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Obras narrativas desconocidas

Pablo de Olavide



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  —IX→  

ArribaAbajoEstudio preliminar

Durante los años de 1964 y 1967, aprovechamos de breves estadas en Madrid y Barcelona para iniciar y desenvolver la búsqueda y la identificación de los textos teatrales -comedias y tragedias- de Olavide, ya fuesen obras originales o traducciones. En 1969, en una tercera estada madrileña, nos fue dado culminar dicha tarea. Quedaron, sin embargo, algunos puntos de esa investigación que pensamos poder esclarecer en el verano del mismo año, en que disfrutamos del tiempo libre que nos permitía la docencia en la Universidad de Buffalo, New York, dotada de una biblioteca riquísima y con servicios sabiamente organizados. Desde su seno, mediante la oficina de interpréstamo, podíamos manejar fondos de casi todas las bibliotecas universitarias de los Estados Unidos y aun algunas públicas o municipales. Averiguando por textos teatrales en otras ediciones, vino a nuestro conocimiento el dato de la existencia de una obra narrativa (y no teatral) de Olavide. Hallado en los fondos de la Biblioteca Pública de New York, tuvimos el encuentro feliz del texto de una novela titulada El incógnito o el fruto de la ambición (en dos volúmenes).

Indagando en el valioso repositorio de la Universidad de Brown (la biblioteca John Carter) en Providence, obtuvimos la evidencia de otra novela titulada Paulina o el amor desinteresado (también en 2 volúmenes). El hallazgo era ciertamente inesperado y desconcertante, pues estas novelas se habían editado en una conocida imprenta neoyorquina (la de Lanuza, Mendia y C.) que en la segunda década del siglo XIX, editó muchos libros españoles o versiones de otros idiomas al castellano. Pero a pesar de la circunstancia de ser éditas estas novelas, no habían sido nunca mencionadas, ni siquiera indirectamente, por ningún crítico, ni figuraban tampoco en ninguna bibliografía. La sorpresa incrementó nuestro afán de búsqueda y en los últimos meses de 1969 hemos sido realmente   —X→   afortunados al hallar nuevos textos narrativos de Olavide en la biblioteca John Widener de la Universidad de Harvard, donde ubicamos Sabina o los grandes sin disfraz y Marcelo o los peligros de la corte, y en la Biblioteca Libre de Filadelfia, otros dos: Lucía o la aldeana virtuosa y Laura o el Sol de Sevilla. Poseemos también ahora el dato suplementario de la existencia de otro texto más, titulado El estudiante o el fruto de la honradez, que aún no hemos podido ubicar, con lo cual totalizamos 7 novelas cabales editadas, en primorosa edición en 16.º -tamaño pequeño- todas en la misma casa editora y el mismo año de 1828. Es curioso además que de ellas sólo se tiene noticia hasta ahora de ejemplares únicos, conservados en las bibliotecas apuntadas.

El incógnito -la más extensa y lograda de sus novelas-, cuenta la historia de un desconocido y desgraciado anciano, arrepentido de la tragedia múltiple que provocó su ambición descontrolada. Dos familias campesinas de vida ejemplar han tenido un hijo, Albano, y una hija, Rufina, que llegados a la edad de la adolescencia se enamoran, dando el más vivo ejemplo del amor puro y sin malicia. En vísperas de casarse, el padre de la novia hace fortuita amistad con un joven noble y rico que lo invita a la ciudad para que disfrute de los placeres y de la vida fácil y refinada. La intención de este joven noble es lograr la seducción de Rufina, de quien se ha enamorado, y convencer al padre ofreciéndole riquezas y goces materiales, para que deshaga los planes de su hija prometida de Albano. Cegado por la ambición, el padre de Rufina consigue frustrar la boda de su hija con Albano y éste desesperado, se arroja a un precipicio y muere. Al poco tiempo Rufina enferma de pena y también sucumbe. El padre reacciona tarde y arrepentido de su ambición malsana.

Marcelo (subtitulada los peligros de la Corte) pretende aleccionar acerca del vicio o la inmoralidad que domina en la ciudad (o corte, como solía designarse a la metrópoli) y sirve para probar la tesis de que el hombre más virtuoso o prudente no puede evitar la acción de las malas artes de hombres perversos o mujeres intrigantes que suelen hallarse en las grandes poblaciones. En contraste -al igual que en El incógnito y Lucía- exalta la sencillez de la vida aldeana o campesina, donde no cabría el ejercicio de las maquinaciones de la maldad humana. Marcelo, hombre acomodado de la provincia, buen esposo y ejemplar padre de familia, decide trasladarse   —XI→   a Madrid, donde hace relación con un marqués vividor y complaciente que lo induce al mal en compañía de una mujerzuela que seduce al provinciano y consume su fortuna. Marcelo arruinado y crédulo, es fácil víctima de una coalición nefasta que llega casi al punto de liquidar los lazos conyugales de Marcelo y su esposa. Al final, se impone la prudente actitud de la esposa doña Martina y el buen sentido de Marcelo que reacciona a tiempo para evitar la tragedia. Una herencia providencial lo salva del descalabro económico y la familia puede rehacerse y vivir en felicidad el resto de sus vidas.

Paulina presenta el caso de amor noble y desinteresado de una plebeya por un marqués enamorado pero sugestionable y sujeto a vanos cálculos y miramientos de clase social. Ella, cuidando cautelosamente su virtud y señorío, consigue al fin, en premio a su generosidad de corazón, ser desposada por el marqués.

Laura o el Sol de Sevilla, es un relato novelesco en que se expone la desgracia que acarrea la jactancia en los hombres que se precian de seductores y por contera, de los excesos a que pueden llevar los celos infundados. Un charlatán desconocido relata en una posada la aventura que ha tenido con la virtuosa y bella mujer del esposo que está presente. Éste, celoso y violento, lo mata en el acto y manda matar a su esposa. El encargado de cumplir esa triste misión desiste de hacerlo y la esposa se oculta en espera que se aclare la situación. Después de muchos días, aparece un sacerdote que ha recibido en secreto la confesión de la criada que se había hecho pasar por la esposa infiel para usufructuar de la recompensa ofrecida por el seductor. La intervención del cura libra de la muerte al acusado y hace propicio el regreso de la esposa fiel e inexpugnable que gestiona y obtiene del Rey el perdón de su celoso e irreflexivo marido.

Lucía o la aldeana virtuosa es la historia de una joven llena de virtudes que emigra a la ciudad para ayudar a su padre enfermo, hortelano en las afueras de Madrid. Encuentra la protección de una dama comprensiva y rica. Lucía logra vencer las intrigas propias de la gente citadina de toda condición y al descubrirse la condición social del padre, que se había refugiado en el campo con su familia para huir de la justicia que lo perseguía por haber dado muerte a un noble insolente   —XII→   en defensa de su honor, la dama protectora consigue el perdón del perseguido, que muere antes de conocer la noticia. Las dos supuestas aldeanas, Lucía y Mariana, son adoptadas como hijas de la caritativa dama y al cabo, se casan «con personas distinguidas».

Sabina (subtitulada los grandes sin disfraz) es relato novelesco en que actúa como protagonista la hija de una familia de alta alcurnia, casada con un joven también noble, que resulta sacrificada por las intrigas cortesanas, odios implacables e inhumanas conjuras de dos miembros de la nobleza: su propio padre, y su suegro, enemigos irreconciliables. Los esposos huyen hacia Lisboa, pero hasta allí les alcanza la suerte adversa. El esposo sin saberlo da muerte a un desconocido que se acerca sospechosamente a su casa. Es prendido y acusado de asesinato de su propio suegro.

Los grandes carecen de los atributos morales de los pequeños y los débiles y Sabina no sólo sufre la intemperancia del padre y el odio del suegro, sino la doblez de otro cortesano influyente que la había pretendido y quien la ultraja a cambio de dar libertad a su esposo. Cuando éste la recobra alcanza sólo los últimos instantes de una esposa que muere de dolor.

Éstas son las seis novelas que ahora publicamos. Por su parte, Juan María Gutiérrez hace referencia bibliográfica a una obra narrativa de la cual, sin haberla leído, cita el título:

El estudiante o el fruto de la honradez. (Por el autor de El Evangelio en Triunfo. New York, en Casa de Lanuza Mendia y C. impresores, libreros, 1828, 1ª, y 2ª partes, 97-80 páginas en 16.º) Es la única de las siete novelas que no obstante estar citada, no hemos podido hallar todavía.

LOS ANTECEDENTES EUROPEOS

La prosa de ficción no había tenido, a raíz de la aparición del Quijote cervantino, una secuencia inmediata en Europa. Después de un lapso de tanteos que abarca todo el XVII hará aparición más coherente, en Inglaterra a tes que en Francia, gracias a dos notables creadores que fueron Samuel Richardson (1689-1762) y Henry Fielding (1707-1754).

Las novelas epistolares Pamela o la virtud recompensada publicada en 1740 y Clarisa o la historia de una joven, de 1748,   —XIII→   dieron fama europea a Richardson. Pamela es una joven hija de campesinos, educada por una noble dama, que pese a tentaciones múltiples salva su virtud y llega a casarse con su patrón o empleador, a quien cura de sus aficiones por las aventuras de amor ilícito. Clarissa es la novela de la virtud perseguida en la historia de otra joven, de familia distinguida y acomodada, quien es seducida por un libertino, con quien después se niega a casarse. Deshonrada se le cierran todas las posibilidades de una vida regular y honorable y muere abandonada. Un primo suyo venga a Clarissa y da muerte en duelo al seductor.

«El propósito manifiesto de Richardson -dice George Saintsbury- y no cabe duda alguna de que era sincero, no era en modo alguno producir obras de arte, sino inculcar lecciones de moralidad. Sin embargo la posteridad (...) reconoció que Richardson era un gran artista aunque en modo alguno impecable (...). Su popularidad fue tan grande en su propia patria como en el extranjero».


(Historia de la literatura inglesa, vol. II, Buenos Aires, Edit. Losada, 1957, p. 43).                


Ese auge fue muy ostensible sobre todo en Francia, donde es prontamente traducido y de donde provenía también su inspiración pues, según la crítica, tomó la idea para sus narraciones de un relato de Marivaux titulado Vida de Mariana, publicado en 1731, el mismo año de la aparición del Manon Lescaut del Abate Prevost.

Richardson -cuya obra narrativa tuvo para el lector común la misma significación que Shakespeare en el teatro o que Chaucer en la poesía inglesa- fundó en realidad la novela sentimental y de análisis de gran extensión y meticulosidad de motivos y situaciones. La ausencia de humor y de amenidad, sus inverosimilitudes, conspirarán contra la supervivencia de estas creaciones. Pero el impacto de ellas es indudable durante la segunda mitad del siglo XVIII.

Fielding avanzó otros tramos de la novela en sus obras Joseph Andrews, Tom Jones y Amelia, pero Richardson había descubierto la naturaleza emocional de la mujer y esa fuente servirá para superar la etapa de la novela de aventuras del tipo de Robinson de Defoe o el Gulliver de Swift y ampliar el horizonte de la novela europea. El novelista empieza a utilizar   —XIV→   al lado de personajes y usos de la aristocracia, a personajes y costumbres de la clase media.

Marcelin Defourneaux, que ha estudiado con detenimiento la biblioteca de Olavide requisada por la Inquisición, ha señalado ya que aparte de su afición por la literatura francesa, Olavide tenía también predilecciones por otras muestras europeas como hombre de su tiempo, con intereses universales.

«Respecto a la producción contemporánea (contenida en la biblioteca) -dice Defourneaux- la parte de novelas galantes o licenciosas, de «cuentos morales» -e inmorales- es considerable. Se encuentran lado a lado novelas sentimentales, moralizadoras y a veces lacrimosas, traducidas o imitadas del inglés, por el Abate Prevost, La Place y otros» (y agrega en una nota que esas novelas sentimentales eran Pamela, de Richardson, Tom Jones y Sir Charles Grandisson de Fielding; más Oronoko de la señora Behr).


(M. Defourneaux, Pablo de Olavide au L'afrancesado, París, Presses Universitaires de France, 1959, p. 47).                


En Francia, Madame de Genlis (née Saint-Aubin, 1746-1830) siguiendo la modalidad de las novelas morales o ejemplares (generadas por Cervantes y cultivadas después por Richardson y Fielding en Inglaterra y por Fenelón autor del Telémaco en Francia) publica en 1784, Las veladas del castillo, con historias o relatos novelescos en que se alterna la doctrina moral con el recreo y destinados a «inspirar a los jóvenes las inclinaciones sencillas y virtuosas que nos acercan a la Naturaleza y que hacen desear con preferencia la vida quieta y sosegada del campo». Cada asunto tiene una referencia directa a un precepto moral.

«Nunca se conseguirá hacer virtuosos a los hombres -sostiene la autora- empleando insulsas y frías reflexiones; solamente se logrará ese fin presentándoles ejemplos eficaces y pinturas hechas a propósito para penetrar y estamparse en la imaginación y esto es lo que se debe llamar: la moral en acción» (introducción).


«Los libros de Madame de Genlis -dice Carmen Bravo Villasante en un interesante trabajo sobre «La literatura infantil   —XV→   francesa» en Cuadernos hispanoamericanos, Madrid, Nº 237, 1969-

son pues, moral en acción e instrucción en acción. Ella reconoce que desde hace más de 20 años se ha puesto de moda la publicación de obras peligrosas con el título de novelas morales y cuentos morales, pero al mismo tiempo proclama la validez de los fundadores del género: Cervantes, Addison, Richardson y Fenelón».


Se escribía entonces en Francia, como en Inglaterra e Italia, este tipo de novelas para niños, adolescentes y adultos que desplazaban a las obras de ficción extravagantes y extrañas, como las de hadas y trasgos o caballerescas, consideradas inútiles o perjudiciales para el gusto y el criterio de los hombres de la Ilustración.

Richardson inicia y promueve con sus obras el auge de la novela sentimental europea en la primera mitad del siglo XVIII, con elemento exotista (a veces americano) o sin él. Coincidía con el Abate Prevost autor de Manon Lescaut relato localizado en ambiente de lejanía de América del norte.

Otras novelas francesas de este tipo fueron las siguientes:

Delfina o la opinión, de Madame de Stael, Clelia de Madame Scudery, Casandra de Madame de Calpranéde. Cuentos morales de Marmontel.

Y más tarde, otra peruana, también ex patriada y perseguida como Olavide, Flora Tristán, escribió una novela del mismo estilo que se titulaba Mephis ou le Proletaire (roman philosophique, autobiographique et sociale), París, 1838, compleja trama de injusticias sociales, infortunios, muertes, miserias e infamias.

Tenemos así, en la segunda del XVIII, en toda Europa, la novela entre moralizante y racionalista, con un trasfondo ético que viene de la reflexión apriorística. Se escribe la novela para probar un postulado previo: la bondad del optimismo, la recompensa de la virtud, los resultados de la buena o mala educación, etc. La novela quiere ser antes que el espejo de la vida, el reflejo de ideas que se pudieran aplicar en la vida, esto es, recetas morales que sirvan a la conducta de los hombres o al ordenamiento y mejora de la sociedad. No interesa al novelista   —XVI→   reflejar la realidad que lo circunda, sino moralizar, señalar un comportamiento adecuado para vivir mejor. Esto podría ser el contenido o la orientación de la novela ética.

Olavide se inscribe de tal suerte como autor representativo de la novela sentimental europea de fines del XVIII y comienzos del XIX. Es único dentro de esa línea de creación en la propia España y también en América.

Olavide creaba en lengua castellana una narrativa que iba siendo común en Europa, y que tal vez no había aún tomado raíces en la misma España. Esta vez sus modelos no fueron franceses sino ingleses, aunque tal vez muchos de ellos llegaron a ser conocidos a través de diligentes versiones al francés que entonces empezaron a difundirse profusamente.

EL CONTENIDO ÉTICO Y SU PROCEDENCIA

Existe una indiscutible relación entre las novelas de Olavide y El Evangelio en Triunfo del mismo autor, obra muy citada pero que pocos han leído en su integridad, limitándose a juzgar toda la obra por las primeras páginas abstrusas y anacrónicas y acaso por los capítulos iniciales, incompatibles -por sus discursos teológicos y adoctrinantes- con el gusto de hoy. Pero la obra cambia notablemente de sentido de orientación en el cuarto tomo, cuando el discurso especulativo cede el paso al relato de la propia experiencia de Olavide. Es entonces cuando el autor se aparta del texto, según Defourneaux, el de Lamourette, que le dio pie para componer los primeros tomos, y escribe así Olavide una obra inconfundiblemente suya.

No es nuevo ni original el punto de vista referente a la falta de originalidad de El Evangelio en Triunfo. Ya en 1907 el historiador Henry Charles Lea (A history of the Inquisition of Spain, New York, The Macmillan Co. 1907, vol IV, p. 308) reveló que en las Cortes de Cádiz (12 de enero de 1813) el diputado Mexía -al abogar por la supresión de la Inquisición manifestó haber visitado a Olavide en Baeza y sostuvo por primera vez que El Evangelio en Triunfo era solamente la traducción, un tanto ampliada de la obra del abate Antoine Adrien. Lamourette titulada Délices de la Religion (París, 1788) con la adición de una parte político-económica tomada del libro Ami des Hommes on traité de la population del marqués Víctor de Mirabeau (1715-1759), padre del famoso orador francés y discípulo del economista fisiócrata Quesnay.

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Es evidente que la crítica anduvo descaminada en sostener que El Evangelio sólo es una traducción más o menos ampliada de un libro ajeno. Ello sólo es cierto para algunos capítulos dentro de los tres primeros volúmenes. Pero en el cuarto, el pensamiento vivo de Olavide se impone y crea páginas que podrían denominarse un Nuevo Emilio (las referentes a la educación del niño o la instrucción del campesino) o el Anti-Voltaire, a quien denomina «monstruo maléfico» por haber propiciado la incredulidad no obstante «la fecundidad de su imaginación exaltada y la fuerza prodigiosa de su ingenio».

En las cartas XXXV y XXXVI de dicho tomo cuarto se inserta la historia de Mariano y Teodoro contada por el Filósofo o sea el propio Olavide. Existe en esa historia un germen de novela, la cual se frustra por el afán proselitista y religioso del texto y el poco interés que pone el autor en seguir un relato de ficción, ganado por el afán didáctico. Pero no deja de haber una tesis, desarrollada más tarde en más de una de las novelas, la de que la formación congestionada de las ciudades y el abandono de los campos, crea un ambiente contrario a la moral en las primeras y se deja a un lado la vida saludable del cuerpo además de sustituirse muchos oficios y ocupaciones útiles por la vida ociosa o corrupta de las cortes o ciudades. De allí deriva a reflexiones acerca de la educación de los niños y el estudio de la naturaleza.

Abunda luego, ya fuera de la narración, en una serie de consideraciones sobre la manera de fomentar la agricultura y ganadería, aconsejando medidas de reforma y colonización agraria como medio de combatir la pobreza y como forma de mantener las buenas costumbres en las cuales vuelca Olavide toda su experiencia en Sierra Morena. En la carta XXXVII y en la siguiente, es presentada en detalle la organización de la Junta de Bien Público, institución de asistencia, bienestar y orientación social.

Pero recíprocamente hay en las novelas párrafos morales que aparecen extraídos de El Evangelio en Triunfo, lo que demuestra -por la similitud de estilo y actitud- la autenticidad de los textos.

En ese tomo cuarto de El Evangelio en Triunfo podríamos decir que se encuentra el germen de las posteriores novelas, lo cual confirma además la sospecha de que éstas fueron   —XVIII→   escritas en época muy próxima a la terminación (1796) de dicha obra, de la que no es pertinente afirmar que sea una simple «versión libre» del mencionado libro del abate francés. En ese tomo IV las ampliaciones superan o exceden el posible texto traducido y se vierten, por lo contrario, las propias ideas sociales de Olavide, cuyo original pensamiento se hace ya inconfundible.

De él es muestra clara este párrafo:

«Pero id á examinar estos jóvenes que han pasado muchos años en la educación de un colegio o de una universidad, y yo quiero que no examines sino á los que salen con la reputación de instruídos y de quienes se dice que son sobresalientes. Los hallarás por lo común llenos de preceptos de gramática, los encontrarás sabiendo de memoria muchos versos y mucha prosa, muchos testos del código y digesto, y si pueden repetir los términos misteriosos y oscuros de Aristóteles se les mira como un prodigio. Les oirás hablar con satisfacción de todo, sin detenerse en nada; porque lo mejor que han aprendido es el arte de la sofistería, el improbo talento de poder defender las opiniones mas absurdas ó las mas encontradas, sin distinguir jamás el error de la verdad».


(El Evangelio en Triunfo, tomo IV, Ed. Barcelona, Imp. Francisco Oliva, 1848, p. 106.)                


«Esta manía de transportarse los hombres y las riquezas, este furor de huir del país nativo para engolfarse en la corte, ocasiona en gran parte la ruina de las provincias; los campos quedan despoblados, sin brazos y destituidos de medios, la agricultura se debilita, las artes huyen ó se entorpecen, las producciones disminuyen y toman unos precios tan subidos que incomodan á todos.

El medio único, el mas simple y seguro es que el gobierno promueva por leyes, por ventajas y por cuantos arbitrios le da su autoridad, que los señores, los ricos y los grandes propietarios vayan á habitar en sus tierras; esto solo es capaz de hacer revivir una nación en poco tiempo. Entonces los que   —XIX→   son dueños de las tierras se verán obligados á cultivarlas; los jornaleros hallarán ocupación, las artes ejercicio, la agricultura medios y las costumbres muchas mejoras».


(El Evangelio en Triunfo, tomo IV, ed. Barcelona, Imp. Fco. Oliva, 1848, p. 91).                


Coincidentes en el mismo espíritu didáctico-moral, en las novelas se intercalan reflexiones de este jaez:

«Dichoso el que no ha visto nunca la frívola opulencia de las ciudades ricas y vive siempre tranquilo en su simple cabaña. Desde que el pobre ve la brillante habitación del poderoso, empieza a desdeñar y hallar odiosa la suya en que gozaba de muy dulce reposo».


(El incógnito, p. 25)                


«Su corazón se abría a la sencillez de gentes rústicas y simples, que con la apariencia de la grosería suelen esconder almas no desprovistas de calor y de luz».

(Sabina, p. 80)                


«allí aprendió que cuando el interés del poderoso lo exige, el débil es atropellado sin piedad: que el temor acobarda a los más amigos: que la pereza detiene a los indiferentes; que la opinión pública, ciega y variable, condena o absuelve ligeramente sin conocimiento de causa, sin instrucción, y sin haber por qué y en fin, que el mal se hace sin reflexión, que muchas veces se hace por instinto y otras por el impulso que saben dar aquellos que dominan».


(Sabina, p. 30, II)                


«Los infelices no inspiran respeto ni causan sujeción. Se les envilece fácilmente y con una inhumana seguridad con el ludibrio y la mofa de los hombres opulentos, que con el oro en la mano compran su honor, regatean sus virtudes y se indignan de que se les resista».


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(Sabina, p. 48, II)                


«Qué consuelo es saber que hay otra vida después de ésta, que en ella se cambian los destinos y que son tan terribles los castigos de la opresión y del delito, como son dulces las recompensas de la paciencia y la virtud».


(Sabina, p. 80, II)                


«Una situación dichosa no provoca a reflexionar, porque se atormenta por conocer la causa de la dicha que tiene. El bienestar nos parece un estado natural. Es su interrupción la que nos turba, la que nos agita. Las desgracias son las que nos instruyen, las que extienden nuestras ideas, las que dan inquietud al alma y actividad al espíritu, porque el dolor nos obliga a buscar en nosotros fuerzas para sufrirlo o recursos para desviarlo».


(Paulina, p. 51-52)                


«Las frívolas y aparentes ventajas de las cortes (ciudades) tienen inconvenientes más graves y que deben inspirar temor. Esas luchas de la ambición, esas vanas ostentaciones de la riqueza, esas fiestas, diversiones y placeres no constituyen al hombre verdadero ni a la criatura racional y estimable y traen consigo mil peligros, que la embelesan y degradan».


(Marcelo, p. 13)                


«La virtud más probada puede disminuirse o alterarse, comunicando demasiado con el vicio. No es fácil precaverse y eximirse de la corrupción moral de esta epidemia, que infesta a los pueblos populosos y sobre todo al que es capital del imperio».


(Marcelo, p. 14)                


Unos y otros textos demuestran la congruencia y la continuidad entre la obra apologética de Olavide y sus obras narrativas, la vinculación ideológica que tuvieron a más de la similitud de estilo y la proximidad en la época de composición de una y otras.

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De tal suerte, Olavide resulta a fines del siglo XVIII el primer representante de una nueva modalidad ideológica cuya definición ha tomado singular fuerza en tiempos recientes: «la Ilustración cristiana», ya perfilada en El Evangelio en Triunfo y casi del todo definida en sus novelas. De un lado execraba la intolerancia, la intervención del catolicismo en asuntos terrenales, la persecución de las ideas, pero de otro lado era fiel a la verdad teológica del dogma, el cual aceptaba aunque repudiara los grilletes de una estricta ortodoxia. Terminó por renunciar a Voltaire después de haberlo tenido por modelo en sus años mozos y aun en los maduros, pero abrazó la raíz cristiana y la fuerza de los ideales de Rousseau, despojándolos de sus excesos y desviaciones. Un nuevo espíritu de conciliación (que a veces se ha confundido con la palinodia o el arrepentimiento) se afirma en sus últimos años, que en forma alguna pueden tacharse de decadentes o claudicantes, pues en ellos renace un afán de creación vigorosa que significa la mejor y más original aportación de su talento.

ESTILO DE OBRA Y DE VIDA

Con estos antecedentes y como novelas dirigidas al lector común y no a la clase intelectual, las narraciones de Olavide debieron ser ingenuas en su técnica y en sus tópicos. Satisfacían necesidades elementales como lo hacen los cuentos y las canciones. Perseguían el solaz del lector común y se limitaban a filtrar una enseñanza didáctica más que una finalidad estética. Pero al mismo tiempo se justificaban ante el lector común por la crítica que hacían de ciertas costumbres e instituciones sociales, de ciertos usos caducos y de algunos vicios graves que acentuaban la injusticia o la desigualdad social y el privilegio en manos de unos pocos.

El estilo uniforme, la estructura semejante, las reflexiones coincidentes en ideas comunes, el ritmo muy parejo, todo parece indicar que las siete novelas fueron escritas en una misma época o etapa de vida del autor. Pero sería necesario precisar, con más congruencia, a cuál etapa corresponden.

El descubrimiento de la obra narrativa de Olavide nos pone en el caso de revisar y tal vez de reconstruir los años últimos del autor. Los biógrafos de Olavide nos han presentado en esos años que van desde el «Termidor» de la revolución francesa, desde que aparecieron desatadas las luchas fratricidas   —XXII→   entre girondinos y jacobinos de los cuales resulta víctima inocente o inconsciente el ilustre limeño, perseguido por las mismas fuerzas implacables y el mismo avatar revolucionario que contribuyó él mismo a estimular hasta los años postreros de su vida. La imagen de un hombre agobiado por el infortunio, de un arrepentido pecador que busca la consolación en la lectura o traducción de libros devotos, de un anciano achacoso y decadente que entona el «mea culpa», acabará por desdibujarse en nuestra mente. En contraste con esta imagen los últimos años revelan a un hombre distinto, que lejos de acusar decadencia física o mental -no obstante su trabajada vida- ha descubierto una cantera espiritual insospechada. Olavide se descubre a sí mismo en esos años. Han aflorado sus potencias creadoras que antes estuvieron ocultas, o encerradas, en el afán de darse en otros menesteres de acción como reformador de instituciones, como renovador del gusto teatral, como conductor intelectual de su época, como reformador de la Universidad, como revolucionario abierto o subterráneo. Emerge un creador caudaloso y lúcido, que impone en el mundo hispánico el auge perdido de la novela ejemplar, que hace retornar de sus nuevas fuentes inglesas en esos años finales de su vida -bajo el sol andaluz de Baeza- siete novelas, una tras otra, que lega para su póstuma publicación. Ese legado iba a ser el más constructivo y durable esfuerzo de su vida, -y en verdadera lucha unamuniana- su agónico y postrer mensaje.

Podrá decirse que los asuntos tratados en las siete novelas de Olavide no tienen relación alguna con el paisaje americano o con los hombres de este continente. Tampoco lo tuvieron muchas de las narraciones creadas en el Nuevo Mundo hasta ese momento, la mayor parte de las cuales no tenían aún en América la forma de novelas. Si bien El Lazarillo de ciegos caminantes de Carrió de la Vandera, de 1773, constituye en algunas partes una narración literaria, hasta cierto punto novelesca, es en su conjunto una relación de viajes y no una novela. Podría constituir esta obra tal vez el origen de la narración corta, del cuento o más bien de la estampa de costumbres. Y por la época en que Olavide crea sus tres novelas, o sea los finales del siglo XVIII, todavía el mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, el llamado primer novelista de América con su El Periquillo Sarniento (1816) era todavía un adolescente sin obra literaria.

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LAS EDICIONES

Habría que despejar otros enigmas. ¿Quién fue el editor de las novelas de Olavide? ¿Por qué se guardó tantos años (de 1803 fecha de su muerte hasta 1828) los manuscritos, sin darlos a conocer? ¿Por qué se editaron en los Estados Unidos y no en país de habla hispánica? ¿Cuál es la razón por la que aparecieron todas las novelas en el mismo año de 1828? ¿Por qué no se han conservado sino un sólo ejemplar de cada novela? ¿Por qué no se han citado siquiera estas obras y ediciones en las muchas publicaciones críticas y bibliografías hechas sobre Olavide en más de siglo y medio?

El Almanaque americano Longworth, entre 1825 y 1832, registra al médico y librero español Cayetano Lanuza como residente en la ciudad de New York en varias direcciones (3 Varick Street, 1 Franklin Street, 30 Exchange Palace, 105 Chambers Street, en Brooklyn y en Greenwich). También figura como traductor al castellano de varias obras francesas e inglesas tales como el Diccionario Filosófico de Voltaire, New York, Tyrrel y R. Tompkins, 1825, en 10 volúmenes pequeños, Cuentos y sátiras de Voltaire, traducidos por M. Domínguez, New York, 1825.

Como librero ofrece Lanuza ediciones castellanas de muchos autores famosos: El Vicario de Wakefield de Goldsmith, traducida por M. Domínguez, New York, 1825, Vida de Jorge Washington por Ramsey, trad. por Lanuza, 2 tomos, New York, 1825, Compendio de Historia de los Estados Unidos, New York, 1825, Vocabulario auxiliar español-inglés, por I. L. Barry, New York, 1825, Fábulas de Samaniego, New York, 1826, Fábulas de Iriarte, New York, 1826, Ortografía de la lengua castellana por la Academia española, New York, 1826, Jicotencal, novela mexicana anónima, 2 tomos, Filadelfia, 1826. Se anuncian «en la casa de Lanuza y Mendia», otras obras en prensa como la Vida de Benjamín Franklin, escrita por él mismo y el Persiles y Segismunda de Cervantes.

Como traductor, además del Dicionario de Voltaire, Coyetano Lanuza aparece trasladando al castellano la Vida de Washington de Ramsey y La historia de la destrucción de los templarios de Carl Gottlob Anton, obra que edita en New York en 1828, el mismo año en que aparecen las novelas de Olavide.

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Los catálogos de bibliotecas europeas nos permiten anotar que Cayetano Lanuza había dirigido a las Cortes españolas una «Representación en favor del Supremo Tribunal de Salud Pública», que publica bajo su nombre en Madrid en 1821. Al año siguiente publica también en Madrid la versión castellana de una mediocre y licenciosa novela inglesa de Samuel W. H. Ireland titulada La abadesa (Madrid, Alban, 1822). Posteriormente publica en Francia las traducciones castellanas del Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del entendimiento humano de Jean Antoine Condorcet (París, 1823) y del Sistema físico y moral de la mujer de Pierre Roussel (París, 1825).

De todos estos datos podemos deducir que Cayetano Lanuza era médico y que por sus ideas liberales tan acordes con la difusión de escritos reñidos con el régimen imperante en España y por su afición por las ideas de libre pensamiento que revelará en sus próximas publicaciones, se vio obligado por 1823 a tomar el camino del destierro como tantos otros españoles liberales (J. María Blanco-White, José Joaquín de Mora, etc.), radicando primero en Francia entre 1823 y 1825 y a partir de esta fecha en los Estados Unidos.

