suficiente y el tabaco del racionamiento de Gerardo para hacer un paquete y mandarlo al campo de Vernet, terminando por enviar uno cada semana a los que estaban allí sufriendo tantas necesidades.

José Luis me escribía de lo más agradecido; pasó varios meses en aquel maldito campo de castigo. Muchos miles de compatriotas sufrieron la misma injusticia.

En Buzy, de momento, no nos había molestado la policía. A Gerardo le renovaron el contrato de trabajo y hambre no pasábamos. Todavía teníamos que considerarnos muy afortunados.

Conchita no ayudaba a nada, se creía que estaba en un hotel. Había mucho trabajo y yo no paraba desde las seis de la mañana. Me disgustaba su comportamiento y estaba arrepentida de haberla recibido en casa.

Pasaron las navidades y entramos en 1942. ¡Cómo se iba pasando el tiempo! Nevaba copiosamente y no teníamos ropa adecuada para aquel frío tan intenso. El día cinco me empezaron los dolores de parto. Yo me casé sin saber cómo nacían los niños; creía que únicamente con cesárea. Por un libro de medicina que me prestó madame Falletty me enteré de todo: embarazo y parto. Pasé el día entre quejido y quejido. Por la noche Gerardo se fue en bicicleta a avisar a la comadrona que vivía en otro pueblo. Conchita se metió en la cama con dolor de riñones, no contaba con su ayuda pero en aquellos momentos debió acompañarme. Cada vez se acrecentaban los dolores y eran más frecuentes.

Temía dar a luz yo sola. Por fin llegó Gerardo con la comadrona, quien me hizo tomar un vaso de vino caliente. Yo me   —50→   paseaba por el cuarto como un oso polar, arrastrando la bata de Gerardo. Con el vino se me fue el frío. Ya no resistía tantos dolores. Gerardo me ayudó a subirme a la cama y se dispuso a auxiliar a la comadrona en el trance. En el momento preciso tuve que empujar con todas mis fuerzas, la cama crujió al separarse la cabecera, los colchones y el sommier se hundieron y entonces vino al mundo mi pequeño Gerardo.

Vi la placenta y cómo cortaba la comadrona el cordón umbilical. Los dolores habían cesado, Gerardo tomó al niño envuelto en una toalla, lo puso a mi lado con ternura y lloró emocionado. Una hora más tarde todo estaba en orden; caí dormida con mi bebé al lado y descansé varias horas. La comadrona se despidió después de avisar a Conchita y a los vecinos.

Extrañé muchísimo a mi madre. Madame Falletty llegó tan pronto le avisaron, y pasó todo el día en casa. Me enseñó a vestir al niño, hizo una olla de caldo y atendió a todo el que llegaba a visitarme. Gerardo subía y bajaba a echar más leña al fuego, afuera seguía nevando pero yo estaba caliente en la cama.

Al día siguiente vinieron las dos monjas españolas, y entre ellas y madame Falletty me levantaron y me asearon, igual que hicieron con mi hijito. Se portaron admirablemente conmigo. Al tercer día me levanté para empezar a organizarme. Con el niño al principio no sabía cómo proceder, pero el instinto y la necesidad me ayudaron y a los pocos días ya estaba al frente de todas las faenas.

Participamos a la familia el nacimiento de Gerardín. Mamá feliz de ser abuela tan joven. Mi suegra también muy contenta, igual que el resto de la familia.

Fuimos a Oloron a comprar al bebé un cochecito precioso, que le serviría para dormir, pues la cuna resultó demasiado grande.

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Al ir a lavar al río dejaba al niño en el convento con las monjas. Tenía un mes cuando le bautizamos con un traje de cristiano bellísimo que me envió mi tía Angelita; con el mismo habían bautizado a sus hijos.

