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Noticias biográficas y bibliográficas acerca de Don Diego Hurtado de Mendoza y sus obras, especialmente las comprendidas en este Tomo

     Llamados a coleccionar con escrupuloso esmero las obras de uno de los más ilustres y nombrados escritores granadinos, tenemos aceptada la obligación de hacerlas preceder de una introducción biográfica y bibliográfica, todo lo extensa que puedan producirla nuestros escasos conocimientos, y tan acabada como nuestras graves y multiplicadas ocupaciones nos lo permitan. Vamos, pues, a dar en este discurso cuantas noticias biográficas y bibliográficas han llegado hasta nosotros acerca de Don Diego Hurtado de Mendoza y sus obras, y más especialmente sobre las comprendidas en este tomo; deteniéndonos, según es de justicia y nos parece de necesidad, en el juicio crítico y en la particular bibliografía de la principal de aquéllas: La guerra de Granada. Así, parece lo mas lógico que dividamos en dos partes nuestro trabajo, cual corresponde a su índole biográfica y bibliográfica; empezando naturalmente por la biografía de nuestro autor, y examinando después sus obras, con las noticias bibliográficas que tenemos de las en este tomo contenidas; siendo la guerra de Granada la primera de aquéllas a que consagraremos nuestra atención; como es debido a su mérito, a su importancia y aun a su valor de localidad, que la hace tan recomendable a los granadinos.



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- I -

     D. Diego Hurtado de Mendoza nació en Granada, a fines del año de 1.503 o a principios del siguiente: pues en una carta suya, dirigida a Gerónimo de Zurita, con fecha 9 de Diciembre de 1.573, le manifestó que iba a cumplir 70 años; la cual hace ver que su nacimiento tuvo lugar en Diciembre de 1.503 o acaso en el mes de Enero siguiente. Que Granada es su patria, no puede hoy ya dudarse; a pesar de que Toledo le reclama como hijo suyo por boca del erudito D. Tomás Tamayo de Vargas en sus elogios de los célebres escritores carpetanos, cuya pretensión está completamente destituida de fundamento, por que consta que los padres de D. Diego Hurtado de Mendoza permanecieron en Granada en la indicada época del nacimiento de éste, a causa de ser necesaria su presencia en esta Ciudad, no de mucho antes conquistada y ya inquieta y revuelta por los moriscos desde 1.499, con aquel movimiento y aquella rebeldía que duraron largo tiempo. El Conde de Tendilla y Marqués de Mondéjar no podía de modo alguno abandonar a nuestro Reino en semejantes circunstancias; y tampoco es creíble que D.ª Francisca Pacheco, segunda mujer del Marqués y madre de D. Diego Hurtado de Mendoza, se apartase de su marido retirándose a Toledo para huir de las turbulencias de Granada; cuando aparece por la relación de Mármol, que aquella Señora, de ánimo heroico y varonil, se quedó con sus hijos pequeños, a manera de rehenes, en una casa junto a la Mezquita mayor, luego que el Marqués logró sosegar a los sediciosos que se alzaron en el Albaicín. Además, el mismo D. Diego, en una carta que escribió al Capitán Salazar, asegura que nació en Granada; firmándose, con arreglo al gusto de su época, con este dulce pseudónimo: el Bachiller de Arcadia, probablemente aludiendo de un modo delicadísimo a nuestro hermoso país, que desde tierra extranjera recordaría con amor, como más tarde otro ilustre granadino decía:

                                  Vi en el Támesis umbrío
cien y cien naves cargadas
de riqueza;
vi su inmenso poderío,
sus artes tan celebradas,
su grandeza.
   Mas el ánima afligida
mil suspiros exhalaba
y ayes mil;
y ver la orilla florida
del manso dauro anhelaba
y del Genil.

     Acerca de la genealogía de D. Diego Hurtado de Mendoza no hay ni la menor dificultad; pues todos sus biógrafos convienen en que fue hijo de Don Íñigo López de Mendoza, segundo Conde de Tendilla y primer Marqués de Mondéjar, procreado en su matrimonio con su segunda mujer D.ª Francisca de Pacheco, hija de Don Juan Pacheco, primer Duque de Escalona y Marqués de Villena; por lo cual nuestro D. Diego fue descendiente del famoso Marqués de Santillana, que tanto ilustró a la literatura española en el reinado de D. Juan 2.º

     De todas las biografías a que podemos referirnos, la que consideramos más completa es la escrita por Don Ignacio López de Ayala, e inserta por Sedano en su Parnaso Español (1770) a1 principio del tomo 4.º, la cual fue reproducida por Benito Monfort al frente de su edición de la guerra de Granada, hecha en Valencia, en 1.776 y calificada como la más bella y correcta, a la vez que la más completa de todas. Por lo tanto, y sin dejar de atender a las demás noticias que los otros biógrafos nos dan, vamos principalmente a ceñirnos la vida de Diego Hurtado de Mendoza compuesta por el citado López de Ayala.

     Logró D. Diego particular instrucción en su niñez y verosímilmente recibió la mayor parte de ella de Pedro Mártir de Anglería; porque habiendo éste sido el instructor de los hijos de casi todos los magnates de aquel tiempo, residiendo en Granada y estando tan obligado a los Mendozas, como que el primer Conde de Tendilla le trajo a España, por lo cual mantuvo el Pedro Mártir estrecha y franca comunicación con el D. Íñigo López de Mendoza padre de nuestro autor, es lo natural que Anglería facilitase a éste la enseñanza que con menor obligación había comunicado, y daba en aquel tiempo, a otros jóvenes distinguidos. Aprendió, pues, D. Diego las lenguas castellana y latina en Granada, y después la griega y la arábiga, en Salamanca; de lo cual hace mérito Ambrosio de Morales en su dedicatoria a D. Diego Hurtado de Mendoza de sus antigüedades de España, donde le dice: «Habiendo estudiado vuestra Señoría las tres lenguas latina, griega y arábiga en Granada y Salamanca, y después allí los derechos Civil y Canónico; y habiendo andado buena parte de España para ver y sacar fielmente las piedras antiguas della, pasó a Italia... etc.»

     Es infundado lo que algunos han dicho de que los padres de D. Diego trataron de consagrarle a la Iglesia; de lo cual no hay dato alguno, y antes bien el Marqués de Mondéjar en la Historia de la casa de este nombre, que existe manuscrita en la Biblioteca nacional, pone en duda semejante aserto, y se apoya en el citado testimonio de Ambrosio de Morales, quien estando tan enterado de la vida de D. Diego Hurtado de Mendoza en todos sus pormenores, no habría omitido seguramente esta noticia de su dedicación a la carrera eclesiástica, o de las tentativas hechas por sus padres para que la siguiese, a ser verdad que hubo semejantes propósitos. El hecho es que D. Diego pasó su mocedad militando en Italia y en otras partes; si bien hermanando, como otros muchos célebres españoles, el servicio de las armas con los estudios y la profesión de las letras. No constan en particular las guerras y batallas en que se halló; pero hablando él mismo del mal aparejo y desórdenes que veía en la guerra de Granada, de que fue historiador tan diligente, dijo: «que no podía por menos de acordarse de los numerosos ejércitos en que se halló, guiados por el Emperador D. Carlos y por el Rey Francisco de Francia: de donde puede inferirse, que se encontró entre los sitiadores de Marsella en 1.524, y en la batalla de Pavía; siendo tal vez el D. Diego de Mendoza cuya compañía tanto se distinguió en ésta, como afirma Sandoval. Igualmente es verosímil que concurrió a la guerra que se hizo contra Lautrec sobre el ducado de Milán, y a la batalla de la Bicoca en l522; así como a la entrada de Carlos 5.º en Francia en 1.536. Pero en medio de la inquietud y estruendo de las armas mostraba de continuo su ardiente inclinación a la literatura, y en el tiempo de invierno, en que aquéllas regularmente permitían más descanso, pasaba a las famosas Universidades de Bolonia, Padua, Roma y otras, donde el antiguo escolar de Salamanca y el discípulo de Pedro Mártir de Anglería, cultivaba las matemáticas, la filosofía y otras ciencias; teniendo por Maestros a Profesores tan célebres como Agustín Nifo y el sevillano Juan Montesdoca que murió en 1.532.

     Los talentos y laboriosidad de D. Diego Hurtado de Mendoza, juntamente con su esclarecida estirpe, le hicieron tan recomendable a los ojos del Emperador Carlos 5.º que le concedió éste todo su aprecio, y se lo mostró confiándole los negocios mas arduos y las Embajadas mas críticas que durante su imperio hubo. En 1.538 estaba ya D. Diego de Embajador en Venecia; y no sabemos si entonces, o en otra época de su larga carrera diplomática, formó el juicio del gravísimo empleo de Embajador que luego emitió con desembozada ironía en su carta a D. Luis de Zúñiga, cuando dice:

                                 Oh Embajadores, puros majaderos,
que si los Reyes quieren engañar,
comienzan por vosotros los primeros!

     Lo cierto es que en la embajada de Venecia prestó eminentes servicios; y ajustadas las paces, por influjo de Francisco 1.º, sucedió que los comisarios enviados por éste, que fueron muertos en el Po, llevaban instrucciones muy contrarias a los intereses de Venecia; de las cuales hizo D. Diego presentación al Senado, para que el mismo comprendiese las potencias de que debía fiarse, y conociera el error que había cometido en abandonar la alianza del Emperador y procurar mantener amistad con el Rey de Francia., que conspiraba contra la República.

     Además de desempeñar la embajada con esplendor, D. Diego Hurtado de Mendoza perseveró con tesón en el estudio, y sobre todo puso particular esmero en juntar manuscritos griegos, hacerlos copiar a grande costa, buscarlos y traerlos de los más remotos senos de la Grecia; de suerte que envió hasta la Thesalia y Monte Athos, a Nicolás Sofiano, natural de Corcira, a investigar y recoger cuanto hallase recomendable de la erudición griega. Valiose también de Arnoldo Ardenio, doctísimo griego, para que le trasladase, con extraordinarios gastos, muchos Códices manuscritos de varias Bibliotecas y principalmente de la que fue del Cardenal Besarion.

     Por este medio logró la Europa poseer muchas obras que no había aún visto, y quizá no vería, de los más célebres autores griegos, así sagrados como profanos; a saber: San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Cirilo Alejandrino, todo Archímedes, Herón, Apiano y otros. De su Biblioteca se publicaron las obras completas de Josefo; pero lo que principalmente lo ha hecho memorable fue el regalo que mereció al Gran Turco Solimán, por haberle enviado un cautivó a quien amaba con extremo libre y sin rescate; aunque Don Diego lo compró a fuerte precio de los que le habían aprisionado. El Gran Señor quería manifestar su agradecimiento con dones correspondientes a su magnificencia; pero Hurtado de Mendoza admitió solamente una recompensa propia de la nobleza de su nacimiento y del desinterés de un Ministro público. La Señoría de Venecia se hallaba con extrema escasez de granos, y por sacarla de tan estrecho ahogo pidió a Solimán que permitiese a los vasallos de aquélla comprar libremente trigo en los Estados Turcos y conducirle a los de la República. Logró esta petición, y otra segunda, que fue la remisión de muchos manuscritos griegos, que prefería a los más ricos tesoros. Varían mucho los autores sobre el número de ellos. Andrés Escoto no duda asegurar que recibió una nave cargada de manuscritos: Claudio Clemente copia las mismas palabras en la Historia de la Biblioteca del Escorial: Ambrosio de Morales y D. Nicolás Antonio aseguran que fueron seis arcas llenas. Últimamente, D. Juan de Iriarte en la Historia de los manuscritos griegos de la Librería Real de esta Corte, obra recomendable por su mérito y por las muchas noticias que da de varios escritos apreciables de célebres autores aún no publicados, rebaja extraordinariamente el número de volúmenes, y persuadido de poseer el catálogo de los manuscritos griegos de D. Diego que copió de un códice propio de la librería del Duque de Alba, aseguró que no fueron más que treinta y un volúmenes cuyo catálogo inserta en dicha Biblioteca.

     La casa de D. Diego Hurtado de Mendoza era la mansión de las personas eruditas, pues trataba a los sabios de Italia con la estimación de un hombre que lo era. En el Senado (dice López de Ayala) era un Demóstenes y un Sócrates en Casa: en aquél admiraban el torrente de su elocuencia los Senadores y en ésta embelesaba con su erudición, con sus noticias y discursos filosóficos a los Cardenales, Obispos, Nobles y Literatos que con gran frecuencia lo visitaban. En estas ocupaciones le vino a interrumpir el nombramiento de Gobernador de la República de Sena, rica y populosa Ciudad libre de la Toscana, que habiendo conservado por muchos siglos su independencia fue trabajada luego por la discordia y al fin tuvieron sus habitantes que apelar al Emperador implorando su patrocinio, el cual obtuvieron siéndoles enviado por Carlos 5.º el ilustre D. Diego Hurtado de Mendoza, quien alcanzó vencer por buenos términos todos los inconvenientes y mantener a los ciudadanos en perfecta tranquilidad.

     Por este tiempo, el Pontífice Pablo 3.º en su bula de 22 de mayo de 1.542 había designado a la Ciudad de Trento para la celebración del Concilio a que le instaba el Emperador, el cual estando en Barcelona en 18 de Octubre de aquel año, nombró por sus Embajadores para que le representaran en tan augusta asamblea al gran Canciller Granvela, su hijo el Obispo de Arras y Don Diego Hurtado de Mendoza,: quienes llegaron a Trento en 8 de Enero de 1.543; pues aun cuando el Marqués de Aguilar, Embajador de España en Roma, estuvo también nombrado para asistir al concilio, no se apartó de aquella Capital. Los legados del Papa fueron, en un principio, los Cardenales Morón, París y Polo, después los del Monte y Santa Cruz.

     D. Diego Hurtado de Mendoza tenía ostensiblemente la comisión de instar y apresurar cuanto posible fuese la reunión del concilio; mas los que solo miran en este una augusta asamblea de Prelados eclesiásticos para definir los dogmas y reformar canónicamente la disciplina de la Iglesia, no conocen ciertamente su historia, lo cual nos patentiza que, si no en sus sesiones públicas, en las secretas o preparatorias, fue aquél un Congreso europeo en donde se discutieron los más altos intereses políticos, y en que, por consecuencia, era muy necesaria la presencia de los hombres más capaces de manejarlos. Granvela pasó desde Trento a la dieta de Nuremberg, y no habiéndose adelantado en esta cosa alguna y creyéndose inútil que Hurtado de Mendoza permaneciera en Trento, se le comunicó la orden de retirarse, a fines de 1.543; volviendo a su embajada de Venecia, en la que le aguardaban asuntos de no pequeña entidad.

     Dos años más adelante, en el mes de Marzo de l545, fue otra vez Don Diego a Trento para la apertura del Concilio, y en unión de Granvela reprodujo las proposiciones que tenía hechas en cumplimiento de las instrucciones que llevaba. Entonces fue cuando Hurtado de Mendoza excitó la universal admiración con el discurso que pronunció en lengua latina, en la conferencia de 8 de Abril, delante de hombres tan competentes como el Cardenal Madrucci, y los Obispos de Feltre. (Tomás Copeggi) de la Caba (Tomás de San Félix) y de Bitondo (Fr. Cornelio Muro), franciscano; en cuya ocasión, a la par que de su sabiduría, dio muestras de su altivez castellana, pretendiendo sentarse inmediatamente después de los legados y antes del Cardenal Madrucci; siendo el resultado de la disputa que promovió y sostuvo con dignidad, colocarse de modo que ni cedió ni precedió. Si en 1.546 no se disolvió el Concilio, al acercarse a la Ciudad el ejército protestante del Tirol, debido en gran parte fue a la firmeza de D. Diego Hurtado de Mendoza, quien, ateniéndose siempre a las instrucciones del Emperador cuya representación ostentaba secundando lealmente su política, se opuso a la intentada disolución con aquella energía y aun con aquella impetuosidad que se dibujan en su carácter: si bien creemos que algunos historiadores contemporáneos exageran sus noticias y apreciaciones, cuando dicen (y a ellos se refiere Sarpi) que Don Diego amenazó al Cardenal dé Santa Cruz con echarle al río si persistía en aconsejar que el Concilio se disolviese.

     Aquejado de calenturas intermitentes, Hurtado de Mendoza tuvo que regresar a Venecia; mas no por ello desatendió ni su gobierno de Sena ni su representación en el Concilio. No asistió, a causa de su enfermedad, a las solemnes sesiones de 13 de Diciembre de 1.545 y 7 de Enero de 1.546; pero envió a su Secretario Alonso de Zorrilla, para que le excusase; prometiéndose poder concurrir a la tercera: cosa que le fue imposible, por haber ésta tenido lugar demasiado pronto, en 4 de Febrero dicho año. Por desgracia sus cuartanas se hicieron rebeldes y frustraron los buenos propósitos de Hurtado de Mendoza , quien, a toda costa, quería ir a la cuarta sesión; después de la cual, y estando ya nombrado para sustituirle D. Francisco de Toledo, llegó a Trento, desde Padua donde residía en busca de su salud, acompañado del Doctor Páez de Castro; siendo instado a concurrir por el mismo Toledo. Por fin concurrió a las sesiones 5.ª, 6.ª, 7.ª y 8.ª, celebradas en 17 de Junio de 1.546; 13 de Enero de 1.547; 3 de Marzo del mismo, y 11 del propio Marzo; en cuyo día acordó el Concilio trasladarse a Bolonia; si bien para evitarlo, se prorrogó su sesión inmediata hasta el 21 de Abril.

