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ArribaAbajoCapítulo VI

A la corte


Inculpabilidad del poder. -Influencias perturbadoras. -Resultados y aplicaciones. -Una escena de Macbeth.

I.

Puede ser que a la vista de nuestras conclusiones, puede ser que por la vehemencia de nuestros sentimientos, o por la sinceridad de nuestras convicciones, se nos haya atribuido la creencia presuntuosa de que nuestras doctrinas son las únicas aceptables; de que nuestro sistema es el único digno del mando. Nuestro objeto, sin embargo, ha sido diametralmente opuesto; y pese a la seguridad de nuestros juicios, y a la conclusión dogmática, al parecer, de nuestros principios, nuestra conciencia no rehúsa venir a parar en consecuencias y aseveraciones escépticas. No tenemos a mengua este dictado, siempre que por escéptico se entienda el que no abriga la pretensión de creerse infalible; pero tampoco nos resignamos a creer que las investigaciones hechas con recta intención y con desinteresadas miras, sean de todo punto estériles, por más que la razón humana no tenga oráculos, por más que en la política no se conozcan axiomas.

En nuestro examen, siquiera superficial, de las cuestiones; en la mirada, siquiera rápida, con que hemos querido penetrar en el corazón de los partidos, creemos descubrir una verdad, que suaviza las amarguras de la duda, y que nos da consuelo, enmedio del espectáculo, de las pasiones y de las flaquezas humanas. Ni los partidos son monstruos espantables, superiores a la fuerza de los hombres, ni las cuestiones son aquellos enigmas de la Esfinge, que llevaban la muerte a los que no los comprendían, y fatalidad y desventura a los que los desentrañaban.

Las cuestiones presentan dificultades y peligros: los partidos tienen errores y extravíos. Pero las dificultades se vencen, desde que entre los partidos cesan las relaciones del acaso y de la fuerza, ante una ley de regularidad y de armonía; y los peligros del error desaparecen, cuando reconocen todos un criterio tan seguro como lo permite la imperfección humana; cuando ceden todos ante la ley suprema, que empujando siempre la humanidad hacia el progreso, nos advierte que en lo presente puede estar el error o el atraso. Esa unión de armonía para los partidos, es el reconocimiento de la insuficiencia propia: ese criterio soberano de todos, es la convicción de la falibilidad de cada uno.

Habremos de repetir hasta la saciedad el principio sobre que se asienta la organización de los Estados constitucionales. Será en vano que los hombres luchen en la eterna querella de la preferencia de sus sistemas. Sobre sus principios y verdades incompletas, campeará siempre como verdad general, que ningún principio es absoluto, que ninguna doctrina es omnisciente, que ningún partido es todopoderoso. Los intereses nunca se satisfarán entra sí: los principios nunca satisfarán a todos; y no siendo ningún partido suficiente para la dirección y gobierno de la sociedad, nosotros debemos deducir y proclamar, y los partidos deben entender, que para tan alto y transcendental objeto son necesarios todos; que allí donde se resuelvan siempre por uno solo todas las cuestiones, la situación tendrá el doble carácter de violenta y desacertada; que allí donde predomina perenne y exclusivo el sistema de un partido, allí reina la fuerza, pero allí falta la libertad.

Sublévese enbuenhora el amor propio de los partidos, y la presunción íntima y arraigada de su superioridad. Escandalícese enhorabuena el rigorismo filosófico de ver erigir en poder y en principio la duda. Siempre será cierto que donde la razón no es infalible, el exclusivismo de una doctrina es un síntoma de error. Siempre será un hecho que, para que el error domine constantemente en la opinión, basta sólo con que la intolerancia busque por instrumento la tiranía.

Por eso hemos anunciado, y por eso repetimos, que sobre la razón de los partidos, hay una razón más elevada que no puede ser la fuerza; una inteligencia más completa, que no puede ser la de cada uno; un poder que no sea la tiranía de nadie; una sabiduría que sea la razón de todos. Si solamente se tratara de una razón teórica para juzgarlos, pudiéramos encontrarla en la opinión, dándole condiciones de libertad; pero cuando tiene que ser el impulso para dirigirlos, la fuerza de contenerlos, la autoridad de mandarlos, y el prestigio para someterlos, fuerza es reconocer los caracteres y la necesidad del poder, con condiciones de ley.

¡El poder! En vano los hombres luchan y lucharán todavía por eludir esta necesidad: tanto valdría rebelarse contra la ley de la gravedad que nos encadena a la tierra. El poder es una gravedad moral: existe siempre, existe en todas partes. La lucha de la fuerza contra la fuerza será siempre revolución y guerra. La lucha de opinión contra opinión será discusión y controversia; pero ni la discusión es ley, ni la revolución se hace Gobierno sin que un criterio supremo de legitimidad y de sabiduría asimile y concentre en un foco de acción y de vida, todas las divergencias y todas las individualidades, todos los impulsos y todas las resistencias.

Cuando el poder no existe con estas condiciones, en vano será que los partidos le presten las suyas. Cuando se convierte en tiranía, tiranía será la fuerza que le reemplace. Cuando se haga un partido, un partido será el que a su vez le domine. La fuerza que quiera reemplazar como poder a la tiranía, tiene que dejar de ser fuerza. El partido que aspire a constituir poder, debe empezar por renunciar a las pretensiones de perpetuidad y de exclusivismo. Partidos y fuerzas, para organizar Estados y Gobiernos, tienen que transigir sus derechos, limitar sus principios, estipular condiciones, señalar, más ancha que el círculo de cada uno, una esfera donde quepan todos, y reconocer sobre ellos una superioridad que los domina; un lazo de igualdad que constituye su armonía, una autoridad irresponsable y soberana, cuyo respeto es la garantía común contra sus propias exageraciones, y contra los desafueros de sus contrarios.

Más allá de esa atmósfera que envuelve el orbe político, está el vacío, está el caos. Lo mismo que en el mundo material, más allá de ese límite hay luz; pero no hay fuerza: vemos, pero no vivimos. El pensamiento descubre más allá perfección; pero sus medios no la tienen. Más allá no hay donde buscar garantías, ni sanción. En el espacio, fuera de esa atmósfera, no hay contrapesos, ni puntos de apoyo; y ni los Atlantes del poder, ni los Arquímedes de las revoluciones son capaces de mover sin esto el mundo de las leyes, o el mundo de las sociedades, por muy poderosas que sus palancas sean.

Dentro de ese espacio es imperfecto el poder, porque es imperfecto el hombre; pero sus defectos no están sujetos a cálculo, ni a medida. Es la imperfección de la naturaleza humana, la insuficiencia de todos sus medios y de todas sus instituciones. Es la imperfección que tiene de común con los mismos partidos, con las mismas sociedades. Nadie puede pedirle en torno suyo la razón de esa flaqueza, o de esa inferioridad, ley general de las criaturas: nadie tiene compás para medirla; porque mayor imperfección podría darse en esa razón que juzgara; mayor inexactitud y desviación en ese compás que midiera.

Por eso, en la esfera de la organización política, el poder no puede ser malo. Por eso, cuando el poder sale de hecho de las condiciones de su organización, sobreviene siempre una catástrofe: los vuelos de Ícaro se estrellan: las ruedas de la máquina violentada se rompen de suyo; y se renueva la tela de Penélope de las revoluciones. Así el sol del firmamento, girando en el zodiaco de sus estaciones, alumbra más o menos, según las nubes del aire, y despide más o menos calor, según alteraciones y causas desconocidas para nosotros, a quienes no queda más que adorar siempre la mano que aviva su lumbre, o que mitiga su fuego. Pero si un solo momento, desviado de su eclíptica, rompiera la línea de sus giros, en aquel mismo instante vendría sobre el globo un final cataclismo, abismándose éste en las profundidades de la creación. No es el movimiento el que mata, no; por vivo, por rápido, por complicado, por bullidor y tumultuoso que sea. Como el corazón vive y se alimenta con la sangre misma que elabora y distribuye, así el poder, en el desarrollo armónico de sus funciones, vive y se fortalece por los partidos y por la opinión misma que dirige y modera. Cuando la perturbación y el desconcierto no nacen del poder mismo, la economía social padece y se agita; pero puede aún quedar vigoroso el centro de las reacciones vitales. Pero cuando es el mismo centro de la vida el que contrae la desorganización, la medicina política no conoce remedio. Si también por sí mismo no se rehace y revive, la muerte es inmediata. La dolencia que en mayor humillación constituye al hombre, es la pérdida de la razón: de todos los males de la sociedad, el más deplorable es el que tiene su asiento en el poder, porque el poder es la inteligencia y la voluntad de la sociedad misma.

Afortunadamente el Gobierno representativo está organizado de tal manera, que el poder tiene bastante inteligencia para desempeñar su misión, sólo con que tenga la de las condiciones necesarias para ejercerla. Pero a esta ventaja de superioridad corresponde, como en las organizaciones más perfectas, un inconveniente respectivo: también basta para introducir la perturbación y el desequilibrio, un impulso que, sin viciarle ni pervertirle, le desvíe de estas condiciones: basta hacer llegar a esa inteligencia la falsa luz de un error, o interponerle una sombra que oculte la verdad, sin necesidad de infundir malas pasiones en su corazón. Entonces la perturbación es tanto más peligrosa o funesta, cuanto que la rectificación de este error o el desvanecimiento de esta sombra, es menester que nazcan de su mismo acuerdo y de su inteligencia propia. Las rectificaciones que quisieran hacer los partidos abrogándose un criterio supremo, serían anular el poder, serían trasladar a otro punto ese juicio soberano; serían, finalmente, volver al círculo de las revoluciones.

Por eso nosotros, que antes de examinar los principios de las cuestiones, hemos hecho la reseña de los partidos, estamos ahora en la ocasión de elevar respetuosamente nuestra voz a la región suprema del poder. El poder supremo en nuestros principios no admite crítica, ni está sujeto a censura; pero este poder tiene su historia, en cuyos anales se encuentran tristemente consignados acontecimientos, cuyas causas se confunden con deplorables errores. Llevaríamos el religioso respeto que al poder profesamos, hasta el punto de no recordar esa historia, si de alguna manera se hallara comprometida en ella su personalidad o su institución.

Pero nuestra situación, en fuerza de ser más anómala, es bajo este mismo aspecto más afortunada. En las condiciones en que se ha encontrado desde el principio de nuestra revolución, el poder es inculpable hasta de aquellos males, para los cuales sólo de él mismo se puede pedir y esperar respetuosamente el remedio. Por dicha, ese poder no ha podido torcer la rectitud de su juicio, ni falsear la moralidad de sus sentimientos. Su inteligencia está tan pura, como su corazón indemne. En ese sol no ha habido manchas, ni sombras; pero en el largo amanecer de ese astro, fue natural y forzoso que se levantaran nieblas por la atmósfera del Oriente. Al astro espléndido de nuestra esfera política, sólo debemos adoraciones, por más que hayan corrido nubes y soplado vientos del lado de donde la luz venía.

Cuando hemos indicado que elevaríamos nuestra voz hasta la región del poder, no hemos usado de esta palabra sin intención y deliberado propósito. En la moderación de nuestros principios y en la sinceridad de nuestros sentimientos, no tendríamos ni temor ni pesar porque el poder nos oyera. En la idea que tenemos de las influencias y personas que, fuera de los poderes reconocidos, constituyen lo que se ha llamado la Corte, estamos harto distantes de dar a esta palabra un significado odioso, ni de tomarla en un sentido de injusto menosprecio. Sólo queremos consignar que cuando hemos dicho a la Corte, hemos quedado prosternados a los pies del Trono: que cuando elevamos nuestra voz, no es al poder precisamente, sino para que se nos oiga en la región en que el poder se mueve.

II.

De esta región han venido males y errores: todavía pueden venir calamidades. No hablamos de seres fantásticos, no: no creemos en duendes. Desde nuestros años primeros, nos enseñamos a despreciar fantasmas, y hemos llevado la incredulidad de las visiones políticas hasta el punto de esperar obstinadamente a que se consumaran hechos lamentables, antes que admitir la realidad de las que nos parecían vagas apariciones, hijas del miedo y de las sombras.

Entonces recordamos tristemente la célebre frase de uno de nuestros más distinguidos oradores: -«Que hay fantasmas que asesinan.» Y en efecto; también hemos visto asesinatos de situaciones, muertes de poderes, envenenamientos de partidos, aleves asechanzas contra instituciones, pérfidas emboscadas contra proyectos o intereses. Menester fue todo eso para que, tan acostumbrados a hacer justicia de ilusiones, como a no reconocer efectos sin causa, palpáramos la realidad de lo que nuestra candidez rehusaba creer, y completáramos el pensamiento del orador ilustre: -«Los que asesinan, no son fantasmas.»

Hay errores, hay extravíos, hay violencias, hay injusticias, hay crímenes, hay calamidades que pertenecen a la revolución; y en la revolución, a los partidos. A los partidos y a la revolución hemos culpado: a los partidos y a la revolución hemos dirigido cargos y anatemas. Ocasiones hubo en que nuestra voz se alzó harto vehemente para echarles en cara día por día sus excesos, y para predecirles en vano el tristísimo fin de todas las exageraciones. No seremos tachados de aduladores ni de lisonjeros con aquellos sistemas y con aquellos principios, en cuyo encarnizado combate hemos dejado las fuerzas de nuestra juventud, y gastado la savia de nuestra vida. Pero la severidad misma de otros tiempos, nos impone la obligación de no ser indulgentes en la ocasión que alcanzamos.

A cada uno lo suyo, y a cada uno su día. Errores y faltas y desventuras han sobrevenido también, que no pueden acumularse con justicia a la carga inmensa de responsabilidad que a los partidos abruma. También hubo ocasiones en que las intenciones de los partidos eran generosas, y no había menester más que moderarlas. Hubo épocas en que sus intereses eran conciliables, y sólo era necesario el interés de conciliarlos. Hubo circunstancias en que las divergencias de los partidos pudieron no haber salido del círculo de la legalidad, o legalizando la tendencia más revolucionaria, o teniendo mayor confianza en la más represiva y moderada. Hubo ocasiones en que para que la razón les asistiera, sólo faltaba la inteligencia de dársela oportunamente.

Pero hubo también un periodo, en el cual, quien debía unirlos y armonizarlos para que fueran legales, de los dos recelaba, como de igualmente facciosos; y a los compromisos de gobernar sinceramente con ambos, prefería la resignación de sucumbir a todos. Hubo quien, procurando envolverlos y debilitarlos para entregarlos a la fuerza, no pudo tener bastante autoridad para acusar una violencia, y lamentarse de una perfidia. Hubo quien, por no arrostrar de nuevo la alternativa de sucumbir al uno, o dar la razón al otro, quiso, en más bonancibles circunstancias, prescindir de todos. Hubo, en fin, quien en vez de proponerse establecer condiciones de armonía para fundar Gobierno, sembrando gérmenes de desconfianza, de animadversión y de maquiavelismo para asentar dominación, recogió tristemente, en vez de poder, anarquía, y en vez de sumisión, aislamiento. Los intentos, las tendencias, el sistema que han producido esas perturbaciones, eso deploramos.

En los partidos se levantaron hombres que pudieron llevar al poder las exageraciones de sus principios, los errores de sus doctrinas, las preocupaciones de su escuela, la reacción de sus odios políticos, y las exigencias de su personal bandería. El mando de estos hombres, el predominio de estos sistemas, ha sido por nosotros enérgicamente condenado. Pero hombres ha habido también, cuyo partido no es otro que la dominación misma: hombres que no representan otro sistema que la sumisión a todo lo que les impone o les asegura la posesión del poder: hombres, que desdeñando toda clase de principios, y abjurando en su descreído corazón de toda legitimidad de derechos, no reconocen más que la fuerza material, como razón de Estado y como condición de gobierno; hombres que en el misantrópico desprecio de todas las ideas y de todas las doctrinas, han llevado el estéril ateísmo de sus convicciones a la deificación sacrílega de su personalidad y de sus propios intereses.

Hombres que, no teniendo en nada los compromisos contraídos en solemnes transacciones, han ostentado al frente de los partidos esa inmoral inconsecuencia que cierra a las opiniones o intereses toda fe de reconciliación, toda esperanza de avenencia: hombres, que cuando todos los partidos se aúnan para contrarrestar un desafuero de la autoridad, aceptan resueltos el programa de la insurrección, si la revolución se ostenta bastante fuerte para asegurarles una posición de poder; y que, cuando todas las opiniones están unánimes en contrariar los desmanes de la fuerza, abrazan animosos la causa de la arbitrariedad, si las probabilidades de triunfo están en pro del favor y del poder: hombres que, profesando el desprecio más profundo a la opinión de su país, y gloriándose de arrostrar la popularidad de sus conciudadanos, se hallan dispuestos a toda clase de sacrificios para obtener la sonrisa de un Ministro extranjero; que condenarán por revolucionario un interés o una exigencia, si los formula el país en los respetuosos términos de una demostración parlamentaria; pero que están dispuestos a prosternarse ante las insinuaciones de una nota diplomática.

