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ArribaAbajoImpresiones de la noche



       Hay pensamientos que en la mente viven
En un rincón de la memoria echados,
Cual los insectos que su ser reciben
De los arbustos a que están pegados.

   Duermen al parecer; mas como aquéllos
Al soplo de una brisa se levantan,
Crecen, vuelan, y al fin toman, cual ellos,
Formas medrosas que la vista espantan.

   Hijas del miedo, y de la fe contrarias,
Vagas visiones de la noche umbría,
Bullir las vemos en la niebla fría,
Nada en la esencia, y en la forma varias.

   Quimeras que hallan siempre en la memoria
Silenciosa mansión, gracias postizas,
Y que reciben faz, cuerpo e. historia,
En los cuentos y error de las nodrizas.

   Van con la noche, de la noche hermanas,
Y con murmullos infinitos suenan,
En las alas del viento van livianas,
Y el alma, el viento y el espacio llenan.

   ¡Paso, de cieno fábulas impuras,
Paso dejad al noble pensamiento
Que anhela respirar auras más puras
En el cóncavo azul del firmamento!

   ¿Piensas, turba de sueños impostora,
Hacerlo por el miedo tu vasallo,
Como al son de la fusta cimbradora,
Jinete admite el volador caballo?

   Yo os recibí al nacer como ilusiones:
Si el corazón cobarde os dio aposento,
Hoy necesita, imbéciles visiones,
Todo mi corazón mi grande aliento.

   Con la noche venís, y osáis con ella
Turbar al corazón que en paz reposa;
Mas de la noche en el poder se estrella
Vuestro poder y ciencia mentirosa.

   ¡Paso! Mis ojos, en su azul tendidos,
La paz que les robáis otra vez hallan,
Y en los misterios de la fe perdidos,
Vuestros misterios de impureza callan.

   Para lanzar vuestra influencia impía,
A la influencia celestial acudo,
Y de la noche silenciosa, umbría,
La solitaria inmensidad saludo.


I

       ¡Salve tienda magnífica colgada
De polo a polo sobre el aire manso,
Del caduco universo destinada
A proteger el funeral descanso!
¡Salve a quien mora en la escondida altura,
Detrás de esa estrellada colgadura!
¡Salve a quien vela el agitado sueño
De esos gusanos, que a sus pies tendidos,
Manchan con sus alientos corrompidos
La orla imperial del manto de su dueño!


II

   Sí, que a mis ojos se resiste en vano
De la insondable eternidad el velo,
Y yo veo, Señor, tu inmensa mano
Tras el azul del transparente cielo.
Infinita, Señor, tu omnipotencia,
Infinito el abismo de tu ciencia,
Infinito tu ser, y Tú infinito,
NO HAY MÁS QUE TÚ; y tu soplo poderoso,
Que anima el mundo, presta generoso
Vida a la alma virtud, vida al delito.


III

   Que Tú, amasando el polvo de la nada,
Con tu suprema voluntad un día
Diste al hombre esta espléndida morada,
Igual para el que fue y el que sería.
«¿Quieres vivir? Tu aliento es el espacio.
¿Quieres tener? El orbe es tu palacio.
¿Quieres mandar? Al señalarlo nombre,
Puedes gozarlo e invadirlo todo.
Yo, que a mi gloria te saqué del lodo,
Fe y libertad te doy», dijiste al hombre.


IV

   Y el hombre fue; y el hombre, envanecido,
Olvidando al Señor que le formara,
No partió por igual lo recibido,
Se armó insolente y le volvió la cara.
Oídos dando al corazón villano,
El hermano lidió con el hermano,
El hijo con el padre, en torpe guerra,
El alma en las entrañas se buscaron,
Y uno de otro en la sangre se bañaron
Por un pie más de la heredada tierra.


V

   De tu obra entonces, gran Señor, corrido,
Ingrata viendo a tu mejor hechura,
Sobre el mundo tendistes ofendido
La espesa sombra de la noche obscura.
Volviéndote a tu carro rutilante,
Empuñaste las bridas de diamante;
Tus caballos de fuego se lanzaron
Por el espacio, y caminando a obscuras,
Al choque de sus recias herraduras
Miles de estrellas en su azul brotaron.


VI

   Al ceño de tu cólera divina
Los mundos con pavor se estremecieron,
Confundióse su esencia peregrina,
Y las miserias y la muerte fueron.
Brotó la tempestad. Sorbió el nublado
Las ondas de la mar, y desbocado,
En hombros cabalgando de las nieblas,
Su pedrisco doquier vertió sin tino,
Y borrando los lindes del camino,
Tierra y mar embozó con las tinieblas.


VII

   ¿Quién osará, Señor, en la memoria
La idea renovar de tu honda ira?
El mundo sabe la tremenda historia,
Y aun, al mentarla, de terror suspira.
La obra de tu poder atropellando,
Seguías Tú la creación cruzando
Sin término, ni objeto, ni vereda,
Y tus ojos, Señor, relampagueaban,
Y las nubes errantes reventaban,
De tu carro inmortal bajo la rueda.


VIII

   Todo cayó a tus pies; todo en pedazos
volver se aprestó a su antigua nada;
Pero su polvo tropezó en tus brazos,
Y a ser tornó la fábrica empezada.
Te volviste a mirar sobre tus huellas,
Y al ver que de tus ojos las centellas
Lo iban todo a incendiar, compadecido,
La noche hicistes, que tendió en el cielo
Su pabellón azul de terciopelo,
Que en medio del cenit quedó prendido.


IX

   Tras él está velando tu pupila;
Mansa tras él la creación pasea,
Y el universo de terror vacila
A su gran resplandor sí pestañea.
Las nubes con su luz se tornasolan,
El Oriente y Ocaso se arrebolan
Con sus puros y espléndidos colores,
Y a su dulce calor se alza indecisa
La perfumada y soñolienta brisa
Que susurra en las hierbas y en las flores.


X

   ¡Salve otra vez, magnífica cortina,
Que ante los ojos de tu Dios colgada,
La lumbre de sus ojos te ilumina
Sobre el desierto del dolor plegada!
Yo sé en mi corazón, noche sombría,
Que es tu manto de rica argentería
Prenda de que nacimos sus vasallos,
Que al salpicarte Dios con tus estrellas,
Nuestro orgullo alumbró con las centellas
Que brotan de los pies de sus caballos.




ArribaAbajoFe




I

       «En manos del placer adormecido,
Sin otro porvenir que los placeres,
   El oro y las mujeres
Mi solo Dios y mi esperanza han sido.
¡Lindas quimeras de mi edad pasada
Que me dejáis el alma emponzoñada,
   Decid, ¿dónde habéis ido?

