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Lección XII

Continúa la explicación del trabajo colectivo, y la formación del capital social.

I

     En las áridas y dialécticas observaciones, que tuvisteis la indulgencia de escucharme en la conferencia anterior, no hice otra cosa que consignar el hecho, y presentaros el fenómeno del dualismo del trabajo del hombre en las sociedades civilizadas.

     Nada más que un hecho sencillo, nada más que una distinción vulgarísima os he presentado. Sin embargo, Señores, las consecuencias de aquel hecho, os darán, meditándole, la solución de algunos problemas difíciles y complicados, la explicación conciliatoria de algunos fenómenos, que se presentan como intrincadas contradicciones.

     Vuestra meditación sola podrá deducir cómo se establece la armonía entre la ley social y la libertad individual; entre la abnegación y disciplina, que reclama el interés público, y aquella libertad e independencia, sin la cual no llega la sociedad misma a su perfección y complemento. Vuestra meditación sola, sobre aquel hecho sencillo, verá dibujarse las primeras líneas, que marcan los límites entre la acción legítima del poder público, y los derechos naturales del hombre asociado. Vuestra razón sola comprenderá la manera exacta de plantear el problema del derecho al trabajo; problema que no tiene sentido cuando se aplica al ejercicio del trabajo individual, y a la gestión de los intereses privados; pero que cuando se le considera en el conjunto de la existencia social, representa para la sociedad la obligación de concurrir a su conservación y a su adelanto; representa para los individuos la mayor facultad, la esperanza, la posibilidad de convertir en provecho propio, y en producción privada, el empleo de aquellas fuerzas, que a no existir la riqueza colectiva, o no existirían, o serían impotentes e infecundas.

     Hallaréis, Señores, la clave del error capital de las doctrinas absolutas y radicales, que consiste en examinar estas cuestiones sólo por uno de sus aspectos, ora haciendo pesar sobre la condición humana el yugo nivelador de una abyecta servidumbre, ora conduciéndole a la divinización de su personalidad, para llevarle, en el orden político, a la anarquía; en el orden intelectual, a la ignorancia; en el orden histórico, al estado salvaje; en el económico, al desvalimiento y a la miseria. Vislumbraréis tal vez -a través de las contradicciones de la teoría, y de las anomalías aparentes de la Historia- la armonía que puede existir entre la prosperidad material de un pueblo, y su grandeza moral y preponderancia política.

     Y por último, comprenderéis, Señores, que no es exacto el juicio, que de mis doctrinas hubieren formado aquellos, que solamente por la impresión aislada de una de mis explicaciones, pensasen que era mi tendencia o mi conclusión predicar a la humanidad la ley de la eterna pobreza, y el desprendimiento y olvido de los intereses positivos, de los trabajos industriales. Nunca, Señores, ha podido ser esa mi intención: nunca ha cobijado mi ánimo semejante retrógrado propósito.

     Nunca estarán reñidos en la filosofía -porque no lo están en la naturaleza-, el adelanto físico con la perfección moral; el sentimiento de la belleza y el de la virtud; el desarrollo de la inteligencia de un pueblo, con los bienes materiales de que disfruta. No, Señores. Debajo del aliciente de la fortuna, que puede, cuando exclusivamente prepondera, degenerar en corrupción, está la necesidad del trabajo de adquirirla; del trabajo, Señores, que es el sentimiento moralizador de los pueblos y de los individuos; de ese sentimiento y de ese hábito, que es para la sociedad, siempre riqueza; para el individuo, siempre virtud. En la carrera de progreso -que sigue variando de lugares, pero no retrocediendo jamás en su camino, la civilización del mundo-, no he encontrado nunca que las naciones más pobres y más bárbaras fueran las más justas, las más libres, las más morales. Yo no predicaré nunca la miseria y la barbarie, como elementos de moralidad, de grandeza, y de libertad.

     Únicamente, Señores, en ésta -como en todas las demás cuestiones-, he procurado separar lo que es ley y principio social, de lo que es destino, condición o patrimonio del individuo. El principio, que preside a la organización de la una, no es siempre verdadero respecto a la existencia del otro. La perfección social se obtiene con frecuencia, a costa y riesgo de las contingencias individuales, consecuencia necesaria de la libertad humana. Los principios que rigen a la humanidad, son inmutables, como su existencia: las necesidades del hombre se modifican, según la voluntad de su albedrío. No es una contradicción: es la ley orgánica de la naturaleza: es la oscilación del péndulo en el reloj maravilloso de la Providencia.

     El individuo perece: la humanidad no muere. El hombre envejece, o decae: la sociedad se perfecciona y adelanta. El trabajo hace la riqueza y la prosperidad de un pueblo: el trabajo hace a veces la miseria y la desgracia del hombre. Lo mismo sucede con otros sentimientos. El amor y el deseo que perpetúan la especie, y engendran los afectos santos de la familia, suelen hacer la miseria y el tormento, la degradación y la ruina de muchos hombres. La sociedad ha buscado la ley de la armonía del amor en el matrimonio: la ha encontrado, sí, en la virtud, la ha consagrado en la Religión; pero no se ha atrevido a responder de que esa armonía fuera la felicidad individual, bastándole que fuera el destino noble y natural del hombre civilizado.

     Tampoco, Señores, he querido confundir los efectos con las causas; los resultados con los medios; lo accesorio con lo principal; la posibilidad de mejora con la perfectibilidad ilimitada. Porque haya anunciado que los intereses materiales no constituyen por sí solos el destino de la humanidad, así como tampoco los goces físicos constituyen la existencia del hombre; no creeré jamás que el hombre hambriento y desnudo, es el hombre de la sociedad, ni aun el de la naturaleza. No contará nunca mi doctrina entre las naciones civilizadas, ni entre las organizaciones perfectas, aquellos tristes períodos en que el hombre no ha llegado a adquirir, con la responsabilidad de su vida, el cabal ejercicio de su pensamiento y el empleo libre de su trabajo. No llamaré nunca en mis votos, ni abonaré jamás en mis principios aquellas épocas calamitosas, en que masas innumerables de criaturas humanas perecen de hambre, si llega a faltar una sola cosecha, o son víctimas de la inclemencia al rigor de un invierno crudo, o bajo el ardor febril de un verano sofocante. Donde quiera que se repitan éstas o análogas escenas, diré al siglo y a la civilización en que sucedan: ��Todavía eres barbarie: todavía eres pobreza: todavía eres esclavitud!�.

     Pero ni daré nunca a la civilización perfecta el imaginario límite de la individual opulencia, ni en las consideraciones históricas o aplicaciones contemporáneas, me dejaré deslumbrar por ilusorias apariencias. Por eso, Señores, al soldado de la sociedad, como al soldado de la guerra, diré siempre: �Tu destino es pelear, tu esperanza vencer; pero sabe que el logro de la victoria no excluye la posibilidad de tu muerte, ni la general derrota disculpará la ignominia de tu deserción o cobardía�.

     Por eso podrá suceder que al aspecto de una sociedad, no tan ilustrada, no tan rica, no tan próspera, no tan influyente como algunas, digamos con esperanza: �Ese pueblo es un joven honrado, valiente y generoso, laborioso y paciente. Él medrará; él se enriquecerá; él se ilustrará; él adquirirá fortuna, independencia, poder, y posición de influencia y de respeto en el mundo�.

     Por eso podrá suceder también que al mirar a alguna nación abrumada de riquezas, repleta de goces, entronizada en grandeza, y coronada de sabiduría, tengamos que decir: �Mirad: ese pueblo es un anciano decrépito: en derredor de su lecho de muerte se ostentan los tesoros que adquirió en su vida afanosa: mañana llevarán a la sepultura sus restos corrompidos: sus criados y concubinas se repartirán sus riquezas, y su palacio desmantelado pasará a la pertenencia de un heredero lejano!�.

II

     Sin embargo, Señores, estoy bien lejos de creer que con la división que hemos hecho entre el trabajo individual, y el que la sociedad colectivamente ejecuta y desempeña, se resuelven todas las cuestiones y se superan todas las dificultades que presenta este delicadísimo asunto. No soy yo tan presuntuoso acerca del valor de mi doctrina; ni por mucha importancia que de a la claridad de un raciocinio y a la clasificación de las ideas, soy tan esclavo de la lógica, que me haga la ilusión de que, en materia alguna, las dificultades, que existen en el seno mismo de los hechos y en la complicación de los principios, se resuelven con una cuestión de método. No, Señores.

     Después de nuestra exposición de las formas y primeras condiciones del trabajo colectivo, quedan y aparecen todavía puntos muy arduos, complicadísimos problemas, espinosísimas dificultades, obstáculos, ya graves, ya escabrosos, que sería por demás ridículo presentar como de fácil examen y de solución expedita. Presentar un objeto bajo el punto de vista que parece más fácil de ser iluminado, no es darle luz todavía.

     Nosotros dividimos las condiciones y forma del trabajo individual, de las formas y condiciones de aquel otro trabajo colectivo, que reclama y ejecuta la sociedad en todas las variadas funciones de su existencia. Es verdad, Señores: toda la distinción bajo este punto de vista explica y aclara hechos y fenómenos, contradictorios al parecer, en cualquiera orden de ideas a que se aplique.

     Aplicadla a la propiedad; y ella os dará la base de la conciliación y coexistencia de los derechos de dominio privado, y de los intereses comunales, limitados por el derecho social. Aplicadla a la moral; y hallaréis la fuente del principio, que consagra las virtudes domésticas; que exalta y sublima el heroísmo de las virtudes públicas. Aplicadla a la política, y a la legislación; y ella os abrirá la puerta del recinto, que separa la rigorosa justicia, de la razón de Estado. Aplicadla, en fin, a la literatura y a las artes; y veréis la diferencia, que existe entre ellas, consideradas como expresión del sentimiento individual, o como pasatiempo de la imaginación y del espíritu; o si miradas como la representación del espíritu, del gusto, del pensamiento de una sociedad, o de una época, se elevan a la categoría de instituciones, y a veces, a la de religión y de culto.

     Pero también es verdad, Señores, que este dualismo, que esta complejidad, que esta separación no se manifiesta tan clara en las cosas, como en las doctrinas: no aparece de la misma manera en los hechos, que en su descomposición y análisis: no se presenta -por decirlo así-, en facetas separadas, o en líneas paralelas, sino que se confunde y se combina en la existencia y realidad de los fenómenos morales o políticos, industriales y literarios, como dos elementos químicos que forman un cuerpo; como dos fuerzas que determinan un movimiento; como dos tintas de luz, que se combinan para formar un solo color. Por eso, Señores, la necesidad del trabajo individual, y de las condiciones que le hemos asignado, para la conservación y adelanto del capital social, del bienestar posible de la muchedumbre, y de la seguridad probable de la subsistencia.

     Por otra parte, la necesidad no menor del trabajo colectivo, del concurso de los asociados a esta tarea primitiva, e indispensablemente generadora de la existencia de toda sociedad humana, queda muy lejos de explicarse satisfactoriamente en sus relaciones mutuas, o en su combinación sintética, sólo por el hecho de la división, que hemos asentado entre dos series tan distintas de fenómenos y de resultados.

     Antes bien, Señores, podrá aparecer a primera vista, que de este análisis mismo resultan consecuencias y principios, que, lejos de admitir combinación y armonía, de todo punto entre sí se chocan, se combaten y aniquilan. Porque ora se considere el capital de la sociedad como remanente del trabajo del individuo; ora, como resultado directo del concurso individual, es innegable que la sociedad habrá de intervenir en este trabajo, de la única y especial manera con que la sociedad siempre interviene: a saber, de una manera obligatoria, disciplinaria, coactiva, ejerciendo una acción que -por suaves que sean los medios de que se valga, y las palabras con que se denomine- siempre se resolverá, con mayor o menor dureza, con mayor o menor violencia, en empleo de fuerza, de imperio, de mando, de sumisión y de servidumbre.

     Tan evidente es esta dificultad, Señores, que en la manera de ejercerse este trabajo, hemos señalado antes de ahora la diferencia capital y ostensible entre las sociedades bárbaras y los pueblos civilizados; entre los períodos de libertad, y las tristes edades de infancia y de servidumbre. Cuando el capital social se elabora pura y simplemente con el trabajo social no retribuido, y que esta retribución es únicamente la parte que sobra o se distribuye de la tarea colectiva, la condición de estas épocas y de estas sociedades ha sido siempre -con caracteres más o menos violentos- una condición de servidumbre.

     En estas épocas no hay contradicción, no hay dualismo, no hay lucha, no hay dificultad, no hay cuestión, ni conflicto. Pero desde que, adquirida la seguridad de la existencia social, el capital se diferencia, la propiedad se descentraliza, la riqueza se reparte, y el trabajo se individualiza, entonces es cuando se presenta la dificultad de señalar la línea divisoria entre el trabajo que la sociedad colectivamente dirige y ejecuta, y el que al individuo corresponde. En estas épocas, en que el capital social no puede alimentarse sino del sobrante de la producción individual, es cuando aparece toda la dificultad de explicar y concebir la designación, la inversión y empleo de este remanente, sin que la sociedad se arrogue y ejerza el derecho de intervenir, y limitar el uso de las riquezas, y de las facultades y medios del ciudadano o del súbdito.

     Difícil, sí, Señores -vuelvo a repetir-: difícil, sin salir de los principios que hemos asentado, es trazar los límites en que obren y funcionen, sin que se choquen y combatan, el poder de la sociedad, tan necesario, tan legítimo, tan santo, para la existencia y la vida del individuo, a quien lleva en su seno -como una madre que le amamanta a sus pechos, como un fruto que crece y madura en su árbol-, y entre la libertad del individuo, cuya independencia y derechos se identifican con la dignidad moral de toda la especie humana, con la conservación y progreso de esa sociedad misma, fuera de cuyo seno es menester que trabaje el hijo para alimentar a su madre; de cuyas protectoras ramas necesita desprenderse un día el germen, que ha de perpetuar el nacimiento de nuevos árboles, y hasta la hoja seca que ha de abonar sus raíces. Más difícil, Señores, encontrar esta conciliación, acostumbrados, como estamos, a no reconocer por verdades y principios, sino aquellos derechos absolutos, aquellas fuerzas omnímodas, que se nos presentan sin limitación ni contrapeso; derechos aislados, regulares y definidos, como los astros enmedio del firmamento.

     Pero, Señores, lo primero que debemos considerar es, que ni en la naturaleza ni en la filosofía, los hechos se realizan jamás de esta manera. Los mismos cuerpos planetarios se nos presentan, sólo porque se esconden a nuestros ojos esas corrientes inmensas de fuerzas ocultas, que llenan el espacio, y que los atraen e impelen; el elemento químico más simple, no le vemos nunca, sino en composición de sustancias, que encierran propiedades múltiples y calidades encontradas. Lo mismo sucede con los principios morales, políticos o sociales, que os parezcan más primitivos, más fundamentales. Estad seguros de que sometiéndolos al análisis, siempre os encontraréis con una combinación de diferentes fuerzas, de extrañas a veces y de difíciles afinidades.

     No os extrañéis que cuando se trata de aplicar principios generales al empleo de las fuerzas humanas; cuando tratéis de examinar los movimientos de este planeta viviente, que se llama el hombre, ora gire sobre sí mismo, ora en la órbita del sistema, que se llama la sociedad; la inteligencia más poderosa y el genio más sintético, o la razón más analítica, se vean embarazados entre las fuerzas que presiden y regulan la rotación de estos giros, la diversidad de estas órbitas.

     Veremos -a lo más- globos que se mueven, átomos en el cielo, como los hombres; moléculas en el tiempo. Pero la atracción, pero el impulso, pero el resorte de esas fuerzas y el cálculo de esas curvas; ese magnetismo, esa vida, esa electricidad, ese espíritu, que los anima, los influye, los penetra, los conserva y los fecunda, eso está mucho más allá de nuestros telescopios, de nuestros electrómetros y de nuestros cuadrantes.

III

     Por eso, Señores, no extrañéis la discordancia y contradicción, la dificultad y el detenimiento en la gravísima cuestión que nos embaraza y nos ocupa. �De qué manera puede la sociedad llegar a asimilarse la producción sobrante del trabajo del hombre, sin intervenir en el trabajo individual, que hemos proclamado emancipado e independiente?

     Aquí, Señores, tenemos que retroceder de nuestro camino: tenemos que recordar distinciones, algunas anteriormente explicadas, algunas omitidas por demasiado obvias y vulgares. A esta clase pertenece la diferencia rudimental entre el trabajo mismo, y el fruto de este trabajo o la producción; a la otra, la diferencia esencial entre la producción que se consume, y la que se destina para agente, materia, o elemento de una producción nueva.

     Desde este momento, Señores, empieza la dificultad, y se plantea el problema. Desde que la producción se ahorra, desde que la producción se capitaliza, es cuando nos vemos conducidos a averiguar si hay en la sociedad título, derecho, obligación de intervenir en su seguridad y en su conservación. Desde que el residuo de la producción se convierte en capital, es desde cuando nos cumple averiguar si cae inmediatamente bajo la dirección y dependencia de la sociedad, de la cual hemos asegurado en otra ocasión que los capitales eran obra especial y exclusiva.

     Las dificultades de una resolución absoluta y afirmativa, se presentarán seguramente de golpe a vuestros ojos; y lo que es más, se deducirán naturalmente de los principios asentados. Me diréis, con apariencia de razón, que siendo libre el individuo en consumir o capitalizar una parte de su riqueza, los productos capitalizados no pueden variar de naturaleza, por un hecho sólo, que queda a merced de la voluntad, de la pasión, del capricho o de la necesidad del productor. Pero yo os contestaré que también había sido acto voluntario del hombre dar la vida al hijo suyo; bien había entregado la Providencia y la sociedad a su albedrío y a su responsabilidad, a su previsión y a su cálculo, a sus deseos o a su continencia, la reproducción de su especie y la dilatación de su progenie.

     Pero desde el momento que la obligación voluntaria del hombre se ha cumplido, y la obra santa y misteriosa de la naturaleza se ha consumado; desde que en las entrañas de la mujer hay una nueva vida, o que desprendido del seno materno, la sociedad y la familia cuentan con un nuevo individuo de la humanidad; desde aquel mismo punto, Señores, el pensamiento de la ley moral y la moralidad del derecho civil se apartan de la lógica material y grosera de los hechos físicos; y no solamente la vida del nuevo ser no queda a merced de sus padres hasta la posibilidad de destruirla, sino que la ley castigará con más rigorosa pena, la moral pública execrará con más acerbos anatemas el crimen de dar la muerte a un hijo, que si sucumbe éste a manos de un homicida extraño.

     Os añadiré, que -aunque en esferas distintas, y obedeciendo a principios muy diferentes- los caracteres del individuo y de la sociedad se desenvuelven y manifiestan en una y en otra función, bajo condiciones de notable analogía. Porque la generación de la vida y la procreación de la riqueza son fenómenos, que no sólo se asemejan en el curso de la Historia, sino en el progreso de la civilización. Hasta el espíritu de la legislación, hasta la moral elevada y sintética de los dogmas religiosos las han igualado más de una vez en el estímulo o la represión, en la glorificación o vituperio de los sentimientos que a una y a otra presiden. La religión y la política las han equiparado en la regulación y deslinde de los derechos y obligaciones que de la una y de la otra se derivan.

     Y por último, Señores, el derecho civil de las legislaciones reconocidas por más humanas y equitativas, ha equiparado de tal manera la autoridad paterna con la propiedad material, que no ha vacilado en reconocer las obligaciones de la una, como correctivo de los derechos de la otra; y ha limitado en todas partes la libre disposición de los frutos del trabajo, en favor de la subsistencia y fortuna de los frutos del amor, o más bien del matrimonio; sin abandonar el uso de la riqueza y de la propiedad a las sugestiones del egoísmo, sin confiar absolutamente la subsistencia de la familia a los afectos naturales del corazón.

     También acaso hallarán otros el límite o la injusticia del derecho de la sociedad sobre la formación del capital, y sobre el trabajo que a ella concurre, en la misma razón principal que para atribuírselo indicamos. �Enhorabuena -me dirán tal vez-: nosotros podemos reconocer la obligación, que a la sociedad incumbe de transmitir a la posteridad los medios y elementos de producción, que ha recibido de las generaciones anteriores, como debe un padre a sus hijos el patrimonio de sus mayores. -Enhorabuena que la producción, que se aparta del consumo para resarcimiento del capital acumulado, sea para la sociedad, como lo es para el individuo, de conservación rigurosamente obligatoria. Su consumo haría disminuir el capital existente, producto del trabajo ya acumulado; y al día siguiente habría faltado en alguna parte de la sociedad un elemento de trabajar y una posibilidad de vivir. Pero desde que la sociedad, lo mismo que el individuo, han nivelado con su producción el capital que les asiste; el sobrante de su trabajo, el producto líquido -como dicen los economistas-, queda indefectiblemente bajo el dominio absoluto del productor, que es árbitro de consumirle hoy, o de consumirle mañana; que puede así destinarle a las necesidades de la producción, como a las exigencias imperiosas de la necesidad, como a los caprichos de la pasión pródiga, o de la fantasía dilapidadora�.

     El mismo raciocinio, Señores, pudiera aplicarse al ejemplo precedente. También pudieran decirnos que el Padre de familias había cumplido con dejar dos hijos a la sociedad, en reemplazo de los dos cónyuges, de su matrimonio. No hay para esto más inconveniente, sino que en este caso, para conservar la población del mundo, el matrimonio tenía que ser forzoso, y la procreación de dos hijos irremisiblemente obligatoria; esto es, que para limitar un derecho social, había que sujetar al individuo a la más horrible y absurda compresión y tiranía.

     Trasladad la consecuencia a la producción de la riqueza, y al empleo del trabajo, y os encontraréis con el mismo resultado. La Providencia y la naturaleza, Señores, se han apartado de esta mezquina organización, de esta lógica aparente; y por eso la naturaleza y la Providencia se presentan a nuestros ojos con esas contradicciones aparentes, en cuyo fondo se vislumbra, sin embargo, tan admirable armonía. La lógica de la Providencia y de las leyes naturales ha aspirado a ser inexorable y certera en sus resultados generales; pero ha permanecido generosa, elástica y libre en sus individuales aplicaciones. La Providencia y la naturaleza no han querido que el hombre calculara cuántos hijos debía a la sociedad; ni para su conservación apeló aquella a la violencia. Dejó al hombre en el uso pleno de su libertad: al frente de esa libertad colocó un deseo, y una pasión; y por si el deseo y la pasión no bastasen para asegurar los resultados de su obra, dio a la familia la sanción sagrada de las leyes morales y de las instituciones religiosas. Y ni la naturaleza ni la Providencia han querido tampoco que cada individuo de la especie humana se viera en la obligación de calcular cuánto había deteriorado y consumido del capital anterior, antes de poder llevar a la boca la ración de su diario sustento.

     Al repartir entre la humanidad las pasiones y facultades de sus individuos, ella sabía que al lado de aquellos que no podrían cercenar un óbolo de su diario sustento, o de su mezquino trabajo, habría existencias y condiciones, destinadas a acumular la producción sobrante a sus necesidades, o a disponer de medios superiores a los que representa la actividad y la industria de un hombre solo.

     Ella quiso sembrar a trechos en el campo de la producción, como en la extensión del territorio, depósitos que recogieran el sobrante no consumido del trabajo de la muchedumbre; como las fuentes y los lagos, donde vienen a reunirse las lluvias y las nieves, que destilan los montes, y que sobran de los campos, para alimentar los ríos y los arroyos, que fecundan perenne o periódicamente la vegetación de aquellas regiones, donde falta el agua del cielo, en los meses en que huyen las nubes de la atmósfera serena. Para esta obra ha dejado a los unos su inteligencia, a los otros su inferioridad; a los unos su incuria o su imprevisión, a los otros su cálculo o su destreza; a los unos el empleo de su fuerza o de su habilidad, a los otros el uso y empleo de su capital; a los unos la prodigalidad o la penuria; a los otros o la fortuna o la avaricia; a ninguno el ocio; a todos, empero, la libertad y el albedrío en la parte que les cabe de la común tarea.

     Pero desde el momento, Señores, en que la obra de esta libertad se consuma, y el fruto de esta libre y natural organización se ha realizado; desde el momento que el fruto sobrante del trabajo del hombre ha venido a acrecer el fondo de la riqueza social, como sus hijos a empadronarse en el catálogo de la población humana; no puede quedar duda que desde aquel momento, la sociedad adquiere sobre la conservación de su riqueza, como sobre la existencia y educación de la familia, derechos y obligaciones, que no estamos en el caso de negar, porque en apariencia contraríen su libertad, sino en el camino de investigar y comprender de qué manera se ejercen en un caso, como vemos que en el otro se verifican, no destruyendo, antes bien completando su misma propiedad, su misma independencia, su mismo derecho y autoridad, natural, santa y legítimamente adquiridos.

     Tenemos, Señores, la obligación de salir del círculo de consideraciones, en que nos han encerrado el derecho y el trabajo, la existencia y la libertad del hombre, para elevarnos a aquella esfera, en que campean y prevalecen el fin y el objeto, la existencia y el progreso de la sociedad misma. Tenemos que remontarnos a las condiciones indispensables para que la masa general de la sociedad -dado que no pueda alcanzar la riqueza-, tenga siempre capital y trabajo para su subsistencia; para que esa generalidad, que no puede llegar a ser capitalista, sea siempre productora, y para que las muchedumbres, que no pueden ser opulentas, no sean, a lo menos, esclavas. Debemos pugnar, finalmente, para que, si a la humanidad no le es dado resolver el problema de obtener todos sus individuos una realidad epicúrea de placeres, alcance la sociedad el adelanto necesario para ofrecer a todos una esperanza, y una posibilidad de emanciparse de aquel trabajo, que es miseria y esclavitud, para llegar a una condición, que sin ser ocio ni regalo, sea libertad, y nobleza, y civilización siempre, aunque no deje de ser trabajo, y peligro, y combate nunca.

IV

     Pero antes de dar un paso en esta cuestión capital, que es tal vez la clave de todos los problemas políticos y sociales, en su organización material y económica, estoy oyendo salir de entre vosotros una voz, que me para y advierte que estoy ofuscando hace tiempo vuestra razón y vuestro juicio, con la confusión de todos los nombres, con la mezcla incoherente de todas las ideas, con el deplorable embrollo de todas las cuestiones.