Hombres, en fin, que no han elevado nunca sus pensamientos a la meditación de aquellos intereses, que constituyen la administración pública: que no saben de las necesidades de los pueblos, más que las palabras que oyen en los salones cortesanos; que no conocen otros documentos sobre las cuestiones internacionales, que las esquelas de convite a los banquetes diplomáticos; hombres que ni en el Parlamento ni en la prensa, ni por ningún otro de los mil medios de publicidad de los tiempos actuales, han proclamado ninguno de aquellos pensamientos fecundos, ninguna de aquellas concepciones luminosas que organizan un sistema, o modifican los partidos, o afectan profundamente la esencia o la forma de los intereses públicos.

De estos hombres los hay, sin duda, en todas las naciones: salen de entre las filas de todos partidos. Pero en otras naciones no mandan. No pueden mandar en condiciones constitucionales de poder, ni en condiciones legítimas de gobierno. Mandan cuando se quiere prescindir de estas condiciones; cuando se quiere desconceptuar a los partidos. Eso, en cuyo nombre ellos mandaron, eso combatimos.

Finalmente, en un Gobierno constitucional, en un periodo de calma política y de reposo social; cuando los poderes funcionan arregladamente, cuando la discusión de la tribuna y de la prensa no sale de los límites de la templanza, no puede proclamarse que el Trono está de tal manera rodeado de peligros, que sea necesario suspender la acción de los poderes establecidos. En condiciones de legalidad, nadie puede, a nombre del Trono, declararle representante único de los intereses permanentes de la sociedad, y, a nombre de esta representación, violar los derechos existentes, que son más que intereses. Dentro de la legalidad, no puede Gobierno alguno arrogarse la potestad de restablecer el equilibrio de los poderes, prescindiendo de ellos, y resumiéndolos todos.

En la obligación que al poder incumbe de mantener la integridad de las instituciones, no cabe proclamar su inutilidad y sus peligros. En la naturaleza de un Gobierno, fundado en los principios de la libre discusión, no es lícito decir que las irritantes discusiones políticas cesan, porque son el embarazo eterno de la administración pública. El Gobierno representativo no permite decir de unas Cortes que aspiran a intervenir en el matrimonio de S. M., y a impedir un enlace impopular, y un golpe de Estado escandaloso, que sus reuniones son un atentado, y que el Trono de San Fernando está amenazado de humillaciones.

En la moralidad política de un Gobierno en que se respeta a la sociedad y a los partidos, no cabe anunciar soberanamente que la obediencia y respeto al Solio están combatidos; que la anarquía moral y material está apoderada de toda la Monarquía; que hasta las personas que habían ayudado a salvar el Trono, empezaban a combatirle; y que todos los Gobiernos hasta el día, habían sido instables y funestos. En un Gobierno en que el Trono está tan por encima elevado sobre sus agentes responsables, no se puede deducir de los ataques dirigidos contra los Ministros, que se intenta despopularizar al Solio y a cuanto le rodea.

Y sin embargo, la proclamación de estos principios no es una suposición nuestra, no es una quimera, no es una calumnia, ni un fantasma. Nuestros ojos han visto esas palabras escritas en un documento oficial, convertidas en hechos, y revestidas con el sello del poder. Todavía las podrán encontrar nuestros lectores, húmedas de la prensa, en la Gaceta del 19 de Marzo de este año (1846). Esas calumnias contra la sociedad; esas disfamaciones injuriosas contra señalados individuos; esa recusación soberana de la opinión pública; ese soberbio desdén de los partidos; ese anatema de atentado y de esterilidad, lanzado contra el Parlamento; ese alarde materialista de la dureza y de la fuerza; esa consagración de la arbitrariedad; esa deificación atea de la fortuna; esa declaración subversiva de omnipotencia y dictadura, no han sido el pensamiento, ni la obra de un partido, ni fue tampoco la opinión o el sistema de una fracción parlamentaria, aspirando, como otras, a convertirse en mayoría.

Fue un pensamiento completo de poder; fue un cambio completo de situación; fue una variación radical y profunda de todas las condiciones de la legalidad existente; fue una explosión general y trastornadora de tormenta revolucionaria; por más que a la manera de los aerolitos, tronara en la atmósfera política, claro y sereno el cielo, y en sosiego las brisas del aire. La revolución no había hecho más en los días críticos de su mayor calentura.

Un día, es verdad, había abolido una regencia y suprimido una tutela; pero al día siguiente se había apresurado a declarar una mayoría de edad, como en alarde de que había conservado un Trono. En otra noche de frenesí, había puesto al poder un puñal al pecho; pero en el mismo momento le ponía una pluma en la mano: en el acto de la mayor violencia, reconocía su soberanía: para sancionar su obra exigía un decreto Real; y la Constitución democrática de 1812 se publicó como un golpe de Estado. El Gobierno del 19 de Marzo, al sobreponerse a instituciones, las difamaba.

Aquel día alguien pudo, como el senador veneciano a la muerte de Foscari, asentar en la partida de débito de la revolución, el famoso «l'à pagato.» Aquel día, los menos crédulos en fantasmas reaccionarias pudieron decir con el Segismundo de Calderón: -«¡Vive Dios que pudo ser!...» Aquel día de siniestros agüeros y de funestísimas esperanzas, empezamos nosotros a escribir estas páginas, murmurando las palabras del Cid en San Pedro de Cardeña:


El que fizo aquel venablo,
Si le dejan, fará treinta.

Quien fizo aquel venablo, es la influencia que combatimos.

No es el poder, no. Por un favor del cielo, el poder ha quedado indemne de las consecuencias fatales de esa conjuración no menos revolucionaria. Afortunadamente, y por las especialísimas circunstancias de nuestra situación, el poder no se ha presentado en discordancia con las instituciones. En otro caso, el rechazo material o moral de ese golpe de Estado hubiera recaído sobre el poder mismo: ahora ha quedado ante la moral y ante la conciencia pública tan inculpado y tan puro como lo es políticamente. Ahora ha podido quedar en descubierto la personalidad de los autores de ese designio. Solamente que, no alzada todavía una protesta contra ese sistema, y admitido ese testimonio en el catálogo de los precedentes obligatorios y de los documentos legislativos, el designio continúa formando parte de nuestra situación política.

Ahora no podemos negar su existencia, ni mirarle como una visión. Harto podemos medir las proporciones y perfilar la fisonomía del fantasma. Los que no eran más que intentos, estaban muy oscuros y encubiertos: sometíanse aún a los partidos, aunque crearan en torno de ellos situaciones falsas. La temerosa aparición va tomando cuerpo, cuando los hombres que no representan doctrinas y que desnaturalizan partidos, pasan -por encima de leyes y de principios- a constituir situaciones personales.

Pero cuando los hombres sin principios ceden el paso a otras personas de principios bien reconocidos, de sistemas bien determinados, de doctrinas clara y resueltamente contrarias a las de los partidos legales, de propósitos que llevan consigo hasta la rectitud de las intenciones y el fanatismo de las creencias, la situación reaccionaria se señala de una manera perceptible, clara, evidentemente luminosa. La débil mudanza que en esta situación acaece de pronto, no hace más que afectar a las personas: disminúyese la luz que ilumina el cuadro; pero nada pierde el dibujo, y se hace cada vez más sombrío. Los principios sancionados están: sus resultados y sus aplicaciones permanecen realizados en todos esos hechos, que componen dentro de la legalidad, que es el derecho, esa superfetación monstruosa, esencia a la vez y síntesis de la situación creada.

III.

Las reacciones son idénticas a las revoluciones; y la revolución, idéntica a la guerra. Por eso el plan de gobierno que se resumió en una declaración de dictadura, resolvió todas las cuestiones en un sentido de hostilidad. No importa que no anunciara sus resultados: anunciaba sus medios. Esas condiciones de fuerza, esas aserciones duras y angulosas, inflexibles y dogmáticas, eran como las barras de la jaula: harto se podía juzgar por ellas de la fuerza y tamaño de la fiera.

Por eso, ese sistema resolvía la cuestión política en un sentido antiparlamentario o inconstitucional. Esas personas habían soñado día y noche con las trabas y embarazos que la Constitución les oponía. Su pensamiento primero fue variarla. Golpe grande de reacción, y arranque vigoroso de partida, y ensayo de poder, tocar a la ley fundamental. Al cabo una mera reforma de este jaez resulta ser una obra literaria, un trabajo tipográfico. Se pueden mudar algunos caracteres de imprenta en el libro de la ley.

Pero la ley no es sólo un libro. La Constitución son las Cortes, la existencia misma del Parlamento. Y el Parlamento no son sólo los diputados y senadores. Son las prerrogativas, las influencias, las prácticas. Para anularlas, no basta arrostrar su poder: es menester debilitar su prestigio. No basta dominar hoy sus influencias: es menester que no hagan costumbre, que no vuelva a ser preciso sujetarlas. No basta tener mayoría: es menester que no haya oposición. No basta prescindir de las prácticas parlamentarias: es menester suprimirlas.

Es poco buscar personas e influencias fuera del Parlamento: es mejor buscarlas hostiles al Parlamento mismo. Si un Ministro recibe una censura de las Cortes, su continuación en el poder implica una disolución: es preciso hacer más: la exaltación al poder de los que incurren en la reprobación del Parlamento, lleva consigo no el cerrarle, sino no volver a abrirle, o volver a abrirle humillado.

La representación nacional es la opinión también. La opinión, lanzada de la tribuna, tenía la imprenta; la imprenta, poderosa como la verdad, comunicativa como la luz, irresistible como el vapor, independiente como la razón, que en otras naciones había derribado dinastías, que en España había hundido poderes revolucionarios, y restaurado prerrogativas constitucionales, y rehabilitado derechos, y ensalzado tronos, y devuelto las Madres a las hijas... y podía destruir privanzas, derribar Ministerios, estorbar designios. Por eso se la llamaba escandalosa, mercenaria, anárquica, aleve, calumniadora, antisocial. Era menester declararla traidora, para ponerla fuera de la ley: declarar su ley fuera de la legitimidad: ordenar en un decreto que ni del decreto se hablara, imponiendo un silencio más tiránico que el de la mordaza, pues prohibía hasta el gemido.

La cuestión de gobierno planteábase en el mismo terreno que la cuestión política. El sistema que no admite los derechos ¿por qué ni cómo ha de reconocer obligaciones? Cuando habla de funcionarios, es para suponerlos capaces de ser débiles, conspiradores, enemigos. De una sola clase piensa con amor, con confianza; de la fuerza nada más; del ejército. Donde no se nombra la Constitución, no hay para qué recordar la justicia. Los tribunales son ruedas lentas, o más bien meras fórmulas; los magistrados, autómatas que visten togas. Los abogados sólo entienden de fórmulas y trámites; y eso que los jurisconsultos han aprendido en sus primeros años textos tremendos de tribunos y de cónsules romanos; y hasta de los Emperadores y déspotas saben aquello de quamvis legibus soluti sumus, attamen legibus vivimus, palabras que hoy podían hacer temblar a los dictadores.

La gobernación no consiente embarazos; la arbitrariedad necesita rápido impulso. Aquel Gobierno a quien el Parlamento empujaba, forzándole a pedir y a tomar medios de acción, ahora encuentra que aquel empuje era estorbos; que aquellas leyes eran trabas. Y es verdad. Aquellas leyes creaban la administración civil: no dejaban nada que hacer a la autoridad militar. Aquellas leyes formaban un sistema; descansaban sobre principios: suponían obligaciones y derechos: era menester olvidarlas, preterirlas, suponer su no existencia; que el Parlamento no había podido hacerlas; que el espíritu irritante de la discusión no se lo había permitido.

Para salvar las apariencias, existía un Ministerio civil; el ejercicio real del poder sólo podía concentrarse en la autoridad militar. El trabajo de la gobernación, atenido a suscitar estímulos, a conciliar intereses, a conllevar pretensiones, a armonizar divergencias, a remover obstáculos y a desvanecer preocupaciones y recelos, exige tacto, mesura, habilidad, talento: necesitábase una máquina que salvase tantas lentitudes; el terror, la dureza es admirable y expeditiva: el terror no necesita capacidad ni antecedentes; el terror hace posible el favoritismo.

La administración civil ha menester atenerse a las leyes; la autoridad militar sólo reconoce el imperio de esa palabra formidable que en España se sobrepone a la ley, al Trono, a las instituciones, ante la cual todo se prosterna y se humilla; las circunstancias. ¡Ridículo sería, si no fuera horrible, que los derechos sociales, las garantías políticas, la fortuna y la vida de los ciudadanos se hayan inmolado ante ese nombre fatídico, ídolo de sangre, divisa de crimen!... Según el sistema que analizamos, no puede haber seguridad, ni tolerancia, ni ley, ni libertades hasta que deje de haber... circunstancias.

La cuestión diplomática no es cuestión en ese sistema. Es una necesidad; es una imposición. La política de esta situación es un dominio cedido o conquistado. Esa diplomacia no es sólo la que hace tratados o negocia matrimonios: redacta mensajes, formula discursos, disuelve Parlamentos, dispensa elogios, y disfama reputaciones. A su impulso se dan golpes de Estado; con su beneplácito se introducen reformas. Si hay un Ministro hábil en España, se dirá que estudió en los métodos extranjeros. Si hay otro que merezca inculpaciones, para salvar al amigo, se calumniará a la Nación.

No importa que esta influencia no nos dé dignidad ni importancia; no importa que socialmente sea impopular, que políticamente sea reaccionaria, que administrativamente sea odiosa, opresiva, vejatoria, repugnante. No importa que las Potencias del Norte continúen más empeñadas en su sistemático desvío; no importa que se preparen contingencias hostiles o eventualidades revolucionarias. Esto importará, cuando más, a la nacionalidad y a la dinastía; pero para la política de los hombres que denominan con epítetos extranjeros a los partidos españoles, ¡tanto mejor, si la dinastía vacila, o si la nacionalidad se hunde!

La cuestión eclesiástica no era tampoco cuestión para el Gobierno legal: era un arcano. Los mismos misterios que la ocultaban al público, la velaban a los ojos de los Ministerios que querían dar explicaciones al Parlamento. Reducida a los límites de un negocio de conciencia privada, no bastaron para desenredar su inextricable maraña, ni los ensayos de favoritismo ni las demostraciones oficiosas de un ultramontanismo extemporáneo. Ni el buen sentido de la Nación ni el del clero fueron víctimas de una decepción. La religiosidad nacional sabe hasta dónde son desinteresadas y sinceras las demostraciones de esa política, que ha recibido pesar de la elevación y conducta de Pío IX; y el clero, que pudiera aclamar todavía una restauración completa, por más que vaya despertando de sus sueños oprimido por una realidad demasiado larga, sabe también los límites de la impotencia de esos absolutismos sin religión, tan flacos para empuñar el antiguo cetro, como para sostener el viejo incensario.

Por último, la cuestión matrimonial representaba para este sistema, aún más que para nosotros, todas las cuestiones. Era la cuestión de su influencia, porque el matrimonio que proponía, era su influencia misma. Era la cuestión de su sistema, porque el sistema estaba hecho para la cuestión. Era la reacción, porque sólo la reacción podía darle la iniciativa y la preponderancia en una cuestión que, para ser suya, necesitaba no ser de nadie.

El matrimonio Real podía resolverse según nuestros principios: nuestros principios debían ser desatendidos y condenados. Esta cuestión era nacional: por eso la opinión estaba extraviada, y la Nación era presa de la anarquía. Era legislativa: era preciso reformar la Constitución. Era parlamentaria: era menester anular el Parlamento. Era política: era necesario desconocer la legitimidad de la revolución, y las consecuencias de la guerra. Era complemento de la cuestión dinástica: era preciso aventurar los intereses de la dinastía. Era cuestión de diplomacia nacional y europea: era menester encerrarla en el círculo de la política de familia. Esta cuestión envolvía, en fin, la creación de influencias legales, reconocidas, constantes, simpáticas; podía ser la constitucionalidad definitiva del poder, la legislación completa de la situación.

Así esta cuestión era todas las cuestiones: era el ser o el no ser, la vida o la muerte, para los que habían cifrado la suerte del Trono en la posesión del mando, y el ejercicio del mando en ese sistema absurdo de absolutismo bastardo, Bajo-Imperio de la antigua respetable Monarquía, que sin el esplendor y las instituciones de aquella organización, entonces necesaria y constitucional, como sin la formidable dignidad de las dictaduras revolucionarias, ni él mismo se da cuenta de fin que aspira; del término adonde le llevan su cortesanismo plebeyo, o sus arbitrariedades de capricho.

