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Odiseo

Agustí Bartra



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A Antoni Ribera



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-¡Cíclope! Preguntas cuál es mi nombre ilustre, y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llama mi madre, mi padre y mis compañeros todos.


Odisea                


O eres todo el mundo o no eres nadie.


MARAGALL: El conde Arnau                




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ArribaAbajoPrefacio

Durante años, la Odisea fue para mí un poema no necesario. Lo leí en mi adolescencia, porque tenía que conocer a Homero, pero no volví a él hasta más adelante en la vida. Mientras tanto, Homero me infundía una especie de respeto distante y macizo, me era ajeno. Cuando me acerqué de nuevo a él, en México, el poema homérico no se me impuso como un rapto fulgurante, sino que se me entregó de una manera tan sencilla y profunda a la vez, tan sin sorpresa, que fue como si volviese a hallar algo que había tenido sin saberlo. En una palabra, advertí que había vivido siempre en la luz de Homero y, también, que Ulises había dejado de ser para mí algo así como un aventurero entre una guerra y un retorno que él mismo, Ulises, parecía complacerse en demorar. El héroe de Homero, tan fértil en tretas, me ganó, me impuso su inmortal vigencia, cuando comprendí que mi vida, como a él su destino, me había convertido en un esclavo del regreso. Entonces su figura se me agigantó interiormente, se me volvió luminosamente accesible.

En Ulises, el hado, la lucha contra hombres, monstruos y elementos, sus propias pasiones, su azaroso periplo, no son más que hitos que marcan una espera en la cual, a fin de cuentas, no se adormiló. Él sabía -y nunca ha estado sólo en eso- que no desistir del retorno era crearlo. Volver a Itaca, sí, pero a condición de que los pretendientes pudieran ser arrojados de la invadida heredad. Era necesario, pues, adquirir una fuerza e iluminar un nombre, llegar a la integración total de su pujanza. Pero si el mito de Ulises ha prolongado hasta nuestros días su trascendente humanidad, no se debe   —8→   al hecho de que se trate en él de un héroe esforzado, sino de un hombre que supo ser a la vez acción y testimonio. Si en él no hay división trágica es porque sabe que los dioses y su destino están de acuerdo. Con esta seguridad en su ánimo, podrá maravillarse a menudo, pero nunca será sorprendido, y aceptará las resistencias como un medio para acrecentar su medida.

Oyéndolo narrar -y nunca se detuvo en ninguna parte sin que, en la primera coyuntura, no supiese hacerse escuchar-, advertimos que Ulises fue un gran testigo de sí mismo, y de los demás, si eran merecedores de ello. Y por cuanto el espectador profundo que siempre viajó con él no podía ser engañado, imponíase que la acción fuese maravillosa. Su leyenda lo precedía; pero cuando él llegaba, todos sentían que se convertía en verdad, sin amenguar. Por eso hay una cosa que nos parece imposible en él: que no fuera realmente lo que decía que era. Esta absoluta autenticidad -y no Atenea- fue lo que nos lo salvó y lo que nos lo hace sentir eterno como su -y nuestro- mar.

Las narraciones, poemas y piezas de teatro que componen este libro han sido tratados con una libertad que resultaría excesiva si me hubiese guiado una intención de paráfrasis, glosa o adaptación. Pero no es tal el caso. Por raro que pueda parecer, este libro ha sido escrito casi sin pensar en Homero. A mi limitada mesura, quería, antes que nada, contarme de una manera diferente algunas figuras y temas de la obra inmortal que me atraían más que otros. Pero pronto advertí, sorprendido, que lo único que realmente podía hacer era dar patria en mí a unas posesiones y presencias que, unas tras otras, se me imponían inevitablemente. Así, lo que yo había creído circunscrito a un puro ejercicio -y oficio- de fantasía se me volvía espiritualmente vital.

No pensaba en Homero, he dicho, pero Homero estaba ahí. Y esta función de estar ahí en mí se me evidenciaba más en la viva conciencia de que no lo podía traicionar, que en la sugestión de sus figuras divinamente creadas, en su hacer mediterráneo, en la doma de su poesía torrencial. No se trataba de domeñarlo -¡quién podría hacerlo!-, sino crear otras certidumbres. En una palabra, el mito homérico me interesaba en tanto que despertaba en mí vivencias que, inefablemente, se construían su peculiar visión y expresión. Por   —9→   otra parte, si el símbolo de Ulises, el gran errante, tenía para mí una validez tan allegada, era porque el identificarme humanamente con él representaba una esencialidad dramática que me confirmaba. Y hasta había paralelismos estremecedores. Sólo mencionaré uno: los diez años de errabundeo de Ulises, terminada su guerra, coincidían, casi día por día, con mis diez años de exilio.

Más de una vez, en el transcurso del tiempo empleado en la redacción de este libro, me he preguntado si valía la pena dar una nueva versión de Ulises, por personal, por mía que fuese. Pero más allá de las dudas que me asaltaban, había en mí una certeza que no se rendía y unos estímulos que no se secaban. Yo sabía que la obra se me había hecho inevitable, y que lo que la haría perdonar, o amar, era, alta o baja, mi dimensión mediterránea, aquella parte de la gran herencia antigua que me había tocado en suerte compartir por ser yo quien era, por haber nacido, vivido y luchado en la tierra que es mi patria. De esta herencia, lo que me interesaba más era trasladar a un plano comunicativo mis sorpresas maravilladas, es decir, ir contando todo aquello que yo no sabía que supiese. Dicho esto se comprenderá, pues, que la sombra de Homero, en mi libertad, me había sido muy ligera...





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ArribaAbajo- I -

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ArribaAbajoEl arado blanco

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Telémaco subió al elevado aposento que para él se había construido dentro del hermoso patio, en un lugar visible por todas partes, y se fue derecho a la cama, meditando en su ánimo muchas cosas. Acompañábale, con teas encendidas en la mano, Euriclea, hija de Ops Pisenórida...



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I

Desde la llanura, el rumor nocturno del mar se oía como un ahogado sollozo inmemorial. Con el vuelo brusco y silencioso de las falenas llegaba el fresco olor de la hierba nueva y, a ras de suelo, se extendía un tibio vaho de bestias dormidas. Alguien andaba, con paso sigiloso y vacilante, siguiendo caminos de azar. La luna no había salido aún: la luz de las estrellas azulaba la noche, pero abajo, en la tierra, sólo proyectaba sombra aquello que se levantaba inclinado o se arqueaba: vuelos tenues alrededor de los árboles de corteza tierna, sillares compactos junto a los vallados y, en el horizonte, una inmensidad presentida. Aquí y allá, entre zonas de silencio, se oía un zumbido intermitente, una monótona y vasta fermentación que se extendía entre los retamares y los zarzales, penetraba en los bosques despiertos y caía sobre las estrellitas de oro de los musgos. Los árboles solitarios ya tenían el gesto de la primavera. Alguien andaba, casi sin ruido, más ajeno que hostil a la noche, que languidecía con el oído en el suelo, escuchando, sin saber que lo que oía era la canción de agua que brotaba de su garganta...

-¡Cállate, Argos!

Al acercarse los pasos, el perro gruñó, sin dejar su yacija, y la vieja Euriclea, que había estado esperando sentada en el tosco banco de piedra arrimado cerca de la puerta del cobertizo, se levantó y tomó del suelo, por el gancho, la linterna encendida.

-¡Cállate, Argos! -repitió la voz de Telémaco.

Sus pasos, ni apresurados ni ronceros, se oían cada vez más   —16→   cercanos. Argos cesó de gruñir. Cuando la sombra de Telémaco apareció junto al ángulo que formaban los dos muros de la fachada posterior del casal, frente a la puerta del cobertizo, a una distancia de diez varales de carro, Euriclea levantó rápidamente la linterna, que lanzó un gran disco de luz roja sobre las losas desiguales, y, empujando con la mano izquierda, abrió la puerta, y entró tras él.

La vieja sirvienta se dirigió al rincón del fondo y, poniéndose de puntillas, dejó la linterna en la hornacina ennegrecida por el humo. Luego volvió hacia la puerta, pero no salió: como todas las noches, esperó que Telémaco la despidiese con un gesto o una palabra. Sin embargo, Telémaco permaneció inmóvil, de pie frente a la ventana.

Euriclea lo contemplaba, pensando, una vez más, que tanto por la forma del cuerpo como por los rasgos de su cara, el parecido de Telémaco con Ulises, su padre, era evidente. El joven tenía también de su padre la luz profunda de sus ojos y los dos surcos que bajaban de la nariz a las comisuras de la boca. Ahora Telémaco tenía la misma edad de Ulises cuando éste partió, dejándolo todo, y desde entonces las tierras y los animales y la riqueza toda de la heredad habían menguado mucho. Y por si esto fuera poco, se había metido en la casa mucha gente dada al jolgorio, a buscar lo que no era suyo y a cortejar a Penélope, con el propósito de casarse con ella. El más fanfarrón era Eurímaco, que tenía por manceba a Melanto, una de las hijas de Dolio...

-¿Cómo se llamaba el hombre que vino a buscar a mi padre? -preguntó Telémaco, sin moverse de su sitio.

-Palamedes.

-Cuéntame.

-Pues...

-Eres la única que lo vio. Vuelve a contarlo, si no estás cansada esta noche.

-No.

-No, ¿qué?

Euriclea tardó unos momentos en contestar:

-Sólo tengo la edad de tu padre y la tuya, juntas, y quince siembras más.

-Cuenta, Euriclea.

-Pues...

Y Euriclea empezó la historia tantas veces repetida durante   —17→   aquellos años. Telémaco se volvió hacia la fiel sirvienta, con los brazos cruzados, y miró la boca de labios finos ligeramente sumidos que se movían como si murmurasen una oración. La voz, como siempre, bajaba de tono a medida que adelantaba la evocación, como si las palabras, despojándose de todo sentido, valiesen sólo por su acento de hechizo, en el cual Ulises vivía inefablemente la última jornada que pasó en el casal, veinte años atrás. Primero se trataba de Palamedes, venido de lejos sin anunciarse, y de su espera desde antes del alba en el campo a medio labrar, y después de cómo Ulises, que lo había reconocido al punto, pasaba por su lado fingiendo no verlo, como si Palamedes fuera un árbol o un espantajo que siempre hubiese estado en aquel lugar. Y Palamedes no decía nada: se esparrancaba sobre el caballón endurecido, delante del arado, esperando que Ulises volviera. Y Ulises volvía, al poco rato, y se ponía a sembrar sal en los surcos abiertos el día antes, cantando una canción de remeros y balanceando el cuerpo como si debajo de sus pies en lugar de tierra tuviese el maderamen de una embarcación. Y después, vacío de sal el zurrón, se ponía a bailar alrededor de un montón de estiércol y, finalmente, tejía con ramas de almendro florido dos coronas, que colgaba en los cuernos de los dos bueyes...

-¿Es verdad que Palamedes me puso en el suelo, y que mi padre, al llegar cerca de mí, desvió el arado? -preguntó Telémaco.

-Eso lo ha inventado la gente; no hubo tal cosa -contestó Euriclea, levantando la mirada de sus ojos oscuros-. Yo estaba sentada, sosteniéndote en mi regazo, a la sombra del gran roble, el árbol de Laertes, como lo llaman ahora, y lo veía y oía todo; pero ni tu padre ni Palamedes sabían que estábamos allí.

Después de unos momentos de silencio, la vieja sirvienta, bajando de nuevo la voz, reanudó la narración con la misma monótona cantinela... Y Ulises uncía los bueyes al arado y abría un surco, y cuando estaba a la mitad del segundo se detenía junto a Palamedes, quien le decía: «Ahora puedes ir a buscar las armas y venirte conmigo», mientras desprendía las coronas que los bueyes llevaban en los cuernos. Y Ulises soltaba la esteva, se ponía delante de Palamedes y soltaba una carcajada; y Palamedes, echándose a reír también, tomaba   —18→   de pronto por el brazo a su amigo, y los dos echaban a andar hacia el atajo que llevaba al casal, mientras Euriclea, que se había puesto de pie, señalaba con el dedo a Telémaco los dos hombres que se alejaban...

-¿Se fue aquel mismo día? -preguntó Telémaco.

-Al día siguiente.

-¡Quién sabe si volverá algún día!

-Nunca hemos dejado de esperarlo.

-Esta mañana he visto a Haliterses. Dice que mi padre regresará pronto.

-¿Por qué lo cree?

-Habla de unas águilas...

-Desde que tu padre se fue, no ha cesado de anunciar su regreso.

-Y tú, ¿qué crees?

Euriclea levantó su mirada y la fijó en el rostro de Telémaco. Lentamente, dijo:

-Las mujeres saben esperar sin necesidad de creer...

-Yo quisiera saber.

-Es tarde. ¿Deseas algo más?

-No, Euriclea. Buenas noches.

-Buenas noches, Telémaco -dijo Euriclea, abriendo la puerta y saliendo sin hacer ruido.