     Después de la escisión del Concilio, en el citado año de 1.547, fue D. Diego Hurtado de Mendoza nombrado embajador de España en Roma; llevando en su compañía a Manuel Pérez de Ayala, e instrucciones terminantes para sostener las pretensiones del Emperador, el cual mandó también a sus comisarios Francisco de Vargas y Martín Soria Velasco que protestasen en Bolonia sobre la traslación del Concilio a esta Ciudad. Con semejante motivo, y con toda la firmeza de su carácter, se presentó D. Diego en el consistorio, y dirigiéndose al Papa en presencia de los Cardenales, hizo una fuerte reclamación, que concluyó diciendo: que tenía orden de protestar contra la reunión de Bolonia: protesta que dio lugar a muchos incidentes en cuya narración no podemos detenernos, y que al cabo formalizó Hurtado de Mendoza en el año de 1.548 ante todos los cardenales y embajadores que se hallaban en Roma. Poco después protestó de nuevo ante el Papa en nombre y con orden especial del Emperador, con la natural energía de su carácter; y habiéndole aquél contestado: que parase mientes en que estaba en su casa, y que no se excediese, D. Diego le replicó: «que era caballero, y su padre lo había sido, y como tal había de hacer al pie de la letra lo que su señor le mandaba, sin temor alguno de su Santidad; guardando siempre la reverencia que se debe a un vicario de Cristo; y que siendo ministro del Emperador, su casa era donde quiera, que pusiese los pies, y allí estaba seguro.»

     Sería mejor referir más al pormenor los importantes servicios que prestó D. Diego en ocasión tan señalada y en circunstancias tan difíciles, los cuales el citado López de Ayala extracta de la historia del Concilio de Trento del Cardenal Palaviccino; y apartándonos ya de esta época de la vida de nuestro autor, volvemos a encontrarle en España por los años de 1.554, y le hallamos ora en el Consejo de Estado, ora en compañía de Felipe 2.º en la gran jornada de San Quintín, en 1.557. Después de ésta, se mantuvo en la Corte de España con menos aceptación por parte del nuevo Rey de la que justamente había merecido al Emperador. Entonces publicó algunas de sus cartas en que se distinguió, más que por su aguda crítica, por su estilo elocuente y lleno de los más delicados primores del habla castellana; si bien se encubría con el pseudónimo del Bachiller de Arcadia o Bachiller Arcade. Y le sucedió entonces que hallándose en Palacio tuvo palabras muy duras con cierto caballero, a quien se vio en la necesidad de quitar su puñal y arrojar por un balcón: hecho ruidoso que desagradó mucho al severo Rey D. Felipe, quien tomándole a desacato y sin atender a sus legítimas excusas, le desterró de la Corte.

     Retirado D. Diego a Granada, vivió tranquilamente consagrado al estudio en su honrosa y respetable ancianidad, dedicado principalmente a escribir su historia de la guerra de los moriscos, parte de la cual vio, como dice, y parte oyó de las personas que en ella pusieron las manos, y el entendimiento. No llevaba, sin embargo, de buen talante el destierro, como lo insinúa en la última estrofa de la canción que dirigió a D. Diego de Espinosa su amigo, Presidente de Castilla, felicitándole por el Capelo que la Santidad de Pío V le concedió en el mes de Marzo de 1.568. Aquí ora consultado de los sabios sobre distintas materias y en particular acerca de las antigüedades de España, como consta por la dedicatoria de Ambrosio de Morales, donde celebra éste su extraordinaria erudición en la geografía y su grande juicio para determinar qué sitios y pueblos modernos corresponden a las Villas y Ciudades antiguas, para lo cual hacía muy útil uso de las lenguas griega hebrea y árabe que nunca dejó de cultivar, dedicándose singularmente a las antigüedades arábigas y habiendo juntado más de cuatrocientos Códices árabes, como lo atestigua Gerónimo de Zurita, a quien comunicó algunos datos para sus anales de Aragón.

     D. Diego Hurtado de Mendoza en los últimos años de su vida, postrado por la edad y las enfermedades, buscó alivio a sus dolencias en la comunicación con Santa Teresa de Jesús y otras religiosas de su Orden, con las cuales nuestro autor sostuvo una notable correspondencia, no menos que con el P. Fray Gerónimo Gracián de quien era muy conocido y estimado. No vivió mucho después. El Rey Felipe le permitió ir a la Corte, y habiendo Don Diego encomendado a Zurita que le buscase habitación proporcionada e inmediata a la suya, juntó sus libros de que hizo ofrenda al Rey, emprendió su viaje y logró al cabo llegar a Madrid, donde a los pocos días le acometió la última enfermedad y se le acabó la vida en Abril de 1.575.

     De ningún modo podemos terminar esta biografía mejor que repitiendo algunas palabras del biógrafo que nos ha servido de guía: «Tuvo religión, dice, sin mezcla de superticiones y fue tenaz y constante en los empeños que emprendía; resuelto e incapaz de miedo en la ejecución de ellos; celoso del bien público que defendía aun exponiendo su persona; diestro en el manejo de los negocios; perspicaz en el conocimiento de los hombres, de los que se valía el tiempo que le aprovechaban. Esto como Ministro público: como particular era afable, humano, amigo y protector de los sabios, inclinado a honestas diversiones y a la conversación de los hombres doctos. Declinaba tal vez en algunas chanzas y agudezas satíricas, como lo manifiestan muchas de sus poesías inéditas y algunas impresas. La gloria inmortal con que este grande hombre siguió las carreras militar, política y literaria, merece, sin duda, un elogio histórico más bien acabado que éstas imperfectas noticias.»



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- II -

     D. Diego Hurtado de Mendoza dejó escritas las obras siguientes:

     Guerra de Granada.

     El Lazarillo de Tormes.

     Diálogo entre Caronte y el alma de Pedro Luis Farnesio.

     Carta burlesca al Capitán Pedro de Salazar.

     Estas cuatro son las comprendidas en el presente tomo.

     También se dice escribió algunas que no se llegaron a imprimir, como son:

     Paraphrasis in totum Aristotelem.

     Traducción de la mecánica de Aristóteles.

     Comentarios políticos.

     Conquista de la Ciudad de Túnez.

     Batalla Naval.

     Y en la Biblioteca nacional se conservan inéditos algunos manuscritos, que se atribuyen a este escritor; a saber:

     Sus Representaciones.

     Cartas al Rey y otras personas.

     Notas a un Sermón portugués.

     Cartas sobre la vida de Cantariveras; cuyo verdadero autor parece fue D. Eugenio de Salazar y Alarcón.

     En el año de 1.610 se publicaron en Madrid las obras poéticas del insigne Caballero D. Diego de Mendoza, Embajador del Emperador Carlos V en Roma, por Frey Juan Díaz Hidalgo, dedicadas a D. Diego López de Mendoza, cuarto Marqués de Mondéjar.

     La Guerra de Granada, como se ve, es la primera y más importante de las obras de nuestro autor, y la que formó y asegura su mayor fama, tanto por su ingenio cuanto por su elocuencia; proporcionándole las dos coronas de historiador y hablista. Es menester, por consiguiente, detenernos muy en particular en el estudio de la Guerra de Granada.

     En cuanto a su bibliografía, tenemos que la primera edición de esta obra se hizo en Madrid por Luis Tribaldos de Toledo en el año de 1.610, en cuarto: después se reprodujo en Lisboa por Craestek, en 1.627; en Madrid, en la imprenta Real en 4.º en el año de 1.674; en Valencia, por Cabrera en 1.730, y por Mallen y Berard en 1.830, en 8.º; y en París en el Tesoro de Historiadores españoles, en 1.840: en Barcelona en 1.842; imprenta de Juan Oliveres, se reprodujo la edición más correcta; o sea, la hecha en Valencia por Monfort en 1.776 en 4.º; en la cual por primera vez se publicó el trozo que faltaba al fin del libro 3.º, hallado por Luis Tribaldos el año de 1.628, y que suplió en la primera edición el Conde de Portalegre. Finalmente, en la Biblioteca de Autores españoles desde la formación del lenguaje hasta nuestros días, que con tan grande acierto y tanta gloria suya está publicando el Sr. D. Manuel Rivadeneyra, se ha vuelto a reproducir la edición de Monfort, con sus notas, en el tomo XXI, bajo el título de Historiadores de sucesos particulares colección dirigida e ilustrada por D. Cayetano Rosell.

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     Varias introducciones han sido puestas a la Guerra de Granada de Hurtado do Mendoza. Nosotros conservamos al frente de esta obra clásica el prólogo de Luis Tribaldos de Toledo, a quien es debida la edición príncipe, o sea, la de Madrid de 1.610. Sin embargo, no creemos deber condenar al olvido, y antes nos consideramos en la obligación de insertar, como lo hacemos a seguida, la introducción de D. Juan de Silva, Conde de Portalegre, Gobernador y Capitán General del Reino de Portugal, a la Historia de Granada de D. Diego de Mendoza, que dice así:

     «Mostró D. Diego de Mendoza en la Historia do la Guerra de Granada tanto ingenio y elocuencia, que, al parecer de muchos, adelantó un gran trecho los límites de la lengua castellana. Es el estilo tan grave, y tan cubierto de artificio, que hizo competir una materia estrecha y humilde con las muy finas de estado y con cuantos misterios quiere Marchinveli colegir de Tito Livio. Fue muy diestro en la imitación de los clásicos, tanto, que sin perjuicio de nuestra lengua, con propiedad y sin afectación, se sirve de los conceptos, de las sentencias y muchas veces de las palabras de los autores latinos traducidos a la letra, y se verán en esta obra cláusulas enteras y mayores pedazos de Salustio y de Cornelio Tácito. Guardó con gran destreza el rigor a la apariencia de la neutralidad, loando enemigos y culpando amigos: en lo primero, se igualó a los mejores, porque no alaba más ni de peor gana Salustio a Marco Tulio, que Don Diego al Duque de Alba: en lo segundo, pienso quo eccedió a todos; porque hablando de su padre y de su hermano como de extraños, y de su sobrino cuasi como enemigo, allá no se por donde los torna a enderezar de manera, que vienen a quedar como les cumple, amenazados a la cabeza, heridos en la ropa, y al fin alabados. Hasta de las imperfecciones, que no le habían de faltar, puede ser loado; porque tiene gracia en ellas, no sabiendo refrenar cierta travesura suya que le inclina a burlar con las veras a veces demasiado. Tuvo todavía una gran desgracia esta historia, que por escrita en estilo tan diverso del ordinario, se corrompieron miserablemente las copias que della se sacaron, y fueron muchas; por que los que no la entienden, o a lo menos no la penetran, por la fama del autor la buscan y la estiman, obligándose a mostrar que gustan della. Y D. Diego también no castigaba mucho sus obras, en prosa o en verso; como suelen los grandes ingenios, que no liman con paciencia lo que labran. De aquí resulta notarle algunos (con causa o sin causa) que rompió los fueros de la historia y que merece más loor por partes que por junto. Resultaron asimismo tantos yerros en la ortografía y en la puntuación, que pasó el daño adelante a trocar, quitar y añadir palabras, sacando de su sitio las conjunciones y ligaduras de la oración. Costó trabajo enmendar de dos o tres copias esta, religiosamente como era justo, porque no se mudaron sino puntos, pasando pocas veces a otra parte las mismas palabras si la cláusula no se puede entender bien de otra manera, o quitando algunas; muy pocas, cuando son notoriamente superfluas. Finalmente, entre esta copia y cualquiera de los originales de donde se sacó, hay menos diferencia de las que ellas entre sí tenían.»

     Y ya que hablamos de la edición en que intervino el Conde de Portalegre, nos parece oportuno insertar aquí el complemento que éste puso al libro 3.º de la obra de Hurtado de Mendoza, y corrió en todas las ediciones desde la de 1.610 hasta la de Valencia de 1.776. Dice así:

     «Hemos llegado a un peligroso paso, donde D. Diego deja la historia rota por desgracia, si no fue de industria para ganar honra con la comparación del que la pretendiese continuar. Por que sea quien fuere, lo añadido sería de estofa mucho menos fina, y aunque se hallaran cuando esto se escribe testigos vivos y de vista, por cuya relación se pudiera perseguir cumplidamente lo que falta, será lo más seguro hacer tomarlo de esta quiebra, y no suplemento, imitando antes a Floro con Livio, que a Hirtio con César; pues no le bastó su tan docto, tan curioso, testigo de sus empresas y camarada (como dicen los soldados) para que no se vea muy clara la ventaja que hace el estilo de los comentarios al suyo. En el trozo que se corta se contiene la segunda salida del Sr. D. Juan en Campaña, el sitio peligroso y porfiado de la Villa de Galera, la expugnación de aquella plaza, la muerte de Luis Quijada, desgraciada y lastimosa, el suceso de Seron y de Tíjola; cosas todas de gran consecuencia y consideración, si D. Diego las escribiera, haciendo a su modo anatomía de los afectos de los ministros y de las obras de los soldados. Mas no se puede restaurar lo que se perdió (si algún día no se descubre); contentémonos con saber que:

     De Baza fue el Sr. D. Juan a Güéscar de donde salió el Marqués de los Vélez a encontrarle y tornó acompañándole con muestras de mucha cortesía y satisfacción hasta ponerlo a la puerta de la posada donde había de alojar. De allí tomó licencia sin apearse, admirándose los presentes, y con un trompeta delante y cinco o seis gentiles-hombres se retiró (sin detenerse) a su casa, de donde no salió después, porque, según se decía, no se quiso acomodar a servir con cargo que no fuese supremo.

     De Güéscar fue D. Juan a reconocer a Galera con Luis Quijada y el Comendador mayor: reconocida, hizo venir el ejército, sitiola por todas partes y alejose en el puesto de donde el Marqués se había levantado. El sitio de aquella Villa, se hace muy fuerte, porque está en una eminencia sin padrastros y estrechándose, va bajando hasta el río acabando en punta con la figura de una proa de galera, de que toma el nombre, dejando en lo alto la popa. Están las casas arrimadas a la montaña y ésta es su fortaleza y la razón por que puede excusar la muralla; porque siendo casa muro la bala que pasa las casas sale y métese en la montaña, y así viene a ser lo mismo batir aquella tierra que batir un monte. No se había esto experimentado con la batería del Marqués, porque no tenía sino cuatro lombardas antiguas del tiempo del rey D. Fernando (como se dijo atrás) que con las balas de piedra blanda no hacían efecto ninguno, por lo cual hizo D. Juan venir algunas piezas gruesas de bronce de Cartagena, Sabiote y Cazorla. Atrincherose con gran cantidad de sacos de lana, porque faltaba tierra y sobraba lana de los lavaderos que tenían en Güéscar los Ginoveses que la compran para llevar a Italia; no poniendo las sacas por costado sino de punta, por hacer mas ancha la trinchea: sucedió con todo alguna vez penetrar una bala de escopeta turquesa la saca, y meter al soldado que estaba detrás, con seguridad a su parecer. Batiose Galera con poco efecto, porque teniendo la muralla delgada, no hacían las balas ruina, sino agujeros, pasando de claro, los cuales servían después a los enemigos de troneras. Diósele el asalto por dos partes, y fueron rebotados los nuestros con notable daño en la superior, por no se haber hecho buena batería, y en la más baja, por la eminencia de los terrados, de donde los ofendían los moros con gran ventaja, como también lo hicieron en algunas salidas, que costaron mucha sangre nuestra y suya, y en una degollaron cuasi entera la compañía de Catalanes que traía D. Juan Buil. Con estos sucesos pareció que no se podía ganar la plaza por batería y comenzose a minar secretamente; pero no se los pudo esconder a los enemigos la mina; la cual reconocieron, y lo publicaban a voces de la muralla; visto esto, se ordenó que se hiciese otra juntamente, por consejo, según dicen, del Capitán Juan Despuche, con intento de hacer demostración que se arremetía, moviéndose los escuadrones hasta ciertas señales que estaban puestas para que volando la primera, se engañasen los moros, creyendo que era pasado el peligro y saliesen a la defensa. Sucedió ni más ni menos, y diose fuego a la segunda, la cual hizo tanta obra, que los voló hasta la plaza de armas, sin dejar hombre vivo de cuantos estaban a la frente; subieron los nuestros con trabajo, pero sin peligro y plantaron las banderas en lo más alto, que fue la ocasión de desconfiarlos del todo, y de rendirse sin resistencia degollándolos, sin excepción de sexo ni edad, por espacio de dos horas. Cansose el Sr. D. Juan y mandó envainar la furia de los soldados y que cesase la sangre. Murieron sobre esta fuerza veinte y cuatro Capitanes: cosa no vista hasta entonces; después dicen los de Flandes que compraron al mismo precio las Villas de Harlen y Maestrich, con que se confirma la opinión de los antiguos, que llaman a nuestra nación pródiga de la vida y anticipadora de la muerte.

     De Galera caminó el campo a Caniles la vuelta de Seron. Pasó Luis Quijada por la vanguardia, a reconocerle, y hallándole desamparado, porque la gente se subió a la montaña, se desmandaron algunos de los nuestros, y entraron sin orden a saquear la tierra; los moros los vieron, y bajaron de lo alto, dieron sobre ellos y pusiéronles en huida, tomándolos de sobresalto ocupados en el saco. Llegó Luis Quijada a recogerlos y amparándolos y metiéndolos en escuadrón, fue herido desde arriba, de un arcabuzazo en el hombro de que murió en pocos días. Era hijo de Gutierre Quijada, Señor de Villa García, famoso justador al modo castellano antiguo; sirvió al Emperador de paje, subiendo por todos los grados de la Casa de Borgoña, hasta ser su mayordomo y Coronel de la infantería española que ganó a Ternana, plaza muy nombrada en Picardía; y solo este caballero escogió, cuando dejó sus reinos «para que le sirviese y acompañase en el monasterio de Yuste, haciendo el oficio de mayordomo mayor de pequeña casa y de gran príncipe. Dejole encargado secretamente a D. Juan de Austria, su hijo natural: criole sin decirle que lo era, hasta el tiempo en que quiso el rey su hermano que le descubriese, siendo entonces Luis Quijada caballerizo mayor del príncipe D. Carlos, y después del Consejo de Estado y presidente de las Indias. La desgracia subió de punto por no dejar hijos. Sintió y lloró su muerte el Sr. D. Juan, como de persona que le había criado, y a quien tanto, debía. Detúvose en aquel alojamiento algunos días con muchas necesidades: los moros se recogieron en Tíjola y Purchena, y representáronse en este tiempo a nuestro campo tres o cuatro veces con cuatro mil peones y cuarenta o cincuenta caballos, extendiendo las mangas hasta tiro de escopeta de los nuestros. Ordenose que, so pena de la vida, ninguno trabáse escaramuza con ellos, y así, tornaron siempre sin hacer ni recibir daño; y el campo se movió para ir sobre Tíjola, y ellos se retiraron a Purchena, dejando a Tíjola bien guarnecida de gente y municionada. Saliose a la redonda; mas la tierra es tan áspera, que hubo gran dificultad en subir la artillería donde pudiese hacer efecto; en fin, se subió con grande industria, y se les quitaron las defensas con ella; habíase de batir más de propósito al día siguiente, pero los moros no lo esperaron, y saliéronse a los diez días de aquella noche por diversas partes, habiendo hurtado el nombre al ejército (cosa muy rara); y dándolo todos a las primeras postas a un mismo tiempo, rompieron por los cuerpos de guardia y salieron a la campaña. Perdiéronse tantos en esta salida, que los menos se salvaron. Por la mañana se siguió el alcance a los desmandados hasta Purchena, que se rindió sin resistencia, porque la gente estaba ya fuera, y no había sino mujeres, pocos hombres y alguna ropa. Algunos de los nuestros quedaron dentro, los más pasaron, siguiendo a los enemigos hasta el río de Macael. D. Juan pasó de Tíjola a Purchena y guarneciola: de allí fue, dejando presidios en Cantoría, Tavernas, Frexiliana y Almería, y llegó a Andarax, donde se juntaron el Duque de Sesa y el Comendador mayor. Venía el Duque de hacer su jornada, que concurrió con la misma de Galera que se ha referido, en este sumario; tornando a atar el hilo de la historia de D. Diego en el libro siguiente.»