Al preguntarle nosotros, como Macbeth a las brujas, «¿qué vais a hacer ahí?», las magas de la situación tienen que responder las mismas siniestras palabras de Shakespeare: -«Una cosa sin nombre.»

IV.

El recuerdo de Shakespeare y de Macbeth nos ha traído a la imaginación toda aquella pavorosa escena de donde tomamos estas palabras. Parécenos estar mirando también aquella supersticiosa caldera, donde a fuego lento, y entonando horribles ensalmos, van echando una tras otra, las hechiceras espantosas, todas las sabandijas y alimañas que han recogido en sus noches, todas las pieles y miembros de animales a los cuales han quitado la vida. Aquel horrible encanto se parece a alguna obra que hemos visto: AQUELLO NO TIENE NOMBRE.

Pero el profundo Poeta va más allá. Cuando la caldera se hunde, es cuando Macbeth se aterra. Entonces es cuando se levantan del suelo, debajo de sus plantas, armaduras sin cabeza, y cabezas sin cuerpo, y niños ensangrentados, y aquel espejo mágico, en cuyos siniestros reflejos ve desfilar a los Reyes futuros.

A nosotros también nos ha parecido tener la medrosa visión y sentir la horrible pesadilla. No eran las magas repugnantes, ni el condimento del maleficio, lo que nos asustaba: aquello no tenía nombre siquiera. Pero al desaparecer del aquelarre, es cuando hemos temblado; entonces es cuando hemos visto también los troncos descabezados, y las cabezas sangrientas, y hasta el ondear de la negra cimera de los héroes sacrificados: y todo aquello tenía fisonomías conocidas, nombres españoles, que nos hacían despertar del horrífico ensueño, con el cabello erizado, y con el sudor del espanto en la frente...

Sí: para la obra actual, para la reacción aislada y sola, acaso tenemos remedios o conjuros. Pero es la revolución lo que tememos los que, al llamarnos conservadores, no hemos usurpado un título que no nos correspondiese. Es la revolución el monstruo deforme, cuyos baladros oímos rugir, y cuyos pasos sentimos debajo de nuestras plantas: no aquella antigua, generosa, justa, legítima revolución, que derrocó el antiguo régimen, y de la cual nos hemos confesado con orgullo partidarios; sino aquella revolución réproba, que no teniendo ya nada que devorar, se pusiera a roer frentes sagradas, como el Ugolino del Dante el cráneo de Ruggiero.

Tememos a la revolucíon, no como quien la huye, sino como quien la espera; como quien la conoce, y quien ha probado con ella sus fuerzas. A algunos de los que nos hablan mucho de ella, podemos decirles como Eschino: «Nosotros hemos visto al monstruo mismo.» Tememos a la revolución, porque si es una ley de la mecánica que la reacción es igual a la acción, en la fisiología de los cuerpos orgánicos, como en la dinámica de las fuerzas morales, la reacción es superior a la acción, y la irritación de la vida que se desarrolla contra el veneno, llega hasta la convulsión, para extinguirse en la atonía de la muerte. Tememos a la revolución, porque si la política reaccionaría al infiltrar su tósigo fatal, ha contado demasiadamente con la economía extenuada de un cuerpo enflaquecido, nosotros sabemos que hay aún bastante vitalidad en sus entrañas; que la respiración desprende aún bastante calórico en sus arterias para que la enfermedad sea aguda, y para que antes de llegar a la agonía, presenciemos los espantosos esfuerzos del delirio.

Tememos, sobre todo, a la revolución, porque en la existencia política, como en la vida moral, lo presente es lo fugaz, lo transitorio; el porvenir es lo permanente; las reacciones lo más durable. Tememos, finalmente, a la revolución, porque vemos detrás de ella el retroceso y la barbarie, como temblamos ante la situación presente, cuando contemplamos a lo lejos desatada y embravecida la tempestad revolucionaria.

Los primeros síntomas apuntaron ya en las regiones mismas de donde salieron las primeras tentativas. Ese general retraimiento, esas antipatías instintivas, ese presentimiento fatídico de catástrofes, ese desaliento mortal de la esperanza, circulaban en la atmósfera, como el hálito mefítico de una plaga pestilente, en aquellos tristísimos días en que con los exabruptos desatados de la arbitrariedad coincidían crisis inexplicables que degradaban al Gobierno; repugnancias que aislaban a los falsos poderes; y la defección de la fuerza, que reveló el pavoroso secreto de las situaciones personales. Eran, sin embargo, aquellos caracteres y síntomas, no más que accidentes de la situación misma; no más que el estremecimiento instintivo de la naturaleza que ha concebido el germen del mal, y que le lleva latente bajo la robustez de la vida.

No es esa todavía la revolución que presentimos y que tememos. El monstruo que turba nuestros sueños, y llena de pavor nuestras vigilias, tiene facciones más señaladas, y más espantosa fisonomía; es otro su mirar, otra su estatura; es otra su actitud, y otras sus fuerzas; otro traje reviste, y en otro idioma habla que las revoluciones anteriores. Es un monstruo múltiple; es una generación de monstruos. Macbeth, al cabo, veía una comitiva de Reyes; nuestro espejo nos retrata una procesión de revoluciones.

Antes habíamos visto la defección de la fuerza armada. Ahora se nos representa la defección de los hombres y de los partidos anti-revolucionarios. Los que antes se habían comprometido por la enseña que representaba sus creencias, no encontrarán quién represente sus esperanzas. Confundidos en el común anatema del poder reaccionario, podrán preferir el pan de la persecución en los umbrales del hogar doméstico, a buscar de nuevo fuera de la Patria la estéril religión de una lealtad sin símbolo y sin altar. Desde que Mad. de Staël nos ha hecho observar que los partidos concluyen por hacer lo que se les imputa, siempre nos hemos estremecido de oír a los poderes acusar como enemigas a las clases en que debían buscar su defensa o su apoyo.

La revolución anterior había encontrado una selva enmarañada de instituciones vetustas, de intereses caducos, de privilegios carcomidos. Empleó su segur en la tala afanosa; en la demolición del antiguo edificio cebó su brío. El día que el furor de esa ráfaga desoladora corra, como el Simoun del desierto, sobre un campo de arena, sin tener contra quien estrellarse, se revolverá en el seno de la sociedad misma, levantando remolinos de polvo que la sepulten. Un árbol no más queda todavía, a cuyo pie se acampa y guarece la tribu peregrina. La encina de los diez siglos, cuyas raíces se entretejen por entre los sepulcros de cuarenta generaciones, no se arrancará de su suelo. Pero ¿quién podrá decir al huracán que no arrebate el follaje que le engalana ahora? ¿Quién podrá impedir que una rama desgajada no venga a caer a nuestros pies, o sobre nuestras cabezas?

En las anteriores revoluciones quedaron siempre partidos moderadores, capacidades más o menos inteligentes, resistencias más o menos poderosas, que habían podido crear luz en medio del caos, establecer orden en la orfandad del poder, poner condiciones de gobierno en medio de la anarquía, y trazar a la ilegalidad límites que hacen las veces de leyes. En una nueva catástrofe, podrían desaparecer en común naufragio todos los partidos moderados; podría tenerse a dicha que partidos inteligentes se hubieran hecho revolucionarios. Podría contarse por gran fortuna que el cielo hubiera guardado para esos días un Abderrhaman Mohavia, a quien aclamaran jefe los Walíes de la demagogia.

No son tan lisonjeras nuestras esperanzas, ni respecto a los partidos, ni respecto a las personas. La Providencia no pone siempre a la mano legitimidades como Luis Felipe, inteligencias como Cromwell. Aquí habría Príncipes facciosos, como D. Carlos; Orleanes sin nacionalidad, Generales que han aprendido a ser dictadores en la escuela de Rosas y de Iturbide. La irrupción de las clases no inteligentes daría a este cataclismo una fisonomía sórdidamente bárbara. Las cuestiones se resolverían en el sentido de la más irritante exageración. No habría sólo mal Gobierno, administración desacertada, anárquica tiranía: habría retroceso social, caliginosas tinieblas de ignorancia, crimen sin grandeza, sangre sin gloria, víctimas sin heroísmo; y por último, restauraciones sin libertades, y calamidades públicas sin regeneraciones sociales.

Antes la revolución había dejado intacta la nacionalidad. Las Potencias que se disputan el predominio sobre nuestro suelo, habían tributado un homenaje de respeto a nuestra independencia. Tememos mayor desventura. Llegará el día que una nación cautelosa y sagaz recoja el fruto de sus profundos cálculos, poniendo a gran precio de señorío el amparo de los intereses revolucionarios. Llegará día en que la Potencia más simpática con la reacción, sólo pueda añadir peso de impopularidad sobre el poder que naufrague. Entonces la Inglaterra, invocando contra dos naciones la razón que no tendría contra una sola, podrá arruinar nuestras colonias, y destruir nuestro comercio en nombre del Derecho de gentes. Entonces la Francia, por cuyo aborrecimiento nuestros monárquicos Padres precipitaron del Trono a sus ancianos Reyes, no robustecerá mucho las creencias monárquicas de la generación presente. Entonces, en vez de una política de Luis XIV que llegue a los Algarbes, habrá un tratado Methwen que llegue a los Pirineos: la España no será el Portugal de la Francia; pero la Inglaterra habrá llevado su Tajo hasta el Vidasoa.

¡Ay de nuestra nacionalidad aquel día! ¡Ay de la España constitucional e independiente que habíamos soñado! ¡Ay de nuestros hijos, cuando lloren bajo los sauces de Babilonia, por más que se rieguen con aguas del Sena las lágrimas del cautiverio! ¡Ay quizá de la Polonia del Mediodía, cuando el valor sea estéril, y la temeridad ridícula! Los Kosciuskos, los Sobieskis, los Poniatowskis esforzados eran; y sin embargo, sus hijos no tienen Patria. La Francia no ha dado a sus aliados de 1812 más que una iglesia para celebrar los funerales de sus mártires.

Nosotros tendríamos aún el desconsuelo de no poder ir a llorar las memorias del patriotismo, sino a las regiones donde no hay libertad. ¡Oh! No podríamos ir a parte alguna, porque oiríamos donde quiera esta formidable sentencia que la filosofía moderna ha pronunciado por boca de una mujer ilustre: «Los individuos pueden no tener culpa de las desgracias que les suceden pero las Naciones merecen siempre la suerte que les cabe.»

Llamen enbuenhora lúgubre quimera o calenturienta aparición al porvenir que trazamos. Digan -como dijeron otros- que son espectros de delirante fantasía nuestros cuadros. Sonríanse de compasión, como se reían otros de nuestros fatídicos pronósticos. Aquéllos no creían en lo futuro: éstos han perdido la memoria de lo pasado. Los gritos del huracán, los aullidos de la plebe armada, el espectáculo de los ejércitos en rebelión, parece que no se les han presentado nunca. Les parece que no puede haber tres años como tres espantosos días que no ha mucho pasaron. Les parece que no puede ser lo que fue: otros creían que no podía ser lo que no había sido. Y sin embargo, los pronósticos se cumplieron. Y sin embargo, el espejo mágico del poeta fue como el espejo abrasador de Arquímedes. Ahora también les diremos con la voz siniestra del tirano de Escocia las palabras de Shakespeare: «¡Horrorosa visión; mas... verdadera!»

Una diferencia establecemos entre aquellos y estos vaticinios. Entonces anunciábamos la desventura, como Calcas sin poder impedirla, para que la fatalidad se cumpliera. Hoy, como el Profeta de Nínive, anunciamos el azote de Dios para aplacar su ira: predecimos el desastre para conjurarle, con la esperanza consoladora de que se le ponga remedio.




ArribaAbajoCapítulo VII

Al poder y a los partidos


Ultimátum. -Condiciones en el poder. -Condiciones para los partidos. -Epílogo.

I.

No somos presuntuosos, así como no somos dogmáticos. El remedio de esta situación y de estos males no creemos poseerle solos: no es patrimonio exclusivo de nadie. Al buscar la solución de las cuestiones que constituyen la situación, no hemos buscado la que les da un partido. En nombre de nuestro juicio presentamos una; no hemos vinculado la salvación en la opinión nuestra. Atentos más bien a consignar los principios que debían ser comunes, no nos hemos arrogado una solución particular.

En la nuestra no sabemos si está el remedio: la verdad no la posee ni un partido ni un hombre. Pero la poseen todos; pero la tiene la opinión, que a todos los resume; pero la posee el poder, que teniendo la inteligencia de la opinión, hace prevalecer y dominar la razón de cada uno.

En esta unión se encuentra para nosotros la solución y el remedio. En esta unión se resumen para nosotros todas las cuestiones, porque en esta unión está toda la inteligencia, toda la legalidad, toda la fuerza. No es extraño. Esta unión es la ley misma. Nosotros nada inventamos. Esta teoría no es peregrina, ni es quimérica: es la inteligencia de la ley. Donde con la filosofía decimos que toda la política se resume en los partidos con el poder, las Constituciones habían dicho que todo poder se resume en las Cortes con el Rey. Como dice el Evangelio, no venimos a mudar la ley, sino a explicarla. Queremos fortalecerla, conservarla. La unión de los partidos por medio del poder no es una quimera, ni un tema revolucionario: es la práctica de la Constitución según los principios conservadores10.

Se dirá tal vez que esta unión no tiene sanción posible: verdad, si se atiende sólo a la sanción de la fuerza. Pero donde no puede existir sanción de fuerza, los hombres han buscado y reconocido la necesidad de la sanción moral. Para las condiciones de esta unión, no tenemos otra: la dificultad, pues, no está en la falta de sanción, sino en la incertidumbre, en la confusión, en la ignorancia de estas condiciones. Esto es lo que la ley no fija: esto es lo que las Constituciones no llegan a determinar: esto es lo que nosotros nos atrevemos a proponer.

La unión de los partidos con el poder se resume en tres condiciones, comunes al poder, comunes a los partidos, leyes eternas de su existencia y de su armonía. LEGALIDAD, CAPACIDAD, MORALIDAD. Todas las cuestiones se resuelven, todas las dificultades desaparecen con la observancia de estas tres condiciones. Legalidad, condición de existencia. Capacidad, título de poder. Moralidad, sanción de seguridad. Legalidad, razón de obediencia. Capacidad, ley de aplicación. Moralidad, garantía de justicia.

II.

El poder obtiene todas sus condiciones sólo con la primera. Así debía suceder. El poder que existe por la ley fundamental y obra con arreglo a ella, es la legalidad misma; y sólo en el hecho de semejante existencia, reúne la capacidad y la moralidad, que son su esencia inseparable.

La estricta sujeción a la ley hace necesaria la observancia de las prácticas constitucionales, y el respeto de los derechos políticos. Con las unas conoce siempre el estado de la opinión, que es la inteligencia: con los otros tiene asegurado el sostenimiento de la justicia, que es la moralidad del poder.

La observancia de las prácticas constitucionales produce la destrucción de las influencias irresponsables y perturbadoras. No priva a la persona que desempeña el poder supremo, ni de sus afecciones domésticas, ni de sus sentimientos morales, ni de sus consejeros íntimos. Pero anula y absorbe la influencia privada y las inspiraciones de familia. Identificando a las unas con el Parlamento, y a las otras con la misma personalidad del poder, hace compatible la dicha doméstica con el esplendor del Trono y con la regularidad del régimen representativo.

La sujeción a las prácticas parlamentarias le da la independencia diplomática, que representa la independencia nacional. Las exigencias de las naciones ni más poderosas se estrellan contra la publicidad de los debates, o retroceden ante el respeto de las instituciones, a la arbitrariedad se le puede pedir todo: a la legalidad no se le puede pedir sino justicia.

La observancia de la ley le da independencia de los partidos. La razón es siempre el derecho más poderoso contra la rebeldía. La fuerza no se atreve nunca a presentarse como fuerza; procura siempre ampararse de la legitimidad. Aun aquellos partidos que para desobedecer no necesitan razones, es altamente conveniente que no tengan pretextos.

La observancia estricta de la ley da al poder un criterio de infalibilidad para ejercer su prerrogativa en las ocasiones de emplear su inteligencia propia. Cuando el partido que ocupa el mando, le propone medidas ilegales para dirimir dificultades o para resolver situaciones, ese partido declara su incapacidad o su insuficiencia. Para el poder ha llegado la hora de reemplazarle.