Al quedar solo, Telémaco apagó la linterna, pero en lugar de acostarse abrió la ventana de par en par y se acodó sobre el antepecho. Miró los astros: era más de medianoche. Estaba cansado -aquella tarde había atravesado, nadando, el Puerto del Barranco, con Noémone, y después había vagado unas horas por el bosque-, pero sabía que si se acostaba no dormiría. Pensaba en su padre. ¿Vivía o había muerto? Si algún día regresaba, ¿qué rigores les impondría, a él y a todos los que lo habían estado esperando? A él, el hijo, siempre lo habían medido otorgándole una especie de crédito fabuloso que un día tendría que pagar, o lo habían mirado -los peores- con cierto desprecio medio compasivo, medio burlón... No dormiría: el silencio de la tierra era el silencio de los astros, en aquella hora: la primavera se volvía perfume encima de las sombras tendidas. Pensaba en su padre, a quien no había conocido. Con el tiempo, su ausencia se convirtió en una terrible desmesura, porque, por un lado, había existido la tácita confabulación de conservar intacta la imagen,   —19→   como si entre todos se hubiese concertado el rito secreto de su culto, y, por otro, el eco de su destino estrenuo lo había elevado a una presencia misteriosa, gigantesca y solitaria, a la cual él, y todos, se sentían vinculados, pero que lo excedía; percibían su luminosa exigencia profunda y viviente, mas no podían aproximarse a ella porque les era imposible desarraigarse y, como los árboles, se hundían más en la tierra para poder, creciendo, hacer más ancho el ruedo de su inmóvil espera. En los primeros años de la ausencia de Ulises, pareció como si todo se hubiese detenido en una modorra expectante, no exenta de alegría. Después de la escasez, todo sería colmado. La infancia de Telémaco transcurrió bajo el signo de una incertidumbre que podía terminar al día siguiente. Se avizoraba alcanzable el futuro. En el aposento de su madre, durante mucho tiempo se conservó, colgado de un clavo, el vestido que su padre se quitó al marcharse; abajo, en el rincón del cántaro, había quedado el viejo bastón con la anilla de cuero que lo hacía más manejable; el arado, en medio del campo, nunca pareció abandonado allí; y en la mesa del comedor podía verse, junto al lugar donde se ponía el plato de su padre, la figura de un pájaro que un día Ulises grabó distraídamente con la punta de su cuchillo. Una noche, cenando a solas con su madre -tendría él a la sazón unos diez u once años- advirtió que la figura del pájaro había desaparecido completamente de la madera, borrada por el uso y el tiempo, y, presa de una gran tristeza extraña, como si le hubiesen robado un tesoro que ignoró siempre poseer hasta el momento de perderlo, levantó la mirada hacia su madre y se encontró con la de ella. Pero Telémaco advirtió que su madre miraba sin ver, con ojos ausentes y sumidos en un rostro que no había sonreído, un rostro nuevo para él, desnudo y liso como la madera de la mesa sin la figura del pájaro. Momentos después ella se levantó en silencio, tomó uno de los candiles que había alineados en la repisa del hogar y lo encendió. Pero en lugar de subir a su aposento, como de costumbre, abrió la puerta de la casa y salió...

Una ráfaga llenó de cálido olor la estancia de Telémaco. La noche había adquirido un tono azul: el silencio de la tierra ya no era el silencio de los astros. En el establo del casal de Laertes mugió un buey. Telémaco abrió la puerta y permaneció unos momentos de pie en el umbral, respirando el aire de   —20→   primavera... Oyó el canto de un gallo, allá lejos. Echó a andar, preguntándose si contestaría algún otro gallo. Ninguno contestó. El buey mugió otra vez.

Telémaco andaba a la ventura de sus pasos, oliendo los efluvios de la noche, los dulces y errantes olores nocturnos que lo llenaban de una vaga sorpresa nostálgica. De pronto, el mismo gallo dejó oír de nuevo su toque estridente de diminuto clarín, que pareció sonar detrás de las montañas. La fragancia descendía de las alturas, de una luz invisible que, al bajar, se convertía en hálito aromado. Telémaco seguía andando. Más allá del olivar, al borde del camino que unía a los dos casales, el perfume se hizo más vasto y disperso -de pétalo reciente, de hierba mojada, de troncos que se habían vuelto súbitamente tiernos- y, también, más efímero, de una evanescencia pesada que se acolchaba en las sombras, hasta que, en la llanura, se producía una ternura total, un vaho tibio, que ascendía de la tierra núbil donde la primavera se afirmaba, había acabado su espera. El gallo volvió a cantar. Y Telémaco, aguijoneado por un doloroso anhelo, echó a correr a través de los campos.

Se detuvo en medio de unos carrascales, para tomar aliento, y cuando iba a reanudar la marcha descubrió a Laertes y se aproximó a él sin hacer ruido. Telémaco conocía su costumbre de acostarse al aire libre en cuanto llegaba el buen tiempo, sobre una yacija que cada noche aprestaba en un lugar distinto. Su abuelo dormía sobre la hojarasca, en un claro entre los matorrales. Desde el cuello hasta las rodillas lo cubría una vieja cobija y no se había quitado las grebas ni su gorro de piel cabruna que, ladeado, le tapaba una oreja. Telémaco se inclinó para contemplar el rostro de Laertes, cuyas facciones el sueño había desfigurado. Perduraba la impresión de máscara de barro que siempre le había causado aquel rostro. No obstante, algo que no podía discernir había cambiado, como si secretamente hubiese madurado para hacerse indescifrable. Allí estaban la frente, con su maciza turbulencia y su soledad agrietada por los surcos de las arrugas, labrada por el orgullo y la piedad de los días, arco sosteniendo la canción blanca de los cabellos; las cuencas de unos ojos invisibles donde la paz de las distancias se había adormecido, donde desfilaban las bestias y los vientos llegaban con augurios de simientes; la nariz aquilina del linaje,   —21→   entre los dos pómulos salientes, y, debajo, pesada y sumida como un pájaro muerto... ¡la boca! Sí, ahora comprendía. La larga espera, que en su madre se había helado en los ojos como una melancolía esquiva y anhelante, sellaba los labios de Laertes... Huyó.

Corría con pies ligeros, y con él corría su angustia. El gallo cantó. Telémaco corría, y a su lado corrían los árboles y las sombras de los árboles, y los olores de la tierra, y la luna que había salido del mar. Oyó cantar el gallo, más cerca esta vez, como si se hubiese posado en la cumbre de las montañas, y el canto aguijoneó el vértigo de su huida. Los árboles daban rápidas vueltas a su alrededor, en una sardana movida por el viento, y los astros giraban dentro de sus ojos, y los latidos de su corazón eran como una piedra negra que rodase por el talud de la noche... No sabía a dónde iba: no iba a ninguna parte: huía de soledades y esperas y de la punzante incertidumbre de su alma. No ignoraba que se agotaría en una carrera inútil, porque en su alma pesaba más aún el sueño que la fuerza, y su voluntad no estaba armada para la partida libertadora. El gallo volvió a cantar.

Sin resuello, a punto de desistir, Telémaco llegó al campo en que se encontraba el arado abandonado por su padre. Haciendo acopio de fuerzas, echó a correr y no se detuvo hasta llegar cerca del arado... Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas y, apoyándose en las manos, curvó su torso adelante... Cuando cantó el gallo, tocó la tierra con la frente.

Telémaco se levantó, jadeante aún, dio lentamente tres vueltas en torno al arado iluminado por la luz de la luna, se detuvo y lo empuñó por la esteva. Trató de levantarlo, pero el arado, que tenía el dental y la reja hincados en la tierra endurecida, no se movió. Porfió durante un rato, hasta que la tierra se agrietó, y entonces, tirando con furia, alzó el arado cuanto le permitió la longitud de su brazo. Y permaneció así hasta que el gallo cantó de nuevo...




II

Al salir el sol, Telémaco se dirigió al mar.

Después de vagar por los arenales de la playa, subió a lo alto del Cabo Rojo, lugar habitual de sus vagabundeos solitarios,   —22→   en el extremo sur de la Cala del Alción. En frente, al otro lado de la cala, se adentraba en el mar la punta de Rea, espolón rocoso de un promontorio cubierto de retamas y tamariscos.

Telémaco miró al mar, distraído, pensando en Haliterses y en lo que había dicho poco ha. Lo había visto, o mejor dicho, entrevisto, cerca de un olivo. El viejo Haliterses debió haber estado esperando su llegada, pero al verlo se había apresurado a esconderse detrás de un tronco.

-¡Hijo de Ulises! -había gritado.

-¿Qué quieres, Haliterses? ¿Por qué te escondes?

-¡Las águilas de oro! ¡Las águilas de oro!

-¿Qué dices?

-¡Vuelan, vuelan de día y de noche! ¡Las águilas de oro, hijo de Ulises! Ya han levantado el vuelo, desde las cumbres, las águilas augurales. Y vuelan de día y de noche, las grandes águilas. Y todo cuanto se arrastra en el barro y se desliza en la sombra y vive en los tibios retiros, tiembla y castañetea de dientes. ¿Estás ya dispuesto Telémaco? ¿No es bastante fuerte la rama de tu alma para que en ella se posen las águilas resplandecientes? ¿Qué esperas para dejar de ser hijo y convertirte en heredero? Has de crearte un regreso en el viento y en el mar... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Las águilas de oro vuelan, vuelan, a través de mi oscuridad...

La arrebatada vehemencia de Haliterses, a quien buscó en vano por el olivar, lo había impresionado esta vez. Las águilas de oro de la locura del anciano pajarero podían muy bien ser el símbolo de la partida. ¡Convertirse en el heredero! ¿No era eso más importante que el regreso de su padre? Lo que él anhelaba, después de todos aquellos años en que su alma se había inclinado ante la estatura mítica de su padre ausente, era llegar a dominar la resistencia de su debilidad y de su indecisión, a tener el valor de escogerse. La partida no lo atraía como un botín de aventura: en ella veía sólo el camino que le daría prestigio para la vuelta, porque la finalidad no era otra que la vuelta a un verdadero comienzo en el que su voluntad sería ley ganada. ¡Pero aún no había oído volar las águilas de oro!

Telémaco se levantó y empezó a desnudarse, de espaldas al mar. Miró al firmamento, en el cual se inclinaba ya el mediodía, y después, mientras bajaba por los peldaños de   —23→   roca, dirigió la vista hacia la cala, que era como una canasta azul donde había caído el pan del sol. Se detuvo al borde de las rocas, en un tibio y liso rellano de la solana. Dio media vuelta y, levantando la cabeza, aspiró con fuerza, mirando la gaviota. La roca despedía una vaharada caliente que se prendía a su piel. Se tocó el cuerpo: los hombros vigorosos de donde nacía la fuerza de los brazos, el pecho ancho, el ahusamiento suave de los flancos... En su cuerpo había silencio y paz. Blanca, la gaviota, y más azul el cielo. Comenzó a levantar los brazos, volvió a aspirar: el olor de la resina, ahora, y un ramalazo de polvillo salobre que se había levantado de las aguas que rompían allá abajo, en el roquedal umbrío; blanco polen fresco en la piel, sobre el olor de la resina; la gaviota entraba en el disco del sol, mientras él se dejaba caer de espaldas y su sombra saltaba...

Tocó con ambas manos el fondo arenoso, sin verlo, porque no había abierto los ojos. El agua se le enroscaba en la cintura como una cuerda fría. No abriría los ojos, ya que si lo hiciera la imagen de la gaviota se desvanecería súbitamente y ¡era tan bello seguir viéndola con los ojos interiores! Más bello que la realidad. La gaviota seguía encima de él, en un cielo que languidecía, con las alas plegadas, inmóvil y blanca... La voz de Ulises, extraña y lejana, resonó en sus oídos: «¿Buscas el arado, hijo? ¡Mira hacia arriba!». Eran las mismas palabras que le decía en un sueño que en los últimos tiempos había tenido a menudo. Telémaco, obedeciendo a su padre, levantaba la mirada y veía el arado blanco en la cumbre de una montaña sombría...

Advirtió instintivamente que estaba en la Punta de Rea. Tocó roca. Sosteniéndose con una mano en un saliente de roca, llenó sus pulmones de aire y, sin abrir los ojos, emprendió el regreso. Dentro de él, el arado blanco se deslizaba por vertientes oscuras, bajaba hacia el llano...

-¡Telémaco!

El arado avanzaba, lenta y rectamente, dejando tras sí un surco luminoso...

-¡Telémaco!

Hasta que llegaba al mar, el arado, y entraba en él y flotaba entre las olas, meciéndose con un ritmo de cuna, dejando en las tinieblas una estela azul y...

-¡Telémaco! ¡Eh, Telémaco!

  —24→  

Era la voz de Noémone. Telémaco, contrariado, abrió los ojos: el Cabo Rojo estaba sólo a unas brazadas, que, nadando, recorrió rápidamente. Al salir del agua, se volvió. Su amigo lo saludaba, con los brazos levantados, desde el borde del promontorio, al otro lado de la cala. Telémaco empezó a subir hacia el rellano de la cima, donde había dejado su ropa. La gaviota había desaparecido del cielo. Al llegar a lo alto, se volvió hacia su amigo y, en silencio, levantó los dos brazos. Noémone gritó, poniéndose las manos en la boca, a guisa de bocina:

-¿Voy?

-No.

-Quisiera hablar contigo.

-Hoy no.

-Tengo lista la embarcación...

-No ha llegado la hora, Noémone.

-La nave tiene dos velas...

-No insistas.

-Una, es blanca; la otra, púrpura.

-Cuando llegue la hora lo sabrás.

-¿Pronto?

-Quién sabe... ¡Salud, Noémone!

-¡Salud, Telémaco!

Telémaco se vistió prestamente y, tomando el camino que atravesaba un ralo pinar, salió a la costa cuyas alturas estaban bordeadas de tamariscos y adelfas. El terral, tan leve en aquella hora que apenas podía mover las hojas de las adelfas, traía un intenso olor a humo. Pero en el firmamento, despejado y azul, no se veía una sola humareda. El mar tenía color de espada. Telémaco andaba despacio. En él se había hecho la calma, una gran calma sin pensamientos. La tensión de su espíritu se había aflojado y se abandonaba sin resistencia a la dulzura del apaciguamiento que lo arrastraba como una ancha y lenta corriente. Sus sentidos tenían una agudeza de percepción que lo llenaba de goces vírgenes. Tocó un árbol: vivía. Cogió una piedra: tenía la misma forma que el broche que se prendió en el vestido de novia una de las hermanas de Noémone. Una urraca, al oír el ruido de sus pasos, levantó bruscamente el vuelo: llevaba en su pico un anillo de sol. Los dedos de oro de la luz deshilachaban la neblina que se arrastraba por los carrascales, en los que, medio oculto, se levantaba   —25→   el vetusto cobertizo agrietado donde su padre había guardado los aparejos de pesca y donde él, cuando era pequeño, iba a menudo a buscar refugio para su soledad y sus juegos.