     Hablando de esta obra el erudito D. Antonio: de Capmany y de Montpalau, en el tomo 3.º de su Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, emite el juicio siguiente:

     «De todos los escritos de este hábil político, el que le ha granjeado más celebridad y opinión en la república literaria, es su Historia de la guerra contra los Moros de Granada, de la cual entresacamos algunos pasajes, por haber parecido los más sobresalientes en la elección del estilo, grandeza de los pensamientos, y viveza de las imágenes. Con razón le han comparado algunos a Salustio, a quien imita, más que otro escritor español, en lo enérgico, preciso y sentencioso; pero en la austeridad e imparcialidad de su juicio es superior a todos, cuando pinta con sus colores propios los caracteres, costumbres y designios de los jefes y capitanes que pusieron el entendimiento o las manos en aquella guerra; sin adular a los cristianos ni a los moros, a los amigos ni enemigos, a los deudos ni extraños. En fin, es el primer historiador español que supo hermanar la elocuencia política; es decir, que supo juntar en una misma obra el arte de escribir bien con el de pensar. Su expresión, que es nerviosa y concisa, forma un estilo grave, tan lleno de cosas como de palabras, al cual da el último realce el uso oportuno de sentencias y reflexiones, cortadas por el mismo aire. Mas también hemos de confesar, que al paso que su elocución es noble, enérgica y grave, no es siempre fácil y natural en aquellos rasgos en que manifiesta su esmero en imitar la brevedad y rapidez de Salustio o de Tácito; si ya no era este rigor de laconismo hijo de la severidad de su condición. Tampoco se advierte mucha corrección en el estilo; por lo que me inclino a creer que el autor no cuidó de limar ni castigar este excelente parto de su extraordinario ingenio; a menos de que se quiera achacar a infidelidad y alteración de las copias que corrieron en los 36 años antes de su primera impresión, las frecuentes repeticiones de una misma palabra dentro de una oración, la ingrata asonancia o consonancia de las terminaciones duras de los infinitivos, y la supresión de artículos y partículas, que deja desatadas alguna vez las cláusulas.

     La concisión de Mendoza es algunas veces extremada en que sin duda afectó particular estudio; de tal manera que deja el sentido ambiguo y otras veces oscuro; defecto que no nace, como algunos han creído, de vocablos oscuros y latinizados (siendo claros y de buen romance los que usa); sino de la construcción de las frases, algunas mutiladas, digámoslo así, y otras desenlazadas, por faltarles las voces copulativas que ligan los miembros del período, o señalan las secciones o tránsitos de uno u otro; modos de hablar que solo admite la lengua latina, muy opuestos a la índole y claridad de la Castellana.

     Si es verdad que al estilo de este historiador le faltan fluidez, melodia y corrección, en recompensa le sobran precisión, vigor y energía. Ojalá hubiese tenido entonces el gusto de desembarazar el cuerpo de la narración de tantas repeticiones de las palabras liviano y liviandad, necesitar y necesitado, desasosegar y desasosegado, y otras favoritas suyas, que siembra a cada paso; y descargarlo de las muchas disgresiones sobre noticias erudito-geográficas, y explicaciones de costumbres, usos y linajes, que algunas repito al pie de la letra, y otras con muy poca variedad; las cuales, colocadas en forma de notas, como ilustraciones a la obra, no destruirían la uniformidad y vigor del estilo, ni cortarían la rápida pintura y serie de los sucesos. Lo más recomendable de la historia de Mendoza es: la introducción del libro primero, a imitación de la de Tácito, por la magnificencia de las ideas y fuerza de pincel; el discurso de el Zaguer, exhortando y animando a los moriscos, por la vehemencia y valor de la elocuencia; y la descripción del sitio de Sierra Bermeja, donde murió peleando D. Alonso de Aguilar, por la expresión patética de los afectos, sacada de las más tristes imágenes y melancólicos recuerdos.

     Siendo el estilo de Mendoza tan breve en la frase, cortada en alguna manera sobre el molde del latín, ningún escritor necesitaba de mayor exactitud en la puntuación ortográfica, y cabalmente ninguno la ha merecido más desatinada y monstruosa de sus editores; acabando por la impresión de Valencia de 1.776, a pesar del esmero que allí se promete y no se cumple. Admiro cómo se han hallado lectores que se confiesen enamorados de las ideas y estilo de este historiador; siendo imposible que leyendo las cláusulas desatadas o confundidas por la perversa ortografía, comprendan claramente el sentido del escrito ni la mente del escritor.»

     Benito Monfort en su edición de Valencia y año de 1.776, que según hemos dicho y a pesar de lo que expone Capmany, es la más correcta de todas, puso una advertencia preliminar; en la cual, a la vez que se confirman las anteriores apreciaciones del sabio crítico, «se manifiesta cómo, merced a Luis Tribaldos de Toledo, ha sido conservada y ostenta todo el carácter de autentecidad, que por su grande importancia merece la guerra de Granada. Dice así la advertencia de Monfort: 'Considerando que muchos de los libros con que nuestros. sabios españoles honraron en otros tiempos nuestra nación y asombraron las extranjeras, se habían hecho ya tan raros, que apenas se encontraban ejemplares con que satisfacer la ansia de los que les buscaban, aunque fuesen de malísimas ediciones; me apliqué a reimprimir algunos de ellos muy correctos y con mucha limpieza; pero, con harta admiración mía, he observado, que siendo así que en los tiempos de sus autores y en los inmediatos, se despacharon muchas reimpresiones, ahora son muy pocos los que los buscan; mas con todo, siguiendo mi inclinación en esta parte, llevo adelante mis ideas, y creo hacer a mi nación un servicio, que aunque ahora no se estime por muchos como tal, puede ser que con el tiempo se repute por muy grande. Así, doy a la luz pública la Historia de la guerra de los Moriscos de Granada, escrita por D. Diego Hurtado de Mendoza. Este célebre escritor, a quien con mucha justicia dan el nombre de Salustio Español, compuso su Historia cuasi al mismo tiempo que sucedió la rebelión; y se conservó manuscrita hasta que la publicó Luis Tribaldos de Toledo, en Madrid, año de 1.610, en cuarto. Todo el tiempo que pasó desde que fue escrita hasta su impresión, fue buscada, copiada y tenida en mucho aprecio por los eruditos, como se ve en el uso que de ella hicieron; pues Luis del Mármol copió a la letra algunos períodos en su segundo libro de la Rebelión, capítulo tercero. Lo mismo confiesa de sí el Padre presentado Fray Jaime Bleda en su Chronología de los Moros de España, libro sexto, capítulo primero. Reimprimiose después la Obra de D. Diego en Lisboa en 1.627. En Valencia se han hecho dos impresiones. En todas cuantas ediciones se han hecho hasta ahora, está incompleto el libro tercero, por faltarle el fin. Luis Tribaldos y D. Juan de Silva, Conde de Portalegre, creyeron que D. Diego había dejado incompleta su Historia, y por esta razón suplió el segundo lo que juzgó faltaba a la perfección de esta Historia. Después de impresa, halló Luis Tribaldos, año de 1.628 en la librería del Duque de Béjar una copia completa, y trasladando de su mano los pasajes que faltaban a la edición que había cuidado, los insertó en los lugares correspondientes de un ejemplar impreso, que fue de la librería particular de Felipe IV; y por esta circunstancia se guarda ahora entre los manuscritos de la Real Biblioteca. Se debe este descubrimiento a la Biblioteca Griega de D. Juan de Iriarte; y por no privar al público de tan precioso hallazgo, le ofrezco esta impresión íntegra y correcta; añadiendo al fin lo que el Conde de Portalegre suplió, para satisfacción de los curiosos, a quién es deseo servir.'»

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     Únicamente nos resta manifestar, con respecto a esta obra principal de nuestro autor (pues cualquiera se hará cargo de que no podemos, bajo concepto alguno, reproducir aquí los extensos análisis que incluyó Capmany en su Teatro histórico-critico de la elocuencia española, y en los cuales extractó la Guerra de Granada) que las notas que van puestas, en la forma correspondiente, son las mismas que, como marginales, encontramos, en la edición de Valencia de 1.776, o sea, la de Benito Monfort.

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     La segunda obra que insertamos en este volumen es La vida de Lazarillo de Tormes, y nos apresuramos a consignar que únicamente su primera parte es de D. Diego Hurtado de Mendoza. No obstante, hemos creído de nuestro deber publicar las dos segundas partes, una de autor desconocido, y la otra de un H. Luna, que parece ser un seudónimo adoptado por el Domínico Fr. Manuel Cardoso, porque completan esta novelita que nos parece importante, ora por la gracia y oportunidad de su invención, ora en cierto modo, por las bellezas de su estilo.

     En la edición hecha en Madrid, año de 1.844, imprenta de Don Pedro Omar y Soler, se encuentra, bajo la firma del Sr. D Bonito Maestro, una breve noticia sobre la novela titulada La vida de Lazarillo de Tormes y sus fortunas y adversidades, que bien merece la consideración de ser aquí citada y resumida:

     «Generalmente, dice, se presume que fue el autor de esta novela anónima D. Diego Hurtado de Mendoza, el que se supone la escribió en su juventud en Salamanca, cuando seguía sus estudios en aquella Universidad por los años de 1.520 al 1.530, y que no se imprimió por los motivos que se dejan conocer. Luego pasó a Italia en la carrera de las armas, en donde regularmente la leería a algunos amigos, que habiéndoles gustado se encargaron de imprimirla, sin poner su nombre; lo que se verificó por primera vez (según Brunet) en Amberes en 1.553, en 16.º Como Flandes era entonces una provincia Española, probablemente se remitirían a España algunos ejemplares; haciéndose por ellos en Burgos una reimpresión en el siguiente año de 1.554, que debe tenerse por la primera hecha en España: también en el mismo año se hizo nueva edición en Amberes, en 12.º; apareciendo en el de 1.555 una segunda parte igualmente anónima, y del mismo tamaño, que regularmente se encuentra encuadernada junta con la anterior del 54.»

     Continúa el Sr. Maestro manifestando, que la Inquisición prohibió la primera parte que era la conocida; pero como seguía imprimiéndose en castellano, fuera de España, particularmente en Amberes, y se introducían clandestinamente muchos ejemplares, dispuso espurgarla de varios lances que se podía sospechar atacaban en algo a las creencias religiosas de aquella época «reimprimiéndose ya en esta forma en Madrid en 1.573 en 8.º, en seguida de La Propaladia de Torres Naharro; en Tarragona en 1.586, y en Zaragoza en 1.599; así como en 1.603 se reimprimió de nuevo en Medina del Campo, y en Valladolid en el mismo año, ambas ediciones en 12.º y precedida esta última del Galateo español, de Lucas Gracián Dantisco, y del Destierro de ignorancia; expresándose en la portada que estaba castigado; y de ahí tomaría origen la equivocada voz de que Gracián fue quien la espurgó, sin duda porque los que la supusieron no habían visto la edición de 1.573 de que se ha hecho referencia. Y siguiendo el escritor a quien nos referimos en sus noticias, dice que en 1.652 se hizo otra impresión en Zaragoza, con segunda parte diferente de la de Amberes, compuesta por H. Luna, castellano, intérprete de lengua castellana en París; pero, debe suponerse que es suplantado el pueblo de la impresión, la cual parece haber sido hecha en Francia, ya porque no está espurgada como todas las que se verificaron en España desde 1.573; ya por su locución viciosa, y ya por el papel y tipo de la letra. En 1.664 se hizo otra edición en Madrid, sin segunda parte; en cuyos términos se han seguido haciendo las muchas que en España y aun en el extranjero, se han repetido hasta el día.

     El Sr. D. Benito Maestre hace notar, que los lances graciosos de esta novelita y la sal con que su autor los cuenta, gustaron mucho, no solo a nuestros nacionales, sino también a los mismos extranjeros; habiéndose hecho traducciones al francés, alemán e italiano; ésta última con el título El picariglio castigliano, y esto quizá sería lo que movió a algunos anónimos a escribir las dos segundas partes citadas; porque en efecto la primera deja (según costumbre de los novelistas de aquel tiempo) pendiente la novela; saliendo al público, como se lleva dicho, dos diferentes, la primera la del año de 1.555, anónima y sumamente disparatada; pues en ella se convierte Lazarillo en un pez llamado Atún, y bajo de esta forma cuenta lo que le pasó con sus compañeros durante la transformación y la otra la de 1.620, que sigue con más regularidad el estilo de la primera parte, y que algunos atribuyen a un fraile Domínico llamado Fr. Manuel Cardoso; a pesar de estar suscrita por H. Luna.

     Sin embargo, la verdad es que el mucho mérito de la primera parte oscurece el poco de las dos segundas, en términos de no saberse que se hayan hecho de ellas más que cuatro impresiones en español; esto es, la de Amberes en 1.555; una reimpresión de la misma en Milán en 1.587; la de París de H. Luna, de 1.620; y la supuesta de Zaragoza de 1.652.

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     El Diálogo entre Caronte y el alma de Pedro Luis Farnesio, considerado como hijo del Papa Paulo V, es una obra que parece escribió D. Diego Hurtado de Mendoza en imitación de Luciano. Está tomado el asunto de la muerte que varios nobles conjurados dieron al Pedro Luis Farnesio, siendo Duque de Plasencia y de Parma, en su mismo palacio, el día 10 de Setiembre de 1.547. Se dice que, cansados aquellos patricios de sufrir por una parte, las violencias del tiránico gobierno del Duque, y movidos, por otra, de las ocultas instigaciones de los enemigos de Farnesio, se arrojaron a cometer el crimen, que ningún hombre de buen criterio podrá disculpar, aun después de levantado a la esfera de la más elevada apoteosis por los demagogos de la revolución francesa del siglo diez y ocho, el hecho heroico del tiranicidio. Pero sea como quiera, lo que de ningún modo nos atreveríamos a afirmar, sin pruebas muy cumplidas, es que aquellas ocultas instigaciones que se asignan como causa determinante del asesinato, partiese del Emperador Carlos 5.º, siendo sus agentes D. Fernando Gonzaga, Capitán general de Milán, el castellano de Crémono, el Obispo de Arras y aun el mismo D. Diego Hurtado de Mendoza. Los que tales afirmaciones lanzan contra la memoria de tan insignes personajes, lo verifican apoyados únicamente en la voz que corrió por Italia en aquel tiempo; y hace muchos años que el sabio benedictino Feijoo destruyó con las armas de su ilustrada crítica y de su ironía incisiva y picante el falsísimo axioma de vox populo vox caeli.

     El argumento del Diálogo es el siguiente: El Duque Pedro Luis Farnesio baja, después de muerto, a la laguna Estigia, y tiene con Aqueronte un largo coloquio sobre los negocios de Roma y el concilio de Trento. La obra está escrita con aquel ingenio vivísimo y aquella sagaz política que D. Diego Hurtado de Mendoza usa en casi todos sus escritos; pero tiene la grande incongruencia de aparecer Aqueronte muy interesado por la causa de los cristianos; incongruencia que no debe atribuirse tanto a D. Diego Hurtado de Mendoza, cuanto al gusto general que había en su siglo, de mezclar en los trabajos de invención, las tradiciones de los gentiles con las de los cristianos. No es extraño que D. Diego de Mendoza haga que las almas de los cristianos vayan a la laguna Estigia a que Aqueronte las conduzca en su barca, cuando Miguel Ángel en su gran fresco del juicio final, pintaba al mismo Aqueronte empleado en ejercicio igual al que le dio la imaginación de los gentiles. Otros ejemplos pudiéramos citar, si les creyéramos necesarios para excusar a D. Diego.

     Del Diálogo de Caronte y Pedro Luis Farnesio existen dos copias manuscritas en la Biblioteca Nacional, y en la clásica del Sr. Rivadeneyra se halla impreso por primera vez, según afirma el ilustrado colector del tomo en que se encuentra inserto con otros opúsculos igualmente curiosos.

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     La carta que escribió D. Diego Hurtado de Mendoza oculto con el nombre del Bachiller de Arcadia, contra el Capitán Pedro de Salazar, autor de la crónica del Emperador Carlos V, trata de la guerra que el monarca español movió contra los Luteranos y rebeldes de Alemania, y los sucesos que en ella hubo. Imprimiose por vez primera en Nápoles el año de 1.548, y por segunda en Sevilla el año de 1.555, según unos, o 1.552 según quieren otros.