     Repararéis que habiéndome detenido en el camino de mis investigaciones, para tratar ex profeso la cuestión del trabajo y de sus condiciones, nada de lo que acabo de explicar corresponde a la idea, a la significación, ni al mecanismo del trabajo. �No es del trabajo -me diréis-, de lo que ahora os ocupáis, so pena de arrogaros la absurda pretensión de alterar la nomenclatura y la doctrina de todos los economistas, de todos los políticos, de todos los socialistas, de todos los filósofos: no es del trabajo de lo que tratáis; es de la producción, y de los productos.

     �El producto convertido en subsistencia, se llama salario, jornal, sueldo, honorario, según las clases y condiciones del trabajo a que se debe: el producto ahorrado, la producción concreta, no destinada al consumo, se llama propiedad; y esa propiedad, destinada y aplicada a la producción de otros productos, el fruto del trabajo, desviado del consumo para servir de instrumento y de agente de otro trabajo, es el capital. �Queréis tratar todas esas cuestiones de la economía política, salario, jornal, propiedad, capital? Tratadlas, si queréis, si podéis... si os atrevéis a tanto: tratadlas por dos o veinte cursos; que materia tendréis para tanto en la inmensa extensión de tan dilatadísimo campo; pero no comprendáis en la síntesis absurda de una denominación, propiedades de tan diferentes hechos, condiciones de tan diversos fenómenos, la categoría y clasificación de tan distintos resultados�.

     Señores: ya veis que anticipándome, como lo hago, a vuestros juicios y reconvenciones, debéis conocer que esta confusión que me atribuís, es un tanto voluntaria, y un si es no es, de propósito deliberado, conducida. De tal manera repugna a mi imaginación señalar las transiciones, que acaso habré sacrificado algo en esta ocasión a un hábito más literario que filosófico, en virtud del cual puede suceder que se encuentre uno engolfado en cuestiones, sin que sepa demasiadamente cómo ha llegado a ellas; o se halle fuera de ellas, sin saber a punto fijo cuándo ha salido.

     Pero en la ocasión presente debo asimismo confesar que conozco bastante el significado de esos nombres, para querer confundirlos; que tengo en demasiada cuenta las ventajas del método, para querer identificarlos; y que he meditado sobre estas cuestiones -si no lo necesario para resolverlas-, a lo menos lo suficiente para saber que no se resuelven enredándolas. Mi ánimo no ha sido confundir las cuestiones: si ellas se han venido enlazadas, culpa será de la cohesión de los hechos; no de la incoherencia de mis deducciones. Hemos llegado a la propiedad, al capital, se nos dice. -Me doy la enhorabuena, Señores-. De la propiedad y del capital partimos no hace mucho. Examinándola bajo un nuevo aspecto -en cuanto su adquisición podía contribuir a la general riqueza-, este examen nos llevó lógicamente a la cuestión del trabajo; y las condiciones del trabajo nos vuelven a traer naturalmente a un terreno que antes habíamos ya rápidamente, y por una sola zona, cruzado.

     Y si es verdad que al querer concretar y discutir las condiciones y especies del trabajo, nos encontramos con la cuestión del salario, del jornal, del consumo, de la propiedad, del capital y del interés, no culpéis, Señores, en todo a mi inteligencia o a mi imaginación. Culpad a la inexorable realidad de las cosas, más poderosa que el rigor de las palabras y que la exactitud de las fórmulas. De la cual depende que todos esos actos, y todos esos productos, según las condiciones que obran, y las relaciones que guardan entre sí, tomen los nombres de comercio, de industria, de producción, de propiedad, de capital, de salario, de jornal, de interés y de renta, siquier no sean otra cosa que las diferentes denominaciones, dadas por el método y la lengua, a las categorías diversas, a los resultados distintos de un hecho mismo, de un mismo fenómeno, el trabajo.

     Trabajo en vía de producción, trabajo produciendo, trabajo abstracto, trabajo concreto, trabajo consumido, trabajo reproductor, trabajo representado por el capital que se presta, trabajo aplicado al capital ajeno, trabajo suficiente para ganar el primer sustento, trabajo que excede a la satisfacción de las necesidades materiales, trabajo de la sociedad entera, trabajo del individuo; pero trabajo siempre, y nada más que trabajo, en todo lo que constituye la existencia material de las sociedades; como movimiento y fuerza, en todo lo que hace el orden del mundo; como vida, en todo lo que constituye la existencia de los seres animados.

     A la economía política se ha llamado la ciencia de la riqueza: tanto valdría, Señores, llamar a la fisiología la ciencia de la digestión, o la ciencia de la sangre. La fisiología es la ciencia de las leyes y de las funciones de la vida, como la economía social lo es de las leyes y funciones del trabajo. He aquí el origen de mi aparente confusión. No tengo pretensiones ni fuerzas para hacer un curso de Economía; pero al encontrar estos problemas y fenómenos en nuestra tarea de examinar las relaciones entre la sociedad y el Gobierno, entre la vida social y la existencia individual, me he dejado ir naturalmente al método de los fisiólogos.

     Por eso he dado el nombre de trabajo a tantos fenómenos: por eso he hecho girar en derredor del trabajo, tantas cuestiones. No creáis, sin embargo, que se han desnaturalizado, que se han oscurecido. Por haber llegado a este terreno, a través de deducciones morales y metafísicas, no receléis de poder volver a él por el camino que llevan los economistas. Si después de tratar de la libertad del trabajo como fuerza, me he visto arrastrado a la cuestión del capital, al considerar el trabajo bajo el aspecto de organización, no penséis que ha sido ignorancia o extravío el impulso que ha seguido la dirección de nuestro pensamiento.

     La necesidad y la existencia, la formación y el aumento de la propiedad y del capital nos condujeron a la libertad del trabajo, como ley de la sociedad misma. La libertad del trabajo puede conducirnos al problema de su limitación posible por la ley social, sin afectar el derecho individual, desde que hemos reconocido que el trabajo-propiedad, que el trabajo-capital, que el trabajo concreto, que el trabajo reproductor, están fuera de las condiciones de la posibilidad, de la competencia, de la acción exclusiva, del derecho absoluto del individuo.

     Por eso no hemos vacilado en abordar el temeroso problema de las obligaciones y derechos, que a la sociedad corresponden sobre la conservación de la propiedad capitalizada, sobre el trabajo necesario para el aumento de la riqueza reproductiva. Por eso no creeremos fuera de nuestro propósito investigar cómo ejerce la sociedad estos derechos, cómo cumple estas obligaciones. La temeridad de plantearlas sólo podría justificarse con la absoluta necesidad de no poder dejarlas atrás en nuestro camino. Y aun por eso he querido demostrar que no era extravío encontrarnos detenidos por su dificultad imponente.

     No olvidéis, Señores, que el tema de mis estudios es las relaciones que median entre la sociedad y el Gobierno, en el actual estado de la civilización europea. Y si alguna vez parece que olvido mi tema hasta el punto de no mentarle en una larga serie de reflexiones, estad seguros de que no puedo apartar de él la dirección de mi pensamiento, para venir a parar a los grandes problemas que se agitan hoy en el seno de la sociedad, y cuya solución está encomendada, o a la sociedad misma, o al poder que la representa, o a la Providencia, que la dirige. Dado que nosotros no podamos creer jamás que es dado resolverlos, al mísero y aislado individuo, que, sin la sociedad, es impotente... y hasta inexplicable.

V

     No hay duda, Señores, que desde que se llega al punto que hemos llegado; desde que sobre el trabajo o sobre la propiedad humana se admite un derecho o una obligación cualquiera, tutelar o directiva de la sociedad, nos encontramos frente a frente con el problema más transcendental de toda la ciencia social y política; con el que encierra en su seno las consecuencias más graves para la existencia de los pueblos, y para la organización de los Gobiernos; con la cuestión, que ha hecho más ruido en el mundo; con la que ha excitado más tempestades en la atmósfera de las recientes discusiones políticas; con la que ha suscitado más estrepitoso tumulto en la polémica revolucionaria o conservadora de las últimas agitaciones europeas.

     En verdad que no se puede llegar a ella sin temor de vértigo, de alucinación; sin aquel estremecimiento pavoroso, con que debían acercarse a la Esfinge, aquellos a quienes este antiguo emblema de muchas ciencias modernas devoraba, si no acertaban sus enigmas. �Sin embargo, Señores, delante de esa Esfinge tremenda hay un gran adivino, que se llama el Tiempo; un Edipo, muy probado en desventura, que se llama la Humanidad!...

     Así acontece con todas las cuestiones más capitales de la ciencia y de la vida. La filosofía las consulta al paso; los siglos las resuelven pasando. Y es que no son cuestiones individuales; que no son sociales siquiera: son cuestiones humanas: son esos hechos encadenados y eternos, que empiezan con los tiempos pasados, y siguen despejándose, como eternas incógnitas, en la tabla de los siglos venideros. A cada época no lo es dado más que hacer la aclaración de un término, o el señalamiento de un signo, dejando el yeso y la pizarra a la época que le sigue, no a la inteligencia limitada y miope de un hombre, por muy alto que se le llame reformador, por muy grande que se le crea filósofo, por muy sabio y profundo que se le acate legislador y estadista.

     Y sin embargo, tal vez se me dirá que he empezado por resolver la cuestión, audaz e intrépidamente, en un sentido afirmativo; que después de haber proclamado la libertad absoluta del trabajo y la concurrencia, no he rehuido el reconocer derechos y obligaciones de la sociedad sobre la propiedad reproductora. -��La contradicción fragrante, la antinomia imponente, que presentaban estos dos resultados, sin libertad de trabajo, no hay trabajo; sin libertad absoluta de la propiedad, no hay propiedad; no se os ha presentado, se me dirá. Por mejor decir, harto la habéis conocido; y con todo eso la habéis arrostrado.

     �Y poco sería eso tal vez, si al decir de vuestra lógica, fuerais capaz de encontrar en esta contradicción la armonía. Pero cuenta con que podéis incurrir en una contradicción más importante, en un contrasentido más transcendental. Cuenta que después de haber combatido con tanto ahínco y tenacidad las deducciones del socialismo, os dejáis apoderar de su espíritu, os afiliáis irremisiblemente en su sistema, deslizándoos por la pendiente de sus más atrevidas, de sus más revolucionarias doctrinas. Cuenta con que toda la cuestión socialista estriba en esa cuestión: toda la revolución socialista se contiene en ese resultado: toda la organización socialista reposa en ese principio: todos los tiros de su crítica van contra la libertad del capital, contra su posesión absoluta, contra su disposición omnímoda�.

     �La sociedad se ha estremecido de espanto a la aparición de esas doctrinas anárquicas, que han infestado mortíferamente la atmósfera de la civilización, cual si hubieran soltado en ella miasmas de pestilencia; y vos, después de haberlas combatido, estáis a punto de darles la razón en el más peligroso de sus dogmas. �Oh! De buen grado dejarán pasar todas vuestras objeciones, porque les concedáis esa proposición tremenda. Dejadle a la sociedad el dominio del capital: poco les importará que concedáis al individuo la libertad del trabajo. Dejad que la comunidad se llame dueña y señora del capital; y veréis cuán poco les importa la propiedad que consagráis en el individuo. Quitad la libertad del capital, y veréis hasta donde va esa tiranía social, contra la que os habéis levantado en nombre de la dignidad del género humano: veréis si la humanidad es menos esclava de ese poder formidable, por haber hecho de dos eslabones la argolla de su servidumbre; por haber dejado al individuo libres los brazos, sujetándole por el cuello�.

     Conozco, Señores, bastante bien la sociedad en que vivo, para no saber que sólo deteniéndome en esta cuestión, que sólo por detenerme en ella, se me dirigirán tales objeciones.

     �Singular época, Señores, ésta en que vivimos! Nunca el espíritu innovador ha desplegado mayor audacia: jamás el instinto de conservación ha obrado con mayor recelo. Jamás la razón ha tenido mayor libertad e independencia: jamás el interés ha estado más dispuesto a admitir y apoyar toda clase de servidumbre. Jamás se ha conmovido el mundo con mayor estímulo de actividad, con más febril excitación de movimiento. Nunca los hombres han estado más prontos que hoy a sacrificar su dignidad, sus afectos, y hasta su honra y su vergüenza, a la tranquilidad y al reposo.

     Desde la curiosidad de Eva, no ha habido nunca mayor afán del entendimiento, más grande ambición de la conciencia, que ésta, por penetrar en los secretos de las ciencias metafísicas y morales. Nunca han visto los hombres, con mayor espanto la aparición de un pensamiento nuevo, la simple fórmula de expresar un hecho, o una relación ya de antemano reconocida. Jamás han parecido ni los hombres de acción ni los de inteligencia, más preocupados de la realidad y de los resultados positivos; y nunca se han satisfecho, o nunca se han amedrentado hasta tal punto con ilusiones de imaginación, con la extrañeza de nuevos nombres o de frases peregrinas.

     Comprendo, Señores, cómo obra esta disposición del ánimo, así en la presente, como en cualquiera otra exposición de doctrinas. Conozco muy bien ese somnambulismo, que hace ver a los hombres, por todas partes, a los unos, hogueras y puñales; a los otros, cadenas y verdugos. Por eso me he adelantado a poner en su boca consecuencias a que no llegarán nunca mis doctrinas; por eso he puesto en sus labios nombres, que a mí no me amedrentan, cuando a ellos no les asustan los hechos. Porque a los que se espantan con el pavor de innovaciones radicales y de proposiciones temerarias, a los asombradizos y meticulosos adoradores de la riqueza, a los santificadores fanáticos de la propiedad, a los ancianos y Príncipes de los sacerdotes del capital, que no saben discutir sobre los fundamentos de la misma justicia que les asiste, sin lanzar como una voz de conjuro la palabra ��Anatema al socialismo!�, tócame antes de todo advertirles que en pleno socialismo están viviendo ellos hace más de cuatro mil años, como aquel protagonista de Molière, que toda su vida había estado hablando en prosa sin saberlo.

     Yo no soy, Señores, el que incurro en la contradicción que existe entre la libertad del trabajo y la limitación del empleo del capital; no he incurrido yo en ella; la he señalado. No he dado a la libertad por condición necesaria y primitiva del trabajo; la he señalado por condición histórica, de suficiencia, de producción, de progreso, de civilización. Yo no he dicho que el trabajo sin libertad no sea trabajo, y trabajo muy duro. �Cómo me creeré en el caso de afirmar que la propiedad con límites no sea propiedad, y todavía muy querida y preciosa? No es verdad, no, que yo me atreva a resolver todavía esa cuestión abrumadora. Ya veis lo que cuesta solamente el llegar a ella; ya veis cómo se resiste a moverse sobre su inmensa mole.

     Antes de asegurar el fallo de la razón, o el veredicto de la conciencia, hay antes, Señores, otro juicio que debemos consultar: el juicio de la Historia, el fallo de la humanidad misma. Esta cuestión, como tantas otras de nuestro tiempo, no es una cuestión nueva, ni una dificultad improvisada. Tan antigua como el mundo -o como la humanidad por lo menos-, si no se ha presentado en teoría a las especulaciones de todos los filósofos, se ha presentado, en la práctica, a las instituciones de todos los pueblos, a la organización de todas las sociedades, a la legislación, al gobierno de todos los poderes, en todos los tiempos. La organización socialista del capital, es el hecho y el derecho existente desde los orígenes de la Historia, por más que os extrañe y sobrecoja la sorpresa de este resultado.

     Me explicaré, Señores, aunque me dilate algún momento más. Respecto al trabajo, la Historia no reconoce por muchos siglos ninguna organización, ningún precepto de autoridad, más que las consecuencias, que se derivaban de la misma situación social. Los ciudadanos eran libres o esclavos; libre y propio, o forzado y ajeno, era el trabajo. Libertad o servidumbre era su única condición; condición que no le imponía la ley, sino la misma forma de la sociedad en que se ejecutaba.

     Pero �recordáis alguna legislación, que guarde el mismo silencio sobre la disposición de la propiedad, sobre el uso del capital? �Recordáis alguna institución, algún código, alguna ley política, de la cual estos dos derechos no hayan sido el principal y casi preferente objeto? No, Señores; la cuestión que nos ocupa, ha sido, desde las épocas más remotas, objeto de ley, materia de organización, asunto de autoridad y de poder.

     Y no hay que negarse a la evidencia, Señores. Todas las legislaciones desde Moisés hasta Napoleón, han planteado y resuelto este arduo problema en el sentido de la soberanía suprema del poder social, en el sentido de limitación a la propiedad individual, en el sentido de lo que se llamó por la antigua escuela, dominio eminente; en el sentido de lo que llamáis vosotros, conservadores, principio de autoridad, cuando os alarmáis ante las exigencias de la revolución, en el sentido que apeláis socialista, cuando no reconocéis ni los principios mismos del orden en que vivís, ni las condiciones del sistema social que defendéis, ni los fundamentos de la legislación, que aclamáis como protectora de vuestros derechos y de vuestras fortunas.

     Sí, Señores: ese que llamáis principio socialista, desorganizador y revolucionario, es vuestro principio mismo, vuestro mismo orden, vuestro mismo derecho, la ley de vida, que ha legado la Historia a la organización de todas vuestras sociedades. En ella siempre han presidido la autoridad y el poder a la disposición de la propiedad, una vez concreta, o visiblemente capitalizada. Ved ya en los hebreos impedida la posesión perpetua del terreno: ved el orden de sucesión establecido en las familias: ved la tasa legal del interés usurario: ved la forma sacerdotal y teocrática del impuesto. Seguid por todos los pueblos orientales u occidentales, Jaféticos o Semíticos, de origen griego o latino, esclavón o germánico; negociantes o militares; gobiernos monárquicos o democráticos; sociedades aristocráticas o plebeyas; y sin que las unas se deriven de las otras, encontraréis siempre las prescripciones del poder, regulando, circunscribiendo y limitando el empleo del capital y la disposición absoluta de la propiedad. Las herencias, las vinculaciones, los fideicomisos, los derechos y límites de la adhesión, la expropiación forzosa, y la condenación de la usura, �tienen otra consecuencia, u otra significación?...

     Y entre nosotros, Señores, en nuestro derecho civil, que pasa por el más equitativo, por el más humano, por el más liberal de los códigos modernos, �qué significa toda nuestra legislación sobre herencias, sobre el testamento y particiones, sobre legítimas y dotes; nuestra prohibición de donaciones universales, entre vivos, o entre marido y mujer; nuestras prácticas y ordenanzas de pastos y aprovechamientos, y hasta hace poco, nuestra ley de arrendamientos, cuya abolición, poco deliberada, ha de producir amarguísimos frutos a nuestra sociedad? No hay que dudarlo: todas estas leyes e instituciones están fundadas en ese principio, en el reconocimiento, en la legitimidad de este derecho. No es un principio revolucionario; no es una doctrina de innovación, de trastorno. Lo innovador, lo subversivo -ya lo veis-, sería el principio opuesto, sería el sistema de la libertad absoluta del capital, de la disponibilidad omnímoda de la propiedad, del uso ilimitado de la riqueza.

     He aquí cabalmente, Señores, lo que debe contenernos: he aquí lo que debe embarazarnos: he aquí lo que ataja el razonamiento de mi lógica, y las aspiraciones de mi corazón, que, a la verdad, lo que buscan es el progreso -si le hay-, de ese socialismo universal e histórico; la emancipación -si es posible-, de esa ley inexorable, que nos encadena a la sociedad, como la gravitación al globo de la tierra; la conciliación, en fin -si es dado encontrarla-, de la libertad humana, con las condiciones de la prosperidad colectiva; el acuerdo de la responsabilidad y albedrío individual, con la ley indeclinable, sagrada, tutelar, conservadora y fecunda del principio de la asociación y de la fuerza orgánica, que constituye la unidad de los pueblos y la mancomunidad de los hombres.

     Todo esto está encerrado en la cuestión que tenemos a la vista: todo esto se comprende en la cuestión del capital, a la que hemos llegado: en la cuestión de las atribuciones de la sociedad sobre los frutos del trabajo del individuo. Tal es, a lo menos, la forma más ostensible y material, bajo que se presenta en nuestros días ese misterioso enigma, esa cuestión temerosa, que encierra en su seno la paz o la guerra, la armonía o la disolución, la civilización o el retroceso de las sociedades; y sobre todo la hostilidad, nunca más excitada, entre las clases ricas y entre las clases menesterosas, que puede cubrir de sangre y de ruina el suelo de la Europa del siglo XIX, con más espanto y horrorosa desolación, que en aquella época que la memoria aterrada de los hombres conserva como un hecho de ayer, y en la cual los que hoy se llaman ricos, se llamaban patricios romanos; y eran lo que hoy son los pobres, las hordas de Alarico, de Genserico, de Atila y de Clodoveo.

     Dios los enviaba entonces, sin duda, para otros fines; pero, por lo que ellos venían, Señores, era por el vino y el pan, y el oro, y el sol, y el regalo de las tierras feraces del Mediodía.

     Las clases menesterosas, Señores, y las clases ricas han llegado hoy, como entonces, a mirarse frente a frente, en ademán de espantoso desafío. Las clases menesterosas representan el trabajo; las clases ricas están representadas en el capital. �Ved si la cuestión del capital y del trabajo, es simplemente una cuestión de números, o una cuestión de cálculos! Ved si el conflicto entre el capital y el trabajo no es el problema más importante que se puede presentar a nuestra consideración en el vastísimo campo de la doctrina social. Considerad si un sólo paso, que de la razón humana en la solución satisfactoria de este problema, no puede contribuir a la paz del mundo, y a conjurar los horrores del cataclismo sombrío, que se cierne sobre la frente despavorida de la situación presente.

     Consideradlo; y disculpadme, Señores, si por tanto tiempo y con tan pesados preámbulos, os he detenido en los umbrales y avenidas de esta cuestión, antes de decidirme a penetrar con vosotros en los recónditos caminos de ese laberinto, donde ruge más de un Minotauro, donde se devora más de una víctima diaria, donde el Teseo que derribe al monstruo, debe ser conducido también por una Ariadna divina.



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Lección XIII

Continúa la cuestión sobre la libertad del capital, y de la propiedad. Si se pueden limitar los consumos por parte de la autoridad social.

I

     Sucede, Señores, con las cuestiones filosóficas, políticas o morales, cuando aparecen a primera vista en el conjunto de sus relaciones, y en su enlace con el destino de los hombres, lo que acontece en los viajes, al aspecto de las ciudades, que se presentan en magnífica perspectiva, o edificadas en una situación privilegiada y pintoresca.

     Todos los que hayan navegado algunos mares, y recorrido algunas tierras, os hablarán de la encantadora sorpresa, que se experimenta al contemplar a Nápoles desde la bahía; a Constantinopla, desde el Cuerno de oro; y sin salir de nuestra pintoresca España, todos vosotros habéis visto a Cádiz desde el mar, a Sevilla desde el río, a Valencia desde el Miquelete, a la incomparable Granada desde los caminos de la vega. Hermosa es y encantadora esa vista; indeleble aquella impresión; ameno o encantador, imponente o risueño aquel conjunto; mágica aquella visión, y embalsamada aquella atmósfera.

     Pero si desembarcáis de vuestro navío, o echáis pie a tierra de vuestro carruaje, y queréis penetrar en lo interior de aquellas magníficas ciudades, Constantinopla os mostrará sus infectos callejones y sus enjambres de perros; Nápoles ostentará sus desnudos lazzaronis; Granada sus barrios moriscos arruinados; Cádiz su árida y triste monotonía; Valencia y Sevilla el laberinto de sus tortuosas calles, y el mosaico de sus informes edificios.

     Así nos sucede a nosotros, Señores, en la cuestión que es objeto actual de nuestras reflexiones. Os presenté delante de una población magnífica, grandiosa, pintoresca: quisimos reconocerla y examinarla; y la magnificencia y pompa de la perspectiva ha desaparecido de nuestros ojos. Vamos por sus calles tortuosas, por sus oscuros pasadizos, por entre las ruinas de las viejas moradas, por entre los cimientos, empalizadas y andamios de las construcciones en proyecto; a veces entre el polvo, a veces sobre el fango, a veces sobre el cascajo pedregoso.

     Os pido perdón, Señores, de esta decepción, que no es un engaño. Es el destino de los viajeros curiosos, de todos los exploradores y visitantes no del todo superficiales. He procurado a veces amenizar los contornos de los lugares que habíamos de recorrer, y aun algunos han podido creer que he sacrificado a esta consideración la gravedad y mesura de estilo, la sobriedad de colorido que estas materias reclamaban. -Hoy tal vez podéis ya culparme del defecto contrario; que toda amenidad y halago ha desaparecido del tortuoso dédalo por donde vamos hace dos noches penetrando.

     Sin embargo, Señores, ya que no puedo ser ameno y entretenido, no me queda en el punto a que hemos llegado, otro recurso que ser breve. No pudiendo dar color a mis ideas, ni cuerpo a mis doctrinas, las reduciré, las condensaré. No pudiendo hacer un cuadro, habré de hacer un mapa en diminuta escala. Os he dicho que al examinar una cuestión que se presentó en nuestro camino en proporciones de grandiosa perspectiva, os traía ahora por sus tortuosas encrucijadas. Pues bien, Señores; las recorreremos al galope; que al fin y al cabo vamos de corrida, y no es esta cuestión sino un punto de tránsito; no el término final de nuestra excursión, ni el puerto de arribo de nuestro viaje.

     De galope y de corrida, es larga con todo eso nuestra digresión, y dilatado nuestro camino. La solución del problema del trabajo nos condujo natural -y como hemos dicho, fisiológicamente-, a la cuestión del capital y de la propiedad, considerada como elemento de reproducción. Y si para entrar en ella, tanto nos hemos detenido y mirado; y si entrados en ella, tanto nos detendremos aún, a pesar de la aridez que no os disimulo, y de la celeridad que me propongo y os anuncio, no culpéis de ello al extravío de mi lógica, ni a la confusión de mi doctrina, ni al olvido de mi natural propósito. Culpad, si queréis, a la importancia y transcendencia de una cuestión, cuyos datos es menester conocer suficientemente para otras muchas cuestiones, cuyas consecuencias se ligan y entretejen naturalmente con todos los demás objetos de estas consideraciones, y cuyo resultado y representación en la sociedad son demasiadamente esenciales y prácticos, para que de su exacto conocimiento no se deduzcan proposiciones fundamentales para el asunto principal de nuestras meditaciones y estudios.