   »Lancéme a los deleites avariento,
Gocé con ansia y apuré su hartura;
   Mi Dios y mi ventura
Asentó en el placer mi pensamiento.
Otro esperar mi corazón no quiso;
Y hoy, ¿dónde hallar el dulce paraíso
   Que edifiqué en el viento?

   »¿En dónde estás, riquísimo tesoro
De placer y de amor, lánguida Elvira,
   Con cuyo amor respira
Mi corazón, y cuya sombra adoro?
Elena, Inés..., bellísimas traidoras,
¡Ay! ¿qué habéis hecho de mis dulces horas
   Y mis montones de oro?

   »¿Qué he de hacer sin vosotras y sin ellos,
Solo afán ¡ay de mí! con que he vivido,
   Solo Dios que he creído?
Fe de mi juventud, delirios bellos,
¿Qué he de creer ni de esperar ahora
Que tornándose van hora por hora
   Más blancos mis cabellos?

   »Y ¿dó encender la lámpara apagada
De mi dudosa fe, dó ir por consuelo,
   Si yo del santo cielo
En el escrito azul no sé leer nada?
¡Si en su vieja impiedad endurecida,
No ve tras dél el alma envilecida
   Su fin y su morada!

   «¡Imposible creer! Pero ¡ay! cuán duro
En duda pertinaz ir caminando,
   Sin creencia esperando
Un negro más allá nunca seguro!
¡Ay del que nada cree y en nada espera,
Y no encuentra una luz que alumbre fuera
   De caos tan obscuro!

   »No, no me sé amparar del cielo santo,
Que perdón no tendrá tanto delito.
   Y el castigo infinito,
Si me le atrevo a imaginar, me espanto.
¡Mejor es no creer! Triste es la duda,
Mas no hay puerto mejor adonde acuda
   Por entre escollo tanto.»

   Así pensó el ateo, y ¡cuán en vano!
Que al olvidar su celestial esencia,
   De la tenaz conciencia
Dentro del corazón sintió el gusano.
Tornóse al cielo en su árida agonía,
Mas nada en él deletrear sabía
   Su corazón profano.

   Ciego que sabe que la luz existe,
Que oye elogiar el resplandor del cielo
Y no le es dado desgarrar el velo
Que ante sus ojos a la luz resiste,
¡Mira!, lo dicen, y en su audaz deseo
Tórnase a ver, y exclama: ¡Nada veo!
Desesperado y triste.

   ¡Mejor es no creer! Y abandonado
Sin esperanza en brazos de sí mismo,
   Por el obscuro abismo
De la duda fatal va despeñado:
¡Mejor es no creer! Y en su agonía
Siente que llega el postrimero día:
   Y ¡ay dél si se ha engañado!

   ¡Ay del jardín donde las zarzas crecen!
¡Ay del palacio que las aves moran!
Y ¡ay de los siervos que impiedad imploran
Cuando en presencia del Señor parecen!
Y ¡ay, ay de los que cruzan el desierto
Y no conocen el camino cierto,
Y en la mitad del arenal perecen!


II

       Espíritu blanco y puro
Que con tu fanal seguro
Por el lóbrego recinto
Del mundano laberinto
Mis pasos guiando vas;
Ángel que invisible velas
Mi existencia, y me consuelas,
Y en la noche sosegada
A la orilla de mi almohada
Mi sueño guardando estás;

   Tú que con alas de rosa
De mi mente calurosa
Benigno apartas y atento
El mundano pensamiento
Y la torpe tentación,
¡Ay, nunca de mí te alejes,
Nunca en soledad me dejes
Sin que tu fanal me alumbre,
Y esa ruin incertidumbre
No me roa el corazón!

   Espíritu soberano,
Tiéndeme siempre tu mano,
Y mi afán, mi pensamiento
Endereza al firmamento,
¡Oh espíritu tutelar!
Y en la noche silenciosa,
Si brota mi fe dudosa
Alguna plegaria impía,
Con tu aliento de ambrosía
Purifícala al pasar.

   Ángel cuya sombra adoro,
Cuyo nombre santo ignoro
Cuyo semblante no veo,
Y en cuya presencia creo,
Y cuya existencia sé,
Muéstrame el camino cierto
De este mundo en el desierto,
Y ¡guay que sin fin no vague
Y con los vientos se apague
La lámpara de mi fe.




ArribaAbajoA España artística

Soneto




       ¡Torpe, mezquina y miserable España,
Cuyo suelo, alfombrado de memorias,
Se va sorbiendo de sus propias glorias
Lo poco que ha de cada ilustre hazaña:

   Traidor y amigo sin pudor te engaña,
Se compran tus tesoros con escorias,
Tus monumentos ¡ay! y tus historias,
Vendidos llevan a la tierra extraña.

   ¡Maldita seas, patria de valientes,
Que por premio te das a quien más pueda
Por no mover los brazos indolentes!
   ¡Sí, venid ¡voto a Dios! por lo que queda,
Extranjeros rapaces, que insolentes
Habéis hecho de España una almoneda!




ArribaAbajoIra de Dios

El ángel exterminador




       En un confín recóndito del cielo,
De una selva viviente circundado,
Denso y confuso y misterioso velo,
Que le tiene del orbe separado,
Hay un alcázar de azabache, obscuro,
Que en un hondo torrente ensangrentado
La sombra pinta de su inmenso muro
En contornos de sangre reflejado.

   Jamás el aura de perfume henchida,
Que en los jardines del Edén murmura,
En tal lugar estremeció perdida
Del rudo bosque la hojarasca dura,
Ni el sol radió con fugitiva lumbre,
Ni sonó por la lóbrega espesura,
Ni retumbó la cóncava techumbre
Más que el rugir de la corriente impura.

   El aire denso, sin color e inmoble
Que aquel recinto por doquier rodea,
Hace el pavor de quien se acerca doble,
Y doble el caos a quien ver desea;
Sólo se alcanza entre las altas puntas
Que el recio vendaval nunca cimbrea,
Entre dos torres del alcázar juntas,
Un faro que en la sombra centellea.

   Ni ser alguno penetró el misterio
Que guarda allí la ciencia omnipotente,
Ni se sabe cuyo es aquel imperio
Donde nunca se oyó rumor de gente;
Ni arcángel sabio, ni profeta diestro,
De este sitio alcanzó confusamente
Más que la lumbre del fanal siniestro
Y el estruendo medroso del torrente.

   En este bosque oculto y solitario,
En este alcázar negro y escondido,
Donde nunca llegó pie temerario,
Ni descansó jamás ojo atrevido,
Ni más sol alumbró que el rayo rojo
Del fanal en sus torres suspendido,
Tiene el Señor las arcas de su enojo
Y el horno de sus rayos encendido.