     Pero se cree generalmente que dicha crónica no es la misma contra la cual escribió el Bachiller de Arcadia su epístola; pues aquélla está dedicada a Felipe II siendo príncipe, y el libro de que trata ésta, a la Duquesa de Alba: la una, no tiene estampas de estandartes y banderas del enemigo; y la otra sí, según el testimonio de Hurtado de Mendoza; cuyas observaciones ha hecho el distinguido orientalista Sr. de Gayangos en su versión de la Historia de la literatura española de Mister Tiknor. Lo que parece más verosímil es, que la obra que criticó D. Diego Hurtado de Mendoza debió ser alguna relación sucinta de la batalla del Albis, relación escrita por Salazar , que luego la incluiría en la Historia de la guerra de Alemania. De todos modos, la carta de Don Diego merece colocarse entre las mejores de su género que hay en lengua Castellana; porque nada se puede dar que encierre una ironía más fina y penetrante. Otra epístola se dice que escribió también D. Diego, a nombre del mismo Capitán Salazar y en defensa burlesca de su libro; pero nosotros no la hemos podido aún obtener, y por eso no la incluimos en este tomo; reservándola, como igualmente las demás obras de D. Diego Hurtado de Mendoza no coleccionadas en el presente volumen, para formar con todas ellas otro de los que han de componer esta Biblioteca de escritores granadinos.



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Guerra de Granada



Hecha por el rey de España don Felipe II, contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes; Historia escrita en cuatro libros por don Diego de Mendoza.



Del Consejo del emperador don Carlos V, su embajador en Roma y Venecia, su gobernador y capitán general en Toscana. Publicada por el licenciado Luis Tribaldos de Toledo, cronista mayor del rey nuestro señor por las Indias.



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Luis Tribaldos de Toledo al lector

     Siendo D. Diego de Mendoza de los sugetos de España más conocidos en toda Europa, fuera cosa superflua ponerme a describirle; principalmente habiéndolo hecho en pocos pero elegantes renglones el Sr. D. Baltasar de Zúñiga. Tampoco me detendré en alabar esta Historia, ni en probar que es absolutamente la mejor que se escribió en nuestra lengua; porque ningún docto lo niega, y pudiéraseme preguntar lo que Archidamo lacedemonio a quien le leía un elogio de Hércules: Et quis vituperat? Solamente diré qué causas hubo para no publicarse antes; las que me movieron a hacerlo agora; qué ejemplar seguí en esta edición, y qué márgenes.

     Cuanto a lo primero, es muy sabido y muy antigo en el mundo el odio a la verdad, y muy ordinario padecer trabajos y contradiciones los que la dicen, y aún más los que la escriben. Del conocimiento deste principio nace que todos los historiadores cuerdos y prudentes emprenden lo sucedido antes de sus tiempos, o guardan la publicación de los hechos presentes para siglo en que ya no vivan los de quien ha de tratar su narración. Por esto nuestro D. Diego determinó no publicar en su vida esta Historia, y sólo quiso, con la libertad que no sólo en él, mas en toda aquella ilustrísima casa de Mondéjar es natural, dejar a los venideros entera noticia de lo que realmente se obró en la guerra de Granada; y pudo bien alcanzarla por su agudeza y buen juicio; por tío del general que la comenzó, a donde todo venía a parar; por hallarse en el mismo reino, y aun presente a mucho de lo que escribe. Afectó la verdad y consiguiola, como conocerá fácilmente quien cotejare este libro con cuantos en la materia han salido; porque en ninguno leemos nuestras culpas o yerros tan sin rebozo, la virtud o razón agena tan bien pintada, los sucesos todos tan verisímiles: marcas por las cuales se gobiernan los lectores en el crédito de lo que no vieron. La determinación de D. Diego me prueban unas gravísimas palabras, escritas de su letra al principio do un traslado desta Historia, que presentó a un amigo suyo, en que juntamente pronostica lo que hoy vemos: Veniet, qui conditam, et saeculi sui malignitate compressam veritatem, dies publicet. Paucis natus est, qui populum aetatis suae cogitat. Multa annorum millia, multa populorum supervenient: ad illa respice. Etiamsi omnibus tecum viventibus silentium livor indixerit, venient qui sine offensa, qui sine gratia judicet. (Sénec, epistol. 79.) Dije que no quiso sacarla; añado que ni pudo, porque no la dejó acabada, y le falta aún la última mano; lo que luego se echa de ver en repetir cosas que bastaban una vez dichas, como la significación de atajar y atajadores, los daños de la milicia concejil, y otras deste jaez; y aún mas, de algunas notables omisiones que hacen bulto y muestran falta, cual la de la toma de Galera y muerte de Luis Quijada, advertida y elegantemente suplida por el gran conde de Portalegre; y otra no menor, cuando siendo encomendado lo de la sierra de Ronda a los dos duques de Medina-Sidonia y de Arcos, cuenta muy extensamente el progreso deste; pero en el otro hace tan alto silencio, que ni aun nos declara las causas de no venir a la empresa; siendo así que para ello debió un tan grande señor tenerlas, y aun muchas y muy justificadas. Otras faltas apuntara, mas basten estas dos para ejemplo. Muerto D. Diego, viviendo aún personas que él nombraba, duraba el impedimento que en vida; demás de que los eruditos, a quien semejantes cuidados tocan, quieren más ganar fama con escritos proprios que aprovechar a la república con dar luz a los ajenos.

     Cuanto a lo segundo, hoy, que son ya pasados cerca de sesenta años, y no hay vivo ninguno de los que aquí se nombran, cesa ya el peligro de la escritura, no doliendo a nadie verse allí más o menos lucido; y aunque hay dellos ilustrísimos descendientes o parientes, por haber militado en esta guerra una muy gran parte de la nobleza de España, sería demasiado melindre y aun desconfianza celar alguna faltilla del difunto que les toca, cuando ninguna de las que se notan es mortal, ni de las que disminuyen la honra o la fama; porque éstas no las hubo ni se cometieron, ni D. Diego, siendo quien era, se había de olvidar tanto de sus obligaciones, que las perpetuase, aun cuando se hubieran cometido. Porque la historia escríbese para provecho y utilidad de los venideros, enseñándolos y honrándolos, no corriéndolos o afrentándolos, aun cuando para escarmiento quiera tal vez ensangrentarse la pluma. Tampoco me acobarda el quedar imperfecta; pues si este Júpiter olímpico, estando sentado, toca con la cabeza el techo del Templo, ¿adonde llegara con ella si se levantara en pie? Adonde si le colocaran y subieran en una basis?

     En esta edición lo que principalmente procuré fue puntualidad, sin dar lugar a ninguna conjetura, ni emendar alguno por juicio proprio: cotejé varios manuscriptos, hallándolos entre sí muy diferentes, hasta que me abracé con el último, y sin dubda alguna el más original, que es uno del duque de Aveiro, en forma de 4.º, trasladado de mano del comendador Juan Baptista Labaña, y corregido de la del conde de Portalegre, con el cual conocí cuan en balde había cansádome con otros. Este texto es el que sigo, sin alterarle en nada, y es el genuino y proprio de quien en su introducción habla aquel gran conde. Deseaba yo ornar las márgenes con lugares de autores clásicos, bien imitados por el nuestro, y no me fuera muy difícil juntarlos; mas guardándolo para la postre, me sobrevino esta enfermedad tan larga y pesada, que me imposibilitó; y porque se me da mucha priesa, los guardo para segunda edición, si acaso la hubiere, que espero serán muy gratos a los doctos. Dábame pesadumbre que fuese esta gran obra tan desnuda, que ni unos sumarios llevase, hasta que se me acordó de los que leí en un manuscripto desta Historia que ha tres años me prestó aquí un caballero que agora está en Lisboa, adonde al amigo que atiende a la edición encargué buscarlos y ponerlos; y según veo en los veinte pliegos que ya están impresos cuando esto escribo, podrán servir en el ínterin; y esto es cuanto se me ofrece decir al lector.



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Guerra de Granada



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Libro primero

     Mi propósito es escribir la guerra que el rey católico de España don Filipe el Segundo, hijo del nunca vencido emperador don Carlos, tuvo en el reino de Granada contra los rebeldes nuevamente convertidos; parte de la cual yo vi, y parte entendí de personas que en ella pusieron las manos y el entendimiento. Bien sé que muchas cosas de las que escribiere parecerán a algunos livianas y menudas para historia, comparadas a las grandes que de España se hallan escritas: guerras largas de varios sucesos, tomas y desolaciones de ciudades populosas, reyes vencidos y presos, discordias entre padres y hijos, hermanos y hermanas, suegros y yernos, desposeídos, restituidos, y otra vez desposeídos, muertos a hierro; acabados linajes, mudadas sucesiones de reinos: libre y extendido campo, y ancha salida para los escriptores. Yo escogí camino más estrecho, trabajoso, estéril y sin gloria, pero provechoso y de fructo para los que adelante vinieren: comienzos bajos rebelión de salteadores, junta de esclavos, tumulto de villanos, competencias, odios, ambiciones y pretensiones; dilación de provisiones, falta de dinero, inconvenientes o no creídos o tenidos en poco; remisión y flojedad en ánimos acostumbrados a entender, proveer y disimular mayores cosas; y así, no será cuidado perdido considerar de cuán livianos principios y causas particulares se viene a colmo de grandes trabajos dificultades y daños públicos y cuasi fuera de remedio. Verase una guerra, al parecer tenida en poco y liviana dentro en casa, mas fuera estimada y de gran coyuntura; que en cuanto duró tuvo atentos, y no sin esperanza, los ánimos de príncipes amigos y enemigos lejos y cerca; primero cubierta y sobresanada, y al fin descubierta, parte con el miedo y la industria, y parte criada con el arte y ambición. La gente que dije, pocos a pocos junta, representada en forma de ejércitos; necesitada España a mover sus fuerzas para alejar el fuego; el Rey salir de su reposo y acercarse a ella; encomendar la empresa a don Juan de Austria, su hermano, hijo del emperador don Carlos, a quien la obligación de las victorias del padre moviese a dar la cuenta de sí que nos muestra el suceso. En fin; pelearse cada día con enemigos, frío, calor, hambre, falta de municiones, de aparejos en todas partes; daños nuevos, muertes a la continua; hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada, y confiada en el sitio, en el favor de los bárbaros y turcos, vencida, rendida, sacada de su tierra, y desposeída de sus casas y bienes; presos y atados hombres y mujeres; niños captivos vendidos en almoneda o llevados a habitar a tierras lejos de la suya: captiverio y transmigración no menor que las que de otras gentes se leen por las historias. Victoria dudosa y de sucesos tan peligrosos, que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos los a quien Dios quería castigar; hasta que el fin della descubrió que nosotros éramos los amenazados, y ellos los castigados. Agradezcan y acepten esta mi voluntad libre, y lejos de todas las causas de odio o de amor, los que quisieren tomar ejemplo o escarmiento; que esto solo pretendo por remuneración de mi trabajo, sin que de mi nombre quede otra memoria. Y porque mejor se entienda lo de adelante, diré algo de la fundación de Granada, qué gentes la poblaron al principio, cómo se mezclaron, cómo hubo este nombre, en quién comenzó el reino della, puesto que no sea conforme a la opinión de muchos; pero será lo que hallé en los libros arábigos de la tierra, y los de Muley Hacen, rey de Túnez, y lo que hasta hoy queda en la memoria de los hombres, haciendo a los autores cargo de la verdad.

     La ciudad de Granada, según entiendo, fue población de los de Damasco (721), que vinieron con Tarif, su capitán, y diez años después que los alárabes echaron a los godos del señorío de España, la escogieron por habitación, porque en el suelo y aire parecía más a su tierra. Primero asentaron en Libira, que antiguamente llamaban Illiberis, y nosotros Elvira, puesta en el monte contrario de donde ahora está la ciudad; lugar falto de agua, de poco aprovechamiento, dicho el cerro de los Infantes, porque en él tuvieron su campo los infantes don Pedro y don Juan cuando murieron rotos por Ozmin, capitán del rey Ismael. Era Granada uno de los pueblos de Iberia, y había en él la gente que dejó Tarif Abentiet después de haberla tomado por luengo cerco; pero poca, pobre y de varias naciones, como sobras de lugar destruido. No tuvieron rey hasta Habuz Aben Habuz (1.014), que juntó los moradores de uno y otro lugar, fundando ciudad a la torre de San Josef, que llamaban de los Judíos, en el alcazaba; y su morada (1) en la casa del Gallo, a San Cristóbal, en el Albaicín. Puso en lo alto su estatua (2) a caballo, con lanza y adarga, que a manera de veleta se revuelve a todas partes, y letras que dicen: «Dijo Habuz Aben Habuz el sabio, que así se debe defender el Andalucía» Dicen que del nombre de Naath, su mujer, y por mirar al poniente (que en su lengua llaman garb) la llamó Garbnaath, como Naath la del poniente. Los alárabes y asianos hablan de los sitios como escriben; al contrario y revés que las gentes de Europa. Otros, que de una cueva a la puerta de Bibataubin, morada de la Cava, hija del conde Julián el traidor; y de Nata, que era su nombre propio, se llamó Garnata, la cueva de Nata. Porque el de la Cava, todas las historias arábigas afirman que le fue puesto por haber entregado su voluntad al rey de España don Rodrigo, y en la lengua de los alárabes cava quiere decir mujer liberal de su cuerpo. En Granada dura este nombre por algunas partes, y la memoria en el soto y torre de Roma, donde los moros afirman haber morado; no embargante que los que tratan de la destruición de España ponen que padre y hija murieron en Ceuta. Y los edificios que se muestran (3) de lejos a la mar sobre el monte, entre las Cuejinas y Xarjel al poniente de Argel, que llaman sepulcro de la Cava cristiana, cierto es haber sido un templo de la ciudad de Cesarea, hoy destruida, y en otros tiempos cabeza de la Mauritania, a quien dio el nombre de Cesariense. Lo de la amiga del rey Abenhut, y la compra que hizo, a ejemplo de Dido, la de Cartago, cercando con un cuero de buey cercenado el sitio donde ahora está la ciudad, los mismos moros lo tienen por fabuloso. Pero lo que se tiene por más verdadero entre ellos, y se halla en la antigüedad de sus escripturas, es haber tomado el nombre de una cueva que atraviesa de aquella parte de la ciudad basta la aldea que llaman Alfacar, que en mi niñez yo vi abierta y tenida por lugar religioso, donde los ancianos de aquella nación curaban personas tocadas de la enfermedad que dicen demonio (4). Esto cuanto al nombre que tuvo en la edad de los moros: tanta variedad hay en las historias arábigas, aunque las llaman ellos escripturas de la verdad. En la nuestra, conformando el sonido del vocablo con la lengua castellana, la decimos Granada, por ser abundante. Habuz Aben Habuz deshizo el reino de Córdoba, y puso a Idriz en el señorío del Andalucía. Con esto, con el desasosiego de las ciudades comarcanas, con las guerras que los reyes de Castilla hacían, con la destruición de algunas, juntos los dos pueblos en uno, fue maravilla en cuán poco tiempo Granada vino a mucha grandeza. Desde entonces no faltaron reyes en ella hasta Abenhut, que echó de España los almohades, y hizo a Almería cabeza del reino. Muerto Abenhut a manos de los suyos, con el poder y armas del rey santo don Fernando el Tercero, tomaron los de Granada por rey a Mahamet Alhamar, que era señor de Arjona, y volvió la silla del reino de Granada (5), la cual fue en tanto crecimiento, que en tiempo del rey Bulhaxix, cuando estaba en mayor prosperidad, tenía setenta mil casas, según dicen los moros; y en alguna edad hizo tormenta, y en muchas puso cuidado a los reyes de Castilla. Hay fama que Bulhaxix halló el alquimia, y con el dinero della cercó el Albaicín; dividiolo de la ciudad, y edificó el Alhambra, con la torre que llaman de Comáres (porque cupo a los de Comáres fundalla); aposento real y nombrado, según su manera de edificio, que después acrecentaron diez reyes sucesores suyos, cuyos retratos se ven en una sala; alguno dellos conocido en nuestro tiempo por los ancianos de la tierra.

     Ganaron a Granada los reyes llamados Católicos, Fernando y Isabel (1.492), después de haber ellos y sus pasados sojuzgado y echado los moros de España, en guerra continua de setecientos setenta y cuatro años, y cuarenta y cuatro reyes; acabada en tiempo que vimos al rey último Boabdelí (con grande exaltación de la fe cristiana) desposeído de su reino y ciudad, y tornado a su primera patria allende la mar. Recibieron las llaves de la ciudad en nombre de señorío, como es costumbre de España; entraron al Alhambra, donde pusieron por alcaide y capitán general a don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, hombre de prudencia en negocios graves, de ánimo firme, asegurado con luenga experiencia de rencuentros y batallas ganadas, lugares defendidos contra moros en la misma guerra; y por prelado pusieron a fray Fernando de Talavera, religioso de la orden de san Hierónimo, cuyo ejemplo de vida y santidad España celebra, y de los que viven, algunos hay testigos de sus milagros. Dieronles compañía calificada y conveniente para fundar república nueva; que había de ser cabeza de reino, escudo y defensión contra los moros de África, que en otros tiempos fueron sus conquistadores. Mas no bastaron estas provisiones, aunque juntas, para que los moros (cuyos ánimos eran desasosegados y ofendidos) no se levantasen en el Albaicín, temiendo ser echados de la ley, como del estado; porque los reyes, queriendo que en todo el reino fuesen cristianos, enviaron a fray Francisco Jiménez, que fue arzobispo de Toledo y cardenal, para que los persuadiese; mas ellos, gente dura, pertinaz, nuevamente conquistada, estuvieron recios. Tomose concierto que los renegados o hijos de renegados tornasen a nuestra fe, y los demás quedasen en su ley por entonces. Tampoco esto se observaba, hasta que subió al Albaicín un alguacil, llamado Barrionuevo, a prender dos hermanos renegados en casa de la madre. Alborotose el pueblo, tomaron las armas, mataron al alguacil, y barrearon las calles que bajan a la ciudad; eligieron cuarenta hombres autores del motín para que los gobernasen, como acontece en las cosas de justicia escrupulosamente fuera de ocasión ejecutadas. Subió el conde de Tendilla al Albaicín, y después de habérsele hecho alguna resistencia, apedreándole el adarga (que es entre ellos respuesta de rompimiento), se la tornó a enviar: al fin la recibieron, y pusiéronse en manos de los Reyes, con dejar sus haciendas a los que quisiesen quedar cristianos en la tierra, conservar su hábito y lengua, no entrar la Inquisición hasta ciertos años, pagar fardas y las guardas: dioles el Conde por seguridad sus hijos en rehenes. Hecho esto, salieron huyendo los cuarenta electos, y levantaron a Guéjar, Lanjarón, Andarax y últimamente Sierra Bermeja, nombrada por la muerte de don Alonso de Aguilar, uno de los más celebrados capitanes de España, grande en estado y linaje. Sosegó el conde de Tendilla y concertó el motín de Albaicín; tomó a Guéjar, parte por fuerza, parte rendida sin condición, pasando a cuchillo los moradores y defensores. En la cual empresa, dicen que por no ir a Sierra Bermeja, debajo de don Alonso de Aguilar, su hermano, con quien tuvo emulación, se halló a servir y fue el primero que por fuerza entró en el barrio de abajo, Gonzalo Fernández de Córdoba, que vivía a la sazón en Loja desdeñado de los Reyes Católicos, abriendo ya el camino para el título de Gran Capitán, que a solas dos personas fue concedido en tantos siglos: una entre los griegos, caído el imperio, en tiempo de los emperadores Comnenos, como a restaurador y defensor dél, a Andrónico Contestefano, llamándole megaduca, vocablo bárbaramente compuesto de griego y latino, como acontece con los estados perderse la elegancia de las lenguas; otra a Gonzalo Fernández entre los españoles y latinos, por la gloria de tantas victorias suyas como viven y vivirán en la memoria del mundo. Halláronse allí, entre otros, Alarcón sin ejercicio de guerra, y Antonio de Leiva, mozo teniente de la compañía de Juan de Leiva, su padre, y después sucesor en Lombardía de muchos capitanes generales señalados, y a ninguno dellos inferior en victorias. La presencia del Rey Católico dio fin con mayor autoridad a esta guerra; mas guardose el rincón de Sierra Bermeja para la muerte de don Alonso de Aguilar, que ganada la sierra y rotos los moros, fue necesitado a quedar en ella con la escuridad de la noche, y con ella misma le acometieron los enemigos, rompiendo su vanguardia. Murió don Alonso peleando, y salvose su hijo don Pedro entre los muertos: salió el conde de Ureña, aunque dando ocasión a los cantares y libertad española; pero como buen caballero.