     -��Tan importante es -me diréis acaso extrañados-, la cuestión de la libertad del capital, después de conocida su formación; después de bien o mal determinada su naturaleza? �Tan importante es la libertad del capital, una vez consignada su necesidad, y que, como los socialistas no queréis aniquilarle ni destruirle? �Tan importante es esa cuestión de interés práctico, de proporciones matemáticas y positivas, de política material, para vos, que lo subordináis todo a consideraciones morales, y colocáis el álgebra de las ideas sobre la falaz dialéctica de los números?�.

     -Sí, Señores; tan transcendental la considero, cabalmente por esas mismas razones; tan importante, y tan vital, y tan transcendente. Y procuraré daros a entender antes de nada -porque esta satisfacción os debo-, las razones más obvias, o más capitales de esta transcendencia, de esta importancia.

     La cuestión de la libertad del capital, la cuestión de la limitación de su empleo por la sociedad, o de su disponibilidad omnímoda por el individuo, es importante, es transcendental, porque resume históricamente en sí la explicación de cómo se forma y conserva, aumenta o declina aquel patrimonio colectivo, aquel fondo y elemento primero de la subsistencia de un pueblo, aquella materia y base del primitivo trabajo de la sociedad, cuya necesidad es primero que todas las demás necesidades en el establecimiento de los pueblos, y cuya dirección siempre ha correspondido, por instinto y por ley, a la sociedad misma; y a nadie más puede corresponder nunca, que a los poderes que la representan.

     La cuestión de la existencia y libertad del capital es importante económicamente, porque después de ser el elemento y la condición necesaria de todo trabajo público, y de toda producción individual, significa y encierra el final objeto y ulterior destino de toda riqueza apartada del consumo, de toda producción convertida en riqueza privada.

     La cuestión de la existencia y condiciones del capital es transcendental e importante filosóficamente, porque capital, Señores -como ya otra noche lo he indicado de paso-, capital significa y representa, no sólo todo el progreso y desarrollo de la humanidad, sino los adelantos intelectuales de su razón y de su espíritu; sino todos los medios que va conquistando el hombre, de emplear sus fuerzas sobre la naturaleza que le rodea, y de multiplicar su poder sobre el mundo al cual domina y avasalla. Capital comprende toda la suma de descubrimientos, de invenciones, de métodos, de máquinas, de construcciones, de caminos, de edificios y ciudades, de monumentos artísticos y de obras literarias, de adelantos científicos y adquisiciones materiales, de empresas concluidas, de leyes e instituciones perfeccionadas, de todo aquello, en fin, que una generación deja a la generación que le sigue; que un siglo transmite al siglo que le sucede; que una civilización entrega a la civilización que la reemplaza.

     Capital es la civilización misma, considerada en sus fenómenos exteriores y permanentes: producto del hombre, como es el universo material la obra de Dios, que podría llamarse su capital también, si para la omnipotencia la creación fuera trabajo, y si no pudiera sacar de la nada millares de mundos.

     Delante de Dios no hay trabajo ni consumo; no hay principio ni progreso; pero bajo el punto de vista de la existencia y de la condición humana, todas las creaciones y adelantos de su fuerza, en el capital se representan. Por eso es sólo del hombre, porque sólo del hombre es la razón, y sólo de la razón el progreso.

     Los animales, aun aquellos que trabajan, aun aquellos que se asocian y producen, no elaboran capital; no le necesitan: su necesidad no va más allá del instinto. Las abejas, los castores, las hormigas no adelantan un paso de un siglo a otro siglo; no se dejarán nada unos a otros enjambres. Sus obras y sus productos han alcanzado desde el principio la perfección, porque no son el resultado de su propia inteligencia. La abeja hace sus alvéolos, y el castor su choza, como el marisco hace su concha, como el germen de un animal desarrolla su feto, como el corazón hace sangre, como el seno de la hembra madre segrega leche para sus hijos. Es un trabajo de la Providencia y de la naturaleza, que allí se detiene donde la necesidad, prevista por ella misma, está satisfecha. No hay capital, porque no hay necesidad de ahorro; no hay sobrante, porque en lo que Dios directamente provee, hay siempre lo suficiente.

     Pero el albedrío humano es más mísero y más flaco; por eso necesitó la previsión: su trabajo podía ser insuficiente, por eso necesitó la acumulación y el ahorro; su inteligencia es imperfecta y escasa, por eso fue creada progresiva y perfectible. Por eso el capital es el resultado y el resumen de la inteligencia del hombre, y al mismo tiempo la prueba de su flaqueza. Por eso es la demostración de su necesidad, de su insuficiencia, y al mismo tiempo el sello de su perfectibilidad y de la incalculable e indefinida extensión de sus medios y de sus facultades.

     Sí, Señores. Yo no he podido comprender jamás la doctrina de aquellos que -en nombre de no sé qué clase de progreso- combaten el capital como una calamidad o una quimera, reclamando para el trabajo toda la fecundidad y todas las excelencias. Yo he hecho aquí mismo, y con toda la sinceridad de mi alma, la apología moral y filosófica del trabajo; pero debo al mismo tiempo reconocer y proclamar que el trabajo, que puede explicar la existencia de un hombre, de ninguna manera explica ni justifica la existencia de la humanidad.

     El trabajo absoluto y aislado tiene, como el instinto, límites conocidos, límites fijados por la edad y por la fuerza del hombre; el consumo animal tiene también una limitación trazada por las necesidades humanas. Pero el capital no tiene límites; su crecimiento y progresión es indefinida; el producto a que puede dar origen, tan incalculable como los adelantos de la inteligencia humana. El trabajo sólo es igual siempre: con el trabajo sólo, la sociedad del siglo más adelantado, sería igual a la de una época más bárbara; el trabajo es acaso mayor en las épocas más atrasadas; y sin otro elemento que el trabajo sobre la naturaleza bruta, la humanidad sería siempre idéntica a sí misma, como las otras especies animadas y no progresivas.

     A los que -como Proudhon- niegan el poder del capital, y tratan de metáfora la virtud reproductiva o fecundante de la riqueza, que un individuo entrega a otro, o una generación a la siguiente, exigidles, para que sean consecuentes, que supriman los idiomas con que nos entendemos, los números con que contamos, la manera de alimentarnos, vestirnos y alojarnos, que hemos aprendido de las otras edades; las casas y ciudades en que vivimos; los campos y la manera admirable con que los cultivamos; la industria y las artes ingeniosas con que la ejercemos. Exigidles que a cada día y en cada año empiece el hombre su tarea con sólo el empleo de su trabajo instintivo y de su flaca fuerza, sobre la resistencia de una naturaleza virgen, salvaje y rebelde.

     No tardaría, Señores, en desvanecerse la declamación sofística, y la preocupación vulgar, fundada en la significación limitada de un nombre. No podrían tardar en reconocer y confesar, que eso que apellidaban capital-quimera, capital-iniquidad, capital-monopolio y capital-servidumbre, es la sociedad y la humanidad misma, representadas en sus obras, y en sus atributos; es toda la sociedad-inteligencia, es toda la sociedad-progreso, toda la sociedad-riqueza y toda la sociedad-justicia, toda la sociedad-utilidad y toda la sociedad-belleza; en fin, toda la sociedad-libertad y toda la sociedad-trabajo fecundo. Porque la existencia del capital es la que hace posible la reunión y coexistencia de estas condiciones.

     Y ved también por qué la cuestión del capital es también importante bajo el aspecto moral. La formación del capital es en su origen, o el fruto de una virtud privada, o el de una virtud social. Su fecundación y su empleo es la primera fuente de las relaciones sociales entre los individuos de un mismo pueblo. El empleo del capital o necesita de la concurrencia y convenio de otros hombres, o necesita su servidumbre. El empleo del capital o determina el reinado de la justicia y de la libertad, o funda la jerarquía de las castas opresoras y de las explotadas.

     El trabajo aislado individual no pasa del círculo de la personalidad humana. La asociación primitiva del trabajo para crear los primeros capitales, y la primera subsistencia, si no viniera de Dios, como vienen la sociedad y las lenguas, no hubiera sido más que un comunismo bárbaro, mísero y precario. La asociación que hoy conocemos; la seguridad de la vida individual enmedio de la asistencia pública; el aprovechamiento individual de los medios sociales; la suficiencia del trabajo y la propiedad de la producción; la civilización, en fin, como hoy la conocemos, se funda en la concurrencia del trabajo hacia el capital, o en la solicitud del capitalista por el trabajador. Todas las estipulaciones de los contratos, todas las obligaciones que constituyen la vida social, y que consagra la ley civil, toda distinción de personas y jerarquías, y toda variedad de condiciones y de fortunas, reconocen por fundamento y por origen las varias funciones que se distribuyen, y los productos que se reparten los poseedores del capital, y los dueños de fuerza y de trabajo; los trabajadores y los capitalistas.

     Por último, Señores, ya podéis conocerlo y adivinarlo. La cuestión y las condiciones del capital, al trasladarnos de la esfera del trabajo del individuo a la región de la vida y del concurso social, no sólo nos conducen al estudio de otro orden de fenómenos, sino que nos hacen reconocer la necesidad de otros principios. Examinando las leyes y condiciones del trabajo, en que se resume toda la existencia y actividad del individuo, hemos proclamado la ley de la libertad, que es la condición metafísica de su inteligencia, la condición moral de su responsabilidad y de su conciencia, y la condición física de su desarrollo y de su progreso. Pero desde que se llega a aquellos hechos y fenómenos, en que intervienen la inteligencia, la razón, la conveniencia y el poder social, claro está que el principio de la libertad es insuficiente, cualquiera que sea la acción que se atribuya, la forma que se de, el límite que se designe a la extensión del poder.

     La teoría más individualista, Señores, la que más influencia y más importancia dé a los intereses y sentimientos privados en la ordenación general de la existencia pública, estará muy distante de llamar libertad al ejercicio mismo, a la misma acción e influencia de la fuerza, de la inteligencia de la actividad colectiva.

     La vida y las funciones de la sociedad tienen otro principio, tienen otro móvil; y a este móvil y principio, que preside, domina y regula la vida social, los hombres y los siglos le han dado otro nombre. Unas veces opuesto al de libertad; otras veces conciliado con ella, nunca, sin confusión absoluta de las palabras, ni espantosa anarquía de las cosas, pudo ser con la libertad confundido.

     Más o menos influido por el interés de todos, o por el provecho de una clase; más o menos personificado en un hombre, o compartido entre muchos, el principio constitutivo y orgánico del poder social, no varía por estos accidentes, ni de esencia, ni de naturaleza. Unas veces con el nombre de ley, otras con el nombre de Dios, ya invocando la salud del pueblo, ya revistiéndose la sagrada diadema del derecho divino; unas veces con el nombre de Imperio, tomado de su forma; otras, con el de República, tomado de su objeto; nosotros le conocemos hoy día, en su abstracción más general, con el nombre y las condiciones de principio de autoridad.

     El principio de autoridad es el principio de la vida colectiva, como la libertad el de la existencia individual. La autoridad y la libertad, Señores, no son la lucha y el antagonismo: son el complemento y la perfección de dos existencias; son los dos movimientos, que dirigen en su órbita el planeta de la sociedad humana. La libertad del individuo no es la perversidad, no es el crimen, no es la anarquía; pero puede llegar a serlo. La autoridad no es la tiranía, no es la opresión, no es la servidumbre; pero con frecuencia lo ha sido. Mas no por eso dejará de ser cierto, que donde quiera que no exista libertad, no hay ciudadanos; que donde quiera que la autoridad desaparezca, no hay sociedad. Todo lo que tenga su principio en la iniciativa del interés, o de la inteligencia, de la conciencia del hombre, o de la libertad nace, y sólo en la atmósfera de la libertad se alimenta y respira. Todo lo que sale de la esfera de la acción individual, para entrar en la órbita y en la atmósfera de la existencia pública, con la acción de la autoridad se encuentra, y bajo la presión y ley de la autoridad es menester que viva y funcione.

     Ahora bien, Señores: en la cuestión presente, la condición del trabajo fue la condición del individuo, y no salimos en ella de la esfera de su libertad. El capital, que tiene su razón de ser y su condición de aumentarse en el interés de la sociedad, nos señala la frontera en que se tocan el campo de la libertad y la región de la autoridad. En la cuestión del trabajo, no habíamos salido de la metafísica y de la moral: las condiciones del capital nos conducen a la política.

II

     Señores: de las consideraciones que acabamos de exponer, no sólo se deduce la importancia y transcendencia de la cuestión que nos ocupa, sino que parece que se desprende ya el primer rayo de luz, para alumbrar algunas de esas complicaciones y conflictos, que en tan tenebrosa oscuridad nos parecían al principio sumergidas. De su meditación y estudio podemos deducir fácilmente cómo el capital puede someterse al imperio de la ley política, a los reglamentos de la potestad gubernativa, a las prescripciones de la ley civil, y hasta a los preceptos de la doctrina religiosa, con que se identifica la moral colectiva. También vemos cómo todas estas leyes, que no son otra cosa que las varias y multiformes manifestaciones del principio de autoridad, pueden establecer derechos y crear limitaciones sobre la condición y existencia del capital; mientras que aplicadas directamente al trabajo, llevarían consigo servidumbre y tiranía, paralización y miseria.

     -��Por qué?� -Ya lo hemos dicho, Señores; ya lo hemos, bajo todas las formas, repetido. El trabajo es el hombre; organizar el trabajo es organizar la vida; es suprimir al individuo; es quitarle su iniciativa; es substituirse a su conciencia; es inutilizar su moralidad; es contraer la obligación de proveer a su subsistencia; es absorber su libertad en la vida colectiva; es el despotismo, con toda su dureza; la servidumbre, con toda su degradación. Es a un tiempo la opresión social, la esclavitud privada y la tiranía política. Es el socialismo absorbente de las sociedades antiguas; la condición degenerada y paralítica de los imperios asiáticos; la organización misérrima y precaria de las clases ínfimas y menesterosas en todos los pueblos, y en todas las épocas de barbarie.

     El capital, empero, no tiene esta naturaleza, Señores. El capital no es acción, es resultado; no es producción, es producto; no es solamente, con frecuencia, creación de un individuo; es la agregación de los esfuerzos y de la vida de muchos. Las leyes del poder sobre el capital -como las del matrimonio y de la patria potestad-, nunca pueden ser otra cosa que la designación de un límite, dentro de cuyo círculo queda una esfera de elección, y una atmósfera de albedrío. Las limitaciones de su uso no llegan fatal y necesariamente a atajar el desarrollo y la espontaneidad del trabajo creador y fecundante. La sociedad no tiene a su cargo la subsistencia individual, desde que la general está asegurada. Y aunque las instituciones políticas lleven hasta sus últimos términos la división o el estancamiento de los capitales, el trabajo libre y espontáneo nunca puede temer tanto del monopolio oligárquico, que le explote, como del despotismo unitario organizador que le esclavice.

     Si alguna vez llega la preponderancia del poder a una inmovilidad exagerada del capital, como la que hay material y física en el terreno, toda vez que sean libres los brazos que le cultiven, se llegará a la equidad, y a la justicia, y a la abundancia en la repartición de sus productos. Los males y miserias que la Historia y la filosofía modernas han señalado en las épocas y en los países donde los capitales han estado más sujetos y regularizados por el poder, yo no los he encontrado, Señores, sino cuando a la par de estas instituciones, existían otras, reguladoras y disciplinarias del trabajo mismo, y comprensivas de la libertad individual y de la concurrencia.

     No consistía la servidumbre de la Edad media en la limitación feudal de la propiedad y en el monopolio de la tierra, sino en el vasallaje del colono, y en la condición esclava del mísero bracero. La oligarquía política, creada por el monopolio del terreno, no impidió que al lado de las grandes baronías y heredamientos, se alzase el estado llano, en brazos de la industria libre y del trabajo emancipado. Pero cuando la autoridad política quiso convertir también en monopolio y feudalismo lo que al principio fue asociación fraternal de trabajo; cuando el espíritu primitivo de las maestranzas, gremios y compañías de industria se convirtió en organización disciplinaria y reglamentada del trabajo mismo; y cuando la autoridad y el poder quisieron encadenar a sus leyes la actividad de la producción, el interés y la vocación del trabajador, y la iniciativa del pensamiento inventor o progresivo; entonces sí que hubo miseria, y tiranía, y lucha, y conflicto de clases, y pugna espantosa de pasiones e intereses. Entonces sobrevino la revolución social y política del siglo pasado, para restituir al trabajo la libertad perdida, y renovar sólo con esto la paz de la Europa, aun en aquellos países donde quedaron en todo su vigor las instituciones de oligarquía y monopolio, que sólo a la propiedad concreta y capitalizada alcanzaron.

     Entre la Inglaterra, donde quedaron en pie hasta los tiempos presentes, la vinculación de la tierra y los derechos de primogenitura, y la Francia, donde nada queda del antiguo edificio de sus instituciones feudales, ved, sin embargo, la notable diferencia entre ambas industrias y entre ambas civilizaciones. Yo bien sé que median para esta distinción causas morales más altas que los principios y los fenómenos económicos; pero moral es -no lo dudéis, Señores-, moral es también, y de un orden más elevado de lo que económicamente estáis acostumbrados a considerar, la diferencia que existe entre las instituciones protectoras de la libertad del trabajo y de la libertad del pensamiento, que forman la base de las instituciones sociales de la nación británica; y entre el espíritu de ese otro país, que en esas aspiraciones de libertad omnímoda, que las más de las veces sólo han servido para remachar la opresión de sus vecinos, no ha sabido salir del régimen reglamentario, represivo, centralizador y socialista, que inició Colbert bajo la monarquía, y cuyo último representante era Luis Blanc bajo la República, como lo habían sido Robespierre con la guillotina y el terror, Bonaparte con el sable y con la gloria.

     Yo no desconozco, Señores, los inconvenientes y extremos de postración y miseria a que puede conducir la concentración excesiva del capital; pero reparad también en los medios que tienen sus poseedores para atajar las demasías de la autoridad invasora, antes de llegar a los términos de aquella centralización total, que sería el señorío absoluto. Por eso hemos visto a las aristocracias poderosas poner frenos al mismo poder despótico, que había subyugado a las muchedumbres trabajadoras. Por eso hemos visto a clases nobiliarias, las más duras y opresoras, iniciar en toda Europa la emancipación política de los pueblos, y alzarse las primeras contra la absorción despótica del poder de los Gobiernos. Por eso, donde el poder fue bastante omnímodo para confundir, bajo una misma disciplina, y abarcar en una misma servidumbre, al capital y al trabajo, no se puede decir que faltó el esfuerzo de oposición y el instinto de grandeza a las clases capitalistas y opulentas. Fue que perecieron de esterilidad y de consunción los capitales bajo la servidumbre opresora y acerina del trabajo, que debía darles, vida, y multiplicar su existencia.

III

     He aquí, Señores, cómo no es tan antisocial ni tan antipopular la existencia del capital, como los socialistas han querido sustentar. He aquí cómo su limitación y su tutela por parte de la sociedad, no tiene los inconvenientes y peligros, que tan exageradamente ha ponderado el fanatismo, no menos ciego de la escuela liberal oligárquica, o el de la economía política materialista. Estos no han visto más que opresión, tiranía, despojo y atentado en el principio de legítima intervención e influencia, que la Historia y la política han atribuido en todos los siglos al principio de autoridad sobre la riqueza y la familia: aquellos, en nombre de la libertad, no han dejado de invocar las iras del pueblo y las fuerzas del poder contra la existencia liberticida y funesta de eso que, después de habernos retratado con las proporciones de un monstruo, reducen en seguida a las ilusorias apariencias de un fantasma.

     En efecto, Señores: los secuaces del socialismo Proudhoniano, si socialismo se puede llamar la doctrina crítica y puramente negativa de este filósofo, después de haber atacado al capital como una calamidad, pretenden borrarle de la categoría de las entidades positivas, reduciéndole a una ficción. Después de haberle asignado, como fuente y origen de usurpación y monopolio, todo género de propiedades odiosas, os negarán resuelta y absurdamente sus virtudes reproductivas. Los apóstoles de esta creencia os dirán, sin vacilar, que tomáis una metáfora por una realidad; y que para todo aquello en que creéis necesario el concurso del capitalista y del trabajador, de la riqueza creada y del trabajo fecundante, para improvisar, en plena miseria, maravillas de riqueza, y tal vez, en plena barbarie, maravillas de progreso, basta y sobra el espíritu de asociación entre los trabajadores.

     �La asociación!... �El espíritu de asociación! �La asociación del trabajo sin materia, sin capital! -Ésta sí podéis contestarles que es una quimera y una abstracción, cuando no tiene realidad la materia, que han de animar y poner en movimiento el espíritu y la fuerza vital de ese trabajo. Reunid diez mil obreros, llenos de robustez y de inteligencia y de actividad; dadles el sentimiento de la unión más fraternal y los estatutos del socialismo más filantrópico; y luego, sin una herramienta, sin un arma, sin un instrumento y sin provisiones para un día, lanzad esa muchedumbre sobre una isla desierta, sobre un suelo de arena, sobre un pantano infecundo. Veríais lo que podía, lo que era el espíritu de asociación y la aptitud al trabajo. Lo que la potencia reproductiva sin mujeres. En cuarenta y ocho horas se hubiera devorado a sí propia la mísera tribu. Y por el contrario, una sola familia, arrojada con capital suficiente en el más pobre rincón del mundo, al cabo de un siglo habrá tal vez llegado a ser un pueblo.

     Que se arrojen, pues, sobre el capital que maldicen, los secuaces ilusos de esa antisocial doctrina. Digan en mal llora: �sin el capital viviremos; que con el trabajo nos basta�. Griten furiosos: �repartámonos el capital, engendrador de tiranía y monopolio; y el ahorro y legado de cien generaciones consumámosle en un día, para quedar iguales y ser libres�. La sociedad que tal permita, y en donde tal calamidad suceda, correrá la suerte de la tribu que dejamos desnuda y desamparada sobre la infecunda playa; no habrá para ella esperanza de regeneración, porque no habrá posibilidad de vida. Donde no mueren más que los hombres, las sociedades reverdecen súbitamente, como el heno segado de las praderas. Donde -como en la costa de África y en algunas regiones de Oriente-, desaparecen los capitales, la sociedad humana no vuelve a prevalecer en siglos; como las plantas cuya raíz removió el arado. Donde el capital se extingue, no se agota solamente la riqueza de un pueblo: concluye su historia; es que muere la raza; es que se hunde bajo sus pies el terreno. Las naciones no tienen sólo por suelo el territorio; es que también, y siempre, el capital les sirve de suelo.

     La tierra sola no es más que un agente natural, como el aire o como la atmósfera. Cuando representa el trabajo sucesivo, y los instrumentos, métodos, fatigas e invenciones de muchas generaciones anteriores, es cuando se hace capital y riqueza, cuando produce y vale. Tended una horda mísera y atrasada por las feraces llanuras de la Mesopotamia, y no será más que un pueblo de beduinos. Dad riqueza, industria y producción acumulada al veneciano en sus lagunas, al holandés robando al mar sus algosas arenas, al pueblo inglés en su reducido islote; y no temáis por su existencia, que desplegando su capital sobre el mundo, ellos desdoblarán su territorio.

     Y el territorio, Señores, nadie ha negado que cuando amenaza y peligra, a la sociedad entera pertenece su seguridad y defensa. Y el capital, Señores, que ya hemos visto es el territorio donde la civilización se alimenta y el progreso de un pueblo se asegura, nadie tampoco podrá desconocer que a la sociedad pertenece en su conservación y en su existencia, en su seguridad y en su engrandecimiento.

IV

     Hasta ahora, Señores, todas las observaciones que he presentado para corroborar los fundamentos de mi primitivo aserto, también os deberán haber confirmado suficientemente en la creencia de que si considero el capital sujeto a la tutela y prescripciones de la autoridad social, es solamente en la suposición de que ha recibido ya su existencia, y se encuentra sólida y definitivamente constituido. Cuando antes de ahora equiparé en alguna manera la generación de la riqueza con la procreación de la especie, harto he indicado que los derechos de la sociedad y las prescripciones del poder no podían ser anteriores, ni en un caso, a la existencia de una nueva propiedad, ni en el otro, al nacimiento de un nuevo ser, sin falsear y contradecir los planes y las miras de la Providencia y de la naturaleza.

     A mis ojos, la producción y la riqueza dentro del cuerpo social, van como el chorro de un metal candente por los canales y tubos de una fundición; el poder no puede tocarle ínterin está corriendo, sin producir una explosión, o sin abrasarse la mano; y cuando atajarle pudiera, sería para impedir la obra. Sólo cuando el molde está lleno, cuando el metal queda sólido y frío, es cuando puede desprendérsele del armazón que le ha condensado.

     No en vano, Señores, me cumple advertir que cada vez soy más consecuente en este mi primer juicio, que algunos quisieran modificar con sus propios raciocinios. De la importancia que acabo de atribuir, del papel que hago representar al capital en la constitución y progreso de la sociedad, alguno pudiera deducir, o querer que dedujéramos nosotros, que las atribuciones del poder empezaban mucho antes de la época que le habíamos asignado, y que no había razón ninguna para evitar que al principio de autoridad, que a la sociedad gobierna y preside, no compitiera, con razón sobrada y con firmísimo derecho, preparar su nacimiento y determinar su creación.

     Y sin embargo, no lo creemos, Señores. La época en que entregamos los capitales a la influencia social, no es un señalamiento arbitrario; el límite en que hemos reconocido las fronteras del poder social sobre el campo de la propiedad privada, no ha sido nuestra voluntad y capricho. Le señalan inflexiblemente la naturaleza de las cosas y la índole misma del fenómeno especial, en cuya virtud el capital se encuentra formado.

     Ya lo hemos dicho, Señores; y antes de que lo hubiéramos dicho, ya todos lo sabíais. El capital se forma de la producción, que se aparta del consumo directo; de los productos, que no destruye y aniquila la satisfacción de las necesidades del hombre: el capital se constituye de los valores, que sirven al trabajo para la elaboración de una nueva riqueza. Y de esta sencilla y vulgar explicación resulta nada menos que la incapacidad absoluta del poder y de la autoridad, para concurrir al acto de la formación de los capitales.