Fungió primero de profesional médico entre la colonia de inmigrantes españoles o hispanoamericanos de Nueva York y al mismo tiempo inició un negocio de librería (que cambia de ubicación cuatro veces: calles de Varick, Franklin, Exchange Place y Chambers) destinado a esa misma colonia de habla castellana. Tradujo obras modernas del inglés y el francés que editaba primero en imprenta ajena -de 1825 a 1827- pero a partir de 1828 adquiere imprenta propia y se lanza a una actividad editorial más intensa sin descuidar el consultorio médico atendido con un hijo suyo (Juan Lanuza), en su domicilio primero en Brooklyn y luego en Greenwich. Sus predilecciones ideológicas se revelan en sus versiones de Voltaire y en las biografías de Washington y Franklin.

Lanuza habría recibido en España los manuscritos de las 7 novelas de Olavide de mano de alguno de sus albaceas y las retiene en su poder para publicarlas, como libros póstumos, en 1828, cuando puede disponer de su propia imprenta. Serían de él, los breves prólogos que las preceden. Las novelas habrían provocado buena acogida de un público medio y poco intelectual como el de la colonia latinoamericana o española de Nueva York en esos años, lo cual explica que las siete novelas   —XXV→   aparezcan en el mismo año. Los ejemplares pequeños desaparecen fácilmente y los círculos de estudio de Estados Unidos tienen muy poco acceso por entonces al estudio de la producción en idioma español.

Ha determinado también la exclusión de estos textos de toda mención en obras críticas o bibliográficas, el hecho de que el nombre de Olavide estuviese oculto bajo la frase «autor del Evangelio en Triunfo». Habría sido difícil en tales condiciones la identificación de su verdadero autor, sobre todo entre estudiosos o bibliotecarios, cuando no estaba aún difundido el hispanismo, a cuyo impulso fue incorporado el aprendizaje del idioma español y de su literatura en los currícula universitarios sólo en los últimos cincuenta años.

LA ESTRUCTURA NOVELÍSTICA

La trama está siempre recargada con incidencias un tanto irreales, candorosas o inverosímiles, acumuladas por la casualidad, en que para la desdicha se acumulan circunstancias siempre nefastas o para la fortuna se complican aconteceres siempre favorables. Los personajes adoptan modos de ser rígidos, a veces en desacuerdo con el fluir cambiante de la existencia humana, verdad que sólo descubrió la novela realista del siglo XIX o que intuyó Cervantes en el XVI, como genial promotor de la novela, nuevo género de valor universal.

Ya desde el título de sus novelas -Paulina, Sabina, Lucía, Laura- Olavide está mostrando la predilección por los caracteres femeninos y en ello es también deudor y seguidor de Richardson, autor de Pamela y Clarissa.

Aun los tres restantes personajes masculinos de Olavide -Marcelo, El incógnito, El Estudiante-, revelan a su lado otros caracteres femeninos (como Rufina, hija del «incógnito» y Martina, esposa de Marcelo) que resultan a la postre dominantes. Ello era moda que respondía a la tendencia muy del siglo de la Ilustración, racionalista e igualitaria, y perseguía reivindicar para la mujer un papel más estimable dentro de las relaciones sociales o una denuncia de la opresión que agobiaba a las mujeres víctimas de la soberbia masculina, la expoliación social e individual, del abuso y hasta de la violencia.

Tiene en las novelas especial significado un detalle formal que no debe pasar inadvertido: el uso del título disyuntivo o alterno,   —XXVI→   o sea la referencia al personaje y a continuación por lo general el corolario moral, en el cual se exalta la virtud o la idea ejemplar o se denigra el vicio, o se restablece el nivel ético, esto es, «la virtud recompensada», «el fruto de la ambición», «el fruto de la honradez» o «el amor desinteresado». Acaso podríamos hablar de un género mixto entre novela y didáctica, muy propio de una generación racionalista, en que no es usual el vuelo de la imaginación creadora sin el apoyo o el control constante de la facultad intelectual, de la razón que todo lo domina y pretende enseñarlo en aquel siglo de las luces.

Otra característica de este tipo de novelas es el recurso de los autores de disfrazar su paternidad atribuyendo a una circunstancia fortuita el haber hallado un supuesto manuscrito de autor desconocido o atribuyendo a alguien el dictado del texto al que aparece como autor, modestamente relegado a la condición de mero copista. Esto se observa en Voltaire, quien atribuye el Cándido a un autor alemán imaginario, o en Mme. de Graffigny o en el propio Olavide que recibe olvidados relatos de autores desconocidos, pero en los cuales siempre va impresa la huella del pensamiento modestamente atribuido a autor distinto y supuesto. ¿Era esto una forma ingenua de despersonalizar la novela? ¿O se pretendía de tal suerte afirmar aun más su valor moralizante, haciéndola aparecer como un producto no personal?

El material «ilustrado» de estas novelas se manifiesta en varios aspectos, enumerados a continuación:

1) El «tenebrismo» o inclinación a lo macabro está presente en la primera mencionada (encuentro inicial en el comentario, a una hora crepuscular, entre lágrimas y gemidos del incógnito anciano). Acaso algún eco de los contemporáneos, el inglés Edward Young y el español José Cadalso coincidían en la inspiración de esa escena. Pero al mismo tiempo que sentimentales, las novelas perfilan el manifiesto propósito educativo, la simplicidad de criterio y una ingenuidad en los planteamientos muy propia de la época.

2) En El incógnito como en las otras novelas, no sólo es «rousoniano» el tratamiento del paisaje, presentado en su idílica bondad y atractivo, sino la misma materia edificante. La vida social en las ciudades desquicia al individuo y la educación debe impartirse en un medio adecuado, dentro de la simplicidad   —XXVII→   de la naturaleza. Sigue Olavide, paso a paso, el proceso del Emilio de Rousseau, exponiendo la ejemplaridad de costumbres de los campesinos y la dicha y felicidad que ella importa. De otro lado, la vida civilizada y la sociedad corrompen al hombre, lo hacen proclive a seguir sus pasiones innobles, a transgredir los dictados de la «sabia» naturaleza y a violentar las sanas costumbres.

3) Es dominante en las novelas de Olavide la misma actitud crítica y reformista que había inspirado otros actos de su vida pública y privada anterior. El reformador social sigue rompiendo lanzas en sus novelas dirigidas a señalar los vicios de una sociedad aristocrática y cristiana en la cual el privilegio dominaba sobre la virtud, el convencionalismo sobre la pureza de los sentimientos y de la conducta, la intriga sobre la rectitud, la ambición sobre la humildad, la falsía sobre la verdad, el orgullo y la jactancia sobre la modestia.

4) Aflora en sus narraciones un liberalismo un tanto encubierto, que corroe las entrañas de una organización social injusta y su juicio crítico se inclina a favorecer al humilde contra el poderoso, al hombre del campo contra el de la ciudad, al noble recto contra el noble envilecido, a la mujer virtuosa cualquiera que sea su origen, contra la sociedad corrompida.

5) Sus héroes y heroínas constituyen arquetipos definidos y un tanto rígidos, de virtudes ejemplares y de vicios reprochables. El anciano incógnito encarna el arrepentimiento ante el tremendo estrago de la ambición descontrolada por la exigencia de una sociedad injusta; Marcelo representa a la virtud triunfante de la acción disolvente del vicio; Sabina es símbolo de resistencia ante el oprobio. Lucía representa a la pureza del alma que vence las conjuras de innobles elementos. Laura es prototipo de la fidelidad y rectitud de espíritu, incomprendida por ligereza del juicio ajeno. Paulina encarna por su parte la capacidad de amar con pureza y sin aparente correspondencia, en alta capacidad de resignación, exenta de flaqueza.

6) Estos personajes son sintéticos y en verdad un tanto artificiosos, pero hay que juzgarlos sin observar los cánones del realismo posterior. Corresponden a una etapa racionalista y de esquemas rígidos y ejemplares.

  —XXVIII→  

7) En los textos se desarrolla un programa moral muy definido contra los vicios que afectan la sociedad y las buenas costumbres: la ambición, los celos irreflexivos e infundados, el amor ilícito, la intriga y la maldad de los poderosos, el cálculo y el prejuicio de clase social, todo lo cual se incuba dentro del ambiente contrario a la naturaleza humana que domina en las ciudades.

En contraste, propician la vida del campo, la sencillez de las costumbres, la sinceridad de los sentimientos, la honradez, el amor desinteresado, la fidelidad, la modestia, la práctica de las virtudes familiares, la bondad, la caridad y el arrepentimiento, bajo los criterios igualitarios y generosos.

De tal suerte, la «ejemplaridad» de las novelas buscada por medios intelectuales e idealistas, corresponde al criterio de un ideólogo racionalista imbuido de las ideas de la Ilustración. Si en su obra de dramaturgo -volcada en piezas originales y traducciones- alrededor de los cuarenta años de su edad, parece dominante la enseñanza de Voltaire, en estas novelas ejemplares escritas en la ancianidad remansada, alrededor de los sesenta años, prevalecen las enseñanzas de Juan Jacobo Rousseau (Julia o la Nueva Eloísa, 1751, el Emilio, el Contrato social). Es la vuelta al culto de los ideales y a la simplicidad de la vida rústica, pues todo el bien del hombre procede de la naturaleza y todo el mal degenera en el tráfago del vivir en sociedad o sea en los grandes conglomerados sociales.

Podía haber Olavide explicado el sentido o la intención de sus obras narrativas, diciendo de ellas lo que dijo Cervantes de las suyas: «Heles dado nombre de exemplares, y si bien lo miras, no ay ninguna de quien no se pueda sacar algún exemplo provechoso».

Y no debe olvidarse que Olavide venía ya de realizar una intensa y extensa experiencia teatral en la cual había tenido muy presente la norma aristotélica de que el arte tiene el oficio de proponer verdades ejemplares y universales.

Ha desaparecido en las novelas de Olavide el elemento alegórico, calificado por un crítico social de nuestra época, como un recurso escapista frente a las anomalías sociales o de clase, actitud de fuga que fue común en la literatura aristocratizante o cortesana de los siglos XVII y XVIII. Pero el racionalismo   —XXIX→   igualitario de la segunda mitad del XVIII -las ideas reformistas de los «modernos filósofos»-plantea una actitud diferente. El filósofo -el escritor- debía señalar y hacer la crítica de los males sociales y aconsejar a los demás hombres, ofreciendo sus luces para la mejora de las costumbres. La novela resulta así inseparable de una misión de denuncia de males que afectan a la sociedad y a los hombres que la constituyen.

Las novelas no están desprovistas de técnica. El autor omnisciente preside en todo el relato. Sus personajes se mueven a su voluntad, como era usual en la época. Las reflexiones están a su cargo lo mismo que el trazo de los ambientes. Los personajes son descritos interior y exteriormente con gran acopio de observaciones meticulosas, pero los mismos no tienen libertad de expresión. El autor habla por ellos en tercera persona. Usa el relato en pretérito, pero en determinados momentos, sabiamente escogidos, sobre todo para subrayar los diálogos, pasa bruscamente al presente de indicativo, lo cual comunica animación al relato y ruptura de la monotonía. Un ritmo agradable se mantiene firme y da la nota estilística estable a la narración.

Pasado el momento del diálogo el relato pasa de nuevo al pretérito. En otros momentos, el tránsito del pretérito parece ser recurso para acentuar las escenas de fuerte dramatismo y para comunicar intensidad a la acción.

Se dirá que estos personajes olavideanos podrían ser tachados hoy de convencionales y artificiosos. Puede que así lo sean para el criterio de nuestra época. Pero entonces eran los que regían en la concepción artística de las gentes, pues no hay criterio más variable ni fugaz en el tiempo, el espacio y la moda que el concepto del hombre sobre los demás hombres o las creaciones del ingenio humano.

Roger Caillois ha señalado cómo los personajes de Dostoyewsky parecieron monstruosos y forzados en momentos en que los de Jorge Ohnet se reputaban verídicos. Stendhal envidiaba su buen éxito a Jorge Sand. En nuestra época Dostoyewski y Stendhal resultan los modelos como creadores de la novela psicológica.

  —XXX→  

SIGNIFICADO DE LA OBRA NARRATIVA DE OLAVIDE

¿Qué significado tiene la obra narrativa de Olavide para la literatura hispanoamericana?

Lo que hasta entonces se había escrito en América de habla castellana -y aun en la del Norte- en materia de novela eran meros relatos pintorescos de hechos reales pero no ficticios y bosquejos novelables o anovelados.

En lo que al Perú se refiere, vale citar dos casos: el de Mogrovejo de la Cerda (del Cuzco) quien vivió entre fines del XVI y comienzos del XVII, autor de La endiablada, relato de corte quevedesco en que el recuento de aventuras e incidencias da lugar accidentalmente, a alguna expansión imaginativa y el de Alonso Carrió de la Vandera, autor de El Lazarillo de ciegos caminantes (de 1773) relato de viaje entre Buenos Aires y Lima, en el cual la picardía y el satírico decir inducen a olvidarse de realidades vistas y, por instantes, enajenarse en la creencia de hechos imaginados.

Definitivamente ni el uno ni el otro son novela sino relatos de aventuras más o menos efectivas o de viaje real aderezado con algún toque imaginario. Acaso constituyen algo que podríamos denominar «prenovelas», larvados intentos de narración sin menester ficticio definido como también sucede con El Carnero de Juan Rodríguez Freile (1556-1638), antecedente colombiano. Los infortunios de Alonso Ramírez del mejicano Carlos Sigüenza, de fines del XVII, es también forma primitiva de ficción novelesca y relato autobiográfico o crónica de hechos reales más o menos deformados por ciertos atisbos de fantasía.

Olavide intenta y realiza por primera vez la ficción plenamente consciente de su calidad novelesca. Entra a reivindicar, en el filo de los siglos XVIII y XIX, de un lado lo que había sido la novela ejemplar cervantina de los siglos de oro y de otro lado, lo que acababa de reinventar la novela inglesa de mediados del XVIII. Olavide era artesano consciente de una técnica novelística moderna consistente en soslayar lo real y cultivar lo verosímil, en no relatar lo sucedido sino lo ficticio, aunque rija el cartabón moralizador y culmine la moraleja didáctica o la crítica de una sociedad decadente.

  —XXXI→  

Las siete novelas de Olavide que hemos hallado y descrito por vez primera no constituyen aislados esfuerzos o tentativas afortunadas o frustradas. Constituyen por lo menos un mundo novelesco propio de sintéticos personajes que se mueven en ambientes peninsulares españoles: Madrid o la corte, Vizcaya, alguna vez Valencia y otra vez, y única muestra, fuera de lo fronterizo: Lisboa.

No está presente en ninguna de sus novelas el ámbito americano no obstante su oriundez peruanísima, mas por azaroso designio las novelas de Olavide se publicarán en América del Norte, en 1828, y conforman la última creación de un limeño que hace novela inventada y no vivida, ejemplar y adoctrinante.

Podrá decirse que los asuntos tratados en las siete novelas de Olavide no muestran relación alguna con el paisaje americano o con los hombres de este continente. Tampoco lo tuvieron muchas de las narraciones creadas en el Nuevo Mundo hasta ese momento, la mayor parte de las cuales no tenían aún en América la forma de novelas.

Y por la época en que Olavide crea sus siete novelas, o sean los finales del siglo XVIII, todavía el mexicano José Fernández de Lizardi, el llamado primer novelista de América con su El Periquillo Sarniento (1816) (novela picaresca que transcurre en tierra americana principalmente) era todavía un adolescente sin obra literaria. De tal suerte, con temas extraños a la realidad americana, aunque también con un concepto bastante claro de lo que constituye el género novelesco, Olavide resulta el primer novelista americano en el tiempo aunque no en los temas. Esto conduce a la aserción de que debe rectificarse un capítulo importante de la historia literaria hispanoamericana: pues un escritor oriundo del Perú de renombre europeo y universal, fue en el tiempo el primer novelista americano.

He aquí expuesto brevemente el significado de estas ignoradas novelas, cuya importancia justifica la presente edición.

Hemos conservado, en la transcripción de los textos, la puntuación y la ortografía de los originales que son las de su   —XXXII→   época. Se han corregido únicamente algunas visibles erratas de imprenta que se observan en las desconocidas ediciones utilizadas1.

Pese a sus limitaciones, estas obras narrativas enriquecen el caudal de la literatura peruana y abren un horizonte nuevo en el proceso de la creación novelística en el continente americano.

ESTUARDO NÚÑEZ





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ArribaAbajoEl incógnito o el fruto de la ambición


ArribaAbajoPrologo

¡Qué hermoso es el lenguaje del arrepentimiento! Si hay en la naturaleza alguna cosa que pueda consolarnos de nuestras flaquezas, es este santo sentimiento en el que el hombre tiene una cierta especie de satisfacción en renovar el dolor que le causan sus faltas. De estas mismas forma una lección saludable, y la doctrina que sale de sus labios lleva el sello de la santa correccion á que está sometido. Tal es el cuadro interesante de esta novela ejemplar. Un anciano respetable llora refiriendo las amargas consecuencias de haberse dejado seducir por la ambicion; y al mismo tiempo pinta con un dulce é irresistible interés virtudes sublimes y sencillas, en donde se ve á la naturaleza humana en toda su pureza. ¡Feliz aquel cuyo corazon se electrice con pinturas semejantes!




ArribaAbajoPrimera parte

El viudo Conde de Palencia quedó con un hijo único llamado Mauricio, á quien había procurado dar la más escelente crianza. Viéndole ya de veinte años, y que habia acabado sus estudios, quiso que hiciese un viage á Paris, para que con la vista del mundo, y el trato de las gentes acabase de perfeccionar su educación. Paris era entónces el teatro del buen gusto, y la escuela de la urbanidad; y despues de haber tomado sus medidas, mandó á su hijo que se preparase para el viage. El jóven Mauricio, lleno de talento y de curiosidad recibió este órden con el mayor placer, y se puso en camino, acompañado de Fabricio, criado antiguo de su casa, y en quien su padre tenia la mas entera confianza.

  —2→  

Los primeros dias caminaron con felicidad; pero cuando llegáron á Vizcaya, y empezáron á subir sus empinados montes, una rueda de su carruage se rompió de manera que les era imposible continuar. Todavía estaba muy léjos la posada, ya eran las cinco de la tarde, y no veian remedio para no pasar la noche en medio de los campos. Despues de mucho trabajo y reflexiones reconociéron, que no tenian otro recurso que el de atar la rueda, y de ir muy poco á poco, para llegar cuando pudieran, pero seguros de no poder conseguirlo sino muy tarde, y quizas al siguiente dia. Con esto el impaciente Mauricio propuso que Fabricio se quedaría para guardar el equipage, y que él iria á pie hasta la posada, donde esperaria á que llegasen. Se le representó que faltaban todavía cinco leguas, y que ó no podria llegar, ó que llegaria muy cansado; pero él tuvo por menor este inconveniente, que el de pasar la noche en el camino, y marchar con la molesta pausa á que forzaba el mal estado de la rueda.

A pesar de todos los consejos, Mauricio parte. Al principio se sentia animado y divertido con el grande espectáculo que le presentaban aquellas magestuosas y corpulentas montañas. Le parecía que el corazon se le agrandaba con la vista de tantas inmensas moles de piedra, de tantas masas gigantes y asombrosas, que descollaban sobre la superficie de la tierra. Su imaginación vagaba como el águila sobre tan varios y agrestes sitios que unas veces le parecian agradables, y otras terribles. Unas veces se detenia penetrado de horror, considerando los precipicios que le presentaban abismos espantosos: otras atravesaba rápidos torrentes, que con su fuga precipitada se cubrian de espuma, y tal vez se sentaba para tomar descanso; sobre todo cuando veia un dulce y bullicioso arroyo, que con blando y apacible rumor se desprendía del seno de una roca.

Pero despues de haber halagado su imaginacion con tantos objetos para él muy estraños y nuevos, reflexionó que el sol estaba ya para sepultarse entre las ondas, y que apénas lucia sobre las cimas de los montes. Por otra parte tres horas de camino á que no estaba acostumbrado le tenian rendido, y le pareció que la posada estaba lejos. Tambien empezó á sentir la frescura que nace de la ausencia del sol. Ya veia los vapores que se levantaban de los arroyos, y los parages húmedos que forman una especie de nubes de una blancura oscura. Esto le hizo temer que la noche le cogiese, y que se viera en la necesidad de pasarla en el campo, con la desventaja de que la pasaria solo. Así, hubiera querido encontrar un caserio en que   —3→   pasar la noche; pero habiendo echado los ojos á todas partes, no vió ningun edificio que le pudiera consolar. A pesar de su fatiga aceleró el paso, y por fortuna al doblar un recodo del camino vió un edificio que le pareció una iglesia. Se acerca y observa que junto á ella había un cementerio, que se hacia distinguir por las cruces que estaban colocadas sobre las sepulturas; pero no ve ninguna seña de viviente. Rodea por defuera aquel fúnebre y solitario sitio, y se aflige viéndole tan abandonado y silencioso. Ya iba á dejarle y proseguir su camino, cuando oye un suspiro que sale del interior del cementerio: detiene sus pasos, se introduce para saber de qué voz ha salido tan lastimoso acento, y mira un anciano venerable, que estaba sobre una de aquellas funestas sepulturas, sosteniendo tristemente su cabeza cubierta de largas y respetables canas, con sus trémulas y arrugadas manos.

Mauricio se suspende, pero el anciano sumergido en sus profundas reflexiones no le siente, y acaso no le hubiera advertido, si el viagero no le hubiera hablado: le pregunta si podrá encontrar por allí algun abrigo para pasar la noche. Sí, le dice, venid conmigo, venid á mi casa, que podrá no ser digna de vos, pero hallaréis en ella una recepción cordial, y la hospitalidad que se debe al estrangero que la necesita. En esto se levanta, toma un cayado que tenia allí cerca, y se dispone á guiarle, pero ántes besa con respeto una losa que cubria la sepultura, la riega con sus lágrimas, y exhala de su pecho suspiros doloridos. Mauricio sorprendido de esta acción, le pregunta el motivo: el anciano vuelve á suspirar, y no le responde. Enternecido el caminante, y creyendo que no le habia oido, le vuelve á preguntar la causa de sus penas, y el anciano, como si su curiosidad le importunara, le dice: señor forastero, no vengais á destrozarme el corazón. Mauricio no se atreve á insistir. Le parece que puede ser un loco, y teme fiarse á su conducta. El anciano se percibe de su temor, y para justificarse le dice: bajo de esa insensible y tosca piedra reposan las criaturas mas amables, que jamas ha dado el cielo á la tierra: esta es su pobre y triste tumba: aquí yacen los que por sus virtudes merecian reinar sobre el mas alto de los tronos.

Mauricio sospecha entonces el motivo de su dolor, y enternecido con las lágrimas y el gesto profundamente afligido del anciano, le replica: ya entiendo que aquí reposan cenizas que son preciosas para vuestro corazón, pero si quisierais esplicarme mas vuestras penas, yo os ayudaria á sentirlas. Entonces se desatan de los ojos del anciano dos arroyos de lágrimas,   —4→   y con un acento penetrado de dolor le dice con voz alterada y balbuciente que apénas se podia articular: son las cenizas de mis hijos; pero ¡qué hijos! ¡qué perfecciones! ¡qué virtudes! Apenas los dejó parecer el cielo, cuando envidioso de la tierra que los poseia, los arrebató para sí, y para adornar con ellos la mansión celestial. Rosas tempranas que marchitó un violento aquilón: estrellas luminosas que ofuscó una opaca y funesta nube: apénas estaban en su mas tierna y floreciente primavera: apenas me daban la esperanza de ser el orgullo y el consuelo de mis dias, cuando un destino tirano los precipitó en este lóbrego y funesto abismo, dejándome á mi desventurado entre las angustias de la vida.

Este discurso, acompañado de un llanto muy copioso, del ademan más dolorido, y de espresiones tan sentidas, no pudo dejar de hacer una viva impresión en el alma de Mauricio. Las lágrimas se le asomáron á los ojos. El anciano lo advierte, y como si agradeciera el interes que tenia, le dice: ¡qué, jóven caballero! ¿vos teneis el corazon sensible? ¿vos me ayudais á sentir la pérdida que he hecho? ¿Qué fuera si supierais toda mi desgracia? Si hubierais podido conocerlos, lloraríais como yo sobre su tumba. Y bien: pues que sabeis sentir, yo quiero contaros su historia, yo os la contaré. Esto refrescará mis heridas, pero ¿qué importa? yo me consolaré viendo que los corazones generosos que ayudan á sentirlos, y vos que sois joven no perderéis nada en oir la historia de la virtud. Ella os presentará buenos ejemplos, pero la historia es larga, y la noche se acerca, dejemos este triste lugar, y venid á mi casa. Diciendo esto el anciano se pone en movimiento, y Mauricio le sigue.

Todavía quedaba algun crepúsculo que bastaba para ver el camino. El anciano le guiaba por estrechos senderos, unas veces contorneaban las rocas, y otras suavizaban la aspereza de las cuestas. Despues de algunos pasos llegáron á un caserío, que era la habitación del anciano. Este presenta su nuevo huésped á dos buenas mugeres, que le recibiéron con agrado y dulzura. No le hicieron cumplido alguno; pero Mauricio se apercibió en su modo y su gesto, que le recibian con gusto. La una estaba ocupada en preparar la cena, y la otra cubrió una mesa con manteles mas blancos que la nieve. Poco despues trajéron los platos, y cenáron todos juntos.

La paz, la tranquilidad y la concordia reinaban en aquella casa; ¡pero ay! no se veia el menor indicio de alegría, hasta el sosiego mismo era triste, y parecia cubierto con el lúgubre velo   —5→   de la muerte. De todos aquellos corazones se escapaban suspiros sordos, que en vano procuraban sofocar. Despues de la cena se llega el anciano á Mauricio, y le dice: yo no quiero afligir á mis compañeras con la renovación de nuestras desdichas: venid conmigo, y tomándole por la mano le saca á fuera, y le hace sentar en un banco. El anciano se pone en otro que estaba enfrente. La noche era de verano, serena y muy alumbrada por la luna. Entonces el anciano despues de haber exhalado un profundo suspiro, dirigiéndose á Mauricio le dice: Joven que no conozco, si no me engaño mucho, el cielo os ha concedido un corazon sensible, y con esto no dudo que tengais una alma generosa, y mucha disposicion para toda especie de virtudes: si así es, mi lamentable historia os va á destrozar el corazón, y puede ser que concibais por mí el tedio mas odioso; pero no, tenedme lástima: yo soy muy infeliz: yo era padre, y ahora no soy mas que el mas miserable, y el mas delincuente de los hombres. Aquí el viejo vuelve á callar, se enjuga las lágrimas, que inundaban sus mejillas, y haciendo un esfuerzo vuelve á decirle: Escuchad la historia más funesta, si el dolor me la deja acabar.

Desde mi primera edad yo tuve la felicidad de obtener un don singular del cielo, un amigo, y un amigo verdadero y fiel; se llamaba Baptista, y nuestra amistad habia empezado en nuestra niñez. Todos los dias los pasábamos juntos. Cuando llegamos á la edad en que podiamos sin riesgo abandonar la casa paterna, dejamos juntos nuestras montañas, para ir como otros muchos á buscar fortuna. Nosotros corrímos juntos toda España sin poder hallar acomodo en parte alguna. Aunque en Cádiz y Madrid encontrámos muchos compatriotas bien acomodados, no hallámos modo de acomodarnos nosotros; parecia que la fortuna nos huia. Hallándonos embarazados de nuestra suerte, supímos que nuestros padres y hermanos mayores habían muerto. Resolvímos volver á nuestra patria, y vivir con el trabajo de nuestras cortas haciendas. Mi amigo me decia: el dia que se vive vale mas que el que se espera vivir. Nosotros dejámos pues todas las quimeras de la esperanza, y con ellas toda idea de pretension y orgullo. Volvímos á nuestra primer simplicidad, y con ella nos viniéron tambien la felicidad y la paz. El caserío de Baptista era el mas inmediato al mio. Viviamos juntos, trabajábamos juntos, nos ayudábamos el uno al otro, y los dos nos casámos casi al mismo tiempo.

Baptista y yo vivíamos como dos hermanos que se aman,   —6→   y nuestras dos esposas, como las hermanas mas tiernas. Todo era comun entre nosotros. Lo que era de uno pertenecia á todos. De dia nuestros ganados pacian en los mismos pastos, y de noche se guardaban en el mismo corral. El cielo se complacia de nuestra union, derramaba sobre ella la tranquilidad de la paz, y las dulzuras de la amistad. Baptista, que se había casado el primero, no tardó en tener un hijo á quien se dió el nombre de Albano. Este nacimiento produjo mucha alegría en nuestra pequeña familia, y me causó envidia, escitándome con mas ardor el deseo de ser padre; pero el cielo no fué inexorable á mis ruegos. El año siguiente mi muger me dió una hija que llamámos Rufina, y esta nueva alegría inundó otra vez de gozo nuestros corazones. Nuestra recíproca amistad se reforzó con estas prendas que aumentaban nuestras satisfacciones.

Ya no hablábamos sino de lo que un dia serian nuestros hijos, y nos deciamos: ellos se amarán, y nosotros los casarémos. Todavía estaban en la cuna, y ya formábamos esta alianza, que aunque tan distante, sabia llenar nuestros corazones de dulzura. Yo estrechaba la mano á Baptista, y le decía: amigo entónces ya serémos viejos, pero nuestros hijos serán el báculo de nuestra vejez. Mi amigo transportado de gozo me abrazaba, y luego abrazábamos á nuestras mugeres.

Todos éramos felices, y yo no creo que hay mayor felicidad sobre la tierra que la de vivir en el seno de una familia honrada y laboriosa, y de pasar sus dias sirviendo á lo que se ama, con la seguridad de ser correspondido. Una esposa honesta y querida es una amiga fiel, una dulce compañera que nos suaviza todas las asperezas de la vida: un hijo en que nuestro corazon se renueva, añade interes y prolongacion á nuestra existencia, este es el verdadero tesoro que nos hace sentir la utilidad de nuestros propios bienes. Yo he conocido esta felicidad incomparable: yo la he sentido, la he gustado: ella me ha hecho feliz una gran parte de mi vida. Por la mañana Baptista y yo íbamos á nuestros trabajos, y las mugeres nos llevaban el alimento, y nos conducian nuestros hijos, para hacernos mas corta esta dura, pero necesaria separacion, y cuando por la noche volviamos á casa, desde el llano las veiamos, que ocupadas en hilar, tenian á su lado las inocentes criaturas, que jugaban sobre la yerba. Al instante que nos veian, las tomaban entre sus brazos, y nos las mostraban. Este espectáculo se repetia todos los dias, y cada dia nos parecia nuevo y delicioso. El corazon de un padre es inagotable, y no puede cansarse de su amor.

  —7→  

Pero estos dias dichosos de mi vida ya han pasado, ya no me quedan mas que recuerdos dolorosos que aumentan el horror de mi existencia. Mi corazon está cargado de dolores, sin que, como á otros infelices, le quede la menor vislumbre de consuelo, pues que todas mis desdichas me vienen por mi culpa. No solo soy el mas desgraciado de los padres, sino un amigo infiel, y el mas odioso de los delincuentes. Los tormentos del alma me devoran, y lo que me aflige mas que todo, es conocer que mi injusticia los merece. Joven forastero, perdonad esta triste efusion de mi dolor, perdonad este llanto, que me arranca el recuerdo de mi inquietud. Ya me reprimo para referiros mis desgracias y mis delitos.

Albano y Rufina crecian entre los brazos de nuestras esposas, y ya les pagaban las atenciones maternales con sus halagos y caricias. Apénas Albano tenia seis años y Rufina cinco, cuando nos empezáron á mostrar que el cielo los habia dotado de ánimos generosos, de inclinaciones nobles, y de lo que se llama un buen corazon. Jamas se les vió como á la mayor parte de los niños, divertirse con atormentar los animales. Al contrario todo su placer era acariciarlos, darlos de comer, y hacerlos felices. Parecia que su propia felicidad consistia en estenderla y comunicarla á todos los que podian gozar de ella. Este era sin duda el fruto de la dulce educacion que se les daba, porque ¿cómo puede ser malo aquel á quien no se hace mal? ¿Ni cómo un dichoso puede desear que haya desdichados? Cuando Rufina se sentaba al fuego, queria que su gato se pusiese entre ella y Albano. Nosotros no perdiamos ninguno de estos indicios, que nos prometian un porvenir amable, y nos llenaban de las mas agradables esperanzas.