   Y allí vivo un espíritu terrible
Quo al son de aquellas aguas se adormece,
Y a los ojos de Dios sólo visible,
Al acento de Dios sólo obedece.
Arcángel vengador, del cielo asombro,
Cuando deja el lugar do se guarece,
El rayo ardiendo y el carcaj al hombro,
Pronto a la lid ante su Dios parece.

   Espíritu sin fin ni nacimiento,
La eternidad existe en su memoria;
Él solo del sagrado firmamento
Entera sabe la infinita historia;
Y al solo ruido de sus negras alas,
A su sola presencia transitoria,
Del firmamento en las eternas salas
Se suspenden los cánticos de gloria.

   Aborto del furor omnipotente,
Arcángel torvo que las vidas cuenta,
Vela de Dios el arsenal ardiente
Y los ultrajes del Señor asienta.
El carro guarda allí, cuya cuadriga
Relincha con la voz de la tormenta,
Y allí está con su lanza y su loriga
La copa en que su cólera fermenta.

   En ella hierve, con fragor horrible,
El ancho vaso hasta los bordes lleno,
El tremendo licor incorruptible
De las iras de Dios; y en su hondo seno
Se fermenta la esencia del granizo
Y de la peste el infernal veneno,
Y el germen del relámpago pajizo,
Y el espíritu cóncavo del trueno.

   Allí está el aire que el contagio impele,
El zumo allí de la cicuta hendida,
La sed del tigre que la sangre huele,
Y de la hiena la intención torcida.
Y allí bulle en el fondo envenenado,
La única de furor lágrima hervida
Con que lloró Luzbel, desesperado,
Su venturosa eternidad perdida.

   En aquel arsenal inexpugnable,
Instrumentos de la ira omnipotente
Germinan en rebaño formidable
Las mil desdichas de la humana gente.
Y los vicios, en torpe muchedumbre,
Se apiñan a beber la luz caliente
De aquel fanal de cuya viva lumbre
Es el sol una chispa solamente.

   De allí se lanza, con horrible estruendo,
A ejecutar la voluntad divina
El misterioso espíritu tremendo
Que en este alcázar funeral domina.
Arcángel fiero, portador de enojos,
Ase la copa, y por doquier camina,
El aire inflaman sus airados ojos,
Y las estrellas con los pies calcina.

   Con él va la tormenta; el trueno ronco
Bajo sus alas cruje; desgreñada,
De armas y quejas con estruendo bronco,
La guerra detrás de él va despeñada;
Y asidas a las orlas de su manto,
Van tras él con la muerte descarnada,
La peste, el hambre, y el amor, y el llanto,
Y la ambición, de crímenes preñada.

   El espacio a su vista palidece
Y entolda su magnífica apariencia,
El disco de la luna se enrojece,
Y mancha el sol su fulgurante esencia.
Doquier las nubes que su sombra evitan,
Se chocan y se rompen con violencia,
Y cometas doquier se precipitan,
Presagios ¡ay! de la fatal sentencia.

   A su soplo la mar se encoleriza,
Y con gigante voz muge y atruena;
La planta de sus pies torna en ceniza
La limpia concha y la esponjosa arena.
El monte huella y la cerviz le inclina;
Pisa en el valle y de fetor le llena;
Y en la ciudad que a perecer destina,
Vierte el licor fatal y la envenena.

   Y ése el arcángel fue que, inexorable,
Lanzó al desnudo Adán del Paraíso,
Y de su raza en él junta y culpable,
Fijó a la vida término preciso.
Él arrancó en el Gólgota empinado
El ¡ay! postrero que exhaló sumiso
El Dios que de la mancha del pecado
Borrar la sombra con su sangre quiso.

   Él turbó la insensata ceremonia
Del pueblo santo ante el becerro impuro;
Sentenció a Baltasar y a Babilonia
Con tres palabras que pintó en el muro;
Inspiró al receloso Ascalonita
El degüello fatal, y abrió seguro
Nicho a Faraón, que con su gente habita
Del indignado mar el fondo obscuro.
   Él llevó el fuego de Alarico a Roma,
Llevó a Jerusalén a Vespasiano,
En una noche convirtió a Sodoma
En lago impuro y en vapor insano.
Rompió las cataratas del diluvio,
Cegadas al impulso soberano,
Y encendió las entrañas del Vesubio,
Que busca sin cesar otro Herculano.

   Y ése será el espíritu tremendo
Cuya gigante voz sonará un día,
Y a su voz, de la tierra irá saliendo
La triste raza que en su faz vivía.
La creación se romperá en sus brazos,
Y cuando toque el orbe en su agonía,
Cuando a su soplo el sol caiga en pedazos,
¿Qué habrá ante Dios? La eternidad vacía.




ArribaAbajoROMANCES


ArribaAbajoRomance



       La noche no tiene ruido,
En la sombra no hay color,
No hay en los viejos cuidado,
Las dueñas no tienen voz;
Pero cuando todos duermen
Estamos velando dos:
Ella, en la reja sentada,
Y al pie de la reja, yo.

   Mis ojos no ven sus ojos,
No ven su tez transparente,
No ven su rosada frente
Ni su sonrisa de amor;
No ven el rubor de virgen
Que sus mejillas colora;
Tiene quince años ahora....,
Las niñas tienen rubor.

   No ven mis ojos avaros
Su casi desnuda espalda,
Ni entre la revuelta falda
Asomado el blanco pie:
Como en la orilla de un río,
Rompiendo la inquieta espuma,
Tender la flotante pluma
Nevado un cisne se ve.

   Ni en su garganta y sus hombros
El alto pecho imagino,
Ni por su rostro adivino.
Del corazón la inquietud;
Y tiene la áspera reja
Centinela desvelado:
Delante el amor osado,
Detrás la frági1 virtud.

   Mas ¡pese a la densa reja,
Pese a la noche sombría,
Ya tengo ¡paloma mía!
El alma bañada en ti!
Tengo mis labios de fuego
Sobre tus labios de rosa,
Y en tu pecho late, hermosa,
Un corazón para mí.

   ¡Adiós!, que por el Oriente
La luz importuna sube,
Y envuelto en húmeda nube
Las tinieblas rasga el sol,
Y para una niña en vela
Y el galán que la enamora,
Mucha luz tiene la aurora
En el brillante arrebol.

   Vierte el alba en su sonrisa
Su armonía y su color,
Y se columpia la brisa
En el cáliz de la flor;
De rosa, lirio y claveles,
Robando el fragante olor,
Cuelga en los anchos laureles
Gemido murmurador.

   Y gime la fresca fuente
Bajo el manto de cristal,
Y gime lánguidamente
La tórtola angelical;
Y enamorada paloma
Bebe la luz matinal,
Meciendo el aura de aroma
Con arrullo desigual.