Telémaco, desviándose del camino, se dirigió hacia el cobertizo. Flecos de neblina se cernían sobre el techo; se entrelazaban unos con otros, girando y en el último momento, antes de desvanecerse en el aire, cobraban la forma del viejo Haliterses señalando al mar con el brazo extendido...

Dentro del cobertizo, Telémaco fue a sentarse encima de un montón de redes abandonadas en un rincón. La luz, escasa, entraba por dos rendijas laterales. En medio de la puerta, colgada de un clavo, había una pequeña jaula de grillos de forma cuadrada y hecha con ramitas de boj; de la parte alta pendía un salabre. Telémaco se levantó y fue a descolgar la jaula que sus manos habían construido años atrás, cuando era todavía un niño. Advirtiendo que dentro de la jaula había algo, rompió uno de los frágiles listones y, sacudiéndola, lo echó sobre la palma de su mano: era el último grillo de su infancia, seco y vacío. Colgó de nuevo la jaula y se disponía ya a salir cuando, impulsado por una súbita idea, tomó el salabre por el mango y lo descolgó de un tirón: en la madera de la puerta había la huella negruzca de una mano, de la mano derecha de Ulises, que había quedado impresa en la madera el día que impuso en ella los dedos embadurnados de alquitrán, después de calafatear su barca. Telémaco recordaba claramente la primera vez que la había visto. Era uno de los recuerdos más antiguos de su infancia. Una mañana había entrado en el cobertizo, acompañado de Euriclea, y habíase quedado mirando la puerta, atraído por la huella negra, tan alta que no podía llegar a ella. Había llorado ante la puerta, cerrando y abriendo, anhelante, sus manos tendidas, y Euriclea, al advertirlo, lo había levantado agarrándolo por los sobacos y acompañó su mano chiquita hasta hacerle tocar la huella... Pero no fue sino hasta trece o catorce años más tarde cuando pudo, un día, poniéndose de puntillas, alcanzar sin ayuda la huella, y desde entonces había repetido con frecuencia la prueba, sin comprender exactamente por qué lo hacía, aunque se sentía extrañamente decepcionado al comprobar que su mano no era bastante ancha ni larga -y quizás   —26→   no lo sería nunca- para cubrir la huella de la mano de su padre.

Con el corazón latiéndole aceleradamente, Telémaco levantó ahora la mano. Hacía años que no había hecho la prueba y quién sabe lo que hoy dependía de ella... Miró su mano abierta, miró luego la huella, y bajó la cabeza. De pronto, con un movimiento rápido, puso la mano sobre la madera de la puerta...

Cuando más tarde, Telémaco llegaba a la vista del casal sonreía con la misma sonrisa que había iluminado su rostro poco ha, en el cobertizo, al levantar la cabeza...

¿Quién era aquél que tomaba el sol arrimado a la pared, cerca de la puerta del casal? Era Eurímaco, sin duda, el más porfiado de toda la plaga que les roía la hacienda. Telémaco se fue aproximando. Delante de Eurímaco, sentada en el suelo, cerca del pozo, Melanto, la hija de Dolio, se partía una trenza de cabellos largos y rubios, tarareando. Al advertir a Telémaco se calló.

-¡A ver cuándo acabas de peinarte, Melanto! -dijo Eurímaco a su amante.

Volviéndose hacia Eurímaco, Melanto abrió la boca para hablar, pero al ver que Telémaco se había detenido entre ella y él, volvió a cerrarla, encogiéndose de hombros.

-¿Te has vuelto muda, Melanto? -preguntó Eurímaco-. Y tú, ¿qué quieres? -añadió, dirigiéndose a Telémaco.

Éste, en vez de contestar, avanzó hasta quedar frente a Eurímaco. Los dos rostros casi se tocaban. Con la mano derecha, Telémaco agarró la muñeca izquierda de Eurímaco y, apretando con fuerza, se la puso contra la pared.

-¡Suéltame! ¿Estás loco? -dijo Eurímaco, tratando en vano de librarse de Telémaco.

Por toda respuesta, éste le sujetó la otra muñeca y, poco a poco, venciendo la resistencia que le oponía Eurímaco, lo obligó a abrir los brazos en cruz. Después, empujando hacia arriba, le puso los brazos en posición vertical, de manera que las dos manos quedaran a un lado y a otro de la gruesa anilla de hierro clavada en la pared que se usaba para atar las caballerías por la brida o el ronzal.

-¡Me haces daño! ¡Suéltame!

  —27→  

Telémaco introdujo una de las manos de Eurímaco dentro de la anilla.

-¡Ay! ¡Ay! ¡Suéltame! ¡Me lastimas!

Apretando cada vez con más fuerza, Telémaco metiole la otra mano dentro de la anilla. Luego, en voz lenta y sorda, dijo:

-Y ahora dirás a Melanto que vaya a buscar a Euriclea y le diga que quiero verla. Me encontrará en mi aposento.

Y se fue.

Euriclea entró silenciosamente. Desde la puerta preguntó:

-¿Me has hecho avisar?

-Sí. ¿Has estado alguna vez en casa de Noémone?

-Sé dónde vive.

-Pues ve y dile de mi parte... Una cosa, antes: ¿quién ha descolgado a Eurímaco? Ya no oigo sus gritos.

-Dolio y Eumeos.

-Está bien... Como te decía, ve a casa de Noémone y dile de mi parte que prepare para mañana la vela púrpura. ¿Me has entendido?

-Sí, Telémaco.

-Y que no se entere nadie más que él, ¿comprendes?

-Sí, Telémaco.

-No vuelvas sin haberlo visto.

-Sí, la vela púrpura para mañana... -murmuró Euriclea, fijando su mirada en el rostro de Telémaco un momento antes de volverse para abrir la puerta y salir.

Cuando unas horas más tarde, de noche ya, la vieja sirvienta regresó, Telémaco estaba de pie en el centro de la estancia, en el mismo lugar en que lo había dejado. Euriclea puso la linterna en la hornacina, abrió luego la ventana y salió sin decir una palabra, para volver a poco trayendo apoyada en la cadera una jarra de loza, baja y de cuello estrecho, y, doblada sobre el brazo, una delgada cobija de lana. Afuera, Argos ladraba plañideramente. Euriclea dejó la jarra en el suelo, extendió la cobija sobre la cama y fue a apagar la linterna.

Telémaco sintió la ligera mano de Euriclea posarse sobre su hombro. Tuvo la sensación de que la noche entraba en él. La serena alegría de su alma pareció unirse a la inmóvil dulzura   —28→   de la tierra y de la noche. Euriclea -pensó- era tan fiel y tan sin sueños como la misma tierra, y tenía la silenciosa ingravidez de la noche. Argos ladraba de vez en cuando. Por la ventana abierta entraba el olor tenue y melifluo de los primeros árboles floridos. La primavera había llegado, había dejado de soñar.

Las manos de Euriclea empezaron a desnudarlo. Su paz crecía, más allá de sus pensamientos, más allá de aquellas manos tibias y maternales. Nunca había oído ladrar a Argos tan tristemente, como si supiera... ¿Qué recordaría de aquella hora, al cabo de los años, cuando mirase atrás en los recuerdos? «Una calma azul entre los ladridos de Argos y el perfume de los almendros floridos», pensó, mirando al cielo. Rodeado de infinitas estrellas, el leve creciente parecía la reja del arado invisible de la inmensidad. Euriclea, arrodillada, se había puesto a ungirlo. Argos seguía ladrando...

Al acabar, Euriclea le echó encima la cobija y salió. Telémaco la vio pasar por delante de la ventana, encorvada y con la jarra en la cadera. Momentos después oyó que gritaba al perro:

-¡Cállate, Argos!





  —29→  

ArribaAbajoProteo

  —30→  

No olvidó el viejo sus dolorosos artificios: transfigurose sucesivamente en melenudo león, en dragón, en pantera y en corpulento jabalí; después se nos convirtió en agua líquida y hasta en árbol de excelsa copa.



  —31→  

Desde la roca, Ulises saltó sobre la espalda del viejo Proteo y, raudo, le pasó un brazo por debajo de la barbilla, mientras con el otro sujetaba los brazos del viejo al nivel de la cintura y lo levantaba en vilo.

Proteo se dejó estrechar sin resistir, pero a pesar de que el brazo de Ulises le atenazaba el cuello y le tenía levantada la barbilla, volvió la cabeza fácilmente, con una deliberada lentitud. Ulises vio un rostro blanco, flaco, de una finura viscosa; unos ojos azules, inmóviles y profundos, y una boca que, al abrirse en una sonrisa maliciosa, mostraba las puntas de unos dientes verdosos. Poseído de su designio, Ulises pensó: «Le soltaré las preguntas ahora mismo, sin darle tiempo para nada».

Pero ni siquiera llegó a abrir la boca. Ligeramente curvado sobre Proteo, con el pecho adherido contra la espalda del viejo, Ulises percibió con todo su cuerpo la fluencia sorda, el líquido y profundo rumor que había en el cuerpo que sus poderosos brazos tenían agarrotado. No lo soltó. El rumor pasaba ahora a él como el zumbar de una larga honda. Ulises respiró profundamente, cerrando los ojos, y entonces sintió exactamente sobre su corazón los latidos del corazón de Proteo, que temblaba como una mariposa de plomo. Pero no lo soltó.

De pronto, Ulises notó que el cuerpo del viejo se envaraba y endurecía. Lo apretó con más fuerza. Poco a poco, Proteo consiguió enderezar verticalmente su cuerpo encorvado por el asalto, mientras sus manos iniciaban una fuerte tensión hacia abajo. Después, con la misma lentitud, liberó sus dos brazos y los levantó por encima de las cabezas de ambos. «El viejo empieza a usar sus arterías -pensó Ulises, sorprendido-, pero no es para huir».

  —32→  

Así era. Más que para huir, Proteo parecía pugnar por quedarse, aunque de una manera que escapaba a la comprensión de Ulises. Continuaba la tensión hacia abajo de las piernas del viejo, pero al mismo tiempo Ulises advertía que, entre sus brazos, el cuerpo del astuto viejo del mar se hinchaba y redondeaba. El corazón de Proteo había dejado de latir, y su sangre, en lugar de un zumbido de honda, era ahora una ascensión pesada y espesa. Cuando el rumor de ramas le hizo levantar la cabeza, Ulises comprendió. Y el apretón se convirtió en abrazo...

Ulises sintió que le caía sobre el rostro el perfume de las flores del árbol. Era una caricia tibia el beso de aquel árbol que, bajo la corteza lisa -Ulises lo percibía con la punta de cada uno de sus dedos-, se estremecía como un animal joven. Presa de un dulce arrobo, cerró los ojos. Era el árbol... Y eran la tierra y el sueño, en el árbol. Porque sólo el árbol vive ligado siempre a la tierra, y sólo él, sin dejarla, tiene una fuga tan recta hacia las estrellas. Era el árbol. Ulises sentía la vida del árbol enlazada a la suya. Él mismo era el árbol en la medida en que su conciencia se inclinaba ante el llamado de sus orígenes, ante el medroso anhelo de un retorno a la gran justicia de la sombra. Y era, también, más que el árbol, porque, oculta, estaba la mano de raíces que agarraba la tierra, la tierra posible y la imposible, la tierra sonora y la tierra callada, la tierra de la muerte y la tierra de los recuerdos.

Él era el árbol por donde, mezclándose con los suyos, subían los recuerdos de la tierra: la tierra en primavera, como una virgen que no se atreve a gritar, y la tierra que él, Ulises, abrió, años ha, con el arado y que tenía el agrio olor denso que exhala el cuerpo de una parida; la tierra que espera en los valles soleados y la tierra alucinada y seca de los estíos demasiado largos. El árbol, y él, sabían de las veladas en noches de luna, antes de una batalla o de una floración, cuando sus sombras quedaban hincadas en la tierra por el silencio, hasta que llegaba el alba con certidumbres de pétalo o de herida...

Al advertir Ulises que el árbol había desaparecido de sus brazos, más que sorpresa sintió dolor, y ya iba a dejarlos   —33→   caer cuando tuvo la viva sensación de que se escurría un velo entre sus manos todavía cerradas. Las abrió y miró. No vio nada, pero la sensación persistía. El velo parecía hacerse más espeso y deslizarse, invisible, con un rumor de viento y de cristal. Y de pronto, encima de sus manos abiertas, vio el ala transparente: el manantial.

Era la fuente, el ala viva del agua. Era la canción que partía del espejo que quedaba. Era la fuente, la danza y el corazón de la lluvia. Era la alegría, la canción fugitiva. Y Ulises veía en ella el día con su rodilla de oro y su carga de luz; los brazos extendidos de los árboles y la gavilla del cielo; cántaros que se hundían como soles negros, rituales de vírgenes y ánforas, hojas, bandadas de pájaros, las lunas que iban a madurar y aquel volumen de luz retorciéndose sobre el fondo arenoso como un adolescente desnudo lanceado y con el arco iris roto en la boca... Y veía también sus labios secos.

El chorro de agua tenía un peso de pájaro. Ulises lo levantó como si fuese su propia alma. La fuente era el alma, la canción fugitiva: dos alas tendidas y trémulas y un torso que alargaba por el suelo una lenta huida de imágenes. Ulises levantó el pájaro y se lo puso sobre el pecho. El ave hincó en la carne de Ulises sus garras frías, extendió sus alas brillantes y precipitó por todo el cuerpo del hombre su líquida canción.

Ulises miró hacia el alto sol del mediodía. Su piel mojada resplandecía. Extendió sus brazos y miró su pecho: la fuente seguía manando. Se inclinó ligeramente, puso sus manos bajo el chorro y bebió. Recogió más agua y se irguió, y así, mirando al sol, extendió la mano, inclinándola, y dejó caer lentamente el agua sobre la tierra...