     Sosegada esta rebelión también por concierto, diéronse los reyes Católicos a restaurar y mejorar a Granada en religión, gobierno y edificios: establecieron el cabildo, baptizaron los moros, trujeron la chancillería, y dende algunos años vino la Inquisición, Gobernábase la ciudad y reino, como entre pobladores y compañeros, con una forma de justicia arbitraria, unidos los pensamientos, las resoluciones encaminadas en común al bien público: esto se acabó con la vida de los viejos. Entraron los celos, la división sobre causas livianas entre los ministros de justicia y de guerra, las concordias en escrito confirmadas por cédulas; traído el entendimiento dellas por cada una de las partes a su opinión; la ambición de querer la una no sufrir igual, y la otra conservar la superioridad, tratada con más disimulación que modestia. Duraron estos principios de discordia disimulada y manera de conformidad sospechosa el tiempo de don Luis Hurtado de Mendoza (6), hijo de don Íñigo, hombre de gran sufrimiento y templanza; mas sucediendo otros, aunque de conversación blanda y humana, de condición escrupulosa y propria, fuese apartando este oficio del arbitrio militar, fundándose en la legalidad y derechos, y subiéndose hasta el peligro de la autoridad cuanto a las preeminencias: cosas que cuando estiradamente se juntan, son aborrecidas de los menores y sospechosas a los iguales. Vínose a causas y pasiones particulares, hasta pedir jueces de términos, no para divisiones o suertes de tierras, como los romanos y nuestros pasados, sino con voz de restituir al Rey o al público lo que le tenían ocupado, y intento de echar algunos de sus heredamientos. Este fue uno de los principios en la destruición de Granada, común a muchas naciones; porque los cristianos nuevos, gente sin lengua y sin favor, encogida y mostrada a servir, veían condenarse y quitar o partir las haciendas que habían poseído, comprado o heredado de sus abuelos, sin ser oídos. Juntáronse con estos inconvenientes y divisiones, otros de mayor importancia, nacidos de principios honestos, que tomaremos de más alto.

     Pusieron los Reyes Católicos el gobierno de la justicia y cosas públicas en manos de letrados, gente media entre los grandes y pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros; cuya profesión eran letras legales, comedimiento, secreto, verdad, vida llana y sin corrupción de costumbres; no visitar, no recibir dones, no profesar estrecheza de amistades; no vestir ni gastar suntuosamente; blandura y humanidad en su trato: juntarse a horas señaladas para oír causas o para determinallas, y tratar del bien público. A su cabeza llaman presidente, más porque preside a lo que se trata, y ordena lo que se ha de tratar, y prohíbe cualquier desorden, que porque los manda. Esta manera de gobierno, establecida entonces con menos diligencia, se ha ido extendiendo por toda la cristiandad, y está hoy en el colmo de poder y autoridad: tal es su profesión de vida en común, aunque en particular haya algunos que se desvíen. A la suprema congregación llaman Consejo Real, y a las demás, chancillerías; diversos nombres en España, según la diversidad de las provincias. A los que tratan en Castilla lo civil llaman oidores, y a los que tratan lo criminal alcaldes (que en cierta manera son sujetos a los oidores): los unos y los otros por la mayor parte ambiciosos de oficios ajenos y profesión que no es suya, especialmente la militar, persuadidos del ser de su facultad, que (según dicen) es noticia de cosas divinas y humanas, y ciencia de lo que es justo e injusto; y por esto amigos en particular de traer por todo, como superiores, su autoridad, y apuralla a veces hasta grandes inconvenientes y raíces de los que agora se han visto. Porque en la profesión de la guerra se ofrecen casos que a los que no tienen plática della parecen negligencias; y si los procuran emendar (7), cáese en imposibilidades y lazos, que no se pueden desenvolver, aunque en ausencia se juzgan diferentemente. Estiraba el Capitán General su cargo sin equidad, y procuraban los ministros de justicia emendallo. Esta competencia fue causa que menudeasen quejas y capítulos al Rey; con que cansados los consejeros, y él con ellos, las provisiones saliesen varias o ningunas, perdiendo con la oportunidad (8) el crédito; y se proveyesen algunas cosas de pura justicia, que atenta la calidad de los tiempos, manera de las gentes, diversidad de ocasiones, requerían templanza o dilación. Todo lo de hasta aquí se ha dicho por ejemplo y como muestra de mayores casos, con fin que se vea de cuán livianos principios se viene a ocasiones de grande importancia, guerras, hambres, mortandades, ruinas de estados, y a veces de los señores dellos. Tan atenta es la Providencia divina a gobernar el mundo y sus partes por orden de principios y causas livianas, que van creciendo por edades, si los hombres las quisiesen buscar con atención.

     Había en el reino de Granada costumbre antigua, como la hay en otras partes, que los autores de delitos se salvasen y estuviesen seguros en lugares de señorío: cosa que mirada en común y por la haz, se juzgaba que daba causa a más delitos, favor a los malhechores, impedimento a la justicia, y desautoridad a los ministros della. Pareció, por estos inconvenientes, y por ejemplo de otros estados, mandar que los señores no acogiesen gentes desta calidad en sus tierras, confiados que bastaba solo el nombre de justicia para castigallos donde quiera que anduviesen. Manteníase esta gente con sus oficios en aquellos lugares, casábanse, labraban la tierra, dábanse a vida sosegada. También les prohibieron la inmunidad de las iglesias arriba de tres días; mas después que les quitaron los refugios, perdieron la esperanza de seguridad, y diéronse a vivir por las montañas, hacer fuerzas, saltear caminos, robar y matar. Entró luego la duda, tras el inconveniente, sobre a qué tribunal tocaba el castigo, nacida de competencia de jurisdiciones; y no obstante que los generales acostumbrasen hacer estos castigos, como parte del oficio de la guerra, cargaron, a color de ser negocio criminal la relación apasionada o libre de la ciudad, y la autoridad de la audiencia, y púsose en manos de los alcaldes, no excluyendo en parte al Capitán General. Dióseles facultad para tomar a sueldo cierto número de gente repartida pocos a pocos, a que usurpando el nombre, llamaban cuadrillas, ni bastantes para asegurar, ni fuertes para resistir. Del desdén, de la flaqueza de provisión, de la poca experiencia de los ministros en cargo que participaba de guerra, nació el descuido, o fuese negligencia o voluntad de cada uno, que no acortase su émulo. En fin, fue causa de crecer estos salteadores (monfíes los llamaba la lengua morisca) en tanto número, que para oprimillos o para reprimillos no bastaban las unas ni las otras fuerzas. Éste fue el cimiento sobre que fundaron sus esperanzas los ánimos escandalizados y ofendidos, y estos hombres fueron el instrumento principal de la guerra. Todo esto parecía al común cosa escandalosa; pero la razón de los hombres, o la Providencia divina (que es lo más cierto), mostró con el suceso que fue cosa guiada para que el mal no fuese adelante, y estos reinos quedasen asegurados mientras fuese su voluntad. Siguiéronse luego ofensas en su ley, en las haciendas y en el uso de la vida, así cuanto a la necesidad, como cuanto al regalo, a que es demasiadamente dada esta nación; porque la Inquisición los comenzó a apretar más de lo ordinario. El Rey les mandó dejar la habla morisca, y con ella el comercio y comunicación entre sí; quitóseles el servicio de los esclavos negros, a quienes criaban con esperanzas de hijos, el hábito morisco, en que tenían empleado gran caudal; obligáronlos a vestir castellano con mucha costa, que las mujeres trujesen los rostros descubiertos, que las casas, acostumbradas a estar cerradas, estuviesen abiertas: lo uno y lo otro tan grave de sufrir entre gente celosa. Hubo fama que les mandaban tomar los hijos y pasallos a Castilla; vedaronles el uso de los baños, que eran su limpieza y entretenimiento; primero les habían prohibido la música, cantares, fiestas, bodas conforme a su costumbre, y cualesquier juntas de pasatiempo. Salió todo esto junto, sin guardia ni provisión de gente, sin reforzar presidios viejos o firmar otros nuevos; y aunque los moriscos estuviesen prevenidos de lo que había de ser, les hizo tanta impresión, que antes pensaron en la venganza que en el remedio. Años había que trataban de entregar el reino a los príncipes de Berbería o al Turco; mas la grandeza del negocio, el poco aparejo de armas, vituallas, navíos, lugar fuerte donde hiciesen cabeza, el poder grande del Emperador y del rey Filipe, su hijo, enfrenaba las esperanzas y imposibilitaba las resoluciones, especialmente estando en pie nuestras plazas mantenidas en la costa de África, las fuerzas del Turco tan lejos, las de los cosarios de Argel más ocupadas en presas y provecho particular que en empresas difíciles de tierra. Fuéronseles con estas dificultades dilatando los designios, apartándose ellos de los del reino de Valencia; gente menos ofendida y más armada. En fin, creciendo igualmente nuestro espacio por una parte, y por otra los excesos de los enemigos, tantos en número, que ni podían ser castigados por manos de justicia ni por tan poca gente como la del Capitán General, eran ya sospechosas sus fuerzas para encubiertas, aunque flacas para puestas en ejecución. El pueblo de cristianos viejos adivinaba la verdad; cesaba el comercio y paso de Granada a los lugares de la costa: todo era confusión, sospecha, temor, sin resolver, proveer ni ejecutar. Vista por ellos esta manera en nosotros, y temiendo que con mayor aparejo les contraviniésemos, determinaron algunos de los principales de juntarse en Cádiar, lugar entre Granada y la mar y el río de Almería, a la entrada de la Alpujarra. Tratose del cuándo y cómo se debían descubrir unos a otros, de la manera del tratado y ejecución; acordaron que fuese en la fuerza del invierno, porque las noches largas les diesen tiempo para salir de la montaña y llegar a Granada, y a una necesidad tornarse a recoger y poner en salvo, cuando nuestras galeras reposaban repartidas por los invernaderos y desarmadas; la noche de Navidad, que la gente de todos los pueblos está en las iglesias, solas las casas, y las personas ocupadas en oraciones y sacrificios; cuando descuidados, desarmados, torpes con el frío, suspensos con la devoción, fácilmente podían ser oprimidos de gente atenta, armada, suelta y acostumbrada a saltos semejantes. Que se juntasen a un tiempo cuatro mil hombres de la Alpujarra con los del Albaicín, y acometiesen la ciudad y el Alhambra, parte por la puerta, parte con escalas; plaza guardada más con la autoridad que con la fuerza; y porque sabían que el Alhambra no podía dejar de aprovecharse de la artillería, acordaron que los moriscos de la Vega tuviesen por contraseño las primeras dos piezas que se disparasen, para que en un tiempo acudiesen a las puertas de la ciudad, las forzasen, entrasen por ellas y por los portillos, corriesen las calles, y con el fuego y con el hierro no perdonasen a persona ni a edificio. Descubrir el tratado sin ser sentidos y entre muchos, era dificultoso: pareció que los casados lo descubriesen a los casados, los viudos a los viudos; los mancebos a los mancebos; pero a tiento, probando las voluntades y el secreto de cada uno. Habían ya muchos años antes enviado a solicitar con personas ciertas, no solamente a los príncipes de Berbería, mas al emperador de los turcos dentro en Constantinopla, que los socorriese y sacase de servidumbre, y postreramente al rey de Argel pedido armada de levante y poniente en su favor; porque faltos de capitanes, de cabezas, de plazas fuertes, de gente diestra, de armas, no se hallaron poderosos para tomar y proseguir a solas tan gran empresa. Demás desto, resolvieron (9) proveerse de vitualla, elegir lugar en la montaña donde guardalla, fabricar armas:, reparar las que de mucho tiempo tenían escondidas, comprar nuevas, y avisar de nuevo a los reyes de Argel, Fez, señor de Tituán, de esta resolución y preparaciones. Con tal acuerdo partieron aquella habla; gente a quien el regalo, el vicio, la riqueza, la abundancia de las cosas necesarias, el vivir luengamente en gobierno de justicia y igualdad desasosegaba y traía en continuo pensamiento.

     Dende a pocos días se juntaron otra vez con los principales del Albaicín en Churriana, fuera de Granada, a tratar del mismo negocio. Habíanles prohibido, como arriba se dijo, todas las juntas en que concurría número de gente; pero teniendo el Rey y el prelado más respeto a Dios que al peligro, se les había concedido que hiciesen un hospital y confradía de cristianos nuevos, que llamaron de la Resurrección. (Dicen en español confradía una junta de personas que se prometen hermandad en oficios divinos y religiosos con obras). Y en días señalados concurrían en el hospital a tratar de su rebelión con esta cubierta, y para tener certinidad de sus fuerzas, enviaron personas pláticas de la tierra por todos los lugares del reino, que con ocasión de pedir limosna, reconociesen las partes dél a propósito, para acogerse, para recebir los enemigos, para traellos por caminos más breves, más secretos, más seguros, con mas aparejo de vituallas, y estos echasen un pedido a manera de limosna; que los de veinte y cuatro años hasta cuarenta y cinco contribuyesen diferentemente de los viejos, mujeres, niños y impedidos: con tal astucia reconocieron el número de la gente útil para tomar armas, y la que había armada en el reino.

     Estos y otros indicios, y los delitos de los monfíes, mas públicos, graves y a menudo que solían, dieron ocasión al marqués de Mondéjar (10), al conde de Tendilla, su hijo, a cuyo cargo estaba la guerra, a don Pedro de Deza, presidente de la chancillería, caballero que había pasado por todos los oficios de su profesión y dado buena cuenta dellos, al Arzobispo, a los jueces de Inquisición, de poner nuevo cuidado y diligencia en descubrir los motivos destos hombres, y asegurarse parte con lo que podían, y parte con acudir al Rey y pedir mayores fuerzas cada uno, según su oficio, para hacer justicia y reprimir la insolencia; que este nombre le ponían, como a cosa incierta; hasta que estando el marqués de Mondéjar en Madrid, fue avisado el Rey más particularmente. Partió el Marqués en diligencia, y llevó comisión para crecer en la guardia del reino alguna poca gente, pero la que pareció que bastaba en aquella ocasión y en las que se ofreciesen por mar contra los moros berberíes. Mas las personas a cuyo cargo era la provisión, aunque se creyeron los avisos, o importunados con el menudear dellos, o juzgando a los autores por más ambiciosos que diligentes, hicieron provisión tan pequeña, que bastó para mover las causas de la enfermedad, y no para remedialla, como suelen medicinas flojas en cuerpos llenos. Por lo cual, vistas por los monfíes y principales de la conjuración las diligencias que se hacían de parte de los ministros para apurar la verdad del tratado, el temor de ser prevenidos, y la avilanteza de nuestras pocas fuerzas, los acució a resolverse sin aguardar socorro, con solo avisar a Berbería del término en que las cosas se hallaban, y solicitar gente y armas con la armada, dando por contraseño que entre los navíos que viniesen de Argel y Tituán trajesen las capitanas una vela colorada, y que los navíos de Tituán acudiesen a la costa de Marbella para dar calor a la sierra de Ronda y tierra de Málaga, y los de Argel a cabo de Gata, que los romanos llamaban promontorio de Caridemo, para socorrer a la Alpujarra y ríos de Almería y Almanzora, y mover con la vecindad los ánimos de la gente sosegada en el reino de Valencia. Mas estos estuvieron siempre firmes, o que en la memoria de los viejos quedase el mal suceso de la sierra de Espadan en tiempo del emperador Carlos, o que teniendo por liviandad el tratado y dificultosa la empresa, esperasen a ver cómo se movía la generalidad, con qué fuerzas, fundamento y certeza de esperanzas, en Berbería. Enviaron a Argel al Partal, que vivía en Narila, lugar del partido de Cádiar, hombre rico, diligente, y tan cuerdo, que la segunda vez que fue a Berbería llevó su hacienda y dos hermanos, y se quedó en Argel. Éste y el Jeniz, que después vendió y mató al Abenabó, su señor, a quien ellos levantaron por segundo rey, estaban en aquella congregación como diputados en nombre de toda la Alpujarra; y por tener alguna cabeza en quien se mantuviesen unidos, más que por sujetarse a otras sino a las que el rey de Argel los nombrase, resolvieron el 27 de setiembre (1.568) hacer rey (11), persuadidos con la razón de don Fernando de Válor, el Zaguer, que en su lengua quiere decir el menor, a quien por otro nombre llamaban Aben-Jauhar, hombre de gran autoridad y de consejo maduro, entendido en las cosas del reino y de su ley. Éste, viendo que la grandeza del hecho traía miedo, dilación, diversidad de casos, mudanzas de pareceres, los juntó en casa de Zinzan, en el Albaicín, y los habló:

     «Poniéndoles delante la opresión en que estaban, sujetos a hombres públicos y particulares, no menos esclavos que si lo fuesen. Mujeres, hijos haciendas y sus proprias personas en poder y arbitrio de enemigos, sin esperanza en muchos siglos de verse fuera de tal servidumbre; sufriendo tantos tiranos como vecinos, nuevas imposiciones, nuevos tributos, y privados del refugio de los lugares de señorío, donde los culpados, puesto que por accidentes o por venganzas (ésta es la causa entre ellos más justificada), se aseguran; echados de la inmunidad y franqueza de las iglesias, donde, por otra parte los mandaban asistir a los oficios divinos con penas de dinero; hechos sujetos de enriquecer clérigos; no tener acogida a Dios ni a los hombres; tratados y tenidos como moros entre los cristianos para ser menospreciados, y como cristianos entre los moros para no ser creídos ni ayudados. -Excluidos de la vida y conversación de personas, mándannos que no hablemos nuestra lengua; no entendemos la castellana: ¿en qué lengua habemos de comunicar los conceptos, y pedir o dar las cosas sin que no puede estar el trato de los hombres? Aun a los animales no se vedan las voces humanas. ¿Quién quita que el hombre de lengua castellana no pueda tener la ley del Profeta, y el de la lengua morisca la ley de Jesús? Llaman a nuestros hijos a sus congregaciones y casas de letras; enséñanles artes que nuestros mayores prohibieron aprenderse, porque no se confundiese la puridad, y se hiciese litigiosa la verdad de la ley. Cada hora nos amenazan quitarlos de los brazos de sus madres y de la crianza de sus padres, y pasarlos a tierras ajenas, donde olviden nuestra manera de vida, y aprendan a ser enemigos de los padres que los engendramos, y de las madres que los parieron. Mándannos dejar nuestro hábito, y vestir el castellano. Vístense entre ellos los tudescos de una manera, los franceses de otra, los griegos de otra, los frailes de otra, los mozos de otra, y de otra los viejos; cada nación, cada profesión y cada restado usa su manera de vestido, y todos son cristianos; y nosotros moros, porque vestimos a la morisca, como si trujésemos la ley en el vestido, y no en el corazón. Las haciendas no son bastantes para comprar vestidos para dueños y familias; del hábito que traíamos no podemos disponer, porque nadie compra lo que no ha de traer; para traello es prohibido, para vendello es inútil. Cuando en una casa se prohibiere el antiguo, y comprare el nuevo del caudal que teníamos para sustentarnos, ¿de qué viviremos? Si queremos mendigar, nadie nos socorrerá como a pobres, porque somos pelados, como ricos; nadie nos ayudará, porque los moriscos padecemos esta miseria y pobreza, que los cristianos no nos tienen por prójimos. Nuestros pasados quedaron tan pobres en la tierra de las guerras contra Castilla, que casando su hija el alcaide de Loja, grande y señalado capitán que llamaban Alatar, deudo de algunos de los que aquí nos hallamos, hubo de buscar vestidos prestados para la boda. ¿Con qué haciendas, con qué trato, con qué servicio o industria, en qué tiempo adquiriremos riqueza para perder unos hábitos y comprar otros? Quítannos el servicio de los esclavos negros; los blancos no nos eran (12) permitidos por ser de nuestra nación; habíamoslos comprado, criado, mantenido: ¿esta pérdida sobre las otras? ¿Qué harán los que no tuvieren hijos que los sirvan, ni hacienda con que mantener criados, si enferman, si se inhabilitan, si envejecen, sino prevenir la muerte? Van nuestras mujeres, nuestras hijas, tapadas las caras, ellas mismas a servirse y proveerse de lo necesario a sus casas; mándanles descubrir los rostros: si son vistas, serán codiciadas y aun requeridas, y verase quién son las que dieron (13) la avilanteza al atrevimiento de mozos y viejos. Mándannos tener abiertas las puertas que nuestros pasados con tanta religión y cuidado tuvieron cerradas, no las puertas, sino las ventanas y resquicios de casa. ¿Hemos de ser sujetos de ladrones, de malhechores, de atrevidos y desvergonzados adúlteros, y que estos tengan días determinados y horas ciertas, cuando sepan, que pueden hurtar nuestras haciendas, ofender nuestras personas, violar nuestras honras? No solamente nos quitan la seguridad, la hacienda, la honra, el servicio, sino también los entretenimientos, así los que se introdujeron por la autoridad, reputación y demostraciones de alegría en las bodas, zambras, bailes, músicas, comidas, como los que son necesarios para la limpieza, convenientes para la salud. ¿Vivirán nuestras mujeres sin baños, introducción tan antigua? ¿Veránlas en sus casas tristes, sucias, enfermas, donde tenían la limpieza por contentamiento, por vestido, por sanidad?-

     «Representoles el estado de la cristiandad, las divisiones entre herejes y católicos en Francia, la rebelión de Flandes, Inglaterra sospechosa, y los flamencos huidos solicitando en Alemania a los príncipes della. El Rey falto de dineros y gente plática, mal armadas las galeras, proveídas a remiendos, la chusma libre, los capitanes y hombres de cabo descontentos, como forzados. Si previniesen, no solamente el reino de Granada, pero parte del Andalucía, que tuvieron sus pasados, y agora poseen sus enemigos, pueden ocupar con el primer ímpetu, o mantenerse en su tierra, cuando se contenten con ella sin pasar adelante. Montaña áspera, valles al abismo, sierras al cielo, caminos estrechos, barrancos y derrumbaderos sin salida: ellos gente suelta, plática en el campo, mostrada a sufrir calor, frío, sed, hambre; igualmente diligentes y animosos al acometer, prestos a desparcirse y juntarse; españoles contra españoles, muchos en número, proveídos de vitualla, no tan faltos de armas que para los principios no les basten; y en lugar de las que no tienen, las piedras delante de los pies, que contra gente desarmada son armas bastantes. Y cuanto a los que se hallaban presentes, que en vano se habían juntado, si cualquiera dellos no tuviera confianza del otro que era suficiente para dar cobro a tan gran hecho, y si, como siendo sentidos habían de ser compañeros en la culpa y el castigo, no fuesen después parte en las esperanzas y fructos dellas, llegándolas al cabo; cuanto más que ni las ofensas podían ser vengadas, ni deshechos los agravios, ni sus vidas y casas mantenidas, y ellos fuera de servidumbre, sino por medio del hierro, de la unión y concordia, y una determinada resolución con todas sus fuerzas juntas; para lo cual era necesario eligir cabeza dellos mismos, o fuese con nombre de jeque, o de capitán, o de alcaide, o de rey, si les pluguiese que los tuviese juntos en justicia y seguridad.»

     Jeque llaman ellos el más honrado de una generación, quiere decir, el más anciano: a éstos dan el gobierno con autoridad de vida y muerte. Y porque esta nación se vence tanto más de la vanidad, de la astrología y adivinanzas, cuanto más vecinos estuvieron sus pasados de Caldea, donde la ciencia tuvo principio, no dejó de acordalles a este propósito cuántos años atrás por boca de grandes sabios, en movimiento y lumbre de estrellas, y profetas en su ley, estaba declarado que se levantarían a tornar por sí, cobrarían la tierra y reinos que sus pasados perdieron, hasta señalar el mismo año después que Mahoma les dio la ley (ahlegira le llaman ellos en su cuenta, que quiere decir el destierro, porque la dio siendo desterrado de Meca), y venía justo con esta rebelión. Representoles prodigios y apariencias extraordinarias de gente armada en el aire a las faldas de Sierra-Nevada, aves de desusada manera dentro en Granada, partos monstruosos de animales en tierra de Baza, y trabajos del sol con el eclipse de los años pasados, que mostraban adversidad a los cristianos, a quien ellos atribuyen el favor o disfavor deste planeta, como a sí el de la luna.

     Tal fue la habla que don Fernando el Zaguer les hizo; con que quedaron animados, indignados y resolutos en general de rebelarse presto, y en particular de eligir rey de su nación; pero no quedaron determinados en el cuándo precisamente, ni a quién. Una cosa muy de notar califica los principios desta rebelión: que gente de mediana condición, mostrada a guardar poco secreto y hablar juntos, callasen tanto tiempo, y tantos hombres, en tierra donde hay alcaldes de corte y inquisidores, cuya profesión es descubrir delitos. Había entre ellos un mancebo llamado don Fernando de Válor, sobrino de don Fernando el Zaguer, cuyos abuelos se llamaron Hernandos y de Válor, porque vivían en Válor el alto, lugar de la Alpujarra puesto cuasi en la cumbre de la montaña: era descendiente del linaje de Aben Humeya, uno de los nietos de Mahoma, hijos de su hija, que en tiempos antigos tuvieron el reino de Córdoba y el Andalucía; rico de rentas, callado y ofendido, cuyo padre estaba preso por delitos en las cárceles de Granada. En éste pusieron los ojos, así porque les movió la hacienda, el linaje, la autoridad del tío, como porque había vengado la ofensa del padre matando secretamente uno de los acusadores y parte de los testigos.

     Desta resolución, aunque no tan en particular, hubo noticia y fue el Rey avisado; pero estaba el negocio cierto y el tiempo en duda: y como suele acontecer a las provisiones en que se junta la dificultad con el temor, cada uno de los consejeros era en que se atajase con mayor poder; pero juntos juzgaban ser el remedio fácil y las fuerzas de los ministros bastantes, el dinero poco necesario, porque había de salir del mismo negocio; y menospreciaban esto, encareciendo el remedio de mayores cosas; porque los estados de Flandes, desasosegados por el príncipe de Orange, eran recién pacificados por el duque de Alba. Mas, puesto que las fuerzas del Rey y la experiencia del Duque capitán, criado debajo de la disciplina del Emperador, testigo y parte en sus victorias, bastasen para mayores empresas, todavía lo que se temía de parte de Inglaterra, y las fuerzas de los hugonotes en Francia, y algunas sospechas de príncipes de Alemania y designios de Italia, daban cuidado; y tanto mayor, por ser la rebelión de Flandes por causas de religión comunes con los franceses, ingleses y alemanes, y por quejas de tributos y gravezas comunes con todos los que son vasallos, aunque sean livianas, y ellos bien tratados.

     Esto dio a los enemigos mayor avilanteza, y a nosotros causa de dilación. Comenzaron a juntar más al descubierto gente de todas maneras: si hombre ocioso había perdido su hacienda, malbaratádola por redimir delitos; si homicida, salteador o condenado en juicio, o que temiese por culpas que lo sería; los que se mantenían de perjurios, robos, muertes; los que la maldad, la pobreza, los delitos traían desasosegados, fueron autores o ministros desta rebelión. Si algún bueno había y fuera de semejantes vicios, con el ejemplo y conversación de los malos brevemente se tornaba como ellos; porque cuando el vínculo de la vergüenza se rompe entre los buenos, más desenfrenados son en las maldades que los peores. En fin, el temor de que eran descubiertos, y sería prevenida su determinación con el castigo, movió a los que gobernaban el negocio, y entre ellos a don Fernando el Zaguer, a pensar en algún caso con que obligasen y necesitasen al pueblo a salir de tibieza y tomar las armas. Juntáronse tercera vez las cabezas de la conjuración y otras, con veinte y seis personas del Alpujarra, a S. Miguel, en casa del Hardon, hombre señalado entre ellos, a quien mandó el duque de Arcos después justiciar; posaba en la casa del Carcí, yerno suyo. Eligieron a don Fernando de Válor por rey con esta solemnidad: los viudos a un cabo, los por casar a otro, los casados a otro, y las mujeres a otra parte. Leyó uno de sus sacerdotes, que llaman faquíes, cierta profecía hecha en el año de los árabes de... y comprobada por la autoridad de su ley, consideraciones de cursos y puntos de estrellas en el cielo, que trataba de su libertad por mano de un mozo de linaje real, que había de ser baptizado y hereje de su ley, porque en lo público profesaría la de los cristianos. Dijo que esto concurría en don Fernando y concertaba con el tiempo. Vistiéronle de púrpura, y pusiéronle a torno del cuello y espaldas una insignia colorada a manera de faja. Tendieron cuatro banderas en el suelo, a las cuatro partes del mundo, y él hizo su oración inclinándose sobre las banderas, el rostro al oriente (zalá la llaman ellos), y juramento de morir en su ley y en el reino, defendiéndola a ella y a él y a sus vasallos. En esto levantó el pie, y en serial de general obediencia, postrose Aben Farax en nombre de todos, y besó la tierra donde el nuevo rey tenía la planta. A este hizo su justicia mayor; lleváronle en hombros, levantáronle en alto diciendo: «Dios ensalce a Mahomet Aben Humeya, rey de Granada y de Córdoba.» Tal era la antigua ceremonia con que eligían los reyes de la Andalucía, y después los de Granada. Escribieron cartas los capitanes de la gente a los compañeros en la conjuración; señalaron día y hora para ejecutalla; fueron los que tenían cargos a sus partidos. Nombró Aben Humeya por capitán general a su tío Aben Jauhar, que partió luego para Cádiar, donde tenía casa y hacienda.

     Pasaba el capitán Herrera a la sazón de Granada para Adra con cuarenta caballos, y vino a hacer la noche en Cádiar. Mas Aben Jauhar el Zaguer, vista la ocasión tan a su propósito, habló con los vecinos, persuadiéndoles que cada uno matase a su huésped. No fueron perezosos; porque pasada la medía noche, no hubo dificultad en matar muchos a pocos, armados a desarmados, prevenidos a seguros; y torpes con el sueño, con el cansancio, con el vino, pasaron al capitán y a los soldados por la espada. Venida la mañana, juntáronse y tomaron lo áspero de la sierra, como gente levantada, donde ni hubo tiempo ni aparejo para castigallos. Éste fue el primer exceso y más descubierto con que los enemigos, o por fuerza o por voluntad, fueron necesitados a tomar las armas, sin otra respuesta de Berbería mas de esperanzas, y esas generales. Era entonces Selim el Segundo emperador de los turcos recién heredado, victorioso por la toma de Zigueto, plaza fuerte y proveída en Hungría; había hecho nueva tregua con el emperador Maximiliano el segundo, concertándose con el Sofí por la parte de Armenia, y por la de Suria con los jeques alárabes que le trabajaban sus confines, y con los genízaros, infantería que se suele desasosegar con la entrada de nuevo señor. Tenía en el ánimo las empresas que descubrió contra venecianos en Cipro, contra el rey de Túnez en Berbería; y que como no le convenía repartir sus fuerzas en muchas partes, así le convenía que las del Rey Católico estuviesen repartidas y ocupadas. Dícese que en este tiempo vino del rey de Argel respuesta a los moriscos, animándolos a perseverar en la prosecución del tratado, pero excusándose de enviar él armada con que esperaba orden de Constantinopla. El rey de Fez, como religioso en su ley, y del linaje de los Jarifes, tenidos entre los moros por santos, les prometió más resoluto socorro. Todavía vinieron por medio de personas fiadas a tratar ambos reyes de la calidad del caso, de la posibilidad de los moriscos; y midiendo sus fuerzas de mar y tierra con las del rey de España, hallaron no ser bastantes para contrastalle; y aunque se confederaron, sólo fue para que el rey de Argel hiciese la empresa de Túnez y Biserta, en tanto que el rey don Filipe estaba ocupado en allanar la rebelión de Granada; y juntamente permitir que de sus tierras fuese alguna gente a sueldo, en especial de moros andaluces, que se habían pasado a Berbería; y mercaderes pudiesen cargar armas, municiones, vitualla, con que los moriscos fuesen por sus dineros socorridos.

     Alpujarra llaman toda la montaña sujeta a Granada, como corre de levante a poniente, prolongándose entre tierra de Granada y la mar, diez y siete leguas en largo, y once en lo mas ancho, poco más o menos: estéril y áspera de suyo, sino donde hay vegas; pero con la industria de los moriscos (que ningún espacio de tierra dejan perder), tratable y cultivada, abundante de frutos y ganados y cría de sedas. Esta montaña, como era principal en la rebelión, así la escogieron por sitio en que mantener la guerra, por tener la mar, donde esperaban socorro, por la dificultad de los pasos y calidad de la tierra, por la gente que entre ellos es tenida por brava. Habían ya pensado rebelarse otras dos veces antes; una Jueves Santo, otra por setiembre deste año: tenían prevenido a Aluch Alí con el armada de Argel; mas él, entendiendo que el conde de Tendilla estaba avisado y aguardándole en el campo, volvió, dejándose de la empresa, con el armada a Berbería. En fin; a los 23 de diciembre, luego que sucedió el caso de Cádiar, la misma gente, con las armas mojadas en la sangre de aquellos pocos, salieron en público; movieron los lugares comarcanos y los demás de la Alpujarra y río de Almería, con quien tenían común el tratado, enviando por corredores y para descubrir los ánimos y motivo de la gente de Granada y la Vega, a Farax Aben Farax con hasta ciento y cincuenta hombres, gente suelta y desmandada, escogida entre los que mayor obligación y más esfuerzo tenían. Ellos, recogiendo la que se les llegaba, tomaron resolución de acometer a Granada, y caminaron para ella con hasta seis mil hombres mal armados, pero juntos y con buena orden, según su costumbre.