     -�Por qué, Señores? -Porque formar un capital es ahorrar; formar un capital es no consumir; formar un capital es no gozar pudiendo, es abstenerse conservando; y os dejo considerar si podéis extender las facultades del poder y las atribuciones de la autoridad social, hasta el derecho de regular el consumo, de tasar el gasto, de limitar el goce, de calcular la necesidad y el ahorro; de ser ella, en fin, el último dueño y árbitro supremo en el repartimiento y disfrute de los productos del trabajo y de los objetos de posesión y de placer.

     -�Y por qué no? -conozco que me dirían muchos-. �Por qué no? replicarán impávida y resueltamente los comunistas. �Por qué no? me dirán los enemigos sistemáticos del lujo y de la desigualdad de las fortunas. �Por qué no? me dirán los que han admirado en las antiguas instituciones, hasta las leyes suntuarias. �Y por qué no? podrían también decirme los que miran como ejemplar modelo de humana perfección la economía social de los institutos monásticos...

     Sí... -��Por qué no? me dirán. Poco ha buscabais en la Historia ejemplos para abonar vuestra doctrina; y la Historia tiene ejemplos para todo. Las leyes suntuarias han sido de todos los tiempos: la tasa y medida de los consumos han estado en el fondo de todas las legislaciones, y en el espíritu de todos los cultos. Atreveos, pues, a denegar el ejemplo de los Gobiernos más sabios, más justos y equitativos; atreveos a contradecir el derecho, que la humanidad misma ha reconocido en aquellas sublimes instituciones, y en aquellos excelsos poderes que le hablaron y la dirigieron, en nombre de los más cultos principios y de los más elevados intereses�.

     -Sí, Señores. Me atrevo a negarlo, me atrevo a contradecirlo, con todas las fuerzas de mi convicción y de mi sentimiento. Rechazo la legitimidad filosófica y política de toda ley sobre los consumos: rechazo el carácter económico de las leyes suntuarias. La tasa y limitación de los gastos comunes y de los derechos personales, no han existido, sino en aquellas épocas de barbarie y de socialismo primitivo, en que los derechos de propiedad se hallan todavía confundidos en el comunismo originario de las sociedades nacientes. Las leyes suntuarias no han sido jamás leyes económicas: jamás han tenido por objeto, ni la fortuna de los individuos, ni el aumento de la riqueza social. Han sido unas veces preceptos morales; en otra ocasión, prescripciones religiosas; con más frecuencia instituciones políticas, dirigidas a mantener la jerarquía de las clases elevadas o dominadoras, o a reprimir la representación exterior de las que aspiraban a la preponderancia y al dominio.

     Hoy mismo sucede en algunos Estados de la Unión Americana, que la opinión excluye severamente de las funciones públicas a todos los que se hacen notables por su fausto; y nadie verá en esta prevención, hija de la suspicacia democrática de aquellos republicanos, una tendencia de la autoridad a mezclarse en el repartimiento y disfrute de la riqueza. Nadie habrá visto en el fondo de aquellas costumbres, las más individualistas de nuestra época, el más leve asomo de introducir la autoridad del poder en el seno íntimo de la existencia doméstica, que es cabalmente el santuario, el templo, el supremo bien y el más preciado tesoro entre los hijos de aquella raza.

     Porque esto sería, Señores -no hay que dudarlo-, intervenir directamente en los consumos. No sería tan sólo hacer ilusoria toda propiedad, y anular en su ejercicio todo derecho de dominio. Sería la opresión de toda libertad, la ineficacia de todo albedrío, la coacción de todo deseo, la ordenación previa de toda acción humana: sería la regulación de todo placer, la graduación de toda necesidad, la tarifa de cada una de sus satisfacciones. Sería el venir la sociedad a la morada del hombre y al seno de la familia, a distinguir por sí misma entre lo productivo y lo improductivo; entre lo necesario y lo superfluo de sus gastos. Sería substituirse la decisión del poder público al estimulo de la necesidad, a la influencia de la pasión, a las decisiones de la conciencia y de la moralidad privada, a la exigencia de las circunstancias, a la diversidad de los temperamentos, a la influencia del clima, de la edad y de todos los accidentes naturales o artificiales de la condición humana.

     Señores: en otra ocasión hemos visto lo que sería organizar el trabajo. Organizar el consumo sería más todavía: sería -como veis-, aniquilar absolutamente toda la existencia individual; sería convertir todos los miembros de una sociedad en seres dotados de movimiento automático, para no conservar espontaneidad y representación moral sino en el conjunto de la sociedad misma. Sería, Señores, después de hacer del individuo una máquina, hacer de la sociedad un monstruo; porque sería invertir el orden de la naturaleza y el plan de la Providencia, que sujeta las sociedades al fatalismo de la ley; pero que deja los individuos a merced de las anomalías de la libertad.

     La libertad, Señores, que no es el acaso, que no es el capricho, que es también una regularidad, de la cual sólo Dios tiene el secreto, porque no ha querido iniciarnos en la esencia de las cosas, ni en la individualidad de los fenómenos. Por eso solamente los hechos generales del mundo físico caben en nuestro cálculo; por eso solamente los fenómenos de la sociedad entera se pueden sujetar a nuestra previsión. Nada de lo diario, de lo individual, está sujeto a las reglas de nuestro cálculo. Hasta en el orden del tiempo sabemos exactamente el movimiento de los astros; pero no el de las nubes de nuestra atmósfera. Conocemos el orden de las estaciones; cuando llega el sol, y cuando se aparta de los límites que le están trazados entre los trópicos. �Pero el calor y el frío, la sequedad o la lluvia, la serenidad o la tormenta de cada uno de esos días, de cada una de esas horas fugaces, vano será que intente regularlas, o predecirlas y ninguna especie de cálculo matemático!

V

     Mas �a qué fin, Señores -en último resultado-, la regulación de los consumos? �Para mayor ahorro de la producción, para aglomeración más grande de capital? �Y qué importaría este supuesto ahorro, atajándose la producción misma en la fuente de donde nace, en el vital estímulo que la impele y anima?

     La tasa de los gastos lleva indudablemente consigo la limitación de los productos. Ya lo hemos hecho observar antes de ahora: ya lo hemos procurado ilustrar con notables y abultadas analogías. La previsión reglamentada de ciertos actos produce la necesidad de la coacción en los que son correlativos. Un límite legislativo o religioso a la procreación de los hijos en cada matrimonio, conduciría al matrimonio forzoso, o a prescripciones más absurdas todavía. Limitada por una tarifa cualquiera, la extensión de los consumos, sería forzoso señalar en la misma escala proporcional los límites de los productos. Esto es sin duda lo que los socialistas llamarán la seguridad de la demanda y la balanza genuina de la producción. -Para nosotros es la seguridad de la tiranía, y el equilibrio de la miseria.

     Es la sociedad entera entregada a la previsión y al cálculo del poder: es la autoridad encargada del repartimiento de los productos, como de la distribución de los trabajos. Es el trabajo mismo, sacrificado al derecho abstracto de trabajar. Es, en fin, el despotismo nivelador de una democracia monacal, o de una monarquía egipcia, cortando el nudo gordiano de todas las cuestiones económicas y de todos los problemas sociales; convertido el Gobierno, como el Faraón de José, o el Mehemet-Alí de nuestros días, en único capitalista, y en único empresario de industria, poniendo a ración a todos los que consumen, que son todos los que trabajan, y sujetos a tarea a todos los que trabajan, que son todos los que producen.

     Sí, Señores: bajo este régimen todo sería sencillo, todo expedito. Donde se suprimen todas las libertades no queda nada vago, indeterminado, nada imprevisto. En una prisión, en una penitenciaría, en un cuartel, en un presidio, o en un monasterio, no hay cuestiones económicas, ni conflictos sociales. No hay pobres, no hay ricos: no hay capitalistas, no hay trabajadores: no hay desigualdades, no hay eminencias. Donde hay tasa para el consumo, hay coacción para el trabajo: no hay miseria; no hay propiedad; no hay iniciativa; no hay personalidad; no hay progreso; no hay esperanza; no hay socialismo siquiera. Porque no hay obligación mutua, ni simpatía recíproca: y los mismos, que en odio a los privilegios de una clase que puede ser opresora, arrasan los fuertes en que puede atrincherarse, no tienen reparo en levantar sobre su sociedad democrática la espantosa Bastilla de aquella autoridad omnímoda, a quien en odio del capital revisten de todo poder.

     He aquí el peligro de no admitir sino principios absolutos: he ahí las consecuencias de no admitir en las sociedades sino fuerzas sin contrapeso, fenómenos sin antagonismo, derechos sin limitaciones. No, Señores: en la sociedad, como en la naturaleza; en la filosofía, como en las cuestiones económicas, el orden y la solución de los problemas está en el antagonismo. En un hecho, en un principio, en una fuerza sola está el despotismo, el caos, la muerte.

     �Pero vos también -me diréis-, también sentáis principios absolutos; también habéis proclamado la libertad del trabajo sin limitaciones�. -�Sin limitaciones! �Y quién os lo ha dicho?... Cuando al examinar la cuestión del trabajo proclamaba la libertad, y defendía la concurrencia, harto sabía yo que en el problema del capital había de encontrarme con la autoridad y la limitación. Harto conocía que en la necesidad de un principio había de hallar el correctivo del otro. No tengo miedo yo, no lo tengáis vosotros jamás, a la extensión y absolutismo aparente de los derechos y medios individuales, con tal de que conservéis a la sociedad los suyos. Que harto limitada será siempre la esfera en que permitáis obrar al individuo, y la fuerza de que le dotéis. Pronto conoceréis la gravitación que limita su libertad, y que enfrena fatalmente su albedrío. Dejadle el dominio de su espíritu, de su corazón y de su conciencia, como le ha dejado la naturaleza el de sus miembros. Por mucho que acelere sus pasos, o que extienda sus manos, no salvará el horizonte, ni tocará jamás al cielo. Por más que intente remontarse a las nubes, se encontrará pronto con atmósfera donde no respire; y si quiere salvarse bajando al abismo, le ahogará el aire mefítico y pesado.

     Dejad al individuo todo lo que es de su pensamiento y de su personalidad, harto limitada, y de su existencia, harto efímera; que pronto la sociedad reivindicará contra él sus títulos, y le enfrenará en sus aspiraciones, en nombre de cuanto en la vida le rodea, de cuanto antes de su existencia le ha precedido, de cuanto ha de quedar después de su muerte. Dejad a la sociedad los santos derechos de aquella moral colectiva, que empezando por ser religión, concluye hoy por ser doctrina; y no temáis dejar a las pasiones individuales la representación y el papel que les ha asignado la naturaleza. Dejad que el rico no ponga tasa a sus necesidades; que al fin, como la naturaleza ha igualado los órganos de sus verdaderos consumos con los del pobre, la mayor parte de sus gastos habrán de ser reproductivos, o capitalizadores. Dejad el consumo tan libre como el trabajo, y buscad en otras condiciones la limitación del capital, y la tutela social sobre su conservación y progreso. Para la cortapisa de la concurrencia en lo económico, y para atajar el predominio de la fuerza bruta en lo político, está el capital y las categorías que su posesión establece. Para contrarrestar el predominio económico del monopolio, o la opresión política, a que los dueños del capital aspiren, dejad los peligros y las consecuencias mismas de la concurrencia ilimitada y del consumo libre.

     Persuadíos de que en la dinámica de las fuerzas morales, como en la mecánica física, no hay una máquina con una fuerza sola; no hay un muelle sin resistencia; no hay motor sin punto de apoyo; no hay vapor sin válvulas y compensadores. No desechéis de la gran sinfonía de los fenómenos morales esas disonancias, que concurren a la general armonía; ni temáis buscar la concordia, donde a primera vista no se os presenta sino conflicto y contrariedad, lucha y antagonismo.

     ��Y bien! -me diréis-; después de todo, si no admitís limitación alguna en la esfera de los consumos, si no reconocéis en el poder y gobierno de la sociedad, autoridad competente para regular los gastos improductivos, a lo menos le atribuiréis la obligación de exigir y reservarse una parte de los productos. Y en tal caso, es posible y consecuente que lo que generalmente es mirado como una necesidad dolorosa, o como un mal necesario, lo consideréis como una función útil, provechosa y fecunda. Es posible que contra la opinión de la mayor parte de los economistas, consideréis el impuesto como institución beneficiosa y reproductiva. Es posible que -de acuerdo con muchos de los filósofos de la escuela socialista-, le miréis como el rédito justo que el rico debe al Estado, como el interés de la parte de capital social que beneficiosamente explota. Posible es sin duda que miréis el impuesto como el único medio y el único procedimiento de que el poder se vale para formar, conservar y acrecer ese capital social, elemento fecundo de su trabajo, a la manera que el sol levanta del mar y de los ríos el agua con que alimenta, fecunda y mantiene lozana la vida de las tierras y la vegetación de los campos�.

     -No es hora ya, Señores, de contestar hoy a esta objeción. Por ella consideraréis que el examen del impuesto, que ha de ocuparnos en la lección próxima, tiene para nuestras miradas otra perspectiva, y para nuestros principios otra mayor importancia que la que admite una cuestión de Hacienda. �Cómo ha de ser, Señores!... He llegado a punto de no poder rehuir esta materia ni esta discusión.

     El camino del desierto se dilata. Áridas fueron las explicaciones sobre la propiedad y el trabajo: más áridas se hicieron al tocar los problemas de la concurrencia y del consumo. Réstanos apurar las heces de esta aridez, llegando por la filosofía, por la moral y por la alta política, a la cuestión y a la doctrina de los tributos y del presupuesto.



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Lección XIV

Sigue la cuestión sobre la formación y conservación del capital. Cómo obra en esta conservación el impuesto.

I

     Cuando en la noche anterior concluía mi explicación con el anuncio de que pensaba consagrar la presente al examen de la cuestión del impuesto, bien seguro estoy, Señores, que a ninguno de los que tan benévola como generosamente han prestado su atención al curso de los presentes estudios, se le habrá ocurrido que iba yo a ocuparme en esta conferencia, de aquellas cuestiones y conocimientos especiales, de aquellos problemas -más aritméticos que políticos, y más comerciales que económicos-, que constituyen en el día la tan famosa especialidad del hacendista, la tan preciada ciencia de la administración de las rentas públicas.

     Estoy seguro, Señores, de que ninguno de vosotros creyó por mi anuncio que yo iba a traer a la discusión de esta tribuna el censo estadístico de la contribución territorial; los derechos que pesan sobre el ejercicio de las industrias; el óbolo que da el pobre, de sus consumos diarios, y la tarifa de esos costosos privilegios, con que en este período, que todavía llamamos de civilización universal y de fraternidad de los pueblos, pagamos o vendemos los frutos de la industria o de la tierra, a las naciones que están a un paso de nuestras fronteras. No Señores: estoy cierto de que todos vosotros comprendisteis que estas cuestiones estaban muy distantes de poder ser objeto de mi actual discurso.

     Y no ciertamente, porque yo las crea poco elevadas; porque me parezcan mezquinas y rastreras; porque se representen generalmente como poco compatibles con la doctrina generalizadora, o con la imaginación elevada; porque las considere como poco filosóficas, o demasiadamente prosaicas, no. Yo estoy seguro de que si me propusiera examinar con vosotros esas cuestiones de Hacienda y presupuesto, que parecen ora tan áridas, ora tan positivas y mecánicas, no habríais de echar de menos la amenidad de algunos poemas descriptivos, la filosofía de algunos pensadores graves y profundos, la imaginación sombría o caprichosa de algunos de los Goyas literarios de las costumbres modernas.

     Estoy seguro de que las cuestiones de la cobranza y de la distribución de las rentas públicas en el país mejor administrado de Europa, habían de suministrarme páginas más tremendas y excitantes que muchos capítulos de Los Misterios de París; que a propósito de aduanas, habíamos de escribir con tanta fuerza y tanto colorido, como las Cartas de Junius o las Veladas de San Petersburgo, y que en materia de impuesto, de consumos y de trabas fiscales de la industria, no habíamos de dejar que desear nada en punto a vigor de invectiva, a vehemencia de expresión y a fantasía de imágenes, a las odas más amargas y a los desahogos más sombríos y sarcásticos de Byron y de Goëthe.

     No dirían de nosotros, es verdad, como dijo Chateaubriand de Lamartine, con motivo de un discurso sobre el carbón de piedra, que hacía, como la naturaleza, diamantes con carbones: antes bien, yo me atrevo a creer que convertiría a vuestros ojos en carbones muchas piedras brillantes, y muchos deslumbradores tesoros. Con esas áridas cuestiones, y con esos prosaicos asuntos, estoy seguro -y hasta ese punto cuento con vuestro corazón, y por tanto, con mis fuerzas- que ya que no os hiciese llorar, os haría más de una vez estremecer.

     No, Señores, repito: si no pueden ser estas mis cuestiones; si vosotros no creéis, ni pensabais que habían de ser objeto de mi razonamiento, no es porque estén reñidas, ni con el género de mi filosofía, ni con la forma de mi estilo. Pero no es éste -y bien lo conocéis vosotros-, no es éste hoy para mí el lugar de tratarlas; no es éste el tiempo de exponerlas. No es porque sean ajenas de mi filosofía, por lo que yo las desecho; sino porque son enteramente extrañas a mi asunto: no porque estén distantes del objeto de mis meditaciones, y fuera del alcance de mis habituales estudios, sino porque se encuentran a larguísima distancia de la cuestión, que iba con vosotros tratando; porque se encuentran remotamente lejanas, tanto de mi propósito, como del orden de mi discurso.

     No, Señores, vuelvo a decir: vosotros sabéis que no he ofrecido tratar del impuesto, como hacendista, ni como administrador. El impuesto se presentó naturalmente a nuestros ojos, tratándose de la formación del capital, y de la intervención que cumplía tener al poder social en esta función importantísima de la economía, de la existencia, del adelanto y de la civilización de los pueblos; y bajo este aspecto sólo, bajo este punto de vista, era preciso acometer y no rehuir la cuestión, o más bien el fenómeno que se nos presentaba.

     El impuesto no se nos ofrecía solamente como el ejercicio de un derecho social, como la satisfacción de una necesidad de la existencia pública, como un elemento de existencia de la institución política, como un medio de fuerza para el empleo del trabajo social, y de la seguridad colectiva. Todo esto puede ser sin duda en nuestras consideraciones; y bajo todos estos aspectos pudiéramos legítimamente tratarle, sin desviarnos de nuestra cuestión, ni apartarnos de nuestro camino. Pero el impuesto se nos ha ofrecido más especialmente como una solución inesperada de nuestro difícil problema: el impuesto se nos quería presentar como una explicación satisfactoria, como una conciliación afortunada de los conflictos y anomalías en que nos encontrábamos confundidos, perplejos y vacilantes entre el principio de la libertad, representado por el trabajo, y el principio de autoridad representado por el capital; entre la necesidad y la obligación que a la sociedad incumbe de intervenir en el capital, y velar por su tutela, y la imposibilidad en que la hemos declarado de intervenir en los consumos; habiendo de dejar tan libre e independiente la distribución del gasto, como la creación del producto.

     Entonces el socialismo nos salió al encuentro, y nos dijo: -��Aquí tenéis el impuesto, que satisface vuestras condiciones. El impuesto es la igualdad; el impuesto es la libertad; el impuesto es la autoridad. El impuesto os permite dejar a la acción individual la iniciativa del trabajo, y emanciparos del concurso personal, que debéis a la sociedad para sus trabajos colectivos. �He ahí la libertad! -El impuesto, pesando, como debe, en una progresión ascendente sobre beneficios del uso del capital social, y sobre el mayor número de los frutos de la producción, tiende constantemente a restablecer el equilibrio entre el rico y el pobre, entre el trabajador y el capitalista. He ahí la igualdad. -El impuesto da a los Gobiernos los medios de aumentar el capital social de caminos, obras públicas, puertos, edificios, construcciones de guerra, monumentos artísticos, establecimientos de comercio, o instituciones de enseñanza; de manera que el trabajo y la inteligencia individual hallen siempre ocupación y empleo. El impuesto da al poder los medios de cumplir su misión política y legislativa en la dilatada extensión de sus varias funciones. -He aquí la autoridad.

     �He aquí, pues, satisfechas las condiciones de vuestro programa, conciliadas las contradicciones de vuestro conflicto, y despejadas las incógnitas de vuestro problema, donde menos lo esperabais. Cesad, pues, de maldecir del impuesto con los economistas vulgares; cesad de declamar contra las contribuciones, como los políticos adocenados. El impuesto es la perfección de la política, y el supremo esfuerzo de la civilización�.

     �El impuesto es la redención de la servidumbre personal; es el rescate de la corvea social; es el venero por donde el patrimonio del rico vuelve a ser tesoro y alimento de los esfuerzos y del trabajo del pobre; es el arma con que el poder mantiene y sustenta esa organización política, en la que la mayoría pobre se subordina y trabaja a la sombra, dirección y amparo de la minoría rica. El impuesto, en fin, es lo único que a través de las variaciones sociales y de las revoluciones antiguas, permanece subsistente e indestructible: el impuesto es lo que dejó intacto el Imperio cuando substituyó a la república: lo que la civilización conservó de la barbarie: lo que el liberalismo no destruyó al reemplazar a la monarquía absoluta; lo único, en fin, que el socialismo conservará y ensanchará todavía cuando substituya a las instituciones constitucionales. Cantad, pues, himnos de alabanza, y loores de gratitud al impuesto, y saludad el apogeo de la libertad, el colmo de la sabiduría, y el remedio de toda dolencia social, como la concordia de toda contradicción económica, en eso que pensadores vulgares os están continuamente señalando como origen de miseria, como causa de parálisis y retroceso, como padrón y resumen de servidumbre y de tiranía�.

     �Creéis, Señores, que estoy hablando en tono sarcástico, o que me dejo arrebatar, como más de una vez se ha creído, por una suposición fantástica, por una interpretación exagerada y poco leal de doctrinas no bastante conocidas? �Creéis que no hay filósofos, economistas, políticos en todas las escuelas, que no han considerado de esta manera la cuestión y la doctrina del impuesto? �Creéis, sobre todo, que el socialismo no la haya planteado así? y los que le conocéis un poco �creeréis que yo me atrevería a calumniarle; y los que no conocéis nada de esta doctrina, dudáis, por oídas, de sus aspiraciones filantrópicas y de su temerario radicalismo, que quepa en el evangelio de sus apóstoles una exposición de principios tan extraños, y de consecuencias tan contrarias a vuestras ideas de emancipación y de libertad?

     Si de cualquiera manera lo dudáis, y para probaros de todos modos la necesidad en que me encuentro, no creada por mí, de tratar de esta manera la cuestión en que me veis empeñado, voy a leeros, Señores, una epístola del San Pablo de las nuevas doctrinas; voy a presentaros textualmente una página, admirable por cierto, en que Proudhon considera la existencia del impuesto, como el único freno del monopolio, como el contrapeso de la influencia oligárquica de la clase rica y capitalista, como el resumen de las altas funciones sociales, que debe ejercer la autoridad y el poder, para conservar el equilibrio entre el capital y el trabajo, entre la inteligencia y la fuerza. Veréis si he exagerado. �Leed y estremeceos, nada hay aquí de fabuloso�, como decía el epígrafe de una novela que leí cuando niño, y de cuyo título no me acuerdo siquiera(7).

     �Al ir asentando sus principios -habla Proudhon-, la humanidad, como si obedeciera a una orden soberana, no retrograda jamás. Semejante al viajero, que por sinuosidades oblicuas asciende del valle profundo a la cresta de la montaña, la humanidad sigue intrépidamente su camino en zig-zags, y marcha a su fin, con paso firme, sin nunca arrepentirse, sin hacer alto nunca. Llegado al ángulo del monopolio, el Genio social vuelve hacia atrás una mirada melancólica, y reflexionando profundamente, exclama: �El monopolio se lo ha quitado todo al pobre mercenario; el pan, el vestido, el hogar, la educación, la seguridad y la libertad. Yo pondré a contribución al monopolizador; a este precio le conservaré su privilegio. La tierra y las minas, los bosques y las aguas, patrimonio primitivo del hombre, están en entredicho para el proletario. Yo intervendré en su explotación; yo tendré mi parte en sus productos, y el monopolio territorial será respetado.

     �La industria ha caído en feudalismo, pero yo soy el infanzón de esos vasallos; los Señores me pagarán tributo y homenaje, y conservarán la baronía de sus capitales. El comercio cobra del consumidor ganancias usurarias. Yo sembraré su camino de portazgos; yo pondré timbres en sus documentos, sellos en sus fardos, guías en sus facturas, y así podrá pasar. El capital ha vencido al trabajo por la inteligencia. Yo voy a abrir escuelas, y el trabajador, hecho inteligente, podrá hacerse a su vez capitalista. Los productos carecen de circulación; la vida social está comprimida: yo construiré carreteras, puentes, canales, mercados, teatros y templos; y todo esto será a un tiempo trabajo, y riqueza, y despacho. El rico vive en la abundancia, mientras que el obrero llora miseria. Yo estableceré impuestos sobre el pan, el vino y la carne, la sal y la miel; sobre los objetos de necesidad y sobre los géneros de valor; y estos impuestos serán limosnas para mis pobres. Y yo estableceré guardas a la orilla de los ríos, y en torno de los montes; peones en los caminos, celadores en los campos, veedores en los mercados y agrimensores en las tierras; enviaré los cobradores del impuesto y los preceptores de la infancia; tendré un ejército contra los refractarios, tribunales que los juzguen y sacerdotes que los maldigan. Todos estos empleos serán dados al proletario, y pagados por los hombres del monopolio. -Tal es mi voluntad, cierta y eficaz�.

II

     Señores, ya lo veis: un volumen entero de profundísimas consideraciones podría escribirse como explicación o comentario de esa página formidable. Ella os demostrará -entre otras verdades terribles, que de su meditación se deducen-, algo de lo que con frecuencia os he advertido yo desde esta tribuna, al indicaros repetidas veces que muchos de los que declaman contra el socialismo sin conocerle, suelen estar más cerca de lo que piensan, de los principios y de las aplicaciones socialistas.