El blanquecino vientre del delfín latía convulsivamente entre los muslos de Ulises. Después del árbol y de la fuente, ya no podía haber sorpresa para él. Pero miró el morro aguzado del pez, los flancos de un azul de golondrina, la cola en forma de media luna... ¡Todo tan familiar! ¡Cuántas naves había gobernado él que tuvieron un delfín por mascarón de proa! Las naves y su mar... Su sombra entre remos y velas. El mar era un rostro con cien soles... Horas tranquilas, con la mirada fija en la blanca estela y el pensamiento en lo alto de los rojos mástiles. A lo lejos una isla de laureles levantaba su   —34→   cabeza de bronce. ¡Y los delfines tras la estela! El chasquido de las jarcias, y las voces de los remeros, y la oscuridad de donde surgían los aullidos del temporal. ¡Y los cielos de bonanza con los delfines blancos de las nubes! Y las noches en que la costa encendía guirnaldas de hogueras y las velas temblaban como tímidas novias. Y, aún: las gaviotas color de sal, y el alma con los delfines de oro de los sueños, y aquella hora que precede a la del alba en que el cielo se posaba sobre su hombro como una ramita de jazmín... Y aún...

Por unos momentos a Ulises le pareció que Proteo había desistido de seguir usando sus mañas, porque después de la desaparición del delfín nada había ocurrido. Pero no se decidía a marcharse. Miró hacia el lado del mar: cada ola tenía una risa de sol y de espuma. Miró por el lado de la tierra: el viento susurraba y movía las ramas más altas de dos cipreses, más allá de las adelfas, junto al camino polvoriento. Ulises miró otra vez hacia el mar. Pero seguía oyendo el zumbido del viento, que había saltado al camino, donde piafaba como un potro con cascos de lana. Luego lo oyó entre los tamariscos, de donde se levantó bruscamente para ir a caer en las manos de Ulises como una girándula.

Oía el rumor del viento y lo tenía en las manos. ¿Acaso había dejado de oírlo desde aquella madrugada en que se alejó de las colinas de su patria, azotadas por una ventolera que empujaba sus pasos remisos? ¡Oh, la vasta camaradería del viento en tierra y en mar! Él, Ulises, era como el viento que nunca retrocede. Si encontraba un obstáculo, lo asaltaba hasta vencerlo o se escurría al sesgo, como un ladrón de horizontes. ¡Siempre el viento y las imágenes del viento! ¡La girándula dando vueltas en sus manos! Ira de viejo hirsuto, danza de núbil o ascensión vertiginosa de anhelo... Veía el viento negro levantando sus brazos en lo alto de las torres de la ciudad saqueada donde él, Ulises, había entrado con el Caballo, y oía sus lúgubres chillidos. Recordaba el viento que arrancaba máscaras de polvo de los rostros de los guerreros, al final de una batalla; el viento que se llevaba, a través del cielo, los ecos de una victoria o segaba, a ras de tierra, las espigas de la lluvia; y el gran viento hacia el cual se encauzaban los demás vientos de su vida: el viento de su leyenda...

  —35→  

De súbito, todo terminó: Proteo volvía a estar preso entre los brazos de Ulises. El anciano del mar, como la primera vez, se volvió para mirar a Ulises, y sonrió tímidamente. Pero jadeaba un poco.

-Ahora puedes hablar, Ulises -dijo Proteo-. ¿Qué querías de mí?

Ulises pasó una mirada distraída por la inmensidad del mar, miró sus manos y luego, fijando los ojos en Proteo, contestó:

-No me acuerdo.



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ArribaAbajoLos lotófagos

  —38→  

... pero les dieron a comer loto, y cuantos probaron esta fruta, dulce como la miel, ya no querían llevar noticias ni volverse; antes deseaban permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de volver a la patria.



  —39→  

-¿Aún sigues comiendo higos? Yo no puedo más. Mira a ése durmiendo, con la boca abierta y la cara llena de moscas. Se está fresco aquí, a la sombra de la acacia. Fue una suerte, no hay duda, haber podido huir hasta esta comarca de ríos y de árboles donde vivimos con holgura... Espántale las moscas. ¡Eso es! ¡Surquen otros el mar y vivan aciagos días, cuando en el mundo hay tales lugares de solaz y abundancia! Prefiero la caña cogedora al remo, y las inmóviles colinas verdes a las inquietas olas color de vino. Aquí, al llegar la noche, puede uno echarse sobre una blanda cama y dormir, mecido el sueño por el canto de los grillos y los sapos, con el plenilunio en el rostro... ¡No sé cómo puedes engullir tantos higos! Se te indigestarán... Desde que llegamos aquí, las noches se deslizan sin la maldición de los sueños y los días son hartura. Y vale decir que necesitábamos todo eso, después de tantos años de seguir a Ulises, tras el rastro de un regreso imposible. ¡Buen hatajo de imbéciles fuimos! Pero no podemos negar que sabía engatusarnos con sus palabras. Había el resplandor de su gloria, claro está, y, además, todos habíamos combatido en los mismos lugares, al lado o detrás de él, y después de la caída de la ciudad, al terminar la guerra, le fue cosa fácil juntarnos en la nave que, según él, nos llevaría a casa... Pero en Ulises hay siempre algo más que su astucia y su gloria. Todos lo sabemos. Cuando después de una borrasca, o de días de hambre y sed, o de abatimiento nostálgico, él se nos acercaba para hablarnos, era como si nos sacudiera los pósitos del alma. Antes de tenerlo cerca, uno se sentía como un odre seco y agujereado; cuando se alejaba, no diré que el odre pareciera henchido, pero uno se daba cuenta de que en la hondura quedaba algo: un glu-glu de encantamiento... Todos conocíamos   —40→   sus tretas. Pero ¿qué hacer cuando lo único que nos quedaba era el dejarnos engañar? Solos no éramos nada ni nadie: una gentuza harapienta y de manos callosas que no era buena ni para los peces. Por otra parte, él nos deslumbraba con los espejuelos de la vuelta al hogar. Pero siempre o un viento nos cambiaba el derrotero o por culpa de una mujer una recalada de un día se convertía en una estancia de un año. ¡Él y sus mujeres! Sobre todo las dos últimas, que casi le sorbieron el seso. Creo que en el fondo le gustaba complicarse el regreso. ¡Que se las apañe solo! Este higo que tienes en la mano fue picoteado por los pájaros. Dicen que son los mejores, éstos, los más dulces... No comas más, ¿oyes? Te empacharás.

-¡Nooo...!

-¡Allá tú! ¡Cómo ronca, ése! Yo no podría dormir con tanta mosca en la cara... No se mueve ni una hoja; no sopla nada de viento. ¡Qué bien se está aquí, a la sombra! ¡Y siempre esta calma! Las horas pasan girando suavemente, como trompos de agua. ¿Oyes las esquilas de los bueyes? Diríase que añaden paz a la paz. Y allá, al borde del talud, recortándose contra el azul del cielo, aquella mujer con una canasta sobre la cabeza... Parece Egia, por sus andares. Sí, es ella, que va a lavar al río. Ahora se detiene, y empieza a levantar los brazos; sostiene la canasta con ambas manos en tanto que da vuelta para ver si la siguen las demás lavanderas. Sí, vienen, una tras otra, sin darse prisa. Y ahí van Alia, la hija de pescadores: descalza, con los brazos blancos de escamas y sus grandes ojos azules; Yamira, la morena que al reír le danzan los pechos y de quien los hombres que la han acometido dicen que huele a caballo; Diómeda, con el cuévano apoyado en la cadera y su último hijo en el otro brazo; y mi Kauri, no muy linda de cara, pero dócil como una oveja; y Tala, que va a la zaga, con sus piernas hinchadas y el orillo del vestido colgándole más por detrás que por delante, y su vientre... Mi preferida fue siempre Alia, pero no pude con ella: se escurría como una anguila. En cambio, Kauri fue como fruto maduro en rama baja. Cierto que ella es algo demasiado delgaducha y yo tiro más bien a rechoncho, aunque... Sin embargo, me agrada su modo de ladear ligeramente la cabeza, como si contemplara un pájaro posado sobre su hombro   —41→   y sólo visible para ella... Y tú, ¿con cuál te has juntado?

-¿Eh? ¿Yo? ¿Qué dices?

-¡Bueno, hombre, bueno! No se hable más de ello. A ti siempre te ha gustado comer... Ya han desfilado todas las mujeres. Pronto oiremos el batir de sus palas. El viento diríase muerto. No deja de amedrentar un poco... Debe ser eso lo que me impide dormir. Con lo delicioso que es dormir aquí cada tarde, sentir el sueño como un fardo de niebla que rueda por tibios declives... Ya se oye batir la primera pala. Es como el restallar de una vela mojada. ¡Qué lejos estamos de las velas y de aquella nostalgia de los colores de la tierra que nos obligaba a aferrarnos desesperadamente a los remos! No se mueve ni una hoja. ¡Cuanto menos se mueva todo, mejor! ¡Todo está bien, ahora! ¡Todo está bien cuando el plato rebosa de comida y la espuma del vino nos moja los labios y te levantas de un sitio para tumbarte en otro! ¡Todo está bien! ¡El viento ha muerto! ¡Y han muerto el éxtasis y la vergüenza! ¡Los recuerdos han muerto! Todo está bien, ¿no es así?

-Sí, todo...

-¡Mira cómo han crecido mis uñas! Lo advertí esta mañana, al rascarme, y no volvía de mi sorpresa, después de tantos años de llevarlas al ras de la piel. La del meñique me la dejaré más larga que las otras, y no creo que, mientras vivamos en este país, haya peligro de que se quiebre. ¡Y lo que seguiremos viviendo aquí! Ulises no dará con nosotros, esta vez. ¿Por dónde andará? Quizás nos eche de menos al principio, pero ya encontrará la manera, al llegar al primer puerto, de embaucar a algunos jóvenes y completar con ellos la tripulación. Anoche soñé con él. Sí, vi a Ulises de pie, a orillas de un mar quieto y asoleado, extendiendo una mano hacia unas islas que huían, y, echada sobre el hombro, llevaba una vela roja que, por detrás, caía desplegada sobre el agua, y lo rodeaba un gran rumor de viento y de batallas, y tenía el brazo derecho en arco, como si sostuviera a una mujer presa de desfallecimiento amoroso, y en uno de sus ojos, muy adentro, había un águila volando entre dos humaredas que se elevaban de una colina, y en el otro ojo refulgía un cielo cruzado de golondrinas... No busques más: acabas de comerte el último, y el cesto está vacío, ¿no lo ves? Lo mejor que podrías hacer ahora es dormir. Quizás yo termine también por descabezar un sueño... Pero ese ruido de las palas... No, no son   —42→   las palas, sino el trote de aquella yegua, allá lejos, al extremo del prado. Trop-trop, suenan los cascos... Trop-trop... Ahora se detiene y relincha, y yergue la cabeza, husmeando. Acabaré por dormirme. La cola negra y larga, entre las ancas, como un trofeo... Y oscila. ¿No duermes todavía, tú? Trop, trop-trop... Es el caballo, que aparece por el lado del retamar. Un blanco espumarajo le cuelga de la boca y su crin tiene un reflejo azulado. Es el caballo que a veces monta Yamira... Ya regresan las mujeres. Egia va delante, como siempre; después sigue Alia, más bella que nunca con su cabellera suelta, como un trofeo también... El caballo trota en torno de la yegua. Y la yegua no se mueve... Pasan ahora Diómeda y Tala, una al lado de otra, hablando, y detrás de ambas, sigue Kauri... ¡Eh! ¡Kauri! ¡Kauri! ¿Te ayudo a llevar la canasta? ¡Pesará mucho llena de ropa mojada! ¿No me oyes, Kauri? No, no me oye... Es que tengo el viento de frente... ¡Eh, Kauri! El viento... Debo estar medio dormido... ¡No, las hojas de los árboles se mueven! ¡Ay! El caballo está ahora detrás de la yegua... ¡Las hojas se mueven! ¡Es el viento! El caballo se encabrita y cubre la yegua... Las mujeres han pasado, pero alguien se acerca por el sendero. Es un hombre... No lo distingo bien a causa del sol, a su espalda... Llega con el viento. ¡Oh! ¡Se acabó todo! ¡Corre, escapemos! ¡Despierta al otro! ¡No, déjalo! ¡Todo sería inútil! ¿No me oyes? ¡Es Ulises! Viene derecho hacia nosotros, con una cuerda en la mano...



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ArribaAbajoLos cíclopes

  —44→  

Estando allí echábamos la vista a la tierra de los cíclopes, que se hallaban cerca, y divisábamos el humo y oíamos las voces...



  —45→  

... Y los Cíclopes bajaron, ciegos, con las sombras postreras,
y tocaron el oráculo del sol en los muros legendarios,
preguntaron a la alta torre: «¿Quiénes somos? ¿Vamos solos?».
Mas para ellos, que traicionaron la imagen del mundo,
el silencio afirmaba el fasto de una muerte sin gloria,
tan lejos de la voz de la tierra y del amor como de los dioses.
Y cantaron su miedo...

La mano de la vida tapaba
la boca de piedra de los ecos, y la sombra del Ave
no guardaba la sonrisa de los muertos ni descendía a los abismos.
Sólo para los vigías florecía la flauta del viento.

Y cantaron su odio contra la luz que danzaba
alrededor de las gavillas, mancillaron a la aurora en las fuentes
y anduvieron, ¡oh tierra!, sordos a tus auras proféticas,
con sus torsos brutales...

Vencidos por salvajes arcos iris,
derribados al pie de las colinas por un gesto de la dríade,
secos de sueño en su fuerza vacía de fuego y misterio,
no sobrevivieron al alarido de la primavera...



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ArribaAbajoPolifemo

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Dio el Cíclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojola furioso lejos de sí y se puso a clamar con altos gritos...



  —49→  

«... ¡Otototoi! La sangre de mi ojo cegado entibia mis manos... ¡Ay! ¡Ay! De la herida abierta en medio de mi frente mana el chorro que llena mi boca... ¡Otototoi! El dolor me arranca gritos, pero nada calma mi sufrimiento de saberme ciego para siempre. ¿Dónde estás, Nadie, hacedor de mi tiniebla? ¡Ay! Tan rápido fuiste en acometer como en huir. ¿Dónde estás? Dime, mar ya jamás azul para mí, ¿quién es Nadie? ¿Lo sabes tú?».