     En España no había galeras; el poder del Rey ocupado en regiones apartadas, y el reino fuera de tal cuidado, todo seguro, todo sosegado; que tal estado era el que a ellos parecía más a su propósito. Los ministros y gente en Granada, más sospechosa que proveída, como pasa donde hay miedo y confusión. Pero fue acontecimiento hacer aquella noche tan mal tiempo y caer tanta nieve en la sierra que llaman Nevada y antiguamente Soloria, y los moros Solaira, que cegó los pasos y veredas cuanto bastaba para que tanto número de gente no pudiese llegar. Mas Farax, con los ciento y cincuenta hombres, poco antes del amanecer entró por la puerta alta de Guadix, donde junta con Granada el camino de la sierra, con instrumentos y gaitas, como es su costumbre. Llegaron al Albaicín, corrieron las calles, procuraron levantar el pueblo haciendo promesas, pregonando sueldo de parte de los reyes de Fez y Argel, y afirmando que con gruesas armadas eran llegadas a la costa del reino de Granada: cosa que, escandalizó y atemorizó los ánimos presentes, y a los ausentes dio tanto más en que pensar, cuanto más lejos se hallaban; porque semejantes acaecimientos cuanto más se van apartando de su principio, tanto parecen mayores y se juzgan con mayor encarecimiento. ¡Y que en un reino pacífico, lleno de armas, prudencia, justicia; riquezas; gobernado por rey que pocos años antes había hecho en persona el mayor principio que nunca hizo rey en España, vencido en un año dos batallas, ocupado por fuerza tres plazas al poder de Francia, compuesto negocio tan desconfiado como la restitución del duque de Saboya, hecho por sus capitanes otras empresas, atravesado sus banderas de Italia a Flandes (viaje al parecer imposible) por tierras y gentes que después de las armas romanas nunca vieron otras en su comarca; pacificado sus estados con victorias, con sangre, con castigos; dentro en el reposo, en la seguridad de su reino, en ciudad poblada por la mayor parte de cristianos, tanto mar en medio, tantas galeras nuestras, entrase gente armada con espaldas de tantos hombres por medio de la ciudad, apellidando nombres de reyes infieles enemigos! Estado poco seguro es el de quien se descuida, creyendo que por sola su autoridad nadie se puede atrever a ofendelle. Los moriscos, hombres más prevenidos que diestros, esperaban por horas la gente de la Alpujarra: salían el Tagari y Monfarrix, dos capitanes, todas las noches al cerro de Santa Helena por reconocer; y salieron la noche antes con cincuenta hombres escogidos y diez y siete escalas grandes, para, juntándose con Farax, entrar en el Alhambra; mas visto que no venían al tiempo, escondiendo las escalas en una cueva, se volvieron, sin salir la siguiente noche, pareciéndoles, como poco pláticos de semejantes casos, que la tempestad estorbaría a venir tanta gente junta, con que pudiesen ellos y sus compañeros poner en ejecución el tratado del Alhambra; debiéndose esperar semejante noche para escalarla. Mas los del Albaicín estuvieron sosegados en las casas, cerradas las puertas, como ignorantes del tratado, oyendo el pregón; porque, aunque se hubiese comunicado con ellos, no con todos en general ni particularmente, ni estaban todos ciertos del día (aunque se dilató poco la venida), ni del número de la gente, ni de la orden con que entraban, ni de la que en lo porvenir ternían. Díjose que uno de los viejos abriendo la ventana preguntó cuántos eran, y respondiéndole seis mil, cerró y dijo: «Pocos sois y venís presto;» dando a entender que habían primero de comenzar por el Alhambra, y después venir por el Albaicín, y con las fuerzas del rey de Argel. Tampoco se movieron los de la Vega que seguían a los del Albaicín, especialmente no oyendo la artillería del Alhambra, que tenían por contraseño. Había entre los que gobernaban la ciudad emulación y voluntades diferentes; pero no por esto, así ellos como la gente principal y pueblo, dejaron de hacer la parte que tocaba a cada uno. Estúvose la noche en armas; tuvo el conde de Tendilla el Alhambra a punto, escandalizado de la música morisca; cosa en aquel tiempo ya desusada; pero avisado de lo que era, con mejor guardia. El Marqués, aunque no tenía noticia del contraseño que los moros habían dado a la gente de la Vega, y él le tenía dado a la gente de la ciudad que en la ocasión había de disparar tres piezas; temiendo que si se hacía pensasen los moros que estaba en aprieto, y acometiesen el Alhambra, en que había poca guardia, mandó que ningún movimiento se hiciese, ni se pidiese gente a la ciudad; que fue la salvación del peligro, aunque proveído a otro propósito; porque acudiendo los moriscos de la Vega al contraseño, necesitaban a los del Albaicín a declararse y juntarse con ellos, y como descubiertos, combatir la ciudad. Bajó el Conde a la plaza nueva y puso la gente en orden: acudieron muchos de los forasteros y de la ciudad, personas principales, al presidente don Pedro de Deza, por su oficio, por el cuidado que le habían visto poner en descubrir y atajar el tratado, por su afabilidad, buena manera generalmente con todos, y algunos por la diferencia de voluntades que conocían entre él y el marqués de Mondéjar. Éste con solos cuatro de a caballo y el corregidor subió al Albaicín, más por reconocer lo pasado, que suspender el daño que se esperaba o asosegar los ánimos que ya tenía por perdidos; contento con alargar algún día el peligro, mostrando confianza, y gozar del tiempo que fuese común a ellos, para ver cómo procedían sus valedores, y a él para armarse y proveerse de lo necesario y resistir a los unos y a los otros. Habloles: «Encareció su lealtad y firmeza, su prudencia en no dar crédito a la liviandad de pocos y perdidos, sin prendas, livianos, hombres que con las culpas ajenas pensaban redimir sus delitos o adelantarse. Tal confianza se había hecho siempre, y en casos tan calificados, de la voluntad que tenían al servicio del Rey, poniendo personas, haciendas y vidas con tanta obediencia a los ministros; ofreciéndose de ser testigo y representador de su fe y servicios, intercediendo con el Rey para que fuesen conocidos, estimados y remunerados.» Pero ellos, respondiendo pocas palabras, y esas más con semblante de culpados y arrepentidos que de determinados, ofrecieron la obra y perseverancia que habían mostrado en todas las ocasiones; y pareciéndole al Marqués bastar aquello, sin quitalles el miedo que tenían del pueblo, se bajó a la ciudad. Había ya enviado a reconocer los enemigos; porque ni del propósito ni del número, ni de la calidad dellos, ni de las espaldas con que habían entrado, se tenía certeza, ni del camino que hacían. Refirieron que habiendo parado en la casa de las Gallinas, atravesaban el Genil la vuelta de la sierra; puso recaudo en los lugares que convenía; encomendó al Corregidor la guardia de la ciudad; dejó en el Alhambra, donde había pocos soldados mal pagados, y éstos de a caballo, el recaudado que bastaba, juntando a este los criados y allegados del conde de Tendilla, personas de crédito y amistades en la ciudad. Él, con la caballería que se halló, siguió a los enemigos, llevando consigo a su yerno y hijos (14); siguiéronle, parte por servir al Rey, parte por amistad o por probar sus personas, por curiosidad de ver toda la gente desocupada y principal que se hallaba en la ciudad. Salió con la gente de su casa, el conde de Miranda don Pedro de Zúñiga (15), que a la sazón residía en pleitos; grande, igual en estado y linaje: eran todos pocos, pero calificados. Mas los enemigos, vista que los vecinos del Albaicín estaban quedos y los de la Vega no acudían, con haber muerto un soldado, herido otro, saqueado una tienda y otra como en señal de que habían entrado, tomaron el camino que habían traído, y por las espaldas de la Alhambra prolongando la muralla, llegaron a la casa que por estar sobre el río llamaban los moros Dar-al-huet, y nosotros de las Gallinas, según los atajadores habían referido. Pararon a almorzar y estuvieron hasta las ocho de la mañana: todo guiado por Farax, para mostrar que había cumplido con la comisión, y acusar a los del Albaicín o su miedo o su desconfianza, y aun con esperanza que, llegada la gente de la Alpujarra, harían más movimiento. Pero después que ni lo uno ni lo otro le sucedió acogiose al camino de Nigüeles, arrimándose a la falda de la montaña; y puesto en lo áspero, caminó haciendo muestra que esperaba. Pocos de la compañía del Marqués alcanzaron a mostrarse, y ninguno llegó a las manos, por la aspereza del sitio; aunque le siguieron por el paso del río de Monachil hasta atravesar el barranco, y de allí al paraje de Dílar, por donde entraron sin daño en lo mas áspero.

     Duró este siguimiento hasta el anochecer, que pareció al Marqués poco necesario quedar allí, y mucho proveer a la guarda y seguridad de la ciudad; temeroso que juntándose los moriscos del Albaicín con los de la Vega, la acometerían, sola de gente y desarmada. Tornó una hora antes de media noche, y sin perder tiempo comenzó a prevenir y llamar la gente que pudo, sin dineros, y que estaba más cerca; los que por servir al Rey, los que por su seguridad, por amistad del Marqués, memoria del padre y abuelo, cuya fama era grande en aquel reino, por esperanza de ganar, por el ruido o vanidad de la guerra, quisieron juntarse. Hizo llamamientos generales, pidiendo gente a las ciudades y señores de la Andalucía, a cada uno conforme a la obligación antigua y usanza de los concejos, que era venir la gente a su costa el tiempo que duraba la comida que podían traer a los hombros (talegas las llamaban los pasados, y nosotros ahora mochilas). Contábase para una semana; mas acabada, servían tres meses pagados por sus pueblos enteramente, y seis meses adelante pagaban los pueblos la mitad, y otra mitad el Rey: tornaban estos a sus casas, venían otros; manera de levantarse gente, dañosa para la guerra y para ella, porque siempre era nueva. Esta obligación tenían como pobladores, por razón del sueldo que el Rey les repartía por heredades, cuando se ganaba algún lugar de los enemigos. Llamó también a soldados particulares, aunque ocupados en otras partes, a los que vivían al sueldo del Rey, a los que, olvidadas o colgadas las esperanzas y armas, reposaban en sus casas. Proveyó de armas y de vituallas, envió espías por todas partes a calar el motivo de los enemigos, avisó y pidió dineros al Rey para resistillos y asegurar la ciudad. Mas en ella era el miedo mayor que la causa: cualquier sospecha daba desasosiego, ponía los vecinos en arma; discurrir a diversas partes, de ahí volver a casa; medir el peligro cada uno con su temor, trocados de continua paz en continua alteración, tristeza, turbación y priesa; no fiar de persona ni de lugar; las mujeres a unas y a otras partes preguntar, visitar templos: muchas de las principales se acogieron al Alhambra, otras con sus familias salieron, por mayor seguridad, a lugares de la comarca. Estaban las casas yermas y las tiendas cerradas, suspenso el trato, mudadas las horas de oficios divinos y humanos, atentos los religiosos y ocupados en oraciones y plegarias, como se suele en tiempo y punto de grandes peligros. Llegó en las primeras la gente de las villas sujetas a Granada, la de Alcalá y Loja; envió el Marqués una compañía que sacase los cristianos viejos que estaban en Restával, cierto que el primer acometimiento sería contra ellos; en Dúrcal puso dos compañías, porque los enemigos no pasasen a Granada sin quedar guarnición de gente a las espaldas, y a don Diego de Quesada, con una compañía de infantería y otra de caballos, en guarda de la puente de Tablate, paso derecho de la Alpujarra a Granada. El Presidente, aliviado ya del peligro presente, comenzó a pensar con más libertad en el servicio del Rey o en la emulación contra el marqués de Mondéjar: escribió a don Luis Fajardo, marqués de Vélez, que era adelantado del reino de Murcia y capitán general en la provincia de Cartagena (ciudad nombrada más por la seguridad del puerto y por la destruición que en ella hizo Scipion el Africano, que por la grandeza o suntuosidad del edificio), animándole a juntar gente de aquellas provincias y de sus deudos y amigos, y entrar en el río de Almería, donde haría servicio al Rey, socorrería aquella ciudad, que de mar y tierra estaba en peligro, y aprovecharía a la gente con las riquezas de los enemigos. Era el Marqués tenido por diligente y animoso; y entre él y el marqués de Mondéjar hubo siempre diferencias y alongamiento de voluntad, traído dende los padres y abuelos. El de Vélez sirvió al Emperador en las empresas de Túnez y Provenza, el de Mondéjar en la de Argel; ambos tenían noticia de la tierra donde cada uno de ellos servía. Comenzó el de Vélez a ponerse en orden, a juntar gente, parte a sueldo de su hacienda, parte de amigos.

     Entre tanto el nuevo electo rey de Granada, en cuanto le duró la esperanza que el Albaicín y la Vega habían de hacer movimiento, estuvo quedo; mas como vio tan sosegada la gente, y las voluntades con tan poca demostración, salió solo camino de la Alpujarra: encontráronle a la salida de Lanjarón, a pie, el caballo del diestro; pero siendo avisado que no pasase adelante, porque la tierra estaba alborotada, subió en su caballo, y con mas priesa tomó el camino de Válor. Habían los moriscos levantados hecho de sí dos partes: una llevó el camino de Órgiba, lugar del duque de Sesa (que fue de su abuelo el gran capitán) entre Granada y la entrada de la Alpujarra, al levante tierra de Almería, al poniente1a de Salobreña y Almuñécar, al norte la misma Granada, al mediodía la mar con muchas calas, donde se podían acoger navíos grandes. Sobre esta villa, como más importante, se pusieron dos mil hombres repartidos en veinte banderas: las cabezas eran el alcaide de Mecina y el corcení de Motril. Fueron los cristianos viejos avisados, que serían como ciento y sesenta personas, hombres, mujeres y niños; recogiolos en la torre Gaspar de Saravia, que estaba por el Duque .Mas los moros comenzaron a combatirla; pusieron arcabucería en la torre de la iglesia, que los cristianos, saltando fuera, echaron della: llegáronse a picar la muralla con una manta, la cual les desbarataron echando piedras y quemándola con aceite y fuego; quisieron quemar las puertas, pero halláronlas ciegas con tierra y piedra. Amonestábalos a menudo un almuédano desde la iglesia con gran voz, que se rindiesen a su rey Aben-Humeya. (Dicen almuédano al hombre que a voces los convoca a oración, porque en su ley se les prohíbe el uso de las campanas.) Llamaron a un vicario de Poqueira, hombre entre los unos y los otros de autoridad y crédito, para que los persuadiese a entregarse, certificándoles que Granada y el Alhambra estaban ya en poder de los moros: prometían la vida y libertad al que se rindiese, y al que se tornase moro la hacienda y otros bienes para él y sus sucesores: tales eran los sermones que les hacían. La otra banda de gente caminó derecho a Granada a hacer espaldas a Farax-Aben-Farax y a los que enviaron, y a recibir al que ellos llamaban rey, a quien encontraron cerca de Lanjarón y pasaron con él adelante hasta Dúrcal. Pero entendiendo que el Marqués había dejado puesta guarnición en él, volvieron a Válor el alto, y de allí a un barrio que llaman Laujar, en el medio de la Alpujarra; adonde con la misma solemnidad que en Granada, le alzaron en hombros y le eligieron por su rey. Allí acabó de repartir los oficios, alcaidías, alguacilazgos por comarcas (a que ellos llaman en su lengua tahas) y por valles, y declaró por capitán general a su tío Aben-Jauhar, que llamaban don Fernando el Zaguer, y por su alguacil mayor a Farax-Aben-Farax. (Alguacil dicen ellos al primer oficio después de la persona del Rey, que tiene libre poder en la vida y muerte de los hombres sin consultarlo.) Vistiéronle de púrpura; pusiéronle casa como a los reyes de Granada, según que lo oyeron a sus pasados. Tomó tres mujeres, una con quien él tenía conversación y la trujo consigo, otra del río de Almanzora, y otra de Tavernas porque con el deudo tuviese aquella provincia más obligada, sin otra con quien él primero fue casado, hija de uno que llamaban Rojas. Mas dende a pocos días mandó matar al suegro y dos cuñados por que no quisieron tomar su ley; dejó la mujer, perdonó la suegra porque la había parido, y quiso gracias por ello como piadoso. Comenzaron por el Alpujarra, río de Almería, Boloduí y otras partes a perseguir a los cristianos viejos, profanar y quemar las iglesias con el Sacramento, martirizar religiosos y cristianos, que, o por ser contrarios a su ley , o por haberlos dotrinado en la nuestra, o por haberlos ofendido, les eran odiosos. En Güécija, lujar del río de Almería, quemaron por voto un convento de frailes agustinos, que se recogieron a la torre, echándoles por un horado de lo alto aceite hirviendo; sirviéndose de la abundancia que Dios les dio en aquella tierra, para ahogar sus frailes. Inventaban nuevos géneros de tormentos: al cura de Mairena (16) hincheron de pólvora y pusiéronle fuego; al vicario enterraron vivo hasta la cinta, y jugáronle a las saetadas; a otros lo mismo, dejándolos morir de hambre. Cortaron a otros miembros, y entregáronlos a las mujeres que con agujas los matasen; a quién apedrearon, a quien acañaverearon, desollaron, despeñaron; y a dos hijos de Arce, alcaide de la Peza, uno degollaron y otro crucificaron, azotándole y hiriéndole en el costado primero que muriese. Sufriolo el mozo, y mostró contentarse de la muerte conforme a la de nuestro Redentor, aunque en la vida fue todo al contrario, y murió confortando al hermano, que descabezaron. Estas crueldades hicieron los ofendidos por vengarse; los monfíes por costumbre convertida en naturaleza. Las cabezas, o las persuadían o las consentían; los justificados las miraban y loaban, por tener al pueblo más culpado, más obligado, más desconfiado, y sin esperanzas de perdón; permitíalo el nuevo rey, y a veces lo mandaba. Fue gran testimonio de nuestra fe y de compararse con la del tiempo de los apóstoles, que en tanto número de gente como murió a manos de infieles, ninguno hubo (aunque todos o los más fuesen requeridos y persuadidos con seguridad, autoridad y riquezas, y amenazados y puestas las amenazas en obra) que quisiese renegar; antes con humildad y paciencia cristiana, las madres confortaban a los hijos, los niños a las madres, los sacerdotes al pueblo, y los más distraídos se ofrecían con más voluntad al martirio. Duró esta persecución cuanto el calor de la rebelión y la furia de las venganzas; resistiendo Aben-Jauhar y otros tan blandamente, que encendían más lo uno y lo otro. Mas el Rey, porque no pareciese que tantas crueldades se hacían con su autoridad, mandó pregonar que ninguno matase niño de diez años abajo, ni mujer ni hombre sin causa. En cuanto esto pasaba envió a Berbería a su hermano (que ya llamaban, Abdalá) con presente de captivos y la nueva de su elección al rey de Argel, la obediencia al señor de los turcos; diole comisión que pidiese ayuda para mantener el reino. Tras él envió a Hernando el Habaquí a tomar turcos a sueldo, de quien adelante se hará memoria. Mas este, dejando concertados soldados, trajo consigo un turco llamado Dalí, capitán, con armas y mercaderes, en una fusta. Recibió el rey de Argel a Abdalá como a hermano del Rey; regalole y vistiole de paños de seda; enviole a Constantinopla, mas por entretener al hermano con esperanzas que por dalle socorro. En este mismo tiempo se acabaron de rebelar los demás lugares del río de Almería.