Vosotros, los habitantes de las grandes ciudades, no dejais de amar á vuestros hijos; pero no podeis estudiar sus acciones. El torbellino que os arrebata, no os permite, ni deja tiempo para entregaros á esta delicia de la paterna sensibilidad; pero como nosotros estábamos solos, sin que nada nos distrajera, todas nuestras reflexiones se concentraban en el interes de nuestras familias: y como no queriamos vivir mas que para nuestros hijos, nos importaba conocer sus corazones, y acechar hasta sus mas secretos sentimientos. Por fortuna no descubriamos en los suyos nada que no debiera llenarnos de consuelo, y este se fué aumentando á medida que ellos iban creciendo. No solo sus bellas calidades se iban desenvolviendo con la edad, sino que su hermosura, su agilidad, su robustez y gracias adquirian continuamente una especie de fuerza y esplendor que nos admiraban á nosotros mismos.

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Nosotros pues los veiamos crecer con asombro y satisfaccion. Todos los días nos daban nuevos placeres, y cada dia que pasábamos con ellos, era un dia feliz. Uno y otro nos parecian dos flores tiernas que estaban todavía en su boton, y que no necesitaban para despuntar mas que del dulce rocío de la aurora. Pero ¡ay! la infancia pasa rápida como las flores, y la de nuestros hijos pasó como ellas. Vímos que se empezaban á formar; pero nos consolaba ver, que como el arroyo fugitivo que se desprende de las rocas, aunque corra entre las flores por el prado, no se conserva ménos puro y cristalino, nuestros hijos no se conservaban ménos amables, ni ménos inocentes. Cuidábamos con mucha vigilancia de que nada pudiera alterar la pureza de sus ingenuos corazones, y nuestra soledad era muy favorable á este designio. Nuestras montañas son el feliz asilo de esta inocencia sencilla, que es tan rara en los grandes poblados. Aquí vive segura, porque nadie la corrompe, ni los malos ejemplos la pervierten.

Ya Albano habia cumplido trece años y Rufina doce, y los dos conservaban todavía la sencillez y las gracias de la infancia primera. Sus lindas figuras tenian la misma frescura, y en ellas resplandecian el candor y la simplicidad que suele disiparse tan temprano. Ya los dos empezaban tambien á ayudarnos en nuestros trabajos, y mostraban mucho placer de poder evitarnos alguna pena, ó poder procurarnos un mas largo reposo. Rufina velaba con nuestras esposas á lo que pedia el servicio de la casa, y Albano venia con nosotros á ayudarnos en las faenas del campo. Hasta allí un pastor mercenario conducia al pasto los rebaños; pero ya nos parecia fiarlos á nuestros hijos. ¡Qué motivo de gozo para ellos! ¡Qué gusto saber que ya siempre estarian juntos en guarda del ganado! Albano decia á Rufina: hermana, ahora no nos separarémos: yo te cogeré las mas lindas flores, yo te buscaré sobre los árboles mas altos los nidos de los mejores pájaros. ¿Quién será tan feliz como yo? Rufina se sonreía, y no se alegraba ménos.

Los dos no conocian otra felicidad que verse, amarse y decírselo. Albano hubiera perdido mil veces su vida por Rufina, y Rufina no vivia, ni queria vivir sino para Albano. Este la solia decir: hermana, yo te amo mas que nadie en el mundo. Tu hermosa cara me gusta mil veces mas que la sonrisa de la bella aurora. Mira, cuando tú me dices: hermano, yo te amo, el corazon me palpita, y siento que se estremece de placer, me arrojo en tus brazos, y no me canso de apretarte contra   —9→   mi pecho. Rufina se sonreia, y tomándole por la mano, le llevaba á la pradería para hacerle danzar con ella.

En los rebaños que les dímos, habia ovejas y cabras, unas veces los conducían al valle, y otras á la cima de los montes. Albano ligero como un ciervo se vibraba de una roca á otra, y no estaba tranquilo, sino cuando podia estar sentado al lado de Rufina. Rufina, de un carácter mas modesto y sosegado, solia sentarse al abrigo de un peñasco, y allí se ocupaba en hilar y coser; pero luego que su hermano venia, se levantaba alborozada, y se echaban á correr ó bailar. Yo no podia cansarme de ver y observar sus inocentes y pueriles diversiones. Yo solia llamar á Baptista, para que fuese testigo de aquellas escenas deliciosas. Algunas veces se ponian á cantar. Rufina tenia la voz muy dulce y melodiosa. Parecia que todos sus acentos la salian del corazon, y cuando cantaba la historia de algun desventurado, hacia derretir á cuantos la escuchaban. Allano estaba fuera de sí, con los ojos fijos, y con la boca abierta, la oia con tal embeleso que parecia estático, y no se atrevia al menor movimiento. Cuando acababa de cantar, la decia: hermana, tú me haces llorar de placer, tu voz es mas agradable que el canto del ruiseñor cuando canta ántes de que la aurora se levante. Rufina se reia, y Albano la daba mil abrazos.

Nosotros habiamos reconocido que nuestros hijos se amaban con pasion; pero veiamos tambien que en ella no habia mas que inocencia y candor. Era natural que se amasen dos niños que estaban siempre juntos, que estaban solos, y se habian criado como hermanos. Así Albano amaba á Rufina, como pudiera á la hermana mas digna el mas tierno de todos los hermanos. Por otra parte Rufina era tan hermosa, tan modesta, y tan interesante, que el mas estraño no hubiera podido verla sin admirarla, conocerla sin amarla, y mucho ménos vivir con ella, y descubrir todas sus gracias y virtudes sin idolatrarla; pero aunque era tan viva la pasion de Albano, jamas faltaba en nada al respeto y la decencia que debia á Rufina. No solo no se lo permitia su corazon honesto, y su candor inocente, pero la hermosura de Rufina por su modestia y decoro, hubiera forzado á respeto al corazon mas atrevido. Ella tenia en su semblante magestuoso, y su aire virginal un no sé qué tan puro y tan celeste, que inspirando la mayor ternura, escitaba tambien á la virtud. Bastaba verla; para sentir que era mas dulce amarla y respetarla con un corazon   —10→   enamorado de su inocencia, que de otro modo que pudiera alterar la pureza de tan ángelico candor.

Albano pues se contentaba con ofrecerla un fuego puro; pero ¡con qué atenciones tan finas! ¡con qué obsequios tan delicados! No hacia nada que no tuviese á Rufina por objeto. Todo lo que encontraba era para ella. No gozaba de nada, si Rufina no gozaba con él. Hubiera querido que la naturaleza no tuviera riquezas que no fueran para Rufina, ni producciones sino para hacerla feliz, que no se le presentasen mas que sitios agradables, y caminos fáciles, para que los pudiera andar sin pena. Su activa y laboriosa mano quitaba todos los embarazos, arrancaba todos los estorbos que le impedian el paso á los parages deliciosos en que se podia divertir. Aquí rompia la punta de un peñasco, allí descuajaba una mata que estrechaba el camino, y mas allá abatia un árbol para ponerle sobre el arroyo, á fin de que sirviera de puente, y que no se mojara el pie ligero de Rufina. El hermoseaba con ramas de árboles y guirnaldas de flores los sitios en que ella solia descansar, y el caminante que se habia estraviado en nuestros montes, se asombraba de hallar en lugares incultos y desiertos enramadas tejidas con aliño, asientos cubiertos de verdura, y fuentes naturales adornadas con las mas bellas flores de un jardin. Espantado se preguntaba, quién podia adornar estos yermos, y no tardaba en sospechar que el amor sin duda se habia introducido en ellos.

Nosotros admirábamos su industria, su genio inventivo, y el arte con que con medios cortos sabia dar á todo una apariencia agradable, y producir grandes efectos; pero en todos estos trabajos Albano no pensaba en sí, sino que todo era para Rufina, para nuestras esposas, y para nosotros mismos, y cuando estábamos satisfechos, él parecia loco de contento. Rufina sensible á todas estas demostraciones de su amor, las recibia con dulzura, y las hacia mas preciosas con su reconocimiento y su presencia. ¡O muchachos amables! ¡muchachos deliciosos! vosotros animabais con vuestra viveza, vuestro movimiento y vuestras gracias las insensibles rocas de estos montes. Todo tomaba Vida con vuestros ojos y vuestras manos. Vosotros haciais de esta mansion de la sobriedad y del trabajo, la mansion del placer y la felicidad. Pero ¡ay! desde que habeis faltado, todo se ha perdido. Las flores que hacian nacer vuestras manos, se fuéron con vosotros, y no han vuelto á parecer. Ahora no nacen mas que espinas. Las lluvias han destruido vuestros senderos, y la naturaleza otra vez salvage,   —11→   llorando vuestra ausencia, se ha condenado á hacer de esta región un teatro de angustias, gemidos y dolor.

Si como os he contado los inocentes placeres de su infancia os contara, jóven forastero, sus buenas acciones, no pudierais contener vuestras lágrimas. Estos niños no parecian de la raza de los hombres, sino de la de los ángeles. No gozaban de nada, sino cuando podian partirlo con los infelices. Ellos conocian todos los menesterosos del contorno, y no habia dia en que no volviesen á su casa con la deliciosa satisfaccion de haber hecho algun bien, ó de haber enjugado algun llanto. Este continuo ejercicio de beneficencia que cultivaban con el celo mas vivo, al mismo tiempo que los hacia felices, producia entre ellos una emulacion de virtud, que aumentaba su recíproca estimacion, y hacia mas vivo y encendido el fuego de su amor. Las buenas acciones son el alimento de los buenos corazones, y no puede dejar de ser feliz el que puede, y sabe ser benéfico. Baptista y yo nos transportábamos de gozo, cuando observábamos en sus semblantes vivos y animados el imponderable contento interior con que venian, porque habian hecho algun bien. Bastaba verlos para adivinarlo, y la sola espresion de su figura era capaz de escitar á la imitacion, pues hacian sentir al mas frio, que nada es tan dulce como ejercer la beneficencia. Ellos se escitaban entre sí. Rufina cada vez que Albano habia hecho algo de esta especie, le solia decir: hermano, yo no sé lo que es: pero cuando te veo hacer cosas tan buenas, me parece que te quiero mas; y entónces Albano hubiera atravesado por en medio del fuego, para ir á socorrer á un infeliz. Cuando el amor es puro, es el estímulo mas poderoso para las empresas útiles y grandes.

Nosotros les habiamos dado una cabra en propiedad, para que hicieran cria. Ellos la amaban, y la cuidaban tanto, que ya era la mas hermosa de nuestro ganado. Uno y otro la idolatraban, y se divertian con ella. Todos los dias la coronaban con flores, y la hacian marchar á la cabeza del rebaño. La habian acostumbrado á comer en sus manos, y á la primera de sus voces venia obediente. Un dia observámos que volvian sin la cabra, lo estrañámos, y les preguntámos el porqué; pero vemos que se turban, que se ponen á temblar, y que por la primera vez titubean, y no se atreven á respondernos. Este nuevo y súbito temor nos inspira sospechas. Baptista y yo volvemos á preguntarles con una especie de áspera estrañeza, y los dos se nos echan á los pies, y se ponen á hablar á un tiempo. Cada uno queria acusarse á sí mismo, y disculpar al   —12→   otro. Albano decia, Rufina no tiene la culpa, yo soy el que la tengo; pero Rufina decia lo contrario, y no sabiamos qué entender. Al fin Baptista ordenó á su hijo que se esplicara, y Rufina presurosa se le acerca, y le pide que la oiga.

Padre (le dice, por que ellos nos daban á los dos este nombre) oidme á mi, y veréis que Albano no es culpado, aunque quiere parecerlo, para que caiga sobre él el castigo que yo merezco. Habrá cuatro dias que conduciendo nuestro ganado mas léjos que teniamos de costumbre, le llevámos al otro lado de la montaña, y nos pusimos á examinar todos aquellos lugares que eran nuevos para nosotros. Descubrímos un poco léjos una choza pequeña, y que parecia casi derribada. Esto nos escitó curiosidad. Albano me dijo: ¡hermana! ¿quién puede habitar en aquel triste asilo, que ni siquiera puede dar abrigo contra el viento? Será menester que sea muy pobre, ¿quieres que vayamos2 allá? Puede ser que si hay alguno, que le sirvamos de algo, ya sabes que nuestros buenos padres nos dicen, que no se debe perder ninguna ocasion de hacer bien, y diciendo esto me tomó por la mano, y corrímos allá.

Cuando estuvimos cerca, vímos que venia á la choza una pobre mujer que parecia muy anciana, y que marchaba casi doblada con mucho trabajo. Traia en los brazos un chico que parecia de tres años, y conducia por la mano otro como de cinco; pero los dos estaban casi desnudos, tan amarillos y macilentos como si se murieran de hambre. La vista de personas tan infelices nos causó mucha pena, y no nos atreviamos á decir nada á la buena muger. Albano me decia en secreto, pregúntala si la podemos servir en alguna cosa. Yo me acerqué temblando, y sin saber cómo decírselo, porque nos habeis dicho tantas veces, que debemos muchos respeto á los infelices. Yo temia hacerla pena con mis preguntas. Al fin me determiné, y la dije: buena señora, me parece que estais muy cansada, permitidnos que os ayudemos: mi hermano cargará este niño hasta la cabaña, yo tomaré el que llevais en los brazos, y vos caminaréis con ménos peso.

No bien pronuncié estas palabras, cuando Albano ya tenia en sus brazos al mayor. Yo me encargué del otro, y la buena muger nos seguia, llenándonos de bendiciones; pero nosotros estábamos mas contentos de poderla hacer este pequeño servicio. ¡Ah cómo yo me sentia dichosa! No hubiera querido trocar aquel momento por nada en el mundo. En breve tiempo llegámos á la choza; pero ¡qué choza, Dios mío! mas de   —13→   la mitad del techo estaba descubierto. La lluvia y el viento entraban por todas partes, y era preciso que el invierno hiciera mucho frio. Las lágrimas me saltáron á los ojos, cuando, yo vi tanta desdicha, y Albano parecia inmóvil, y traspasado de dolor.

Entónces dije á la buena muger: ¿porqué no haceis que os compongan esta cabaña? La infeliz suspira, y me responde: ¡ay, hija mia! yo no tengo en la tierra á quien volver los ojos. El cielo me ha dejado sola y abandonada, sin mas recurso que su providencia: hágase su voluntad. Yo tenia un hijo; pero ahora dos inviernos se sirvió de llevárselo. No me quedaba mas que su muger, que era la madre de estos dos chicos, y mi único consuelo; pero tambien se la llevó ahora dos meses: así nos convendrá, y yo me conformo con sus santos decretos. No le pido sino que no abandone á estos dos miserables huérfanos, que no tienen mas asilo que yo, y que presto me perderán. Los infelices quedáron solos en la tierra, sin arrimo ni socorro; pero Dios cuidará de ellos.

Estas palabras nos enterneciéron mucho. Albano dijo, que él queria componer la choza, y con el placer que me causó, no pude contenerme, y corrí a darle un abrazo: me parece que nunca le abracé con tanto gusto, y para darle mas aliento, le dije: vamos, hermano, yo te ayudaré, y en efecto nos pusímos á trabajar. Albano preparó y plantó en la tierra fuertes piquetes para servir de apoyo. Yo traia todas las ramas que podia, y arrimé un poco de paja que habia por un lado; pero no habiendo podido el primer dia acabarlo todo, hemos vuelto otros dos, y ayer todo quedó cubierto y arreglado.

Como la buena muger nos veia trabajar tanto, nos decia: hijos, no os fatigueis, id poco á poco, que tanto trabajo os podrá hacer mal, sosegaos un rato: ¡cuánto me aflijo de no poder ayudaros! Cuando nos veia deshechos en sudor, nos hacia sentar, nos traia en su jarro un poco de agua, y nos sacaba su pobre y negro pan para que comieramos. Nosotros no nos atreviamos á dejar de comerle, por temor de que ella no atribuyera nuestra escusa á desprecio; pero llamábamos á los chicos, y le comiamos con ellos. ¡Ah! (nos decia) vosotros sois ángeles que me ha enviado el cielo: venid á verme de continuo, vuestra vista me consuela. Yo pido á Dios que os pague tanta caridad, y que mis nietos sean como vosotros. Los chicos también, sobre todo el mayor nos pedia que viniesemos, nos abrazaba, y nos traia las mas lindas flores que podia encontrar en el campo.

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Ayer tarde despues de haber acabado de componer la choza, y cuando nos volviamos para recoger nuestro ganado, yo dije á Albano: hermano, esta buena muger es muy pobre, apénas tiene con que alimentar sus nietos, y nosotros les hemos comido su pan: si la infeliz tuviera siquiera una cabra, tuviera leche, que les pudiera dar todos los dias. ¡Ah! si yo fuera dueño de este rebaño, ¡qué presto tendria una! Diciendo estas palabras vuelvo los ojos, y veo que mi querida y hermosa cabra montaba por un lado sobre los peñascos que allí habia. Esta vista me hace palpitar el corazon, y me despierta una idea que no habia tenido todavía. Me vuelvo con prontitud á Albano, y le digo: pero ¿porqué no le darémos nuestra cabra? ella es nuestra, pues que nuestros padres nos la han dado. Nosotros no la hemos menester, y no sirve mas que para nuestra diversion; pero ¡cuán útil puede ser para esta pobre muger, pues con su leche podrá alimentarse, y alimentar sus hijos!

Ya veis, padre, que la culpa toda es mia, porque yo fuí la primera que lo propuse, y yo hubiera debido reflexionar que aunque me hayais dado la cabra, yo no debia disponer de ella ni de nada sin vuestro consentimiento; pero entónces deseosa de aliviar á la pobre muger, no pensé en esto, y falté á la obligación de pediros vuestro permiso. Así pues yo fuí la que tuve el pensamiento, Albano no tiene parte en esto, y yo soy la única culpada. ¡Bueno! replica Albano, yo fuí el que la cargué sobre mis hombros, y la llevé á la choza, y si en esto hay culpa solo es mía.

Baptista que se deshacia en lágrimas, oyendo esta tan tierna historia, y la generosa disputa con que cada uno queria cargarse de la culpa para escusar al otro, no pudo contenerse mas, y echa los brazos al cuello de Rufina. Yo echo los míos al de Albano, y uno y otro les decimos: no, hijos míos, ninguno de los dos está culpado. Léjos de que haya falta de ninguno, los dos habeis hecho una buena accion, y estrechándolos contra nuestros corazones, les volviamos á decir: hijos buenos y generosos, bendito sea Dios que os ha dado corazones nobles y sensibles. Haced siempre así, y no temais ser nunca reprendidos por vuestros padres.

Lo singular es, que los mismos que miéntras temian que hubiese culpa, se querian cargar de ella por disculpar al otro, desde que supiéron que era una acción buena, mudáron de proceder, y cada uno procuraba atribuir al otro el mérito de la generosidad. Rufina decia: Albano lo ha hecho todo, yo no   —15→   hice mas que proponerlo; pero él no solo consintió, sino que la cargó acuestas para llevarla. Albano decia: si Rufina no lo hubiera propuesto, yo no hubiera hecho nada. De modo que los corazones de estas dos criaturas eran tan escelentes que cada cual se apropiaba la censura, y enviaba al otro la alabanza; pero esto no es de estrañar en las almas nobles y modestas. Las que son verdaderamente buenas, no necesitan de aplausos de los hombres, les basta la satisfacción de su propia conciencia.

Seria imposible, señor forastero, que yo os contase todas las historias de este género en que manifestaban de continuo la escelencia de sus corazones. Solo puedo deciros, que si os quedarais algun tiempo en estos montes, y pudierais correr todos nuestros contornos, en todas partes hallarais recuerdos dulces, memorias tristes, y suspiros de lastima y amor. No hay caserío ni cabaña al rededor de este terreno en que sus nombres no sean conocidos, y sus hechos no sean admirados. No hay infeliz que los haya visto, que no les deba alguna gratitud, ni persona que los haya conocido, que no conserve una tierna memoria. Los dos tenian el secreto de hacerse amar, y este secreto consistia en la dulzura de su trato y en la bondad de su corazon. No encontraréis persona que al escuchar su nombre, no muestre el mas tierno interes en su semblante. Este es el privilegio de la virtud. Los mismos que no la conocen sino en otros, no pueden dejar de estimarla cuando la ven.

Jamas podré esplicaros el entusiasmo, el amor y el interes con que todos nuestros vecinos bendecian á nuestros amables niños. Eran recibidos en todos los caseríos, como si entraran en sus hogares paternos, y no se les permitia partir sin la palabra de volver. Cuando los domingos íbamos á la iglesia, nuestros hijos iban delante de nosotros, todos los miraban con placer, no habia quien no los admirase, y nosotros con el orgullo de tener hijos tan amables, sentiamos la interior complacencia de ver envidiar nuestra felicidad.

Ya Baptista y yo viendo que nuestros hijos iban avanzando en edad, y conociendo su mutua y enardecida inclinación, pensábamos en señalar el dia de su dicha comun: pero nuestras esposas nos dijéron, que todavía eran muy tiernos, que nuestra inquietud era vana, porque no descubrian la menor centella de malicia, y que era menester esperar á que acabaran de formarse, ántes de enlazarlos en la coyunda de Himeneo.   —16→   Sentimos la fuerza de estas razones, y otro nuevo incidente nos hizo esperar que podiamos dejar que acabaran de formarse sin el temor que nos inquietaba. En aquel tiempo, murió un pariente mio muy anciano, que no tenia herederos, y que me dejó un caserío mas considerable que este mio, situado á poco mas de una legua de aquí. Era indispensable que fuera á tomar posesion de esta nueva propiedad; y habiendo reconocido que la mucha edad y las enfermedades de mi tio la tenian casi abandonada, me pareció preciso transportarme á ella con Albano, para trabajarla y ponerla corriente. Esta resolución afligió mucho á nuestra pequeña familia; pero era necesaria. Yo debia esta aplicación á la fortuna de nuestros hijos, y esto tambien favorecia nuestras ideas, separando un poco los muchachos hasta que estuvieran en estado de casarse.

Albano y Rufina fuéron3 los que mas se desconsoláron con esta separacion tan cruel como inopinada. No es estraño. Siempre criados bajo del mismo techo, y amándose tanto por hábito y costumbre, como por gusto y eleccion, les debia ser muy duro vivir sin verse, y los dias que debian pasar separados, no podian dejar de ser para ellos dias de dolor. Albano no cesaba de decir á Rufina: hermana, no me olvides, porque al instante me quitarás la vida. Rufina me decia á mí: ¡qué! padre, ¿tendréis la fuerza de vivir, estando tan léjos de nosotras? Yo no me atrevia á responderla nada; pero no se me ocultaba que la seria muy difícil acostumbrarse á vivir léjos del hombre á quien habia desde su primera edad dado su corazon. Ella se quedaba mirándome con ternura y silencio: pero presto prorrumpia en un diluvio de llanto, y se iba repitiendo: no, yo no podré vivir.

Yo la llamaba á solas, y la decia: consuélate, Rufina. Tú verás á Albano todos los dias de fiesta, y al instante que acabemos nuestra obra, te casarás con él: pero ella me respondia: yo no podré vivir hasta entónces: yo sufriré mucho desde que mi hermano esté léjos de mí. El pensamiento solo de que si está enfermo yo no podré asistirle, y que cuando esté triste no podré consolarle, bastará para quitarme la vida. ¡Ay, padre! ¿cómo podré pasar tantos dias y tantas noches sin oir su voz, ni que él oiga la mia? Ciertamente yo moriré. Estos discursos me conmovian, porque yo veia claramente cuánto se afligia la infeliz muchacha, y ya empezaba á mostrar en su semblante la amargura de su   —17→   pena. Las rosas de sus mejillas se marchitaban, sus brillantes ojos se oscurecian. A su genial festiva vivacidad habia sucedido un triste y desabrido silencio, ya no estaba tanto con nosotros, y muchas veces se la veia buscar la soledad, y meterse en medio de los bosques para meditar y aumentar con sus lágrimas las aguas de nuestros arroyos.

En cuanto á Albano no es posible figurarse su despecho. Como su imaginacion era tan ardiente, no le presentaba mas que partidos estremos. Padre, me decia, mas vale arrancarme el corazon del pecho, que separarme de Rufina; ó dejadme aquí con ella, ó hacedla venir con nosotros. Yo le representaba que uno y otro era imposible. Pues bien, me respondia, contad con que yo no viviré un dia solo léjos de ella. Separarme de Rufina es lo mismo que darme la muerte, y luego encendido en cólera me decia: pero ¿quién puede tener derecho para separarme de ella? Ella es la compañera de mi infancia, la compañera de mi vida: ella es mia, y de mí solo. Ya nos hemos dado nuestros corazones, ya el cielo ha oido nuestros juramentos de unirnos para siempre, y si nos separais, haréis una mala acción, y lo peor es que uno y otro nos morirémos, y que vos perderéis vuestros hijos.

Yo que le conocia, le dejaba desahogar sin responderle porque sabia que aunque su primer movimiento era fogoso, nadie era despues tan dulce y sometido. Así desde que volvia en sí, venia á abrazarme, y me decia: padre, yo veo que os aflijo, perdonadme. Si vos pudierais saber cuán infeliz voy á ser, me veriais con lástima. Entónces yo procuraba consolarle diciéndole, que esta separación era por pocos dias, que luego hubiéramos puesto mi nueva herencia en órden, nos volveriamos todos á juntar, y entónces se casaria con Rufina. Esta esperanza le volvia el ánimo, saltaba á mi cuello, me abrazaba riendo, y me inundaba con su llanto.

Una noche observé que hablaba con Rufina, y pude oir que la decia: ¡ay hermana! ¡Cómo esta montaña á que voy, me parecerá hórrida y desierta cuando no podré verte en ella! Pero si no te puedo ver á la hora de comer, y en todos los instantes que pueda, iré á visitar los lugares en que hemos estado juntos. Yo besaré la tierra que pisáste: yo pensaré en tí, y me diré: este es el lugar en que ella se sentaba, este es el arroyo bullicioso que me repetia su dulce imágen. No olvidaré ninguno de los sitios que podrán despertarme un recuerdo;   —18→   pero ¡ay! en ninguno podré encontrar la realidad. ¡Ay, querida Rufina! ¡Qué infeliz voy á ser!

La infeliz seré yo, le respondia ella, pues me quedo aquí solitaria, y como desterrada. Ya no comeré los frutos de los árboles que hemos plantado, ya no respiraré el olor de las flores que cultiváron nuestras manos, ni me acostaré en la pieza en que está la cuna en que pasámos nuestra infancia, y cuando venga el invierno, no me calentaré en el fuego con que tú te calientas. De este modo los dos se enternecian, y acababan siempre por esclamar: ¡cuándo llegará el dia en que nos casen nuestros padres, para que nunca jamas nos separemos! y Albano la añadia tristemente: por ahora no hay remedio: pero procura consolarte. Yo vendré á verte siempre que pueda, y así endulzarémos una separación tan amarga.

En fin llega el dia en que debiamos partir. Baptista con su muger y Rufina debia ir á su caserío segun nuestro plan, y yo con la mia y Albano me trasladé á mi nueva propiedad. Esta fué la primera vez que me separé de mi amigo, y la primera que separámos nuestros intereses y ganados. Los dividimos entre nosotros, cada uno se llevó la mitad. Nuestra idea era que Baptista trabajase en su hacienda, y yo en la mia, para que nuestros hijos casándose tuviesen mas comodidades, y disfrutasen con abundancia los bienes de los dos. Baptista quiso acompañarme, y ponerme en posesion de mi nuevo domicilio, y cuando llegó el caso de despedimos, uno y otro vertímos muchas lágrimas. Mi amigo apretándome la mano, me decia: yo vendré á verte lo mas que pueda, pero no dejaré de sentir que ya no estamos juntos. ¡Ay amigo! añadió con un aire muy desconsolado: despues de haber pasado juntos cincuenta años, es muy duro y penoso separarse.

Rufina, que tambien habia venido, y Albano se despidiéron con tantos gemidos y sollozos, como si pusiéramos enmedio de ellos inmensos mares, y que no pudieran volver á verse. Albano cada instante prometia á Rufina que no tardaria en ir á buscarla, y la pobre Rufina no podia detener su llanto; apénas podia marchar. Sus rodillas no podian sostenerla, y estaba obligada á sentarse. La parecia que la faltaba valor para vivir. Si tomaba alguna cosa, no la podia retener, y se la escapaba de la mano. El que la hacia la vida agradable iba á ausentarse, y creia que la iban á arrancar el corazon del pecho.

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Los que no han sabido amar verdaderamente, no pueden tener idea de la pena que causa á dos amantes, que han vivido siempre juntos, la primera separacion, cuando es forzada. Este dolor es desconocido en las poblaciones numerosas de las villas y ciudades, porque allí los muchos objetos distraen. Nadie puede concentrar en su corazon sentimientos tan profundos, ni formarse idea de la intimidad, fuerza y energia que la costumbre de haber vivido solos y juntos produce en los corazones jóvenes. El amor es mucho mas ardiente y tenaz en la simplicidad del campo, y en el recinto de la soledad, porque en ella cada uno de los amantes siente todos los momentos cuán necesaria le es la presencia del otro para la felicidad del corazon. Esta esperiencia fomenta de continuo su fervorosa llama, y suele ser mas constante y violenta cuando es mas inocente y virtuosa.

Albano quedó sepultado en la mas triste melancolia. No decia una palabra; pero la impresion mas dolorosa estaba pintada en sus acciones y figura. Desde que se separáron Rufina y Baptista, el infeliz salió á sentarse á la puerta sobre una piedra que estaba allí, y estaba en una aptitud inmóvil, con la cabeza apoyada sobre su mano. Derramaba sus tristes ojos sobre todos aquellos contornos, y los volvia á recoger como si no hallara en ellos mas que un vacío horrible, un espantoso desierto, que no podia presentarle la imágen que buscaba. Fué menester que mi muger le advirtiese que era hora de cenar. El despertó como si saliera de un sueño; pero sin querer comer nada, se fué á arrojar en su cama que inundó con su llanto.

Apénas era de dia cuando le sentí levantado; le pregunto lo que hace, y él me responde, que si no será bien que vaya al caserío de Baptista á ver cómo han pasado la noche. Yo no pude dejar de reirme, y le volví á decir, que nosotros no habiamos venido para hacer cumplidos, sino para trabajar. Albano se quedó confuso y pensativo, y después de algun embarazo, como si se acordara de repente, dice: ¡ay Dios! ¿qué iba yo á hacer? Me olvidaba de que debo sacar mi ganado; y diciendo esto se volvia. Yo conocí que el infeliz preocupado con su dolor y fuera de sí habia olvidado este deber; pero para animarle, le volví á llamar, y le dije: hijo, ¿has perdido el seso? El me respondió: ¡ay padre! yo no puedo vivir sin ella. Entónces mirándole con ojos severos, le digo: Albano, tú no debes ser hombre, pues eres tan débil. Me pareció que se sintió humillado con esta reflexion, porque al oírmela, levantando la cabeza que habia tenido baja, y viéndome con cierta especie   —20→   de entereza, me replicó con voz firme y resuelta: padre, yo sabré ser hombre; y sin añadir otra palabra se retiró.

Pero á poco rato vuelve, con un aire de vergüenza y confusion me dice: padre, pues yo no puedo ir allá, á lo ménos hacedla decir, que yo voy á llevar mi ganado á la roca empinada, y que ella venga con el suyo: con esto podre verla, y ser ménos infeliz. Diciéndome esto, ponia sus ojos en los mios para examinar cómo recibia esta proposicion. Mi afectada severidad le habia intimidado; pero viendo que á mi pesar yo me sonreia, vino á arrojarse entre mis brazos, y derretido en lágrimas me decia con un tono lastimoso: ¿porqué atormentas á tu pobre hijo? ¡Ay padre! si pudieras comprender cómo mi corazon idolatra á Rufina... No pudo acabar, y arrancándose de mis brazos, se alejó de mí por esconderme sus gemidos, y poder desahogarse á sus solas. Yo no pude dejar de enternecerme. Buen muchacho, me dije, el amor te hace ahora infeliz; pero presto te hara dichoso.

Con todo volviéndome á él con seriedad le dije: ahora es preciso trabajar; pero los dias de fiesta nos verémos en la roca empinada. Esta roca empinada es el lugar mas agradable de nuestras montañas, y desde ella se alcanza á ver tanto el caserío de Baptista, como aquel en que yo estaba. Es una roca aislada, que separándose de la cima del monte, se avanza sobre su pendiente, y forma una esplanada. Parece que la naturaleza ha reunido en ella todas las hermosuras y adornos, que puede presentar á dos corazones jóvenes inflamados de un casto amor, que huyendo del bullicio y la importunidad de los estraños, solo aman la soledad para esplicarse sin estorbo. Aquel sitio está lleno de imágenes pintorescas, que inspiran una melancolía dulce y deliciosa. No se ve por todas partes mas que masas rústicas y salvages que elevan las ideas, ó risueños y agradables objetos que deleitan y recrean á las almas sensibles.