     Ya lo veis. Los que en favor del Gobierno ensalzan el aumento de las contribuciones públicas; los que en favor de las clases proletarias reclaman la educación, y la asistencia de parte del Estado, y la participación en los empleos, y la intervención de la sociedad en todas las grandes empresas y trabajos, y la tutela y vigilancia del poder social sobre toda explotación de capital, sobre todo empleo de trabajo, sobre toda esperanza de producto, bien podrán llamarse monárquicos, y conservadores, y centralistas, y apellidar heresiarcas políticos y revolucionarios a los que profesen otras ideas o abriguen contrarias tendencias; pero no por eso dejarán de ser acogidas sus aspiraciones por la nueva escuela, y de encontrarse hermanos de doctrina y creencia de la filosofía proudhoniana nada menos.

     Pero no es éste, Señores, el objeto que me había propuesto, al leeros aquella página tremenda. Este objeto debo fijarle, debo precisarle ya, para que no me pidáis cuenta de una divagación indefinida. Yo he empezado estableciendo por principio, o más bien casi se puede decir que he dado por supuesto, que la sociedad tenía derechos para limitar el uso y la disposición del capital; y que así como la riqueza-trabajo y la riqueza-producción representaban en la civilización el principio de libertad y de independencia individual, la riqueza concreta y reproductiva, la riqueza-capital tenía que subordinarse al principio de autoridad, del cual recibe la vida y el destino.

     Pero después de asentar este principio, era menester encontrar su forma; después de reconocer en la sociedad este derecho, era menester buscar su aplicación; de manera que no incurriéramos en contradicción con los principios anteriores, y que encontráramos concordia, transacción, armonía y coexistencia entre la autoridad y la libertad, entre el capital y el trabajo, entre el rico y el pobre, entre las clases de la sociedad, hoy dispuestas a hacerse la guerra, las unas por envidiadas y odiosas, las otras por desamparadas y temidas.

     Y bien, Señores; la solución de este problema, la forma de este derecho, el ejercicio de esta obligación, tenemos que buscarlos en dos escuelas, en dos doctrinas; la escuela que profesa el absolutismo del principio de la libertad, la escuela que proclama la preponderancia absoluta y absorbente de la autoridad; el liberalismo, al cual corresponden dos formas de poder, en que hasta ahora se ha simbolizado, el gobierno representativo y la república política: el absolutismo, o la dominación exclusiva del poder, el cual reviste dos formas, a saber: la monarquía absoluta en lo antiguo, y el socialismo en lo moderno.

     Ahora bien: me había propuesto en la cuestión que nos ocupa, descartar todas las soluciones, que condujeran a una de las dos doctrinas extremas, a uno de los dos sistemas absolutos, manifestando de paso cómo eran los dos idénticos en sus varias manifestaciones; cómo la tiranía monárquica de los antiguos era igual a la democracia social de los modernos. No en vano os anuncié en la noche anterior, que la cuestión del capital nos conduciría a la política; y sólo siento tener que adelantarme un momento a mis consecuencias y deducciones, sin perjuicio de volver oportunamente a ellas, para que no creyerais que íbamos a la ventura, descaminados o perdidos.

     Ya que os he dicho cómo no vamos fuera de la lógica, una palabra más para que no penséis que estamos fuera de la verdad. No me basta orientaros en el temor de un aparente extravío: es menester defenderme, y asegurarme contra el cargo de paradoja.

     Por eso, Señores, en esta investigación voy buscando la solución, la fórmula: que se nos presenten en abstracto las varias doctrinas, sin atender a su procedencia, sin atender a su intención. Sólo atiendo a su resultado; sólo consigno su consecuencia; y donde quiera que veo absorción y tiranía, socialismo demagógico, o despotismo absoluto, mi deber es rechazar la aplicación propuesta, consignar la identidad encontrada.

     He manifestado que el capital formado podría someterse a la intervención de la autoridad social; pero que su formación misma debía ser espontánea e independiente del poder. La doctrina opuesta es el socialismo, es la tiranía, es la barbarie primitiva.

     El capital se constituye de valores ahorrados, de productos no consumidos. Hay filósofos, hay sistemas, hubo legisladores, y hay políticos, que aseguran y proclaman que a la sociedad corresponde arreglar los consumos, tasar los gastos, intervenir los goces. Hemos visto en esta solución lo absurdo del socialismo, lo tiránico y despótico de la compresión social, y hemos rechazado el régimen de la tiranía y el monaquismo de la democracia.

     Por último, hemos querido ver si se explica la función social y la intervención económica de la autoridad, con la reserva y participación de los productos; y en este sentido, y bajo este aspecto, hemos abordado la cuestión del impuesto. Algunos de vosotros habíais creído que, a lo menos, en esta manera de considerar las relaciones entre el individuo y la sociedad, entre el poder y el ciudadano, entre la libertad y la autoridad, no encontraríais sino a los partidarios del monarquismo puro y de la centralización omnímoda: yo os he mostrado en primer término la filosofía socialista en la última palabra del evangelio proudhoniano.

     Pero, Señores; con haber llegado a este punto no está examinada la cuestión: con haber consignado los principios de la nueva escuela, no están declarados los nuestros: con haber manifestado el papel, que hace representar al impuesto y a su inversión la filosofía revolucionaria, no hemos podido asignar y definir el lugar que nosotros le damos, y las consecuencias que puede tener en nuestros principios. Porque Proudhon haya dicho una cosa, no dejará de ser cierta. En las contradicciones y paradojas de ese pasmoso talento hay mucho que estudiar, y mucho que aprender: en las investigaciones del socialismo hay mucho que meditar: en sus datos y deducciones mucho que aprovechar y admitir; y aun en sus mismas exageraciones tenéis la prueba de cómo pueden aprovecharnos, mostrándonos en las consecuencias que ellos deducen, y en el resultado a donde llegan, peligros y tendencias que, sin su aplicación, pasarían a nuestros ojos casi sin advertirlos.

     En la cuestión presente sucede lo mismo. Lo que el socialismo deduce no es para socialismo deduce no es para que lo desechemos; es para que lo atendamos. Lo que Proudhon califica, lo que Proudhon señala en la cuestión del impuesto, no es tremendo, no es importante porque él lo dice, sino porque lo que dice pudiera ser verdad; porque la solución que él presenta, que él acepta en principio, aunque para modificarla en sus aplicaciones, pudiera tener todas las consecuencias que él le asigna, y dar origen a todos los fenómenos sociales, políticos y económicos, de que hace al impuesto solución y causa, regulador y síntoma.

     Veamos nosotros, por nuestra parte, lo que hay de cierto, lo que hay de exacto en la influencia y en la importancia del impuesto; veamos si tiene socialmente toda la extensión que se le supone; económicamente, toda la importancia que se le atribuye, y políticamente, toda la transcendencia de compensación, equilibrio y reciprocidad entre la acción del ciudadano y la acción del poder; entre los intereses del súbdito y la riqueza de la sociedad; entre el trabajo del proletario y los capitales del opulento; entre la iniciativa individual y los elementos de empleo, y los medios de aplicación que la sociedad le entrega, porque los recoge y deposita. La sociedad los conserva, porque los reúne; la sociedad los vivifica y consolida, porque ella sola puede transformarlos y convertirlos en aquellas grandes obras y en aquellos medios durables, que sólo es dado mover, que sólo es dado realizar y mantener a la fuerza social permanente y poderosa, y no a la actividad privada, de suyo endeble y transitoria.

     Algunos creen, Señores, que sí, porque creen que todas las relaciones, que todos los deberes, que todas las obligaciones que el individuo tiene para con la sociedad, están resumidas y compendiadas en el impuesto; creen que desde que el individuo ha entregado al poder social los frutos de su trabajo, que le han correspondido, ningún otro deber le liga con la autoridad, a ninguna otra limitación puede estar sujeto, ni en su trabajo, ni en su personalidad, ni en su capital. Creen que el ciudadano ha satisfecho todos sus deberes, cuando, por medio del impuesto, paga a la sociedad el rédito del capital que la sociedad le entrega y pone a su disposición, para emplear su trabajo, y para asegurar su producto. Creen que es el único medio que la sociedad tiene, para constituir, conservar, y acrecer y dilatar indefinidamente el conjunto de la riqueza colectiva, y de los medios sociales, sin los que -tantas veces lo hemos dicho- los recursos del individuo serían impotentes e infecundos.

     Según este raciocinio, la sociedad dice a los individuos: �Sin el capital que yo pongo a vuestra disposición, vosotros no podríais dar un paso en la vida de la civilización, ni en la carrera del progreso. Para vuestras comunicaciones necesitáis carreteras y puentes, necesitáis puertos y canales y ríos navegables; para vuestras industrias y vuestra morada necesitáis ciudades; para la seguridad de vuestra vida y de vuestro trabajo necesitáis orden y defensa; para la conservación y transmisión de los conocimientos humanos, necesitáis enseñanza; para la decisión de vuestros derechos, necesitáis árbitros y jueces; para el conjunto, en fin, de vuestra vida social, necesitáis Gobierno. Y todo esto es el capital de vuestro trabajo, el elemento fecundo de vuestra actividad; y el patrimonio común de que todos vosotros vivís; y del cual, desheredados y destituidos, pereceríais en un día.

     �Este capital, este patrimonio, esta riqueza, yo tengo que conservarle a vuestros hijos, como me lo han transmitido vuestros Padres: dadme el impuesto para entretenerle y repararle. Este capital y este patrimonio tengo que aumentarle, a medida de las nuevas necesidades de la civilización y del mayor ensanche de vuestra actividad: dadme nuevos impuestos para nuevas adquisiciones. Este capital y este patrimonio, vosotros que le usáis, vosotros que le empleáis, vosotros que le beneficiáis en tan desiguales proporciones, pagadme el alquiler, el interés del capital que os presto y alquilo en la mínima proporción de su explotación. Dadme de toda esa pingüe riqueza, puesto que mi capital os sirve a proporción de vuestros grandes medios y de vuestras opulentas ganancias�.

     Y el ciudadano le dice: �Toma: parto contigo: del fruto de estas ganancias, ahí tienes una parte de alquiler y una parte de imposición; pero he cumplido mi tarea, y no me pidas más, porque todo lo he saldado contigo; porque nada te debo. No me pidas mi persona para los cargos públicos, ni mi sangre para la guerra, ni mi gloria para tu nombre, ni mi virtud para tu poder moral, ni mis hijos para tu defensa y tu esperanza. Ni sobre mi riqueza y fortuna, sobre mi patrimonio y herencia, pongas cuidado, ni afectes derecho; porque estamos quitos desde que te doy todo lo que para tus funciones necesitas. Toma el impuesto, si gano; mátame si en público mato, o enciérrame si en público robo; y todos nuestros derechos, todas nuestras obligaciones han concluido. Todo lo que has menester, cómpralo; para eso te pago: todo lo que me das, de mi bolsillo y de mi trabajo, día por día te lo restituyo. Sociedad mercenaria, ahí tienes tu salario: sociedad fondista, ahí tienes el alquiler de mi vivienda: gobierno de industria, ahí te doy el interés de tu capital. Autoridad de tarifa, no me pidas adhesión, sino tributo. �Civilización meretriz, toma mi oro; que todos tus favores están pagados con dinero!�.

     �Oh, Señores! �Sí, volvamos por Dios a Proudhon, y a las consideraciones socialistas; que por tristes y amargas que parezcan, en el fondo de su filosofía hay todavía más calor, más vitalidad, más porvenir, más esperanza, que en el seno de ciertas doctrinas; que en el fondo de otros principios, que se llaman liberales, y progresivos; que se llaman tutelares y conservadores...!

III

     No, Señores, no puede ser. El Gobierno no todo es impuesto: la autoridad social no es toda dinero: la obligación del ciudadano no es toda tributo: su libertad individual no es toda rescate: su dependencia no es toda contribución. Las relaciones mutuas entre la libertad y la autoridad, entre el poder y el súbdito no se resuelven en ese materialismo mecánico, que no explica los fenómenos económicos y morales de la sociedad, más que los círculos de cartón de una esfera explican el magnetismo, la electricidad y la gravitación del globo. Y las deducciones a que nos conducen, ora los principios y el espíritu socialista, ora el positivismo materialista de la Economía política, estoy cierto de que sólo porque sus miras son limitadas e incompletas, es por lo que principalmente nos parecen sus tendencias extremosas y exageradas.

     Los que limitan todo el derecho de la sociedad a exigir el impuesto, deben limitar toda su obligación a distribuirlo. Los que reducen toda la obligación del ciudadano a pagar, reducen toda la acción social al poder político; y todo el poder político, a funciones administrativas. -Esto es falso, Señores, porque es incompleto: es inexacto, porque no es toda la verdad. Ni la administración es todo el gobierno, ni el gobierno es todo el poder, ni todo el poder político es la acción social. Fuera de las relaciones, que son objeto de la ley; fuera de los derechos sobre cuya aplicación o infracción puede ejercerse la justicia; fuera de los intereses en que interviene la administración; fuera de los actos, que caen bajo la competencia del Gobierno, quedan en la economía social derechos, obligaciones, intereses y relaciones, en que la sociedad influye por sí misma, y sin recurrir a sus instrumentos oficiales, ni a sus órganos reconocidos.

     Así como hay para los trajes una autoridad invisible, que se llama la moda; y para otros actos, un reglamento que se llama el uso; así como hay para ciertas virtudes o cualidades un premio social, que se llama la gloria, para ciertas faltas un censor público, que se llama el escándalo, un juez supremo que se llama la opinión, y un castigo irremisible que se llama la infamia, así, Señores, en toda la extensión moral y material de la vida del hombre, existen, y constituyen la más noble parte de su existencia, intereses y sentimientos, aspiraciones y deberes, trabajos y empresas, hechos y resultados; que pertenecen a la sociedad, que sin la sociedad no se explican, ni se comprenden, ni se ejecutan. La sociedad los determina; la sociedad los dirige; a la sociedad refluyen; y para toda su acción y su influencia, y su ordenación y su progreso, ni la sociedad ha tenido nunca magistraturas, ni el individuo se ha atenido a códigos. Para el ejercicio de estos derechos y obligaciones ni ha mediado nunca estipulación previa, ni se ha convenido precio, ni hay servicio que tenga tarifa, ni intervino nunca agente retribuido.

     En esta vastísima región no hay leyes escritas, ni autoridades establecidas; no hay Reyes ni Asambleas; no hay cargos ni tributos; no hay impuesto ni contribución. Y sin embargo hay utilidad; y sin embargo hay derecho; y sin embargo hay acción e influencia, y estímulo recíproco de la sociedad al ciudadano, y del ciudadano a la asociación. Y sin embargo, hay trabajo, y trabajo el más activo y entusiasta; y sin embargo, hay capital; y sin embargo, de esta vida social no escrita, de esta existencia pública no oficial, de estas obligaciones y derechos no sancionados, de esta actividad fecunda y de esa asistencia acumulada, nacen consecuencias y hechos, que pertenecen a la acción del poder oficial; que se desarrollan o terminan en la región de la administración pública.

     Pero esta consecuencia es un accidente; el poder político tiene una esfera más limitada; el trabajo colectivo un círculo más definido, y una extensión más reducida. Sus medios de existir y de obrar, por satisfechos que estén, por atendidos que se encuentren, no satisfacen a toda la extensión de la vida de un pueblo: por cubiertas que estén sus necesidades, no son éstas todas las necesidades públicas; por conservado que esté su capital, no es su capital bastante para aquel tan múltiple o inmensurable trabajo.

     Y aquí, Señores, llegamos a una consecuencia importantísima, y de que es menester tener gran cuenta, porque se liga y enlaza con deducciones muy transcendentales. Si el trabajo social fuera todo el que la administración dirige, no habría más capital que el que el poder conserva y administra. Sólo en este caso el impuesto sería todo; sólo en este caso el capital social se formaría exclusivamente del impuesto, y sólo en este caso, a pagar el impuesto estarían reducidas todas las obligaciones públicas del ciudadano.

     Pero hay más, Señores; hay otra consecuencia más extremada todavía. Si no existiera más capital social que el conjunto de los medios que el Estado posee -o lo que es lo mismo-, si todo el trabajo de los individuos se empleara en beneficiar el capital que el Estado administra, en tal caso no habría impuesto, no habría contribución; no habría riqueza, no habría propiedad, no habría sobrante, no habría participación siquiera; no habría más que trabajadores puestos a jornal por el poder; y el poder les daría su ración y su salario. Todo sobrante, todo ahorro, toda capitalización, toda propiedad sería una usurpación de soberanía. Siendo el Estado el único capitalista, sería el único dueño, el único propietario: el ciudadano no cumpliría con la sociedad, sino dándole el alquiler de su vivienda, y el interés de su capital, y el salario de su asistencia. La sociedad sería quien le diese una ración por su trabajo, y le concediese, como gracia, el derecho de fabricar en su taller, y de darle por alimento el pobre rancho de los hospicios; por todo abrigo, la pobre blusa de los talleres, y por todo estímulo, el azote de los capataces en un ingenio de negros.

     Y he aquí, Señores, cómo por este camino, cómo por esta confusión, cómo por este examen inexacto e incompleto también, venimos a parar al socialismo; y no menos vamos también a estrellarnos contra la tiranía: también vamos, aunque por medio de principios de igualdad y de protestas liberales, al despotismo de Oriente y a la centralización económica de sus degradados Imperios.

     Y es en vano suponer, Señores, con algunos pesimistas de la civilización, que la organización económica que hoy presenciamos en las sociedades europeas, dista muy poco del cuadro que acabamos de trazar; y que la minoría, en la cual se encuentra el capital, es tan reducida respecto a la masa inmensa de la sociedad obrera, que ésta no pudiera encontrarse más desvalida y más explotada, que lo estaría si los que se llaman hoy depositarios de la riqueza, fueran los agentes del poder; y que el mismo efecto se produce apartando por el impuesto la totalidad del producto, menos el jornal, que con el actual sistema, que no permite al pobre más que el diario y mísero sustento.

     Señores, ya lo he manifestado en otra ocasión, y tratando de la propiedad. Con la concentración absoluta del capital, ni ese mísero sustento habría. Con la centralización socialista -o lo que es lo mismo-, con la absorción despótica, no hay que figurarse que sólo habría trabajadores. No habría capital. El Estado no puede formarle; el Estado no puede reunir sino el que corresponde al trabajo público de las primeras edades. El capital, que se forma con el sobrante de la producción privada, no existiría, no se formaría. Con el trabajo a las órdenes de la sociedad, con el jornal universal, no hay sobrante para ninguno: no hay demanda, no hay progreso. Hay consumo inmediato de todo; hay pobreza inminente, rápida, progresiva; hay la extinción total de la subsistencia; hay la extenuación y aniquilamiento infalible de la sociedad humana.

     Para que hubiera, para que haya esa misma absorción absoluta del impuesto, hemos partido de un supuesto de propiedad, de un supuesto de capital, de un supuesto de trabajo libre. Ahora bien, Señores, todos esos supuestos vienen al suelo, desde que no hay más capital que el que la sociedad posee. Y si esto no es verdad, falla por su base la consideración y origen que dan al impuesto los economistas de que vamos hablando, y el único derecho que dan al poder, para exigirle, y acumularle o distribuirle.

     Y sin embargo, Señores, lo que hemos hecho observar que sucedería en el caso -a nuestro parecer, imposible- de una organización tan extremosa y absurda, es bueno advertir de paso que sucede siempre, por aproximación, con todos los impuestos grandes, con esos presupuestos colosales, que llevando a manos del poder administrativo la mayor parte de la producción, acercan cada vez más la constitución política y económica de los Estados europeos, a las condiciones del régimen socialista, y al monopolio político-económico de las monarquías despóticas.

     Todos se aproximan a este régimen, porque producen los mismos resultados: todos llegarán al mismo resultado, porque tienen iguales tendencias. Todos caminan a expropiar a la sociedad y al individuo, no dejando a la primera más capital que el del trabajo que el Estado ejecuta; no dejando al segundo, ahorro ni sobrante alguno de sus consumos, ni de sus ganancias. Todos propenden a que no pudiendo las clases menesterosas ahorrar nada del jornal o del salario, sea nula de hecho, ilusoria y engañosa la libertad de formar capitales, que constituye la rotación de las clases modernas, y que permite el paso de una a otra categoría en el escalafón de las jerarquías sociales.

     Los grandes impuestos son -como Proudhon lo indica- favorables a la igualdad; pero es a la igualdad del proletarismo, a la igualdad de la miseria, a la igualdad de la servidumbre. Todos los grandes impuestos atacan el capital, todos impiden el desarrollo de la riqueza; y causa lástima y risa, por cierto, Señores, ver a algunos hombres de Estado y a algunos economistas, fijando límites, y dando reglas para conseguir y alcanzar que el impuesto no llegue a tocar al capital, y no pase nunca de la ganancia y de la renta. Que la contribución no ataque el capital ha sido hasta ahora un aforismo de la economía política y de la ciencia del Gobierno. -A mí me ha parecido siempre un ridículo sofisma, o una decepción estúpida.

     Si la exigencia del impuesto cercena el consumo, ataca el capital, porque ataca la demanda y la producción: si el impuesto recae sobre el sobrante, ataca aún más directamente el capital, porque impide el ahorro. El impuesto, Señores, está tan lejos de constituir capital, que impide formarle: el impuesto nunca deja de atacar el capital, porque ataca siempre la capitalización y la progresión múltiple de su crecimiento. La nación, que -como alguna que conocemos nosotros- paga 50 por 100 anual de sus productos, no se priva solamente del capital que representa, en un número de años dado, la suma de sus tributos: no, Señores. Esa suma multiplicadla por dos al cabo de catorce años: por cuatro a los veintiocho, por ocho a los cincuenta y seis, y así sucesivamente; y veréis lo que sólo en un siglo ha dejado de aumentarse la riqueza-capital de un pueblo, en virtud de esos grandes recursos ideados para fomentarla, o sostenidos en mal hora para favorecerla. -�Y luego se dice, y se repite por amigos y adversarios, que las actuales Constituciones y los actuales Gobiernos no tienen en cuenta más que los intereses materiales de la sociedad!

     No es verdad, Señores, en su resultado, aunque haya este plan en su sistema, o esta tendencia en su intención y en su doctrina. Nunca hubo un sistema más contrario al desarrollo de la fortuna y de la riqueza, que el que hoy prevalece en las doctrinas económicas de los grandes hacendistas y de los grandes impuestos. Nunca los verdaderos intereses han estado sujetos a una compresión más dura, ni a una fiscalización más tiránica. Jamás le fue dado a la sociedad emplear menos parte de su producción en el gran capital reproductivo del trabajo público. Jamás las castas asiáticas, o las categorías sociales de los antiguos Imperios, han absorbido más el trabajo, y paralizado la producción con más odiosidad, que algunas de las jerarquías burocráticas de las administraciones modernas. Jamás la guerra de las antiguas sociedades ha costado a los pueblos más belicosos, y a los reyes más emprendedores, lo que sin intermisión ni respiro paga la Europa de la paz, para conjurar el fantasma de la guerra.

     Jamás el impuesto ha podido prestarse menos que en nuestros días, a la consideración liberal o socialista, de no ser otra cosa que la caja de ahorros de la sociedad, destinada a constituir el capital reproductivo de sus grandes empresas, de sus grandes adelantos, de los grandes trabajos que necesita, el remedio de sus grandes necesidades y de sus grandes miserias.

     �Predilección de los intereses materiales, Señores! En la sociedad todos los intereses son correlativos; todos los principios y todos los progresos están mancomunados. En la sociedad, como en el cuerpo humano, el desarrollo de las fuerzas físicas corresponde al de la razón y de la inteligencia, como al de los grandes sentimientos, y de las ardientes pasiones. Eso, que se llama atención exclusiva de los intereses materiales de parte de la administración pública, no reviste siquiera el carácter de epicureísmo y sed de gozar, que caracteriza el período de la juventud de algunos hombres y de algunos pueblos, y que va acompañado del deseo de gloria o de conquista, del entusiasmo de las grandes empresas, del desprecio y abnegación de los grandes peligros.

     No, Señores: es la preocupación avara y egoísta de la vejez caduca, recelosa, guardadora e impotente. No atiende más que a la comodidad del reposo; y todo ruido, aunque sea el de los niños que juegan, y de los jóvenes que bailan, le parece desorden y desenfreno. A toda demostración de juventud y vida, apellida revolución; y toda libertad de acción, de industria, de comercio, le parece dilapidación y despilfarro. Todo lo que gane quien ella no sea, le parece robo; y está, como el viejo pleitista, siempre dispuesta a demandárselo en juicio.

     Acaso, como la vejez, juega; como la vejez se embriaga; como la vejez, se excita y estimula, para caer en mayor postración y atonía. Cree ser dispendiosa, porque gasta en reparos y precauciones; y hablando de las edades pasadas, ella, la pobre, la decrépita, la cadavérica administración fiscal de nuestros tiempos, trata muy gravemente de locura la conducta de aquellas sus antepasadas, que gastaron algún día en pasiones y en placeres mucho menos de lo que ella gasta en medicinas. Dejémosla empero reposar, cuando se va a morir; que ese ejército de guardas y aduaneros y cobradores, tan abiertamente encargados de la prosperidad pública, que se creen hoy los servidores de un palacio, donde un Monarca se hospeda, no son más que los dependientes de un hospital, donde un enfermo agoniza, para ser mañana la comitiva del funeral, que la Historia, no lejana, y el porvenir ya próximo le preparan.

IV

     Pero entretanto -y volviendo al asunto de que por un momento nos hemos separado-, �qué es para nosotros el impuesto, y cuál es su papel y su función en el trabajo, en la producción, en la disminución o aumento del capital social, en el equilibrio real o supuesto entre las clases capitalistas y opulentas, y las clases obreras o necesitadas? �Cuál es la parte que legítimamente le corresponde en la formación del capital público, y en el fomento del trabajo colectivo?

     Es ya tarde, Señores, para que podamos siquiera delinear nuestras ideas, y fuerza nos será consagrar todavía otra conferencia al breve resumen de nuestras conclusiones.



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Lección XV

Continúa el examen de la anterior sobre la formación y la importancia económica y social del impuesto.