Pasaron unos meses y decidimos hacer la matanza, para ver a Paco convertido en buenos jamones y otros embutidos. En tinajas con grasa se guardaron los trozos de lomo y otras piezas; esto nos aseguraba tener más comida para el invierno. El verano lo aproveché para preparar conservas; no me quedó más remedio que adoptar las costumbres de aquella región. Todas mis andanzas se las escribía a mi madre con la que siempre mantuve correspondencia. Tampoco había dejado de escribirme con Marisa. Mi hijo parecía un muñeco, yo le criaba sin el menor esfuerzo porque era joven y sana. Aquel clima era muy saludable y ya no nos faltaba qué comer. Gerardo me había propuesto regresar a vivir a Toulouse, decía que en la ciudad, cerca de los viejos amigos, la pasaríamos mejor que en aquel pueblo. Tenía razón, pero allí estábamos más seguros y no pasábamos hambre; preferí seguir en Buzy, siempre con la esperanza de que los aliados ganaran la guerra y pudiéramos volver pronto a España. Soñar no costaba nada...

Terminaba el verano sin haberse producido grandes cambios en nuestra vida cotidiana. Al niño le llevaba siempre conmigo, él me llenaba todas las horas del día. Habíamos pintado las paredes, y aquello parecía otra cosa. Nuestros amigos seguían en la Compañía de Trabajo, cada vez más desesperados; en casa se desahogaban, se distraían con el niño, comían o cenaban con toda confianza y charlábamos un buen rato sobre los temas de siempre.

Conchita acabó por cansarse del pueblo y se fue a vivir a Toulouse con otros amigos. Yo continué enviando los paquetes a José Luis. Decía en sus conmovedoras cartas que me había convertido en su hada madrina.



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México, país soñado

Gerardo recibió noticias de Vichy. Juan Vila le comunicaba que en octubre saldría hacia México el Nyassa, paquebote portugués, que realizaría su segundo y último viaje con refugiados españoles. Había dos pasajes para nosotros que él nos entregaría en Marsella, en donde debíamos presentarnos la última semana de septiembre. Nos comunicaba que apremiaba salir de Francia y que ésa era nuestra única oportunidad de ir a México. Vila era muy amigo de Gerardo. En Barcelona él ocupó un cargo importante en la Generalitat.

Esa noche nos la pasamos en vela. Después de analizar nuestra situación en Francia y ante el miedo de que empeorara aún más, decidimos irnos. Teníamos que hacerlo dos días después para llegar con tiempo suficiente a Marsella.

Había que proceder con absoluta discreción, para que nadie se enterara; saldríamos en el tren de las 6 de la mañana y pasaríamos unas horas en Toulouse para despedirnos de Marisa y Pepe Román. De allí iríamos a Marsella.

Pensé en que teníamos que empezar de nuevo otra vez y en un país extraño. Ya que estábamos organizados, dejar lo poco que teníamos; nuevos obstáculos se presentarían seguramente.

Llegué a la conclusión finalmente de que no era el momento de acobardarse; la decisión estaba tomada.

Nos levantamos temprano, Gerardo se reportó enfermo y no fue a trabajar. Cuidadosamente seleccionamos nuestras pertenencias y apartamos lo más necesario hasta llenar dos maletas. En la del niño pusimos varias latas de leche en polvo y su ropa. La otra iría con nuestra ropa personal. Lo demás quedaría allí abandonado.

Nuevamente Gerardo volvió a su trabajo por última vez y se abstuvo de comentar con nadie que nos íbamos. Cuando llegó   —53→   a casa, cenamos pronto; llené un bolsón con pañales y lo indispensable para cambiar al niño durante el viaje a Marsella.

A las 9 estábamos acostados para poder levantarnos a las 4. Tomamos un café con leche y preparamos unos bocadillos. Abrigué bien al niño y lo metimos en su cochecito. Eché el último vistazo a aquella casa; me dio mucha tristeza dejar todo y huir así una vez más.