De las concavidades de la roca tapizada de verdura y de flores se escapan muchos arroyuelos bulliciosos que riegan y refrescan el terreno, y todos reunidos forman un torrente corpulento, que á poca distancia se precipita rápido en el valle, y produce el encanto de interrumpir el silencio tranquilo de su soledad con el estruendo de sus aguas. Los pinos oscuros, y los álamos magestuosos pueblan y rodean toda la estension de su recinto. Una muchedumbre de frutales enriquece aquel terreno privilegiado. En la primavera lo hermosean con sus floridas ramas,   —21→   y en el otoño presentan á la mano ricas y sazonadas frutas. En aquella mansion encantada se respira un aire fresco y embalsamado con los efluvios de las flores, y su dulce fragancia hace mas agradable el sentimiento moral, que produce en los corazones la vista de una decoración tan sublime y magnífica.

Este era el lugar mas comun en que los tiernos y jóvenes amantes llevaban sus ganados, y donde se juntáron nuevamente. Albano para hacerle mas dulce y cómodo á Rufina, se propuso fabricar en él una especie de cabaña en que pudiera estar á cubierto del sol y de la lluvia. El la decia cuando trabajaba: aquí estarás mas abrigada, y ella le respondia: yo estoy siempre bien cuando estás á mi lado. El activo y valeroso Albano habia arrancado del seno de la tierra muchos pinos jóvenes, los había plantado, haciendo con ellos un círculo, y entrelazando por encima las puntas de sus flexibles ramas, que cubrió despues con pajas y yerbas, formó una especie de dosel que la libraba de las injurias del tiempo. No contenta la ambicion de su amor con dar al ídolo de su corazon un abrigo cómodo, pensó también en hacerle agradable. Para esto recogió las mas hermosas flores que pudo de los campos, y las plantó al rededor. Entresacó los mas lindos arbolitos que vegetaban en los montes, los trasplantó, y los forzó á crecer al pie de la cabaña. Los fragantes rosales embalsamaban su circunferencia, y los blancos jazmines se entretejian en sus muros.

Con deseo de que todo contribuyese á los placeres de Rufina, pretendió tambien que hasta los pájaros viniesen a poblarla, y para esto se valió de un hábil artificio. Recogia todos los nidos que encontraba, los tomaba con mucho tiento, y los trasladaba á la cima de su nuevo edificio. Su idea era que se alimentasen allí, y acostumbrarlos á que ellos mismos viniesen á la mano de Rufina. Luego que los tomaba, esperaba á que sus padres los viesen, persuadido de que los seguirian. Los llevaba descubiertos, y á su vista los conducia con paso lento y cuidadoso. Los padres desconsolados daban al aire gemidos lastimosos; pero no se atrevian á abandonar su precioso tesoro. Voleteaban con inquietud, y los seguian hasta que Albano los colocaba. Desde que los establecia Albano se alejaba. Al principio no se atrevian á llegar temerosos de una nueva violencia; pero rodeaban el terreno, se alejaban un poco, examinaban por todos lados, y no viendo á nadie, tomaban confianza, y se acercaban otra vez á su querido nido.   —22→   Se acostumbraban á ir y venir, y por fin criaban tranquilos su delicada familia.

Rufina se encargó de adornar el interior de la cabaña, colgando en ella cestos de paja y canastos de junco, en que pudiera guardar las frescas frutas, con que pudiera refrescarse su hermano cuando viniera cansado de las fatigas del trabajo, y hasta los panales de miel que recogia de sus colmenas, para que Albano los pudiera encontrar á todas horas. Así estos dos tiernos y delicados amantes no pensaban mas que en servirse mútuamente. Ellos no recelaban que nadie les robase nada de lo que guardaban en su nuevo edificio. El hurto era desconocido en nuestros campos. La simplicidad de bienes y costumbres no le daban entrada. En los lugares donde es caro el vivir, y donde se aspira á brillar, puede introducirse este vicio; pero aquí nos contentamos con poco. Los frutos que nos da la tierra nos bastan, y no necesitamos de tomar nada de otro. Señor forastero, de las costumbres simples nacen las virtudes. El que sabe contentarse con poco, no puede dejar de ser hombre de bien. Solo el que quiere contentar sus pasiones, necesita de robar los bienes agenos.

Nuestros dos amantes estaban encantados con su linda y solitaria cabaña, menos por su hermosura y aliño, que porque se prometian verse en ella continuamente. Albano la dió el nombre de cabaña de la felicidad. Este habia trabajado sin mas confidenta que Rufina; pero cuando se tuvo acabada, uno y otro quisiéron darnos el placer de la sorpresa. Nos convidáron á venir á la roca, y todos fuimos la tarde de un domingo. Albano conducia á sus padres, y Rufina á mi esposa y á mi. Nosotros fuímos sorprendidos de ver un tan lindo edificio rústico, y hecho con tanto arte y perfeccion. Rufina nos presentó una agradable merienda, compuesta de algunas frutas, de un poco de leche y de algunos panales. Albano lleno de ardor y con un aire orgulloso y satisfecho nos hacia observar todo lo que habia trabajado, pero siempre que podia atribuia todo el mérito á Rufina. Mi hermana, nos decia, es la que me ha hecho darle esta figura tan graciosa: ella escogió este sitio encantador para ponerla; en fin lo mejor que habia en ella todo venia de Rufina. Nosotros estábamos tan admirados como gustosos: nos parecia encontrar allí los placeres que el cielo nos prometia para siempre.

Nosotros besámos y abrazámos muchas veces á nuestros hijos, derramando dulces lágrimas de placer, y enternecidos   —23→   de tanto amor y de tantas finezas les prometímos que presto se haria su boda, y que la celebrariamos en aquella cabaña. Los amantes se transportan, se cuelgan de nuestros cuellos. Albano nos dice, que yo tenia razón en llamarla la cabaña de felicidad. Aquella tarde que pasámos allí nos pareció tan deliciosa, que concertámos volver todos los domingos á la misma hora. En efecto no perdímos ninguno miéntras duró el buen tiempo: ¡pero ay! estos fuéron los últimos instantes venturosos de que el cielo nos permitió gozar; porque llegó el invierno, y ya no solo no pudimos volver á la cabaña, pero ni aun era posible sacar al campo los ganados: ya nuestros montes no presentaban á los ojos mas que masas de nieve, que cubrian toda la superficie de la tierra. Los torrentes detenidos por la fuerza del hielo parecian cristales suspendidos, que pendian sobre los peñascos. Los vientos impetuosos y desenfrenados se introducian en el seno de las cavernas, y chocando contra la sinuosidad de las montañas, producian un rumor espantoso, émulo de los truenos: todos nos escondiamos en el asilo de nuestros hogares, para sustraernos al rigor de la intemperie: Albano solo desafiaba á la naturaleza, y no sentia otro mal que el de no ver á su Rufina. En vano el mal tiempo le cerraba todos los caminos. El amor se los allanaba, y todos los dias iba á verla, atravesando los precipicios que la nieve cubria, y superando las rocas que el hielo hacia resvaladizas y peligrosas.

Rufina subia diez veces al granero, para ver por una ventana si venia, y desde que lo divisaba, atropellando los ostáculos, corria precipitada á atizar el fuego para que se pudiera calentar, le presentaba alguna cosa que comer, y quedaba pagada con sonrisa que la daba el agradecimiento. Yo gustaba de ver el ardor de Albano, y el valor con que atropellaba todos los ostáculos, porque, me hacian ver todo el fuego de su pasion, y me prometian la felicidad de mi hija. Es verdad que ninguna doncella merecia tanto un amante tan tierno, porque sin que me ciegue el amor de padre; pocas son las mugeres que la pudieran igualar ni en hermosura ni en virtudes y gracias. Ya tenia quince años, su talle era fino, suelto y delicado: en sus lindas mejillas se confundian las rosas con las lises: sus grandes ojos azules, que estaban rodeados de largas y rubias pestañas, derramaban con su vista una hermosura celestial, que estaba en armonía con el son melodioso de su dulce y sonora voz, la cual era tímida y modesta, y por lo mismo la hacia parecer trémula y amorosa, pero se pegaba al corazon: sus cabellos rubios adornaban con sus crespos rizos   —24→   su blanca frente, y caian con gracia sobre su cuello de alabastro: no, jamas la naturaleza produjo modelo tan perfecto: nunca se vistió ricamente, pero á pesar de su simplicidad ninguna jóven parecia tan limpia y aliñada.

Estos dos amantes pasáron pues un invierno melancólico y penoso, pero al fin los vientos empezáron á sosegarse, la nieve se fundió, y ya despuntaban los agradables céfiros de la naciente primavera. Albano corrió á visitar su querida cabaña, y la halló destrozada por los estragos de los vientos. Al instante repara los daños del invierno, y la primavera que le ayuda, la renueva y adorna con nuevas hermosuras, que la dejan mas vistosa y florida: los pájaros que cantan sobre sus árboles cubiertos de botones, avisan á los dos amantes que ya es tiempo de que se vean en ella: las dos familias vuelven á tomar su pasada costumbre, y los dos muchachos se creian los mortales mas dichosos de la tierra; pero ¡ay! el tiempo de la felicidad habia pasado.

Jóven forastero, escuchad nuestras desgracias para aprovecharos de ellas. Hasta aquí no podeis conocernos mas que como dos familias muy felices, y felices por su simplicidad. Nosotros, léjos de las vanidades y los hombres, éramos todo el universo para nosotros mismos, y estábamos contentos, porque la naturaleza era nuestra madre benévola; pero la ambicion vino á turbar toda la dulzura de nuestra vida, y en un momento hizo desvanecer nuestras dichas. ¡Qué locos son los que no se contentan con la suerte que les repartió el cielo, y con cuyo buen uso pudieran ser felices! ¡Qué insensatos los que buscan una felicidad superior á su estado, que cuesta tanto adquirir, y se puede tan poco gozar! ¡Qué necios los que dan á las opiniones humanas el valor que no tienen! ¡que se hacen esclavos de ellas! ¡que no buscan la verdadera dicha, sino la que el mundo estima, y que habiendo errado una vez el camino por ser felices, nunca pueden llegarlo á ser! ¡Qué delirio es atormentarnos tanto por un momento de existencia que nos ha dado el cielo! Mas de la mitad de la vida se pasa en preparar placeres para un pequeño resto, que tal vez no se alcanza, ó que debe durar muy poco: pero ¡ay! ¡que estas verdades no las siente sino el que las sufre! ¿Y quién las sabe como yo? ¡Dichoso vos, si escarmentais en mi cabeza!

Un dia cierto negocio me obligó á un viage, que me condujo á ocho leguas de mi habitacion. Yo me volvia al anochecer,   —25→   y de repente me hallo sorprendido por dos hombres, que poniéndome un puñal á los pechos, me amenazan de quitarme la vida, si no les entrego cuanto llevo. No viendo cómo defenderme, ya sacaba mi bolsa, cuando veo que venia hácia nosotros un hombre á caballo, que corria á galope. La vista de este auxilio me inspira valor, y yo le grito pidiéndole socorro. Los malvados quieren cerrarme la boca, juran que me matarán si no callo, y en efecto, uno de ellos me da una puñalada. Miéntras esto pasaba el caballero ya estaba cerca de nosotros, y viendo su accion y mi peligro, saca una pistola, y dispara un tiro contra los agresores. No les acierta; pero los intimida. El delito acobarda, huyen atropellados, y mi libertador, se acerca á mí, y me socorre. No pudiendo darme otro auxilio, me aplica un pañuelo á la herida para detenerme la sangre, me hace montar á las ancas de su caballo, y me lleva á su casa, que estaba á una legua de allí.

Aunque yo iba herido estaba con todo mi conocimiento, y no me sorprendió poco verle entrar en una casa magnífica, muy extraordinaria en nuestros montes, pues mas tenia la forma de un palacio, y parecia acabada de hacer. Lo primero que hizo mi generoso conductor fué ponerme en un cuarto suntuoso, y hacerme acostar en un rico lecho. Tambien mandó llamar un cirujano, y en fin me hizo dar todas las asistencias que mi situacion hacia necesarias; pero puso en mi socorro tanto ardor, interes y fineza, que no se apartaba de mi lado sino en el tiempo preciso para su descanso y el mío. El cirujano nos dijo, que mi herida era profunda, pero que podia no ser peligrosa, y que él lo sabria decir al dia siguiente cuando me quitase el vendage.

Yo daba gracias á Dios de haber hallado tanto caridad en un hombre tan generoso, y procuraba mostrarle mi reconocimiento; pero el cirujano me ordenó el silencio, previniéndome, que el hablar podia hacerme mal. Fué fuerza que yo le obedeciera; pero pasé toda la noche muy afligido, considerando la inquietud en que estarian mi muger y Albano de no verme volver, cuando habia tanto tiempo que nunca salia de mi casa. Esta idea me atormentó tanto, que al otro dia por la mañana á pesar de la ley del silencio yo no me pude contener, y dí cuenta de mi pena á mi atento bienhechor. Este dió órden al instante, á un criado, de que fuese al caserio que yo le indiqué, para informar á mi muger de lo que pasaba, asegurándola, que la herida era ligera, y que no tuviese cuidado, porque seria bien   —26→   asistido. El criado partió, y cuando fué tiempo el cirujano levantó mis bendas: dijo, que no habia peligro en la herida, y que responderia de mi curacion. Yo no cesaba de agradecer la providencia por tantos beneficios.

Al otro dia al anochecer llegan cuando ménos los esperaba; mi mujer y Albano, inquietos de saber de mi herida, y deseosos de verme. Mi muger habia pedido al que le llevó el aviso que la condujese sobre su caballo, y Albano vino á pie. Mi sorpresa fué muy dulce, y ellos se consoláron viéndome en tan buen estado. Mi huésped los recibió muy bien, y los hizo alojar cómodamente. Dos dias pasáron conmigo; pero considerando que mi casa quedaba sola, que los trabajos eran necesarios en aquel momento, y que á mí no me faltaba asistencia, les pedí que se volvieran. Ellos se afligiéron mucho con esta resolucion; pero fué preciso que cedieran á la necesidad, y á las promesas que les hizo mi bienhechor de que nada me faltaria. Albano venia todos los domingos, y preferia verme á la proporción de ver á Rufina en la cabaña. ¡Qué ingrato que le he sido! ¡Mi corazon se cubre de vergüenza!

Mi curacion fué larga, pero sin accidente que pudiera inquietarme. Mi bienhechor me veia á menudo muchas veces al dia, y me acompañaba una gran parte de la noche. Su aspecto era noble y agradable, su edad parecia como de poco mas de treinta años, su aire despejado y abierto inspiraba la confianza, y forzaba á la amistad: su conversacion era animada y divertida, su trato cordial y festivo, y como el cuidado que ponia en mi recobro, era tan vivo tan delicado, cada dia escitaba mas mi gratitud. Yo estaba tan reconocido á favores tan grandes, y tan poco merecidos, como deseoso de saber á quién debia tantos beneficios. Al fin conseguí saber que mi bienhechor se llamaba Don Fermin de Lerena, que habia nacido en el mismo lugar, de una familia distinguida, y él mismo me contó, que habiendo ido en sus tiernos años a Madrid á casa de un tio suyo, rico negociante, le habia servido en su comercio, y con tanta dicha, que habia cuatro años que Dios se lo habia llevado, y dejado á él por su heredero, por cuya causa se hallaba con muchos bienes de fortuna.

Me añadió, que habian tambien muerto su padre y un hermano mayor, que vivian tiempo ántes en el antiguo hogar de su familia, por cuya causa habia heredado igualmente las tierras y el caserío en que habia nacido: que hallándose libre   —27→   por la muerte de su tio, se habia sentido con deseo de volver á ver la casa en que nació, y los amigos de su primera infancia: que en efecto hizo un viage al pais: que la vista de aquel suelo, que le recordaba las primeras impresiones que recibió su corazon, le habia despertado las memorias mas dulces: que la farándula de Madrid, su tráfago tumultuoso, su trato pérfido y simulado, sus falsas atenciones, sus costumbres pervertidas, el interes y la codicia de todos los corazones, la envidia de los hombres, y el poco recato de las mugeres le habian dado siempre en rostro, y que la vista de su pais, la honradez de sus naturales y la simplicidad de sus costumbres le habian inspirado el deseo de acabar allí sus dias, esperando encontrar mas fácilmente amigos verdaderos y seguros, y una muger honesta y virtuosa; pero que haviendo visto que el caserio de sus padres era demasiado estrecho, y se estaba desmoronando por su ancianidad, le habia hecho derribar para construir otro, y que aunque su primer designio no era hacerle tan grande, poco á poco habia ido estendiendo sus ideas, y al fin habia fabricado uno que quizá para el pais era demasiado, pero que seria cómodo: que su intencion era el ir á Madrid para redondear sus negocios; pero que esperaba no tardaria mucho en volverse de aquel terreno inquieto y turbulento, para venir á buscar en el patrio suelo la paz del corazon, y la tranquilidad de la conciencia, que en su opinion eran los elementos de la humana felicidad. Yo aprobé mucho estas ideas, le exhorté á ponerlas en planta, y le añadí, que ya con sus beneficios se habia adquirido dos familias que estarian siempre á su disposicion.

El tiempo y las atenciones de Don Fermin y su familia acabáron de curar mi herida. Yo me sentia ya con fuerzas, y el deseo de ver á mis gentes, junto con la importancia de los trabajos, me estimulaban á la partida. Yo se lo propuse, pero el obsequioso Don Fermin exigió que pasase algunos dias mas para asegurar mi curacion, y me fué preciso obedecerle. Al fin llegó el dia convenido, y me llenó de nuevas finezas. Me hizo conducir á caballo, y me ofreció, que luego que pudiera, vendria á verme, y visitar á mi muger. En efecto el domingo siguiente cuando Albano, mi muger y yo estábamos ya en el camino para la cabaña, vímos que venia á nuestro caserío. Le informámos de nuestro destino, y él quiso acompañarnos.

Cuando llegámos ya encontrámos en ella á Baptista con su muger, y mi hija Rufina salió corriendo á recibirnos, y parecia   —28→   un ángel descendido del cielo, con un trage mas blanco que la nieve, con un ligero sombrerito de paja, guarnecido de frescas flores, y que cubrian una parte de sus rubios cabellos: parecia una de las vírgenes celestes, con que los pintores figuran las divinidades de sus templos. Por otra parte el gozo y la agitacion de su carrera habian derramado en sus mejillas un encarnado tan brillante, que yo mismo no pude dejar de admirar sus encantos.

Don Fermin se quedó sorprendido viendo hermosura tan peregrina: yo le informé de que era mi hija, y él la saludó con respeto y agrado: Rufina le correspondió con modestia y dulzura: él me felicitó de tener una hija tan amable, y yo le dí gracias de su cumplido, con el gusto de oir alabar lo que queria tanto, pero con la indiferencia que me producia el estar acostumbrado á oirla alabar siempre. Desde aquel dia repitió con mucha frecuencia sus visitas á mi caserío, y sobre todo no faltaba ningun domingo por la tarde, sin que yo sospechase lo ménos del mundo su motivo. Bien observé que parecia muy inquieto cuando no la encontraba, y que no sabia separarse de ella cuando la veia; pero yo me figuraba, que esto era efecto del gusto que daba á todo el mundo la presencia de mi hija. Rufina tambien le veia con satisfaccion, y respondia á todas sus atenciones con mucho halago. ¿Cómo no habia de querer al hombre á quien debia la vida de su padre?

En fin, despues de mucho tiempo pasado de este modo, un dia Don Fermin me envia un caballo, pidiéndome que le vaya á ver: yo por si podia servirle vuelo á su casa, y despues de los primeros cumplidos me lleva á su jardin, y me dice: amigo, el cielo os ha dado una hija divina: ¡qué dichoso será el hombre que sea su marido! Sí lo será, le dije yo, porque no hay mejor corazon que el suyo. Esta espresion sencilla, que me arrancó mi sinceridad, le dió gusto: yo ví brillar en sus ojos la luz radiosa del placer; pero me volvió á decir: yo no puedo disimular mas: el secreto me secaria el corazon: yo amo á Rufina: sí, amigo, la amo, la idolatro, y me seria imposible vivir sin ella: vos teneis en vuestra mano el único tesoro que deseo: dadme, amigo mio, la única muger que puede hacer mi felicidad: dadme á vuestra hija: yo os la pido para esposa mia.

Como Don Fermin era tan rico, yo creí un momento, que se queria divertir, pero muy presto me desengañó, haciéndome ver que hablaba seriamente. Entónces le dije: que mi   —29→   hija ya estaba prometida. Si yo le hubiera dicho que se iba á morir, no se hubiera puesto mas pálido y descolorido. Despues de alguna suspension me vuelve á decir: ¿y quién en estas montañas puede hacerla tan rica, tan brillante y tan dichosa como yo? ¡Qué, amigo! ¿quisierais dar á uno de estos aldeanos, á la muger que merece ser la soberana de la tierra? Señor, le dije yo, importa poco el estado, cuando se halla la felicidad. El empezó á hacerme muchas reflexiones, y entre otras me dijo: que ya empezábamos mi muger y yo á cargarnos de edad, y que cuando fuéramos viejos, no sentiriamos haber encontrado en él una vejez descansada, y un reposo seguro; pero yo le volví á responder: el hombre nació para trabajar: el trabajo es el padre de la virtud, y el descanso lo es de los vicios. Miéntras Dios me conserve estos dos brazos, no estarán inútiles, y cuando sea viejo, mis hijos no me abandonarán. En las familias honradas la casa paterna es la del hijo, y la casa del hijo es de su padre.

Don Fermin estaba fuera de sí, viendo mi resistencia, y corrió todos los medios del ruego y la amenaza para vencerme. Viéndole tan desatentado, me pareció que era ya preciso hablarle con aire decidido. Así le dije: señor, yo os debo mucho, y soy tan sínceramente vuestro amigo, que jamas daré las manos á un designio que ciertamente os costaria un largo arrepentimiento. Yo sé que mi hija es amable, que puede inspirar una pasión, y hacer dichoso á un hombre de bien, pero la hermosura simple y campesina satisface muy presto, y deja grandes disgustos á un corazon acostumbrado á los artificios de las mugeres delicadas y astutas de las grandes villas. La simplicidad de la naturaleza le parece insípida, y no hallando en ella esas gracias facticias de una educacion pulida y estudiada; se cansa presto, y desde que la pasion se resfría se avergüenza de su muger cuando la compara con las otras. No se atreve á mostrarla, y está como corrido de tenerla: ¿cómo osará presentar en un estrado brillante á la que no puede dejar de conservar los aires de aldeana? Y de esto ¿qué sucede? que dos personas que se prometiéron la felicidad en breve tiempo no pueden soportarse.

¡Qué poco me conoceis! respondió Don Fermin. Ya os he dicho que ha mucho tiempo que no pienso mas que en dejar las frívolas vanidades de la corte para buscar en la sencillez de la naturaleza y en el reposo de una casa tranquila la paz del corazon, y la felicidad interior. Este era mi designio, y   —30→   ahora la providencia me ha mostrado la única muger que puede ser la feliz compañera de mi soledad. No, yo no tendré jamas otra esposa, porque ella únicamente puede satisfacer todos los gustos de mi corazon. No me la negueis, padre mio, porque ya no os daré otro nombre, y vos con vuestra hija vendréis á partir conmigo mi casa, mis bienes y mis dichas. Si me dais á Rufina, yo no dejo mas estas montañas.

A pesar del ardor con que me hablaba Don Fermin, yo no podia persuadirme á que un hombre tan rico pensara en casarse con mi pobre Rufina, y por otra parte temia mucho la inconstancia de estas pasiones súbitas y momentáneas, que despues de haberse satisfecho, no dejan en el corazon mas que un largo y profundo fastidio. Así á pesar de sus instancias eficaces yo me sostuve en no querer entenderlas sino como chanza, y alguno que nos vino á encontrar, llegó apropósito para romper nuestra conversacion; pero no dejó de hacerme mucha fuerza la idea de que seria lástima casar á Rufina con un mozo, que aunque muy virtuoso, y que yo le queria mucho, no era mas que un payo, cuando el cielo me ofrecia la fortuna de poderla casar con un hombre distinguido y poderoso que podia hacerla vivir con mucho fausto, y como una de las primeras señoras del pais.

Yo me volví á mi casa muy combatido con estas reflexiones, y casi sin saber á qué determinarme. El que vacila con la tentacion, y no la rechaza al instante con los principios del honor y la virtud, ya está muy cerca de caer. Por un lado el amor que yo tenia á Albano, el conocimiento del suyo, la idea que tenia de el de mi hija, y el temor de hacerlos infelices me detenian mucho; pero la consideracion de la diferente suerte que tendriamos mi hija y mi familia, el sobresaliente papel que hariamos en el pais, y la cómoda y brillante situacion que se nos preparaba, me estimulaban mas. ¡Qué! (me decia yo) por dar gusto á la pasion de dos muchachos que se aman, porque están solos, y se han criado juntos, ¿sacrificaré el bien estar de mi familia y el de mi hija misma? Cuando Albano la vea casada con otro, no pensará mas en ella, volverá los ojos á otra parte, y tanto él como sus padres se consolarán con los bienes que Don Fermin, Rufina y yo les podemos hacer.

A pesar de estos sofismas que me inspiraba la ambicion, no podía resolverme á un partido que un secreto sentimiento me decia, que era poco honrado, y me repugnaba. Don Fermin   —31→   continuaba sus instancias conmigo; pero yo lo eludia siempre: y viendo que no podia determinarme, se sirvió de un medio muy astuto, y que le sugirió sin duda la idea que se formó de mi vacilante ambicion. Un dia vino á decirme, que un negocio importante le llamaba á Madrid, donde le seria preciso pasar algunos dias, y me propuso que le acompañara en este viage. Yo me sorprendí con tan estraña proposicion, y le representé entre otras mil razones la necesidad de cuidar de mi hacienda y mi casa; pero él me dijo: no, vos habeis acabado de ponerla en estado, ya está corriente, y para la atención de que necesita en adelante bastan Albano y vuestra esposa. Yo he menester en mi viage y para mis negocios de un hombre de confianza, en cuya probidad pueda reposarme por entero, y no podeis hacerme mayor servicio en esta circunstancia. Yo creí que no debia resistir á un hombre, que despues de tantas otras finezas me habia salvado la vida, y le dije, que estaba pronto á seguirle.

Partímos pues, y luego que llegámos á Madrid, fuímos á su casa, que era magnífica, y estaba adornada con todo el gusto de la moda. Yo me quedé sorprendido, porque nunca habia visto una cosa tan bella, y Don Fermin no perdia un ápice ni de mi necia admiracion, ni de los efectos que me causaban sus riquezas y opulencia. Entónces me dijo: por hoy no saldrémos de casa, porque es menester dar tiempo al sastre y los demás obreros para que os hagan un vestido y lo mas necesario para poneros á la moda, porque ya veis que no es posible presentaros en ese trage campesino, que solo es bueno para el pais. ¿Y porqué (le dije yo) no podré presentarme en este trage? El vestido no hace al hombre. Así es, me respondió; pero para los negocios en que me debeis servir, es preciso que os presente á personas de mucho respeto, que no os tratarán con consideracion, si os ven con un trage tan simple. Pues bien, le repliqué riendo, si es útil para vuestro servicio que yo me vista al uso de la corte, enhorabuena. Yo la ví en mi juventud, y aprendí algo de lo que se llama educacion de mundo. Volveré á refrescar las especies, y no me será difícil volver al uso de estos cortesanos, cuyo mérito consiste en hacer cortesías, reverencias y cumplimientos.

Al otro dia me hizo equipar de todo, y con tanta profusión que yo mismo estaba corrido; pero no me atrevia á resistir en nada á mi bienhechor. Despues en lugar de hablarme de negocios, me llevó á visitas y tertulias, me presentó   —32→   como un amigo íntimo de la primera distincion en nuestro pais, y á quien tenia muchas obligaciones. Me llevó á las comedias, y hacia cuanto podia para entretenerme y divertirme. Su intencion, segun lo conocí despues, era corromperme, pervertirme, hacerme gustar de todos los placeres que procuran la abundancia y las riquezas, para hacerme desear su continuacion, y escitarme á que le diera mi hija. ¡Insensato de mí! Yo, hombre ya maduro, y que debia conocer el precio y las ventajas de la dulce mediocridad, me dejé embriagar con estos astutos y pérfidos prestigios. Poco á poco me fui dejando corromper por tantas lisonjeras ilusiones. Presto no pensé mas que en diversiones y magnificencias. La simplicidad de nuestros campos, la sencillez de nuestras costumbres, la aplicacion de nuestros trabajos, y hasta la estrecha desnudez de nuestras casas empezáron á darme en rostro. Mi razon se pervirtió tanto, que tenia por felices á estos inútiles ociosos, que vegetan entre placeres frívolos, y pasan una vida estéril como un sueño dulce sin penas ni fatigas.

El primer efecto del lujo es viciar la razon. Su apariencia nos seduce, y bien hallados con ella no queremos penetrar su interior amargura. Desde que se apodera de nuestra alma, los deseos entran atropellados en nuestros corazones, y no se saben detener. Entónces apetecemos cuanto nos halaga, sin que nada pueda satisfacernos. ¡Dichoso el que no ha visto nunca la frívola opulencia de las ciudades ricas, y vive siempre tranquilo en su simple cabaña! Desde que el pobre ve la brillante habitacion del poderoso, empieza á desdeñar y hallar odiosa la suya, en que gozaba de muy dulce reposo. La vista de las rosas agenas hará nacer en su corazon las espinas de la envidia, querrá abandonar el hogar y los campos de sus padres. Hollará con fastidio las flores que ántes le divertian, y correrá tan presuroso como engañado á la ciudad, pensando hallar en ella los mismos placeres que ha admirado; pero el infeliz no encontrará mas que miseria y vicios. ¿Quién lo ha experimentado mas que yo?

Pero ¿para qué os detengo? Yo fuí tan insensato, yo me dejé seducir tanto por esta nueva y mas dulce existencia, que al fin perdí todo pudor, toda vergüenza, y todos los estímulos de la honra. La idea de que en Madrid con las riquezas de Don Fermin, Rufina, mi muger y yo mismo podiamos ser mas felices, y vivir con mas brillantez que en nuestros campos, acabó de seducirme. Esta vida me habia gustado tanto que me   —33→   parecia necedad perderla, y en fin hice la bajeza de faltar á mi palabra, y hacer traicion á la amistad. Conté á Don Fermin el tratado que teniamos hecho Baptista y yo; pero le dije, que yo le daria á mi hija, si para quitarme el rubor de aquellos testigos, la quería traer á Madrid. Don Fermin que no deseaba mas que desposarse con ella, transportado de gozo me lo ofreció.

Yo me habia acostumbrado á la dulce ociosidad, á la mesa fina, al vino delicado, á las diversiones, placeres, y aun al juego: yo los habia aprendido. Don Fermin me hizo enseñar con pretesto de que esto seria necesario en la sociedad, y la desgracia quiso que ganase para que me acabara de pervertir. Me parecia muy dulce ganar, divirtiéndome un cuarto de hora, mas de lo que podia producirme mi fatiga con el sudor de un año. Me acostumbré á tener dinero, á gastarlo con facilidad, y poder con él satisfacer las nuevas fantasías que con su vista me tentaban. Esta vida me pareció tan agradable, como me daban en rostro la miseria y los trabajos de la mia, y no podia concebir cómo yo habia podido estar contento, y reputarme por dichoso en un pais tan pobre y con tantos afanes.

Cuando Don Fermin creyó haber obtenido el prevaricar mi corazon, me dijo, que ya era tiempo de volver á nuestros montes, y esta noticia, que en otro tiempo me hubiera hecho saltar de gusto, me afligió; pero me consolé con la idea de que íbamos á hacer la boda, y á volver. Llegámos, pero yo ya miraba con otros ojos el pais. Mi muger y Albano habian gobernado muy bien mi hacienda. Yo conté á la primera lo que habia tratado con Don Fermin; pero ella se sorprende, se consterna, y las lágrimas la saltan á los ojos: confundida y aterrada me pregunta, si quiero que mi hija sea desdichada: yo la respondo, que será mas feliz, que Don Fermin era muy rico. ¿De qué sirve la riqueza, me replica ella, cuando se pierde lo que se ama? Yo estaba ya tan endurecido, que no entendí siquiera tan sensible verdad. Ya no veia mas que con los ojos de la ambicion. Mi muger hizo cuanto pudo para desviarme de designio tan bárbaro, y como yo no podia responder bien á sus buenas razones, la dije con dureza, que yo era dueño de mi casa, y que se haria lo que yo mandaba. La infeliz siempre modesta y sometida no se atrevió á replicarme. Calló; pero lloraba sin consuelo por la suerte de su hija desgraciada.