Nosotros no hemos conocido ningún poder que, siendo legal, no haya sido sabio; que siendo sabio, no haya sido justo; porque tiene consigo la sabiduría y la justicia de los mejores. Y cuando los poderes sabios y justos han perecido por decreto de Dios o por injusticia de los hombres, el haber sido tiránicos e imbéciles no hubiera dilatado un solo instante su ruina, y hubiera quitado a su nombre el esplendor de la gloria, y a su caída la santidad del martirio.

III.

La legalidad es también condición sine qua non de existencia de los partidos; y la primera condición de esta legalidad es el reconocimiento y sumisión al poder. El poder es la garantía única que los partidos tienen para que la ley no sea interpretada por la fuerza. Fuera del respeto mutuo al poder, la ley de las situaciones es la alternativa de las dominaciones de bandería; es el dominio de la fuerza sin la legalidad. El respeto al poder es el equilibrio: fuera del poder están las reacciones.

El respeto mutuo de la ley es la garantía de los partidos contra el Gobierno en caso de escisión; es el título de su poder en condiciones de armonía.

Los partidos no pueden ser llamados por el poder en nombre de su capacidad, cuando se presentan por derecho propio en nombre de la fuerza: no pueden ser hostilizados por la fuerza, sino por medios de tiranía cuando no se salen de la ley. Pero cuando los partidos ponen al poder en estado de sitio, la reacción del poder es la declaración de la sociedad en estado de guerra.

Las reacciones de todos los partidos entre sí y contra el poder se fundan en que los partidos han sido revolucionarios todos. La legalidad no se obtendrá hasta que no lo sea ninguno: la fundará el primero que deje de serlo. No importa que el respeto a la legalidad le derribe del poder; no importa que la observancia de la legalidad le aleje mucho tiempo del mando. Él volverá.

Las oposiciones legales matan siempre a los Gobiernos inicuos: el poder de los partidos que son derribados ilegalmente no muere nunca. Los partidos más caducos, cuando han padecido martirio, son como los santos Durmientes de las cuevas de Antioquía. Tal vez despiertan para morir; pero no mueren sin haber despertado.

La capacidad es para los partidos la fuerza y la fecundidad; la capacidad es la inteligencia. Es el título para llegar al poder; es el motivo de ejercerle; la razón de conservarle. Los partidos incapaces o los partidos negativos, no mandan ni duran. La capacidad, para los partidos, es su legitimidad; es su nobleza. La capacidad es más que la opinión, porque forma la opinión. Es más que la fuerza, porque es su aplicación, es su dominio. No es más que la moralidad; pero sin ella, la moralidad es impotente. La pasión, con la capacidad, puede todavía ser el genio; la bondad sin la inteligencia, puede ser la estupidez. La capacidad y la inteligencia juntas no son superiores a la ley; pero son lo que hace, lo que reforma, lo que deroga, o lo que ejecuta las leyes.

Por la capacidad son necesarias las influencias del Parlamento; por ella es necesario el Parlamento mismo. La capacidad es el motivo de la discusión. Sin el predominio de la capacidad, serían estériles las prácticas parlamentarias; anómalas y perturbadoras las variaciones constitucionales. Sin la capacidad, los partidos no son sistemas ni doctrinas, son personas; las influencias parlamentarias, pasiones o intereses; las vicisitudes del poder, veleidades del favoritismo. La capacidad es la que da a los partidos el conocimiento de cuándo son necesarios, de cuándo son insuficientes, de cuándo son débiles, de cuándo son inoportunos. Si la capacidad es necesaria para adquirir el poder, mayor inteligencia se necesita para no admitirle; mayor para esperarle; más grande aún para saber resignarle y transmitirle.

La capacidad, en fin, es la manera de ejercer el poder. Es la sabiduría, es la prudencia, es el talento, la habilidad. Es el Gobierno, la administración. Es la prosperidad pública, es la influencia diplomática; es el desarrollo social: es lo vital, lo progresivo, lo fecundo. La legalidad es conservadora: la moralidad es expectante: la justicia es no hacer mal; pero la inteligencia es hacer el bien.

La legalidad asegura los derechos; la justicia respeta los intereses; la capacidad sabe crearlos; la inteligencia dirigirlos. La capacidad es resolver las situaciones: es sacar de dificultades y peligros a las sociedades. Sin la capacidad, la administración pública es el error, el retroceso: sin la capacidad, las posiciones públicas son un medio de vivir, no una obligación que desempeñar. Sin la consagración de la capacidad, los cambios políticos seguirán siendo trastornos generales en la gobernación. Sin la capacidad, las funciones administrativas, convertidas en móvil de las pasiones revolucionarias, serán un estímulo constante de reacciones políticas. Sin la capacidad, la ambición no es más que el interés; con la inteligencia, la ambición es la noble pasión de la gloria.

La moralidad, es en los partidos lo que en los hombres el honor y la virtud. La moralidad no es la legalidad; pero es lo que da la reputación de tenerla. No es la inteligencia; pero es la convicción pública de que la inteligencia no se pondrá al servicio de la tiranía. Es la que ante la opinión responde del depósito y del empleo de la fuerza: es lo que constituye delante de los hombres y delante de Dios la única sanción de las leyes. Los hombres sin moralidad podrán recibir castigos; pero cometerán delitos. Los partidos inmorales podrán ofrecer visibles escarmientos, o dar el espectáculo de dolorosas expiaciones; pero antes habrán acontecido desgracias de revoluciones, y crímenes de ilegalidades. La capacidad es la razón; la moralidad es la conciencia pública. La inteligencia da a la administración fortuna y acierto: sin la moralidad, no llevan los partidos al gobierno el respeto, de donde nace la espontaneidad de la obediencia.

La moralidad política no se limita a esa integridad privada, inaccesible a las seducciones del interés sórdido o del interés sensual: es el sacrificio sublime de las grandes pasiones ante el respeto de las leyes: es el desprecio de la conveniencia, del provecho, de la gloria del momento, ante las obligaciones eternas de la justicia. La legalidad es la observancia de los mandamientos de la ley: la moralidad es el cumplimiento religioso de las condiciones que no están escritas en la letra de los códigos: es la aceptación leal de todas las consecuencias que de la ley se derivan. La capacidad calcula la conveniencia de los pueblos, y los intereses de los Estados: la moralidad comprende los grandes y elevados sentimientos de las sociedades. La inteligencia es el saber: la moralidad es el patriotismo. Por la capacidad son ilustres los sabios: por la moralidad, se levantan estatuas a los héroes.

La moralidad es el respeto de los partidos entre sí, de los partidos ante el poder, de los partidos ante la opinión. La moralidad señala a cada uno los límites de su posición, la legítima posesión de su terreno: la moralidad es la ley de sus alianzas, de sus transformaciones, de sus mutuas conquistas. Con moralidad, no se necesitan coaliciones hipócritas; pero no es compatible con ella la consecuencia sistemática en los errores, y el sacrificio de las convicciones adquiridas a compromisos de intereses que pasan, o de principios que caducan.

La moralidad no impide que los partidos, que por la inteligencia viven, por la razón se transformen. Los torys, como Canning, pueden inocular el progreso en el seno de los antiguos conservadores: los wighs, como Burke, hacerse tribunos de resistencia, cuando ven amenazadas de peligro las instituciones de su Patria: los moderados, como Peel, hacer liberal y reformadora a la aristocracia ante las necesidades del siglo. Pero ni los Canning se someten a hacer lo que cumple a los Castelreagh, ni los Peel dejan de resistirse ante las cuestiones cuya solución corresponde a los Russell.

La consecuencia inflexible de los partidos consigo mismos es una condición que contraría la ley de progreso de todos los seres. Pero hay una consecuencia que los partidos no pueden eludir sin perecer; y es la consecuencia entre el partido como partido, y el partido como Gobierno.

Los partidos, al abjurar en el poder las ideas que proclamaron, pierden su legitimidad; los hombres que los representan, cometen una ilegalidad. La imposición de su personalidad es entonces una usurpación. En las Monarquías constitucionales no hay ningún hombre, fuera del Monarca, con título a mandar por derecho propio. Los que, llamados a gobernar como representantes de un sistema le contradicen, o han engañado al país, o han engañado al poder, o sacrifican su sistema a su ambición. En ambos casos hay una inmoralidad política de que su partido se hace cómplice, si la acepta: en ambos casos hay una perturbación constitucional. La moralidad de los partidos es lo único que puede evitar que los poderes ilegales encuentren Ministerios: que los Ministerios cortesanos encuentren Parlamentos ministeriales.

LA LEGALIDAD, LA MORALIDAD, LA CAPACIDAD;

LA LEY, LA INTELIGENCIA, LA JUSTICIA;

EL DERECHO, LA SABIDURÍA, LA VIRTUD:

He aquí las condiciones que señalamos al poder y a los partidos, para su concordia, para su paz eterna, para remedio de las catástrofes revolucionarias, para detener las oscilaciones del terremoto de las reacciones subversivas. He aquí una solución fundamental, en que se resume para nosotros la solución ulterior de todas las cuestiones de gobierno, la consolidación de todos los intereses y principios que hemos conquistado; he aquí lo único que a unos y a otros pedimos para el orden presente, para el progreso futuro, para la prosperidad de nuestro país, para el esplendor de la Monarquía, para el destino de gloria a que debe llegar la Patria.

Legalidad, capacidad, moralidad. He aquí las condiciones con que nos sujetamos a todos los partidos y a todos los Gobiernos. He aquí los límites del palenque en que todos pueden partir su sol y su terreno: donde todos pueden ser campeones, adversarios; émulos, rivales; súbditos, dominadores; ensalzados o caídos; pero nunca jamás alternativamente leales y traidores; perseguidores y mártires; víctimas y verdugos.

Legalidad, moralidad, inteligencia. Nada más proponemos, nada más pedimos, nada más deseamos. No es una quimera, no es un sueño. La legalidad, ahí está, en nuestros códigos y en nuestros juramentos. La moralidad podrá faltar a algunos individuos; pero está en la conciencia pública y en todas las grandes asociaciones de los hombres. La capacidad, la inteligencia, la sabiduría... es verdad; esto es atributo de Dios, es don del cielo. No pedimos imposibles a la imperfección humana. Legalidad y moralidad, a poderes y a partidos exigimos que las tengan. Capacidad y sabiduría, nos contentamos con que las busquen.

IV.

No ignoramos, sin embargo, la suerte que espera a nuestras palabras. Antes hemos protestado nosotros mismos contra la infalibilidad de nuestros asertos: ahora sabemos la acogida que obtendrán nuestras proposiciones. Los que no lleguen hasta vituperar nuestros intentos, fulminarán el anatema de trivialidad contra nuestras conclusiones. Desde la sinceridad de nuestro corazón, y desde la serena imparcialidad de nuestro juicio, conocemos en el mover de sus labios, o en el pestañear de sus ojos, la acogida que dispensan a nuestros principios tres clases de personas: los revolucionarios, los fuertes, los hábiles.

Habíamos contado con su arrogancia, o con su desdén. Pero ese desdén y esa arrogancia, que aspiran a avasallar las situaciones, haciendo enmudecer la voz de las ideas, están muy lejos de ser el sobrecejo de Júpiter. Porque no somos tan cándidos y sencillos como nos creen, por eso mismo confiamos; porque nuestra reflexión va más allá de su orgullo, por eso arrostramos sus compasivas sonrisas con una sonrisa más orgullosamente sardónica.

Delante de la verdad, delante de la opinión, delante de las creencias de la sociedad y de los intereses del porvenir, somos tímidos, sí, somos modestos; como quiera que nuestras palabras no aspiren a mayor profundidad, ni a novedad más sorprendente que a expresar el juicio general, que a interpretar el sentimiento público. Pero delante de esas endiosadas pretensiones, de esas fulminantes amenazas; delante de los cálculos transcendentales de esa engreída superioridad, delante de su arrogante desprecio de las doctrinas, ni somos cándidos, ni a sus ojos pretendemos pasar por inocentes. Estamos en el secreto de sus recursos, de su valer, de su alcance: hemos estado entre bastidores en su teatro, y no nos sorprende el juego de sus resortes, ni la maquinaria de su gran política. Por desgracia nuestra hemos vivido más que en el mundo de las ideas: conocemos aquel otro mundo, y los conocemos a ellos. Nuestra buena intención no ha pasado: lo que ellos llaman nuestra inocencia, sí.

Pero en ese conocimiento vamos más allá todavía. Nuestra experiencia pudiera habernos pervertido en mayor grado; pero acaso también puede habernos enseñado un maquiavelismo más transcendental; el maquiavelismo de la verdad. Tal vez hayamos aprendido que las miras del interés conducen a los mismos resultados que la razón; y que el cálculo más seguro del egoísmo es la moralidad. La experiencia y la historia nos han mostrado que la legalidad es un medio poderosísimo de fuerza; que el patriotismo suele ser un instrumento de desapoderada ambición, y que la profesión pública y sincera de una doctrina ofrece más medios y recursos que la habilidad tortuosa y subterránea. Y en tal caso, todavía en nombre de la experiencia, del interés, de la ambición, del desprecio de los hombres, del culto de esos ídolos ante los cuales se prosterna el positivismo práctico de nuestros adversarios, rechazamos las repugnancias y desdenes con que miran las ilusiones de nuestro filosofismo teórico.

Por eso insistimos. Por eso con más convicción, con mayor esperanza, con la inexorable firmeza de quien ha contado las fuerzas y los medios de los contrarios, presentamos el ultimátum de nuestras condiciones.

Las proponemos resueltamente a los revolucionarios. Hemos calculado fríamente todas las contingencias de sus planes, todas las consecuencias, límites y reacciones de sus trastornos. Hemos hecho el pronóstico de todos los grados de calentura y de frío en las accesiones de la sociedad que se someta enmalhora a su febricitante estímulo. Cada día será mayor el delirio; cada noche, más honda la postración. En su eterna lucha contra la necesidad del poder, jamás podrán eludir la fatalidad de la tiranía; y la oscilación eterna entre restauraciones y dictaduras señalará la duración de sus convulsiones de anarquía. El día, en fin, que quieran fundar Gobierno, empezarán por donde nosotros concluimos; pero entonces el cuerpo social podrá no tener fuerzas para la vida de nuestra libertad, y habrá de postrarse doliente en la mísera condición del despotismo permanente.

Por eso presentamos nuestras conclusiones a los fuertes. Sabemos todo lo que valen esos Hércules a quienes una mujer obliga a hilar; todos esos Polifemos, que un Ulises engaña; todos esos gigantes de fuerza, que la piedra de un niño derriba. Hemos medido toda la impotencia y toda la debilidad que se esconden bajo las apariencias de esa violencia sultánica, que no teniendo su razón en sí misma, después de mendigar el apoyo de todos, viene a abdicar delante de cualquiera. Milones de Crotona de la política, a lo mejor se quedan cogidos en las hendiduras de un tronco, y hasta los reptiles se les atreven.

Esa fuerza que blasona de crear gobierno, es la presunción del mecánico que creyera poder dar la vida a un autómata. Esa violencia que quiere hacer orden, es la revolución sin principios. Esos Dantones de audacia al servicio del poder, encuentran siempre Robespierres de despotismo. Nosotros nos presentamos ante ellos con más audacia y con más energía; y en nombre de los principios, no vacilamos en decirles las palabras de San Remigio a Clodoveo: -«Fiero Sicambro, prostérnate a adorar lo que has despreciado, y reconoce la vanidad de lo que has adorado.»

Pero quedan otros todavía. A los hombres de la revolución no los despreciamos. A los hombres de la fuerza no los aborrecemos. Sus instintos pueden ser útiles: sus errores pueden ilustrarse: sus sentimientos pueden dirigirse: sus fuerzas pueden emplearse por la inteligencia. La rudeza de sus hábitos y la violencia de sus medios pueden ceder a la conquista de la razón, a la civilización de los principios.

Pero quedan los hábiles, los maquiavélicos, los diplomáticos, los silenciosamente importantes, los rodeados, los misteriosos, los oblícuos, los subterráneos, los de las respuestas de oráculo, los de las actitudes pontificales, los de las gesticulaciones cabalísticas. Esos son, a nuestros ojos, personajes anacrónicos, caracteres de decadencia, figuras que quedan en la política como los antiguos palaciegos en las cortes, antiguos brahmas que pueden representar todavía su papel de hierofantes en el santuario de las pagodas cortesanas, o en el vestíbulo de los templos parlamentarios; pero cuya prestigiosa importancia se disipa a los primeros rayos de la evidencia; cuya ciencia sánscrita se desvanece al primer contacto con la filosofía y con la verdad; cuyas respuestas sibilinas se reducen a trivialidades absurdas al lado de los raciocinios más vulgares.