Emprendimos el camino a la estación cargando Gerardo las maletas y yo empujando el cochecito con el bolsón colgado al hombro. Llegamos bastante cansados, pero a tiempo para facturar nuestras maletas hasta Marsella, y todavía esperamos un rato hasta que llegó el tren; iba atestado de gente y entre ellos muchos militares. Ocupé un asiento que me cedieron por llevar al niño en brazos. Gerardo se quedó en el pasillo cuidando el cochecito; ya habíamos acordado que si veía acercarse a la policía empezaría a toser para que yo me fuera al aseo a esconderme. Continuaba sin documentos personales. Afortunadamente llegamos a Toulouse sin el menor incidente.

Marisa, que no nos esperaba, se alegró muchísimo al vernos. A Pepe le acababan de meter en un campo de concentración. Afortunadamente sus padres vivían con ella y no se quedó tan sola. Su hijita Marisa tenía la edad de Gerardín, pero era mucho más despabilada. Pasamos varias horas con mi querida e inseparable amiga, quedando en que irían a México en cuanto pudieran; nosotros les estaríamos esperando siempre. Nos despedimos con la consiguiente emoción.

A Marsella llegamos de noche al modesto hotel donde nos esperaba Juan Vila. No habían llegado nuestras dos maletas todavía, pero ya las recogeríamos al día siguiente.

Nos levantamos temprano y con Juan fuimos a gestionar que nos dieran dos plazas para embarcar tres días después en un viejo barco francés que nos llevaría hasta Casablanca. Nos   —54→   atendió una señora muy antipática, que muy secamente nos informó que todo estaba completo. El niño empezó a llorar y ella enternecida le cogió en brazos y le hizo tantas caricias que el niño acabó riéndose. Bueno, nos dijo: les voy a dar los pasajes y ya verán cómo se las arreglan. Mi corazón latía con fuerza mientras los ojos se me humedecían. Gracias madame, nunca me olvidaré de usted.

Salimos felices volando a buscar nuestras maletas que no llegaron ni ese día, ni al siguiente. Yo no me resignaba a perderlas, pero Gerardo me convenció en el último momento y así, con lo puesto, embarcamos en el Maréchal Lyautey. Nos metieron en la bodega a todos los refugiados; quedamos hacinados hombres, mujeres y niños. Sobre las literas había colchones de paja. A la hora de comer nos llamaron a cubierta con una campana. Nos dieron un plato y una taza de aluminio y nos formaron en fila. De unas ollas enormes nos sirvieron un cazo de lentejas llenas de bichos, una bazofia incomible. En la taza nos pusieron vino, y ésa fue nuestra primera comida a bordo, la siguiente sería igual de mala, sólo cambiaban el tipo de legumbres. En cubierta localizamos a varios amigos; los Bretón, Ordóñez, Sbert y Carlos Mira, artillero e íntimo amigo de Gerardo. Ángeles Ordóñez me dio un camisón y Lola Bretón me prestó un vestido para que pudiera lavar la ropa que llevaba puesta, que al ser de lana me quedó muy encogida. Como era un traje de chaqueta le hice un añadido a la parte alta de la falda con un pañal viejo que me dio una señora; con la chaqueta quedaba tapado.

Nos reuníamos por grupos algunos ratos en la bodega, donde se percibía un olor irrespirable, otros salíamos a cubierta. Estábamos furiosos por el trato que nos daban, igual que si hubiéramos sido animales. Hicimos una parada en Orán y otra en Argel para recoger otros refugiados que habían salido de campos de concentración. Aquellos pobres estaban   —55→   destrozados; el relato de sus aventuras era espeluznante: lo habían pasado mucho peor que nosotros.

Por fin nos avisaron que habíamos llegado a nuestro destino, y pudimos perder de vista el Maréchal Lyautey. Nos llevaron a un lugar llamado Aïn Sebá que estaba cerca de Casablanca y nos instalaron en un local vacío enorme; nos dieron colchones de paja y en el suelo íbamos pegados unos contra otros; así dormimos dos noches; después, como el niño lloraba porque se me había retirado la leche, tuvimos que salirnos a dormir en la playa ya de noche. Al otro día entre los Ordóñez, los Bretón y nosotros alquilamos una chabola a unos moros. Tuve que dar al niño la leche que me vendió una mora, pero no la pude hervir. Nosotros comimos seis huevos fritos cada uno porque era lo más barato. Con el calor me agobiaba el traje de lana y terminé por cortarle las mangas. El niño también sudaba todo el día, pero no tenía dónde bañarle. Nos lavábamos como podíamos en una fuente donde caía un chorrito de agua. La estancia allí fue una tortura; sobre todo, para los que llevábamos criaturas.