En aquel momento pasaba Rufina, que iba guiando su ganado,   —34→   y sin esplicarla los motivos, la mandé que no los volviese á conducir, y encargué á otro de este cuidado. Estrañó una órden que su corazon halló terrible, y con su natural dulzura me preguntó la causa. Yo la llevé aparte, y llamando tambien á su madre, la espliqué en presencia de esta mis designios, la dije que ya debia olvidar á Albano, y disponerse á dar la mano á Don Fermin. Procuré endulzarla este amargo trago, porque aunque estaba determinado á hacerme obedecer, hubiera preferido que todo se hiciera sin violencia.

Por esto la hice presente que yo lo hacia por su propia felicidad y la nuestra: que ciertamente seria muy dichosa con Don Fermin, cuyo carácter era dulce y amable: que en vez de vivir en aquellas tristes y pobres montañas, viviria en Madrid, no solo exenta de trabajo, sino en medio de la abundancia, rodeada de placeres, y envidiada de todas las que la vieran: en fin la pinté todas las falsas ilusiones, todos los mentidos prestigios que me habian seducido á mi mismo. Yo me imaginaba deslumbrarla, inspirándola los mismos deseos que me habian conducido á este delirio; pero ¡necio de mí! ¡qué poco conocia yo el corazón humano!

No, no conocia que el amor virtuoso es el sentimiento mas fuerte de la naturaleza, pues léjos de sacrificarse á nada, él mismo sacrifica todas las otras pasiones que intentan combatirla. No conocia que cuanto mas se procura arrancarle del corazón, mas él mismo se profundiza: que las desgracias le alimentan, que las oposiciones le fortifican, que las contrariedades le aumentan, y que no hay esfuerzo de que no sea capaz cuando es desesperado é infeliz.

Nosotros habiamos procurado criar á nuestros hijos con las ideas mas santas de la religion, y les habiamos inspirado los grandes principios del amor y respeto filial. Ellos los habían seguido sin que los hubiesen violado jamas. Yo puedo decir, que no solo eran inocentes, sino virtuosos, y conociendo yo esta disposicion en Rufina, me aproveché de ella, para hacerla entender por muchos modos, que aunque la pareciese duro este sacrificio, Dios le exigia de ella, tanto para obedecer el órden de su padre, como para hacer la felicidad de toda su familia. Rufina me escuchaba con un aire atento. Sus ojos estaban absortos, su fisonomía alterada; pero no me decia una palabra. Parecia embargada y fuera de sí; pero de repente se desata en llanto. Yo que la ví incapaz de responderme, la dije reflexionase seriamente lo que la decia, y que se retirase á meditarlo.

  —35→  

Rufina obedeció; pero la infeliz iba tan turbada que al tiempo de salir de la pieza se da contra la puerta, y con tanta violencia, que no pudiendo sostenerse cae por tierra: corremos á socorrerla, su madre la recoge entre sus brazos, Rufina la echa los suyos al cuello, y apoya su cabeza contra su seno, diciendo con un acento lánguido y sofocado: sí, yo moriré, yo moriré. Yo quise decirla alguna palabra de consuelo; pero ella esclamó: ¿porqué el cielo no me quita la vida? Este movimiento de despecho me llena de horror, y me hace temblar. Yo cejo aterrado, quiero acercarme otra vez á ella: pero mi muger á quien me habia hecho odioso mi dureza, me rechaza con la mano, y me dice: quítate, bárbaro, pues tienes el corazón de piedra. Estas palabras acabáron de confundirme, y me retiré indignado y furioso contra mi mismo: jamas me habia sentido en tan horrible situación. Me parecia que me abrasaba un volcan, ó que me devoraba una sierpe el pecho, y que me le iba á destrozar. Me sentia sofocar, y me decia: tienes razon, yo soy un bárbaro. No, no, jamas se hará un casamiento tan funesto, y me determiné á hablar claro á Don Fermin.

Entretanto mi muger habia puesto á Rufina en su lecho, y trataba de consolarla; pero ¿qué consuelo podia recibir después de mi fatal esplicación? La infeliz pasó agitada todo el día como si estuviera en el delirio de la fiebre; pero su madre observó que por la noche levantó sus ojos al cielo, como si le dirigiera su ruego, y que como si este movimiento de su alma la hubiera dado paz á su corazon, sus lágrimas, que ántes parecian tan despechadas y amargas, se transformáron en lágrimas dulces y sometidas. Al otro dia se levanta ántes que la aurora, y sin que nosotros lo supiéramos, sale de casa. Su ausencia nos causaba inquietud; pero por la noche la vímos volver, y después supímos que habia ido á buscar á tres leguas un venerable eclesiástico, llamado Don Teodoro, que nunca salia de su casa, y que por su vida secreta y retirada no sabia nada de lo que pasaba entre nosotros, pero que por su dulzura, probidad y virtud veiamos todos con respeto. Teniamos en él la mayor confianza, y en todas ocasiones ibamos á buscar los consejos de su sabiduria y esperiencia.

La afligida Rufina fué también á desahogarse con él, y consultarle. Le espone con ingenuidad el estado de su alma, lo que yo acababa de decirla, y las angustias de su corazon. Le pinta el amor de Albano, el suyo, y acaba por decirle, que estaba resuelta, aunque la costase la vida, á no consentir en la nueva boda, y desobedecer el órden de su padre. El virtuoso cura, que   —36→   no conocia todas las circunstancias del caso, y en cuyos principios la obediencia paterna era uno de los deberes mas sagrados, compadeciéndola mucho, la censura aquella resolución. Hija, la dice, desobedecer á un padre es lo mismo que desobedecer á Dios, pues le ha puesto en su lugar, para que os dirija con la esperiencia y luces que tiene, y que no puede tener la juventud. Vos debeis suponer que vuestro padre desea vuestra felicidad como vos misma, y él debe conocerla mejor, que no puede querer mas que vuestro bien y el de vuestra familia. ¡Ay, hija! es muy aventurado, sobre todo á vuestra edad, seguir sus propios gustos, y abandonarse á sus inclinaciones. Lo mas seguro es obedecer, y hacer á Dios este sacrificio, que será más meritorio cuanto es más difícil. Querida Rufina, obedeced. ¡Ay! le responde ella, ¿y cómo me será posible aun cuando quiera?

Don Teodoro vuelve á decirla: es menester hacerse violencia: este es el mérito de la virtud. Hoy os cuesta tanto obedecer, y quizá muy en breve daréis gracias á Dios y á vuestro padre. La pasion nos hace muchas ilusiones. Miéntras su fuego dura, todo lo pinta con bello colorido; pero cuando se apaga, la razon nos hace ver nuestro error, y conocemos nuestro engaño. Quizas sin tardar mucho, vos gemiréis de haber desobedecido... No, señor le interrumpe Rufina: yo estaré muerta ántes. No, hija mía, no, la vuelve á responder, Dios os dará fuerza, y os sostendrá con su gracia; pero ¡cuánto mejor es morir que abandonar la virtud!

Rufina acostumbrada á escuchar sus consejos como oráculos del cielo, á pesar de la repugnancia de su corazon se figura que Dios la hablaba por sus labios, y que ella se debia someter. Señor, le dice, si es la voluntad de Dios obedecer á mi padre, yo me resigno al sacrificio, y si muero, me consolaré con la idea de que el cielo aceptará el dolor que me cuesta, y con esto sale determinada á obedecerme.

¡Ah respetable y venerado anciano! Tú que eras nuestro consuelo, tú que eras varon santo, hombre de paz, de virtud y caridad, tú tambien has contribuido sin quererlo á colmar nuestra suerte de horror y de amargura. ¡Ah! si tú hubieras sabido todo lo que pasaba, tú hubieras venido á enseñarme mis obligaciones, tú me hubieras encaminado otra vez á los senderos del honor, haciéndome cumplir una palabra que debia ser sagrada, y á no contrariar los sentimientos del honor y la naturaleza. Tú hubieras hecho mas, tú me hubieras persuadido á que un padre pierde el derecho que le da el cielo sobre sus   —37→   hijos, cuando quiere hacerlos desdichados. ¿De qué abismo nos hubieras sacado? ¿Cuántas lágrimas y delitos me hubieras impedido? Pero, venerable Don Teodoro, tú estabas engañado. Yo te hago justicia, tu intención era buena, y tu corazon fué siempre justo y benéfico.

Yo estaba ya decidido á hablar con fuerza y claridad á Don Fermin, y no dar lugar á esta boda funesta. Ya hacia reflexiones mas sanas, y me arrepentia de mi propia estravagancia. No, (me decia) no busques riquezas y placeres que pueden ser fatales. Conténtate con los bienes de la naturaleza: con ellos solos has sido dichoso hasta este día, pero para poder decir con verdad á Don Fermin, que yo habia propuesto su mano á Rufina, y que esta la había rehusado, cuando llegó la noche, y no dudando que me responderia con el mismo desabrimiento que el dia precedente, me llegué á ella. Mi ánimo era detenerme á la primera repulsa, no insistir mas, y para tranquilizarla, asegurarla, que pues no era de su gusto aquella boda, no se haria; la pregunto pues flojamente, si ha pensado en mi proposicion.

Pero ¡cuál es mi sorpresa cuando veo que sin titubear un instante, y con una voz segura, dulce y tranquila me responde: sí, padre, yo la he reflexionado, y me parece que mi primera obligación es someterme á vuestras órdenes, que vos sabeis mejor que yo lo que me conviene, y que vos no deseais mas que mi felicidad: así estoy pronta á obedeceros! Esta respuesta que no esperaba, me sorprende de manera que me quedé parado, y sin poder decirla una palabra; pero en aquella misma suspension me volviéron á renacer las primeras ideas, y me dije: pues ella lo quiere, y que no será infeliz, ¿porqué dejaré pasar esta fortuna que se nos presenta? Quizas habiéndolo pensado bien, ha sentido como yo, que vale mas vivir con abundancia y esplendor, que estar reducida á la escasez de la fortuna. Esta idea que nos sugirió la ambicion para desahogarme la conciencia, me arrebata otra vez, y me determino á casarla. La abrazo lleno de gozo, y la dije: ¡hija mia! ¡hija querida! tú serás dichosa, y harás que tus padres lo sean. Ya empiezan á ser viejos, y tu boda les asegura una existencia descansada. Ella me responde llorando: yo pido al cielo que os haga felices, aunque sea á costa de mi vida. Su madre estaba tan asombrada como yo. No decia nada; pero yo observé que no estaba contenta.

Al otro dia por la mañana corro á casa de Don Fermin para darle la feliz noticia. Iba tan transportado que ni siquiera   —38→   me acordaba de las palabras dadas á Baptista y Albano, ni de la traicion que hacia á la amistad, y si esta idea venia á importunarme, yo la sofocaba, diciéndome: yo no debo á los dos mas que amistad y buena correspondencia; pero á Don Fermin le debo la vida. El ha espuesto la suya por salvarme, y le debo mucho mas. Así es como la mala fe es hija de una mala conciencia, y cuando alguno busca sofismas para ocultarse á sí mismo su iniquidad, es porque se siente acusado en el tribunal de su propio corazon.

Encontré á Don Fermin que se paseaba. Vino hacia mí con las alas del amor: yo le dije la respuesta de Rufina. Su alegría fué estrema, y su primer movimiento arrojarse entre mis brazos, llamándome su padre. Al instante da órden para que digan á un escribano que vaya á mi caserío y apénas tomámos un bocado cuando nos pusímos en camino. Mi muger, á quien yo habia prevenido, la habia aliñado sin que perdiera nada de su simplicidad; pero su hermosura estaba marchita, y la presencia de Don Fermin la turbó tanto, que yo ví la iba á dar un accidente. Me llegué, y la dije con voz baja: ¿no me has prometido obedecerme sino para esponerme á una afrenta? Estas palabras la hubiéron de animar; pero se mantuvo con los ojos bajos, y sin articular una palabra. Don Fermin hizo cuantos esfuerzos pudo para agradarla, y ganar su confianza; pero ¿cómo podia ganarla el corazon?

El escribano llega. Nosotros nos fuímos á otra pieza para otorgar la carta de dote. Don Fermin estuvo magnífico, otorgan todo lo que podia ser ventajoso á mi hija y su familia. Al otro dia se volvió á su casa para disponer los preparativos de la boda que debia hacerse en ella. Entónces conté yo á Rufina todas las ventajas que nos hacia Don Fermin, y lo que mas me costó decirla fué, que habiamos señalado dia de Pascua para la celebracion, y para el que faltaban todavía quince dias. Rufina se sobresalta, y me deja ver la turbacion de su alma; pero observé que hizo un esfuerzo sobre sí, y que procuró mostrar tranquilidad. Alma virtuosa y pura, me dije yo á mí mismo, tú te combates; la obediencia que me debes es para tu inocente candor tan sagrada como la ley de Dios.

Pero, señor forastero, transportado con el desahogo de referiros mis desgracias, no reparo que os importuno, y que yo mismo me fatigo. Es tiempo de que os deje descansar, y que no os moleste con mi estéril dolor. Mauricio le protestó que estaba embelesado, y le pidió que continuara; pero él le dijo: no, ya es muy tarde. Si os puede interesar mi triste historia,   —39→   yo la continuaré; pero será mañana. Vos me permitiréis acompañaros, porque acaso solo no supierais llegar á la posada, y os acabaré mis trágicos sucesos mientras hacemos el camino. Mauricio se vió precisado á consentir, y quedáron emplazados para la mañana del siguiente dia.

SEGUNDA PARTE

Apénas amaneció cuando Mauricio, ya despierto, sintio que su huésped le venia á buscar: se levantó, y después de un ligero desayuno se pusiéron en camino. No bien estuviéron en el campo cuando el huésped, rogado por Mauricio, volvió á coger el hilo de su historia, y continuó así.

Para poder preparar libremente mis disposiciones yo habia tomado mis medidas. Sabiendo que Baptista necesitaba de Albano para que le ayudase en cierto trabajo, que podia durarles cuatro ó cinco dias, se lo envié ántes de llevar á Don Fermin la buena noticia; pero con el encargo de que él me remitiese á mi hija, á fin de que acompañase á su madre: por eso á nuestra vuelta encontrámos ya á Rufina en mi caserío, y pudímos hacerlo todo sin noticia de la familia de Baptista ni de Albano. Yo esperaba que este tardaria todavía, porque el trabajo no podia estar acabado; pero el infatigable ardor de aquel enamorado jóven habia hecho prodigios, y á la mañana siguiente de la partida de Don Fermin ví que venia acia nosotros. Esta vista me afligió, porque consideré que su presencia debia turbarnos en aquella circunstancia. Le salgo al encuentro: él segun su costumbre se arroja entre mis brazos; y yo estaba ya tan endurecido, que ni este movimiento de su amistad pudo despertar remordimientos en mi corazon.

Yo le pregunté porqué abandonaba los trabajos de su padre, y él me responde, ya están concluidos; y diciéndome esto, ví que quería precipitar sus pasos para entrar en la casa; pero yo le detuve diciéndole: ¿dónde vas? y él me vuelve á responder: á ver á mi madre y á Rufina: yo le repliqué con un tono seco y desabrido, no puedes verlas ahora, y es preciso que vuelvas al instante á casa de tu padre, á decirle que yo iré á verle á mediodia, y tú espérame allá. Albano oyendo esto me   —40→   miraba con los ojos fijos, y con aire de estrañeza. Mi tono frio y reservado habia contenido su franca y natural ingenuidad: yo le veia perplejo y turbado. Las lágrimas se le asomáron á los ojos, y despues de una corta pausa me dijo: ¡qué! Padre ¿ya no amais al hijo que os adora?

Esta pregunta tan tierna y articulada con espresion tan afectuosa me destrozó el alma, y me ví obligado á volver la cabeza para esconderle el asalto con que atacó mi corazon. ¡Ay hijo querido! le respondí, yo te amo siempre, pero necesito de hablar con tu padre. -Permitidme pues que yo vea un instante á mi madre y hermana. Yo deseaba alejarle de allí: temia tambien que mi hija le viese, y para desembarazarme de él le respondí con dureza: tu madre está muy ocupada, y mi hija no está en casa. Esto le cerró la boca; pero la sequedad y la rudeza de mi aire le consternáron. Bien ví que no estaba satisfecho, pero le volví á decir: no pierdas tiempo, anda sin detenerte. El se puso en disposición de obedecer, pero ántes de partir me volvió á preguntar: ¿y no podré verlas esta tarde? A esto le respondí: en casa de tu padre hablaremos. Entónces bajó los ojos, y empezó a alejarse, pero lentamente, y volviendo á cada instante la cabeza.

Yo me quedé inmóvil viéndole partir; pero aquella escena me habia consternado, descubriéndome toda la iniquidad de mi traicion. Allí se me representó, que yo habia prometido mil veces á un amigo fiel y generoso darle mi hija para su hijo, y que un vil interes, una felicidad imaginaria me hacian faltar a mi palabra: nada me podia escusar, y el sentimiento interior de mi propia vergüenza me hacia ver, que no merecia el nombre de nombre, sino el de un monstruo infame y despreciable. Mil veces quise deshacer lo hecho, y volver á nuestro primer proyecto, pero cuando consideraba lo que habla tratado con Don Fermin, la palabra que le habia dado, el consentimiento de Rufina, y hasta que su carta de dote estaba ya otorgada, me decia: no, ya no es posible, ya es demasiado tarde, ya estoy muy empeñado, ya no puedo echarme atras.

En fin despues de pensarlo mucho, mi razon estaba tan degradada, que no me sentí valor para reponerme en el camino del honor; y buscaba razones para escusar una bajeza que mi corazon no podia disimularla. Este es el peor estado de una conciencia delincuente, y el que mas contribuye á acabar de envilecerle. Conoce su culpa, y pretendiendo disculparla, se quita toda esperanza de recobrar la virtud. Nadie es mas culpado que el que persiste en el delito despues de los   —41→   remordimientos; esto es, endurecerse, y llegar al colmo de la depravación.

Acercábase la hora en que yo debia ir á ver á Baptista, y á cada instante sentía que se aumentaba mi vergonzosa confusion: las piernas me temblaban: no veia lo que le podria decir, y al fin comprendí, que no tendria valor para hablarle, y ménos para responder á sus justos baldones. El que siente que ha faltado á la probidad, no puede sostener las miradas de el hombre de bien. Me decido pues á escribirle, y se lo cuento todo, procurando justificarme con que Don Fermin me habia salvado la vida, y con la inmensa fortuna que se presentaba para mi hija. Le envío esta carta por un tercero, y ve aquí la respuesta que recibo.

«Yo creia tener un amigo, pero veo que estaba engañado. La fortuna te busca, y tú quieres aprovecharla: yo hubiera sido mas generoso. Lo único que me aflige es que mi hijo pierda la compañía de una esposa tan digna». Esta respuesta me aterró, porque me hizo sentir cuánto merecia su desprecio. Afligido y fuera de mí voy á ver á Don Fermin, y le cuento la pena que padezco por haber faltado á un amigo, y el dolor de perderle. El trata de consolarme, y me dice: ¿No habrá medio de satisfacer á este amigo? ¿Os parece que vaya yo mismo, y que le ofrezca todos los servicios que me facilita mi fortuna? Yo, yo puedo proporcionar á su hijo un acomodo, un empleo y un casamiento ventajoso con alguna muger que le traiga riquezas, y le ponga en una situacion brillante y venturosa. Yo puedo hacer mucho por él y su familia, y lo haré todo ménos el sacrificio de mi amor, porque esto es superior á mis fuerzas. Este designio me pareció escelente, porque podria satisfacer á Baptista, y proporcionarle una suerte feliz. Yo dí gracias a Don Fermin, le apreté la mano, y le pedí que lo ejecutase.

Don Fermin iba á casa de Baptista: pero ¡ay! mi amigo no era como yo; no era de aquellos hombres viles y mercenarios á quienes se hace olvidar las injurias con dinero. Su virtud era fuerte: su probidad tenia aquel carácter austero que constituye la dignidad del hombre. Despues de haber oido con flema y paciencia los ofrecimientos de Don Fermin, le respondió con la firmeza noble que no deja lugar á la réplica: Si tuviera el honor de ser conocido de vos, pensaria que queríais insultarme. Vosotros los ricos os imaginais que todo se compra con el oro; pero sabed que no se compra   —42→   el honor ni la estimacion del hombre honrado. Yo soy cristiano, y perdonaré fácilmente la injusticia de un amigo. En cuanto á las bajezas que veo, las olvido cuando el que las hace las repara; pero las desprecio mucho mas cuando el que las hace, las pretende lavar con otras nuevas. Guardad vuestras riquezas: yo no las necesito, ni tampoco vuestros servicios: yo hasta aquí he sido feliz sin ellos: alejad de mi ofrecimientos peligrosos. Mi amigo fuera todavía virtuoso, y ellos no le hubieran corrompido.

Don Fermin se quedó atónito viendo un carácter tan entero, y no sabiendo qué decirle, se despidió. A mí me ocultó una parte de este discurso por temor de que la grandeza del alma de mi amigo no me obligase á buscar su amistad, y perdiese á Rufina. Por fortuna Albano no estaba en casa de su padre cuando Don Fermin le hizo su visita. Este jóven de un carácter tan vivo no hubiera sufrido con cordura la presencia de un hombre que le arrancaba de las manos su tesoro. Nadie era mas dulce ni tenia mejor corazon, pero su generosidad natural, y el ímpetu de su alma ardiente le transportaban de furor en una justa queja. La injusticia era tan estraña para esta alma llena de rectitud y de simplicidad, que le trastornaba los sentidos, y entónces no parecia criatura humana, sino un leon que espumaba de rabia. Es verdad que sus iras duraban poco, que la menor satisfaccion le apaciguaba, que el odio no penetraba nunca en su benigno pecho, y que presto pasaba de la enemistad á la reconciliacion; pero su primer furor era terrible.

Discúrrase pues cómo se quedaria Albano cuando su padre le dijo: hijo es preciso que olvides á Rufina, porque va á casarse con otro. -¡Con otro, padre! ¿qué es lo que me decís? y pronunciando estas palabras, ya estaba revestido de un aspecto que parecia lleno de furor: sus ojos centelleaban con un fuego espantoso; y luego añade con una voz sorda, pero siniestra: ¡con otro! ¿y quién es ese otro? No se casará con ninguno, porque yo la traspasaré ántes mil veces y con mi propia mano el corazon. Su padre le quiso sosegar, pero Albano le pregunta de nuevo: Padre ¿eso es verdad? -Sí, hijo mio, y es indispensable que yo te lo diga para que no te sorprenda la noticia, y te prepares á una desgracia que afligirá tu corazon: pero yo espero que tu razon, tu religion y tu despique mismo podrán... -No podrán nada: no podrán mas que hacerme morir: pero antes... -Sosiégate, hijo, le vuelve á decir el padre, considera... -Yo no puedo considerar sino   —43→   que vos no podeis concebir los martirios que yo sufriera: que yo no4 fuera capaz mas que de abandonarme á mi furor. ¿Quién puede ser el bárbaro que me quiere robar un corazon que es mio? ¿dónde está? que venga aquí: yo le abriré mi seno para que primero me quite la vida.

Cuando decia esto parecia un insensato, corria por todas partes sin detenerse en ninguna. Ve aquí, decia, porqué me han alejado de ella sin duda para quitármela, pero no lo conseguirán: yo iré á buscarla, y la sabré arrancar de sus manos infernales. Su padre quiere tomarle en sus brazos para detenerle, pero Albano se le escapa, y echa á correr por medio de los montes. Salta de roca en roca como si hubiera perdido la razon, ó si le persiguiera una bestia feroz: vuela rápido sobre los bordes de los precipicios, con riesgo de precipitarse en ellos: su anciano padre, que habia salido para detenerle, no podia seguirle; pero temblaba de verle espuesto á tantos peligros: levantaba las manos al cielo y pedia á Dios que le salvara. Hijo le gritaba, hijo mío, hijo de mis entrañas, oye la voz de tu padre. ¡Qué! ¿ya no tienes confianza de él? Pero todo era inútil. El jóven no le escuchaba, llevaba clavado en el corazon el dardo que le habia herido, y poco despues le perdió de vista su desventurado padre.

Cuando Albano se vió solo detuvo sus pasos fugitivos, y vuelve los ojos sobre sí, como para buscar remedio á tanto mal. El sudor inundaba su rostro, y el corazon le latia con descompasados movimientos. Estaba tan fatigado, que no pudiendo sostenerse, se dejó caer á el pie de un peñasco. Entónces el llanto se desata de sus ojos, y exhala al viento sus quejas lastimosas. ¡Ay, decia! ¿Esta es la fe y la palabra de los hombres? Padre injusto, amigo ingrato, ¿qué he hecho yo para que me prives de la esposa que me tenias prometida? ¿Es porque te amaba como á un padre verdadero, que tú me haces morir? Y suspiraba profundamente: pero cuando le asaltaba la idea de perder á Rufina, se levantaba de repente, y volvia á entrar en furor, y como si estuviera en el delirio de una fiebre, gritaba, Dios Justo, Dios vengador de las traiciones, ¿dejarás sin castigo este delito? Su mismo ruego le horrorizaba, y un momento despues volvía á esclamar: No, Dios mío, Dios piadoso, el delincuente es el padre de Rufina: Dios de bondad derrama sobre él tus bendiciones.

El resentimiento no podía penetrar en aquella noble alma, y en el momento mismo en que yo le hacia tan desdichado,   —44→   me conservaba los sentimientos de su corazon. El digno y estimable Albano era demasiado generoso. Mi delito no puede hallar la escusa mas ligera, y para que sean mas voraces, mas atroces mis remordimientos, me es preciso confesar que no tenia el menor defecto. ¡Ay señor! ¡qué pesar, qué desgracia es haber hecho infeliz á un jóven tan digno, tan amable y virtuoso!

Su padre que le habia seguido, aunque con lentitud, viéndole detenido allí se le acerca, y le dice: ¿qué es esto, hijo mío? ¿quiéres hacer morir á tu padre desventurado? ¿qué? ¿tú ves mi inquietud, tú ves el dolor que me destroza, y tu piedad no se interesa por mi vida? Cuando corres tan desatentado esponiéndote á perder la tuya en estos precipicios, ¿no piensas que vas á dar la muerte á mi corazon paternal? ¡Ay hijo querido! ¿dónde está tu valor? ¿dónde tu religion? ¿dónde están la dulzura y la obediencia de mi querido Albano? Estas dulces quejas le conmueven, levanta un poco la cabeza, le mira un rato en silencio, y de repente se arroja entre sus brazos, diciéndole: ¡ay padre! pues ya no tengo hermana, pues pierdo á la que esperaba que fuese compañera de mi vida, y pues el cielo me quita hasta un amigo que yo amaba como padre, y que vos solo me quedais en el mundo, vos solo llenaréis todo mi corazon: pero no estrañeis mi dolor. Si supierais lo que pierdo, y como me siento destrozar el alma... ¡Ay, padre, no hay tormento como el mío!

Baptista le decia: sí, hijo mío, tu dolor es justo, y el mío no es ménos. Pero nosotros debemos respeto y resignacion á la voluntad del cielo, hagámosle este sacrificio. Tú sabes que tu padre te ama, y que quisiera hacerte feliz á costa de su vida. No huyas pues de su amor, vuelve conmigo á consolar á tu madre, que he dejado muriendo de pena é inquietud. Entónces le toma por la mano, y el dócil y escelente Albano le sigue como un niño. En el camino le pregunta si Rufina consentia en abandonarle: mi amigo le responde, que no lo sabia. Esta sola incertidumbre le anima otra vez, y vuelve á decir á su padre: no, no creo que ella consienta, y estoy cierto de que ella fuera tan desdichada como yo; pero yo volaré á socorrerla, y nos irémos á esconder en las montañas mas lejanas. Su padre le reprende idea tan poco cristiana y sometida: pero Albano, despues de un algun silencio, le vuelve á decir: querido padre, yo tengo aquí en el corazon una cosa que me atormenta, y no me deja sosegar. Decidme: ¿los padres que tienen tantos y tan sagrados derechos sobre   —45→   sus hijos, tienen tambien el de tiranizarlos? Yo pienso que un hijo debe dar la vida por su padre, y que el cielo ha dado á los padres el dulce derecho de hacer felices á sus hijos; pero cuando por interes ó por capricho quieren hacerlos desdichados, dejan de ser padres. Me parece que el padre de Rufina no puede legítimamente forzar á su hija á que tome otro esposo que el que ella escogió con su permiso, y que si es bastante bárbaro para querer hacer su desgracia, ella puede sin ofender á la virtud filial, resistir á tan injusta tirania. Si los padres por sus caprichos tuvieran el derecho de hacer infelices á sus hijos, fuera mejor que no les dieran la vida: yo no sé si digo bien; pero me parece que no me inspira el infortunio, sino la razon y la naturaleza.

Una melancolia profunda, un dolor sombrío y concentrado se apoderáron de su corazon. Todos los dias iba á la cabaña, que en sus dias llamó cabaña de la felicidad; y viéndola abandonada y solitaria, la decia: pobre asilo del amor y la confianza: tú que fuíste el teatro de mis dichas, eres ahora el triste testigo de mis penas. Mis gemidos turbarán tu quieta soledad hasta el momento de mi muerte. Tú vas á caer en ruina; pero yo no te levantaré, y cuando descienda al sepulcro, no se oirá aquí mas que un silencio lúgubre de horror. Así gemia el infeliz Albano, y cuando volvia los ojos á mi caserío, en que sabia que estaba Rufina, esta vista le despedazaba las entrañas.

Sus padres procuraban consolarle: pensáron en buscarle otra esposa que le distrajera de aquella pena; pero él no podia sufrir proposicion alguna. Buscaba amigos que le acompañaran y divirtieran; pero él rechazaba las diversiones como un mortífero veneno. ¿Quién puede divertirse (decia) cuando va á morir? No se alimentaba mas que de tristeza y de lágrimas, y solo se hallaba bien en la soledad para dar pábulo á su dolor. El pobre mozo estaba en un estado que inspiraba lástima, y que arrancaba lágrimas de los corazones compasivos. Su figura poco ántes tan fresca y tan brillante, ya flaca, pálida y macilenta: sus ojos que eran tan dulces, amables y radiosos, estaban ya mustios, hundidos y apagados: no parecia ya mas que un fantasma, un esqueleto animado; y sus desconsolados padres, que le veian morir, cada dia sufrian todos los tormentos de la muerte.

El triste Albano, no contento con ir todos los dias á la cabaña para renovar la memoria de sus dichas, y contemplar de allí mi caserío, en que estaba guardado su tesoro, desde   —46→   que sus padres se dormian salia de su casa, y venia á visitar los muros de la mia. Allí se entregaba á su dolor, y aprovechándose de las tinieblas, rodeaba el recinto que le escondia el objeto de su amor, y contemplaba una piedra en que solia sentarse con Rufina. Parecia la tortolilla enamorada, que rodea sin cesar el sitio en que su tierna esposa se halla prisionera. Allí gemia; pero sofocaba sus gemidos porque no fueran entendidos: procuraba escuchar con atencion para saber si ella tambien gemia, y se decia: si yo pudiera escuchar su dolor, ¡cuánto me consolara!

En fin, cansado de no hallar medio ni siquiera de ver á Rufina, pensó en dejar allí escrito algo que le diera idea de sus penas. No se le escondió que se esponia á que viesen lo escrito, y tomasen medidas para no dejarle volver. Previó pues que esta podia ser la última vez que podria venir; pero su despecho era tal, que al fin se determina, y sobre una pared blanca, con el auxilio de la luna, que estaba muy brillante, escribió con carbon lo siguiente: «Albano por la postrera vez ha venido á esta casa, queria ver á Rufina antes de morir; pero está condenado á morir sin verla. Vosotros los que sois causa de su muerte, no tardaréis en venir á llorar sobre su tumba». Despues de haber escrito estas palabras, se despidió de aquella casa para siempre, y se retiró á la suya con el designio de abandonarse á su dolor.