I

     Antes de contestar, Señores, a la pregunta de la cual hemos dejado pendiente el discurso en la conferencia anterior; antes de manifestar lo que es para nosotros el impuesto, y la influencia que tiene en la producción de la riqueza nacional, y del equilibrio entre las clases que a ella concurren, séame permitido insistir en una observación que hice en la misma explicación precedente, y de la cual creo que no han sacado las debidas consecuencias los economistas, ni los filósofos sociales de nuestros días.

     Aludo, Señores, a la diferencia, que he establecido y que he procurado haceros comprender, entre aquella parte de la existencia pública de una sociedad, cuyas funciones, derechos y obligaciones están directamente subordinados al poder político, y que se representan y ejercen por agentes constituidos en autoridad; y aquella otra vida, no menos pública, pero no tan política, en que para hacer sentir la sociedad su acción y su influencia, su interés o su dominación, no tiene empleados ni agentes, instituciones ni magistraturas, y ejerce su poder sobre el individuo directa, inmediatamente, como la presión que ejerce el aire, como la claridad que esparce la luz, como la influencia vivificadora o mortífera de los climas y de las estaciones.

     Esta distinción, Señores, es menester insistir en ella, porque merece vuestra atención. En su olvido se ve frecuentemente el error de los que tienen por individual y privado todo lo que no es político, y que no consideran sujeto a la acción social todo lo que es independiente de la administración y de la potestad gubernativa.

     En el olvido o en el desconocimiento de esta diferencia podrán fundarse los que encuentren palmarias y abultadas contradicciones entre la primera proposición, que hemos asentado al empezar a tratar del capital y de la propiedad, y nuestras últimas observaciones acerca del impuesto. En la primera dijimos y asentamos, que la acción aislada del individuo era absolutamente incapaz de formar capitales, y que su producción era una obra exclusiva de la asociación o de la sociedad. En las segundas manifestamos la incompetencia del poder y del Estado para formar por sí mismos el capital reproductor y alimenticio del trabajo del individuo. Entre estas dos proposiciones no hay contradicción, porque entre estos dos aspectos de la sociedad y entre estos dos sistemas de acción y de influencia, no hay identidad alguna.

     Además, Señores, en la consideración e insistencia de esta capital distinción, debemos fijarnos con atención no menos profunda, si pretendemos hacer percibir y explicar los límites que alcanza, y la extensión en que obra la acción e influencia del impuesto, sobre la formación de la riqueza social, sobre el fomento y fecundación del trabajo. También sin ella, también con el olvido de aquella transcendental diferencia, y con la confusión de aquellas dos existencias, y de las funciones a cada una asignadas, nuestras observaciones pudieran a veces parecer contradictorias, y nuestras consecuencias casi deducciones de diferentes sistemas, y de muy opuestas doctrinas.

     El cuerpo social, lo mismo que el hombre moral y fisiológico, tiene facultades, y ejerce funciones, de que se da cuenta al tiempo de ejercerlas, y su razón o su voluntad distingue previamente los órganos y los miembros que deben servir y obedecer sus órdenes. El cuerpo social, lo mismo que la máquina humana, desempeña otros actos no menos importantes, no menos vitales para la existencia, sin que pueda darse cuenta de los órganos de que se vale, de las fibras que pone en movimiento, de los nervios por donde transmite su pensamiento, o de los músculos con que ejerce su actividad, para llegar a seguro e indefectible resultado. Los adelantos morales pueden llegar a ilustrar la razón del hombre lo bastante para que comprenda, bajo el imperio de su razón y de su voluntad, muchas de las cosas que ejecuta por sentimiento o por instinto. Los adelantos de la vida social, por el contrario, suelen hacer que la espontaneidad del espíritu público prevalezca sobre la parte preceptiva del poder; y que el conjunto de los actos, que constituyen la vida social con independencia del poder político, vaya siendo mayor cada vez, a pesar de la tendencia invasora de la autoridad política, cuya marcha progresiva y absorbente hemos tenido ocasión de seguir en una de nuestras primeras lecciones.

     Ahora bien, Señores, el impuesto, para nosotros, no puede corresponder a toda la Economía social, porque sólo corresponde a la Economía política: el impuesto no puede concurrir a fomentar todo trabajo social, porque sólo se costean y se retribuyen con él funciones administrativas y oficiales. El impuesto no puede concurrir a la formación del capital social, porque aun la parte de impuesto que se capitaliza, y que reproductivamente se emplea, no se convierte sino en parte del capital de aquellos trabajos, que las diferentes circunstancias y épocas de la civilización de una sociedad han puesto, o han dejado entre las manos y bajo la acción del poder público de la autoridad, personificada en el agente oficial y administrativo.

II

     Y no en vano, Señores, ni a la ventura acabamos de decir que esto sucede según las circunstancias y las épocas de la civilización de una sociedad. Sobre ningún fenómeno político o administrativo ejerce más influencia que sobre la extensión y naturaleza del impuesto, la condición de atraso o de adelanto de un pueblo; por la sencilla razón de que a cada adelanto de la civilización, la sociedad va alterando, extendiendo o modificando la manera de ejercer aquel trabajo, que directamente depende del poder público; y que la cobranza y el destino del impuesto no consiste en otra cosa que en adquirir los medios de proveer a la conservación del capital con que se ejecuta este trabajo.

     Primitivamente, Señores, y en aquellos tiempos y circunstancias, que más de una vez hemos descrito, en que la conservación y el establecimiento social absorbía todas las fuerzas del individuo, y en que la necesidad premiosa y vivamente sentida, era la seguridad, la defensa, la duración, el afianzamiento o estabilidad del cuerpo social, en aquellos días, que vanamente cuenta confusos y borrosos la historia o la tradición de los primeros pueblos -porque se repiten en las ocasiones de desastre o de peligro de las sociedades y naciones más adelantadas-; en aquella primitiva y laboriosa tarea del nacimiento de un pueblo, nacimiento lleno siempre de riesgos y dolores, como todo parto físico y moral de la criatura y de la especie humana, en aquellos días, repetimos, el trabajo público era idéntico al trabajo individual; y el trabajo social era todo el trabajo público. El hombre tenía subordinadas todas sus facultades, toda su acción, toda su existencia a la necesidad y a la obligación social; todo su trabajo y sus medios, al imperio y disposiciones de la autoridad común.

     Esta comunidad era, y no podía dejar de ser absoluto despotismo; este trabajo era, y no podía dejar de ser esclavitud. No había entonces prestación que se llamara impuesto, cuando la contribución era de toda la persona y de toda la vida; y no podía haber parte de producción individual, que se acumulara a la riqueza pública, cuando el ciudadano, reducido a la consideración de soldado de un ejército, que atraviesa un país inculto y desprovisto, no tiene más derecho que a la parte de botín, que para su necesario sustento se le distribuye, o a la miseria y al hambre, si, a pesar de infinitos afanes y de penalidades horribles, no alcanzó la común tarea a la provisión del día. Quien recibe una parte del general producto, es el individuo. Quien es único empresario, y capitalista, y dueño y señor, es la sociedad. Quien tiene todos los derechos es quien resume todas las obligaciones, y quien siente todas las necesidades. Quien dirige todos los trabajos, es quien reúne todos los capitales; pero no cobra impuestos quien recoge todos los productos, ni vive de contribuciones quien distribuye a ración todo el cúmulo de subsistencias.

     El tránsito de este período a condiciones de más adelanto y progreso, claro es, Señores, que, como en todos los fenómenos de la naturaleza y en todos los sucesos de la Historia, no se verifica de un golpe, ni se señala y diferencia por medio de una transición brusca y repentina. Cuando asegurada la existencia de la comunidad, empieza a tener lugar y a tener acción y derechos propios la existencia individual, y a dividirse de la actividad privada el trabajo público, todavía el concurso de los ciudadanos a la común tarea conserva por mucho tiempo, y no pierde sino por una gradación muy lenta, los caracteres y condiciones del primitivo socialismo y de la originaria servidumbre. Todavía en la primera división, que hace la sociedad entre el trabajo público y el trabajo particular, entre las funciones que el poder político se reserva, y las que se entregan o abandonan a la acción del individuo, sea por el estímulo de sus particulares intereses, sea bajo la dirección de principios o sentimientos sociales; todavía el concurso de los ciudadanos al desempeño de los trabajos públicos no se verifica por medio de la producción, sino del trabajo.

     No se conoce, Señores, en las primeras épocas, otra manera de impuesto, que la concurrencia personal a los trabajos de la sociedad, resto del primitivo socialismo; concurrencia, que por su propia naturaleza, por su índole primitiva y por la imposibilidad de verificarse de otra manera, no podía ser sino gratuita, no podía tener otra recompensa que el mismo trabajo ejecutado. En esta época el trabajo público era gratuito; el trabajo público era el impuesto individual; el capital del trabajo público era parte de la producción misma de este trabajo, aquella parte que la sociedad no gastaba, que la sociedad no consumía, que la sociedad conservaba como elemento de su estabilidad futura, como germen reproductor de los nuevos trabajos públicos, que cada día le demandaban el adelanto de la vida social y el ensanche y progresiva importancia de la existencia del individuo. Cooperación personal, Señores, gratuita y no retribuida, es la primitiva manera de subvenir al trabajo público, y es, por consiguiente, la primitiva forma del impuesto. Es todavía, como veis, la forma más aproximada a la primitiva barbarie, al primitivo socialismo, al primitivo despotismo, a la antigua y mísera y originaria esclavitud de las primeras asociaciones humanas.

     �Sabéis, sin embargo, por qué me he detenido tanto tiempo en esta observación trivial y en esta explicación vulgarísima, y sin duda, por ninguna historia ni por ningún sistema nunca contradicha? Pues es, Señores, por la razón de que algunos han confundido con frecuencia esta situación de barbarie con adelantos de civilización; porque algunos de los que no profundizan los fenómenos más triviales de la Historia, han solido confundir con frecuencia los síntomas más naturales de la servidumbre, con las más avanzadas conquistas de la libertad; porque algunos han querido o soñado ver una institución de democracia inteligente, una forma o manera de participación política en el poder, una intervención del ciudadano en la dirección de los negocios públicos, donde, si bien se examina, no se encuentra otra cosa que la simple obligación de desempeñar trabajos, que a veces son funciones; la necesidad impuesta, no obtenida, sino forzosa y resignadamente aceptada, de desempeñar en pro de la sociedad obligaciones, que pueden tener la apariencia de derechos; cargas, que no en el individuo, sino en la representación social que resumen, pueden llegar a tener la consideración de honores. No hay que dudarlo.

     Una de las más grandes ilusiones históricas, que transpintan a nuestros ojos el aspecto de la antigüedad, es la de considerar como garantías políticas, o como libertades públicas, lo que no era otra cosa en aquellas épocas, ni tenía más importancia en aquellas rudas instituciones, que la consagración gratuita del servicio y del trabajo personal de los ciudadanos. Era lo que se podía llamar contribución de fuerza, contribución de tiempo, o contribución de inteligencia, como llamamos hoy todavía contribución de sangre al servicio de las armas. La libertad política, apreciada solamente en el hecho de esta participación personal y económica, la libertad política apreciada en el desempeño obligatorio de los cargos públicos y en la corvea personal de las atenciones sociales, tiene puntos de contacto con la independencia municipal y las libertades locales de aquella curia de los municipios romanos, equiparada en tiempos de otra civilización, a la más penosa servidumbre.

     Y una y otra libertad, consideradas como ejercicio y participación de soberanía, pueden correr parejas con las ilusiones de libertad y los fantasmas de emancipación, que algunos han soñado en aquel retroceso a esa barbarie y esa servidumbre, que produciría la absorción de toda función, y de toda tarea, de todo trabajo y de todo capital, de toda producción y de toda manera de consumo, por lo que se llama la organización del trabajo, o la democracia social.

     Aquella participación política era nada más y nada menos que una contribución personal. La nueva organización democrático-económica sería la servidumbre absoluta. En el primer período, el individuo no había salido del seno de la sociedad: en el segundo, la sociedad quiere volver a encerrar y a confundir en su existencia al individuo. Sólo hay una diferencia esencialísima, Señores; y es que la condición del primer período es natural y fatalmente necesaria, como la existencia del feto en el vientre de su madre, como los primeros años del niño bajo los cuidados paternos; y la pretensión del segundo retroceso es anti-histórica y absurda. La absorción de todo el trabajo individual por la autoridad social, es una obra de destrucción y muerte, es una voracidad de Saturno, es volver la alada mariposa al capullo, de donde no puede salir con alas sino el gusano.

     Perdonad, Señores, si volvemos con tanta insistencia a esta idea, como a una tónica predominante de nuestra sonata. Todas las observaciones que vamos haciendo, nos vuelven naturalmente a esta cuestión, que aunque parezca olvidada y dormida, siempre, sin embargo, resuella y se agita en el fondo de todas las demás cuestiones que le pasan por encima.

     Por eso, Señores -volviendo a la historia del trabajo público-, hubo de ser una exigencia y una necesidad imperiosa de los adelantos de la sociedad, proveer a la subsistencia de los que ejecutaban este trabajo. No necesitamos seguir; que harto es suficiente con indicar en la Historia un fenómeno que todos comprendéis. Desde que se efectúa la primera división del trabajo entre el individuo y la sociedad, el trabajo colectivo de la asociación no puede ser gratuito. Desde que la sociedad, por el progreso de su emancipación, fía a la libertad del individuo la responsabilidad de su propia subsistencia, la prestación del tiempo, de la inteligencia, o de la fuerza para los trabajos o para las funciones públicas, tenía que hacerse a expensas de los medios de subvenir a la subsistencia propia. El poder político, dejando ya de ser dueño de la producción y del repartimiento general, no pudo sostener a sus trabajadores y delegados, sino con una parte de la producción ordinaria, que la generalidad le otorgó para subvenir a los medios de la existencia colectiva.

     La división del trabajo social y del trabajo individual, llevaba naturalmente consigo otra división no menos fecunda, otra diferencia no menos señalada. Desde que hubo trabajo libre e individual con separación del trabajo público, fue menester que hubiera capital destinado a los trabajos públicos, capital reservado a la explotación libre de las fuerzas y de los trabajos individuales. Una parte de este capital, como una parte de este trabajo es el que se conserva, es el que se aumenta, y es el que se forma y alimenta con el impuesto. Pero para que el impuesto fuera algo más, para que tuviera toda la importancia que algunos le quieren dar, y la extensión en que le pretenden comprender; para que el impuesto saliera de la región en que se elabora y produce el capital de los trabajos públicos; para que represente o fecunde toda riqueza reproductiva, sería menester que la autoridad política volviera a reunir otra vez en sus manos, por medio de la posesión de todos los capitales, la dirección suprema y unitaria de todos los trabajos.

     Mas esto sería -como hemos dicho anteriormente-, la abolición del impuesto por el impuesto mismo, elevado a la totalidad de la producción; como sería la propiedad suprimida y anulada por la propiedad misma, si se elevase ésta al señorío único de un sólo propietario.

III

     Por eso he dado a entender que el impuesto es un adelanto de la civilización, porque como todos los adelantos, representa la división de lo que estaba confundido.

     La unidad, Señores, la unidad absoluta es el caos, así en el mundo de las ideas, como en el mundo de los hechos físicos; así en la región de la naturaleza, como en el dominio de la Historia.

     Ved cómo explica el Libro de la Verdad la creación del mundo. Después del caos, la separación. Et separavit lucem a tenebris. Et separavit aquas ab aquis. He aquí los primeros trabajos del Eterno. He aquí los primeros tiempos de la humanidad, bajo todos sus aspectos; en el orden moral, en el orden físico, en el orden material, en el orden político, en el orden social, en la región económica. Todo en los primitivos tiempos está confundido: en el seno de la noche profunda, que rodea la cuna de las sociedades humanas, hay en la Historia la unidad de lo negro. No hay colores sino cuando hay luz.

     Todo en la primitiva sociedad está confundido, libertad y poder; sociedad e individuo; capital y trabajo; y la luz penetra y la vida se armoniza, y la civilización se consuma, a medida que las divisiones se introducen, y las separaciones se verifican.

     Los economistas pintan al hombre de la naturaleza, al hombre del estado salvaje, al hombre del aislamiento absoluto, en la necesidad de proveer a todos los trabajos de su subsistencia, y de ejecutar una por una todas las operaciones de este trabajo: cuando esta situación varía, es cuando varía para ellos la condición primitiva de la humanidad. La producción, la Economía empieza con el fenómeno tantas veces explicado y esclarecido; con la división del trabajo.

     Para mí, Señores, que no he comprendido jamás en la práctica la vida individual, y que creo que todas las sociedades humanas empezaron por vida colectiva, hay una división no menos importante, hay una transición no menos señalada, la del trabajo social al trabajo privado; el tránsito de aquella época, en que la sociedad lo hace todo, a aquel otro período, en que la sociedad y el individuo se reparten su lote de tarea, se designan los límites de lo que trabajarán en común, o de lo que trabajarán de su cuenta. Y como se separó el trabajo social del trabajo del individuo, se separó asimismo el capital social del capital necesario para el trabajo individual. Estas divisiones sucesivas, o simultáneas, son el génesis económico de la vida de las sociedades.

     Pero estas divisiones no son a veces tan claras en la práctica y en la Historia, como se comprenden en la doctrina. Estas divisiones son muy lentas en la sucesión de los tiempos, y según se verifican, predomina la libertad, o la autoridad; predomina el socialismo, o el individualismo. Estas divisiones se enlazan mutuamente en los fenómenos que unas y otras producen, en las condiciones que unas y otras exigen.

     Así, para que hubiera subsistencia general fue menester que hubiera capital; para que hubiera capital social, fue menester más que el trabajo social, fue menester trabajo libre; y para que hubiera trabajo libre, fue menester que el capital estuviera fuera del círculo de la acción del poder. Para la libertad, como para la subsistencia, fue necesaria la riqueza, la clase capitalista. Para que hubiera riqueza privada, fue menester que no toda la riqueza fuera pública: para que el trabajo fuera libre, fue menester que la sociedad no dispusiera de toda la fuerza y de todo el trabajo del hombre: fue menester que la sociedad no tomara sino una parte de la producción, y que retribuyera el trabajo público. Fue menester el impuesto: fue menester que no todo el trabajo social fuera trabajo público: fue menester que la acción política y la dirección del poder, dejaran parte del trabajo social bajo la dirección espontánea de la clase capitalista.

     Por medio del impuesto pudo ser absoluta la libertad del trabajo personal. Por medio del impuesto, hasta el trabajo público más duro, más afanoso, puede ser libre, puede ser espontáneo, puede ser apetecido, buscado y demandado.

     En el capital fue posible la división; pero no fue posible la aplicación absoluta del principio de la libertad individual. El trabajo individual es libre de su naturaleza: el trabajo público puede hacerse libre, espontáneo, electivo, por la inversión del impuesto. El capital, individual o público, es social siempre: la libertad es la condición del trabajo: la libertad crea siempre trabajo: la libertad es la organizadora del trabajo. La libertad explica el trabajo; pero la libertad sola no explica el capital: la libertad sola puede destruirle: la libertad sola no basta para formarle: la libertad sola podría distribuirle y gastarle: la libertad sola podría consumirle y absorberle; y el impuesto mismo, que basta para separarle, no alcanza a redimirle, porque siempre dejará subsistentes las condiciones que le hemos asignado, y los límites que le hemos prescrito.

     El impuesto, pues, deja intacta la cuestión de la libertad del capital, porque el impuesto no contribuye sino a la formación del capital, con que se ejecuta el trabajo público. Si no hubiera otro capital en la sociedad, el impuesto la resolvería; pero la resolvería en el sentido de una completa absorción, y de completo socialismo. Mas hay en la sociedad, capital que no corresponde al trabajo público; riqueza, que está fuera del dominio del poder; y respecto a esta riqueza, respecto a este capital, queda siempre la cuestión pendiente, la cuestión de las relaciones que la unen y encadenan, por una parte con el individuo-trabajo, con el individuo-libertad; de la otra, con la sociedad que representa y administra el poder. Con esta sociedad, con quien está identificada, no la manutención de un día, no la subsistencia de una generación, no el pasto grosero de un rebaño de seres humanos, bastante a satisfacer las necesidades animales; sino la posibilidad y seguridad de la subsistencia de toda asociación, en la vida de los hombres actuales y en la esperanza de las generaciones futuras. Así como también se halla vinculada en la sociedad la adquisición y conquista de todos los medios físicos y morales, necesarios para cumplir el destino, y representar el papel, que la Providencia tiene repartido en la Historia y en la civilización del globo, a cada raza, a cada asociación fraternal, y verdaderamente política, de la especie humana.

     Y bien, Señores: en el círculo de esta consideración, en el círculo de estas necesidades y de estos resultados, en la región de estas condiciones, de estos principios y de estas leyes, el capital, por más que se individualice, la riqueza reproductiva, por más que se reparta, nunca puede perder el carácter de social; y nunca, como todo aquello que para la sociedad existe, y por la sociedad se influye, puede emanciparse del todo, ni declararse en absoluta independencia del principio de autoridad, que constituye el alma y el motor, la vitalidad y el movimiento armónico y orgánico de las sociedades humanas.

     Siempre será que el capital -ora esté en manos del poder y de la administración para las necesidades del trabajo público; ora pertenezca a una clase más o menos numerosa, para subvenir a las necesidades del trabajo individual-, siempre será, decimos, que representa el principio de autoridad, porque representa la vida social. Siempre será que esta misma lucha y contradicción, a la cual vamos buscando una solución, que sólo se nos presenta en lo absurdo y en la barbarie, sea la constitución armónica y elemental de la sociedad, cuya vida normal excluye la preponderancia de los principios absolutos, y cuya civilización consiste, como todas las existencias orgánicas, en la mutua regularización de dos fuerzas, que se revelan por la contradicción de dos principios. Siempre será, Señores, que por mucho que exageremos el principio de autoridad, le encontraremos limitado en la región del individuo por la necesidad de la libertad, sin la cual la sociedad no tendría movimiento, ni calor, ni vida; siempre encontraremos la libertad limitada así que se llega a la esfera de las relaciones sociales, por la necesidad, no menos vital, no menos inexorable, del principio de autoridad, sin el cual no habría ni concierto, ni conjunto, ni unidad.

     Así cualquiera ser de los que conocemos en la naturaleza orgánica, animal o planta, ave, reptil o flor, vereisle convertido en una petrificación o en un fósil, por la fijeza y condensación de todas sus moléculas: vereisle -al contrario-, en combustión completa, y en evaporación gaseosa, por la dilatación del calor y del movimiento de cada una de sus partes. Esto es lo que sucede, Señores, en el mundo de la Economía, en el mundo de las relaciones sociales, en el mundo de la política, en el campo de la Historia.

     La autoridad conserva, pero petrifica. La libertad vivifica, pero abrasa. La libertad y la autoridad combinadas son el frío y el calor; son la vida y la muerte; son la luz y la sombra, son la existencia, cual nos es dado a nosotros comprenderla; son la creación, cual nos es dado contemplarla; son la historia del mundo bajo la única forma que nos es dado concebirla o presenciarla. No pretendamos nunca separar las fuerzas que Dios ha combinado; que sólo llegaremos a la inmovilidad y a la muerte: no intentemos aislar los principios que Dios ha hecho coexistentes, porque llegaremos al absurdo. Y por el contrario, allí donde veamos luchas y antagonismo, saquemos las consecuencias de los dos principios; que como la combinación sea armónica y natural, ellas nos llevarán a la compensación y al equilibrio, en lugar de llevarnos a lo irreconciliable y a la destrucción.

     Ved, sino, Señores, en la misma cuestión que estamos examinando. El trabajo, hemos dicho, es la libertad: el trabajo sólo con la libertad vive: el trabajo es la libertad del hombre. El capital es la autoridad: el capital depende del principio social: el capital no puede emanciparse del interés, de la concurrencia y de la responsabilidad social. Pues bien: aun sin llegar a la limitación de un principio por el otro, haced una reflexión sola, dad un paso más, y veréis cómo cada uno de los dos se limita, y se contradice a sí propio.

     Sí, Señores: el trabajo que representa la libertad, es en sí mismo sujeción y servidumbre. El capital, que representa la autoridad, es en su misma naturaleza, libertad y acción, porque es poder, y porque es fuerza. Ved cuán cerca está la compensación: ved cuán inmediato está el contrapeso, y ved cómo siempre se alzan y dominan sobre los hechos materiales, y sobre las condiciones mecánicas de los fenómenos físicos, aquellas leyes, con que la Providencia gobierna el mundo, por medio de principios, que son superiores a los intereses, y por medio de impulsos y de sentimientos morales, cuya acción y cuyo estímulo no podrán jamás calcular, ni comprender, los que obstinados en encerrarse dentro del estrecho círculo, en que obra limitado y comprimido lo que se llama interés material, cálculo positivo, necesidad física, no saben salir de soluciones tan limitadas como sus doctrinas, de medios tan mecánicos como sus cálculos.

     Esos hombres, si se llaman revolucionarios, o demócratas, y están exclusivamente preocupados de las miserias del trabajo, no tienen otra solución que la emancipación absoluta; que la abolición del capital; que la supresión de la autoridad; que la destrucción de la familia, que la nivelación de la fortuna; y para todo esto el terror, y la guillotina, y una bandera de color de sangre. Si se llaman conservadores, o monárquicos, o absolutistas, no ven otro principio que el de la autoridad, y no conocen otro medio de conciliación y de poder que la fuerza brutal, el mando sin contrapeso, la concentración del capital, la compresión del trabajo, la sujeción del pensamiento, la supresión de la inteligencia, y muchas trabas para el comercio; grande ejército, y un tren formidable de artillería; y sobre todo, porque es más eficaz y productivo, un gran cordón de aduanas.

     Y unos y otros, Señores, dejando pasar por debajo de su guillotina, o por encima de sus cañones, esos problemas irresolubles, esas cuestiones difíciles, que intentan detener en las fronteras, como los libros de los filósofos, o como los fardos de la industria extranjera, pero que vienen por la atmósfera misma, por donde vienen la civilización y el progreso, y la sabiduría y la caridad; como vienen el cólera-morbo, y la viruela, y la fiebre amarilla, en las mismas corrientes de aire que nos trae el oxígeno para nuestra sangre, y que esparcen por los campos el calor y la fecundidad, y la vegetación, y la vida, y la belleza.