Su tiempo pasó. Sus farsas de juglares políticos, o sus misteriosos ensalmos de Cagliostros parlamentarios acabaron para siempre. Su desdén ante las deducciones de los hombres de principios, es como la incredulidad del idiota ante el astrónomo que calcula los eclipses, o ante la ciencia del marino que enmedio de los mares se orienta de la posición y del rumbo de su navío.

Detrás de ese desdén está la ignorancia; como detrás de esa engañosa experiencia puede estar la inmoralidad. Bajo ese altivo desprecio de los hombres, hemos solido ver la adoración humilde de los más bajos intereses; como detrás de ese conocimiento práctico de los hechos, detrás de esa adoración materialista de las circunstancias, se encuentra la imprevisión de los accidentes más comunes, y la realidad inexorable de los acontecimientos, que se levanta con el sol de todos los días a desmentir sus cálculos, para obedecer fatalmente a la ley de los principios.

¡Oh! sí: por grande que nuestra modestia sea, contra el orgullo de esos hombres, tenemos otro orgullo mayor. Lo presente podrá todavía pertenecerles algunos breves instantes. Mas para los que no contamos la vida política por años, el porvenir es nuestro patrimonio. Los árboles que hoy plantemos no darán sombra a nuestras cabezas; pero cubrirán frondosos la heredad de nuestros hijos: esos, que parecen monumentos de piedra o de hierro, no serán más que hollín y polvo en pocos años. No blasonamos como ellos de ser hombres de Estado; pero los grandes hombres de Estado no fueron como ellos.

Los Chattam, los Pitt, los Canning, los Perrier, los Peel, los Bonapartes no fueron así. Los Tayllerand no evitaron nunca caídas de imperios, triunfos de revoluciones, violaciones de tratados. Dentro de las condiciones de su política, la diplomacia misma de los Metternich no es misteriosa ni subterránea: es política que anuncia abiertamente su fin; que explica concienzudamente sus razones; que discute y proclama sus principios: es la exageración de una idea; pero no desprecia la doctrina quien tanto la teme.

La política de todos los grandes políticos fue de discusión, de sistema, de debate, de doctrina, de sentido común, de intereses generales, de medios públicos, de caminos descubiertos, de marchas rectas, de habilidad y de talento a la vista del mundo. Sus adelantos han sido como los descubrimientos de la ciencia, como los prodigios del arte, como las batallas y las conquistas de la guerra.

Nosotros no pretendemos alcanzar la altura de esa política; pero esa política proclamamos. No es que creamos poseer esos grandes medios; pero sólo en esos medios creemos y esperamos. La habilidad del génio es la lisura, la evidencia. La razón de Estado de los pueblos modernos no es el secreto de los misterios de Eleesis. En los tiempos de barbarie, las ciencias eran la alquimia, la astrología, la nigromancia. La política, como la ciencia actual, es la investigación de la verdad.

Por eso nuestra fe en los principios no es candidez, ni ilusión: no es un sueño nuestra esperanza, ni son visiones nuestros vaticinios. Por eso lo que ha salido de nuestros labios como palabra ardiente, ha sido largos días en nuestro pensamiento, meditación fría y razón sosegada. Y es que al dirigirnos a todos los partidos de sincera intención, y a todos los hombres de buena voluntad; es que al buscar los caminos de la opinión en el seno de esas grandes asociaciones, donde hay calor todavía y entusiasmo; es que dirigiéndonos al porvenir por el pensamiento de esa juventud, que viene en pos de nosotros, -gastados por la revolución o el infortunio, y descreídos con el escepticismo del cansancio,- hemos dejado correr la pluma con el calor del corazón y el fervor del sentimiento, no tanto con la esperanza de difundir ideas, de cuya exactitud nunca estamos seguros, como para levantar el ánimo de nuestros conciudadanos de ese desaliento, en que le vemos abatido, de esa preocupación de poquedad y de infortunio que engendran pensamientos bastardos y ahogan en germen generosos designios.

Pero cuanto hemos podido decir con las apariencias de la inspiración, estaba depurado en nuestro juicio con la imparcialidad del análisis; y si el deseo de fijar la vaguedad de los principios, puede habernos llevado a la materialización de las ideas, descansamos en la convicción sincera de que nuestras fantasías no han sido visiones, de que nuestras imágenes no son quimeras. El entusiasmo de nuestras convicciones, no es fanatismo por nuestras creencias.

Fácil nos hubiera sido dirigirnos a la razón sola; pero, si nuestra palabra ha seguido a veces el vuelo del sentimiento, es porque buscábamos el camino del corazón; es porque nosotros, que proclamamos poco ha la soberanía de las ideas, tenemos todavía en política y en moral dos divinidades, ante las cuales se postra la sabiduría: EL PATRIOTISMO Y LA VIRTUD.

Madrid 31 de Julio de 1846.








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ArribaAbajoDiscurso sobre la Reforma de la Constitución de 1837

Pronunciado en el Congreso, en la sesión de 30 de octubre de 1844


Señores: me recomiendo a la benevolencia del Congreso; me recomiendo a su indulgencia. No tengo costumbre de hablar en público; he tomado la palabra sólo otra vez en este solemne recinto en una cuestión de poca importancia, y temblaba sin embargo: hoy tiemblo mucho más todavía. No tengo ni aún los hábitos del foro, ni ninguna de las costumbres de hablar que hacen que la expresión corresponda al pensamiento.

Quisiera decir la razón de los motivos de conciencia, de rectitud, eminentemente monárquicos y de principios de orden que me hacen apoyar con todas mis fuerzas el voto particular del Sr. Istúriz; quisiera expresar las razones que me mueven a ello, porque las tengo, y no me parecen leves, y tengo conciencia de que no son superficiales. Pero probablemente no podré corresponder a estos intentos, y mis ideas habrán de resentirse de la situación en que me encuentro en este momento: por muy grande que sea el hábito que en otros tiempos he contraído de escribir, siempre he hallado mis labios torpes y rebeldes a la expresión de mis pensamientos.

Entro además en la cuestión con la natural desventaja de haber hablado ya en este recinto algunos de los más elocuentes oradores del Congreso; han usado ya la palabra en contra del dictamen el Sr. Calderón Collantes, mi tierno amigo, y el Sr. Bravo Murillo, lumbrera de la jurisprudencia: considere, pues, el Congreso cuánto deben influir para acobardarme y contrariarme, las opiniones de tan eminentes y acreditados oradores. Sin embargo, he tenido presente una consideración para tomar la palabra; yo, que no soy muy amigo de hablar, y que estaba resignado a ser siempre silencioso y modesto diputado, he tenido, repito, una consideración que sabrá apreciar el Congreso.

Al considerar el número de los que profesan en esta cuestión las mismas opiniones, he visto, Señores, que somos muy pocos: es verdad que entre estos pocos, los hay, también puedo decirlo, de los mejores oradores, de los mejores paladines del Congreso: por consiguiente, no he venido en su ayuda, sino sólo para darles tregua y descanso en esta discusión, que aparece ser empeñada.

Todos los que como yo, piensan en esta cuestión han empezado sus discursos protestando que no llevaban en ello ninguna mira de oposición ministerial; que no son de ninguna manera hostiles al Gobierno: yo también tengo que repetir esta misma protesta.

Señores, yo no llevo ninguna mira hostil a las ideas del Ministerio en todo lo que afecta a la gobernación del reino. En cuanto pertenece al sistema de su gobierno, considerado como Gobierno, ni mi carácter, ni mis principios, ni mis antecedentes, ni mi temperamento, ni mis ideas podrían colocarme ahora en una oposición sistemática, cuando la nación necesita tanto de que el poder sea robusto y fuerte. No, Señores: yo también protesto que no soy antiministerial; que no lo quiero ser; que probablemente no lo seré nunca. Para mí la oposición, por brillante que sea, ha perdido su efímera popularidad; para mí un Gobierno es bueno sólo porque existe. Y ésta es una de las principales razones que tengo también para defender la integridad de la Constitución de 1837. Es una razón análoga a la de por qué soy ministerial, porque lo existente es para mí digno de respeto. Por eso, Señores, mi ministerialismo no es adulación; no se lo manifiesto a los Sres. Ministros para adularles; no para captarme su benevolencia.

Yo no sé si es lisonjera una situación política en que la oposición no se atreve a serlo: yo no sé si es lisonjero el estado de una nación, cuando hombres leales y de conciencia, que pudieran tener algún motivo para censurar los actos de la administración, se resignan, callan y prefieren ahogar las diferencias y discrepancias que pudieran tener con el Gabinete, el interés procomunal, ante el bien de la nación y del reino. En esto no se entrevé nada de lisonjero; y más bien tiene las apariencias de una resignación prudente, que de una aceptación entusiasta. Pero como quiera que sea, apartada la cuestión política, apartada la cuestión de reforma del discurso de la Corona, no sería yo quien aprovechase los flancos que a la censura presenta el Gabinete. No sólo no le haría una oposición facciosa, pero ni aun sistemática. No sería yo quien le escatimara los presupuestos, ni le negara las autorizaciones para plantear las leyes necesarias: por el contrario, apoyaría y apoyaré con mi débil voz todas las medidas de gobierno, que necesite y demande.

Pero como quiera que sea, tampoco yo tengo la culpa de que los Sres. Ministros hayan hecho cuestión ministerial la cuestión de reforma política, de reforma constitucional, planteándola resuelta, inexorablemente, sin ambages ni circunloquios en el discurso de la Corona, y prejuzgándola de una manera que no se puede intentar el apartarla de la discusión, sin contrariar al Gabinete. No es esto culpa mía, Señores, ni lo es de la oposición.

Y no debía de ser así la cuestión de la reforma constitucional. No debía de ser cuestión de Gabinete, porque es más alta; y no debía de estar en el discurso de la Corona tan definitivamente prejuzgada, porque los miramientos y consideraciones que pueden tener los hombres de lealtad y de conciencia respecto de las cuestiones de Gabinete, que al fin no pasan de ser, con más o menos importancia, cuestiones de circunstancias, no pueden tenerse respecto de la ley fundamental, que está más alta que todas las cuestiones; más alta que los partidos; tan alta, tan transcendental, tan importante como el Trono, porque el Trono también está consignado en la Constitución.

Pero ya que ha sido así; ya que lo que ha sido no puede dejar de ser; sacando de este mal el posible bien, yo por mi parte doy gracias al Ministerio por haber planteado esta cuestión de una manera que obliga al Congreso a prejuzgarla en la contestación al discurso de la Corona, sin necesidad de entrar en esa discusión borrascosa, en esa discusión inmensa, en esa discusión cuyos pormenores me estremecen, y deben estremecer a todo hombre que medite profundamente sobre la importancia de poner al descubierto todas las cuestiones, que son, por decirlo así, los cimientos, la armazón y fábrica del edificio político.

Si el Congreso la desestima al votar el párrafo, nosotros y el país habremos obtenido una gran ventaja. Si el Congreso, prejuzgándola, acoge favorablemente la reforma, entonces, Señores, también me queda a mí la ventaja de no volver a tomar la palabra, la de haber consignado mi opinión en esta discusión grave, pero necesaria, que ha de dar por resultado la necesidad o no necesidad de la reforma.

Dos cosas hay en el voto del Sr. Istúriz: aplazar la cuestión, aplazarla para el tiempo en que sea necesaria; y por añadidura, la necesidad de las leyes orgánicas. Señores, me parece que no puede estar más claro el fin que tenemos los que apoyamos este voto; al menos el que tengo yo por mi parte.

Yo deseo aplazar la cuestión, porque cualquiera que sea el carácter del discurso de la Corona, y aunque los Ministros sean responsables de las palabras que han puesto en boca de S. M., al fin las ha pronunciado S. M., y la contestación que debemos dar, al Trono se dirige. Y yo, que como diputado y como particular, digo a los Sres. Ministros lisa y llana, pero modestamente, que rechazo la reforma; como monárquico, cuando hablo al Trono, hinco la rodilla en tierra, y pongo los ojos en el suelo para suplicarle que se digne aplazarla. Eso es lo que para mí dice el voto del Sr. Istúriz; no convenir en la necesidad de la reforma, es aplazarla para cuando sea necesaria. La necesidad es la suprema ley; cuando la reforma sea necesaria, entonces podrá hacerse; pero es preciso ver, y eso es lo que yo quiero, si previamente está probada la necesidad de tocar a la ley fundamental.

Por esto yo no veo contradicción alguna en el párrafo: mi opinión es explícita; yo creo que no puede serlo más. La he manifestado así, Señores, y al manifestarla tan explícitamente voy a hacer una confesión, y es que, al aplazar la reforma de la Constitución de 1837, yo no busco la popularidad; no busco las simpatías de un partido con quien estoy reñido, y del cual estoy alejado por un abismo de ideas y también por un abismo de sangre11. No, Señores; aunque soy joven, la popularidad ha perdido para mí su brillo; yo no diré nada que pueda halagar las pasiones populares; no me valdré de los argumentos que atraen las simpatías de los partidos anárquicos, no. No diré que la reforma es liberticida y que ataca las bases del sistema representativo; no diré que vamos a ser esclavos del poder: no tomaré mis armas y mis colores en el arsenal de un partido con el que no me pueden ligar ni mis antecedentes ni mi porvenir.

Podré decir una cosa, y es que mis opiniones teóricas, mi sistema individual están muy distantes de pertenecer a las ideas populares, a lo que se llama populachería; mi constitucionalismo rígido está muy distante de ser un constitucionalismo teórico, un constitucionalismo académico, por decirlo así. En esa parte me llevarán ventaja muchos de los señores reformistas sin duda. En constitucionalismo por respeto a lo existente, en constitucionalismo por la santidad de la ley fundamental, no cedo a nadie. Yo sería muy republicano en los Estados Unidos; sería muy monárquico en Prusia; aquí soy constitucional, porque la Constitución es la ley política de mi Patria, por cuya ley vivo; pero en mis principios, en mis ideas, en mi sistema particular reconozco superioridad de liberalismo, ventaja de constitucionalismo en muchos de los reformistas, sin exceptuar al mismo señor Bravo Murillo, a quien habré de contestar algunas veces en la continuación de mi discurso.

Por esta razón, Señores, acaso porque los Sres. Ministros, y los que han intervenido más en la cuestión de la reforma serán más constitucionales que yo, teóricamente hablando, por eso sin duda dan más importancia a la reforma, y más valor y consecuencia al efecto y resultado de la modificación de tres o cuatro artículos de la Carta constitucional. Por lo que a mí hace, para cuyas ideas no es eso tan importante; que dadas las bases principales del sistema representativo, las prerrogativas del Parlamento y las prerrogativas del Trono, todo lo demás sólo lo fundo en los hombres que gobiernan y en las leyes que ejecutan, no veo en la cuestión de reforma nada más que los inconvenientes, ni más que las tempestades que van a surgir de su seno.

El primer inconveniente que se me ofrece a la vista, el primer mal que veo en la discusión de esta cuestión de reforma, es esto mismo que está sucediendo aquí. Como aquel filósofo que probaba el movimiento moviéndose, así yo pruebo que es un inconveniente de la reforma de la Constitución esta división, que partiendo del seno del Parlamento, habrá de infiltrarse necesariamente en la sociedad.

Señores, esto es un paso inverso en la carrera que debían emprender todos los Gobiernos, una vez inaugurado ya el reinado de S. M. por la mayor edad y la entrada en la gobernación de nuestra augusta Soberana. Colocados de una manera estable en las condiciones del verdadero sistema representativo, lejos de procurar hacer nuevas divisiones y levantar nuevas banderías en el seno del partido monárquico, la tarea de los hombres de Estado, la tarea de los hombres de genio debería ser formar un partido ancho, extenso, dilatado, compuesto de todos los elementos que la misma revolución ha producido, en que cupieran todos los hombres cuyos intereses y cuyas opiniones hubieran podido ser durante la revolución revolucionarios, pero que después de restituida la sociedad a su aplomo, debieran tornarse conservadores. Yo no tengo más que apuntar este pensamiento a la ilustración de los señores Ministros, porque ellos saben muy bien, saben mucho mejor que yo, la manera y posibilidad de realizarlo; y comprenderán también la no difícil y gloriosa tarea de reunir en derredor de las instituciones, en derredor del Gobierno, todos los elementos de riqueza, de ilustración, de inteligencia que existen en este momento en el país, y que no deben ser hostiles al Gobierno.