Rufina, que despues de muchos dias no gustaba del dulce reposo de la noche, se levantó aquella mañana con la aurora, y lo primero que vió fueron las palabras escritas por Albano. Las lee con ansia, con inquietud y con desasosiego: se consuela con esta prueba de la fineza de su amante; pero se consterna viendo su despecho, y que no hablaba mas que de su muerte. La pobre muchacha á fuerza de valor y desconsuelos habia afectado la resignación que no tenia; pero en aquel momento le falta la constancia: fuera de sí y arrebatada por la violencia de su dolor, se pone de rodillas, y levantando las manos al cielo, le dirige la oracion mas fervorosa. ¡Dios de misericordia, esclama, socórreme: no abandones tu débil criatura!

Aunque Rufina no estuviera ménos atormentada que Albano, su corazon mas flexible, la promesa que habia hecho al Cura, la idea de que la virtud la obligaba á este sacrificio, la palabra que me habia dado, y el temor de afligirme, la hacian devorar su dolor en silencio; y su alma virtuosa y esforzada, trabajaba por afectar serenidad en su semblante; pero   —47→   la muerte estaba en su corazon, y se desquitaba por la noche de los penosos disimulos del dia. La vista del funesto discurso escrito por la mano de su amante, la quitó la fuerza que habia podido conservar hasta entónces: su corazon se turba y desordena. La pareció ver la tumba abierta para recibir el cadáver de su Albano, y que ella le dejaba enterrar cuando podia conservarle la vida. Este objeto horroriza la humanidad de su carácter, y la sensibilidad de su alma generosa. En este instante olvida todas las ideas de obediencia, y no se acuerda mas que de salvar á Albano de la muerte.

Para ejecutar su designio empieza por borrar fácilmente lo que estaba escrito con carbon, y trabajando sobre sí para esconder su turbacion, vuelve á afectar una tranquilidad aparente: pero apénas llega el mediodía cuando se escapa fugitivamente á la cabaña, con la esperanza de encontrar á su amante. El joven infeliz estaba en ella alimentando con sus funestos pensamientos su profunda tristeza. Recostado sobre la peña, consideraba su desgracia y su despecho le presentaba proyectos horrorosos: oye un ligero ruido; ¿y cuál es su sorpresa cuando levantando los ojos, ve á Rufina que ya estaba muy cerca? El infeliz se asombra tanto, que pierde el movimiento y la palabra: pero al fin esclama transportado: ¡qué, Dios mío! tú me concedes un momento feliz ántes que muera. Rufina, mi adorada Rufina, ¿vienes á darme la vida, ó vienes á apresurar mi muerte? Rufina sollozaba, y no podia responder. ¡Ay! la decia Albano, tú me amas todavia, pues que mi desgracia te enternece. -Sí, yo te amo, le respondió ella, ¿lo pudieras dudar? Yo te amo mas que mi propia vida. El la replica: el cielo me vuelve, pues, mi hermana, mi compañera, mi amiga, mi esposa. Sí, mi esposa: bendita sea su bondad; sí, mi esposa. Ella lo será, porque desde ahora ya no vuelvo á separarme de ella; y esto lo decia derramando por los ojos todo el fuego de su ardiente pasion.

Rufina no hablaba: no se atrevia á decir á Albano que debia obedecer á su padre, y se contentaba con llorar y gemir. Al fin, con una voz trémula y temerosa le dice: hermano, ya no es tiempo de esperar la felicidad que deseábamos. Mi padre ha jurado que yo no me casaré contigo. El se levanta furioso, y le dice: tu padre: ya no es tu padre, pues quiere darte la invierte, y á mi tambien. Rufina, tú no estás obligada á obedecer un órden tan terrible, tan injusto y cruel. La ambicion ha cegado á tu padre, y un dia se arrepentirá de tu obediencia. Escusémosle pesares y arrepentimientos   —48→   muy tardíos. Ejecutemos el primer deseo de su corazon. Casémonos, y cumplamos todas nuestras palabras y promesas. ¡Qué! tú que has vivido siempre conmigo, tú que eres mi hermana, que me has jurado todos los dias de tu vida que serias mi esposa, tú de quien el cielo ha oido los juramentos, y los ha aceptado, ¿pudieras ahora abandonarme?

Vuelve los ojos (continuaba) á todos estos lugares que nos han visto tantas veces tan felices. Mira esta cabaña tejida por las manos del amor, que ha sido testigo de nuestras dichas, y ha escuchado todas nuestras promesas, recordándote lo que has sido para mí, te debe persuadir de lo que debes ser. ¿Tuvieras tú valor para abandonar á un hermano, á un amigo que te adora, y que morirá en el instante que te pierda? No, Rufina, tú no tendrás un corazon tan inhumano: tú me seguirás en mi triste destino. Ven pues, esposa mia: ven, Rufina adorada, ven, y sigue á tu esposo: huyamos de estas montañas en que nos tiranizan: huyamos á los montes mas impenetrables y escarpados. Vamos á escondernos en las mas altas cimas de los Pirineos, y allí encontrarémos la soledad, la paz y la quietud.

Rufina espantada con esta proposicion, se sobresalta, y le dice con un aire de horror: ¿qué es, Albano, lo que me propones? ¿que yo abandone á mis padres? ¿que olvide su terneza, y cuanto les debo? ¿que yo misma con mi fuga los haga infelices, y quizas contribuya á su muerte? ¡Ah, Dios mio! yo no quisiera ser dichosa á tanta costa, ni ¿cómo lo pudiera ser? No, hermano mio, yo estimo todavia la virtud. ¿La virtud, le responde el desolado Albano? ¿Pues qué puede ser virtud que tú hagas morir desesperado á un amante á quien has prometido dar tu mano, á quien ellos la prometiéron, y que la reclama con todos los derechos de la justicia y el honor? ¡Terrible virtud la que te forzará á dar la muerte al hombre que te adora! Vuelve los ojos á esos peñascos empinados, tan favorables al despecho. Sabe que tu infeliz hermano, si te pierde, irá á precipitarse en uno de ellos, y si te vuelves á este sitio, tú misma verás destrozados y palpitantes los miembros del infeliz que te amó demasiado: tú verás que su cuerpo es pasto de las bestias feroces, y tú volverás á contar á tu padre lo que has visto.

El despechado jóven dijo estas palabras con el acento de una firme resolucion, y la pobre Rufina, llena de terror, sin saber lo que hace, se pone de rodillas. Con una voz alterada,   —49→   que pintaba toda su inquietud, toma las manos de Albano, y le dice: mi querido Albano, mi dulce hermano, mi tierno amigo, cálmate, sosiégate, y escucha á tu amante Rufina: escucha á la hermana, á la amiga de tu corazon: ella te ama siempre; ¡pero qué! ¿tú la ves destrozada de dolor, y quieres destrozarla más? ¿tú quieres apresurar mi muerte? El ímpetu repentino de un violento uracan derriba con ménos prontitud al orgulloso pino que la voz de Rufina calmó los furores de Albano. Aunque tan irritado suspendió súbitamente toda su agitación, la miró con ojos tiernos y compasivos, y en el momento mismo los discursos violentos que el dolor le dictaba, se trocáron en quejas lastimosas y dulces.

Idolatrada amiga (la dijo, levantándola), perdona el estravío de mi razon. Yo soy el que debo echarme a tus pies, pues que soy el culpado. Perdóname, y tú me perdonarás, si puedes concebir el dolor que me traspasa el alma. ¿Cómo es posible perderte, y sufrir la vida? pero manda, dispon de mí: yo soy tu esclavo. Rufina oyendo estas palabras, se sonrió con aquella triste sonrisa que la desgracia deja escapar por entre el llanto cuando le asoma un rayo de consuelo. Cuando le vió sosegado, con voz blanda y amorosa le volvió á decir: yo soy siempre tu Rufina, yo soy la misma que has visto siempre; pero si el cielo... Aquí se suspende: Albano esperaba que continuase, y entretanto su corazon inundado en un delicioso torrente de ternura, palpitaba, y temia lo que le iba á decir: pero viendo que callaba, la volvió á decir: ¡adorada hermana, ya ves como nos amamos, y qué horrible, qué dura, insoportable y amarga seria nuestra separacion! pero ¿quién en el mundo pudiera separarnos? El cielo nos hizo nacer el uno para el otro: para vivir y morir juntos. Los primeros juramentos de nuestros padres, los nuestros, los deseos de nuestro corazon, la igualdad de nuestra suerte, en fin, todo nos une, y ¿puede haber monstruos abominables que quieran...? ¡qué tu padre, tú propio padre...! Al decir esto Albano se detuvo, porque sintió que el furor se apoderaba otra vez de su alma. Rufina guardaba siempre silencio, porque temia irritar las muy enconadas heridas de su amante. Por otra parte los consejos del Cura no se apartaban de su memoria. La idea de obedecer á Dios la sostenia, y la daba valor para no entregarse á los delirios de su amante, y aunque su inclinacion la combatia, su timidez natural la presentaba un tropel de inconvenientes y dificultades. Sobre todo sacudirse de mi autoridad, y huir de la casa paterna, era un designio muy contrario á las ideas de su virtud, y muy superior á sus esfuerzos.

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Su corazon pues estaba anegado en mil angustias, y no sabia qué decir; pero el ardiente Albano la estrechaba, y la pedia que se esplicase. Mira, hermana, la decía, que el tiempo corre más precipitado que el agua de un rápido torrente; que quizá ya está muy cerca de nosotros el momento que debe separarnos: tratemos pues de huirle. Dime, querida amiga, ¿podrás renunciar al hombre que te amó desde el primer instante de tu vida, por otro que aun apénas conoces? ¿Podrás olvidar que nos hemos criado en la misma cuna, y que pasamos juntos la mas dulce niñez? Considera pues que si una vez nos casamos, los dias felices de aquel dichoso tiempo volverán á empezar para nosotros, y que harémos la misma vida deliciosa. Dicen que el hombre que te destinan, es rico; pero yo no creo que las riquezas puedan dar tanta dicha, y por lo ménos sé que cuando yo poseyera todo el mundo, no seria feliz si tú no eras mi dulce compañera. Dimelo, amiga mia, ¿pudieras tú abandonar á tu hermano, á tu esposo?

¡Ay! le responde suspirando Rufina, mas quisiera morir; pero ¿qué puedo hacer? -¿Qué puedes hacer? Tener valor, huir de este ingrato terreno, cumplir tu palabra, y respetar juramentos que ya están consagrados en el cielo. Si á tu padre ciega la ambición, ¿cómo tú que tienes el alma virtuosa, tú que sabes que Dios ha recibido nuestros juramentos, tu puedes atrever...? -¡Ay, Albano! eso es lo que mas me aflige. El cielo es quien se opone á nuestra union. -¿Qué dices, hermana? ¿el cielo puede oponerse á nuestra unión, cuando él mismo nos ha inspirado estos sentimientos, y cuando nosotros los hemos conservado con tanta pureza é inocencia? No, hermana, eso no es posible. El cielo la aprueba, y tú serás delincuente á sus ojos, si faltas á lo que nos hemos prometido en presencia de Dios. -¡Ay, Albano! si yo pudiera hablar... pero temo refrescar tus heridas, y acabar de destrozar tu corazon. -Mas me le destrozas con un misterio que hace mi desgracia irreparable. Esplícate siquiera por piedad. -Si me dieras la palabra de escucharme con calma, si me aseguraras, que nada de lo que yo te diga te precipitará á una resolucion temeraria, yo te lo contara todo, con la esperanza de que viendo que nuestra separacion es voluntad de Dios, te sometieras resignado, como es preciso que yo me someta, aunque estoy segura de que este sacrificio me costará la vida.

Albano escuchó estas palabras con el mayor asombro; pero deseoso de saber lo que queria decirle, la da la palabra que le pide, y la protesta que la escuchará tranquilo, y sin   —51→   que nada de lo que le diga le mueva á ninguna resolucion. Entónces Rufina con muchas penas y dificultades le dice: mira, amigo, ya conoces á nuestro cura. Ya sabes que es un hombre de Dios, tan santo como sabio, que es el modelo de la virtud, y que la verdad habla por sus labios. Pues bien, yo fuí á consultarle, yo le enteré de todo, y le pregunté lo que debia hacer. El me respondio: que la obligacion mas sagrada de una hija es obedecer á sus padres, que la voluntad de los que nos diéron el ser es la voluntad de Dios, y que valia mas morir que dejarles de obedecer. Yo moriré; pero ¿qué puedo hacer? con esto se vuelve á desatar en llanto. Albano la escuchaba con asombro y horror, y despues de un corto silencio que manifestaba su sorpresa, la añade: ¿y tú has venido aquí para anunciarme una resolucion tan odiosa y abominable? Al instante se separa de ella, y va á sentarse á un lado de la roca. Apoya la cabeza entre sus manos, y parece profundamente pensativo, como si meditara el partido que debia tomar.

Despues de algun rato esclamó: no, yo no tengo el valor de perderla; verla la muger de otro me seria un suplicio intolerable. Volvió á sostener su cabeza con las manos, y se pone á meditar de nuevo. El sentimiento íntimo y doloroso de lo que iba á perder, le sugeria los pensamientos mas negros y siniestros, los proyectos mas terribles y bárbaros. Su imaginacion desvariando no le proponia mas que horrores, y sumergido en la oscura noche de su dolor, no soñaba mas que muertes, precipicios y abismos. No echa la vista sobre Rufina, sin encenderse en una nueva rabia, considerando que presto no seria suya. ¡Qué! decia, ella me ama, yo la adoro, con una palabra puede hacernos dichosos, y la virtud la cierra la boca. ¡Qué virtud tan funesta! ¡qué obediencia tan inhumana!

Estas y otras reflexiones aumentaban su despecho. Su sangre inflamada ya con el fuego del furor, le corria rápida y desordenada por las venas. Miéntras él estaba distraído con sus ideas horrorosas, Rufina poco á poco, y con pasos blandos y silenciosos se le habia puesto cerca. Levanta la cabeza, y la mira á su lado derritiéndose en llanto. Los ojos del infeliz estaban fuera de sus quicios. Los músculos de su semblante en un estado tan convulsivo, que no parecian los mismos, ni era fácil reconocerlos. Todos sus miembros temblaban. Su corazon le decia, que pues no podia vivir con Rufina, era mejor morir con ella, y esta terrible tentación le agitaba en aquel instante.

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En fin su despecho le arrebata, se levanta de repente, toma por el brazo á la trémula, y casi muerta Rufina, y se dirige con ella á un parage, en que el monte cortado á pico le presenta un espantoso precipicio. No era posible verle sin estremecerse, pues ni siquiera se oia desde su altura un arroyo tumultuoso, que corria en torrente sobre las piedras amontonadas: y cuando la conducia al sacrificio, perdona, hermana, le decia, mejor es que muramos juntos, que no que vivamos separados. La pobre Rufina que conoció por su accion su designio, horrorizada del peligro se ase de su cuello, y le aprieta con fuerza. El terror no la dejaba hablar; pero grita despavorida. El apartaba la cabeza por no verla, como si temiera que la vista de lo que adora le quitara el valor de consumar su bárbaro proyecto. El furioso iba á destruir la obra mas perfecta de la naturaleza, la hermosura mas cumplida, las gracias mas interesantes, y hasta las virtudes mas dignas. Llega al borde del horrible precipicio, y el insensato toma vuelo para precipitarse con ella; pero de repente una luz interior le pasa como un relámpago en el alma. Se detiene, y ceja de horror, como el caminante que pisa la cola de una enroscada sierpe.

¡Accion horrible! esclama el infeliz. ¡Cielo divino! ¿qué es lo que iba á hacer? Entónces la sienta sobre una peña, y él se aleja de ella con un nuevo terror. El amable Albano no parecia el mismo. Los cabellos se le habian erizado en la cabeza. Una palidez lívida y macilenta cubria su semblante cárdeno y descarnado: parecia la imágen de la muerte, ó un espectro escapado del sepulcro; pero teme echar los ojos sobre Rufina, porque todavia no estaba seguro de sí mismo. Todavia se siente la tentación terrible de despeñarse con ella. La idea de que va á perderla para siempre vuelve á enagenarle la razon. Irrita otra vez su furor, y se siente impelido por sus angustias implacables á dar fin á los dos con un delito. Se estremece de nuevo, y para quitarse la ocasion, se vuelve á la cabaña, gritando: ¡ah, Rufina! ¡Vete, Rufina! vete, huye de un loco que está furioso, y ha perdido toda su razon.

La buena Rufina tan amante como él, y no ménos pesarosa corria tras sus pasos, y ya le estaba cerca. Albano la grita otra vez con voz tan espantosa que la detiene: huye de mí, aléjate, Rufina, evítame un delito. Yo estoy fuera de mí, y no sé lo que hago. Entónces no pudiendo mas, se siente sin fuerza, las rodillas le flaquean, y se ve forzado á arrojarse por tierra en la cabaña. ¿Quién, decia, se ha visto jamás   —53→   en situación tan deplorable? Vuelve los ojos á buscar a Rufina, y esta buena muchacha horrorizada con los últimos y espantosos gritos de su amante, tampoco habia podido sostener mas tiempo aquel combate, y yacía por tierra desmayada. Esta nueva escena de dolor, y del dolor mas profundo, hace que Albano vuelva en sí. El peligro de su amada le restituye las fuerzas y la razon. Ya no piensa mas que en darla la vida, y vuela á socorrerla. Derrama un poco de agua sobre su rostro descolorido, la levanta y quisiera animarla con su aliento.

Pero ¡ay! Rufina no da señal de vida. Su cabeza y sus miembros están pendientes como si hubiera muerto. Albano teme que no viva, y se desespera. En el despecho de este nuevo y mas pungente dolor le grita muchas veces: Rufina adorada, Rufina, responde al amante que te idolatra. ¡Santo cielo! ¿seré yo el que te da la muerte? El desdichado no sabia qué hacer. Una vez la ponia sobre la yerba, otras la hacia incorporar, y el que poco ántes queria despeñarse con ella, ahora quisiera dar mil vidas por oirla respirar. ¡Ah, se decia, infeliz! si tú no vives, presto irá tu amante á acompañarte.

Pero Rufina empezó á volver en sí, y poco á poco recobró sus sentidos. Sus primeras miradas se fijan en Albano, y se la escapa un melancólico suspiro. Albano estaba á su lado pensativo y silencioso, parecia como avergonzado, y tenia una de sus manos en las suyas. Los dos estaban abatidos, fatigados y absortos en su mútuo dolor. La agitacion terrible de que salian, los tenia en la mas desmayada inaccion.

Entretanto yo me habia apercibido de la ausencia de mi hija, y sospeché el motivo. Corro á la cabaña, y luego en el momento en que estaban los dos sentados, y en el estado de fatiga que he dicho. Un rayo que los hubiera sorprendido, no les hubiera causado tan terrible impresion. La sorpresa y el terror les cortó el aliento, y no tuviéron voz para hablarme. Yo tampoco me enternecí de verlos, porque me pareciéron muy tranquilos. Creí que el mortal abatimiento en que estaban, era sosiego de su corazon, y desprecio de mis intenciones; por otra parte yo me sentia demasiado irritado contra la desobediencia de mi hija. Me llego á ella, y tomándola de la mano, me la llevo conmigo. No le dije una palabra. Albano nos ve partir con el espanto de un hombre que sale de un sueño, y que no sabe si es verdad lo que mira. Rufina le envia una mirada de tristeza; pero él no la mira, porque sumergido   —54→   en su profundo abatimiento, su espíritu no discernia bien lo que pasaba; pero apénas nos perdió de vista con los matorrales que nos escondian á sus ojos, cuando recobrando sus sentidos echa la vista al rededor de sí, se acuerda de todo lo que ha pasado, y no duda mas de su desgracia.

Entónces volviendo á refrescar todas las llagas de su corazon, se dice: ya en fin estoy solo en medio del universo: ya se han disipado por entero las esperanzas que me sostenian: ya se la llevan, y me la quitan para siempre. Ella se ha ido, y se ha ido sin decirme que será mi esposa. ¿De qué me sirve pues la vida? ¿No es mejor morir que existir siempre infeliz y miserable? Albano era noble y generoso, estaba muy penetrado de los principios de la religion, temia á Dios, y por no ofenderle hubiera sacrificado muchas vidas; pero en aquel momento desdichado lo olvida todo, y no ve mas que una vida sin consuelo, y una muerte cruel y prolongada. El mas feroz y siniestro despecho se apodera de su corazon. La amargura de sus desgracias inunda con oleadas impetuosas toda la capacidad de su alma, y con una frente tranquila concibe, y adopta los horribles proyectos de la muerte. Ya no examina ni discurre sobre los motivos que le hacen aborrecer la vida; pero un sentimiento maquinal de dolor, un odio insoportable de la injusticia que se le hacia, y una negra misantropía que le devoraba, le determinan á morir.

La luz del dia le parecia horrible pues ya no podia servirle á ver la única persona que se la podia hacer amable. ¿Para qué ha de vivir, se decia, aquel que no espera un momento de consuelo? ¿aquél para quien cada instante de su existencia es un suplicio? Volvia los ojos á esta misma cabaña donde habia gozado de tantos placeres, y recibido tan dulces esperanzas, y con acento lastimoso la decia: Hija tranquila de un amor mas feliz, humilde choza mas respetable que todos los palacios, pues fuíste albergue de la mejor de las mugeres, ya no volverás á gozar de su presencia, de esa presencia mas amable que la fresca rosa, y vosotros canoros pajarillos, ligeros pobladores de estos árboles, ya no escucharéis su voz mas melodiosa que la vuestra. Ya no comeréis el pan que os presentaba con su blanca mano. ¿Para qué ha de volver, si se han apoderado de este sitio el dolor, la tristeza y el despecho, ahuyentando al amor desconsolado?

¡Santo Dios! ¿cómo puede haber fuerza en el mundo que pueda arrancarla de mi corazon? pero ¡ay! que ella misma   —55→   me abandona, y no queda recurso á mi tormento. Que empiecen pues por darme la muerte; que una mano piadosa me libre del martirio de la vida. Miéntras Albano exhalaba quejas tan tristemente sentidas, apercibe á Melampo, el fiel compañero de su vida, y que habia sido testigo de sus dichas. El infeliz que está en riesgo de ahogarse, se agarra de una paja cuando no halla otra cosa, y el hombre á quien oprime el infortunio, recibe con ansia el consuelo mas frívolo. El perro leal se acerca presuroso, su amo desdeñado le acaricia; pero parecia que el sensible animal conocia y sentia su horrible situacion. Sus halagos no eran como otras veces ágiles saltos de alegria y amor. Sus gritos no eran sus ordinarias espresiones de placer, eran melancólicos alaridos de un corazon traspasado, y apénas se permitia lamerle la mano tristemente. Albano enternecido con su vista le dijo: y tú tampoco la volverás á ver.

Los sollozos le cortáron la voz, y las lágrimas le volviéron á inundar las mejillas. De repente se levanta, y empieza á vagar lentamente por todo aquel contorno. A cada paso encuentra un recuerdo que le detiene, y le repasaba en su memoria. Aquí me juró tantas veces que me amaba y que jamás amaria mas que á mí. Allí la dí una rosa en boton que se desplegó sobre su pecho. Mas allá cantaba la canción deliciosa con que cantaba nuestro amor, y de este modo se contaba la historia de sus amores, que era toda la de su vida; pero siempre terminaba: y ya no la veré mas, ni volveré á oír su dulce voz. Llega en fin á una roca en que Rufina habia grabado estas palabras con su mano: mi amor es inmortal, y será eterno. Las pronuncia muchas veces con un acento despechado, resuenan en el fondo de su corazon, y con nuevas congojas vuelven á avivar de nuevo el sentimiento de lo que pierde. Entónces levanta la cabeza, y las repite con una voz baja, y casi sofocada: ¡inmortal! ¡eterno! ¡y la ingrata me deja, me abandona, y se casa con otro!

Esta idea terrible le enagena, le transporta. El fuego del amor se inflama con la llama de los celos, y acaban de destrozarle el alma, hasta hacerle perder la razon. Los ojos se le secan: como los de un loco le vagan desordenados en su órbita, y con un grito lamentable y espantoso esclama: no hay remedio: yo la he perdido. Los miembros de su cuerpo temblaban, todas sus coyunturas se estremecian, y con una voz que hubiera enternecido á las fieras, continuamente repetia: yo la he perdido. Al fin se agita como un hombre que ya está   —56→   sin sentido, y dice: sí, pues no me dejan vivir con ella, lo mejor es morir. ¿Viviré yo para ser testigo de las dichas del que me hace tan infeliz? ¿Pudiera yo vivir para verla en otros brazos, y quizá para ver la muerte de la muy débil tímida Rufina? No, muramos, acabemos nuestras penas, huyamos de los tiranos, y de los hombres pérfidos que no saben mas que engañar.

¡O dia funesto! ¡ó dia de desgracia! ¡dia de maldición, que lace todo el suplicio de mi vida! ¡Cómo tendré valor para contaros, que aquel jóven desdichado corre, y se precipita de lo alto de la roca! ¡O recuerdo tan horrible como el suceso! ¡ó memoria que sin dejarme reposar, me devora el alma con los remordimientos que me causa! Todos los dias me destroza, y cada dia me despedaza mas. Yo soy la causa de tragedia tan espantosa. Mi iniquidad es la que le ha dado la muerte, y mi ambicion fué la causa infeliz de su despeño, pero para que fuera mas sensible, el acaso ordenó que el infeliz no encontrase la muerte tan presto como la buscaba. Aunque el precipicio era muy alto, cayó sobre ciertas matas que habia en el intermedio, y que cortáron la rapidez de su despeño; pero su cuerpo no fué ménos molido. El semblante le quedó destrozado por las ramas, y se rompió una pierna en la caída. Al principio no sintió nada, porque estuvo largo tiempo aturdido y desmayado con la violencia de tan duro golpe; pero poco á poco fué volviendo en sí, y empezó á sentir los dolores que le ocasionaban sus heridas. Este sufrimiento añadido al de su pérdida le hizo conocer que su suerte se habia hecho mucho mas desgraciada.

Por otra parte la sangre se le escapa por todas las heridas, y siente que se anega en ella. Se esfuerza por levantarse; pero viendo que su pierna no le obedece, reconoce que se la ha quebrado, y esto es lo que acaba de traspasarle de dolor. ¿Qué podia hacer? ¿en qué podia parar? Debia morir allí, esperando largo tiempo, y entre las angustias y el tormento de los dolores el tardío socorro de la muerte. Con estos desconsolados pensamientos, con esta incertidumbre desesperante sufria mas que pudiera sufrir con el suplicio mas horrible, y no veia en su desventurada situacion la menor vislumbre de esperanza.

Despues de haber dado á la naturaleza estos primeros movimientos de angustia y turbacion, se acordó de que era cristiano. Volvió los ojos al cielo, y se sintió aterrado. Se representó su acción como hija de un furor loco, y como un   —57→   atentado con que habia ofendido la magestad divina, único y soberano árbitro de la vida de los hombres, y estas ideas le llenáron de un nuevo terror, de una nueva afliccion todavia mas profunda. Espantado de sí mismo se dice: ¿qué es lo que has hecho? ¡miserable! ¿No te basta haber perdido todas las dichas de la tierra, sino tambien quieres ser eternamente desdichado? Este pensamiento le consterna, le espanta, le confunde; pero acordándose de su miseria, y de la infinita misericordia de su Dios, levanta el corazon al cielo, y no le levanta en vano. La consideracion de la otra vida, sosegando el ímpetu de sus furores, le produce sentimientos mas dulces, y mas religiosas imágenes. En lugar del despecho que huye de su corazon, se le acercan el arrepentimiento y la esperanza. Empieza á apoderarse de su alma, en medio de su negra melancolia, una especie de turbacion, que sin ser ménos funesta, era ménos penosa. Ya salen de sus ojos lágrimas religiosas y tiernas: ya fija los ojos sobre la bondad divina, y siente derramar sobre sus miembros destrozados el bálsamo de la resignacion y la paciencia. La confianza en el Ente supremo hace al hombre fuerte, y le da un valor superior á las adversidades.

¡Dios mío! esclama Albano, ¡Dios piadoso! perdóname: yo no sé lo que he hecho. ¿Dónde estaban mi corazon y mi razon, cuando fuí capaz de despecho tan insensato! La pasion y el dolor me han cegado. Yo me había olvidado de tí, pues pude abandonarme á tanta iniquidad; pero tú que me criáste, no me abandonarás. Tú me socorrerás porque soy débil, tú me consolarás porque soy infeliz, y pronunciando esta oracion con el fervor mas encendido, y el corazon mas penetrado, se sintió un nuevo esfuerzo para soportar todos los males de la vida.

Todo esto pasaba casi anochecido. Ya no habia en el campo mas que la luz opaca del crepúsculo de la tarde, esta luz incierta que se disminuye cada instante, y que es tan favorable á la tristeza. Ya la de Albano no era un furor despechado, ni tampoco una melancolía dulce, que aunque trae consigo el dardo de la muerte, sabe hacer amar las penas que produce. Era un dolor profundo de su arrepentimiento, y un temor inquieto de lo que iba á suceder. ¿Y aquí, se decía, acabaré yo de morir abandonado de todo el universo? ¡Santo Dios! ¡cuál será la inquietud de mis padres! Me buscarán por todas partes: mañana vendrán á este sitio: ya la muerte me habrá cerrado los ojos, y me encontrarán yerto y exánime sobre esta yerba ensangrentada.

  —58→  

Sus ovejas balaban esparcidas por aquellas colinas: la calma del viento en el silencio de la soledad hacia llegar sus tiernos balidos hasta los oidos del infeliz Albano y él decia con expresion melancólica y sentida: pobre rebaño, que yo he conocido tanto tiempo, ya no tienes pastor, ya va á morir. El fiel y constante Melampo corria sin cesar del rebaño á su amo, y de su amo al rebaño, dando siempre aullidos de dolor; pero viendo que era tarde, y que su amo no se levantaba, trae todas las ovejas cerca de Albano, y él con el ojo hay algo que las pueda perjudicar. Albano enternecido de su inquieto y azorado se pone á examinar por todas partes su inquietud y celo esclama: ¡Qué suerte que me ha deparado el cielo! Melampo es el único amigo que puede darme cuando muera, la última mirada de benevolencia y afliccion.

Estas circunstancias, aunque pequeñas en sí mismas, producen mucho afecto en las almas sensibles, cuando están penetradas de un agudo dolor, y todo esto acabó de acobardar á Albano, y constituirle en un mortal abatimiento. Toda especie de valor le abandona, y hubiera caido en una langüidez letárgica, parecida á la insensibilidad de la muerte, si las heridas de que estaba cubierto no le hubieran despertado con acerbos dolores. No pudiendo ni tolerarlos, ni moverse, recostó la cabeza sobre la tierra, y volvió los ojos á la cabaña. Ya sin esperanza de remedio se decia: aquí es donde moriré. El padre de Rufina verá cómo me ha hecho infeliz. Que el cielo le perdone, y que no le haga tan desgraciado como á mí. Rufina llorará sobre mi tumba, y mis padres, mis pobres padres llorarán tambien. A Dios, cabaña. A Dios mis buenos padres, y mis tiernos amigos. A Dios, Rufina la mas querida de todas las mugeres, y la mas digna de serlo. A Dios: yo voy á morir. ¡A morir! cielo, ¡qué palabra! Pedid á Dios por mí, y se quedó estático, como si esta imágen le hubiera llenado de estupor.

Ya la noche habia tendido por el cielo sus espesos y tupidos velos, y no le habia dejado mas que el débil resplandor de las estrellas. Las nubes vertian sobre la tierra su benéfico rocío, y una calma profunda reinaba en la region. No se oia mas que el rumor confuso de los animales que se movian en el campo, el susurro igual y monotono de las fuentes que se descolgaban sobre los limpios pedregales, y el ruido mas sonoro que repetia el eco de los torrentes impetuosos que se precipitaban de las montañas en los valles. Los murciélagos y los demás pájaros nocturnos desde las puntas de las   —59→   rocas entristecian con sus lúgubres gritos, y hacian mas pavoroso el silencio de aquella soledad; pero Albano sumergido en sus penas, y afligido con el dolor de sus heridas, no encuentra un momento de reposo, y muchas veces los dolores que sufre, le arrancan un grito involuntario. Le parecia haber pasado un siglo de tormentos, y no comprendia cómo no se mostraba la aurora, que debia ser triste testigo de su muerte; pero cuando ménos piensa ve levantarse la luna, ese astro tan triste para los infelices que no esperan otra luz mas brillante. Oye tambien el tañido de una campana: era la de su propia parroquia que indicaba la media noche. Se aflige de nuevo, viendo lo que le falta que sufrir hasta el dia. Levanta con dificultad la cabeza, porque ya le empezaba á pesar, y dice con acento dolorido: ¡ó muerte! ¡qué lenta y perezosa caminas para el que te desea! y volviéndose á reclinar, recae en su estupor.