Procedente de Lisboa llegó, por fin, el esperado Nyassa, que nos sacaría de aquel infierno. Antes de embarcar nos vacunaron a todos, chicos y grandes. A mi niño le dio mucha reacción, fiebre y descomposición. Subí al barco maldito. Me tocó compartir un camarote de 4 literas con Lola Bretón, sus dos niños y la señora de Mateo Silva, secretario de don Diego Martínez Barrio. Los niños pequeños tenían que dormir en la misma litera de la mamá. Los hombres quedaron instalados en la bodega. Todos subimos a cubierta porque íbamos a zarpar. Algunos refugiados, que no tenían pasaje, se tiraron al agua y se subieron al barco por la cadena del ancla. Aquello era angustioso. Entre varios les ayudaron a llegar arriba y quedaron camuflados entre aquella multitud. Retiraron la escalerilla y el ancla. Lentamente nos fuimos apartando del muelle,   —56→   mientras sonaban las sirenas del barco. Sentí un nudo en la garganta, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Gerardo me apretó la mano fuertemente diciéndome: «Vamos a un país libre, donde trabajaré para darte la vida que mereces». Abracé fuertemente a mi hijito y le sonreí a Gerardo.

La campana nos anunció que era la hora del almuerzo. Acudimos al comedor para ocupar los lugares que nos asignaron. Los niños corriendo y dando empujones se adelantaron y sin más espera se abalanzaron sobre los alimentos a comer todo lo que estaba a su alcance. Ningún camarero lo impidió; estaban tan emocionados como todos nosotros ante aquella escena tan patética. Los mayores esperamos al siguiente turno. En lo sucesivo esto no se volvería a repetir. Al día siguiente, se hizo el simulacro de rigor en casos de emergencia. Como no nos habían avisado, ni habíamos reparado en las instrucciones escritas en el camarote, aquello fue un verdadero caos. La gente corría de un lado para otro a localizar a sus parientes para meterse en una lancha. Todos, con los salvavidas puestos, gritando al mismo tiempo como buenos españoles. La tripulación echó mano de los silbatos y nos callaron rápidamente avisando que sólo era un simulacro; cundió la risa y la tranquilidad necesaria para que nos instruyeran ordenadamente.

Los primeros días de travesía fueron tranquilos. Se formaron grupos de amigos, igual que en el otro barco. Valeriano Rico, Paco Alcalá, Jerónimo Galipienzo y otros periodistas organizaban veladas literarias muy interesantes. Valeriano Rico había embarcado en pijama, por no tener otra indumentaria. Al pasar cerca de las costas españolas, un grupo de catalanes cantaron Los segadores. Yo, como muchos, sin ser catalana, me uní al grupo y canté con ellos. ¡Cómo nos íbamos alejando de nuestra España!

Nosotros teníamos la peña de siempre, más los amigos que   —57→   se habían agregado: Carlos Mira, la familia Ávila Zapata, Jaime Basegoda, y otros. Pasábamos las horas haciendo nuestros proyectos para ganar dinero en México, y algunos los vieron realizados, otros se desenvolvieron en trabajos y negocios totalmente distintos a los que programaban.

Una noche nos despertó la alarma con sus locas sirenas. Esta vez llegamos a cubierta corriendo, pero con más orden. Mi niño iría conmigo en caso de un naufragio, a Gerardo le tocaba otra lancha. Cuando estuvimos reunidos todos los pasajeros, el capitán nos informó que bajo nosotros teníamos un submarino alemán. Paró el barco y apagaron todas las luces menos un faro que alumbraba la parte del mar, por donde empezó a emerger el submarino; de él salieron varios oficiales y marineros alemanes, los que se comunicaron con la tripulación del Nyassa por medio de señas luminosas de morse, dando instrucciones al capitán del barco, el cual con otros oficiales descendieron en una lancha a parlamentar con los oficiales alemanes.