EL MAR: Hu... huuuu... Nadie... huuuu...

«... El ondeante jadeo remeda una vez más su nombre. ¡Calla, mar! Aliado de él, debes ocultarlo en tus azarosas distancias. Contestadme, vosotras, inmóviles montañas, ¿quién es Nadie?».

EL ECO: Naaaaadie...

«... ¡Siempre la misma inútil respuesta! Y la sangre continúa manando... ¡Otototoi! ¡Ven, Nadie! Regresa aquí. Dime por qué me despeño entre las tinieblas que me has dado. El terror hace presa en mí y todo es informe dentro de mi ser. Allá donde antes se extendía el vacío y se cernía el silencio, ahora se agita el caos. Gritos y sangre brotan a la vez de mi boca. ¡No puedo callar! Allá donde antes había un ojo, ahora hay fuego. ¡Otototoi! Más allá del ojo me has herido, Nadie. De más allá de la sangre brotan mis quejidos. ¡Otototoi!».

  —50→  

LAS MEDITERRÁNIDAS: ¡Oh, mirad! ¡Polifemo está allá arriba, en el promontorio! Diríase una peña gris con una mariposa encarnada en la cima.

«... ¿Qué hay más allá de mi sangre interminable? ¿Qué hay más allá de esta viva tiniebla que me asedia? Un caos late dentro de mí, una misteriosa voz afirma en medio de mi sufrimiento... ¡Otototoi! ¡Ay!».

LAS MEDITERRÁNIDAS: Polifemo grita y bracea, bracea y grita, y las hondas invisibles del eco lo apedrean con sus mismos gritos. Las montañas se estremecen, los árboles tiemblan y el cielo parece más alto. Sólo el mar sigue igual.

«...El terror y sus buitres han hecho presa en mí. Sus picos se clavan en estas manos con que me cubro el ojo sangrante. ¡Oh, si la sangre dejase de manar me tendería en el suelo y quizás el sueño...! ¡No! El sueño no vendría, no vendría el descanso, pues cerrada está la puerta por donde entraba. El sueño ponía su líquido dedo nocturno sobre el pesado párpado y lo iba cerrando poco a poco, hasta que una dulce paz sin imágenes se apoderaba de mí. Ahora es inútil que me cubra el ojo. La sangre sigue manando por dentro, donde aletean unos buitres más terribles...».

LAS MEDITERRÁNIDAS: ¡Horrible Polifemo! Parece un zarzal encendido y azotado por el viento.

«... Los buitres dentro de mi ser... ¡Otototoi! Hincan sus picos, y la sangre interior desciende hasta el caos. ¡Oh, este pensamiento oscuro que me desgarra! Hunden sus implacables picos, siento batir con fuerza sus alas; pero en la hondura hay el latido sordo y rítmico de algo que se alza... ¡Oh la sombra gigantesca de mi corazón entre las sombras del caos hacia donde los buitres se precipitan vertiginosamente! ¡Sálvame, Nadie!».

  —51→  

LAS MEDITERRÁNIDAS: Por las dunas se alargan sombras violeta y el rocío abrillanta las espinas de los agaves. A ambos lados del promontorio cuelgan los primeros velos de la noche. Abajo, las olas rompen, rugiendo, contra los cantiles. Pero la voz de Polifemo es más potente que el bramido del mar.

«... Mi corazón resuena en mis oídos como un tambor de musgo. Mis pesados pies se mueven y empiezo a danzar alrededor de mi sangre vertida. A la derecha, a la izquierda... Mi ojo... ¡Adelante! ¡Tam! ¡Tam! Ahora giro... Mi ojo... Vuelvo a girar... ¡Eso es! Mi ojo, dentro de la cueva, brillaba como escama. ¡Para atrás! ¡Adelante, otra vez! Y siempre alrededor de mi sangre, siguiendo el ritmo de mi corazón. Mi ojo, inmóvil vigilante en medio de mis rebaños, abierto como una flor lacustre; mi ojo apacible y lento, semejante al agua de fuente que cabía en el cuenco de mis manos unidas... ¡Tam! ¡Tam! No sé si danzo de tristeza por mi ojo perdido o es el frenesí de la desesperación... A la sombra de mi corazón y alrededor del charco cada vez más ancho de mi sangre, danzo y danzo con pie pesado. Quisiera dormir... ¡Oh, mi ojo cerniéndose sobre el caos! Los latidos de mi corazón cesan y los buitres huyen asustados... Mi ojo de sangre se hunde, como un sol efímero, más allá de las colinas de tiniebla que ha iluminado durante unos momentos; un vértigo enloquecedor hace presa en mí... ¿Quién canta entre las hojas? ¿Quién llora bajo la hierba? El mar -¿qué mar?- azota con ramas de almendro florido a la jauría de rocas oscuras, los árboles disparan pájaros contra el horizonte, del cielo cuelgan las pieles inmaculadas de unos carneros que no son míos... Y ahora regresa el dios azul que cada mañana reía mordiendo flores blancas, y regresa también la diosa roja que trenzaba relámpagos y humaredas... ¡Ay, mi ojo se ha puesto! ¡Otototoi!».

LAS MEDITERRÁNIDAS: La noche se ha sentado en la cumbre de las montañas, con la luna sobre sus rodillas. Polifemo danza, saltando y girando, y su sombra va tras él como una bestia sumisa.

  —52→  

«... ¡Mi sangre ya no mana! Tengo frío... La noche pone su hocico húmedo sobre mi cuerpo, como una perra que me oliera por primera vez. Mis piernas se doblan. No tengo fuerzas para gritar...».

LAS MEDITERRÁNIDAS: ¡Polifemo vacila, se detiene y cae!

«Cara a cara con la tierra, la diosa roja... ¡Oh, deja que te hable al oído con palabras leves, como te habla la lluvia! Pero ¿qué puedo decirte? ¡Oh, tú tienes la noche y yo también la tengo, porque mi ojo se ha puesto! Pero nuestras noches son diferentes... Tal vez sería mejor que te hablara de mi ojo, a ti, que tienes tantos. ¡Mi ojo! ¿Qué me importaba mi horrible fealdad si en medio de mi frente mi único ojo era como un limpio sol no enturbiado nunca por ningún pensamiento, un ojo sin conciencia de serlo, un ojo con una mirada que no arrebataba, que no poseía, un ojo que no lloraba ni reía, imperturbable, inocente y real? Los árboles, las nubes, las aves, las piedras y las bestias, tú misma, diosa roja, y todo lo que está sujeto a tu imperio, se reflejaba en él, en mi ojo, y también se reflejaba el dios de la risa blanca. Todo pasaba por mi ojo sin arraigar nunca en recuerdo. Y era como si yo viviese lejos de mi ojo, como si él fuera el rey y yo su oscuro y fiel sirviente. Hasta que llegó Nadie y me cegó, aprovechándose de mi sueño. Al despertarme la punzada y antes de que tuviera tiempo de lanzar mi primer grito de dolor, oí las palabras enigmáticas de Nadie. Mientras hacía rodar la punta ardiente del palo dentro de mi ojo, me dijo 'Hay otro ojo, Polifemo'. ¿Otro ojo? ¿Qué significado podía tener esto para mí? ¿En el momento de cegarme, quiso Nadie burlarse de mí o es que sus palabras me dan derecho a una difícil esperanza? Sólo él puede saberlo; sólo Nadie podría descifrarme el misterio que encierran sus palabras. Pero ha huido con sus compañeros por el ancho mar ya jamás azul para mí. ¡Ayúdame a llamarlo, diosa roja! ¡Ven, ven, Nadie!».

  —53→  

EL MAR: ¡Naaaaaadie...!

«... No puede oírme, y aunque me oyera no regresaría. Sólo el mar puede traérmelo, el tendido dios azul...».

LAS MEDITERRÁNIDAS: ¡Oh, infeliz Polifemo! Acurrucado bajo la noche inmensa, gime de desesperación. ¡Oh, trágico Polifemo!

«... Sólo el mar... Pero hay que saberlo escuchar. El oído es como un ojo en medio de los sonidos. Sólo el mar... ¡Oh, bajar, bajar hacia el caos y la tiniebla con una conciencia de luz! Cuando termine la noche, ¿qué resurrección puedo esperar? Sólo el mar... ¡Oh, subir, subir hacia los recuerdos, crearlos si es preciso, hacinando toda la rota y dispersa riqueza de los años! Sólo el mar...».

LAS MEDITERRÁNIDAS: Sólo el mar no muere.

«... Sólo... el... mar...».

LAS MEDITERRÁNIDAS: La aurora acaba de levantar un remo de oro y, tierra adentro, ha volado una alondra. ¡Oh, mirad! ¡Polifemo trata de levantarse! ¡Polifemo se levanta! ¡Ya se ha puesto en pie!

«... El dios azul... ¡El dios azul! ¡Oh, ya voy!».

LAS MEDITERRÁNIDAS: El oriente es ya una muralla de oro. En el cielo, una gaviota vuela en círculo sobre Polifemo.

«...Bajar, bajar hacia los...».

  —54→  

LAS MEDITERRÁNIDAS: Derecho, como un alud, Polifemo desciende hacia la playa. ¡Y entra en el mar!

«... Me rodea la risa blanca del dios... ¡Ya voy, Nadie! El dolor que me diste se ha hecho profundo... ¡Dentro del caos brilla el ojo del espíritu!».

LAS MEDITERRÁNIDAS: Cara al cielo, Polifemo flota sobre las olas. Y sonríe... Diríase que duerme rodeado de espuma. El oleaje lo acuna dulcemente, y él sonríe, transfigurado.

«... ¡La diosa roja canta muy lejos! Mis recuerdos empiezan a ser yo, y yo empiezo a ser mis recuerdos... Árboles, y aves, y nubes...».

LAS MEDITERRÁNIDAS: Tendido en cruz, a flor de agua, Polifemo es arrastrado por las olas hacia oriente. La luz besa su frente y el agua borra de sus manos las manchas sangrientas que dejó el ojo martirizado.

«... y piedras, y bestias...».



  —55→  

ArribaAbajoEolo

  —56→  

... y, desatando mis amigos el odre, escapáronse con gran ímpetu todos los vientos.



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Al amanecer, llegó a la isla...

De bruces, aferrándose con una mano a la nevada cumbre de la montaña más alta, y agarrando con la otra el borde de un promontorio, descansó un rato, con los ojos muy abiertos a pesar de que la luz del sol naciente lo deslumbraba, jadeando y lleno de impaciencia por seguir la marcha del mar, de donde lo había despertado el súbito anhelo de huir, de correr hacia rumbos inciertos, al acoso del resuello que desbordaba de su propio ser, atraído por la misteriosa llamada de los horizontes...

De pronto, apoyándose en los brazos, se enderezó. Con un brusco movimiento de la cabeza sacudió la humedad goteante de sus largos cabellos, cruzó un momento los brazos sobre el pecho y, sin posar siquiera los pies en la tierra, dio tres volteretas y lanzose hacia el azulado cielo matinal, palmoteando una y otra vez, ya fuese para desentumecerse las manos, ya para expresar el gozo que lo poseía. Cuando llegó a la duna, se acuclilló, para abrocharse las sandalias, apresó al vuelo una gaviota, se la puso sobre el hombro y, riendo, comenzó a deslizarse a flor de agua, sintiendo que a cada nuevo paso su poder crecía en amplitud y altura. Entre cantos y silbidos, distraído, iba ganándole distancias a la llanura del mar, ora atizando un puntapié a una ola danzarina, ora arreando un pescozón a una nube adormilada, pero siempre adelante y hacia arriba, embriagado de su propia alegría, como un gigantesco niño de vértigo y transparencia que huyese con la naranja del sol en el bolsillo.

Giró sin detenerse: la isla, a lo lejos, semejaba un plato de oro puesto sobre una mesa azul. Frente a él, las nubes empezaban a oscurecer el horizonte. Eolo había dejado de cantar,   —58→   pero sus mil bocas aún silbaban débilmente, y seguía avanzando con un adagio en cada pierna, al ritmo de las olas que se ensombrecían.

Al caerle la primera gota de lluvia en el pecho, se estremeció. Dejando de silbar, tomó por debajo de las alas la gaviota que aún llevaba posada en el hombro y la lanzó hacia lo alto. Mientras, erguida la cabeza, la veía alejarse, dos nuevas gotas le cayeron en el rostro y, de pronto, sintió como si alguien le azotara la espalda con un manojo de algas mojadas. Volviose, raudo, pero sólo alcanzó a descubrir un rastro brillante que se desvanecía en espumantes remolinos. Eolo permaneció inmóvil unos instantes, mirando la espesa cerrazón que amurallaba el horizonte. De súbito, el centro gris de la muralla pareció derrumbarse, y en la parte baja, casi a ras del agua, comenzó a moverse una vaga forma resplandeciente, como una imagen de espuma y rocío... ¡La lluvia! Sí, ya venía la lluvia, la doncella de agua y de cielo, pensó Eolo, inclinándose y conteniendo el aliento. ¡Oh, correr, correr hacia ella, hacia la muchacha de frescos brazos y mirada iridiscente! ¡Oh, ser norte, sur, este y oeste en una misma danza de alegría! Sin embargo, al aproximarse, se desvió inclinándose, describió un ancho círculo en torno a ella, que se había arrodillado sobre el mar y se cubría el rostro con un brazo, como si llorase. Eolo rodó y rodó, hasta que, junto a ella, la tomó por la muñeca, la obligó a levantarse, ayudándola suavemente, y luego escapó, danzando. Sin apresurarse, la lluvia empezó a seguirlo, caminando erguida, y al advertir que Eolo volvía, girando sobre sí mismo, se detuvo a esperarlo. Y Eolo, esta vez, danzó con ella, ora enlazándose a su cuerpo en esbeltas piruetas, ora girando locamente sobre las puntas de sus pies vertiginosos, o avanzando separados con las manos levantadas y unidas, balanceándose y girando -doblegada y abandonándose-, ella, lánguida y trémula, erecta y vencida ya por el ansia de tenderse bajo su llanto interminable, de dormirse al fin, acariciada por las arteras manos tibias del sol que haría de su muerte una nueva ascensión; él, alud y éxtasis, ráfaga y bramido muriendo en suspiro y beso, dominador y huidizo, fiebre de locura y volandera acometida, ¡tan suya e inalcanzable, la doncella de agua!, ¡tan única y multiplicada en espejismos!, de una caída tan sutil, a veces, que parecía polen desprendido de la inmensa flor del cielo, y tan grávida al cabo de unos instantes que   —59→   diríase que llevaba en los brazos la arriada bandera goteante de la mañana...