Baptista y su muger se inquietáron de no verle volver como solia, y miéntras mas la noche se iba adelantando, mas creciéron sus temores y sustos. La esposa de Baptista asustada por la ternura maternal, que no sosiega ni en medio de las dichas, empezaba á estar fuera de sí; pero viendo que eran cerca de las once, y que su hijo todavia no llegaba, tiembla despavorida. La primera idea que le ocurrió fué, que Albano, por no hallarse á la boda de Rufina, habia huido del pais, y los dejaba abandonados. La infeliz ignoraba, que la suerte le preparaba destino mas terrible; pero en fin, viendo que es tan tarde, y que su hijo no parece, exhorta á su marido, para que le vaya á buscar. El anciano toma un cayado en una mano, y en otra una linterna para conducirse en las tinieblas, y aunque tan tarde, va á buscarle á la cabaña, sin otra compañia que la de Medor, que era el perro que le seguia, y sin otro auxilio que el del amor paterno.

Llega á la cabaña, y no halla lo que busca. Vaga por todos los sitios en que solia conducir Albano su ganado, y no le halla tampoco. Grita por todas partes, repite el nombre amado de su hijo, y se le confia á los ecos, para que le transporten á su oído; pero por mas que llama, nadie le responde. Pasa muchas horas en este triste y desconsolado ejercicio; pero su triste afan no encuentra una luz de consuelo. Los ecos son sordos, y las montañas insensibles. La imaginacion de este tierno padre se inflama. El terror se apodera de su alma, le presenta los objetos mas horribles, y cada momento crecen los motivos de su inquietud, y las ideas de sus males.   —60→   Sus congojas, sus angustias y ansiedades casi le alteraban la razon.

Despues de tan largas y tan inútiles fatigas, su edad cansada, apénas se podia sostener, y no ostante el amor paternal le daba fuerzas. Unas veces, aunque con pena repechaba los montes, otras descendia á los valles, y en todas levantaba su linterna para ser visto, y que su vista alcanzase mas léjos. En todas llamaba á su hijo con acentos amorosos, y en todas prestaba un oido atento, por si alguna voz le respondia en la calma de aquella tenebrosa soledad; pero toda la naturaleza está muda, y nada consolaba la feroz inquietud que le devora.

No pudiendo mas, fatigado se sienta sobre una roca para descansar un instante, y volver con nuevas fuerzas á su solicitud; pero apénas toma asiento cuando un grito lastimero penetra sus oidos, y le traspasa el corazon. Se levanta presuroso, y baja la montaña, corre al sitio de donde le parece ha salido la voz. Otro grito no ménos dolorido le vuelve á dirigir con mas acierto, y despues de algunos pasos, siente un movimiento como de alguno que viene acia él. Presto reconoce al fiel Melampo que le habia sentido, y que corria a buscarle con señas de alegría y consuelo. Desde que se le acerca empieza á dar ahullidos, que parecian de placer. Le acaricia, le salta, le lame la arrugada mano, y al instante se vuelve como para avisarle que debia seguirle.

Baptista le sigue, y le conduce al funesto parage en que Albano casi sin vida, estaba tendido sobre la tierra enrojecida con su sangre. Al principio no le vió, las sombras que escondian los objetos, no le dejáron ver todo el horror del espectáculo, ni él concibió toda la atrocidad de la tragedia. Viéndole tendido y silencioso se figuró solamente, que todo era efecto de la negra melancolía que le devoraba, y con voz tierna le dice: hijo mio, hijo querido ¿no te compadeces de tus padres? ¿Por qué los afliges de esta suerte? ¡Si vieras tu pobre madre!... Diciendo esto, quiere tomarle la mano para levantarle, pero sintiéndola húmeda, y que ha humedecido la suya, la levanta para reconocerla á su linterna, ve que es sangre, y se sobresalta: aplica la luz sobre el cuerpo de su hijo, y ¡Dios santo! ¡cómo se queda cuando le ve deshecho, destrozado, el semblante desfigurado, y todo cubierto de su sangre! Se le escapa un grito que hubiera enternecido las fieras. ¡Qué es esto, hijo mio! ¡qué es esto Dios eterno! El   —61→   infeliz no se podía sostener, se sentia desmayar, pero el peligro de su hijo le sostiene, y le infundió nuevo calor.

Albano estaba ya muy debilitado con tanta pérdida de sangre. No obstante hace un esfuerzo, y á medias palabras, y con muchas interrupciones le cuenta como puede lo que le ha sucedido: le añade: lo único que faltaba á mi dolor, era que vos me vierais en este estado. Ya no me falta nada, ni puede ser mayor... Pero Padre mio, perdonadme, yo era demasiado infeliz para poder vivir. Baptista se deshacia en llanto miéntras escuchaba esta triste historia, y contada con tanta pena. Hijo desdichado, le dice, hijo desdichado, ¿no te quedaban los corazones de un padre y de una madre? ¿y no debias contenerte siquiera por lástima de ellos? Cuando le decia esto examinaba poco á poco y temblando, las heridas de su hijo, y cuando vió que la pierna estaba rota, se turbáron tanto sus sentidos, que estuvo para desmayarse otra vez. Sus ojos se dirigen al cielo, y esclama: ¡ó Dios! ¡dulce Dios de inmensa bondad! ¡á tí recurre el mas desventurado de los padres! Sí, padre, le dice Albano, él os consolará como me ha consolado: pedidle solamente que acabe su obra, que llene la medida de sus beneficios, y que me lleve á su divino seno. Baptista suspiró.

Aquel infeliz anciano emprende entónces cargar á su hijo sobre sus espaldas, pero no se le pudo echar acuestas sin hacerle padecer mucho. Aunque Albano procuraba dominar su dolor, sus sufrimientos eran tantos, que alguna vez se le escapan gritos, y cada grito introducia la muerte en el corazon paternal. En fin habiéndole acomodado lo mejor que pudo en sus espaldas ya enflaquecidas con la edad, se pone en camino, agoviado con el peso, y temblando de dejarle caer, y renovar sus males. Era un espectáculo bien tierno el ver á este anciano recogiendo todas sus fuerzas para transportarle á su casa. ¡O naturaleza, naturaleza! tú le inspirabas y hablabas á su corazon: ¿porqué no hablabas tambien al mio? ¿porqué le dejaste endurecer con mi ambición?

Ya amanecia cuando llegó con su amada carga: pero ¿quién pintará el asombro, el espanto, la desolacion y el dolor de la afligida madre, que le esperaba sin sosiego cuando le ve de léjos, y llevado acuestas por su padre? Corre presurosa á encontrarle, y ¿cómo se queda cuando le ve cubierto de su sangre, desfigurado, pálido y con la imágen de la muerte en el semblante? Echemos un velo sobre objeto tan triste, solo la maternal ternura es capaz de sentir dolores tan vivos   —62→   y profundos. Desde aquel instante la casa de Baptista fué la habitacion del duelo y de las lágrimas. Desde la primer vista de las heridas huyó de los corazones la esperanza, y este era el colmo de la desgracia. La madre de Albano quitó á su hijo, con mucha pena, sus vestidos ensangrentados, le puso en su lecho, y le bañó con sus lágrimas.

El infeliz estaba tan sumergido en sus pesares, que parecia indiferente á todo lo que se hacia. Su abatimiento era tan estremo que apénas le quedaba sensibilidad para el dolor de sus heridas, su semblante descarnado y cárdeno parecia ya muerto, y sus ojos lívidos siempre estaban cerrados. Su madre siempre estaba á su lado, haciéndole las mas tiernas caricias. Parecia que queria comunicarle su propio calor, como si sus halagos le pudieran restituir la vida. Algunas veces él abria lánguidamente los ojos, y volviéndolos á su madre la decia: madre mia ¡cuánto os amo! y ¡cuánto me pesa ser la causa de vuestras penas! Pues bien hijo mio, le decia ella, vive para consolarlas: pero ¡ay! replicaba él suspirando, mi vida fuera un suplicio para vuestro amor.

Apénas Baptista se habia descargado de su hijo, cuando fué corriendo al lugar mas cercano. Habia en él un anciano respetable, que sin tenerlo por oficio, la esperiencia y el deseo de ser útil á los hombres, le habian hecho hábil en el arte de sanar los males, que afligen á la humanidad. Este buen viejo, que no tenia mayor gusto que el de hacerse amar por el bien que hacia, viene corriendo con Baptista, y visita al enfermo.

Desde luego reconoce el daño mortal, pero por no aumentar el dolor de sus padres, sin disminuir el peligro, les presenta una esperanza, que él mismo no tenia. Veinte y cuatro horas pasaron sin que pareciera mejor. Ya habia hecho todas las diligencias de cristiano, pero despues parecia siempre abatido, siempre preocupado de su pena. Lo mas que se le solia escapar era: no, yo no puedo vivir: yo voy á dejar la tierra que ella habita; pero tengo la confianza de ir á esperarla en el cielo.

Como el accidente de Albano fué público, aunque se procuró disimular la causa, muchos de los vecinos de Baptista viniéron á verle y consolarle. Entre ellos vino un buen hombre, que le veia poco, y que no sabia lo que pasaba en la familia. Este despues de haberse informado de la salud de Albano, y hechos los cumplidos de las circunstancias, le pareció   —63→   prudente, para distraer la pena de los padres, hablarles de otra cosa; y como nada hacia tanto ruido en el pais como la boda de Rufina con Don Fermin, tuvo la desgracia de mover la conversacion sobre ella. Mañana, les dice, se celebra la boda de Don Fermin, yo he visto las galas, y son soberbias. Apénas empezó cuando Baptista y su muger se ponen á temblar: le hacen señas para que calle; pero era corto de vista, y no las ve. Entónces la muger de Baptista le toma por la mano, y le saca á otra pieza; pero ya era tarde: el mal estaba hecho, y aquellas pocas palabras habian acabado de destrozar el corazon de Albano. Su padre, que estaba á su lado, no le oyó decir mas que ¿mañana? pero observó que se volvia á la pared.

Su padre, y la madre tambien cuando volvió se le acercáron, le hablaron con el mas dulce tono del amor, le pedian que volviese en sí, y que se ayudase para recobrar la salud; pero él no respondia nada: cuando mas abria los ojos, los miraba con ternura, derramaba sobre ellos miradas de tristeza, y les apretaba la mano con la espresion mas tierna; pero estos mismos sentimientos le iban disminuyendo poco á poco, y cuando llegó la noche, ya parecia insensible: ya habia perdido la cabeza, ya vagaba los ojos sobre todo lo que le rodeaba, sin poderlos fijar en ningun lado, y en fin parecia estar en la agonia.

A poco rato entra en delirio, y decia algunas palabras desconcertadas. Viendo á sus padres que lloraban á los pies de su lecho, les hacia diferentes preguntas. A su padre decia: padre ¿vendrá hoy Rufina? Un instante despues decia con la voz enternecida: ¡pero si voy á morir! Es verdad que un dia tambien Rufina morirá, y yo la recibiré en la mansion dichosa de los justos. Allí es donde el hermano y la hermana, que tiranos han desunido sobre la tierra, no se volverán á desunir. Allí es donde no se separarán eternamente: de manera que este jóven desventurado luchaba ya con las últimas ansias de la muerte, y como las primeras palabras de sus labios le sirviéron para espresar el amor con que amaba á Rufina, las postreras que pronunció, esplicáron el mismo sentimiento.

Lo que ahora me causa mas horror es considerar que miéntras en casa de Baptista pasaba esta escena terrible, yo no me ocupaba mas que en las disposiciones de terminar la boda. En el momento mismo en que el hijo de mi amigo iba a morir tan desgraciadamente por mi causa, yo me lisonjeaba con la idea de haber conseguido los deseos de mi vanidad, y no pensaba   —64→   mas que en consumar mi bárbaro delito. Es verdad que yo estaba ignorante de lo que pasaba. No sabia el despecho de Albano, ni nunca presumí que podia llegar á este estremo el arrojo de un jóven, porque no se casaba con la que queria. No pretendo disculparme; pero me parece, que por mas que mi ambicion me hubiese endurecido, si yo hubiera previsto este efecto, ó si hubiera sabido el estado de Albano, mi corazon no hubiera sido insensible, y que se hubiera interesado por la vida de un mozo que estimaba con todo el corazon.

Vuelvo á protestar que jamas imaginé que las cosas viniesen á estos términos. Lo único que me ocurrió fué que Albano estaria pesaroso; pero que el tiempo le consolaria: que Baptista quedaria picado, y romperia nuestra union; pero de esto me consolaba con la idea de la brillante y próspera situacion que me esperaba. Para escusar á los ojos de todos y aun á los mios propios mi conducta, tenia el cuidado de ponderar el servicio que debia á Don Fermin, que me habia salvado la vida, y procuraba hacerme ilusion á mí mismo, para esconderme el verdadero objeto de mis deseos ambiciosos. Yo me lisonjeaba con la idea de que la ausencia amortiguaria presto los fuegos con que ardian los corazones de Rufina y Albano, sin hacerme cargo de que la violencia y las desgracias, en vez de apagar los sentimientos los atizan, y que el corazon humano se pega con mas tenacidad á lo que ama, cuando una violencia estraña se esfuerza á despegarle.

Pero en fin, cuando era media noche y que Albano se acercaba al momento fatal que iba á cortar el hilo de su vida, Baptista oye que tocan á su puerta, no sabiendo quién puede buscarle á hora tan desusada, y no queriendo distraerse del cuidado de su hijo, no responde pero vuelven á tocar tantas veces, y con tanta fuerza, que al fin se determina á ver quién llama. Pregunta, y se queda pasmado oyendo la voz que le responde. ¿Quién pensaréis, señor, que era la que en hora tan indebida, y en momento tan importuno pedia que la abriesen? Rufina: sí, señor forastero: Rufina: la misma Rufina. Baptista la abre, y ella se arroja en sus brazos, diciéndole: salvadme, padre, salvadme, si no estoy perdida. Si no me escondeis, me harán casar mañana, y me darán la muerte. Yo me he escapado de mi casa, y vengo á buscar un asilo en la vuestra. Yo vengo á juntarme con mi hermano para no volver á separarme de su lado. No, jamas me separaré, y nadie podrá arrancarme ya de su presencia. Pero ¿dónde está? porqué no le veo aquí: y vos padre ¿porqué llorais? ¿ha sucedido algo? ¿dónde está Albano? llevadme á verle ántes de que me maten mis temores.

  —65→  

Baptista estaba tan fuera de sí, y tenia la razon tan trastornada, que sin reflexionar en lo que hacía la toma por la mano, y la conduce al fúnebre lecho en que yacia Albano; pero apénas le ve tan deshecho, tan desfigurado y moribundo, cuando enagenada por su sorpresa y su dolor, da un grito lamentable. ¡Qué es esto, santo Dios! esclama con el acento del terror: Albano, hermano mio, querido esposo: sí, tú eres mi esposo: yo vengo á que lo seas, y jamas tendré otro: yo vengo para que declaremos en presencia del cielo y de la tierra, que ya estamos casados, y que el cielo ha aceptado nuestros votos: pero qué; esposo mia ¿no me dices nada? Habla, responde á tu tierna Rufina.

Albano oye como entre sueños esta voz idolatrada, y su corazón, aunque ya helado con el frio yelo de la muerte, se siente conmovido. Una sonrisa lánguida se aparece en sus labios, y la tiende con lentitud una mano desfallecida. Rufina la recibe con ansia, y la estrecha con ardor entre las suyas. El infeliz vuelve los ojos á Rufina, mueve los labios como si quisiera responderla; pero apénas se le oyen acentos balbucientes y mal articulados que no pudiéron pronunciar palabras: oprimido con el peso de la muerte, y desconcertado con el súbito movimiento de una alegría demasiado fuerte, que no pudo sostener su ya debilitado corazon, espiró á la vista del objeto de su amor; su postrer suspiro se exhaló sin esfuerzo, y con dulzura tan apacible que parecia que todavía conservaba la vida. La tierna Rufina no le creyó algun tiempo mas que desmayado; pero no sintiendo mover la mano que tenia enlazada con la suya, y sintiendo el frio yelo que le cuajaba el corazon, tiembla, palpita, se estremece. El terror se apodera de su alma, se levanta, huye, vuelve, echa miradas inquietas y despavoridas sobre el cuerpo exánime: la sangre se la yela en las venas, y cae desmayada por el suelo.

Baptista y su muger advertidos por los estraños movimientos de Rufina, se acercan al lecho, y se aperciben de la muerte de su hijo. Los infelices bebian la última copa de dolor: pero como preparados á este instante terrible, le soportáron con mas constancia. No se abriéron tanto como la desesperada Rufina, á quien esta desgracia cogió tan de repente. La madre de Albano se pudo desahogar con sus copiosas lágrimas. Baptista se puso al instante de rodillas, y ocultándose el rostro con las manos, levantó su corazon al cielo, y los dos estaban tan turbados y fuera de sí, que no advirtiéron que Rufina estaba tendida sin conocimiento por el suelo. Baptista, buen cristiano, y sometido á los decretos celestiales, decia con tono humilde   —66→   y religioso: Dios de misericordia, recibe en tu seno á la mejor hechura de tus manos. Y tú hijo querido, si puedes escuchar nuestros lamentos desde esa region venturosa á que espero te haya conducido tu virtud, implora por un padre que te amaba por ella.

Cuando este venerable anciano se quiso levantar, tropieza con el cuerpo de Rufina, vuelve los ojos, y la ve tan inmóvil como su hijo. Un nuevo terror se apodera de su alma: se imagina que la muerte ha cortado tambien los dias de esta infeliz muchacha. La llama muchas veces para que recobre el sentido, y con voz tan alterada como temerosa, la dice: Rufina, mi querida Rufina, hija de mi corazon, responde al padre de tu amigo; pero Rufina no le da la menor señal de vida. Baptista olvidando su primer dolor, suspende sus lamentos, toma á mi hija en los brazos, la lleva á otra pieza, y la pone en su propio lecho: reconoce que todavia respira, y la da todos los remedios que puede: pero ¡ay! que su esposa tambien necesita de socorro, pues oia sus gritos descompasados, y desde que vió que Rufina volvia en sí, y se empezaba á sosegar, corre presuroso á su muger.

Esta pobre madre tenia entre sus brazos el ya yerto cuerpo de su hijo; pegaba su rostro inundado en su llanto con el frio y desfigurado semblante de su hijo idolatrado. Le confortaba con el calor de su seno, como si quisiera animarle á costa de su propio calor: le hablaba como si hubiera podido oirla; y cuando veia que no le respondia, se arrancaba los cabellos, y volvia á arrojarse despechada sobre el cadaver. El pobre Baptista no la podia sosegar; pero mas moderado en su dolor, y de un carácter mas sometido, no se atrevia á decirla nada, y derramaba á su lado lágrimas, amargas, porque sabia que en circunstancias tan dolorosas los consuelos indiscretos destrozan el corazon como puñales afilados.

Entretanto Rufina habia vuelto en sí, y recobrado sus sentidos. Entónces reflexiona la acerbidad de su destino, se levanta rápida, y vuelve al cuarto en que se conservaba todavía el triste cadáver de su amante. El primer objeto que se la presenta es la madre de Albano, que tenia á su hijo entre sus brazos. Los infelices se hacen fácilmente ilusion, y ella se figura que Albano no está muerto, y que ha vuelto de un profundo letargo. Con esta idea de esperanza se acerca, y lo examina; pero ¡ay! la infeliz no pudo gustar la dulzura de un error prolongado, porque desde luego le ve con los ojos cerrados. Su dolor se renueva con mas pena, y sus gritos resuenan con   —67→   mas fuerza. ¡Ay, señor! todavia esos gritos de despecho retumban en mi angustiado corazon: todavia me parece oirlos y me despedazan las entrañas.

¡Qué espectáculo debia ser el que presentaba aquella pieza lamentable! Un lecho de dolor en que yace sin vida el mas amado de los jóvenes. Una tierna y virtuosa muchacha, que en medio de la hermosura y de las gracias con el corazon mas inocente y puro siente todos los furores del despecho. Una madre desolada, que no halla mas consuelo que el de tocarle con sus manos, y regarle el cuerpo con su llanto. Y un viejo respetable, que á la perdida del hijo mas querido añade el temor de perder á la esposa que adora, y tiembla por la vida de la que ha sido el ídolo de su hijo, y la esperanza de la felicidad de su familia.

Pero todavia no estaba contenta con tantos daños la suerte encarnizada. Cuando la afligida Rufina se llegaba desolada al lecho, la madre del difunto, abandonando el cuerpo, la toma entre sus brazos, la aprieta contra su seno, y tambien la inunda con su llanto. Despues la dice con la voz enternecida y lastimosa: ¡Ay pobre hija! ¡hija de mi corazon! ya no le volverás a ver. Tú le amabas; pero tu corazon le ha perdido: ya no podrás encontrarle otra vez. Estas palabras renuevan el dolor y los despechos de Rufina: la abraza con toda la fuerza de su pena. Baptista, que conoce cuánto estas tristes caricias van a exasperar sus angustias, la toma por el brazo, y quiere separarla. La separa en efecto; pero ella se ase con fuerza de una de las columnas de la cama, y el amor, le da tales fuerzas, que le es imposible arrancarla de allí.

Dejádme, le decia, dejádme morir cerca de Albano: pues que debo morir, ¿porque quitarme el consuelo de que muera a su lado? Y el pobre Baptista tan penetrado de su situacion, como de la pérdida de su hijo, considera que todos sus esfuerzos serán inútiles, y la abandona á su dolor. Entónces empieza entre las dos un concierto alternado de tristes alaridos, que no se interrumpia mas que por los gemidos y las lágrimas. Pero como la naturaleza tiene su medida, y no es infinita en sus esfuerzos, al fin los gritos de Rufina, y la madre de Albano empezáron insensiblemente á disminuirse hasta que la una y la otra se quedáron en un profundo abatimiento, que producia un silencio pavoroso. Entónces Rufina se pone de rodillas al pie del lecho, y toma las pendientes manos de Albano: su madre se queda sosteniendo el cuerpo en su regazo. ¡Qué objeto para los pinceles del dolor, y para los ojos de un padre que   —68→   la mira! Todos tres contemplaban el cadáver con los ojos estúpidos y absortos, que no aciertan á creer la desgracia de que no pueden dudar.

Ve aquí, decia la madre, la gala del pais, el honor de mi familia, y el mozo mas amable de toda esta tierra. Esos ojos tan brillantes, que inspiraban amor, y que llenaban de dulzura mi corazon, ya están cerrados, y cerrados para siempre. Ese buen corazon en que habitaban el honor, la religion y la caridad, ya no late en su pecho. La muerte ha arrebatado la mas preciosa vida. La memoria de sus virtudes no morirá jamas; pero el que era tan virtuoso, ya no existe. Rufina escuchaba en silencio estas alabanzas, que su corazon repetia y multiplicaba; pero al oir esta palabra terrible: ya no existe, con el mas doloroso grito, esclama: ¿Ya no existe? ¡ó, muerte, como has podido ser tan bárbara é inexorable!

Así pasaron aquellos tres infelices esta desventurada noche. La muerte habia tendido su negro velo sobre aquella funesta casa; y cuando no se escuchaban lamentos y gemidos era porque ella misma enviaba el pavoroso silencio del horror; pero el menor rumor, ó el mas ligero recuerdo de alguna de sus memorias, despertando al dolor de su letargo, volvia á prorrumpir en gritos y sollozos. Llegó por fin la descolorida aurora, que iba á alumbrar día tan melancólico. Ya el sol empezaba á dorar las cimas de las montañas orientales, y yo que léjos de tantas desgracias no tenia mas inquietud que la de llevar al cabo una boda que producia tantas desventuras, me levanté para despertar á Rufina, y que se preparase á la solemnidad de la fiesta. Las mozas del contorno debian venir para quitarla de la cabeza el pañuelo, que en el pais caracteriza á las solteras, para vestirla con las galas con que debia presentarse á su esposo, y despues conducirla al templo. Pero ¿cuál fué mi sorpresa, cuando no la veo en la cama, ni la puedo encontrar en parte alguna? Al instante sospecho que se ha escapado á casa de Baptista, y corro determinado á traerla por fuerza. Atropellándolo todo, llego: la puerta estaba abierta, entro, y no encontrando á nadie, me dirijo á la pieza en derechura.

¡O dia de memoria detestable! ¡O dia de horror, que no se aparta de mis ojos! ¡qué espectáculo se presenta á mi vista? Un lecho funesto, apénas alumbrado con una triste luz: el cadáver de Albano tendido ya sin vida: Rufina de rodillas al pie, anegada en llanto, y Baptista y su esposa traspasados de pena. Un súbito y violento golpe hace dar un buelco á mi corazon: la sangre se me cuaja en las venas, y me hallo   —69→   tan inmóvil, que no puedo dar un paso ni adelante ni atras. Los infelices estaban tan sumergidos en sus penas, que no me sienten; pero yo no pudiendo contener las angustias que me sofocaban, prorrumpo con un grito espantoso: ¿Albano ha muerto? yo soy el asesino.

Los que me oyen vuelven la cabeza, y se ponen pálidos, temblando de terror. En su primer espanto me miran como un monstruo feroz, que puedo amenazar hasta su vida. Pero yo vuelvo la cabeza, y huyo como un loco, como un hombre que ha perdido el seso, y que va dando ahullidos de terror y desesperacion. Ya mi casa estaba llena de personas que debian asistir á la boda: todos se espantan de verme tan desatentado, y mis horribles alaridos aumentan sus temores. Me preguntan la causa: yo digo lo que puedo, lo que mi turbacion me permite, y ellos me entienden. Todos se sobresaltan, se horrorizan, y yo tiemblo, me estremezco, y me siento tan lleno de terror, como si un espectro me hubiera perseguido.

Algunos quisieron consolarme; pero no hay consuelo para el que se siente criminal. Muchos van á casa de Baptista, y yo me encierro en un cuarto para esconderme á la vista de todos. Poco despues llega Don Fermin, se le dice el suceso, se aflige, y viene á consolarme. Quiere juntar su dolor con el mio; pero aunque yo solo fuese delincuente, no pude verle sin temblar, pensando que era la causa de los males que habian hecho infelices nuestras dos familias, y en la acerbidad de mi despecho le pedí que no volviera mas á mi casa: vuestras riquezas me han perdido, le dije, alejad de mí tan funesto prestigio.

Don Fermin se retira desesperado de no poder consolar tan justa pena. En el dia abandona nuestros campos, y he sabido que en Madrid retirado y solitario llora haber sido causa de la desolacion de dos familias, que vivian unidas y felices. En el seno de la religion se resigna á la desgracia de haber perdido á Rufina, y se consuela en el ejercicio de la virtud. Era muy honrado, muy bueno: es mucha desgracia que este funesto amor viniese á perturbarle, y ¿porqué, insensato de mí, he sido yo tan débil y ambicioso? ¡Ay, señor! las pasiones son las que nos pierden: ellas son la causa de todos los humanos estravíos.

Desde que se derramó en el país la noticia de la muerte de Albano, se estendió por todo él un duelo universal: todos lloraban su pérdida, y la mayor parte corrió á casa de Baptista,   —70→   para saber si era cierta la desgracia. En breve el lecho fúnebre fué cubierto de flores y de lágrimas. Este es el privilegio de la virtud, que interesa todos los corazones. Los mozos de su edad rodeaban su cuerpo, y hablaban de sus prendas escelentes. Cada cual tenia una historia que contar en su elogio, y todos pagaban el tributo de alabanzas que le debian. Unos decian, ¿quién era mas hermoso, ni mas amable? Y otros respondian: pues todavía era mejor su corazon; y los recuerdos que hacian ó de un acto de su generosidad, ó de las finezas que le habian merecido, aumentaban su disgusto, al mismo tiempo que todos me culpaban, y me veian como un hombre atroz, y que era la causa de su muerte.

Rufina estaba siempre de rodillas á los pies del lecho, y cada una de las mocitas de su edad, á medida que iban entrando, viéndola en aquella postura, la imitaban, y presto la rodeáron, imitando su lúgubre silencio. Los padres y las madres se ponian junto á Baptista y su muger. La mano de Dios, les decian pesa sobre vosotros; pero es menester adorarla. Que su voluntad se haga, respondian ellos, pero que nos dé fuerza para sostenerla.

Cuando se acerca la noche, se preparan á llevar el cadáver á la parroquia para trasladarle al cementerio. Entónces los gritos se redoblan, y arrancan nuevo llanto de los compasivos asistentes. La madre no queria que se le llevasen tan presto. Pide por piedad que se le degen un rato todavia: y temerosa de que se le quiten, vuelve á arrojarse sobre su frío cuerpo. Rufina tambien le defiende, y una y otra no querian separarse mas de aquellos tristes restos; pero algunas de aquellas mugeres las toman en sus brazos, y las transportan á otra pieza. Cuando Baptista las vió retiradas, viene él mismo á despedirse de su hijo. El dolor de este padre cristiano era tranquilo, y se habia concentrado en el corazon que destrozaba. Desde que los asistentes viéron que se acercaba, todos se retiráron para hacerle lugar. La veneracion que inspiraba, produjo silencio en la asamblea: se puso de rodillas, y le besó la mano, diciendo: hijo virtuoso, yo espero que Dios te ha recibido en la mansion de la virtud. Despues se levanta, le besa la frente, y añade: pide al Señor que presto nos veamos en su gloria. Con esto se retira penetrado de su dolor mortal.

Entónces entran el ataud, manos piadosas y amigas le colocan en él, y desde que está colocado, todos los mozos aspiran al honor de llevarle; pero no siendo posible que todos le cargasen, un anciano que allí estaba, y á quien miraban con respeto,   —71→   escogió ocho de entre ellos, dando la preferencia á los que eran sus mejores amigos, y él mismo ordena la marcha del comboy. Los niños de ámbos sexos iban por delante, y con los labios puros de la inocencia entonaban los cánticos sagrados. Luego venian los mozos con la cabeza baja, y el ayre contristado. Algunos de ellos exhalaban dolientes alaridos, y todos los acompañaban con su llanto. Rodeado de ellos se seguia al difunto cuerpo conducido por los ocho preferidos.

Por detras venian las jóvenes doncellas que habian ido a tomar á Rufina, y la traian entre ellas, sosteniéndola con sus brazos, porque la infeliz estaba mas muerta que viva. A estas seguian los padres y madres de familia. La marcha de estos era mas lenta, grave y pausada. Su tristeza, aunque ménos espresiva que la que mostraba la juventud, era mas venerable, e imponia respeto. Hablaban entre sí, y hablaban de los hijos que habian perdido. Una madre decia: mi Alfonso tenia cuando murió la misma edad de Albano; y otra le respondia: la hija que era el consuelo de mi vida, tenia ya diez y seis años cuando el Señor se la llevó. Todos renovaban sus antiguos dolores, y compadecian mas á los padres del difunto, porque no se conoce el rigor de los males agenos mas que por la comparacion de los propios, y por eso los que han sufrido mucho, son los mas compasivos y sensibles.

Por eso tambien en la simplicidad de los campos la lástima es mas tierna, y el interes mas vivo. Vosotros, los pobladores de las grandes ciudades, no podeis tener sentimientos íntimos y profundos, ni afectos sólidos y eficaces, porque siempre estáis distraídos con los muchos objetos que os ocupan, y que debilitan vuestras atenciones. Así pocos lloran sinceramente en vuestras tumbas. Apénas se aperciben de vuestra falta los que os veian con mayor frecuencia. No tienen tiempo para echaros ménos, porque otros objetos y placeres reemplazan muy presto aquel vacío; pero nosotros que no conocemos mas que á los hombres y á la naturaleza, nosotros que no vivimos mas que con nuestros parientes y vecinos, nos comunicamos nuestros bienes y males, y nos son comunes nuestras adversidades y consuelos. Nuestros padres se amáron y ayudáron: nosotros hacemos lo mismo, y nuestros hijos nos heredan, adoptando los mismos afectos de benevolencia y amistad. Desde que uno muere, todos le lloran como si fuera de su misma familia, y esta dulce fraternidad nos sostiene, nos conforta en las miserias de la vida, y nos hace agradable nuestra mísera habitacion.