   En tanto el noble mancebo
El ancho jardín cruzó,
Murmurando por lo bajo
Enamorada canción.
«¡Oh! Vuelve, noche sin ruido,
Con tu sombra sin color,
Con tus viejos sin cuidado
Y cien tus dueñas sin voz;
Porque, cuando todos duerman,
Volvamos a velar dos:
Ella, en la reja sentada,
Y al pie de la reja, yo.»




ArribaAbajoLa sorpresa de Zahara

Romance de 1841





I

       Está Zahara en una altura
entre montaña y colina
sentada en la peña dura,
que asoma la cresta obscura
por entre Ronda y Medina.
   Cuando encienden los cristianos
de noche hogueras en ella,
no distinguen los paisanos
si son sus fuegos lejanos
luz de atalaya o de estrella.
   Y al bajar al Occidente
confunde la luz del sol
las lágrimas de la fuente
y el arnés resplandeciente
del centinela español.
   Y si alguna nube errante
del valle exhalada sube,
parece el pendón flotante
hijo de la blanca nube
que va saltando delante.
   Allí los moros pusieron
sus atalayas un día;
un foso después abrieron,
y la villa concluyeron
porque el invierno venía.
   Tuviéronla muchos años
de los cristianos guardada,
y con mil modos extraños
causáronles muchos daños
en guerra tan prolongada.
   Que a la sombra guarecidos
de las huertas y olivares,
bajaban como bandidos,
y robaban atrevidos
alquerías y lugares.
   Los cristianos toleraban
con rabia tales desmanes
y vengarse meditaban,
mientra ufanos ocupaban
la villa los musulmanes.
   Éstos, por cierto, valientes,
eran pocos, confiados
en el brío de sus gentes;
los otros, que eran prudentes,
los cogieron descuidados.
   Con fosos y torreones
guarda hoy la morisca villa
en sus pardos murallones
los sobrepuestos blasones
de Aragón y de Castilla.
   Que los nuestros la asaltaron,
y guardarla no supieren
los moros que la fundaron;
cinco veces la ganaron
y otras cinco la perdieron.
   Por eso los vencedores
alzaron doble muralla,
y alzaron torres mayores
para quedar los mejores
en el sol de la batalla.
   Por eso una sola senda
dejaron en todo el cerro,
porque más fácil se atienda
la sola puerta de hierro
si se empeña la contienda.
   Por eso están los cristianos
malamente entretenidos
en casa de los villanos,
en pensamientos livianos
con las mozas divertidos.
   Que osados y licenciosos
son además los soldados
cuando en puestos apartados
les dejan vivir ociosos
por fuertes o por cansados.
   Pero avaros de venganza,
mas advertidos los moros,
hicieron punta a su lanza
mientras ellos en holganza
jugaban zambras y toros.
    «De más a esos perros ya
la villa estuvo sujeta,
dijeron; vamos allá,
que por nosotros está
la voluntad del Profeta.»
   Misteriosa expedición
propusieron a tal fin;
y para aquesta ocasión
dieron gentes en unión
la Alhambra y el Albaicín.
   Salió el viejo rey Hazem
con gente muy escogida,
y dicen los que le ven:
«Alá té lleve con bien,
y vuelvas con honra y vida.»
   Saludóles al pasar
el musulmán con la mano,
diciendo el arco al cruzar:
«Le tengo de festonar
con cabezas de cristiano.»

       La tarde estaba nublada,
el viento ronco mugía,
y gruesa lluvia pesada,
la noche apenas entrada,
en anchas gotas caía.
   Veló medrosa la faz
la luna entre nubes pardas,
y brilló en la obscuridad
el relámpago fugaz
en broqueles y alabardas.
Caídos los martinetes
sobre las mojadas telas
revueltas en los almetes,
caminaban los jinetes
el lodo hasta las espuelas.
   Mohino el Rey por demás,
iba escuchando el rumor
de los pasos a compás;
después iba un atambor,
y los soldados detrás.
   Iban entre los peones,
en vez de picos y palas
y estrepitosos cañones,
muchos moros con escalas
para entrar los torreones.
   La luz del siguiente día
apenas cumplida fue,
ya Zahara se descubría;
llegó la noche sombría
y la tocaron al pie.
   Contó el Rey cuidosamente
las hogueras y señales;
consultando diligente,
sus espías y su gente
partió en dos bandas iguales.
   Guardando el cerro dejó
los jinetes y escuderos,
y él mismo después trepó
con algunos caballeros
y soldados que tomó.
   Seguía la tempestad,
zumbaba agitado el viento
rodando en la obscuridad
y azotando la ciudad
con temeroso concento.
   Se oía caer bramando
la lluvia de las montañas,
de peña en peña chocando.
a la llanura arrastrando
espinos, olmos y cañas.
   Y en el alto torreón
aturdido el centinela,
murmuró humilde oración
acurrucado al rincón
de la covacha en que vela.
   Y al calor de su gabán,
con el monótono arrullo
que allí las aguas le dan,
durmió rendido su afán
oyendo el vago murmullo.
Soltó la lanza su mano,
fijó el rostro en la rodilla,
y así soñó el veterano
una aurora de verano
en un lugar de Castilla.