Extendida ante él, entre hilachas de neblina, tras el mar bruñido por un cielo rutilante de sol, Eolo columbraba la costa, hacia la cual se dirigía maquinalmente desde que había perdido a la lluvia, después de un último abrazo apasionado. Cabizbajo, pasó del mar gris al mar azul. Una sombra de gaviota rozó sus pies, blancos de espuma. Triste y vacilante, avanzaba hacia la tierra, que parecía acercarse y alzar para él sus montañas. El sol le pesaba en la espalda como un saco de algas calientes. Sobre su cabeza, la gaviota aleteó, y al sentir Eolo sobre su piel el fresco polvillo de las gotas, levantó bruscamente los ojos... ¡Oh, de monte a mar, allá en la comba del cielo purísimo, el alma de la lluvia se había convertido en un ala de siete colores!

Alegre de nuevo, con pie ligero y los brazos en alto, Eolo atravesó los arenales, dejose caer de un salto sobre la hierba muelle de una dehesa, donde retozó un rato dando volteretas, y luego, desenfrenado, se desbocó por llanuras y altozanos, anduvo por cumbres refulgentes, escudriñó azules firmamentos y hundió sus manos en aguas tranquilas... Cegado, arrastrando el zumbido de todo lo que tocaba, corría infatigable, espoleado por las zarzas, arañándose en las veletas, sacudiendo con ramajes floridos el polvo que cubría su cuerpo, ululando en los bosques, imprecando contra los roquedales, esgrimiendo girándulas de hojas amarillas; de bruces, se adormiló a la sombra de atónitos girasoles; trenzó las más lejanas humaredas, hizo volar hormigas y caer aves, siempre errando por los caminos que abría su furia, su alegría o su locura, con una canción o una brizna en los labios, arrebatando trofeos de sol a las piedras y a los árboles, colgando sones de esquila a las corolas y llenando de aromas las esquilas, clamando más alto aún que todo aquello que con él clamaba, despierto en cada uno de los ecos innumerables que lo seguían, cantando, chillando y silbando, en pos de las lontananzas que se agachaban, cayendo, girando y volando y, finalmente, volviendo al mar, a morir bajo los astros que, para su anhelo, brillaban en la altura inaccesible de la noche como gotas de lluvia helada...



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ArribaAbajoTiresias

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Pero ante todas las cosas habéis de emprender un viaje a la morada de Hades y de la venerada Perséfone, para consultar el alma del tebano Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él sólo, después de muertos, diole Perséfone inteligencia y saber; pues los demás revoloteaban como sombras.



  —63→  

-¿Por qué has venido, Ulises? ¿Lo sabes? -preguntó Tiresias.

Ulises permaneció inmóvil, de pie en el centro de la oscura estancia. Las palabras del viejo habían sonado secas y sibilantes, como golpes de rama sobre el agua. Contestó:

-No lo sé. Pienso.

-Recuerdas.

Sí, aquella noche estaba más lleno de recuerdos que de pensamientos. Y allá dentro, sumergido en la oscuridad, los recuerdos se hacían imágenes vivas en su alma. Recordaba. Y, recordando, su soledad se agigantaba. Recordar era rodearse de muerte, levantar banderas polvorientas, afanarse en contar una riqueza dispersa que se disfrazaba de resurrecciones. Había huido de la noche de primavera porque lo llenaba de una ternura amarga, pero sus sentidos percibían aún la tierra tirante bajo un estremecimiento de élitros, las aguas desbocadas y la avidez germinal que crepitaba en el aire. La voz de Tiresias dijo:

-Estás lleno de sombras.

-Sí.

-Tienes los ojos abiertos. ¡Ciérralos!

-¿Por qué? No ven nada.

-Los siento rodar por la estancia como dos fieras al acecho. Cierra los ojos, Ulises; si no, no podré tocarte con mis palabras.

Ulises obedeció. Y esperó.

-¿No oyes nada, Ulises?

-Sí; afuera, la enemiga que venía siguiéndome se ha detenido ante la puerta.

-La primavera no entrará aquí.

  —64→  

-Y ahora hace girar el pomo de la puerta.

-Sólo las sombras pueden entrar en las sombras. ¿Oyes, Ulises?

-Tus palabras dan vueltas a mi alrededor como un halcón.

-No pienses en que tienes los ojos cerrados; no te muevas, inclínate y escucha... ¿Oyes?

-Tus palabras bajan a mí como una rebañadera de mil garfios.

-Todavía te sientes a ti mismo, Ulises. Pero tú has venido aquí para descansar de ti, para desnudarte y bajar hacia tus sombras, vivir entre tus muertos.

-Mis muertos...

-No hables. No te muevas. Que tus ojos sean de piedra bajo tus párpados, que tu lengua sea como una hoja helada, que tu corazón pese como la cabeza de un niño dormido. Y ahora yo trazo a tu alrededor el círculo de la ceniza, doy tres vueltas con las alas de un murciélago y azoto tu aliento con la raíz podrida de la mandrágora. Yo, Tiresias, un viejo de piel arrugada que hiede a macho cabrío, yo, loco y vidente, ciego y profeta, te toco, te toco... Te toco tres veces, y tres veces arranco de ti un silencio diferente. ¡Que todo calle en ti menos la sangre! Te toco con mi cetro de paja y te ordeno que des un paso atrás; te toco con una hoja seca de laurel y ordeno a tu espíritu que se me someta; te toco con una quijada de perro y la luz que todavía quedaba en ti huye amedrentada, cubriéndose el rostro con sus manos de oro. Te he puesto una torta de miel en cada mano para que los verdes aguijones no te alcancen, y no te azotaré la espalda ni te haré morder el tronco sagrado del olivo, sino que te humedeceré los labios secos con el agua de las siete estrellas y te aproximaré al rumor augural de la encina...

Ulises se entregaba al adormecimiento que le producía el monótono sonsonete de Tiresias. Pero atento al sonido de las palabras que pronunciaba el viejo, percibía, no obstante, el extraño poder letárgico que surgía del sonido, al cual se abandonaba con una lúcida debilidad. Y esta debilidad le era más dulce que la alegría confusa de la primavera que poco antes se le había aferrado a la garganta. Había corrido como un fugitivo a la casa de Tiresias, presintiendo que sólo allí, en aquella casa de sombras, podría librarse del todo a sus recuerdos innumerables y hallar en ellos la paz.

  —65→  

Como salida de los cuatro lados de la sombra, la voz de Tiresias prosiguió, después de una pausa:

-Otra vez describo el círculo de la ceniza y con la mano derecha trazo el signo sagrado del Can. Tú ya no eres tú ni la idea de . ¡Que todo calle, menos tu sangre! El charco se agranda, gota a gota, pero las sombras siguen ligadas. Entre visión e inocencia, el hombre sabe; entre conocimiento y antorcha, el hombre cae. El gesto de la vestal vuela por los firmamentos más puros. ¡Que todo calle, menos tu sangre! Tras el sonido de los címbalos brillan las pupilas de los animales que vienen a abrevarse en el charco. Son la inocencia que no sabe. La serpiente y el relámpago, juntos; el tigre y el silencio, juntos; el ciervo y la luna, juntos; el león y el fuego, juntos; el sapo y el trébol, juntos. Primero las bestias que santifican la tierra; después, las aves que hienden el firmamento. ¡Que todo aquello que acecha y se arrastra, gira y salta, desgarra y muerde, venga a la fuente coronada de sombra! ¡La sangre se mueve! ¡La sangre despierta! Y, bajo la sangre, estalla la risa eterna del dios salpicado de vino. Las vírgenes del día duermen sobre puentes de adormideras; dentro de los chopos hay verticales espadas; el mar abre su libro de hierro, y tú ya no eres tú, sino la danza aún inmóvil de tu sol de plumas. ¡Te toco, te toco y te toco! Las sombras de los animales terrestres pasan, y pasan las sombras de las aves. Las innumerables bandadas, los infinitos rebaños desfilan en silencio por los aires y por la tierra que fueron su reino. Tú ya no eres tú, sino...

Tiresias calló. Todo el misterio de la casa sombría pesaba en el silencio. Lejos, en el bosque, un pájaro lanzó un silbido irrisorio. Ulises se sentía inclinado a una inminencia irresistible. De pronto, la voz de Tiresias prosiguió, casi gritando:

-... ¡el sueño arbóreo de tu sangre!

Tiresias calló otra vez. En el bosque, el pájaro volvió a silbar. Cuando el viejo habló de nuevo, su voz, neutra y opaca, parecía venir de muy lejos.

-¡El árbol de tu sangre! Y, debajo, ¡las sombras vivas!

Ulises vio la sombra de unos brazos que se tendían hacia él, como si quisieran abrazarlo, pero el gesto fue vano, por que se interpuso la sombra arrodillada del alma de Elpénor, suplicando:

-¡El remo, Ulises! ¡Hinca un remo en mi tumba!

  —66→  

Después de la sombra de Elpénor, Ulises vio pasar en turba las almas de conocidos y desconocidos, de doncellas de sueltas cabelleras y de ancianos curvados por los años, de mozos y de novias, de adolescentes... Vio las almas de muchos guerreros, armados como cuando vivieron, semejantes a fantasmas de cetáceos; la alta sombra del Atrida mostrando el gran velo ensangrentado y, aferrada aún a sus rodillas, la sombra de la virgen loca que compartió con él su roja yacija; y, tras ellos, el alma esbelta de una muchacha abrazada a un ciervo; vio las sombras verdes de todos sus compañeros tragados por el salobre, la del mártir de la sed y la de la mujer que se enamoró de un río. Y lo mismo por encima de las almas que pasaban en silencio como por encima de las que se detenían unos momentos para hablarle de sus vidas o de sus muertes, Ulises veía siempre la sombra de unos brazos cada vez más largos, de unos brazos que ora se alzaban implorando al cielo, ora se tendían, trémulos, hacia él...

De pronto, como encauzada entre los dos brazos de sombra, la voz nunca olvidada, la primera voz entre todas las voces de su vida, sonó en los oídos de Ulises e hizo estremecer todo su cuerpo. Sin darse cuenta de su gesto, también él levantó los brazos. Y entonces la voz dijo:

-No te muevas, hijo mío; tus brazos son inútiles para la que te habla desde el otro lado del umbral... No levantes la cabeza, no preguntes nada; todo te lo iré aclarando, punto por punto... Además, sólo verías la sombra de mis brazos largos, largos... ¡Ay, Ulises, hijo mío! Tú vas camino de regreso a la casa solariega, algún día llegarás a ella; pero yo no pude esperarte más. Tal vez, si no hubiese esperado tanto... ¡Oh, no! Después de todo, morí de vejez, abatida por el peso de los años. Hiciste bien marchándote: quedarte hubiera redundado en mengua tuya. Sí, no había otro remedio... Veinte años ha permanecido el arado en medio del campo, en el mismo sitio donde lo dejaste el día en que Palamedes vino a buscarte. Dejaste el arado por la espada. Es justo que arados y mujeres esperen, cuando llega el caso. ¡Oh, tu arado y mi tristeza! Siempre allí, en el campo, y dentro de mí... En invierno y en verano, en primavera y en otoño, brillase el sol o soplase el viento, de día y de noche, el arado inmóvil pesaba siempre en la tierra y en mi corazón. He visto la araña tejer en él su tela y al cuervo posarse en su   —67→   esteva. Después vinieron otros cuervos, que entraron en tu hogar... ¿Qué podían hacer dos mujeres solas y un viejo? Laertes, tu padre, bastante trabajo tenía con nuestro campo. ¡Pobre Laertes! Con los años, su carácter se hizo muy extraño. Apenas iba a la ciudad y andaba siempre solo, mal vestido, con su bonete y sus grebas, cuidando de todo, eso sí, de los cultivos y de los animales. En invierno dormía a la vera del hogar; pero cuando llegaba el verano se hacía preparar cada día en un lugar distinto, una yacija de hojas y de ramas, en la cual pasaba la noche. Ni una sola vez tu padre y yo hablamos de ti. ¡Con las ganas que tenía yo de hacerlo, sobre todo durante los primeros años! Después me habitué a mi silencio y al de los otros, me acostumbré a estar sola y a respetar la soledad de los demás. Tampoco con Penélope hablábamos de ti. La verdad es que nos veíamos pocas veces, aunque los dos casales están cerca uno de otro. Pero cuando ella empezó a ir todas las noches a vuestra era, con el candil encendido, yo la veía desde nuestra azotea, donde está la veleta, ¿te acuerdas?, y pensaba que ella, como yo, te esperaba y sufría por tu ausencia. No, ella no esperaba como yo. Una madre espera de una manera y una esposa, de otra. Son dos esperas, dos padeceres diferentes. Una esposa espera con la boca, las manos, los ojos, la cabellera y el deseo del cuerpo y el anhelo del alma; su espera es una mezcla de dolor y nostalgia. Pero una madre sólo espera con los brazos y con un dolor indiviso. Ella, Penélope, estaba todas las noches en la era. Yo veía su sombra inclinada, con la llama del candil como una mariposa de fuego que la noche le hubiese prendido en la cintura. Ella estaba allá abajo, esperando sobre la tierra; yo, arriba, en la azotea del casal, desde donde se columbra el mar y todos los caminos; y no inclinada, sino erguida, para poder tender mejor los brazos, y sólo oía el viento y el chirrido del gallo de hierro de la veleta. Durante el día me separaba de ti un círculo de horizontes; por la noche, cuando levantaba la mirada, veía abandonado en medio del cielo un arado de astros. Me convertí en la vieja de la veleta. Soplase de donde soplase el viento, el chirriar de la veleta era siempre el mismo; fuesen cuales fuesen mis pensamientos, siempre giraban en torno a ti. Después de diez años de esperarte, Ulises, empecé a morirme, porque la esperanza de ver tu llegada se marchitó en mi corazón. Un decaimiento   —68→   de nostalgia segaba lentamente mis fuerzas y adormecía mi deseo de vivir. Pero no pasaba día sin que subiese a la azotea y, de pie debajo de la veleta, otease las lejanías. Una mañana llegué arriba tan cansada, tan cansada, que me tendí sobre las baldosas, de donde -lo sabía muy bien- ya no me levantaría. Me costaba respirar, pero no sufría. Como no soplaba la más ligera brisa, la veleta no se movía. Miraba al cielo y pensaba en ti. Vertical e inmóvil, la humareda del casal de Penélope parecía colgar del cielo como una cuerda azul. Por el lado del mar, lejos, sobre el horizonte, veía aproximarse el punto negro de un pájaro. La humareda comenzó a formar una oscura espiral. El pájaro se aproximaba a la costa: era la primera golondrina que volvía aquel año. La humareda, lentamente, se inclinaba hacia nuestro casal y cubría ya una buena parte del cielo, sobre mí. Mis ojos, ya medio cegados, no podían dejar de mirar el humo que, amontonándose, retorciéndose y extendiéndose, iba adquiriendo por momentos la forma de tu cuerpo, hijo mío, de tu añorada presencia. Vi cómo te inclinabas sobre mí y me mirabas sonriendo, con el rostro y los ojos que tenías años atrás, cuando te perdí; después, acercándote más y más, y tomando la forma de Ulises niño, tendiste la mano, agarraste el gallo de hierro de la veleta y huiste corriendo por el campo azul del firmamento, al encuentro de la golondrina que se acercaba, y cuya llegada no vi...