Algo se había andado por este camino, Señores: estos elementos se iban agrupando en derredor de la Constitución de 1837 tal como existe, con todos sus defectos, con todas sus imperfecciones; pero se ha perdido mucho terreno, y yo me lamento sinceramente de ello. Y ahora esta cuestión, lejos de agruparnos y ensanchar el círculo de nuestro partido, le divide más, le divide domésticamente. Creamos un partido dentro del mismo partido monárquico; damos una nueva bandera; -digo esta expresión, Señores, con toda conciencia,- una nueva bandera. Y no es que yo tema dar bandera a los facciosos, no señor; yo ya sé que los facciosos y los asesinos vienen sin bandera como los salteadores de caminos; ya sé que no la necesitan, ni pretexto siquiera. No es a esos a quienes temo yo que se dé bandera y enseña, que no pretenden; a los que yo no quiero que se den es a los partidos legítimos, a los partidos legales, a los partidos justos, a los partidos que quedan, que están en la sociedad, y hoy o mañana han de venir a representarla en el Congreso; han de venir acaso, por medio de las elecciones, por medio de la tribuna, como ha dicho muy bien el Sr. Istúriz ayer, a ser Gobierno, a ser mayoría. A esos sí que no quiero yo dar bandera de desunión y contraria a nuestros principios. A esos, vuelvo a decir, que tienen que venir a realizar sus principios en una ley fundamental, cuando vengan, (según la teoría sentada ayer tan peligrosamente por el Sr. Bravo Murillo), a esos es a los que yo quisiera unir, tener estrechados, no darles, no ofrecerles el espectáculo de nuestra división y el escándalo y el mal ejemplo de nuestro fraccionamiento.

No importa que se me diga que esta división será momentánea. No señor, esta división podrá ser momentánea aquí: nosotros podremos volvernos a unir, nos uniremos acaso siempre, sino en todas las cuestiones ministeriales, en todas las cuestiones de gobierno; pero la herida de esta división quedará; la herida de esta división penetrará en la sociedad, se hará sentir en las provincias, en los pueblos, domésticamente, entre los amigos, en las familias. Sí, Señores, esa herida no se cicatrizará; y si llega a cicatrizarse, a la manera que aquellas heridas que se resienten de la temperatura, se resentirá ésta en cualquier cambio, y sobre todo, siempre que brame la tempestad de las revoluciones.

Se nos ha dicho ayer que para los que votábamos el párrafo del Sr. Istúriz era una cuestión de oportunidad, y por consiguiente, mezquina, la reforma de la Constitución. No, Señores, no se puede llamar cuestión de oportunidad la que se ataca en el terreno en que voy a hacerlo; no conviene esa palabra oportunidad al sentido que me mueve a hacer oposición a la reforma de la Constitución. Me mueve a ello el creer que es un mal gravísimo, un error, una torpeza; yo la ataco de frente, no por el flanco, como ha dicho S. S.; tampoco puedo ser más franco, ni más explícito. No es cuestión de oportunidad; es cuestión de que no se debe, de que no se puede; es cuestión de la inmutabilidad de las leyes fundamentales; es cuestión del mal gravísimo que hay siempre en tocarlas.

¡Qué, Señores! Las leyes civiles, el derecho común, aquella legislación que arregla los derechos privados y la fortuna de los particulares, han de ser santas, han de ser inmutables: para revocarlas, para ponerlas en otro orden se han de elegir comisiones compuestas de los hombres más sabios, más entendidos en la ciencia del derecho, y ha de ser una obra tan lenta, tan meditada la de su reforma, hasta la de su método. ¡Y las leyes fundamentales no tienen justicia! ¿Las instituciones no tienen propiedad, no tienen posesión? ¡Qué, Señores! Se ha de reparar tanto en que una ley sobre los derechos de las familias, sobre las tutelas, sobre la posesión de las cosas no se viole, no se modifique; y las leyes que arreglan el ejercicio de los poderes públicos, las leyes que regulan la sucesión de la Corona, las leyes que disponen de la tutela y guarda del Rey menor, las leyes que arreglan las prerrogativas de los Regentes, ¿han de ser mudables a cada paso? ¿han de estar a merced del pensamiento voluble, de las pasiones movedizas, de las opiniones que todos los días cambian? Yo apelo a la conciencia del Congreso; yo apelo al buen sentido de todos los que me escuchan. ¡Y en qué época, Señores! Cabalmente en este siglo, donde todos los sistemas políticos cambian como los trajes; donde los hombres que eran ayer fanáticos y apostólicos predican la democracia al volver de dos años, ¿se quiere dejar las instituciones a merced de la volubilidad del espíritu humano?

Señores, yo de mí sé decir que también tengo poca fe en las doctrinas; que tengo poca fe en las teorías; que no sé lo que pensaré mañana; que a veces no sé lo que pienso hoy. En esas grandes cuestiones, en esas cuestiones tenebrosas en que se controvierten los intereses más importantes del género humano y el ejercicio de los poderes públicos, mi razón, si la consulta, me da por buenos todos los sistemas, me da por malos todos ellos: unas veces me estremezco al leer la historia de los Reyes; otras me horrorizo al ver los excesos y los desbordamientos populares. He buscado muchas veces en mi razón un freno a la flaqueza de mi espíritu, y no le he encontrado: he buscado en mi conciencia una garantía contra mis opiniones, y mi conciencia no me la ha dado. ¿A quién he acudido? A lo que existe; a la ley que he jurado: éste será mi criterio, mi fe: de aquí no dejaré pasar ni a mis pasiones, ni a mi razón, ni a mi inteligencia.

Lo demás, Señores, no es fe, no es ley ni son derechos; son hechos accidentales y aislados. Las doctrinas, la conveniencia, la utilidad, las circunstancias, los principios, todo eso que se invoca para la reforma, son incidentes. Las leyes constitucionales no pueden entrar en el terreno de los hechos, no. Es menester que estén, si tales han de llamarse, en el terreno inatacable y vedado del derecho, del derecho santo, imprescriptible, inmutable.

Yo, Señores, estoy muy distante de negar a las Cortes con la Corona, -¿ni cómo pudiera?- la potestad de variar las leyes fundamentales. Sin duda alguna yo soy el primero a reconocer y acatar esa potestad. Lo que las Cortes con la Corona estatuyan, ley será, y yo seré el primero a acatarlo humildemente, y acaso a defenderlo en este mismo sitio antes de mucho tiempo; pero no es esa la cuestión: la cuestión no está en este terreno; es más alta. La cuestión no está en que lo que las Cortes determinen y la Corona sancione sea ley: la cuestión está en las leyes y en los principios a que deben atenerse esos poderes constituyentes que han de hacer las reformas; porque aún aquellos tienen leyes, tienen límites: aunque tengan la soberanía y la omnipotencia, la soberanía y la omnipotencia no son la arbitrariedad, de ninguna manera.

Y aquí, Señores, tengo que protestar con todas mis fuerzas, -y quisiera hacerlo con fuerzas mayores que las mías;- tengo que rebatir, digo, los principios sentados ayer por el Sr. Bravo Murillo; porque me parece que en la fuerza de su improvisación no se ha cuidado ciertamente S. S. de las consecuencias que se podían deducir de sus palabras y de sus aseveraciones. Él fue, Señores, el que ha probado ayer la injusticia y la sin razón de la reforma, -él- el Sr. Bravo Murillo. Él ha sido quien, al esforzarse en demostrar la legalidad, la potestad del Parlamento, ha dado la razón de su injusticia. El Sr. Bravo Murillo ha dicho ayer, si no me engaño (no quisiera interpretar mal las palabras de S. S.; no he visto el discurso sino en los periódicos, cuando he querido examinarle detenidamente); pero nos ha dicho que nosotros podemos legalmente reformar la Constitución porque tenemos el poder; y que el partido que venga tras de nosotros, por las urnas y por la voluntad del país consignada constitucionalmente, a ocupar este lugar, podrá, con la Corona y con las mismas condiciones, reformarla el día de mañana, porque podrán hacer ley, y ley será lo que con esas condiciones determinen. Señores, esto es verdad, ciertamente, como principio; pero en la ejecución, en la práctica no se concibe. Esto para mí es un absurdo, es la anarquía moral; es la anarquía del entendimiento. Si esto es moralmente posible, yo no sé ya lo que son leyes fundamentales; no sé lo que son leyes en este mundo si esto es verdad: esto es la imposibilidad del orden, la normalidad de la anarquía, la instabilidad social, decretada fría y maduramente a priori y como elevada a sistema.

Cabalmente la razón de que esto no pueda ser así, la ha dado el Sr. Bravo Murillo. La razón de por qué otro partido no puede deshacer lo hecho antes de él, es la que nos priva hoy a nosotros de establecerlo. Porque todos pueden, es por lo que no puede ninguno; porque pudiéndolo todos y deshaciéndolo todas las veces que pudieran, la sociedad sería la anarquía, sería el caos. Ley fundamental quiere decir que hay un punto en que todos los que pueden legalmente traspasar ese terreno, se obligan a no traspasarle y a no tocar a las instituciones. Esa es la razón, repito; lo que nosotros podemos hacer no debemos hacerlo por lo mismo que lo pueden todos, y porque si lo hiciéramos, abriríamos a otros la puerta y les provocaríamos a ello con la ocasión y el ejemplo.

Y he aquí, Señores, presidiendo a la inmutabilidad de las leyes fundamentales el principio más sencillo de la justicia en la tierra, uno de los axiomas del Derecho que debe sabor S. S.: «lo que no quieras para ti no lo quieras para otro.» Éste es el fundamento de las leyes. Por lo mismo que no deben los otros hacerlo, por esto mismo no podemos, no debemos hacerlo nosotros.

Vuelvo a insistir, Señores. El Sr. Bravo Murillo ha dicho, que si mañana el partido progresista, el partido que se decora con ese nombre (y yo añadiré también el partido extremo, el partido exageradamente democrático), viniera al Parlamento, podría quitar el veto y anular la Monarquía; podría negar la sanción a la Reina de acuerdo con la Reina misma. No, Señores, no podría: yo me rebelo contra eso y contra la opinión del Sr. Bravo Murillo, por muy respetable que sea. Algún día, Señores, la revolución levantará testimonio de estas palabras, y entonces yo combatiré la anarquía con mi protesta y mis principios. Si un Parlamento viniera en que se privara a la Corona del veto, se anularía la Monarquía, porque la Corona sin veto no es Monarquía; si le quitara la facultad de disolver las Cortes, también anularía la Monarquía; si le quitara la sanción de las leyes, también la anularía. Si viniera un Parlamento que quitara a las Cámaras la iniciativa de las leyes y la facultad de votar los presupuestos, ese Parlamento destruiría la representación nacional. Y esto no lo pueden hacer los Parlamentos ni los partidos; porque a los cuerpos morales, como a los cuerpos físicos, les está prohibido el suicidio.

Se me dirá a esto, Señores, que no se trata de reformas radicales, de las bases mismas de la Constitución, de las bases mismas del sistema representativo; que lo que hoy a discusión se sujeta, no es propiamente la Constitución; que los artículos que son, por decirlo así, reglamentarios, pueden reformarse, porque no tienen aquella santidad, aquella inmutabilidad. Pero ahora bien: ¿quién es el juez en esta cuestión? Nosotros debemos suponer, aunque no sea verdad, que todo lo que está escrito en la ley fundamental es fundamental, porque desde el punto que quede consignado que se pueden mudar todos los días, a pretexto de reglamentarios, algunos artículos, llegará un partido que diga que es reglamentario y modificable el artículo que establece que la Reina de las Españas es Doña Isabel II.

He aquí, pues, Señores, cómo el Sr. Bravo Murillo, confundiendo la potestad del Parlamento con los deberes del Parlamento, ha traído la cuestión desde el terreno de la justicia al terreno de la fuerza; y digo fuerza, porque un Parlamento respecto de otro Parlamento, un partido respecto de otro partido son individuos, y lo que contra justicia hacen, cuando viven o prevalecen, contra otro ausente o menos fuerte, lo hacen por la fuerza; que fuerza es lo que hacen por la sola razón de que pueden. Mas hay, Señores, hay una estipulación santa entre todos los partidos; hay una cosa sobre la cual han transigido todos; y han dicho: «de aquí no pasaremos; esto lo respetaremos todos; de este círculo nadie saldrá.»

El Sr. Bravo Murillo sin duda no consideró legales estas razones porque los poderes constituyentes no tienen tribunales, porque no hay fuerza que mande sobre ellos. Es verdad, Señores: por eso las leyes son santas; por eso, como no hay poder en este mundo sobre esos poderes, nosotros ponemos por testigo al cielo; por eso esta ahí ese Crucifijo; por eso ante Él se jura, y la sanción queda en el fondo íntimo de la conciencia. Por eso los Reyes ponen la mano sobre los Evangelios; por eso los representantes de los pueblos se hincan de rodillas a la vista de todos; por eso decimos, que cuando traspasemos esos límites, Dios nos confunda; y por eso Dios nos confunde; porque la Providencia, que es la lógica y el orden eterno, para castigar las infracciones de la moralidad tiene verdugos encargados de la justicia; y estos verdugos son las reacciones y los trastornos de los pueblos.

Ésta es, Señores, la cuestión; el hecho y el derecho; la justicia o la injusticia; la incertidumbre continua o la estabilidad; el orden o la anarquía; mis principios, los principios con que combato la reforma, o los principios del Sr. Bravo Murillo, que no me atrevo a creer que sean los suyos. Ésta es la cuestión: yo no tengo fuerzas para levantarla; pero con toda la vehemencia de mi corazón, con toda la sinceridad de mis intenciones, invoco el testimonio del Congreso y de todos los Señores Diputados que vengan detrás de mí, para que así la consideren, y no la reduzcan, como ha estado hasta ahora, a los términos de una cuestión forense, a una cuestión de Gabinete, a una cuestión ministerial. No, Señores; es cuestión de porvenir, de moralidad; cuestión inmensa en que está comprometida la tranquilidad pública de las sociedades futuras.

Yo, Señores, cuando me he decidido a romper con las opiniones de mis amigos, porque tengo la desgracia de verme separado de aquellas personas a quienes más quería, a quienes estaba acostumbrado a respetar, a quienes toda mi vida miraré y respetaré como a superiores, lo he hecho por un sentimiento profundo de moralidad, de religión, de porvenir de mi Patria, que he soñado glorioso, feliz, de unión para todos los españoles.

En ese terreno he colocado yo la cuestión de reforma constitucional: es menester que nos elevemos un poco. No somos sólo jurisconsultos, no somos legisladores ordinarios; somos poder constituyente; al decidir la cuestión decidimos una cuestión de porvenir, porque no se hace solamente para esta época.

Señores, habiendo hablado de esta suerte en defensa de la Constitución de 1837, puede que haya quien crea que es para mí una cosa veneranda, respetabilísima, sagrada en cuanto serlo puede obra de los hombres, y que le tengo un cariño entrañable.

No, Señores: la Constitución de 1837 no es obra mía, ni de mi partido: sin duda ninguna no está en consonancia con la mayor parte de mis ideas. Porque es la ley existente del Estado, la defiendo; como defendería el Estatuto, como defendería la Constitución republicana de cualquier país; porque es ley. Pero tampoco he podido ver sin cierta especie de desagrado, por lo mismo que la hemos jurado todos, y yo estaba en la obligación de defenderla, el que se haya (por decirlo así) baldonado la Constitución de 37, haciéndose la historia de sus vicisitudes, de su origen. Señores, a mí me importan poco los orígenes de las cosas; no hay cuestión más ociosa para mí en este mundo. El Sr. Collantes, el Sr. Bravo Murillo, personas de toda mi atención y aprecio, y otros Señores han hablado aquí del origen bastardo, del origen ilegal de la Constitución de 1837. Ya he dicho que yo no voy al origen de esa Constitución.Un hombre puede ser el fruto de un crimen, de un adulterio, de un incesto; y sin embargo su ofensa, y hasta echarle en cara este origen, será un delito; su asesinato un crimen. La vida de ese hombre es siempre respetable: acaso puede ser preciosa. Ese hombre puede ser un santo, un mártir, un héroe, un filósofo. En las constituciones además sucede lo mismo que en las dinastías; no hay Constitución que no haya empezado por una revuelta; no hay dinastía que no haya empezado por una usurpación, por una conquista. Si fuésemos a buscar el origen de todas las Constituciones, veríamos que acaso no hay ninguna en Europa sin su motín de la Granja.

Pero permítaseme enumerar, como se ha permitido a otros atacarla, los altos títulos y la santidad de esa ley. Cualquiera que hubiera sido el origen de aquella ley; cualquiera que hubiera sido la ilegalidad de los hechos que trajeron la Asamblea que la decretó, sin duda aquella Asamblea fue prudente; sin duda ninguna se contuvo, en los límites que le señalaron algunos de sus ilustrados individuos; sin duda ninguna no exageró el principio que le había dado origen. Aquella Asamblea restauró la Monarquía; la Constitución de 1812 que regía entonces la había abolido. El veto, la sanción Real, la prerrogativa de disolver las Cortes que se dio a la Corona, restauraron el Trono. Verdad, es, Señores, que quedaron depositadas, como un sedimento de revoluciones, una porción de ideas anárquicas y de los principios que entonces bullían en el seno de aquella sociedad. ¿Pero creerán los señores que predican la reforma, que no han de quedar principios anárquicos en la Constitución reformada? ¿Creerán que cuando veamos la Constitución reformada, dentro de diez o doce años, no nos hemos de admirar nosotros mismos de que hayan consignado algunos de los señores que pasan por más hombres de gobierno las contradicciones, que quedarán todavía en esa obra, aún reformada, con los mismos principios monárquicos?