II

   Es grato en el blando lecho
oír el viento que brama,
y el agua que se derrama,
sobre los techos rodar;
oír en la estrecha calle
el rumor acelerado
de las armas del soldado
que acaban de relevar.
   Y en confuso remolino
oír crecer la tormenta,
que cambia, al pasar violenta,
las veletas de metal;
y oír zumbar sacudida
la mal sujeta campana,
y oír en la ancha ventana
temblar hendido el cristal.
   El desvelado maldice,
el tímido infante llora,
la madre le mece y ora
-con religioso pavor;
el enfermo se acongoja
y el amante desespera,
que acaso vela y le espera
entre las rejas su amor.
   Los de Zahara, silenciosos,
o velaban o dormían;
sólo en la villa se oían
en la densa obscuridad,
el agua de las goteras,
el vago mugir del viento
y el ronco y medroso acento
de la negra tempestad.
Sólo en apartada torre
del mal guardado castillo,
con el fulgor amarillo
de una lámpara al morir,
velan algunos soldados,
y se siente desde fuera
el rumor de una quimera
y jurar y maldecir.
   Se sienten sus carcajadas,
sus apodos insolentes,
que en todo hallan tales gentes
contentamiento y placer.
Se juntan en borracheras
para acabarlas riñendo,
y vuelven, en concluyendo,
desde reñir a beber.
   Y en el calor de la orgía
y el vapor de los licores,
disertan de sus amores
en obsceno platicar;
que su lengua irreligiosa,
sin respetos y sin vallas,
sólo de sangre y batallas
o mujeres ha de hablar.
   De éstas se miran algunas
con los soldados más mozos,
en impúdicos retozos
y deshonesto ademán,
que osadas y descompuestas
o blasfemando o riñendo,
hasta embriagarse bebiendo
desatinadas están.
   La trémula llamarada
de una hoguera agonizante
presta a su rudo semblante
una expresión más feroz;
y recibiendo la bóveda
la algazara en su ancho hueco,
remeda con largo eco
la desentonada voz.
   Harto de vino y de amores,
en dos bancos apoyado,
cantaba un viejo soldado
al son de un roto rabel,
o hiriendo a compás la mesa
con plato, copa o cuchillo,
aullaban el estribillo
ellos y ellas con él.
   Brindaban, y a cada brindis
insensatos blasfemaban,
y reían y danzaban
completando la embriaguez;
y sus sombras en silencio,
gigantescas, agitadas,
cual fantasmas convidadas
erraban por la pared.
   «¡A ellos!», gritaron voces,
y entraron el aposento
diez a diez y ciento a ciento
los moros del rey Hazem,
y apenas a las espadas
acudieron los cristianos,
les cercenaron las manos
y las cabezas también.
   Lidiaron acaso algunos,
pero tantos les entraron,
que al fin los acuchillaron
con las hembras a la par.
A los gritos de los moros,
los cristianos despertaban;
pero ¡los tristes se hallaban
cautivos al despertar!
   La soñolienta pupila
prestaba crédito apenas
a las cuerdas y cadenas
con que atados dos a dos
por los árabes se vieron,
a quienes con lengua y ojos
pedían piedad de hinojos
en el nombre de su Dios.
   Las lágrimas de las madres,
de los niños los sollozos,
los esfuerzos de los mozos,
el dolor de la vejez,
son inútil resistencia,
porque a todos los infieles,
atados como lebreles
los arrastran a la vez.
   En vano lucha la virgen
desesperada con ellos,
que con sus propios cabellos
mordaza o cordel la dan;
en vano niños y enfermos
yacen sin fuerzas postrados;
en tropel, como ganados,
todos a los hierros van.
   Fueron ¡por Dios! tristes horas
las de noche tan sangrienta:
¡a quien de allá pidan cuenta,
malas cuentas ha de haber!
que si hay justicia en los cielos,
de tanta vida inocente,
una vida solamente
ha muy mal de responder.


III

   Medrosa de tanto duelo
subió al Oriente la aurora
entre cortinas de nubes
que la apagan o la embozan.
Lloraba el cielo por ellas
hilo a hilo y gota a gota,
sin que el sol tornasolara
las lágrimas con que lloran.
Andaba el aire aturdido
sin hallar sitio en la atmósfera,
que asaltada por la lluvia,
entre la lluvia se ahoga;
y tanta gala los cielos
ostentan cuando la acosan,
que con mundos de cristal
la bloquean y la toman.
Lloraba el cielo por Zahara,
que acaso por pecadora
la castiga, y ver no quiere
los males con que la azota.
Cerróse en agua, y con ella,
cerró su misericordia;
vendó con nieblas sus ojos,
y su clemencia hizo sorda,
por no ver al rey Hazem,
que en medio la gente mora,
amarra dos mil cristianos
al carro de su victoria.
Cabalgaba el agareno
sobre una yegua de Córdoba
con la crin hasta el estribo,
y hasta la tierra la cola;
y como el cielo la empapa
en las aguas que la mojan,
la cola y la crin parecen
de espumas, algas y esponjas.
La plaza cercan los moros,
donde dos a dos arrojan
los cristianos que cautivan,
los cautivos que sollozan.
Allí mujeres y ancianos,
allí vírgenes y esposas,
juntan a golpes y a gritos
entre algazara y chacota.
Casi desnudos los llevan
a todos por más deshonra
hasta el centro de la plaza,
donde a la intemperie opongan
la desnudez de las carnes,
su temblor y sus congojas;
y a los ojos de los moros
los defectos de las formas
o las castas perfecciones,
que con torpes ojos hozan.
El noble rostro hacia el suelo
los tristes vencidos tornan,
por ocultar en los ojos
las lágrimas con que lloran;
que la libertad perdida
sin infamia nos agobia,
pero mata y avergüenza
perder libertad y honra.
Caíales por los hombros
el agua, porque furiosas
en su cabeza las nubes
reventadas se desploman;
que cuando al fin Dios castiga,
muestra su justicia toda,
pues la maldad de los hombres
toda su clemencia agota.
   Mandó Hazem que los cristianos,
guardados por buena escolta,
vayan delante a Granada
por la vereda más corta;
mas viendo que los ancianos
y los enfermos lo estorban,
a su guardia de gomeles
dijo impaciente en voz ronca:
«Llegarán los que llegaren;
los mozos a las mazmorras,
las muchachas al serrallo,
y los viejos a la horca.»

   Preparan los granadinos
bohordos en Bibarrambla,
torneos para los nobles,
para el pueblo luminarias.
Cuelgan de púrpura y blanco
miradores y ventanas,
y el populacho a las puertas,
al Rey impaciente aguarda.
En la vega están los ojos
y en la vía de Zahara,
que el Rey envió corredores
a decir que está ganada.
Añafiles y atabales
por honra y por fiesta sacan,
y en corros moros y moras
gritando y riendo saltan.
«¡Viva el Rey!» dicen algunos,
y otros gritan: «¡Muera Zahara!»,
y todos a los vencidos
insultan, mofan e infaman;
que siempre quien vence grita
porque los vencidos callan,
porque las lenguas se sueltan
donde las manos se atan;
porque la risa provoca
tal vez la ajena desgracia,
y al que nace desdichado,
hasta compasión le falta;
que quien cae pone a los otros,
para que pasen, la espalda,
y maldición es que lloren
algunos lo que otros cantan.
Así ondean los pendones
en las torres de la Alhambra;
así Granada la bella
se viste imbécil de gala,
cantando hoy loca las glorias
que ha de maldecir mañana.
   Venir se ven los cautivos
entre la neblina parda
a pasos descompasados,
como los cautivos andan;
que como el alma les pesa,
así les tiembla la planta.
Delante y detrás los moros,
y por los lados, los guardan,
los alfanjes en la diestra,
los broqueles a la espalda.
Siguen después los jinetes
y nobles con el Monarca,
los lanzones en la cuja,
en el arzón las adargas;
mostrando bien los caballos
en su perezosa marcha
la fatiga del camino,
lo largo de la jornada;
que traen el arnés mohoso,
deslucidas las gualdrapas,
hasta las crines el lodo,
desde las crines el agua.
Cuando a la puerta de Elvira
los zahareños llegaban,
cantaba el pueblo su triunfo
con vítores y algazara.
Aplaudían con las manos,
con panderos y sonajas,
al son de los duros hierros
que los otros arrastraban.
Cesó de pronto el aplauso,
susurraron en voz baja
palabras que nadie oía,
pero todos murmuraban.
Ojos había en la turba
obscurecidos con lágrimas,
y ojos que con luz sombría
para maldecir miraban.
Desnudos y a la intemperie
los prisioneros entraban,
ancianos, madres y niños,
entre broqueles y lanzas,
sin respeto a su inocencia,
a su sexo y a sus canas.
Las madres, sus muertos hijos
traían desesperadas
en los maternales brazos
y en los brazos de su alma.
Movidos a compasión
los moros de pena tanta,
sus ojos de los cautivos,
indignados, apartaban.
Las madres libres, llorando,
atropellando los guardias,
a las cristianas cautivas
sus propias telas regalan,
y parten los alimentos
que a los moros preparaban,
entre los tristes esclavos,
que los devoran con ansia.
Algunos, más altaneros,
acaso los rehusaban,
que el pan de la esclavitud
entro los labios amarga.
   Alzóse Muley Hazem
en los estribos de plata,
viendo la piedad del pueblo
y la miseria cristiana.
Rabioso de que la plebe
le eche su crueldad en cara,
atropelló con su yegua
por la turba aglomerada,
dividiendo así los moros
y los esclavos de Zahara.
«¡Adelante! gritó airado,
con la voz ronca de rabia.
Todos son esclavos míos:
al serrallo las muchachas,
los mozos a las mazmorras,
donde más a luz no salgan,
y los viejos, que los maten,
pues no me sirven de nada.»
   Calló el pueblo amedrentado,
obedecieron los guardias,
y el Rey subió con los nobles
a toda rienda a la Alhambra.