Tiresias seguía de pie bajo el dintel de la puerta que Ulises, al salir, había dejado abierta. Con su agudo oído de ciego, percibía sus pisadas en la noche, por los campos despiertos de la primavera...



  —69→  

ArribaAbajoLas sirenas

  —70→  

Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro.



  —71→  

Desnudo estaba Ulises ante el mar.

En el rompiente de las olas, la arena brillaba como trigo esparcido. Acababa de salir el sol y, por encima de su disco, se cernía una gaviota. Desde la costa, parecía no moverse, como si dos manos invisibles la mantuviesen suspendida por los extremos de sus alas abiertas. El agua, que poco ha tenía una coloración de hiedra, iba cobrando, en el centro de la cala, transparencias irisadas y listábase de fulgores oliváceos bajo las rocas, donde se mecía pesadamente, sin llegar a romper. Tan tranquilo estaba el mar, que el leve movimiento de las olas moría en la playa sin producir espuma: sólo un pliegue tembloroso, una fimbria cristalina de luz fundida. El sol era como un puñado de algas rojas.

Desnudo estaba Ulises ante el mar. E inmóvil. Detrás de él, ligeramente inclinada hacia la izquierda, como surgida de sus talones, se extendía su sombra. Era la primera sombra de Ulises aquel día, y sólo duraría hasta que él se lanzara al agua, de un momento a otro, pues el sol había salido ya. La sombra había comenzado cuando Ulises, dejando atrás el ralo pinar, emprendió el descenso hacia el mar, siguiendo el angosto sendero flanqueado de rocas y agaves. Tenue y nebulosa al principio, casi sin contornos, la sombra lo había ido siguiendo, remedando el ritmo de su marcha y cada uno de sus movimientos, como una anticipación de la auténtica sombra que sería luego, cuando él se quitara las ropas y su cuerpo resplandeciera bajo el beso del sol.

Agudo y claro -risa o gorjeo de ave- estalló en el aire un corto chillido. Moviose toda la sombra: testa y pecho giraron con leve balanceo, uno de los brazos se alzó y volvió a caer, la pierna derecha pasó a la izquierda y la pierna izquierda   —72→   se trasladó hacia la derecha... La sombra no había cambiado de forma, pero ahora no surgía de sus talones, sino de la punta de los dedos de sus pies. El chillido no se repitió, y Ulises se enfrentó de nuevo con el mar.

Ulises sentía el mar con todo su cuerpo, y respiraba ávidamente, como si en vez de aire respirase mar. Avanzó unos pasos, hasta que sus pies hollaron arena húmeda. La gaviota había desaparecido. Por unos instantes, su mirada vagó por el glorioso azul del firmamento. Mar, cielo y tierra parecían ungirlo con un mismo silencio de paz. Su alma era presa de tal radiosa y tranquila beatitud que, sonriendo, Ulises cerró los ojos. Al abrirlos de nuevo, pensó cuán bello sería morir, un día, en plena vejez esplendorosa, junto a un mar como el que aquella mañana le era dado contemplar. Le habían predicho, o lo había soñado, que día llegaría en que un caminante, deteniéndolo, le diría que en su hombro llevaba, en vez del remo fácil de mover, una pala de trillar, y que él, al oírlo, y comprendiendo, hincaría en el suelo el remo y esperaría que la muerte le llegara del salobral. Cuando la medida de sus días se colmara, ¿qué más podría desear sino morir en tierra, junto al remo y rodeado de su gente feliz? Sí, morir no era otra cosa que plantar el remo y partir. Cosa fácil, por cierto. Él se iría, pero su remo permanecería hincado para siempre en la cumbre de los recuerdos de su pueblo...

Primero sintió como una brusca sensación de grilletes fríos en los tobillos, y luego, barriendo su soñar, un ramificado escalofrío recorrió todo su cuerpo. Miró: el agua cubría sus pies. Ulises avanzó lentamente, cual si fuera sirgado desde el mar. Por unos instantes, su sombra se quebró en dos: la de la parte superior del cuerpo -torso y cabeza- caía sobre la arena, fuera del agua, como un busto derribado, mientras la otra, en el fondo arenoso, temblaba, toda cubierta de doradas cicatrices. El agua le llegaba ya a media rodilla. Sus tibias, al hendirla, abrían dos surcos argentados, y alrededor de las pantorrillas, lisas, sin ovillamientos de músculos, se arracimaban copos de espuma. La resistencia del volumen del agua, al llegarle ésta a las rodillas, aumentó sensiblemente. Ulises, balanceando la cintura, avanzó. El frío palmoteó sus vigorosos muslos cubiertos de corto y negro vello.

-¡Oriala!

Tras el grito, estalló una risa cristalina. Ulises se detuvo.   —73→   La voz, clara y aguda, parecía surgir de lo alto de los riscos que se levantaban a la derecha de la cala.

-¡Elia!

La segunda voz, igualmente clara y aguda, sólo había lanzado la palabra, sin risa que la acompañara. El eco la tomó y, como un niño que atrapa una manzana verde, la arrojó contra el mismo lugar de donde había llegado.

Ulises siguió adelante. Dentro del agua, por el lecho de fina arena, su sombra se arrastró, como un fardo, mientras el agua fue somera. Una bandada de gaviotas se levantó del roquedal de la izquierda, chillando. El agua iba subiendo por los muslos de Ulises como el cosquilleo de una araña de cristal. A veces, cuando el oleaje lo hacía tambalear, recobraba el equilibrio dando un sacudón hacia adelante. Las gaviotas habían cesado de chillar y, en vuelo bajo, giraban por encima de la cala. Lejos, en el horizonte, una tenue calina empañaba el azul del mar. Ulises se había olvidado de los gritos que había oído poco ha. El agua llegó a la parte alta de sus muslos, cubrió su sexo, solevantándolo, y chapoteó en el hoyo muelle de su vientre. Presa de una aguda sensación de frío inclinose hacia adelante y, sin detenerse, frotose los flancos con las palmas de las manos. Le gustaba tocarse los flancos, en la parte flexible entre las caderas y el nacimiento de las costillas. De allí surgía la fuerza que llenaba su pecho, endurecía sus músculos y mudaba el ritmo de su respiración. Una fuerza que no estallaba, sino que ascendía como una espesa savia e inundaba todo su cuerpo bello, fuerte y armonioso, de una armonía un poco pesada.

Al llegarle el agua a la garganta, Ulises oyó de nuevo la voz de la primera muchacha cantando en los peñascos:


¡Oh ven, ven tú que te vas
y en el mar sin fin te acunas!
Sobre mi cuerpo hallarás
una surgencia de lunas.

Tras un segundo silencio, la segunda voz cantó:

  —74→  
La vasta paz del espíritu
si vinieras te daría.
Para ti la eterna noche
día eterno cantaría.

Vuelto el rostro hacia el cielo y dejando flotar su cuerpo al azar de las olas, Ulises, sonriendo, escuchaba. La música de la canción sonaba a sus oídos con una dulzura lánguida y capitosa. Mecido por la canción y el mar, íbase apoderando de él un inefable deliquio, un adormecimiento en que sus sentidos y sus pensamientos oscilaban entre la realidad y el sueño. ¡Qué puro era el azul del cielo hacia el cual levantaba su mirada! Su cuerpo y su espíritu se habían fundido en un mismo arrobo. Ya no existía ni cielo ni mirada, sino una sola conciencia celeste; ya no existía ni cuerpo ni mar, sino un corpóreo latir oceánico...


Oh, ven, ven tú que te vas...

La música penetraba en él como un aroma matinal. ¿Partir? ¿Hacia dónde? No había dónde. Todo giraba en la Gran Rueda, con el ritmo de la canción de las peñas.


... día eterno cantaría...

Despabilándose, Ulises sumergiose y nadó hacia el cercano cayo. Tocando el muro de roca con las manos, subió hacia la superficie; al llegar a flor de agua, llenó de aire sus pulmones y se chapuzó otra vez. Era tal la transparencia del agua, que su sombra se proyectaba en el fondo como la de un ave aliabierta. Ulises nadaba -volaba- en pos de su propia sombra. Tocó fondo con los pies y se agarró a una arista, con los ojos muy abiertos y conteniendo el aliento. De súbito, como un relámpago blanco, pasó el cuerpo de Oriala; un instante después, casi alcanzándola, pasó el de Elia, ahusado, describiendo una amplia curva. Oriala volvió: brazos   —75→   pegados al cuerpo, bajó verticalmente hasta colocarse delante de Ulises. Su rubia cabellera, que en el descenso se le había atiesado, desparramose sobre sus hombros. Dando dos rápidas vueltas, acercose tanto a Ulises que sus senos casi lo rozaban. Ulises escrutó sus ojos: no miraban. Y la boca: movía sus labios como si no hubiese dejado de cantar. Y el cuerpo: alto y robusto, de una blancura resplandeciente, jaspeada de trémulos reflejos amarillos... Lanzándose hacia arriba, Oriala huyó. Pero ya bajaba Elia, hendiendo la glauca claridad submarina con su moreno cuerpo núbil, tenso como un arco. Una guirnalda de burbujas la seguía. Tocó el fondo con las manos, hízose para atrás con un brusco movimiento, al tiempo que encogía las piernas hasta tocarse el mentón con las rodillas; luego sujetándoselas con las manos, hecha un ovillo, dio una vuelta. Giró una y otra vez, y a la tercera se abrió como una flor de cuatro pétalos. Una sólida mano de agua y sol le alborotó la cabellera, tornasoló su rostro, que tenía una fijeza de máscara, y dejó sobre su vientre una púrpura arborescencia. Elia se acercaba a Ulises con una lentitud sonambúlica, tocando levemente el fondo con la punta de los pies. Al llegar junto a la sombra de él, arrodillose e inclino el busto... Empezaba a enderezarse, cuando Oriala, cruzando veloz, la cogió por los cabellos y la arrastró hacia la superficie. Pero volvieron juntas, dándose las manos; después, ora una, ora otra; y luego, de nuevo juntas. Pasaban y volvían a pasar, acercándose a Ulises, huyendo, braceando, perneando, en un vértigo en que visión y movimiento se entremezclaban: un brazo, serpenteando, cruzaba una cabellera, retorcíase un torso, una mano brillaba como un pámpano de mármol, Oriala descendía de lo alto como una ánfora llena, mientras Elia, abajo, movíase como si estuviera rasgando un velo, una flecha de luz vibraba clavada en un flanco...

Y Ulises siguió mirando hasta que una venda roja cubrió sus ojos y la sangre zumbó dolorosamente en sus oídos. Entonces, expulsando la última bocanada de aire, empezó a ascender.

De pie en lo alto del peñasco, Ulises contemplaba el mar. Elia y Oriala volvían a cantar, pero él, absorto, no escuchaba.   —76→   Ulises contemplaba su mar, que en aquella hora tenía el color del trébol...



  —77→  

ArribaAbajoLas vacas del sol

  —78→  

Llegarás más tarde a la isla de Trinacia, donde pacen las muchas vacas y pingües ovejas del Sol.



  —79→  

-¡Euri!

El vigía, apenas oyó su nombre, dejó de trepar por las jarcias del palo mayor, movió una pierna rápidamente, de modo que la cuerda se la sujetase con dos vueltas, asiose con fuerza con la mano derecha y, con la izquierda, tomó el cuerno marino que le colgaba de la cintura. Pero antes que se lo llevara a los labios, la misma voz, desde abajo, volvió a gritarle:

-¡Euri! ¡Eh, rapaz!

Entonces Euri se puso el cuerno en la boca y contestó con un toque corto. Luego, inclinándose a mirar al hombre que estaba acostado en el puente, al ras de la orla, sacó la lengua en una mueca graciosa y dijo:

-¿Qué haces, Norfeo? ¡Déjame tranquilo!