Empezó a cundir el miedo de que el submarino nos obligara a ir a España, pero como el Nyassa era de un país neutral, afortunadamente no nos molestaron; de un buen susto no pasó el incidente. Nuestro capitán regresó a bordo ganando el aplauso de todos nosotros.

El submarino alemán se sumergió nuevamente, se encendieron las luces y seguimos nuestra ruta. Aquello fue motivo para que nos pasáramos la noche en blanco.

Mi Gerardín no mejoraba, y el médico decidió internarlo en la enfermería que se componía de cuatro cuartos con varias camas. En el infantil estaban también la niña de los Mora y el hijo de Emilia Guiú (que en México se haría una famosa estrella de cine). El médico era muy educado y paciente para atender a tantos enfermos, entre grandes y chicos.

Pasaron unos días y nuevamente paró nuestro barco. Un   —58→   impresionante convoy de la flota americana se cruzaba con nosotros. Fueron los que realizaron el famoso desembarco en Marruecos. Cuando terminó de pasar, el Nyassa reanudó su viaje. Llevábamos bastantes días de travesía cuando llegamos a la Isla de la Trinidad.

El barco necesitaba provisiones y medicamentos. El capitán, otros oficiales y el médico fueron en una lancha a pedir ayuda a las autoridades inglesas de la isla. El barco quedó en alta mar parado varios días; pasábamos un calor infame que aumentó el número de enfermos. Los ingleses se negaron a dar sepultura a la niña de los amigos Mora, por lo que hubo que echarla a la mar; esto me impresionó muchísimo.

Mi hijo tenía disentería y necesitaba más suero y medicinas. Con gran impotencia veía cómo empeoraba día tras día. No me movía de su lado, ni de día, ni de noche; fueron muchas las que pasé en vela.

La policía inglesa registró a conciencia el equipaje de todos los pasajeros. No me creían que yo no tenía nada que registrar más que el bolsón con el que embarqué. Requisaron lo que les dio la gana. Sin ningún derecho se llevaron cámaras fotográficas, prismáticos, fotografías y documentos. La gente protestaba indignada ante aquel saqueo, pero de nada les sirvió.

Los ingleses no prestaron la más mínima ayuda, ni alimentos, ni medicamentos, y en esas condiciones continuamos el viaje deseando llegar a México. Afortunadamente el barco llevaba reservas de ciertos alimentos en conserva y pescados secos. El problema grave fue con los medicamentos, que prácticamente se habían agotado, principalmente el suero, que era lo que mi hijo más necesitaba. El médico y la enfermera no podían hacer más; les quedé eternamente agradecida. Así como falleció la niña, no olvido el nacimiento de Ricardo, hijo de José Alonso y Mary Vilatela. Contrastes de la vida.

Pocos días después divisamos el litoral mexicano al que nos   —59→   fuimos acercando.

Gerardín sufrió el primer ataque de meningitis, del que quedó ciego. No perdíamos la esperanza de salvarle en Veracruz, yo sólo pensaba en llegar a tiempo, y esa espera se me hacía eterna.

Por fin el barco atracó en el muelle 6 del Puerto de Veracruz. Ya esperaba una ambulancia para trasladar a nuestro hijo a la clínica del inolvidable doctor Melo, que luchó por salvarle varios días en vano. La muerte nos llevó a nuestro hijo que quedó sepultado en la tierra que nos abrió los brazos a 30 mil refugiados españoles republicanos, derrotados y maltratados. Entre ellos estábamos muchas mujeres que, siguiendo el ideal de sus padres, maridos e hijos, sufrieron heroicamente y pagaron un precio muy alto.

México nos deparó la libertad que necesitábamos para rehacer nuestras convulsionadas vidas.