IV

     No, Señores: ya he tenido ocasión de anunciar en otra lección una máxima que nunca creeré demasiadamente repetida en vuestros oídos, ni bastantemente inculcada en vuestro espíritu. �Por el interés solamente, no se resuelven ni se explican las cuestiones mismas del interés. La armonía de las relaciones entre el capital y la sociedad, no la resuelven las leyes económicas�.

     La autoridad, como poder político, no puede obrar directamente sobre el trabajo; no puede ejercer su acción sobre el consumo.

     La autoridad política no puede poseer y administrar más que una pequeña parte del capital. No puede encomendar la obra al interés privado sin limitaciones.

     Tener la sociedad en su mano la totalidad del capital, hemos dicho hasta la saciedad, lo que era. Hemos hecho la historia, y dado la medida de ese absolutismo, de esa tiranía, de esa universal esclavitud, de esa omnímoda absorción de toda personalidad y de toda vida.

     Dejar al individuo la disposición absoluta del capital, sin intervención, sin correctivo, sin limitaciones, es abdicar la sociedad el más importante y elemental de sus derechos, es desprenderse del más vital y conservador de sus principios; es renunciar al objeto, y perder de vista el fin de la asociación; es abandonar al acaso el fenómeno de la capitalización; es confiarle a fuerzas contrarias y destructoras; es invertir la representación e influencia de los principios, que presiden a la asociación humana; es abandonar el progreso colectivo y la fuerza nacional a la acción anárquica, personal y limitada de las pasiones y de los intereses del individuo.

     Reducir esta intervención, estas limitaciones a leyes y prescripciones positivas, y formularlas en reglas determinadas, que no puedan dejar de emanar del poder político, y de ejercerse por la administración pública, es una intervención demasiado material y demasiado incompleta. Si se ejerce por la influencia administrativa del poder sobre las condiciones del empleo del capital, es hacerse el poder productor y operario, repartidor y gerente. Es la organización del trabajo, es la centralización llevada a sus últimas consecuencias; es el socialismo materialista. Si el poder político se limita a obrar sobre el capital por medio del impuesto; o absorbe en el impuesto toda la capitalización y en el trabajo público todo el trabajo social; o toda la producción social, emancipada de la acción directa de la administración pública, queda fuera de toda limitación tutelar y conservadora.

     Si elevándonos a consideraciones más morales y a principios más fecundos y eficaces, creemos que las limitaciones del capital, como las limitaciones del consumo, pueden realizarse por medio de sentimientos, de creencias, por influencia de principios, por reconocimiento de deberes, por impulso o estímulo de pasiones, por obediencia y sumisión a doctrinas; entonces el principio que introduzca la armonía y la equidad en la distribución justa de la producción, la regla que limite los consumos de manera que la satisfacción de las necesidades, necesaria para la producción, se concilie con la cualidad reproductiva de esos gastos mismos: el sentimiento que obre sobre el empleo de los capitales en las condiciones más ventajosas para el recíproco bienestar de trabajadores y capitales; y para el aumento progresivo de capitales y de trabajos, no hay que buscarlo, Señores, en las prescripciones y límites de la ley civil, de la ley política, de la administración gubernativa, o de la economía rentística y fiscal.

     Sus medios y recursos -por sabias que sean las legislaciones, y por ilustrados que sean los agentes y representantes del poder-, nunca podrán alcanzar, en la esfera de lo material, más allá de las primeras necesidades de comunicación y defensa de un territorio o de un Estado, y nunca alcanzan en el orden moral sino al señalamiento de aquellos límites, y al reconocimiento de aquellas imperfectas e ineficaces obligaciones, que en todos los idiomas del mundo se expresan por medio de una frase o de una fórmula negativa.

     Bien pudieron los poderes y las constituciones humanas, la ley, armada de su cuchilla, y el lictor de sus fasces, llegar por los caminos de la política a decir y a imponer al hombre: -�No hurtarás: no matarás: no solicitarás la mujer ajena�; pero no son los decretos de Solón o de Licurgo, ni los plebiscitos democráticos de Roma, ni una pragmática de San Luis o de San Fernando, ni una declaración de la Convención francesa o de las Cortes de Cádiz las que pueden decir al hombre: -�Amarás a tu prójimo como a ti mismo. -Reconocerás en el trabajador a tu hermano, que lo es en Dios y en Adán, y no le podrás hacer tu esclavo. -Darás limosna al indigente, en secreto, sin vanidad tuya, sin humillación de él. -Amarás en tu mujer a la Madre de tus hijos y a la compañera eterna de tu vida�.

     No, Señores: la ley de la política, la pragmática del código, el ukase del autócrata, o la votación de cien mil ciudadanos, podrá llegar a decir: �Capitalista: tú darás más dinero que el pobre para el camino donde él lleva sus pies y tú tus carrozas. Tú no podrás hacer trabajar al jornalero diez y ocho horas del día. Tú no podrás llevar por el interés de tu dinero más de 10 por 100. Tú no podrás dar al viento de la prodigalidad los capitales acumulados, sin que el magistrado pueda ponerte en entredicho. Tú no podrás dividir a la hora de la muerte tu propiedad, ni traspasarla a manos que no tengan el sentimiento conservador de la memoria paterna�. Pero la ley no dice al joven robusto, sanguíneo y epicúreo: �Sacrifica hoy algo de tu placer, e impón el producto del trabajo, que hoy te sobra -fuerte y sólo-, para tu independencia y bienestar de mañana, que seas débil, y tengas numerosa familia�.

     No es la ley la que dice al opulento: �No consumas en una noche tú sólo los productos que representan las necesidades de tantas familias; discurre el modo de gozar más espléndidamente de tu riqueza, empleando menos en consumo total y absoluto, y mucha más como elemento reproductivo, fomentador de trabajos que mantengan al obrero, creador de riquezas, las cuales se repartan en ganancias generosas con los que tus capitales beneficien�. No es la ley la que dice al capitalista: �Da al obrero el jornal de trabajo que necesite para comprar su pan entero, aun en aquellos días en que venga a decirte que se lo retribuyas con medio�. No es la ley la que dice al arrendador de la tierra: �No quites la propiedad a tu colono de diez años, ni le despojes de la sombra del árbol que ha plantado, porque al expirar su arriendo otro te ofrezca renta más pingüe�.

     No es la ley, no, Señores, ni la administración, ni el Gobierno, la forma ni la voz de aquella Providencia fecunda, de aquella disciplina honrada, de aquella economía generosa, de aquella prudencia filantrópica, de aquella laboriosidad patriótica, de aquella liberalidad austera, de aquella codicia desprendida, y de aquella parsimonia espléndida, que acumula de año en año inmensos capitales para el trabajo y beneficio de una sociedad, y que tiende a establecer la armonía y equilibrio en la distribución de sus beneficios y productos, por todas las clases de la sociedad que concurren al trabajo de la común colmena.

V

     No es la ley, Señores, no es el Gobierno, quien puede llevar a cabo esta organización de medios, esta armonía de funciones, esta concordia de intereses entre la sociedad y el capital, entre el capital y el trabajo, entre las numerosas muchedumbres obreras y las reducidas minorías capitalistas. No es la ley del código civil, ni el artículo del reglamento administrativo. No es la ley de la monarquía, no es la ley de la república, no es la administración de un gobierno democrático, ni la organización de un imperio militar, ni la constitución liberal de una sociedad aristocrática. No, Señores.

     �Qué tienen que ver con este problema y con este resultado, las formas del poder? �Qué se conseguiría con la más sabia, con la más lógica, con la más profunda constitución política, con la más bien organizada de las formas del poder?.... Que tuvieran una representación proporcional, completa y armónica los representantes del capital y los representantes del trabajo: que tuvieran unos y otros la participación indisputada, reconocida y eficaz.

     �En qué, Señores? �En qué esta representación, en qué esta participación? �En el establecimiento de las leyes; en la manera de ejercer las atribuciones del Gobierno, cuando acabamos de ver y cuando no dejaremos nunca de encontrar, cuanto más lo examinemos, que ni la ley alcanza, ni el Gobierno es bastante, ni el poder político es competente para obrar dentro del reducido círculo que su acción abarca y comprende?

     Hay sobre la vida del individuo un principio todavía más alto que la ley del trabajo, que el estímulo de las necesidades que representa, y que la libertad, que forma su condición y su vida. Hay un principio moral, hay un sentimiento, que se revela en el fondo de la conciencia, y que domina sobre las manifestaciones exteriores de la vida; ante el cual las necesidades se eclipsan, los apetitos desaparecen y la libertad misma sucumbe y se subordina. Hay asimismo en el hombre y en la vida social, un principio de más extensión que la autoridad, un sentimiento moral, más eficaz y poderoso que todas las prescripciones del poder; un espíritu público; una inteligencia invisible; un corazón, una conciencia y una voluntad social, cuyo cerebro y cuyo sensorio están más altos que todos los poderes que el mundo venera, y en cuyas inspiraciones supremas hay que buscar esa dirección, que establece la armonía, esa irresistible eficacia que se confunde con la espontaneidad humana, y que en sus limbos superiores se desvanece en la acción de la Providencia divina.

     El mundo, Señores, se agita hoy, como nunca, en esta lucha; la civilización ha llegado a punto de querer darse cuenta de estas fuerzas, y a poner claridad y armonía en la producción de estos fenómenos. El mundo y la civilización buscan por todas las regiones, y por todos los caminos, el medio de conciliar lo que hasta ahora parece que ha sido contradictorio en el mundo; la existencia y la obligación moral, con la vida política; el racionalismo filosófico, con el sentimiento religioso; la autoridad social, con la libertad del individuo; el estímulo del interés, con el sentimiento de la obligación; y el ejercicio del poder necesario para la conservación del orden general, con la espontaneidad y mayor desembarazo de las operaciones sociales.

     El mundo y la civilización se agitan, y buscan, en el fenómeno que nos ocupa, el medio de que la libertad del trabajo y la subsistencia pública, el ejercicio de la propiedad privada y la conservación del capital social, se concilien natural y espontáneamente; de que las limitaciones del empleo del capital tengan lugar sin coerción, ni violencia, ni arrogación de señorío; el medio, en fin, o el ideal, si se quiere, de que la moralidad del gasto y del goce, del consumo y del reparto, de los derechos de la propiedad y de las condiciones del trabajo se efectúen por su propia virtud, sin violencias tiránicas del poder, sin humillantes degradaciones del hombre; sin perturbaciones retrógradas en el mundo moral y sin calamidades y sangre, y convulsiones de dolor y de muerte en el orden de los hechos físicos.

     Hasta aquí, Señores, las aspiraciones legítimas y las tendencias loables de todas las doctrinas y de todos los sistemas, que en nuestros días han propuesto una solución a este problema o a este enigma.

     La ha propuesto el socialismo.

     La ha propuesto la economía política.

     La ha propuesto el derecho público en sus tres formas.

     La ha propuesto el absolutismo monárquico.

     La ha propuesto el republicanismo democrático.

     La ha propuesto el liberalismo constitucional.

     �Lástima, Señores, que después de decir que las tendencias de estas tres doctrinas han sido igualmente legítimas, sea preciso llegar al lastimoso resultado de que sus soluciones son a cual más ineficaces!



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Lección XVI

Mi última conferencia. Epílogo.

I

     He proclamado, Señores, en mi última conferencia una proposición, cuyas pruebas, o cuyos corolarios exigirían un curso entero.

     He proclamado, Señores, como una nueva faz de un principio ya anteriormente sentado, que las cuestiones del interés material, no las resolvía el interés mismo.

     He proclamado, Señores, que las cuestiones económico-políticas, no las resolvía un principio económico, ni un principio político. -He proclamado que los conflictos y contradicciones entre los intereses sociales, no los explicaba, no los resolvía, no los comprendía siquiera el socialismo materialista del interés. -He proclamado que no los explicaba, que no los resolvía el materialismo no menos empírico, no menos insuficiente, no menos incompleto de los sistemas políticos.

     Para demostrar, Señores, esta aserción, podría emplear -repito- las conferencias de todo un año, las sesiones de todo un curso.

     Y el curso de este año toca a su fin, Señores: vuestra generosa atención está ya fatigada de la aridez de estas materias; y las cortas noches de la estación que empieza, son ya incompatibles con la asistencia a este recinto. Y aun cuando, por otra parte, el curso empezara, es triste emplear mucha doctrina y muchos esfuerzos en la propagación de una verdad negativa.

     Es grato siempre amontonar pruebas, acumular raciocinios, y hasta buscar imágenes, aducir ejemplos e inventar adornos, para aquella doctrina, que consiste en revelar verdades, en encontrar nuevos hechos, en descubrir nuevos fenómenos y nuevas relaciones. Pero la tarea de disipar ilusiones, y de desvanecer esperanzas, es tan triste en filosofía como en moral; es tan desconsolada en la vida, como ingrata en un trabajo intelectual o literario.

     Por eso, Señores, lo que otro haría en un curso entero, yo me limitaré a intentarlo en una recapitulación concisa, en un breve epílogo. Mi estilo tendrá que ser fatigoso, como quien tiene miedo de fatigar; y habréis de tolerarme todavía que sean áridas las palabras y cortadas las frases, de quien tiene que reducir a una hora la materia y la doctrina de un largo tratado, de una dilatadísima revista.

     Si yo tuviera que probar que el interés no basta para la vida del hombre; que la materia no llena su espíritu; que las necesidades que resultan de sus apetitos, no satisfacen su corazón, fácil y grata sería mi tarea, ameno y poético podía ser mi discurso; galano y brillante y florido el estilo de mis últimas frases, y agradable el eco que de mis últimos acentos quedara en vuestros oídos.

     Pero yo, Señores, no he perdido mi tiempo en proclamar una verdad tan sabida, un principio tan vulgar, un lugar común de todas las morales, y de todas las retóricas.

     Me he atrevido a más: he extendido a mayor esfera y profundidad la esterilidad del materialismo. Que la Economía es insuficiente para la vida moral, es muy antiguo: que la grandeza de los pueblos no evita la miseria, ni la desgracia de los individuos, lo ha visto siempre el mundo. Yo no me he contentado con desenterrar verdades tan añejas. Que la Economía no resuelve las cuestiones económicas: que los sistemas políticos no explican las cuestiones sociales: que el socialismo no da solución al conflicto de los intereses contradictorios y de las clases hostiles, esto es lo que he dicho, Señores, esto es lo que concluiré por decir.

     Esta es la última palabra de mi doctrina. Por eso me he creído en la obligación de recogerla, y de volver a explicarla.

     Nuestro problema no era la felicidad individual, la dicha del corazón. Ese no es problema de los hombres, ni el objeto de las sociedades. -Es el secreto de Dios; es el destino y el misterio del hombre.

     Nuestro problema es más humilde, más prosaico, más exterior. Es un problema económico; es un problema político; es una cuestión social.

     Recordemos, ciñamos, precisemos, resumamos, en lo posible, los términos y los datos de estos problemas.

     Consumir, de manera que haya ahorro, que haya sobrante. Gozar, de manera que la producción se emplee, sin que la reproducción se perjudique. Elaborar, y aumentar el capital, hasta tal punto que todo trabajo encuentre ocupación. Extender la posibilidad del consumo hasta el punto de que toda producción tenga demanda. Repartir y emplear el capital, de manera que el trabajo sea libre. Aplicar el trabajo al capital, de manera que la producción sea suficiente para la subsistencia, y sobrante para la formación del capital. -He aquí, Señores, el problema económico.

     Conciliar la libertad del trabajo con la seguridad de su empleo; la incertidumbre de su resultado, necesaria para la lucha, con la esperanza del galardón indispensable para el esfuerzo; conciliar la necesidad económica de que haya una clase esencial y privilegiadamente capitalista, con la necesidad social de que la clase trabajadora sea libre en su acción y viva de su trabajo. -Poner en armonía la necesidad de asegurar la propiedad privada al individuo, que capitaliza y que acumula sobrante, con la necesidad social de velar por la conservación de los capitales. -Hacer que concurran al fin común del progreso social, y de la libertad y bienestar individual, la tendencia de la clase capitalista a utilizar y beneficiar sus capitales, y las aspiraciones de la clase obrera a dilatar la esfera de sus goces, y a pasar a la condición de capitalista. -Tal es en sus más señalados síntomas la cuestión social.

     Conciliar la libertad del trabajo con la dependencia política del capital, de manera que mutuamente se limiten, sin que se destruyan. Impedir que en la esfera del interés individual, la libertad y la concurrencia vulneren y atajen el adelanto y la grandeza social; y que el interés social, interpretado por el privilegio o por el monopolio, no atente ni comprima el desarrollo de la libertad y de la concurrencia. Impedir que la clase capitalista convierta en poder personal sus recursos económicos, y reduzca el trabajo a condiciones de servidumbre, y la clase obrera a condiciones de esclava. Impedir que la muchedumbre obrera, abrogue, suprima, y destruya la clase capitalista, para dejar el capital y la dirección de todos los trabajos en un centro único de administración y de poder. Evitar, en fin, que la democracia trabajadora no se resuelva en una organización, en la cual el poder político y el capital público absorban el trabajo y el capital privado; e impedir que la clase capitalista confisque en provecho de una oligarquía feudal los derechos, la acción, y la vida de la muchedumbre obrera y necesitada. Conciliar, en fin, y poner en armonía el principio de libertad representado por el trabajo, y el principio de autoridad simbolizado en la riqueza, de manera que la autoridad conservadora no se debilite, que la libertad vivificadora no se extinga; y que autoridad y libertad lleven a las sociedades humanas por la órbita majestuosa de su destino, como dos fuerzas combinadas llevan a los planetas por el ámbito de los cielos. -He aquí, Señores, en sus más esenciales fenómenos, en sus principales resultados, el gran problema político.

II

     Y bien, Señores; en ninguno de los tres sistemas, en ninguna de las tres doctrinas, en ninguno de los tres principios encontraréis, ni la explicación de estos fenómenos, ni la ley de conciliación de estos hechos, ni la condición de armonía para estos resultados.

     �En el principio socialista creéis tal vez? �Ah, Señores! Estudiadle... y veréis.

     El principio socialista anula el trabajo individual; anula la responsabilidad y la suficiencia privada. Distribuye todos los frutos de la producción, según la indefinida proporción de los deseos. Impide el ahorro, que capitaliza; limita el consumo, que estimula; substituye la gestión social a la libertad; substituye el poder material y coercitivo a la ley invisible y espontánea de la Providencia.

     La organización socialista centraliza el capital, y paraliza la capitalización: quiere dar seguridad al trabajo, y le quita la libertad: quiere emanciparle, y le hace monacal: quiere ennoblecerle, y le da una ordenanza militar.

     La política socialista quiere abolir la jerarquía de los ricos, y enaltece una teocracia egipcia de distribuidores. En odio a las desigualdades del capital, crea la igualdad de la pobreza y de la ignorancia. Contra el feudalismo oligárquico del monopolio, levanta la unidad tremenda del señorío unitario de vidas y haciendas.

     La Economía política, esa doctrina, que no ve en el mundo más que individuos, ni más necesidades que intereses, ni más resultados que productos; que no ve en el hombre más que una máquina de vapor, a la cual hay que echar agua y carbón, sólo para que sirva y ande: esa ciencia árida y positiva, que considera el entendimiento humano como una pizarra para hacer números, y el corazón como un laboratorio de productos químicos, esa ciencia, Señores, ha proclamado al mismo tiempo el fatalismo y la libertad, el materialismo y la soberanía individual; y su sistema no ha podido salir hasta hoy de un dédalo de irreconciliables contradicciones.

     La Economía política, empezando por proclamar la libertad absoluta, asienta por primer principio el último resultado; empieza la historia de la humanidad por la última conquista de la civilización; considera a la sociedad como quien creyera al hombre capaz de ganarse su sustento desde la lactancia, apto para reproducirse desde que sale del vientre de su madre.

     Por eso, en su preocupación de libertad, se olvida de que sin autoridad, no hubiera la libertad nacido; que sin trabajo social, no se hubiera llegado al capital; que sin capital y riqueza, no se hubiera llegado a la suficiencia del trabajo privado; que sin la asistencia social, no se hubiera llegado a la posibilidad de la libertad y de la concurrencia.

     Por eso, en nombre de la libertad crea y ensalza el monopolio; el monopolio, que es más enemigo de la concurrencia que el poder; el monopolio, que es más despótico que todos los monarcas; y más desapiadado que todos los comités de salud pública.

     Por eso, en nombre del capital ataca la libertad del consumo, que es el estímulo de la producción. Por eso, cuando a la producción vuelve sus ojos, no se cura de su objeto, como no se había ocupado de su móvil: le importa poco el bienestar de los que a ella concurren, la distribución equitativa de los productos, el equilibrio de las necesidades, el reparto fecundo de los medios de satisfacerlas. Por eso, en vista del interés del individuo, no se ocupa de la grandeza social. Por eso, absorto en el cálculo de la riqueza pública, desaparece ante sus ojos, como un cero en una suma, toda individual miseria.

     Por eso, Señores, a la Economía política no tenemos que decirla otra cosa, sino aplicar a su doctrina su mismo y famoso principio: �Dejadla hacer; dejadla pasar�.

     Por eso, la política no es tan inofensiva; la política no deja hacer: la política no deja pasar: la política obra: la política invade: la política gobierna: la política manda y domina a las sociedades; la política se asimila y convierte en poderes y en instituciones, las jerarquías y clases que habían nacido fuera de su atmósfera y de su influencia. La política se asimila y encarna hasta aquellas doctrinas que hicieron su aparición en el mundo, protestando contra la competencia y la eficacia de la política.

     Ahora bien, Señores, la política, considerada en sus tendencias y en sus medios, o es retrógrada, o es revolucionaria, o es ecléctica.

     La política retrógrada no comprende la ley de la vida y del movimiento social. No comprende el progreso, y no comprende el porvenir. No comprende el pasado que invoca, puesto que quiere volver a él; y no comprendiendo ni lo pasado ni lo porvenir, mal puede, Señores, comprender lo presente...

     La política revolucionaria, por el contrario, quiere aniquilar lo presente, en nombre del progreso. Para adquirirlo todo nuevo, quiere quedarse sin nada. Para edificar el palacio de oro, quiere incendiar a Roma.

     La política ecléctica -reflejo fiel de la situación de los espíritus y de la perplejidad de las conciencias-, lo teme todo, fluctúa entre todos, de todos toma, de todos acepta, contra todos protesta, y de todos reniega. Proclama la tutela social, y sólo cuida de las formas políticas. Invoca la autoridad moral, y no organiza más que la fuerza física. Afecta preocuparse de la riqueza pública, y sólo atiende a la cobranza del impuesto. Se impone como un deber la protección de la industria, y empieza por encarecer todos los productos, cuando no por monopolizar las primeras materias.

     Hace alta y ostentosa profesión de fe, y no cree en nada. Invoca el nombre de Dios; pero no adora sino la fortuna. Proclama la supremacía de la inteligencia, pero no reconoce sino la del dinero. Ensalza los principios; pero sólo respeta los intereses. Se declara protectora de los adelantos materiales, y no invierte nada en trabajos reproductivos. Pondera las artes y las industrias de la paz; y sacrifica todo el impuesto de las naciones a conjurar el lejano fantasma de la guerra.

     Cuando quiere intervenir en el reparto de la producción, sólo favorece al monopolio, sólo aumenta las ventajas del capitalista. Sus instituciones de crédito no aprovechan sino al millonario. Sus leyes de seguridad y de protección, sólo alcanzan a la propiedad. Su interés por las clases obreras, la ha conducido a comprimir la libertad del trabajo y a proscribir la libertad del comercio.

     Grita anatema al socialismo; y llega a los últimos extremos de la centralización. Fulmina rayos contra el comunismo; e introduce la autoridad del Gobierno en todos los actos de la vida individual. Pero se proclama liberal; y entonces aparta de los verdaderos intereses públicos, los ojos y las manos de la autoridad. Entonces se apodera de ella el vértigo de la confusión y la perplejidad de la duda. Todo lo ve de arriba abajo, como por un anteojo inverso. Todo lo mira, como los objetos en el espejo, cambiado de derecha a izquierda. Entrega la construcción de carreteras y canales al interés privado, y la navegación y el comercio a los empleados del fisco. Encarga el cuidado de los enfermos y de los menesterosos a los Gobernadores y Prefectos, y pretende que los Sacerdotes enseñen matemáticas y literatura.

     �Qué más, Señores? �No sabiendo a veces cómo hacer entre dos principios los más opuestos y contradictorios, adopta oficialmente las instituciones de ambos, y pone en una misma calle -yo los he visto en un mismo edificio-, administración de loterías y caja de ahorros!

III

     No busquéis, Señores, solución a ninguna cuestión en esa política, ni en ese socialismo, ni en esa Economía. No busquéis ningún principio de armonía ni de concordia, ni de unidad en esos sistemas, en esos proyectos, en esas doctrinas y en esas instituciones, donde existe todo, donde todo queda, y donde todo continúa en estado de lucha, en estado de anarquía, en estado de hostilidad y guerra.

     En el socialismo, en la Economía, en la política, encontraréis igual insuficiencia, porque encontraréis a los tres sistemas confundidos en la identidad de no reconocer más que el interés material y positivo: encontraréis siempre esa Medicina que no ha estudiado la anatomía más que en los cadáveres, y la vegetación sólo en los fósiles.

     Encontraréis siempre en la superficie y en el fondo ese interés materialista incompleto, que nada explica, y que nada armoniza, ora se llame interés individual, ora se denomine y ostente interés social o interés público.

     El interés individual es, de su propia naturaleza, egoísta, divisivo, disolvente. El interés social, que no es más que interés, el interés social, que no se limita por un principio, que no se subordina a un sentimiento, se convierte en un régimen de fuerza; no alcanza a obrar espontáneamente sobre el albedrío; deja fuera todos los sentimientos del corazón en aquellos a que alcanzan sus ventajas; deja fuera todas las miserias y dolores individuales, que sean excepciones de sus beneficios. El régimen del interés y de la utilidad es la tiranía: aun cuando pudiera representar cumplida o aproximadamente una situación existente, siempre representaría la hostilidad al porvenir, siempre excluiría la ley necesaria, la condición sine qua non del progreso.