Sí, Señores, nos hemos de admirar todavía. Yo pudiera señalar algunas; pero es tarea muy pesada. Nosotros mismos nos hemos de reír de nuestra obra, considerada filosóficamente, como nos reímos ahora de los constituyentes de 1812, que en una misma página pusieron la soberanía nacional y el derecho divino, invocando a la Santísima Trinidad. De estas contradicciones se habrán de encontrar en la Constitución reformada. Mas volviendo a la de 1837, como quiera que sea la Corona la aceptó. Ahora decís que queréis quitar el preámbulo: ¿y qué importa, Señores, el preámbulo cuando ha quedado la Historia? ¿Borraréis de la Historia los hechos? ¿Borraréis los hechos de aquel día? ¿Borraréis las palabras que S. M. la Reina Gobernadora pronunció al aceptarla?¿Borraréis eso? Eso quedará consignado: eso lo sabrán los pueblos; lo han sabido ya; lo que ya ha sido no puede dejar de haber sido. Pues si eso queda, y eso no puede menos de quedar, no vale la pena de quitar lo que suprimir pretendéis.

Aquél, Señores, aquél fue un gran día; ¡yo me acuerdo de él! La Nación salía de una crisis; el Trono salía de un peligro; todos los partidos se hallaban representados en la nueva Constitución; era una transacción común; era un preludio de paz y reconciliación.

Los emigrados que estaban en Francia, en Inglaterra, en el Peñón de Gibraltar iban a volver a su patria. Los amigos se estrechaban la mano en la calle; la Reina era llevada al santuario de las leyes en triunfo y con aplausos de todos, con un mar de pueblo, en el que confluían los torrentes de todos los partidos, que aquel suceso volvía a unir. ¡Era un gran día, Señores!... yo me acuerdo de él, de aquel día de la inauguración de la Constitución. Después la aceptamos, la juramos todos; los emigrados, los que estaban en el destierro entonces, no dijeron que era mala. La juramos; fuimos con ella Diputados; fuimos Ministros; la juraron los funcionarios públicos; la juró el pueblo, la juró el ejército al frente del enemigo; la juraron aquellos soldados que más tarde se retiraron a sus casas, y volvieron a ellas con el eco de la Constitución de 37, con aquel eco al oír el cual habían sido heridos y mutilados. ¿Y pretendéis reformar ese sentimiento, anular esa memoria? ¡Vano empeño! Después que los monárquicos constitucionales la juramos, vinieron y la aceptaron los carlistas, que también son españoles. Hubo el día de Vergara, y en aquel día, a la sombra de la bandera de la Constitución de 1837, descansaron los ejércitos beligerantes. ¡También fue gran día aquel!... ¡Reformad lo que queráis; borrar y suprimir los tiempos no podéis!... Pero a bien que no encontraréis en ninguna Constitución de Europa una página más bella que aquel acontecimiento.

Después vino Setiembre: ¿y con qué combatimos a la revolución de Setiembre? ¿Con qué combatimos la usurpación entronizada? ¿Con qué principios combatimos la deslealtad de un perjuro? ¿Con qué principios defendimos la conculcación de las leyes? Primero asegurando que no había sido -¡y poníamos por testigo al cielo!- nunca la intención del Parlamento ni de la Corona violar la ley fundamental en el artículo que tomaba por pretesto la revolución; afirmábamos una y cien veces que no había infracción de la Constitución. Yo me acuerdo del 1.º de Setiembre; yo también, no caudillo, sino pobre soldado de un grande ejército, recogí en la derrota una bandera, y con tres o cuatro más ocupamos una altura para ver si podíamos reunir nuestro partido. Esa altura fue la redacción de un periódico: ¿y cuál fue nuestra bandera entonces?

Era la Constitución de 1837 íntegra; nosotros no dijimos que era anárquica; que se debía reformar, no; lo que dijimos fue que no había sido nuestro intento reformarla. Y todavía vino Octubre; y los sucesos de Octubre son un borrón del poder de aquella época, porque los sublevados de Octubre no iban contra la Constitución; iban sólo contra una persona. Fue tiránico el poder porque aquélla fue una revolución personal y no política; por eso acusamos al poder, y le llamamos tiránico y sanguinario; por eso aceptamos por nuestras las víctimas de aquel día, víctimas que murieron diciendo: «¡Viva la Constitución!» Por eso algunos de los que entonces huyeron de aquel sacrificio cruento, votan conmigo, como un eco que sale de las tumbas de los mártires de Octubre.

Y después de aquellas escenas terribles la conducta del Regente fue un delito porque quería ir contra la Constitución, quería reformar un artículo solo, y esto bastaba.

Señores, por muy prevenidos que ahora estemos, como debemos estarlo, contra los revolucionarios de las calles, los revolucionarios asesinos (y vuelvo a protestar que para esos no hablo, porque son enemigos míos, son enemigos de todo Gobierno, son facciosos, y a esos no se los ataca con otros razonamientos que el cañón y el cadalso), no olvidemos al partido que se unió a nosotros en aquella lucha, el partido legítimo a quien nos abrazamos. A los que se reunieron con nosotros para hacer la guerra al poder ilegítimo de entonces, no les dijimos que iba a reformarse la Constitución. Si se lo hubiéramos dicho, acaso no nos hubieran seguido. Y aquí creo muy del caso repetir aquellas palabras del elocuente discurso de un Diputado por Vizcaya, el Sr. Olano: «lo que prometo a los enemigos cuando están con las armas en la mano, no dejo de cumplirlo cuando están desarmados.»

Todavía, si después de aquellos sucesos hubieran pasado muchos años; todavía si se hubieran modificado las condiciones de la sociedad, todavía si hubieran pasado otras revoluciones; todavía si hubiera otro reinado; todavía si hubiera otras circunstancias que hicieran indispensable y necesaria la reforma; si hubieran variado las bases de aquel estado social, todavía podía ponerse en discusión si era útil la reforma de aquella ley que tomamos por bandera. ¡Pero si hace diez meses nada más; si resuenan todavía las palabras del manifiesto del Sr. Pidal; palabras que leyó el otro día el Sr. Posada Herrera; si resuena aquí en estas bóvedas la grave, la elocuente voz, la voz sincera del Sr. Martínez de la Rosa, que dijo que todo lo que era más allá de la Constitución de 1837, que todo lo que era menos de la Constitución de 1837 era un crimen. Hubo después un movimiento centralista con objeto de reformar la Constitución: ¿con qué se le combatió? Con la ley fundamental, con la ley aceptada por todos, con la Constitución de 1837. El proyecto de la junta centralista era reformar la Constitución del Estado, y por eso era faccioso. Y los hombres que fueron a hacer la guerra a esos facciosos, pues facciosos eran, ¿qué invocaban? La Constitución de 1837. A los que iban a combatirlos, que eran sus propios amigos, se les dijo expresamente, se les prometió que no se haría alteración en la Constitución de 1837. Se hicieron solemnes estipulaciones, solemnes promesas. Los que combatieron las sublevaciones centralistas, y algunos están a mi lado y votan conmigo, combatieron por la Constitución de 1837. Todavía hubo sangre para santificar la Constitución de 1837: todavía hubo víctimas, y todavía salió ilesa de ese ataque.

Disimúleme el Congreso que me haya detenido más de lo que pensaba en estas explicaciones, porque he querido manifestar lo que ha valido, lo que ha costado la ley política que tan ligeramente se quiere reformar. Y téngase presente, Señores, que he dicho que no estaba teóricamente entusiasmado por ella, porque no está hecha con mis principios, con los principios de mi partido. Pero no olvidemos que tampoco está hecha con los principios del otro partido: no está hecha con los principios de ninguno exclusivamente; está hecha con los de todos. Y si por eso es buena, por eso también no puede ser perfecta: es más; porque ninguno exclusivamente la hizo, no hay tampoco ningún partido que tenga el derecho de perfeccionarla.

Yo admito y comprendo los principios absolutistas; y aunque tan lejos de los míos, comprendo que dentro de ellos, como hay una voluntad más alta que da la ley, puede imponerse esta voluntad a todas las fracciones políticas. Pero dentro de las condiciones y de la teoría constitucional no entiendo cómo a nombre de la perfección que se cree existe en los principios de un partido, pueda pretenderse que esa ha de ser la perfección de la ley fundamental. Será ésta la perfección según los principios de ese partido; pero la perfección para el otro será otra Constitución diversa; democrática, por ejemplo. La Constitución actual, repito, no tenemos nosotros derecho a perfeccionarla. Ésta es la ley de los gobiernos representativos: si eso es bueno, no lo sé; pero sé que eso es.

Tal como es hoy, la Constitución de 1837 es la representación de la sociedad española con su soberanía nacional por delante, con su veto, con sus principios anárquicos impracticables, con otros principios que no son anárquicos, y que no se han experimentado porque aún no se han puesto en ejecución. Eso... eso es la representación de la sociedad española tal como es, tal como los amantes y profesores del sistema representativo deben concebir una Constitución; no acaso como la concibo yo. No sería así, de cierto, si la hubiéramos hecho nosotros. Pero ya lo he dicho antes: esa Constitución no la ha hecho nadie; la ha hecho la revolvición; y por mucho que tronemos contra esa palabra, en revolución estamos todavía. La Constitución de 1837 es la representación de toda la época por que hemos atravesado; es una guerra dinástica, es una campaña desastrosa, una administración desafortunada, un motín, dos regencias; una, legítima, asesinada por la revolución, y la otra, muerta por la revolución también; un Trono que de ella sale ileso, una Constitución que surge también ilesa como el Trono. Es verdad que el Trono tiene mil cuatrocientos años de antigüedad; pero la Constitución, aunque ahora nace, tampoco es nueva; es antigua, porque han pasado por ella los acontecimientos de tres siglos. Es antigua, pues, además de ser santa.

Y no creo por eso, Señores, que la Constitución haya de ser eterna, que la Constitución sea inmutable, que la Constitución no sea reformable: muy lejos estoy de profesar este absurdo principio. De ninguna manera. Las Constituciones se reforman; hay que reformarlas, y la de 1837 tendrá que reformarse: pero cuenta, Señores, con que las Constituciones sólo se reforman cuando hay una necesidad absoluta de ello, una necesidad que excuse toda demostración. Yo me alegro de que los Sres. Ministros den muestras de que existe esa necesidad; cabalmente el convencerme de eso es lo que me hace falta para votar por la reforma.

Yo bien sé que las Constituciones tampoco se reforman, por lo general, parlamentariamente. A la reforma de las Constituciones, los pueblos y los escritores públicos han solido llamarlas revoluciones; y si bien algunas veces se hacen parlamentariamente, es cuando la necesidad es palpable; que entonces los partidos se unen para realizarlas. Un ejemplo tenemos sin salir de este salón de cómo se reforman las leyes constitucionales. El ejemplo es la declaración de la mayoría de la Reina. Cuando la necesidad es apremiante; cuando está en el deseo de todos; cuando se reúnen en la Asamblea todos los partidos, y al procederse a la votación sólo cuatro votos discrepan; cuando a cada voto que se da, estalla un clamoreo de vivas; cuando el cañón truena fuera del Congreso para anunciar a los habitantes que aquella necesidad está satisfecha, y al oírle se hincan las gentes de hinojos para dar vivas a la Reina, entonces, entonces sí que se modifican las Constituciones. ¿Pensáis reformar así la Constitución de 1837? Pues aguardad; tiempos vendrán que hagan sentir la necesidad de la reforma, y entonces se hará como os la he dicho. Pero no se puede contar la vida lenta de los pueblos por los péndulos de los bufetes ministeriales.

También se reforman las Constituciones por golpes de Estado: sí, Señores; hay épocas en que estos golpes se dan, porque las condiciones de la sociedad hacen que para el poder constituyente sea fácil y acaso indispensable esta reforma; y entonces es legítima. Yo no temo decirlo así, porque me propongo no aventurar ninguna teoría, que no pueda explicar. Hay, Señores, épocas en que de tal manera están relajados los vínculos sociales; en que están tan corrompidas las sociedades, que la parte sana de éstas se encarna en los Reyes, que son los representantes del Estado; y entonces ellos ejercen el poder constituyente. Pero esos son golpes regios que emanan de la sola voluntad y de la alta institución e iniciativa de los Reyes, de Reyes adultos y fuertes que pueden tenerla; y no golpes de Estado ministeriales: Éstos no los hay; no los conozco ni los admito; ni golpes de Estado parlamentarios tampoco.

No lo digo por alusión ninguna; pero sin embargo, al hablar de golpes de Estado parlamentarios he querido y quiero refutar la opinión de aquéllos que dicen que la reforma de la Constitución debía pasar sin discusión, y que pues uno de los peligros que vemos en la reforma es la discusión, estaba en nuestra mano evitar este inconveniente no discutiéndola. Cabalmente si uno de los peligros que tiene el plantear la reforma es la necesidad de la discusión, peor sería si no se discutiera. Más grave inconveniente hay en que no se discuta; porque entonces parecería una protesta silenciosa de la minoría: parecería una resignación triste y forzada; parecería que no se había tenido libertad para discutir, y llevaría la reforma las desventajas de parecer producto de la violencia de una facción tiránica o de una coacción moral. Y esto no es verdad: la Constitución, si se reforma, no debe tener la apariencia de haber sido protestada silenciosamente, sino que debe llevar el testimonio de la discusión, porque la discusión es el testimonio de la conciencia y de la libertad. Pero los inconvenientes de la discusión, ¿los ha considerado el Gobierno? La discusión de todos los principios constitucionales es en sí misma una revolución. Sin duda ninguna que lo es.

Esa discusión debe ser larga, debe ser extensa, debe comprender todos los puntos de la organización social; deben traerse a discusión todas las grandes cuestiones que surgen y palpitan dentro de la misma sociedad. Todos los intereses, todo el edificio social queda, como he dicho antes, en descubierto. ¡En verdad que la sola idea de tantas y tan grandes cosas me estremece! Por la discusión de la reforma de la ley fundamental se llegará al Senado. ¿Será posible tratar del Senado sin levantar la gran cuestión de la aristocracia, y traer con ella la de las vinculaciones? Pues estas solas cuestiones pueden dar materia para una discusión sumamente grave. Llegaremos a la cuestión de regencia, Señores; y entonces vendrá aquí la odiosidad de las cuestiones de las líneas excluidas; y otras todavía más personales y más indiscutibles. Y vendrá aquí la cuestión del jurado, y vendrá aquí, por un inflexible círculo vicioso, la cuestión del casamiento, que se ha querido evitar con el artículo reformado: ¡y habremos de traer a plaza a este Congreso el tálamo de la Reina! ¡Ah, Señores! Es muy fácil decir en la expansión de la amistad, decir en un corrillo y entre nosotros familiarmente, que no se puede discutir y que no se debe discutir la reforma; ¡sí, Señores! Pero, después, cuando se tratan seriamente los negocios públicos; después, cuando se traen a la arena del Parlamento las cuestiones más transcendentales de la política, no se puede, no Señores, no se puede entonces, por decoro nacional, por decoro del partido mismo, no se puede someter a ninguno de los partidos a una votación de gesticulaciones mudas: no se pueden pasar en silencio las cuestiones más graves y transcendentales que cabe someter a la deliberación de los hombres.

Pues ved aquí puesto el proyecto de reforma en esa triste alternativa: entre los peligros de la discusión, y los inconvenientes y peligros todavía mayores de la no discusión.¿Cuál es el expediente que queda? El que nosotros proponemos, Señores; el aplazar la cuestión de reforma, el no discutirla; y para no discutirla, el no proponerla. Y todavía, Señores, ya que los ministros no han considerado estos inconvenientes; ya que no han temido abusar de aquella longanimidad del partido monárquico contra la cual han declamado tantas veces y con tanta razón, todavía nosotros, que no hacemos cuestión ministerial de esta cuestión política, podríamos aceptar, y sin duda aceptaríamos, sin ella, al Ministerio actual, y no sería cuestión de Gabinete para nuestra conciencia, porque la cuestión política de hoy no es la gobernación; la cuestión política no es el Gobierno. Nosotros no vemos necesidad ninguna; nosotros no vemos utilidad alguna; nosotros no vemos medio alguno de gobierno dado al Gabinete por esa reforma. No vemos, no sólo ninguna necesidad, sino ningún resultado que valga la pena de una discusión de dos horas. Si la necesidad ha de discutirse, ya la necesidad no es evidente. Y ya lo he dicho, y no me cansaré de repetirlo; dadme la necesidad evidente, y yo votaré la reforma, porque entonces la reforma estará hecha. Mas ¿qué me dais, qué me traéis?... ¡Me traéis la discusión!... pues entonces, con semejante discusión, me proponéis y me arrastráis al absurdo.