     Estaba entonces en Dalías Diego de la Gasca, capitán de Adra, que habiendo entendido el motín víspera de Navidad (día señalado generalmente para rebelarse todo el reino), iba por reconocer al Ujíjar; mas hallándola levantada, fue seguido de los enemigos hasta encerralle en Adra, lugar guardado a la marina, asentado cuasi donde los antigos llamaban Aldera; que Pedro Verdugo, proveedor de Málaga, con barcos basteció de gente y vituallas luego que entendió la muerte del capitán Herrera en Cádiar. Pasaron adelante, visto el poco efeto que hacían en Adra; y juntando con su misma gente hasta mil y cuatrocientos hombres con un moro que llamaban el Ramí, ocuparon el Chipre (Chutre le dicen otros), sitio fuerte junto a Almería, creyendo que los moriscos vecinos de la ciudad tomarían las armas contra los cristianos viejos: escribieron y enviaron personas ciertas a solicitar, entre otros, a don Alonso Venegas, hombre noble de gran autoridad, que con la carta cerrada se fue al ayuntamiento de los regidores; y leída, pensando un poco cayó desmayado, mas tornándole los otros regidores y reprendiéndole, respondió. «Recia tentación es la del reino;» y dioles la carta en que parecía cómo le ofrecían tomalle por rey de Almería. Vivió doliente dende entonces, pero leal y ocupado en el servicio del Rey. Estaba don García de Villarroel, yerno de don Juan, el que murió dende a poco en las Guájaras, por capitán ordinario en Almería, y tomando la gente de la ciudad y la suya, dio sobre los enemigos otro día al amanecer, pensando ellos que venía gente en su ayuda, rompiolos, y mató al Ramí con algunos. Los que de allí escaparon, juntándose con otra banda del Cehel, y llevando a Hocaid de Motril por capitán, tomaron a Castil de Ferro, tenencia del duque de Sesa, por tratado; matando la gente, sino Machín el Tuerto, que se la vendió. De ahí pasaron a Motril, juntaron (17) una parte del pueblo, y llevaron casas de moriscos, volviendo sobre Adra; de donde salió Gasca con cuarenta caballos y noventa arcabuceros a reconocellos, y apartándose, llamó un trompeta, cuyo nombre era Santiago, para enviar a mandar la gente; mas fue tan alta la voz, que pudieron oilla los soldados, y creyendo que dijese Santiago, como es costumbre de España para acometer los enemigos, arremetieron sin más orden. Juntose Diego de la Gasca con ellos, y fueron cuasi rotos los moros, retirándose, con pérdida de cien hombres a la sierra. Iban estas nuevas cada día creciendo, menudeaban los avisos del aprieto en que estaban los de la torre en Órgiba que los moros, de Berbería habían prometido gran socorro; que amenazaban a Almería y otros lugares, aunque guardados en la marina, proveídos con poca gente. Temía el Marqués, si grueso número se acercase a Granada, que desasosegarían el Albaicín, levantarían las aldeas de la Vega, y tanto mayores fuerzas cobrarían, cuanto se tardase más la resistencia; daríase ánimo a los turcos de Berbería de pasar a socorrellos con mayor priesa, confianza y esperanza; fortificarían plazas en que recogerse, y no les faltarían personas pláticas desto y de la guerra entre otras naciones que les ayudasen, y firmarían el nombre de reino, puesto que vano y sin fundamento, perjudicial y odioso a los oídos del señor natural, por grande y poderoso que sea; daríase avilanteza a los descontentos para pensar novedades.

     Estando las cosas en estos términos, vino Aben-Humeya con la gente que tenía sobre Tablate, y trabando con don Diego de Quesada una escaramuza gruesa, cargó tanta gente de enemigos, que le necesitó a dejar la puente y retirarse a Dúrcal. Estas razones y el caso de don Diego fueron parte para que el Marqués, con la gente que se hallaba, saliese de Granada a resistillos, hasta que viniese mas número con que acometellos a la iguala; dejando proveído a la guarda y seguridad de la ciudad y el Alhambra a su hijo el conde de Tendilla por su teniente; al corregidor el sosiego, el gobierno, la provisión de vituallas, la correspondencia de avisar al uno y al otro, con el Presidente, de cuya autoridad se valiesen en las ocasiones. Salió de Granada a los 3 de febrero (1.569) con propósito de socorrer a Órgiba: vino a Alendin, y de allí al Padul. La gente que sacó fueron ochocientos infantes y doscientos caballos; demás déstos, los hombres principales que o con edad o con enfermedad o con ocupaciones públicas no se excusaron, seguíanle, mirábanle como a salvador de la tierra, olvidada por entonces o disimulada la pasión. Paró en e1 Padul, pensando esperar allí la gente de la Andalucía, sin dinero, sin vitualla, sin bagajes, con tan poca gente tomó la empresa; pero la misma noche a la segunda guardia, oyéndose golpes de arcabuz en Dúrcal, creyendo todos que los enemigos habían acometido la guardia que allí estaba, partió con la caballería; halló que sintiendo su venida por el ruido de los caballos en el cascajo del río, se habían retirado con la escuridad de la noche, dejando el lugar y llevando herida alguna gente; y el Marqués, para no darles avilanteza, tornando al Padul, acordó hacer en Dúrcal la masa. En tiempo de tres días llegaron cuatro banderas de Baeza, con que crecía el Marqués a mil y ochocientos infantes y una compañía de noventa caballos; y teniendo aviso del trabajo en que estaban los de Órgiba, y que Aben Humeya juntaba gente para estorballe el paso de Tablate, salió de Dúrcal.

     Entre tanto el conde de Tendilla recebía y alojaba la gente de las ciudades y señores en el Albaicín; y porque no bastaba para asegurarse de los moriscos de la ciudad y la tierra y proveer a su padre de gente, nombró diez y siete capitanes, parte hijos de señores, parte caballeros de la ciudad, parte soldados; pero todos personas de crédito: aposentolos y mantuvolos sin pagas con alojamientos y contribuciones. El Marqués, dejando guardia en Dúrcal, paró aquella noche en Elchite, de donde partió en orden camino de la puente; y habiendo enviado una compañía de caballos con alguna arcabucería a recoger la gente que había quedado atrás, para que asegurasen los bagajes y embarazos, y mandado volver a Granada los desarmados que vinieron de la Andalucía, tuvo aviso, que los enemigos le esperaban, parte en la ladera, parte en la salida de la misma puente, y la estaban rompiendo. Eran todos cuasi tres mil y quinientos hombres, los más dellos armados de arcabuces y ballestas, los otros con hondas y armas enhastadas: comenzose una escaramuza trabada; mas el Marqués, visto que remolinaban algunas picas de su escuadrón, arremetió adelante con la gente particular, de manera que apretó los enemigos hasta forzarlos a dejar la puente, y pasó una banda de arcabucería por lo que della quedaba entero. Con esta carga fueron rotos del todo, retrayéndose en poca orden a lo alto de la montaña. Algunos arcabuceros llegaron a Lanjarón, y entraron en el castillo, que estaba desamparado; reparose la puente con puertas, con rama, con madera que se trajo del lugar de Tablate, por donde pasó la caballería; el resto del campo se aposentó en él sin seguir los enemigos, por ser ya tarde y haberse ellos acogido a lo fuerte, donde los caballos no les podían dañar. El día siguiente, dejando en la puente al capitán Valdivia con su compañía para seguridad de las escoltas que iban de Granada a la Alpujarra, por ser paso de importancia, tomó el camino de Órgiba, donde los enemigos le esperaban al paso en la cuesta de Lanjarón; y habiendo sacado una banda de arcabucería con algunos caballos, mandó a don Francisco, su hijo (18), que con ellos se mejorase en lo alto de la montaña, yendo él su camino derecho sin estorbo; porque Aben Humeya, con miedo que le tomasen los nuestros las cumbres que tenía para su acogida, dejó libre el paso, aunque la noche antes había tenido el campo enfrente del nuestro con muchas lumbres y música en su manera, amenazando nuestra gente y apercibiéndola para otro día a la batalla. Llegado el Marqués a Órgiba, socorrió la torre, en término que si tardara, era necesario perderse por falta de agua y vitualla, cansados de velar y resistir. He querido hacer tan particular memoria del caso de Órgiba porque en él hubo todos los accidentes que en un cerco de grande importancia: sitiados, combatidos, quitadas las defensas, salidas de los de dentro con los cercadores, a falta de artillería picados los muros, al fin hambreados, socorridos con la diligencia que ciudades o plazas importantes, hasta juntarse dos campos tales cuales entonces los había, uno a estorbar, otro a socorrer, darse batalla, donde intervino persona y nombre de rey. Socorrida y proveída Órgiba de vitualla, munición y gente la que bastaba para asegurar las espaldas al campo, mandando volver a Granada, a orden del conde su hijo, cuatro compañías de caballería, y una de infantería para guarda de la ciudad (19), partió contra Poqueira, donde tuvo aviso que Aben Humeya había parado resuelto de combatir: juntó con su gente dos compañías, una de infantería y otra de caballos que le vino de Córdoba. Cerca del río que divide el camino entre Órgiba y Poqueira descubrió los enemigos en el palo que llaman Alfajarali. Eran cuatro mil hombres los principales que gobernaban apeados: hicieron una ala, delgada en medio, a los costados espesa de gente, como es su costumbre ordenar el escuadrón; a la mano derecha, cubiertos con un cerro, había emboscados quinientos arcabuceros y ballesteros; detrás desto, otra emboscada en lo hondo del barranco, luego pasado el río, de mucho mayor número de gente. La que el Marqués llevaba serían dos mil infantes y trescientos caballos en un escuadrón prolongado, guarnecido de arcabucería y mangas, según la dificultad del camino; la caballería, parte en la retaguardia, parte al un lado, donde la tierra era tal que podían mandarse los caballos, pero guarnecida asimismo de alguna infantería; porque en aquella tierra, aunque los caballos sirvan más para atemorizar que para ofender, todavía son provechosos. Apartó del escuadrón dos bandas de arcabucería y cien caballos, con que su hijo don Francisco fuese a tomar las cumbres de la montaña: en esta orden bajando al río, comenzó a subir escaramuzando con los enemigos; mas ellos, cuando pensaron que nuestra gente iba cansada, acometieron por la frente, por el costado y por la retaguardia todo a un tiempo; de manera que cuasi una hora se peleó con ellos a todas partes y a las espaldas, no sin igualdad y peligro; porque la una banda de arcabucería estuvo en términos de desorden, y la caballería lo mismo; pero socorrió el Marqués con su persona los caballos, enviando socorro a los infantes. Viendo los enemigos que les tomaba los altos nuestra arcabucería, ya rotos se recogieron a ellos con tiempo, desamparando el paso. Siguiose el alcance más de media legua hasta un lugar que dicen Lubien: la noche y el cansancio estorbó que no se pasase adelante; murieron dellos en este rencuentro cuasi seiscientos; de los nuestros siete; hubo muchos heridos de arcabuces y ballestas. Don Francisco de Mendoza, hijo del Marqués, y don Alonso Portocarrero fueron aquel día buenos caballeros, entre otros que allí se hallaron, don Francisco, cercado y fuera de la silla, se defendió con daño de los enemigos, rompiendo por medio. Don Alonso, herido de dos saetadas con yerba, peleó hasta caer trabado del veneno usado dende los tiempos antiguos entre cazadores. Mas porque se va perdiendo el uso della con el de los arcabuces, como se olvidan muchas cosas con la novedad de otras, diré algo de su naturaleza. Hay dos maneras, una que se hace en Castilla en las montañas de Béjar y Guadarrama (a este monte llaman los antiguos Orospeda, y al otro Idubeda), cociendo el zumo de vedegambre, a que en lengua romana y griega dicen eléboro negro, hasta que hace correa, y curandolo al sol, lo espesan y dan fuerza (20); su olor agudo no sin suavidad, su color escuro, que tira a rubio. Otra se hace en las montañas nevadas de Granada de la misma manera; pero de la yerba que los moros dicen rejalgar, nosotros yerbas, los romanos y griegos acónito, y porque mata los lobos, licoctonos; color negro, olor grave, prende mas presto, daña mucha carne; los accidentes en ambas los mismos, frío, torpeza, privación de vista, revolvimiento de estómago, arcadas, espumajos, desflaquecimiento de fuerzas hasta caer. Envuélvese la ponzoña con la sangre donde quier que la halla, y aunque toque la yerba a la que corre fuera de la herida, se retira con ella y la lleva consigo por las venas al corazón, donde ya no tiene remedio; mas antes que llegue hay todos los generales: chúpanla para tirarla afuera, aunque con peligro; psylos llaman en lengua de Egipto a los hombres que tenían este oficio (21). El particular remedio es zumo de membrillo, fruta tan enemiga de esta yerba, que donde quier que la alcanza el olor le quita la fuerza; zumo de retama, cuyas hojas machacadas he yo visto lanzarse de suyo por la herida cuanto pueden, buscando el veneno hasta topallo y tiralle afuera: tal es la manera desta ponzoña, con cuyo zumo untan las saetas, envueltas en lino, porque se detenga. La simplicidad de nuestros pasados, que no conocieron manera de matar personas sino a hierro, puso a todo género de veneno nombre de yerbas, usose en tiempos antiguos en las montañas de Abruzzo, en las de Candia, en las de Persia; en los nuestros, en los Alpes que llaman Monsenis hay cierta yerba poco diferente, dicha tora, con que matan la caza, y otra que dicen antora, a manera de dictamno, que la cura.

     Entrose Poqueira, lugar tan fuerte, que con poca resistencia le defendiera contra mucho mayores fuerzas. Los moros, confiándose el sitio, le habían escogido por depósito de sus riquezas, de sus mujeres, hijos y vitualla: todo se dio a saco; los soldados ganaron cantidad de oro, ropa, esclavos; la vitualla se aprovecho cuanto pudo; mas la priesa de caminar en seguimiento de los enemigos, porque en ninguna parte se firmasen, y la falta de bagajes en que la cargar, y gente con que aseguralla, fue causa de quemar la mayor parte, porque ellos no se aprovechasen. Partió el Marqués el día siguiente de Poqueira, y vino a Pitres, donde se detuvo curando los heridos, dando cobro a muchos captivos cristianos que libertó, ordenando las escoltas y tomando lengua. Alcanzáronle en este lugar dos compañías de caballos de Córdoba y una de infantería: en él tuvo nueva cómo Aben Humeya con mayor número de gente le esperaba en el puesto que llaman de Jubiles, lugar a su parecer dellos, donde era imposible pasar sin pérdida. Mas queriendo los enemigos tentar primero la fortuna de la guerra, saltearon nuestro alojamiento cinco banderas en que había ochocientos hombres: el día siguiente a mediodía, aprovechándose de la niebla y de la hora del comer, acometieron por tres partes, y porfiaron de manera, hasta que llegaron a los cuerpos de guardia peleando; pero en ellos fueron resistidos con pérdida de gente y dos banderas: hubo algunos heridos de los nuestros. Sosegada y refrescada la gente, dejando los heridos y embarazos con buena guardia, partió el Marqués ahorrado contra Aben Humeya; y por descuidarle escogió el camino áspero de Trevélez por la cumbre de la sierra de Poqueira, donde algunos moros desmandados desasosegaron nuestra retaguardia sin daño. Pasose aquella noche fuera de Trevélez sobre la nieve, con poco aparejo, y frío demasiado. Había venido a Pitres un mensajero (22) de Zaguer, que decían Aben-Jauhar, tío y general de Aben Humeya, a pedir apuntamientos de paz; pero llevándole el Marqués consigo, le respondió «que brevemente pensaba dalle la respuesta como convenía al servicio de Dios y del Rey». Dícese que ya el Zaguer andaba recatado de que Aben-Humeya le buscase la muerte; y continuando su camino para Jubiles con una compañía más de infantería y otra de caballos de Écija, cuyo capitán era Tello de Aguilar, llegó a vista de Jubiles, donde salió un cristiano viejo con tres moros a entregalle el castillo. Había dentro mujeres y hijos de los moros que estaban en campo con Aben Humeya; gente inútil y de estorbo para quien no tiene cuenta con las mujeres y niños, y algunos moros de paz viejos; mas porque era necesario ocupar mucha gente para guardallos, y si quedaran sin guarda se huyeran a los enemigos, mandó que los llevasen a Jubiles. Acaeció que un soldado de los atrevidos llegó a tentar una mujer si traía dineros, y alguno de los moriscos, o fuese marido o pariente, a defendella, de que se trabó tal ruido, que de los moriscos cuasi ninguno quedó vivo; de las moriscas hubo muchas muertas; de los nuestros algunos heridos, que con la escuridad de la noche se hacían daño unos a otros. Dícese que hubo gente de los enemigos mezclada para ver si con esta ocasión pudieran desordenar el campo, y que, arrepentidos de la entrega que el Zaguer hizo, los padres, hermanos y maridos de las moras quisieron procurar su libertad: la escuridad de la noche y la confusión fue tanta, que ni capitanes ni oficiales pudieron estorbar el daño.

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