IV

   Sentado está el rey Hazem
en un morisco almohadón,
y muchos moros se ven
cruzar el ancho salón
para darle el parabién.,
   A las puertas, reverentes,
delante su Rey se paran,
doblando humildes las frentes;
que al Rey miran tales gantes
como al mismo Dios miraran.
   Mirra y esencias de flores
arden en pebetes de oro,
y el sol de los miradores
anubla el humo de olores
que avaro respira el moro.
   El aire colman de ruido
dos fuentes azafranadas;
y en su murmullo perdido,
se oye el trinar dolorido
de las aves enjauladas.
   Porque en nichos de cristal
cerradas, las hay tan bellas
en la bóveda oriental,
que el aire parece mal
sólo porque está sin ellas.
   Las miró el viejo Muley.,
Y, viéndolas, suspiró:
«En vano me llaman rey,
dijo, si como ellas yo
esclavo soy de mi ley.
   »Que penan ellas así
en ese encierro, imagino;
mas ellas placen ahí,
y en eso quiso el destino
diferenciarlas de mí.»
   Volvió, con tal pensamiento,
a suspirar otra vez;
bajó el rostro macilento,
pero repuesto al momento,
demandó con altivez:
   «Los cristianos, ¿qué se hicieron?»
«En las mazmorras están
en cadenas», respondieron.
«Los condenados, ¿murieron?»
«Si no han muerto, morirán».
   Volvió el Rey a meditar,
de los suyos recelando,
y siguieron a la par,
las fuentes su susurrar
y los pájaros cantando.
   «Alá nos dio la victoria,
siguió el Rey; ¿qué dicen de ella?»
Todos callaron. «Fue gloria
ganarles villa tan bella.»
Tendránlo, a fe, en la memoria.
   Harto el rey Hazem habló;
los cortesanos callaron,
que el pueblo indignado vio
que los cautivos entraron
como perros que él ató.
   Y los moros presentían
que, la tregua quebrantada,
los cristianos entrarían
por las vegas de Granada
y a Zahara no olvidarían.
   Por eso, ante el Rey estaba
la turba sin contestar,
que mal con su Rey andaba
desque vid o que mandaba
a los viejos degollar.
   Callaba Muley Hazem,
sin hallar paso mejor;
que sabe el Príncipe bien
que sangre mancha también
el laurel del vencedor.
   Corrían entrambas fuentes,
trinaban los ruiseñores,
y el sol, en ambas corrientes,
sus rayos más transparentes
deshacía en mil colores.
   Los vidrios de las ventanas,
contornos dando a sus sombras,
estampan las formas vanas
de sus historias livianas
en las moriscas alfombras.
   El silencio a interrumpir
vino una voz de dolor:
«Preparaos a morir»,
se oía a gritos decir
a un hombre en un corredor.
   Todos el rostro tornaron
impacientes a la entrada,
y repetir escucharon:
«Tus glorias se marchitaron.
¡Ay de ti, bella Granada!»
   Entró el hombre en el salón,
de musulmanes cercado;
érase el tal un santón
que vivía en la oración,
del tumulto retirado.
   Pasó la noche corriendo,
gritando en la obscuridad:
«Granada, los estoy viendo.
¡Ay de la hermosa ciudad!
¡Tus muros están cayendo!»
   Los moros, viéndole entrar,
delante se le inclinaron,
y él siguió en su predicar:
«¡Los estoy viendo llegar,
y vuestros días contaron!.
   »¡Ay de ti, la desdichada
ciudad reina de ciudades
Por el cimiento horadada,
los cielos en ti, Granada,
lloverán calamidades.
   »Es en vano resistir.
¡Ay de ti, reina de Oriente!
¡Alá te manda morir!
Los estoy viendo venir.
¡Ay ciudad! ¡Ay de tu gente!»
   Harto ya Hazem de escucharle,
furioso le preguntó:
«¿Quién eres?» Sin contestarle,
gritando el santón siguió;
y el Rey volvió a preguntarle.
   «Enviado soy de mi Dios,
dijo el moro, y dióme el cielo
un mensaje para vos.»
Y el Rey: «Pues ve que en el suelo
no hay más oídos que dos.»
   Siguió entonces el santón,
muy loco o muy confiado,
su doliente relación,
con el Monarca encarado
y a guisa de inspiración:
   «La tregua está quebrantada,
y a muerte al traidor sujeta.
¡Ay de ti, bella Granada!
¡Cayó en ti, desventurada,
La maldición del Profeta!
   »Borrada su suerte halló
del pensamiento divino:
por ti, ciudad mucho oré;
y para leer tu destino,
hasta el cielo penetré.»
   Oyóle Hazem un momento,
y enfurecido además,
dijo, dejando su asiento:
«¡Quien leyó en el firmamento,
no puede llegar a más!»
   La turba ve estremecida
la rabia del Rey, y calla,
y el Rey dijo a su salida:
«Quitad a ese hombre la vida
en lo alto de la muralla.
   »Cuando vengan los cristianos,
siguió volviendo a los moros,
lanzas tenéis en las maros:
¡cerrad con ellos, villanos,
como cerráis con los toros!