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Llega el convoy á la parroquia. Se canta en ella con tristeza y reverencia el oficio que la Iglesia destina para el descanso de los muertos, y aquel rito tan solemne y augusto no suspende los gritos y lamentos de los vivos; pero en fin llega el momento fatal en que deben conducirle al cementerio, y en que le van á hacer el servicio postrero: al cementerio donde van á depositarle hasta el fin de los siglos, y donde ya no podrán volver á verle. La vista de este lugar terrible, que va á esconder para siempre en su seno al que causaba tantas penas, renueva la afliccion general. Nuevos gritos y llantos doloridos vuelven á poblar el aire, y van á resonar en las montañas; pero ¿quién podrá describir el despecho y dolor de Rufina, cuando ve la fosa que ya está abierta, y preparada para tragarse y guardar en sus entrañas al ídolo de su corazon? La que hasta entónces no habia cesado de gemir, da entónces gritos lamentables, que atraviesan otra vez los corazones. Con un movimiento indeliberado y presuroso quiere desembarazarse de sus compañeras para precipitarse en ella, y no costó poco trabajo sujetarla.

Entretanto se deposita en ella el amado cadáver, y el ruido de la tierra con que se le cubre, yela, aflige, y llena de terror á todos los concurrentes. Rufina tambien lo oye, y entónces ya no es posible detenerla. Escapándose, á pesar de sus amigas, llega á la sepultura: allí se arroja sobre la tierra humedecida, la besa, la riega con sus lágrimas, y pide que la abran otra vez, para que pueda quedarse sepultada con su amante. Hacedme un lugar, les decia, para que nunca me separe de lo que amo. ¡Albano! ¡querido Albano! oye la voz de tu hermana, de tu amiga, de tu esposa. Recíbeme á tu lado, pues ya me es imposible vivir. Nadie se atrevia á consolarla, y se la dió libertad para desahogarse, y derramar un torrente de lágrimas. Todos la miraban con el silencio de la compasion mas dolorosa, y parecian decirla: llora, moza desventurada: tienes razon de llorar: tu corazon pierde lo que nunca podrás reemplazar.

Pero despues de haber dado algunos minutos al desahogo de su despecho, y cuando viéron que la naturaleza fatigada de tanto esfuerzo no podia alentarse con la misma violencia, sus compañeras se la acercaron, y tomándola entre los brazos, la sacaron por fuerza de aquel lugar funesto. Entónces fue cuando los mozos vinieron á arrojar sus ofrendas sobre la tierra que cubria á Albano. Cada cual le pagaba su tributo funerario. Los unos derramaban las flores que habian recogido en los campos, otros ponian ramas de ciprés, como demostracion   —73→   de su dolor. Algunos tuviéron cuidado de escoger rosas blancas, para honrar con ellas su candor, y hasta otros hubo que añadieron saumerios, como si quisieran que alcanzasen á penetrar su espíritu los perfumes suaves, y las exhalaciones olorosas. En breve tiempo su sepultura se halló cubierta de yerbas y de flores, y este era el simple cenotafio que corazones simples consagraban á la virtud y la amistad.

Miéntras la juventud honraba los manes del difunto con tan nobles y amicales oficios, se acerca una muger, que ya estaba doblada por los años, y llevaba dos hijos con sus manos, y volviéndose á ellos anegada en lágrimas les dice: hijos míos, llorad sobre esta tumba. El que reposa en ella es nuestro bienhechor. Mi cabaña estaba casi por tierra el aire, la lluvia y el frio nos traspasaban, y él volvió á levantarla con su propia mano. Yo no tenia pan, ni medio alguno para alimentaros, y él y su amable amiga me dieron la cabra que nos sustenta. Llorad, hijos mios. Su corazon era un tesoro de virtudes. Jamas hubo elogio fúnebre tan elocuente, ni que haya producido un efecto tan tierno. Cuanto mas se conocen las buenas calidades de los que perdemos, tanto mas se avivan nuestros pesares. Con esto recomienzan los llantos, cada uno cuenta el rasgo que sabia, y todos sabian, ó eran testigos de algun hecho que mostraba el buen natural, y el corazon generoso del amigo que perdian. Allí se contó la historia de su vida, que no era mas que la de sus virtudes.

Cuando las amigas de Rufina la sacáron de aquel lugar funesto, sabiendo que yo era su padre, quisiéron llevarla á mi casa; pero ella se opuso, diciéndoles: llevadme á la casa en que ha muerto, para que yo vuelva á ver los lugares en que ha vivido. La lleváron pues á casa de Baptista, y apénas entra, cuando corre otra vez á su cuarto, se vuelve á poner de rodillas al pie del lecho, y derrama otro nuevo torrente de llanto. Todas la acompañan en un triste silencio; pero observan, que despues de haber dado largo tiempo á la efusion de su dolor, se suspende, y como si volviera en sí, se pone á rezar, y decir algunas oraciones, que se encaminaban al cielo por el descanso del difunto. Esto consuela á todos, y les da alguna esperanza de que se sosiegue, porque el que pone su confianza en Dios, recibe siempre algun consuelo, y en efecto pareció mas tranquila; pero ¡ay! esta tranquilidad no era mas que la fatiga de la naturaleza que no podia mas.

Acabada la melancólica funcion del cementerio, todos volviéron á sus casas, y no habia nadie que no fuese con el alma   —74→   llena de tristeza, y el corazon pasado de dolor. Mi muger que habia asistido á su funeral, vino tambien, y como estaba penetrada de su pena, me lo contó todo, y conmovida con aquel espectáculo, é irritada contra mí, porque no creia la causa del estrago, parecia que su designio fuese hacérmelo mas sensible, y no me pudo disimular su indignacion. Yo la escuchaba en silencio; pero mi silencio era terrible. El gusano del remordimiento me estaba destrozando el alma, y ya sentia encenderse en ella todos los furores del despecho.

Yo no pude sufrir mas aquella relacion terrible, y salgo de mi casa: sin saber adonde, me echo á vagar por el campo, y allí me entrego al horror de mis amargas reflexiones. ¿Es este, pues, me digo, el fruto de mi ambicion? ¿Es esta la felicidad que yo me prometia, y á la que he sacrificado la amistad y el honor? Vanos prestigios, ilusiones mentirosas, ¿en dónde estais? ya os habeis desaparecido, y el abismo de miserias que me tapabais con flores aparentes, ya está descubierto con todos sus horrores. Mi delirio ha precipitado en él á las personas que mas queria, y yo me he precipitado con ellos. Yo he faltado á amigos estimables: con mi misma mano he clavado el puñal en el pecho de mis propios hijos. Ya no es tiempo de forjarme quimeras, ni de hacerme ilusion de los engaños de mi mala fe. Ya veo todo el horror de mi conducta, y mis escusas son tan fútiles como odiosas. La verdad es, que yo he querido satisfacer mi ambicion á costa de todos los delitos.

Entónces irritado contra mi mismo continuaba: ¡viejo insensato! ¡monstruo inhumano! ¿qué le faltaba á tu felicidad? Tú gozabas de los bienes que te daban el cielo y tu trabajo, con la confianza de una alma inocente y tranquila: tú tenias un amigo tan fiel como virtuoso: la union reinaba en las dos familias: tú veias la perspectiva mas dulce en la alianza de dos hijos llenos de virtudes, que el cielo habia hecho el uno para el otro. ¿Qué podias tú desear que no alterase este colmo de dichas dulces, y placeres puros? Y con todo (¡o demencia funesta!) un poco de oro que resplandece á tus ojos, te deslumbra, y al instante, por poseer un metal seductor, abandonas los sentimientos mas naturales, los efectos mas justos, y te haces despreciable y delincuente. El vínculo sagrado de la palabra no te detiene, no te embaraza, faltas á la amistad, quieres forzar á la naturaleza y al amor, y trabajas con mas ardor en perderte con todos, que pudieras hacer para salvarlos. Ahora lloras, infame; pero ya es tarde, ya es muy tarde. Hombre bárbaro, tu codicia ha introducido ya la muerte en tus familias, la rabia en tu corazón, y el deshonor en tu casa. Nadie puede compadecerte,   —75→   ni puedes esperar mas que el odio de los hombres, y las angustias de tus remordimientos.

Estas reflexiones me hacian la vida insoportable, y me inspiraban horror para todos los lugares que eran testigos de mi infamia. ¡Cómo podia yo vivir donde habia vivido el desgraciado Albano! Yo creeria verle en cuanto habia tocado. Su sombra se hubiera ligado con la mia, y seguiria todos mis pasos. ¿Cómo podria soportar las quejas, los lamentos, y ni aun las miradas de sus padres, y de su triste y despechada amante? ¿Cómo podria tolerar sus baldones, su justo desprecio, y su mas justa indignación? No, (me decia) huyamos de estos montes. Dejemos vivir en ellos á los que sufren un dolor que el remordimiento no emponzoña, y tú, miserable, ve á esconderte en un pais lejano, donde ignoren tu nombre y tus delitos. Busca en lo mas agreste de los pirineos una gruta salvage, en que habiten las fieras. Allí arrastra los pocos dias que podrán dejarte tus infamias. Destrózate allí ese vil corazon con el recuerdo de las degracias que has causado.

Me fijo al fin en esta resolucion, como en el único medio de esconderme al desprecio de mis vecinos, y al odio de mis amigos y familia. Mi corazon acobardado sentia que no tendria valor para levantar los ojos delante del menor de mis obreros, sentí pues la necesidad de desterrarme. No hay tormento que iguale al de una conciencia agitada, cuando teme los baldones de las personas que le son queridas. Los tormentos que me devoraban, me dejáron tan fatigado, que fué preciso sentarme, y desde aquel puesto veia el techo de mi caserío, que entónces estaba iluminado con la luz pálida de la luna. Esta vista me enternece, y con la voz lastimosa le digo: á Dios, dulce y apacible hogar de mis abuelos, donde encontré la felicidad que no he sabido conservar. A Dios, mansion amable, en que por algun tiempo gocé del placer de la virtud, que abandonó con tanta viveza mi codicia. En tí concebí las mas agradables esperanzas, y ya no puedo vivir en tí. En tí esperé la dulce union de Albano con Rufina, y ya no puedo ver mas que su dolor, y mi delito. ¿Cómo podré ver llorar á mi hija desolada sin poder consolarla? No, ya no soy digno de tí. A Dios, lugares que me fuisteis tan queridos, y que mi iniquidad me ha hecho tan odiosos. A Dios, esposa amada, hija querida. A Dios, amigos y vecinos, ya no volveréis á verme. No, no me volveréis á ver.

Apénas pronuncio estas palabras cuando me levanto, y desconfiando de mi valor, me pongo con precipitacion en camino, con el delirio del temor, y el deshacimiento de un asesino,   —76→   que va manchado con la sangre que acaba de verter: pero á pesar de mi turbacion me ocurre que no debo dejar para siempre aquella triste tierra, sin visitar una vez á lo ménos las cenizas del hijo de mi amigo, á quien dí muerte tan desventurada. Me parece que yo debo poner sobre su sepultura una rama de funesto ciprés. Mi corazon sintió el deseo de ir á contristarse sobre la fosa que mi codicia habia abierto. Me dirijo pues al cementerio; pero cuando me ví cerca, me fué preciso detenerme. Todos los miembros del cuerpo me temblaban. El corazon me batia con pulsaciones tan violentas, que no las podia sostener, y se apodera de mí un movimiento involuntario de terror.

Sin poder tenerme en pie me vuelvo otra vez á sentar. Un sudor frio me cubre todo el cuerpo: nuevas reflexiones vienen á intimidarme. Mis remordimientos me decian: ayer vivia un hombre, hoy le han enterrado, y soy yo el que le ha muerto. Esta idea terrible descuadernaba mis sentidos. Me figuré que yo iba á ver la sombra errante del infeliz Albano. Algunas veces creia oirle, y que me baldonaba mi crueldad. El terror, la turbacion y los baldones secretos de mi propia conciencia me enagenaban de manera, que me parecia reconocer su voz, y sofocaba los impulsos de mi sobresaltado aliento para prestar el oido con atencion mas cuidadosa. El menor rumor de viento entre las ramas de los árboles me hacia estremecer.

Yo procuraba volver en mí, y llamar á mi socorro mi razon. Logré al fin alejar tantos vanos terrores, y levantándome otra vez, volvia á encaminarme al cementerio. Estos fantasmas (me decia) nacen de mi cerebro, turbado por sus penas; pero por mas que hacia, un secreto terror me dominaba. La luna que brillaba entre las ramas de los árboles, me parecia de repente un espectro que se asomaba. Mi imaginacion le vestia con una forma espantosa, y en mi error le gritaba: aquí está el que buscas, aquí está. A pesar de este combate, yo me abanzaba con pasos tímidos y desiguales. Ya estaba cerca, hago un esfuerzo para introducirme en el lúgubre sitio: un silencio pavoroso reinaba en el lugar funesto: echo la vista por todas partes, y la luna mostrándome las flores y las ramas, que la amistad consagró á su memoria, me indica el amado depósito.

¡O momento terrible! ¡O espectáculo que los ojos humanos no pueden tolerar! Mi corazon me dice con lamentos redoblados: allí es donde reposa. Esta vista me conturba, me enagena. Ya mis miembros no tiemblan, sino padecen violentas convulsiones: todo se me trabuca: el terror me trastorna los sentidos:   —77→   me parece que toco con mis pies el cuerpo del infeliz Albano, que la tierra se mueve, y yo no oso tocarla. Me figuro que se estremece, que va á abrirse, que los árboles tiemblan, y hasta que las montañas titubean: yo no puedo sufrir la idea de imágenes tan espantosas, y me siento desfallecer; pero una voz me suspende, una voz que me ha parecido salir del centro de la tierra. Yo la oigo articular: ¿á que vienes aquí, ¿no quieres dejar en paz ni mis cenizas? Los cabellos se me erizan, la sangre se me cuaja: caigo de rodillas, y esclamo: ¡Dios del cielo! ¡Dios justo! vibra tus rayos contra este delincuente. Aquí espero el rigor de tu justicia: yo la merezco. Diciendo estas palabras me postro por tierra, juntando mi frente contra el polvo, y espero que se desprenda un rayo, como si Dios debiera oir la voz de mi delirio.

Pero habiendo pasado algun tiempo en esta aptitud de humildad, viendo el silencio del cielo, recobro la razon. Insensato, me digo: tu delito te acobarda, y tú sientes lo que mereces; pero vuelve en tí: el cielo es mas piadoso: nada de lo que te espanta existe. Levanta la cabeza, y todos esos fantasmas se disiparán. Estas reflexiones me restituyen el sentido, me levanto, abro los ojos, y como si saliera de un encanto, veo los objetos en su estado natural: todo estaba tranquilo. Los espectros se habian desvanecido, y el desgraciado Albano reposaba tristemente en su fosa. Me acerco á ella, pero á pesar de mi valor y de mis reflexiones no puedo ver sin susto lugares que mi delito me hacia tan terribles. Los remordimientos vienen á reemplazar los terrores, y los remordimientos no son fantasmas vanos.

Ellos me hacen estremecer de nuevo, me pongo de rodillas, y toco con ellas y mis manos la tierra que le cubre; pero me parece que su contacto me rechaza, y me vuelvo á espantar. Siento impulsos de huir; pero las mismas reflexiones me detienen, y digo dolorido: ¡Santo Dios! aquí es donde reposa, y mi ambicion es la causa de su triste destino, un nuevo estremecimiento me hace temblar, y mi razon contempla el largo dolor que he preparado á mi angustiada vida. ¡Dios eterno! ¡tú guardas momentos terribles para los delincuentes! Mi situacion era mas cruel que pudieran serme los suplicios mas atroces. Mi corazon estaba tan cerrado, que no podia respirar. Los nervios se me retiraban, y yo creia que me iba á aniquilar con la violencia de mis dolores. Es menester haber sentido estos tormentos para conocerlos. ¡Dichosos los que no los conocen! Quiero rezar: pero ¡ay! ¡solo los labios inocentes pronuncia con dulzura el nombre de su Dios! Este nombre es el terror de los que se reconocen criminales, y esta es la primer venganza   —78→   del cielo. Apénas empezaba á levantar el corazon, cuando una idea espantosa me aterra y avergüenza. ¿Cómo te atreves (me dije), tú que estás tan culpado, á implorar la bondad eterna por el alma de un justo? ¿Quiéres añadir la insolencia al delito, y el insulto á la culpa? ¿Tú puedes atreverte á hablar con el Dios que tanto has irritado? ¿puedes dudar de su justicia, y que no haya recibido en su seno al jóven virtuoso que hicíste víctima de tu necia ambicion? ¡Miserable, pide por tí mismo! ¡invoca su clemencia! Esta reflexion mas pronta que un relámpago me derriva por tierra: me tendí por el suelo tan abatido que ni aun sentia la voracidad de mis remordimientos: y solo me sentia abrumado con el peso de un delito, que ya no es posible reparar.

Aqui esta sepultado (me decia) el hijo de mi amigo, que me llamaba tambien padre. Esta tierra le cubre, y yo soy quien le quitó la vida. No solo soy reo de la muerte del mejor de los hombres, sino el autor de la desgracia de la mas digna de las familias. ¡Ah! esclamaba yo en el delirio de mi dolor, ¡si siquiera me hubiera perdonado ántes de morir! ¡si fuera posible que me escuchase todavía! ¡Dios del universo! ¡si pudiera con alguna seña hacerme conocer que ya no está irritado contra mí! Yo hubiera querido que la naturaleza interrumpiera el órden de su arreglado movimiento para sacarme de situacion tan horrorosa, y como si hubiera podido oirme, le gritaba: hijo de Baptista, responde al padre de Rufina, y dile que le perdonas.

Tan loco estaba, que despues de pronunciar estas palabras aplicaba el oido, como si esperara una respuesta, y la deseaba tanto, que hubiera oido sin terror una voz subterránea y sepulcral. Los corazones frios, las almas indiferentes podrán reirse de mis vanos deseos y mis ridículas esperanzas; pero los que saben sentir me tendrán lástima; porque no ignoran que las conciencias culpables y agitadas no son capaces de razon. El remordimiento no solo destroza el corazon, sino trastorna el juicio. ¿Y qué delincuente no quisiera á todo precio recobrar otra vez la inocencia?

Ya empezaba la aurora á despuntar, y yo estaba todavía tendido al lado de la fosa escucho pasos, alzo la cabeza, y veo el bulto de un hombre que venia hacia mí: quiero levantarme para ponerme en fuga; pero escucho sus lamentos, y me suspendo. Por el son de su voz conozco que es Baptista. ¡Dios santo! ¿adónde huir? ¿dónde esconderme? ¿qué delincuente puede soportar la severa mirada del hombre justo? Me levanto con precipitacion, Baptista se sobresalta, quiero huir, pero él me   —79→   reconoce, y me llama con bondad, dándome un nombre de que no era digno. Amigo, me dice y esta voz me detiene; pero no sabia qué hacer, y sin saber lo que hago voy á echarme á sus pies. Aquí tienes, le digo, al que te fué traidor, y asesino de tu hijo: vengate. No, me responde: yo no quiero vengarme: demasiado me venga tu dolor: pero ¡infeliz! considera que tambien perece tu hija miserable.

Estas palabras pronunciadas con el acento de la inquietud introdujéron un puñal nuevo en mi ya destrozado corazon. Yo no podia responderle: pero él me toma la mano, me levanta sin decirme nada, se pone de rodillas, y teniéndome siempre asido me dice: roguemos á Dios por el difunto. Empieza entónces una oracion afectuosa pero tranquila y resignada. Las espresiones salian de sus labios como de un sosegado manantial, sale un arroyo dulce y apacible, y es que nacian de un corazon tan inocente como puro: yo apartaba los ojos: aquel espectáculo me infundia terror, porque me hallaba indigno de asociarme con él, y de unir mis labios delincuentes con el candor y la pureza de los suyos. Acaba, y volviéndose á mí me añade: tu hija tiene necesidad de tu presencia. ¡De mi presencia, le respondí, cuando yo soy la causa de sus males! No, no: yo no quiero ir á irritar las heridas de su corazon: yo voy á huir de esta tierra: yo la huyo para siempre: yo me voy á morir en medio de las rocas, y léjos de los hombres que deben mirarme con horror.

Baptista conoció por estas y otras palabras que me dictó el despecho, que mis pesares habian turbado mi razon, y tomándome la mano, me dijo: Si es verdad que el remordimiento te devora, y que estás sinceramente arrepentido, todavía puedes ser digno de ser mi amigo, y despues con la autoridad de la virtud, con el derecho que le daban los males que yo le habia hecho, y el deseo de conservarme su amistad, me ordenó que le siguiera. Yo no pude resistirle, y le seguí; pero apénas me viéron Rufina y la madre de Albano, cuando en su primer movimiento huyéron despavoridas, por el horror que les inspiró mi presencia. A pocos pasos Rufina vuelve en sí, se detiene, y viene á arrojarse entre mis brazos. Qué (le dije yo) hija querida, ¿tú puedes amar todavía á tu tirano padre? Vos sois mi padre, me responde ella, y yo lo debo. Esta respuesta vuelve á despedazarme el corazon.

Un diluvio de lágrimas me sale de los ojos. Yo lo merezco, esclamé con un gemido doloroso: yo lo merezco. Nadie puede ya verme sino con horror. Rufina me quiso consolar, y me   —80→   decia: No padre: yo os amo, y os amaré toda mi vida; pero yo volvía á repetirla: No, no es posible que nadie pueda amarme. Entónces Baptista, mirándome con entereza, me dice: ¿Piensas pues que yo sea capaz de engañarte? Si yo te aborreciera, no te hiciera venir á mi casa. Este baldon me humilló, pero no pude replicar. Mi muger, sabiendo que estaba allí, me vino á ver, y los dos nos quedámos en su casa. Ya no haciamos mas que una familia. Pero ¡ay! ¿cómo podía yo perdonarme á mí mismo? Sobre todo cuando veia que la puerta del infortunio estaba abierta por mi mano, y que iban á entrar en tropel las desgracias.

Desde la muerte de Albano Rufina no encontraba reposo. La noche y el dia eran testigos de sus gemidos; pero los únicos testigos, porque no venia á afligirnos con su dolor, sino se escondia en los lugares solitarios, en especial en aquellos en que estuvo con Albano. Muchas veces pasaba horas enteras, ya á los pies de una peña, ya junto á la cabaña en un abatimiento oscuro y silencioso, y de repente se la veia levantar despechada, y ensordecer el aire con sus gritos; pero donde iba á llorar con mas frecuencia era al cementerio. Todos los días iba dos ó tres veces y todas las noches llevaba las flores que podia recoger, y las ponia sobre su fosa. Allí se abandonaba á todos los escesos que le sugería su pesar. Por otra parte el insomnio contínuo, el poco alimento y el incesante llanto la habían enflaquecido, y parecia alterada su salud. Esta figura tan hermosa otras veces, ya estaba pálida, deslustrada y con una nube de tristeza que la había apagado el fuego de sus ojos.

Nosotros contristados de su desdichada situacion, olvidamos nuestras penas para no pensar mas que en las suyas. Queriamos consolarla, pero nuestros consuelos indiscretos no hacian mas que esasperar sus despechos. Solo cuando hablábamos de Albano, cuando llorábamos su pérdida, entónces nos venia á abrazar. Se consolaba con nuestro llanto, y nos decia: sí, vos le amabais: jamas, jamas esta hija desgraciada me hizo sentir ni de mil leguas que yo era la causa de aquel daño. Su respeto para mí no tenia límites, y no le faltaba virtud alguna. Señor, era un ángel. Poco á poco nos empezamos á apercibir, que su espíritu se desordenaba, y yo temí que habiendo amado como nadie ama, su cabeza no se afectase con la misma medida. Mi temor no fué vano. Cada dia se iba aumentando este desórden. Ya decia palabras sin sentido, y alguna vez sus acciones no eran regulares.

Don Teodoro llegó á saber el mal efecto que habia producido   —81→   su inocente consejo: estaba tan afligido como nosotros, y dejó su retiro para ver si podia calmar á Rufina con los consejos de la religion. Una tarde que ella habia ido al cementerio á pagar á su amante el tributo ordinario de sus lágrimas, el venerable varon fué á sorprenderla y la encontró prosternada sobre la fosa. Esta triste postura le enternece: se acerca á ella con la atencion delicada y respetuosa que merecen los infelices, se sienta en una piedra cerca de ella, y despues de haberla considerado algun tiempo, con ojos enternecidos, la saca de su letargo diciéndola: ¡Hija mia! ¿cuando daras fin á tanta pena? ¿No ves que tanto dolor es inútil? ¿No es preciso que se cumplan los decretos del cielo? ¿Puede tu llanto revocar los destinos? Considera que te consumes, y añades afliccion á tu familia demasiado afligida. Resignate á lo que Dios dispone, tú agravas los males de todos. Pide socorro al cielo, su ausilio con tu esfuerzo te podrán serenar.

La razon no alcanza á consolar los infelices. El corazon de Rufina se ensordeció á los cuerdos consejos del anciano, y solo le dijo: ya se murió, ya se murió. Don Teodoro suspira, y quiere otra vez aconsejarla; pero ella le interrumpe, diciendo: yo no vivia mas que para él: nosotros para existir necesitábamos uno de otro; ¡y vos me hablais de serenarme, de olvidarme! ¿y cómo lo pudiera? El cielo mismo no lo exige de mí, pues no me da la fuerza: el cielo le habia hecho mi hermano, mi amante, el esposo de mi corazón, y ahora ¿dónde está? Ya no vive: esta tierra se le ha tragado, y me le esconde. Esta fosa está destruyéndo la mas digna de las criaturas, á la imágen de Dios sobre la tierra. ¿Y pretenden que yo la olvide? No le olvidaré jamás. Yo iré puesto á encontrarle; pero quiero que me sepulten en esta misma fosa.

Viendo Don Teodoro que se inflamaba, quiere distraerla, y le responde: es verdad que su cuerpo reposa: pero Albano no ha muerto. Su alma virtuosa ha volado hasta el cielo, y Dios le ha recibido en su seno paterno. Ahora está gozando de la gloria que Dios da á la virtud, á la resignacion y la paciencia. Rufina olvida las cosas terrestres y perecederas, levanta el corazon y los ojos á la mansion divina. Allí está el esposo de tu corazón: allí le encontrarás sin poderle perder: la inmortalidad coronará vuestras virtudes y vuestros amores. Somete ahora á los decretos del Eterno, y en el momento que te tiene señalado te recibirá en sus brazos el ya feliz amante que te espera. Este será el primer dia de vuestro eterno casamiento. ¡O dia venturoso! ¡dia feliz para el que se resigna! ¡pero terrible para el que se rebela!   —82→  

Rufina le escuchaba con los ojos fijos, y como si su dolor se suspendiera, la parecia oir un cántico sagrado, y poniéndose rodillas le dice: ¡ó Padre! vuestra voz penetra hasta mi corazon, y me le inunda en un torrente de consuelos: ¿yo volveré á ver á Albano? ¿Yo le volveré á ver? Bendito sea mil veces ese Dios de bondad. Pedidle pues que me lleve cuanto ántes. El anciano vuelve á suspirar, oyendo este deseo tan funesto, y viendo que no le era posible hacerla amar la vida, se contentó con dirigir su espíritu á la felicidad eterna. Le pareció que sus órganos estaban ya débiles, su cerebro perturbado por su larga abstinencia y contínuas vigilias, y no duda que ya tenia la muerte en el seno; pero la exhorta á las virtudes y conocimiento de su situacion, con la esperanza de ver á Albano, y unirse con él en la mansion de las almas virtuosas.

Estos discursos encendiéron su imaginacion. Ya no deseaba mas que verse entre ellas. Algunas veces parecia estática, y se divisaba en su semblante, por entre las nubes del dolor, un rayo de alegría celeste: pero á pesar de este consuelo, su demencia se aumentaba, y la fiebre la consumia. Algunas veces decia consolada: No está aquí, no está aquí: pero yo sé donde le encontraré: y otras la volvian algunos intervalos de razon; pero estos momentos eran terribles: porque conocia su desgracia, y aumentaba nuestras angustias. El buen Don Teodoro nos dijo al volver del cementerio, anegado en su llanto, no hay remedio. ¡Familia desgraciada! otra desventura os aguarda. La pobre Rufina no puede vivir mucho. Nosotros lo veiamos. En vano trabajamos por detenerla entre nosotros; pues cada día se nos escapa como una sombra que huye, como una flor que se marchita.

Cuanto mas se acercaba al sepulcro, mas su corazon se consolaba. Padre, me decia, ¡qué larga que es la vida! pero ella se acabará. Yo le veré, y entónces será mi esposo. Un dia la ví salir con movimiento tan acelerado, que me hizo sospechar algun designo. La sigo desde léjos, y veo que va á correr todos los sitios en que acostumbraba verse con Albano. Tambien va á la cabaña, que estaba ya desordenada, y le dice: pobre cabaña, tú pasarás como nosotros. Luego entra, la visita, y habiendo hallado algunas simientes de frutales, que Albano tenia preparadas, las saca, las planta en el campo, y las dice: creced, simientes útiles, creced, prosperad, que el cielo os bendiga: quizas algun pasagero descaminado comerá de vuestros frutos, y bendecirá la mano que os plantó: y habiendo concluido estos tristes oficios, echó una ojeada   —83→   amorosa por todo aquel espacio, diciendo: á Dios, á Dios, dulces lugares, testigos de mis dichas: á Dios, amados árboles que nos disteis vuestra apacible sombra, guardad vuestros abrigos para corazones mas felices: yo no volveré á gozar de vuestra compañia: el que me la hacia tan amable ya no existe, y yo misma no existiré muy presto.

Despues se puso á recoger yerbas y flores por el campo, las lleva al cementerio, y las derrama sobre la fosa, mojandolas primero con su llanto. En seguida veo, que puesta de rodillas empieza á cantar una cancion fúnebre, como si fuera un himno en honor de los muertos: su voz lánguida y desfallecida me indicó que no podia mas. Entónces me acerco, y la digo: Rufina, ¿no quiéres venir conmigo á ver tu familia? ya ves que el sol se esconde detras de las montañas, y los pájaros entre las ramas de los árboles: ven conmigo, hija mía. No, me responde: yo quiero morir aquí. Ya siento, padre mio, que se acerca el instante en que voy á volar al cielo para desposarme con Albano. -Pero hija mia, ¿no quiéres ver ántes á tus padres? -Si: vamos á despedirnos de ellos; y tomándome la mano, se deja conducir: pero ya la devoraba una fiebre violenta: ya un color inflamado cubria sus descarnadas mejillas. Yo la pongo la mano sobre el pecho, y la siento batir el corazon con golpes redoblados. La hacemos poner en el lecho, pasa una noche terrible, y al otro dia no se podia levantar. Sintiéndose postrada nos pide que la abracemos. No lloreis, nos decia: en breve ya seré dichosa. Yo no deseo sino que me pongais al lado de mi esposo, y que vengais á cantar en nuestra fosa los cánticos sagrados. Pero despues deja caer su cabeza pendiente, levanta los ojos al cielo, los vuelve á bajar sobre nosotros, y los cierra. El infame padre ya no tenia hija, y su alma angelical ya estaba en el cielo con su esposo.

A la fuerza de golpe tan terrible, yo me sentia fuera de mí, y caí desmayado. El infeliz Baptista murió poco despues, y yo solo miserable, fatigado de una vida que los remordimientos emponzoñan, yo vivo todavía á mi pesar. La justicia del cielo me castiga dejándome la vida; pero espero salir bien presto de un mundo tan odioso. El cielo tendrá piedad de mi arrepentimiento. La vista de mi delito, y el fruto de mi ambicion me hacen sufrir los suplicios mas atroces: yo vago sobre la tierra, sin pegarme á nada. Veo los lugares de mi felicidad pasada; pero todos me afligen, todos me parecen terribles, y espantosos.

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Ya, señor forastero, he satisfecho vuestra curiosidad, y las lágrimas con que me habeis oido, mostrándome vuestro corazon sensible, me han dado valor para poderla terminar: pero pues ya veis desde aquí la posada, ya podeis ir seguro. Permitidme que yo me vuelva al cementerio á besar la triste losa fria, y regar con mi llanto aquella triste tierra. Mauricio queria detenerle, pero no le fué posible. Le pidió que á lo ménos le dijera su nombre, pero él le respondió: el nombre de un bárbaro como yo he sido, debiera borrarse de la memoria de los hombres. No, señor, aprovechad de sus desgracias; pero no sepais jamas un nombre tan infame; y con esto parte. Mauricio llega á la posada, y encuentra el coche con Fabricio; pero siendo menester mucho tiempo para componer la rueda, le aprovechó para escribir esta historia, que remitió á su padre, y yo saqué la copia de su manuscrito.





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