     Pero además, Señores, el interés social es una quimera, si buscáis en él la resolución del problema, porque es el problema mismo cuya solución vais buscando. �Cómo habéis de tomar por un principio el que buscáis como resultado? �El interés social!... Y el interés social es vuestra incógnita; el interés social es el enigma, que la Esfinge del siglo propone a la filosofía, y a cada respuesta de la filosofía hay un sacudimiento y una revolución. El interés social es la contradicción, es la lucha, es el caos; el interés social es un fantasma; el interés social sería la unidad, y la unidad no existe en el interés. No hay interés social; hay interés de clases; hay interés de jerarquías; hay interés de individualidades; hay interés de intereses. Pero el interés de la sociedad no se puede localizar ni en los intereses de los individuos, ni en los intereses de las clases, ni en los de las jerarquías.

     Los pobres, los trabajadores, las muchedumbres necesitadas representan e invocan un interés; representan e invocan el interés de la generalidad, porque son el mayor número: los ricos, los capitalistas, los opulentos representan e invocan el interés de la mayoría y de la generalidad, que vive de sus tierras y de sus consumos, y de sus propiedades y de sus trabajos. Los pobres y trabajadores invocan el progreso, porque significa riqueza; los ricos invocan la autoridad, porque simboliza conservación. Los pobres y los trabajadores invocan la libertad, porque es la ley de su trabajo; los ricos invocan la autoridad, porque es el paladión de su propiedad.

     Pero cuando las clases obreras intentan organizar un régimen social o político a tenor de sus intereses, y cuando los ricos quieren consagrar e identificar los suyos en instituciones de gobierno, la libertad de los unos, lo mismo que la autoridad de los otros, se convierte en fuerza, se organiza en tiranía; se traduce por los unos en dominación y servidumbre; se convierte por los otros en expoliación violenta, en impuesto progresivo. La autoridad y la libertad no son entonces más que el interés; y la ley del interés la ley de la fuerza; y la ley de la fuerza, la ley de la victoria y la condición de la batalla. El interés del progreso y el interés de la conservación son también entonces intereses exclusivos, son intereses intransigentes, son intereses revolucionarios, porque son intereses, y porque son absolutos. Revolucionarios son los que quieren ganar; revolucionarios los que nada quieren perder. No hay en ningunos límite; no hay en ningunos contrapeso. Hay por todas partes fuerza; hay por todas partes utilidad; hay revolución donde quiera. -Me diréis que es necesaria la armonía. Pero no es bastante la armonía del equilibrio, cuando la vida de las sociedades, como la vida de los pueblos, la vida de los siglos, como la vida de los mundos, es la armonía del movimiento.

     �La armonía de los intereses, Señores! Y �qué interés nos la dará? El interés de los pobres, el interés de los trabajadores, no podrá llegar a crear la riqueza general; no puede realizar la riqueza de la opulencia. El interés de los ricos proveerá a la subsistencia, llegará a conservar una grandeza nacional relativa y aparente. Pero... y las miserias individuales �les pondrá remedio?

     �Las miserias individuales son irremediables, me diréis con mis propias doctrinas y con mis propias creencias; son el destino del hombre y la herencia del género humano; son el patrimonio común del pobre y del rico�. -Es verdad, Señores; pero a lo menos es menester saberlo o creerlo, para que el pobre se resigne, y el rico no se desespere. Y esta creencia y este consuelo, ya lo veis, Señores, no es el interés.

     Pero aquellas miserias, que pasan de la esfera y condición del individuo, aquellos males que puede decirse que son la condición de la generalidad, porque forman la situación de la mayoría; aquellos padecimientos, que pesan inexorablemente sobre las inmensas muchedumbres necesitadas y menesterosas; aquellos dolores físicos y morales, que envuelven, como la atmósfera infecta de los pueblos apestados, a las grandes masas de la sociedad, y cuya infección invasora, como la de las grandes epidemias, acomete y corrompe también la atmósfera en que las clases ricas respiran; esas miserias sociales y colectivas de desnudez, de hambre, de corrupción, de ignorancia, de embrutecimiento, de inclemencia y de degradación, de ímprobo trabajo, o de incapacidad brutal, en cuyo alivio o en cuya desaparición consiste el progreso del mundo pedid a la autoridad, guiada por el interés, que les ponga remedio; pedid a la ley de la utilidad y del derecho, que cierre la boca a sus clamores; pedid a las instituciones del gobierno, y al poder de la administración que las destierre, que las alivie, que las esconda siquiera!...

     Pedid a los magistrados la represión de los crímenes; y ellos os contestarán que no es su misión hacer reinar las virtudes, sino enviar al patíbulo a los delincuentes.

     Pedid a los establecimientos de enseñanza una educación liberal, artística o mecánica para los hijos del pobre; y hallaréis que todos los impuestos del rico no bastan para costearla, y descubriréis cuán desgraciados, cuán pervertidos haríais, con el cultivo de la inteligencia, a la mayoría de esos seres destinados a ser máquinas de fuerza.

     Pedid a la administración médicos y medicinas para todas las dolencias de éstos, hospitales para sus enfermedades, lugares de recogimiento para su ancianidad, su locura o su incapacidad; condiciones de salubridad para sus trabajos, y de decencia y de comodidad para su albergue; y la administración os pedirá millares de millones para estos objetos.

     Pedid al poder, siquiera aire sano para la vivienda y respiración de las masas pobres, agua suficiente para su limpieza y aseo, y tierra bastante, no para que habiten sus vivos con anchura, sino para que entierren sus muertos con decoro. El poder responderá a vuestra demanda con una carcajada.

     Pedid a la ley amparo contra la prostitución de vuestras hijas, contra la deshonra de vuestras mujeres, contra la embriaguez de vuestros maridos; y veréis lo que es la moralidad de la gobernación.

     Id a pedir al Gobierno empleo para las fuerzas que no tienen ocupación; ocupación para vuestros brazos, que no tienen trabajo; y os contestará que no tiene a su cargo más empleo de fuerzas que el ejército, ni más capitales de trabajo que la construcción de algunas leguas de caminos, algunas murallas de fortalezas, algunos codos de carena de un navío.

     Y esta respuesta lo mismo os la dará el gobierno de las sociedades democráticas, que el de las instituciones monárquicas; la autoridad, que invoca la libertad y el progreso, como la que proclama compresión y retroceso: el poder; que se funda en el derecho divino, o la doctrina política que deriva su legitimidad de la soberanía del pueblo, o del sufragio universal.

     Y es que la política no afecta más que la forma del poder; y la forma del poder no resuelve más que la cuestión de quién ha de ejercerlo: y la cuestión de quién ha de ejercer el poder, no varía las condiciones de la sociedad, porque el poder sólo afecta a una de las funciones de la organización social. El poder sólo afecta al trabajo público: el poder político sólo ha recibido la misión de la existencia exterior y colectiva. El poder sólo resume las atribuciones negativas de impedir colisiones y conflictos materiales.

     La armonía entre la propiedad y el trabajo, entre el capital y la ganancia, entre la producción y el consumo, entre la acumulación y la repartición, entre la pobreza y la miseria, entre las clases opulentas y las necesitadas, entre las necesidades físicas y las aspiraciones ideales, entre la conservación y el progreso, entre el dolor de la humanidad y los placeres de la vida, entre la necesidad del trabajo y la esperanza del reposo, entre la abnegación del deber y el desarrollo de la pasión, entre las sugestiones de la utilidad y los sentimientos del corazón; no, Señores, no -lo repetiré por la vez milésima-, no la encontraréis, ni en el interés de los ricos, ni en el interés de los pobres, ni en el interés de todos, ni en el interés de nadie.

     Ni la encontraréis en la moral del interés.

     Ni en la Economía, que no es más que interés.

     Ni en el socialismo, que no ha sabido ser otra cosa que interés.

     Ni en la política, que no puede ser sino intereses.

     Esta armonía, Señores, tiene que ser un sentimiento moral. Esta armonía tiene que ser más que una autoridad, y más que una doctrina, más que un sistema, más que una teoría. El principio de ésta armonía tiene que imponerse más que al entendimiento; tiene que dominar al corazón, y avasallar la conciencia: tiene que poner freno a los intereses, y hacer callar la voz de las pasiones. El principio de esta armonía tiene que ser obedecido y espontáneamente aceptado con fe, defendido con entusiasmo: debe identificarse a la vida y dominar, como la luz, sobre toda la atmósfera de la existencia. Este principio y este sentimiento tiene que obrar en la vida individual del hombre; tiene que obrar más todavía en la existencia social.

     Esa doctrina, esa creencia, ese sentimiento, el hombre podrá llamarle deber, obligación, fe, precepto, regla, ley, moral, virtud, o heroísmo; pero la sociedad, Señores, la sociedad, a una creencia que reúna estos caracteres, que organice sus elementos, que aplaque sus luchas, que armonice sus intereses, que ennoblezca sus trabajos, que vigorice sus fuerzas, y que mitigue sus dolores, no puede llamarle otra cosa que RELIGIÓN.

IV

     Bien conozco, Señores, al llegar a esta palabra, y al anunciar este resultado, todo lo que podrá decirse de mi lógica y de mi doctrina.

     Bien sé que en esta época de racionalismo absoluto, la proposición que precede equivale a los ojos de muchos a una declaración más o menos explícita de insuficiencia.

     Harto conozco que en este período de escepticismo se me dirá que mi consecuencia es una afectación hipócrita.

     Harto temo que se me diga que este desenlace de las cuestiones filosóficas por la introducción del Deus ex machina, como en los antiguos dramas, no pasa de ser en mis labios una declamación poética.

     Bien sé que voy a dar motivo, entre los que más sincero me juzguen, a los unos, para que piensen que voy a poner los derechos, las libertades, y el progreso, y la civilización de las sociedades a los pies de la teocracia; a los otros, para que crean que voy a dirigir las alas de mi extraviado vuelo, por las regiones nebulosas del misticismo revolucionario.

     Si yo tuviera el tiempo de otro curso, que necesito para explicar y desenvolver mi proposición, estoy casi seguro de que rectificaría estos juicios; que desvanecería tales imputaciones, y que reduciría las apariencias de fantasía, o los arrobamientos del misticismo, a las proporciones sencillas del buen sentido del género humano.

     En los momentos actuales, Señores, y cuando tengo que dar fin a la primera parte de estas explicaciones, sólo quiero añadir a mis palabras una observación sobre lo que ha sucedido, una indicación sobre lo que puede suceder. Os diré cómo resolvió una creencia una gran cuestión, que el interés, la ciencia y la política no habían resuelto: os diré cómo creo que podrán resolverse todas las demás. Lo uno os probará que no me he desviado tanto como creéis, de mis cuestiones; lo otro os indicará, que el camino que conduzca a la resolución de todos los problemas, no debe estar muy lejos de la dirección, que vemos que sigue en la Historia el primero y más transcendental de todos.

     Nosotros hemos tratado con alguna extensión la cuestión de la organización del trabajo, porque es la cuestión de nuestro siglo y de nuestra sociedad; pero en los siglos y en las sociedades precedentes, había existido una cuestión más ardua, más difícil, la de la emancipación del trabajo, la de la libertad de las clases trabajadoras.

     Nuestro siglo ha recibido esta libertad, esta emancipación como fenómeno, como hecho, como dato: otros la recibieron como problema.

     -�Volvéis a vuestra cuestión del trabajo, me diréis, cuando ya estabais en la profesión religiosa de una creencia. �Qué tiene que ver la religión con el trabajo, ni la creencia que se profese, con la libertad que se disfrute?�.

     -Sí, Señores; vuelvo a la cuestión del trabajo; que no he salido de ella: sigo con la cuestión religiosa; ya no podré abandonarla jamás, Señores. Desde que un filósofo, por racionalista que sea, se encuentra con una religión en su camino, no hay remedio; le sucede lo que al Rey cuando encuentra en la calle al Santísimo Sacramento: tiene que cederle su carroza, y acompañarle a pie a la casa del enfermo, y hasta dejarle en su tabernáculo.

     Hablaba, Señores, de la emancipación del trabajo; hablaba de la condición mísera y antigua del trabajo manual, del trabajo mecánico, del trabajo industrial, de todo trabajo productivo. Este trabajo, Señores, fue por largos siglos la servidumbre: trabajador y esclavo fueron por mucho tiempo sinónimos: hombre trabajador y máquina; obrero y animal doméstico, fueron una misma cosa; y cuando Aristóteles dijo que la esclavitud se acabaría el día que el torno y la lanzadera se movieran por sí solos, no es que Aristóteles profetizase el vapor, ni adivinase la industria moderna, sino que quiso indicar que el hombre trabajador no era más que un torno y una lanzadera en poder del hombre libre. Antes que el torno llamado hombre, y la lanzadera mujer, anduvieran solos, pasaron muchos más siglos, que de este día a aquel en que el hombre hizo andar solos a los tornos de hierro y a las lanzaderas de marfil. -Señores, la invención de la libertad humana fue más lenta y más laboriosa que la invención del vapor y de la mull-jenny.

     �Quién la inventó, Señores? �Quién la descubrió? No fue la ciencia de los filósofos la que emancipó el trabajo: ya sabéis lo que decía el más grande de todos ellos. No fue la democracia ni la libertad antigua: ya sabéis que nunca fue más horrible la esclavitud, ni nunca se vio más degradada la dignidad humana, que en las repúblicas griegas, y en la república romana. No fue el Imperio, ni la igualdad del despotismo el que alivió la suerte de aquel trabajo que había vivido tanto tiempo en las cadenas.

     Los filósofos y los jurisconsultos del Imperio hablan con tanto desdén, y con tan horrible frialdad de la muchedumbre esclava, como los filósofos y los legisladores de la república. Con los Arcontes y con los Éforos, con los Cónsules y con los Dictadores, con los tribunos del pueblo y con los Prefectos del pretorio, con la doctrina de Sócrates y con la de Epicuro, con la moral de Alcibíades y con la rigidez de los Catones, había existido siempre igualmente duro, siempre inaccesible a las modificaciones de la política, y a las opiniones de la filosofía, el servilismo brutal del trabajo, que formaba el fondo de la organización económica de la antigüedad.

     No fue un interés, ni fue una autoridad la que cambió aquel orden de cosas: no fue una legislación, ni una filosofía la que cambió aquel orden de ideas. No se pronunció en la tribuna de las arengas, ni en las aulas de Alejandría, la palabra santa, que debía regenerar la faz del mundo; porque fue una palabra y un gemido de dolor, y un grito de agonía el que hizo callar los más acerbos dolores y los padecimientos más agoniosos del género humano. Pidió el Justo de los justos sobre la cruz del Gólgota el último trago de las amarguras de la vida, que empapaba la simbólica esponja, y al decir al cielo y al mundo: CONSUMMATUM EST, la emancipación del hombre se había consumado; la sociedad y la esclavitud antigua habían para siempre desaparecido.

     El cristianismo, Señores, abolió la servidumbre del trabajo. Pero �de qué manera? -Notadlo bien. No fue por medio de una máxima, ni por medio de un precepto, ni por medio de una institución; no fue por una declaración de derechos, ni fue degradando, vilipendiando, anatematizando la condición del esclavo y la ocupación del obrero. La Religión cristiana no se contentó con emancipar al trabajo, como el socialismo de nuestros días. La Religión hizo más. El trabajo era vil; le ennobleció: estaba degradado; le enalteció: era indigno; le santificó: era la condición que igualaba al hombre con las bestias; hizo de él la virtud que le igualaba a los ángeles.

     Cuando el trabajo fue noble, cuando fue heroico, cuando fue santo, cuando fue divino, no podía dejar de ser libre. La libertad era obra del tiempo; la emancipación vino de suyo. La nobleza del trabajo fue su emancipación; la elevación del obrero fue su libertad. Aquel a quien Dios había dicho �comerás el pan con el sudor de tu rostro�, era el padre de los hombres, el padre de los ricos y de los pobres, el padre de César y el padre de Espartaco; y el hombre tuvo que decir: �todo el que suda para comer, es hijo de un Padre, como todo el que muere por la verdad es hijo de mi Dios�.

     Esta no es fantasía, Señores; esta no es hipótesis; esta no es poesía ni declamación. Esta es la Historia, y la historia desnuda y sencilla.

V

     Ahora bien, Señores; LO QUE FUE, ESO SERÁ, dicen los Libros Santos. -Lo hecho no puede menos de ser o de haber sido, dice un apotegma jurídico. -Lo que sucedió, podrá suceder, están en el caso de decir los filósofos.

     Lo que sucedió con la emancipación del trabajo, eso podrá suceder con su organización. Lo que cambió la condición del obrero, y la forma de la producción, eso podrá modificar las condiciones del repartimiento y del consumo. Lo que sin turbar el orden social, ni comprometer la propiedad, produjo la nobleza y la libertad del obrero, producirá su retribución más abundosa, su moralización más elevada, sin perturbar la sociedad moderna.

     �Bastó con una creencia, bastó con un sentimiento para que el hombre rico se creyera en obligación con el hombre pobre, para que respetara en él el señorío de sus fuerzas, como en sí propio el de sus tierras, para que no pudiera ya arrojarle al estanque de las murenas, para que no volviera a creerse dueño de la sangre de sus hijos, y del pudor de sus hijas; para que tuviera vergüenza, para que tuviera horror, para que apenas tuviera memoria de haberlo sido un día!

     Yo creo, Señores, que un sentimiento, una creencia, una Religión, pueden hacer con el capital lo que con el trabajo. Yo creo que se necesita menos para que el capitalista no pueda ser explotador del hombre, para que sólo por consideración y nobleza de la dignidad humana, se satisfagan más ampliamente las necesidades físicas, y las necesidades morales del obrero; para que sólo por consideración al bien social, y al patriotismo convertido en creencia, se aumente con mayor producción el capital y la riqueza de un pueblo. Creo que con la grandeza, con la prosperidad social, tiene que suceder lo que sucedió con la libertad del individuo. No fueron razones económicas las que abolieron la esclavitud: no serán intereses materiales, ni cálculos aritméticos los que hayan de dar a la sociedad la inteligencia de su organización, el sentimiento de su armonía, de su elevación y de su progreso.

     Hubo una creencia, hubo un sentimiento, hubo una Religión, en virtud de la cual el trabajo dejó de ser esclavitud y violencia. En que el género y las horas del trabajo fueron de la libre elección del hombre. En que el trabajador pudo estipular una retribución de su trabajo, proporcional a sus necesidades, o proporcional a las circunstancias y valor del trabajo mismo. En que el trabajador pudo invertir a su albedrío el fruto y estipendio de su trabajo. En que por la excelencia de sus productos, o la parsimonia en sus consumos, pudo salir de la condición de trabajador a la de capitalista.

     Pues bien: yo comprendo, Señores, una creencia, un sentimiento, una Religión, en que el principio de autoridad deja de ser la violencia, la coerción; en que el orden público no necesita la sanción de un armamento ruinoso; en que la propiedad no ha menester la sanción del presidio ni del patíbulo; en que las obligaciones sociales, como las obligaciones domésticas, se identifican con la obediencia espontánea. Yo creo en una Religión, en una doctrina, en que el bienestar de las clases menesterosas se pone en equilibrio con el poder de las clases acomodadas. Yo conozco, Señores, una Religión, en virtud de la cual, ni las relaciones políticas, ni las obligaciones sociales, ni las relaciones económicas pueden dejar de estar reguladas por creencias, sentimientos y virtudes; en virtud de la cual se subordinan a sus espontáneos preceptos, y a su espontánea dominación, el poder en su esfera, la sociedad en su movimiento, el interés de los ricos, y el deseo o la esperanza de los pobres.

     Concibo, Señores, que por el poder de una creencia, de un sentimiento, de esta Religión, el poder político no quiera ser absoluto, ni omnímodo, ni omnipresente; la sociedad no quiera luchar contra los imposibles de su situación, de su suelo, de su raza, de su clima. En que el rico no quiera ser explotador, ni tiránico, ni monopolizador, ni ignorante, ni ocioso. En que el pobre no quiera ser opulento antes de haber ganado su capital; ni tener participación en el poder, sin tener instrucción; ni ostentar honores, sin haber hecho grandes servicios. En que pesen iguales, aceptadas resignadamente por todos, la ley del trabajo, la ley de la contrariedad, la ley de la lucha, la ley de la incertidumbre, la ley de la obligación; pero en que sonría para todos igualmente la ley de la esperanza, la ley del progreso, la ley de la fraternidad de los hombres entre sí, y de la fraternidad de las sociedades en la familia de la Providencia.

     Yo creo, Señores, que esto lo puede hacer una Religión y un sentimiento. Y si alguno de vosotros viniera a probarme, y lograra convencerme de que esta esperanza es una quimera, y que por este camino no se llegará a la armonía de la sociedad, y a la concordancia de los intereses, en tal caso, mi consecuencia sería la desesperación, porque por otro camino no se llegará nunca. Entonces tendría que renegar como Proudhon de la bondad de Dios, y blasfemar de su soberana Providencia.

     No, Señores; yo no abriré mis labios jamás para pronunciar esa blasfemia: �primero se cierren para siempre! Yo no los cerraré nunca sin protestar delante de los hombres a la faz de los cielos la santa esperanza que abrigo en el fondo de mi corazón.

     Señores: esta esperanza no es la de un hombre fanático, ni la de un hombre iluso. No es el último refugio del racionalista escéptico: no es la tabla a que se arroja desesperado el náufrago de la filosofía. Pudiera añadir que no es siquiera la de un hombre piadoso. Es la de un hombre sencillo, que cree y que sabe que el hombre tiene una alma, que le constituye; que la sociedad tiene una Providencia que le conduce.

     Es la de un hombre sencillo, que ha observado que las cuestiones del hombre se han resuelto siempre por modificaciones en los sentimientos de su alma; que los sucesos de la Historia han sido siempre visiblemente conducidos por la Providencia.

     Es la de un hombre, que ha aprendido que la manera de sentir de los hombres se perfecciona, se modifica, se mejora, se ennoblece. Que la civilización de las sociedades no retrocede nunca, ni ha retrocedido en la Historia. Fenómenos morales, políticos o económicos que pasaron en otros tiempos, no los comprende hoy siquiera la sociedad en que vivimos. Que los Espartanos hicieran caza de ilotas: que la juventud griega se prostituyera públicamente en los templos: que los Romanos cebaran sus estanques con esclavos: que mientras que comían, recrearan sus ojos en combates de gladiadores: que matronas romanas concurrieran desnudas al anfiteatro: que hombres y mujeres tuvieran y publicaran amores con personas de su propio sexo. -Esto, Señores, no sólo no sucede hoy; apenas comprendemos cómo sucedía. La manera de comprender y de sentir ha variado.

     �Desaparecerá la prostitución? A nosotros nos parece imposible. �Pero no ha desaparecido un vicio no menos generalizado en la antigüedad? �Quién sabe si lo tolerado hoy no excitará dentro de dos siglos el mismo horror y la misma repugnancia que los extravíos de otros tiempos?

     �Desaparecerán la usura y el monopolio? �No estaban más arraigadas en la sociedad la esclavitud doméstica y la servidumbre de la gleba? Bastó una modificación en la moral de la sociedad, para hacer desaparecer estos hechos, de la legislación, de la Economía, de la política.

     Y es, Señores, que en el mundo no hay cuestiones económicas, ni cuestiones políticas, ni cuestiones legislativas. En el mundo no hay más que cuestiones morales. Y las cuestiones morales son cuestiones religiosas, porque la conciencia y la moral social es la Religión.

     Y en vano me diréis que las cuestiones del capital, y las cuestiones del trabajo, y las cuestiones del impuesto, y las cuestiones del repartimiento, y del consumo, y de la pobreza, y de la propiedad, y del salario, y de la renta, y de la lucha o armonía de productores y consumidores, serán siempre cuestiones económicas, porque serán siempre cuestiones de interés.

     Yo no os diré que la cuestión de la multiplicación y reproducción del hombre, que la cuestion del amor sexual, que la cuestión de las relaciones entre el hombre y la mujer, que la cuestión de las obligaciones mutuas de los esposos; que la cuestión de la crianza de los hijos, debían ser una cuestión de apetito y una cuestión de fisiología. -�No, Señores, no: para el hombre no hay cuestiones de fisiología, como hay cuestiones de Economía!

     Para el hombre de la sociedad y de la civilización, la cuestión de procrear sus hijos no es una cuestión de apetito ni de pasión; es una cuestión de moral, de santidad, de Religión.

     Para el hombre de la civilización y del progreso, la cuestión de crear riquezas y de comunicarlas con los hombres, la cuestión de capital y de trabajo, y de propiedad y de comercio, no es una cuestión de interés ni de cálculo; es una cuestión de obligación, de moralidad; es una cuestión que, como la del matrimonio, no puede resolverla la humanidad sino delante de Dios y al pie de los altares.

     Ésta, Señores, es mi última palabra por remate de la cuestión económica. Ésta será mi última doctrina en otro año por remate de la cuestión política. Ésta es mi única conclusión, porque es mi única ciencia(8)

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     Para mí, en el hombre no hay cuestiones de interés, ni cuestiones de cálculo, ni cuestiones de fuerza en el dominio de la civilización y de la Historia, porque en el hombre no hay nada necesario, no hay nada fatal, y en la sociedad no hay nada materialista.

     El hombre es un ser moral, porque es un ser eminentemente libre.

     La sociedad se gobierna por principios y por sentimientos inmateriales, porque es una entidad eminentemente religiosa.

     La libertad del hombre sólo puede modificarse por la ley de la sociedad, y la ley de la sociedad es la ley moral de Dios.

     Señores, al daros con toda la efusión las gracias que os debo por la atención que habéis prestado tan generosamente a las divagaciones de mi trivial filosofía, yo sólo puedo prometeros que ahora y siempre encontraréis mi palabra; que ahora y siempre encontraréis mi inteligencia; que ahora y siempre encontraréis mi voluntad y mi corazón al servicio de las dos ideas, de las dos causas, de los dos principios, que no pasarán, que no perecerán, que no dejarán de prevalecer nunca y de ir dilatando cada vez más su imperio;

LA LIBERTAD Y LA RELIGIÓN.

     Acaso exigiréis que os explique cómo soy liberal y cómo soy religioso.

     Yo no me preocuparé mucho de esta exigencia.

     De lo que sí procuraré ocuparme algún día es de explicaros cómo el hombre y la sociedad, y la humanidad, no pueden dejar de serlo.

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