ArribaAbajoPríncipe y Rey

Romance histórico




       Está la noche serena;
la luna, sin pardas nubes
que la empañen, limpia y clara
en el firmamento luce.
En derredor las estrellas,
con multiplicadas lumbres
tachonan del aire vano
los pabellones azules.
Eresma por entre peñas
su escaso raudal conduce
a las plantas de un alcázar
que en sus arenas las hunde;
y ya en montones de espuma
revoltoso se derrumbe,
ya con transparentes ondas
manso y humilde murmure,
nunca es más que un corto espejo
que adula la excelsa cumbre,
porque permita al palacio
que en su cristal se dibuje.
Está la noche serena,
y a pasos rápidos huye
sobre la choza pajiza
y la espléndida techumbre.
Calla el viento; el aura apenas
suelta ráfaga que ondule;
Eresma hace que sus ondas
no desvelen, sino arrullen,
y si algún pájaro errante
hay que el silencio interrumpe,
avergonzado se duerme
por no tener quien le escuche.
Mas no es tan hondo el silencio
que el aura a veces no crucen
los incompletos compases
que danza vecina arguyen.
Oyese el rumor lejano
de contenta muchedumbre
que entre cánticos y brindis
el sueño tenaz sacude.
La danza es en el alcázar,
que el príncipe Enrique cumple
hoy años, y a malgastarlos,
junta los más que le ayuden.
La copa de los placeres,
para que ansiosos apuren
cuantas damas y galanes
hay en Castilla, reúne.
La vida es corta; los días
se menguan y disminuyen;
la molicie es cortesana,
y los placeres son dulces.
¿Qué importa que el rey don Juan
contra los rebeldes luche?
El Príncipe vivo y goza,
que como a quien es le cumple.
¡Fiestas y danzas! Los reyes
no bon hidalgos comunes
en cuya frente se ostentan
el valor y las virtudes.
Una frente coronada
radia sólo tantas luces,
que los ojos atrevidos
a sus destellos sucumben.
Por eso suenan alegres
las chirimías y adules,
haciendo que sus compases
de sala en sala retumben;
por eso amoroso abrazo,
despertador de inquietudes,
los talles de las hermosas
al ceñidor sustituyen;
por eso el cendal flotante
gira en círculo voluble,
revelando lo escondido
tras lo que traidor descubre.
¡Oh! Hermosas son las hermosas
cuando, aspirando perfumes,
mas ocultos sus hechizos
entre transparentes tules,
sueltos los cabellos de ébano
en espirales y en bucles,
de amar y gozar sedientas
a los salones acuden.
Aquel aliento que envía
un suspiro a que se cruce
con un suspiro que deja
que aquél su lugar ocupe;
aquel murmullo continuo
que hace que el aura susurre
con mil acentos sin forma,
que entre sus pliegues confunde;
aquella blanda sonrisa
que vida en un alma influye,
mientras aguarda favores
en penada incertidumbre;
aquellos húmedos ojos
a cuya luz se destruyen
los hielos del corazón
cuando de esquivo presume;
tantos acasos pensados
que en rodeos mil conducen
al revuelto laberinto
de amantes solicitudes;
y todo ello en un palacio
donde tormentosa bulle
cuanta pompa, intriga y gala
la faz de un Príncipe influye
hacen que los corazones
tan embriagados se ofusquen,
que deliren paraísos
bajo el cieno que les cubre.
Espléndido está el salón,
y aunque mucho disimulen
las damas, están contentas
cuando los maridos sufren.
El Príncipe galantea,
y las damas de más lustro
le deben hoy tantas flores
cuanto algunos pesadumbres.
Porque él, con una en los brazos,
toda una danza interrumpe,
haciendo que en raudos círculos
mil veces el salón cruce.
Pie con pie, mano con mano,
al muelle, lánguido empuje,
la lleva en pos blandamente,
la suspende y la sacude.
Ella, adormecida, suelta,
sobre brazo tan ilustre,
más se abandona y descuida,
porque más él la asegure.
Flotan los rizos de entrambos,
los alientos se confunden,
crúzanse los pies veloces,
vagan los mantos volubles;
el labio pide a los ojos
osadía, amor y lumbre,
y los labios a los ojos
suplican que no pronuncien.
Los ojos suplen las voces,
la sonrisa el fuego encubre,
y así al amor y al placer
todo sirve y todo suple.
¡Espléndido está el salón,
todo el aire son perfumes,
música, citas, suspiros,
murmullo, plumas y luces!
Mas hay un hombre sombrío
a quien todos llaman Duque,
y a quien ninguno aventaja
en la gala que le cubre,
cuyos dos ojos tenaces,
sin que se aparten o muden,
en el Príncipe están fijos
cual si temiera que le harten:
si algún importuno acaso
su tenacidad reduce,
siempre a su objeto ambiciosos,
rápidos se restituyen.
Al acero se parecen,
que por más que se procure
doblarle contra el imán,
siempre hacia el imán resurte:
mientras, descuidado el Príncipe,
sin que su gozo perturben,
con una dama en los brazos,
por el salón baja y sube.
Es cierto que alguna vez
mira de reojo al Duque;
mas éste, firme y tranquilo,
ni lo busca ni la huye.
Es verdad que alguna vez
el primogénito ilustre
su voluptuosa pareja
por delante dél conduce;
y tal vez, aunque no altivo,
de distinguirle se excuse,
no se alcanza a comprender
si es que le honre o que le injurie;
mas el Duque no por ello
en desmán alguno incurre:
siempre el respeto lo sobra,
ya lo responda o le escuche.,

   Cesó la danza y la música,
que ya el albor se descubre
del alba, que por los vidrios
asoma sus turbias luces:
quedó el alcázar tranquilo,
despejó la muchedumbre,
sonó un beso, y don Enrique
entregó su dama al Duque.
Aquél dijo: «Hasta mañana.»
Contestó éste: «Si a Dios cumple.»
Y don Enrique, volviéndose,
siguióle la servidumbre.