Pero digo que veo la inutilidad política: porque ¿qué se adelanta con la reforma? ¿Qué se adelanta con las que se proponen en la Constitución? La reforma del Senado, ¿creará aristocracia en el país? ¿Hará variar los individuos que han de ejercer el poder político en la segunda Cámara? ¿Hemos de ir a buscar los Lores de Inglaterra o los Pares de Francia? No, Señores: los buscaremos, tendremos forzosamente que tomarlos de esos mismos hombres que hasta aquí elegía la Corona; con que es decir que, sin duda alguna, el poder político de la segunda Cámara habrá de quedar depositado en las mismas manos que hoy día lo ejercen. ¿Le da, pues, vuestra reforma algún medio de gobierno al país? ¿Le da algún medio al Gabinete?

Señores, ayer se nos explicaron aquí dos doctrinas enteramente contradictorias, por individuos que sin embargo se apoyaban uno a otro en lo que decían. El Sr. Collantes decía que no se podía hacer la reforma sin leyes orgánicas, y sin embargo la apoyaba; y el Sr. Bravo Murillo, apoyando, según nos decía, las ideas del Sr. Collantes, nos afirmaba que las leyes orgánicas eran enteramente inconexas con el sistema político; y que porque hubiera otra organización de ayuntamientos, de diputaciones provinciales, porque hubiera reformas en la hacienda y en la administración, y éstas cobraran vigor, no se alteraban las condiciones políticas de la ley fundamental ni el ejercicio de los poderes públicos: que el Senado quedaría lo mismo, aun cuando se alterasen ciertos artículos de la ley fundamental. ¿Y qué prueba esto, Señores? Lo que nos dijo S. S. y digo yo: que ninguna conexión hay entre la Constitución y las leyes orgánicas: que la Constitución no da ningún medio de gobierno al que ejerce el poder, porque es enteramente inconexa una cosa con la otra. Y esto es una verdad, pues la Constitución no es más que la ley de acción de los poderes públicos. Con nuestra actual Constitución puede haber leyes orgánicas muy democráticas, así como puede haberlas más restrictivas que en la Monarquía más pura. Con la Constitución, reformada y sin reformar, puede haber un déficit inmenso, así como puede haber un buen sistema de hacienda. Con la Constitución puede haber jefes políticos ilustrados, o autoridades despóticas. Las leyes orgánicas son independientes enteramente del código fundamental; y en el momento en que las leyes orgánicas que el Gobierno está resuelto a pedir al Congreso, estén autorizadas por éste, el Gabinete podrá disponer de todos los medios que sean necesarios para gobernar; y si no gobernase sería porque no podría gobernar con ninguna Constitución ni reformada ni sin reformar; sería que no habría comprendido qué es gobernar, ni cómo se gobierna.

Y aquí, Señores, tengo también que contestar a otro de los argumentos que en este recinto se ha hecho para prueba de la necesidad de reformar la Constitución. Es a saber: que habiendo sido violada, habiéndose experimentado que muchas y repetidas veces los diversos Gobiernos que se han succedido no han podido gobernar con ella, es preciso, para que la ley fundamental sea una verdad, que se ponga en armonía con las necesidades de todo Gobierno, a fin de que no sea un embarazo al poder ejecutivo. Así se ha dicho, y por cierto que no es nuevo; pero esto cae por su propio peso.

En primer lugar hay mucha exageración en las violaciones de los artículos y en los cargos que se han hecho a los Gobiernos acerca de haberlos violado. Los artículos de ella, unos hay que han estado siempre en desuso, y otros no se han practicado nunca; pero no han sido muchos los violados e infringidos; y en esto hago justicia no sólo al Gabinete actual, sino a todos los demás.

Siempre me tendrán a su lado en esta cuestión, siempre los defenderé con mi débil voto y con mi humilde palabra, cuando se trate de hacerles cargo de que han traspasado la valla de la legalidad: pero cabalmente los artículos sobre que versa la reforma... (y permítame el Sr. Presidente con su indulgencia que pase algo más allá del párrafo que se discute, porque la cuestión de reforma está entablada, yo tengo que hablar acerca de ella, y no podré hacerlo acaso en otra ocasión, porque estoy persuadido de que ha de votarse este párrafo.) Decía, pues, que la mayor parte de los artículos cuya necesidad de reforma se inculca, jamás han ofrecido obstáculos, ni se han violado jamás por ningún Gobierno, y al mismo tiempo no se pretende reformar otros que jamás se han observado, como el principio de la inamovilidad de los jueces, la presentación de los presupuestos, las garantías individuales. Pues en verdad que el artículo en que están consignadas ha sido muchas veces violado durante administraciones, que, como el otro día ha dicho un Ministro de la Corona, eran más un estado de guerra permanente que un estado normal de administración. Pero con la Constitución reformada, en la cual no se reforma ese artículo, ¿habrá un Gobierno que responda de no volverle a infringir? ¿Habrá un Gobierno que esté tan seguro del porvenir, que asegure que no tendrá que apelar a medidas excepcionales, a medidas de rigor, a medidas de guerra, que hace indispensables la presentación de los facciosos en las calles públicas, y que no tendrá que pasar mil veces por encima de ese artículo en aquellos momentos supremos en que los Gobiernos tienen que prescindir de todo para salvar al país? Con reforma y sin reforma, por encima de ese artículo habrán de pasar todos.

Y si no hay ese artículo que les ponga obstáculos, las circunstancias diversas en que se encuentran las administraciones, las crisis políticas y las revolucionarias, que no se presentan siempre con los mismos aspectos, pondrán a los Gobiernos en el caso de traspasar otros artículos, y de venir el día siguiente a presentar otra reforma constitucional por la necesidad en que se han visto de traspasarlos.

Pues, Señores, si esto no puede ni debe ser así, no debemos nosotros dar este ejemplo. Debe haber una inmutabilidad, una santidad en las leyes, con la cual, sin embargo, los Gobiernos pueden tener facultades discrecionales para mantener la seguridad pública cuando ocurran necesidades apremiantes que se podrán acaso evitar, pero no con reformas constitucionales, sino con buenas leyes, robusteciendo el poder civil, y dictando aquellas medidas que más que mi imaginación, el genio de los gobernantes sabrá idear para reprimir las turbulencias. Si eso no fuese bastante, todos los Gobiernos tendrán que salvar las formas constitucionales, y presentarse después al Parlamento diciendo: «absolvedme, porque he infringido la ley, pero he salvado a la Patria.»

Y todavía, Señores, todavía pudiera ponerse más en relieve la inutilidad, la innecesidad de tocar a la ley fundamental. La reforma, tal como la ha propuesto el Gobierno, puede suceder que en la discusión individuada de sus pormenores sufra modificaciones que la alteren, y no corresponda ya al pensamiento con que se ha presentado. Y entonces, Señores, ¿cuál será el fundamento de esa reforma? ¿En qué estará motivada? Si la organización del Senado se alterase en otro sentido; si la libertad de imprenta quedase exclusivamente encargada al jurado; si el artículo del matrimonio de los Reyes sufriera otra variación; si la Regencia se hubiera de conferir en distinta forma, ¿qué quedaría de la reforma constitucional que hoy se intenta?

No descenderé yo a esas cuestiones, Señores, porque me basta apuntarlas; ¡no descenderé a desentrañarlas ni ahora ni nunca! Cuando se hayan de tratar, me estremeceré; creeré que vacilan los cimientos del edificio social; me figuraré que estoy en un edificio con las vigas desencajadas, con las bóvedas abiertas, sin arcos, sin estribos, sin pilares. Esa discusión me dará miedo; me darán vértigos; y recordaré unas terribles palabras del Sr. Martínez de la Rosa, que como todas las de S. S., tienen la propiedad de grabarse estereotípicamente en la memoria; cuando dijo que «siempre que se toca a los fundamentos del Trono, vacila éste y se resiente, aunque se toquen para afirmarle.» No soy yo, Señores, es el Sr. Martínez de la Rosa, el elocuente orador del Gobierno, el que lo ha dicho. No descenderé nunca, repito, a esas cuestiones parciales, y por eso he tratado la general en este párrafo del discurso, y también la he tratado aquí, porque en el mismo discurso se nos dice que después de discutida la reforma constitucional, habremos de dedicarnos a la discusión de otras leyes que el país necesita.

No, Señores, no puede ser eso; y ésta es una de las razones que tengo para oponerme a la reforma. La discusión de una Constitución gasta a un Parlamento, aunque sea de bronce; le deja sin fuerzas y sin vida; le deja postrado. La discusión de la reforma, si se aprueba, provoca necesariamente unas nuevas elecciones; y entonces, Señores, ¿qué leyes habremos hecho? ¿qué tareas de Gobierno, qué obras, qué trabajos de administración podremos presentar a nuestros comitentes? ¿Todavía habremos de salir de aquí los monárquicos como en el año de 1838, sin dejar dotada a la Nación con leyes benéficas, con medios de gobierno que puedan hacer la felicidad pública? Si entonces fue por repetidas interpelaciones de una parte del Parlamento, ahora sería por una gran interpelación política hecha por el Gobierno. ¿Todavía al volver a nuestras casas dejaremos la Hacienda asomada a la bancarrota, dejaremos la administración pública hecha un caos, dejaremos los presupuestos por hacer, dejaremos nuestras colonias en peligro, dejaremos que los súbditos de la nación española sean fusilados sin volver la vista a un pabellón que los proteja, o echados a pique al frente de sus playas; dejaremos que las dos provincias que represento, porque así lo puedo decir, aquella en que he nacido y aquella que me ha nombrado, estén incomunicadas del resto de la nación por falta de caminos y de obras públicas? ¿Qué diremos a los electores que les dejamos? Doscientos Senadores vitalicios, y principios... y una ley más perfecta, y unas nuevas elecciones... ¡Unas nuevas elecciones, Señores!... la tela de Penólope para los elegidos, y el trabajo de Sísifo para los electores.

Habiendo contestado al orador en la forma que tuvo por conveniente, y consta en el Diario de las Sesiones, el Sr. Pidal, Ministro de la Gobernación entonces, el señor Pastor Díaz rectificó de la manera siguiente:

El Sr. PASTOR DÍAZ: El Congreso me disimulará que guarde para otra ocasión y para otra vez que la tenga de tomar la palabra, el contestar no a equivocaciones, a interpretaciones exageradas, a interpretaciones fuera de su lugar que el Sr. Ministro de la Gobernación ha tenido por conveniente dar a mis palabras. Sin embargo, yo me felicito de que en cierta manera, permítaseme decirlo, se haya levantado la discusión desde el terreno en que anteriormente se arrastraba, y que mi pobre discurso haya dado lugar a que el Sr. Ministro de la Gobernación haya hecho lo que hasta ahora no se había verificado, motivando a la faz de la Nación la reforma de la Constitución que se intenta.

Uno de los inconvenientes que tiene esta discusión, sin embargo, es hacer entrar a los Parlamentos en discusiones académicas. Mi discurso y el del Sr. Pidal han tenido que resentirse de esta necesidad. En cambio yo felicito al Sr. Pidal de haberme dado, entre tantas lecciones como tengo recibidas de S. S., una lección tan brillante de Derecho público. Se ha dicho que las frases deben examinarse en el sitio en que están, en el lugar en que se pronuncian. Si hubiera S. S. examinado las expresiones de que ha tomado acta, del sitio y del lugar en que yo las he dicho, y hubiese considerado los fines con que yo las he pronunciado, no me hubiera atribuido ideas que no tengo, ideas que nunca puedo abrigar.

Ha dicho S. S., entre otras cosas, que yo había puesto la Constitución tan alta como el Trono. Es menester ver cómo lo he dicho y dónde lo he dicho. Yo sé lo que es la Constitución del Estado, lo que es la Carta constitucional, por mejor decir; sé que las constituciones son la forma arquitectónica, la organización social de un país. La Carta constitucional de un país no puede, pues, en absoluto estar tan alta como el Trono; pero cuando se habla, como yo hablaba entonces, de un partido que al tiempo de reformar la Constitución, podía suprimir un artículo, en que se consignan las prerrogativas del Trono y el Trono mismo, en ese caso se puede decir que la Carta constitucional está tan alta como el Trono, porque a esa discusión se pueden llevar las prerrogativas del Trono y el Trono mismo. -He aquí el sentido en que yo lo dije y cómo lo dije.

También ha dicho el Sr. Ministro de la Gobernación que yo he querido poner la santidad del juramento en contraposición de la legitimidad, por decirlo así, de la Constitución una vez reformada. No, Señores; lejos de haber dicho eso, he afirmado precisamente lo contrario. Yo he dicho en mi discurso que después de reformada la Constitución, yo sería el primero en acatarla como ley política del Estado; no tendrá defensor más leal ni más sincero: más hábiles, más entendidos, más ilustrados, sí; pero ninguno que la acate y reverencie tanto como yo, o a lo menos más que yo. Lo que sí he dicho es que cuando se trata de esos deberes de justicia que ligan a los Diputados con las leyes fundamentales; cuando se trata de deslindar las facultades de los poderes constituyentes, y lo que deben ser las leyes ante sus ojos y en su corazón, para no tocarlas sino en los casos de necesidad extrema, he dicho, y repito, que entonces, como los poderes no tienen garantía, deben acordarse los Diputados de lo que han jurado. Eso es lo que yo he dicho.

También ha dicho el Sr. Pidal que el reconocer que la Constitución puede reformarse y debe reformarse cuando hay necesidad absoluta de que se reforme, induce contradicción con la aseveración de que generalmente las constituciones se reforman revolucionariamente. Yo no veo contradicción ninguna; y sobre todo, la, enseñanza, de esta verdad no está en mí, sino en la Historia. Necesidad ha habido muchas veces de reformar las constituciones de los pueblos; y díganos el Sr. Pidal, tan entendido en los anales europeos, si las reformas se han hecho, por lo general, parlamentariamente. Las reformas de las constituciones están fuera del cuadro de las constituciones mismas; cuando los vínculos que unen a los poderes se relajan, entonces se ven esas mareas, esos choques, esos cataclismos sociales, porque los pueblos salen de madre, y las constituciones quedan reformadas; la sociedad que sólo así puede vivir, como las necesita, las hace.

Ha dicho también el Sr. Pidal que mis argumentos son una exageración; que tienden a suponer en S. S. la destrucción de la Constitución de la monarquía. He reconocido en S. S. un constitucionalismo superior al mío. Yo he dicho que no apelaría a esos argumentos vulgares de decir que la reforma era liberticida; que era destruir las garantías constitucionales; que la reforma es la destrucción de la Constitución. No, señores: la reforma no es más que la reforma, y con esto solo basta y sobra: y cuando he dicho que la reforma proyectada no traía sino los inconvenientes que siempre produce la variación en parte de la ley fundamental, es una prueba de que no veía en ella sino la modificación sobre puntos subalternos. Pero también he dicho que todos los argumentos que se hacían valer cuando se trata de los puntos subalternos, pudieran hacerlos valer los revolucionarios si llegaran a hacer ellos la reforma, para tocar a otros que ya no lo serían.

Paso por alto el sentido en que ha tomado mis palabras el Sr. Ministro de la Gobernación: sólo diré que al rebatir uno de mis argumentos de que la Constitución no estaba hecha con mis principios, ha añadido que sí lo estaba con los suyos, y más adelante que era necesario reformarla porque no estaba enteramente ajustada a sus doctrinas. Yo no comprendo esto; porque si está hecha con los principios de S. S., no sé por qué ahora dice que desea ajustarla a sus doctrinas. Señores, la Constitución de 1837 no está hecha con mis principios; no obstante, lo está con los de todos, porque todos tenemos allí una parte, como que fue una transacción entre todos los partidos.

Sobre todo, el Sr. Pidal me ha atribuido la idea de echar el ridículo sobre la reforma. De ninguna manera. Si en mi juicio fuera una cosa ridícula, no me hubiera atrevido a abusar por tanto tiempo, como lo he hecho hoy, de la bondad del Congreso. La reforma no puede ser una cosa ridícula: la Constitución no puede ser tampoco una cosa ridícula; la Constitución reformada, cualesquiera que sean los argumentos que hagamos aquí, la Constitución reformada será santa a mis ojos, porque Dios ha hecho santas las leyes.