ArribaAbajoLa cortina verde




       Son unas horas después,
y vense en su gabinete,
Inés en un taburete,
y don Enrique a sus pies.
   Testigos de sus deslices
en aquel retrete obscuro,
están colgados del muro
de Flandes cinco tapices.
   Toda sorpresa exterior
provienen las celosías
y dos dueñas, de vigías,
que están en el corredor.
   Lucha la luz con la sombra;
el rojo sol de Occidente
colora confusamente
las labores de la alfombra.
   Las flores, desde el jardín,
prestan al aura perfume,
y otro al fuego se consume
en el mismo camarín.
   Todo es paz, calma y quietud
en el retrete oriental;
mas si no es paz criminal,
no es la paz de la virtud.
   Don Enrique está hechicero;
doña Inés como una estrella;
voluptuosa está la bella,
y galán el caballero.
   En los ojos de la hermosa
se está mirando el galán,
y ambos atizando están
hoguera tan peligrosa.
   Ella, en recreo infantil,
destrénzale los cabellos,
bucles haciéndole de ellos
con sus manos de marfil.
   Él, con sonrisa liviano,
en acento adulador
dulces palabras de amor
la dice a la cortesana.
   Ella de orgullo suspira
gozando el favor Real,
aunque él interpreta mal
la vanidad que la inspira.
   Él mancebo y sin consejo,
en su amor se está abrasando;
pero ella está contemplando
su contorno en un espejo.
   Él la dice: «Hermosa estás»;
en silencioso desdén
dice ella: «Lo sé tan bien,
que advertirlo está de más.»
   Él, con el dulce reclamo
del silencio engañador,
traduciéndolo mejor,
añade: «Inés yo te amo.»
   Ella, culpando su exceso,
cuando más cerca la estrecha,
le da de sí satisfecha,
por cada palabra un beso.
   Y en larga conversación,
ella altiva, él importuno,
demuestra bien cada uno
el afán del corazón.
   Así el Príncipe decía
enajenado a la hermosa;
y astuta y voluptuosa,
ella así le respondía:

DON ENRIQUE

Un reino me aguarda, sí;
con él media vida diera
por gozar, Inés, siquiera
la otra media junto a ti.

DOÑA INÉS

Siendo Príncipe, señor,
dierais, existiendo un año,
cada mes un desengaño
a vuestro constante amor.

DON ENRIQUE

Pasiones fueran livianas,
pasatiempos nada más;
que no encontrara quizás
sino amor de cortesanas.
   Mas, Inés, viéndote a ti,
esquivarte fuera en vano.

DOÑA INÉS

Hoy me aduláis cortesano,
que estáis delante de mí.

DON ENRIQUE

Te lo juro, hermosa Inés:
diera mis Reales palacios,
mis coronas de topacios,
por vivir siempre a tus pies.

DOÑA INÉS

¿Tan bella, Enrique, os parezco?

DON ENRIQUE

Como tú no nacen dos,
y por ello, ¡vive Dios!
sufro mal que no merezco.

DOÑA INÉS

¿Vos por mí males?

DON ENRIQUE

Si a fe.

DOÑA INÉS

No os entiendo.

DON ENRIQUE

¿Me amas? Di.

DOÑA INÉS

En mi alma, de vos a mí
si hay diferencia no sé.
   Mas.....

DON ENRIQUE

¿Qué, Inés?

DOÑA INÉS

¿Habéis oído?
Jurara que algo sonó.

DON ENRIQUE

Nada he percibido yo.....
ilusión tuya habrá sido.
   Quedó Inés un punto en pie
escuchando perspicaz,
y asióla el Príncipe audaz
repitiendo: «Nada fue.»
   Y a fe que era la quietud
de aquel ansioso momento
tan honda en el aposento
como en desierto ataúd.
   Ningún rumor la turbaba,
ningún susurro se oía,
si alguna vez se eximía
la brisa que murmuraba.
Los vapores del perfume
que exhala el ancho pebete,
aroman el gabinete
y el aire que los consume.
   La rica tapicería
inmoble en el muro está,
y a sitio seguro da
cada puerta y celosía.
   Hay en el fondo una alcoba
que, aunque en la sombra se pierde,
espesa cortina verde
al ojo su interior roba.
   Tal vez el aura sutil
un instante la movió,
y eso sin dada causó
a Inés su terror pueril.
   Mas repuesta y sosegada
junto al Príncipe otra vez,
díjole con candidez:
«Tenéis razón: no fue nada.
   »Mas perdonad que haya sido
tan fácil para el temor,
que aunque os tengo mucho amor,
tengo miedo a mi marido.»

DON ENRIQUE

No me le nombres, Inés,
que hasta su nombre me irrita.

DOÑA INÉS

La vida, señor, me quita
con tan celoso como es.

DON ENRIQUE

¡Ah! ¡Inés mía, ese es el mal
que lamentaba hace poco!.....
Tengo de volverme loco
con un hombre tan cabal.
   No hay cortesano mejor
ni más puntual caballero,
en la obediencia el primero,
y el primero en el valor.
   No hay medio de hallarlo infiel
ni falta que acriminar,
ni encuentro qué castigar
por más que lo busco en él.
En la primera excepción
en que incurra, ha de morir.

DOÑA INÉS

Señor, ¿eso osáis decir?

DON ENRIQUE

Alma mía, celos son.
   No puedo pensar en paz
que él goza de tu hermosura,
cuando por igual ventura
me lamento sin solaz.
   ¿Te parece digna traza
de un Príncipe que osa amarte,
esperar por sólo hablarte
a que él se salga de caza?
   ¿Es digno de mi ambición
que cuando él parte tu lecho,
me dé yo por satisfecho
con verte por un balcón?

DOÑA INÉS

Pero yo, Enrique, os adoro.

DON ENRIQUE

Sí; y en ese amor sobrante
me arrebatas el diamante,
¡dándome el anillo de oro!

DOÑA INÉS

Os doy cuanto puedo dar.
No podéis más exigir.

DON ENRIQUE

Aunque él haya de morir,
tu amor sólo he de alcanzar.
   Ronco, ahogado, comprimido,
sonó un fugitivo acento,
como el rumor del aliento
largo tiempo detenido.
   Perdió la dama el color,
púsose el Príncipe en pie,
recelando ambos que esté
alguno en el corredor.
   Mas por el mismo lugar,
con muy recatada seña,
oyóse a la astuta dueña
por el corredor llamar.
   -Adiós, señor, dijo Inés,
que de partiros es hora.
-¿Hasta cuando?
-Por ahora.
Si gustáis, hasta después.
   -¿Tanta ventura es verdad?
-Os lo había prometido;
de caza está mi marido
válganos la obscuridad.
¿Vendréis?
-¿Cómo no?
-Atended;
no hagáis confianza vana,
abierta está la ventana
y es áspera la pared.
-Os entiendo: vendré solo.
-Sí, que la noche es obscura.
-¡Oh! Y por tamaña ventura,
fuera yo de polo a polo.-
   Salió el Príncipe, y la bella,
orgullosa por su amor,
saliendo hasta el corredor,
dejó el camarín tras ella.
   Todo en él fue soledad,
y la cortina arrugando,
vióse al Duque murmurando,
inmoble en la obscuridad.
   «He aquí que todo lo pierde
por no pensar mi mujer
que yo me puedo esconder
tras esta cortina verde.»