-Hace rato que me estás mareando con tu cuerno, y no cesas de saltar de una cuerda a otra. No olvides que estás más lleno de vino que de viento, y piensa que si te caes te descalabras. Hazme caso: será mejor que bajes.

-¿Es que no estás tú lleno de vino también? ¡Caramba! ¡Si Ulises te oliera el aliento...!

-Pero tú bebiste muchísimo más que yo. Además, yo he dormido la siesta. ¿Has escondido la jarra?

-¿La jarra? ¡Tra, la, la! Bien escondida la tengo. ¡Olairá! ¡Sigue durmiendo, que voy a cantarte una canción de cuna desde aquí arriba!

-¡Baja en seguida y déjate de bromas, Euri!

Tras una corta pausa, Euri gritó:

-¡Norfeo!

-¿Qué?

Por toda respuesta, se oyó otro breve toque de cuerno.   —80→   Norfeo se incorporó con dificultad y, sonriendo, amenazó a Euri con el puño cerrado. «¡Diablo de muchacho! Si tuviese mis años y las piernas baldadas por el reuma preferiría el descanso a andar zangoloteando por el cordaje de la nave. Verdaderamente, la vida del hombre de mar es bien arrastrada». Había decidido que aquél sería su último viaje. Ya no era joven y estaba harto de ir de un sitio para otro, aquí caigo y allí me levanto, con la esperanza de una suerte que jamás llegaba. Así que Ulises regresase de tierra, se lo diría. No esperaba ni un día más. Pero ¿por qué no regresaban Ulises y el grupo? Desde el día anterior que desembarcaron en busca de agua y provisiones, no se les había vuelto a ver. Su ausencia se hacía inquietante y más valía no pensar en cómo Euri y él iban a arreglárselas solos en aquella nave anclada cerca de una isla al parecer deshabitada. Cierto es que, por la mañana, Euri, curioseando, encontró una jarra llena de vino que les había aplacado la sed, pero no el hambre... Si al menos encontrasen otra jarrita, las horas de espera no se harían tan largas bajo el sol abrasador... Pues sí, le diría sin titubeos: «¡Ulises, al primer puerto, amarro!». Y que se lo tomase como le diera la gana, aunque lo más seguro es que se lo tomaría a risa, como siempre. Y si le ponía la mano sobre el hombro, clavándole la mirada, se repetiría lo de cada ocasión: seguiría irremisiblemente en la nave. Entonces, lo mejor sería hacerlo a escondidas, en cuanto se presentase una oportunidad...

-¿No duermes aún, Norfeo? ¡Oh, qué dulcemente se balancea la nave! ¿Quieres que haga sonar el cuerno? ¡Ahí va!

Norfeo miró hacia arriba con los ojos entornados. Euri evolucionaba de una cuerda a otra con una agilidad felina. De un lado, oscilando, le colgaba el cuerno, casi tan grande como su cabeza. Por un tiempo más Euri siguió subiendo y se paró al llegar bajo una gavia. El palo mayor recortábase contra el cielo liso y azul como un inmenso pistilo de oro.

-¿Qué ves por el lado de tierra? ¿No llegan aún? -preguntó Norfeo.

-Estas cuerdas cuelgan del cielo, y yo subo, subo, sin llegar jamás a lo alto. ¡Ja! ¡Ja! Tiré la jarra, vacía, desde aquí, no hace mucho; pero antes de tocar las olas se convirtió en una gaviota y ha volado hacia tierra... No; no se ve nada por el lado de tierra. No vienen aún. ¿Y qué? ¡Subamos!   —81→   ¡Subamos! ¡Aúpa! ¡Subamos tocando el cuerno!

-¡Euri! ¡Euri!

-¡Arriba! ¡Párate, cielo, que ya llego! ¡Oh, a la derecha está el sol! ¡Hola, sol! ¿Cómo va eso? Pero no es el sol, sino un pastor cubierto con una capa roja. ¡Dame la capa! El pastor soy yo, porque tú no tienes cuerno. Te digo que me des la capa si no quieres que de un manotazo te haga ir a estrellarte contra el otro lado del horizonte. ¡Eso es! ¡Pónmela encima de los hombros! Y ahora verás qué soplo tengo...

-¡Euri!

Era inútil seguir llamándolo, pensó Norfeo volviéndose a acostar. Si cayese desde tan alto quedaría más plano que una mariposa. Valía más no mirar, pues ojos que no ven... ¡Si el maldito cuerno dejase de sonar quizás podría descabezar otro sueño! La culpa era suya, por haberlo dejado beber tanto. Pues sí; lo mejor sería no decir ni una palabra a Ulises... No podía reprocharle nada. Sí, era preciso amarrar de una vez, pues ya estaba cansado del mar. Pero ¿qué hablaba de reproches? Él nada tenía que ver; fue Euri quien unos tragos... Mas ¿qué pensaría Ulises si él desertaba? ¡Bah!, encontró la jarra llena de vino y quien lo invitó a tomar. Con tales monsergas no iría a ninguna parte, y lo que importaba era regresar a casa, fuese como fuese... ¡Caramba con Euri, cómo gritaba! Y pensar que sólo bastaría un pequeño resbalón y ¡paf!... ¡Sería espantoso! Después de Elpénor, él. Lo tendrían que enterrar en aquella isla. ¡Pobrecito! Cavarían una fosa en tierra extraña y, dentro, todo ensangrentado, Euri con el cuerno, que él le pondría en la boca; aquel cuerno como un lirio de piedra, que ahora volvía a sonar, allá arriba, y le ahuyentaba los pensamientos y el sueño...

-¡Euri!

El vigía, cara al cielo, de pie en la gavia y empuñando el cuerno, seguía hablando:

-¿Qué te parece, sol? ¿Cómo me sienta la capa? Creo que será preciso que te apartes un poco. ¿No me oyes? ¿Ya vuelves a hacerte el sordo? Si no te alejas, de un golpe de cuerno te aplasto. Allá, hacia estribor... ¿Qué es aquello que asoma por el horizonte? Diríase un hocico blanco... ¡Ah! Hay que subir más, más arriba, hasta llegar a la cumbre del cielo.   —82→   ¡Hala! ¡Ya estamos! Y ahora, otro toque, esta vez bien largo... Sin rebaño, ¿cómo podría ser yo pastor? Ya asoma la testuz, ya se distinguen las astas adornadas de girasoles, y mueve la cola... ¿Y además? ¡Sí, ya vienen, ya llega todo el gran rebaño de vacas blancas! ¡Oh! El rebaño silencioso y resplandeciente pasta en el cielo azul, entre el mar y mis pies, y aquellas dos muchachas vestidas de azul que lo siguen, con las hondas de oro sobre el hombro izquierdo...

Ahora que las nubes tapan el sol, pensaba Norfeo, se comenzaba a estar bien en cubierta. De cuando en cuando, el sol asomaba, pero pronto volvía la sombra de las nubes que desfilaban... Euri no caía, y seguramente no caería, porque era diestro el muchacho... Se estaría mejor aún a la sombra de la parra, en el patio de su casa. Allí, sentado al lado de su mujer, que remendaría las redes, él le iría contando, sin olvidar detalle, todo lo que había vivido en los años de ausencia. Y ella, meneando la cabeza, sonreiría, y habría una mancha de sol en su regazo y una sombra de hojas de parra temblaría en sus cabellos... ¿Rubios? ¿Serían aún rubios? ¡Ay!

-¡Qué blancas son! -gritaba Euri-. Más blancas que la espuma, y se extienden por toda la anchura del cielo. ¿Qué pasa, ahora? ¿Por qué roncean las que van adelante? ¡Ea! ¿Por qué se detienen? En desorden se amontona el rebaño, topan testuces contra testuces, los girasoles se desprenden de las astas y son aplastados por las pezuñas, y una parte del rebaño retrocede, asustado... ¡Que suene el cuerno! Las dos muchachas hacen girar las hondas por encima de sus cabezas, y piedras de roja luz chasquean entre la cornamenta de las vacas delanteras, que se habían detenido como ante una barrera invisible... Remisas, vuelven a ponerse en marcha, y todo el rebaño avanza hacia los negros establos de la noche, donde habrá ordeña de astros...

¿Por qué no había de ser rubia aún? No había pasado tanto tiempo desde entonces y, además, ella era diez años más joven que él. En todo caso, quizás tuviera algunos cabellos blancos... Ahora que el sol se escondía tras los nubarrones y la brisa de la tarde había comenzado a soplar, ¡qué agradablemente se estaría acostado allí!... Euri seguía hablando, pero casi no se le oía y ya hacía rato que no había hecho sonar el cuerno... Ulises y su grupo tardaban demasiado. Pero más valía no pensar en ello. La nave se mecía   —83→   dulcemente, como una cuna inmensa... Bajo la parra, al atardecer, ella tomaría una sandía, la más grande...

-La sombra de las vacas se tiende sobre la isla, cubre las dunas y se alarga por llanuras y colinas, como si unas manos gigantescas colocasen manteles oscuros sobre una mesa clara. Lejos, en el centro de la isla, empieza a elevarse el humo de una hoguera y, más cerca, el de otra... ¿Qué haces, sol? ¿Quieres escaparte saltando detrás del mar? Me da lo mismo. Pero no te imagines que voy a devolverte la capa... Ahora, presa de un súbito espanto, todo el rebaño huye hacia el horizonte, alejándose precipitadamente de la isla, dispersándose por el cielo que empieza a llenarse de tinieblas, ensanchándose como un alud de nieve que rueda por la ladera de una montaña.

Ella iría a la cocina a buscar el cuchillo de hoja ancha, lo hundiría en la sandía y, poco a poco, meciéndose, comenzaría a cortar, meciéndose, meciéndose... y el cuchillo, poquito a poco, como el viento meciendo la nave, el cuchillo, meciendo la sandía, iría cortando, poco a poco, y meciendo... y ella, como la noche, meciéndose, iría alzando con las manos, poquito a poco, la luna roja de la media sandía... meciéndose, como la nave, alzaría, poco a poco, la sandía, la luna, como la noche... meciéndose...

-Sobre la tierra, entre las dos humaredas que se van ennegreciendo y espesando, las últimas vacas fugitivas del cielo se encabritan, saltan y se enlazan, sin dejar, en su terror, de rodar hacia el mar. Veo patas solas correr tras monstruosas formas decapitadas que se arrastran sobre ubres repletas, colas serpenteando entre la hierba y orejas que vuelan, testas que rebotan y topan contra las patas haciéndolas caer como bolos... Ya todo ha desaparecido, tragado por el agua, y el rebaño se ha perdido en el confín del cielo. La isla parece un altar, con las dos humaredas que se elevan, rectas y anchas, de la llanura rodeada de colinas. Ya empieza a ser tiempo de quitarse la capa roja y bajar a cubierta, donde, con la boca abierta, Norfeo se ha quedado dormido... Oigo unos gritos... ¡Es la voz de Ulises! ¿Dónde estará él? Sí, ya le veo. En la cima de aquella colina, amenazando a alguien con el puño. Ahora, braceando, echa a correr por la ladera, hacia la humareda... ¿Qué estará ocurriendo? ¡Bah! Ya lo sabré luego. El sol se pone... ¡Qué lástima tener que quitarme la capa! ¡No, todavía no! ¡Oh!   —84→   Por el cielo, un rezagado ternerito trota y brinca para alcanzar al gran rebaño que ya no se divisa. ¡Qué lindo es: blanco y salpicado de noche...!



  —85→  

ArribaAbajoEl incendio del mar

  —86→  

Diecisiete días navegó, atravesando el mar, y al decimoctavo pudo ver los umbrosos montes...



  —87→  

Y Ulises tendido en la balsa de troncos que el mar acunaba,
sentía latir en la vela murmullos de luz y de viento,
si bien ya la noche en el cielo cebaba alcotanes de sombra.
La luna brotó solitaria del mar, y los astros, la Osa,
la Pléyade, Orión, repitieron su ronda nocturna de siglos.
¡Qué lenta corría por Eea la pátina del plenilunio!
Ulises, de cara a la brisa que suave soplaba del Este,
guiaba con mano benigna, atento a la sima apacible
del mar, madre eterna de dioses habidos en áureas dunas,
y el sueño olvidaba entornarle los ojos ardientes de estrellas.
De nuevo entonó con el viento su himno a la tierra inefable:
un dulce susurro primero, y luego, ya en lúcida entrega,
un canto de fuerzas y bríos que el eco llevaba, saltando,
estrellas arriba, tan leve, tan solo como el ágil héroe
que lleva en la enhiesta bandera la firme esperanza de todos.
Porque, cuando el hijo del viejo argonauta Laertes seguía
los hondos caminos perdidos del mar, ancho surco del viento,
Deméter llenaba su pecho de suave añoranza, y teñía
su ánimo firme de calma terrena. Y el mar infinito,
en súbito azar de tormenta o en clara, serena, bonanza,
las olas hurañas o dóciles, el sol, los titanes efímeros
de los nubarrones que el viento desgarra, las trombas que saltan
silbando las últimas iras de las oquedades oscuras,
loaban en coro el regreso al reino del río y del árbol.
Un astro fugaz encendió la rúbrica de la cadencia.
La vela, en el mástil inmóvil, callaba su quieto desmayo,
y Ulises miraba las eras inmensas del mar, con los ojos
—88→
vencidos por los imprevistos encantos de un sueño lejano:
el mar convertido en espigas doradas, en diáfanos trigos,
el ritmo eviterno del agua con lento vaivén revivía.
Bandadas de blancos alciones graznaban su vieja leyenda,
y dioses cubiertos de olvido plasmaban en tieso remedo
un seco ademán de espantajo. Y ahora, las mozas marinas
a orilla de las altas mieses, con sus azulencas guadañas,
sus hoces de duro coral, segaban el trigo maduro.
Tras ellas cuadrillas de vientos terrenos ataban los haces,
y al pie del dorado horizonte, tendida sobre las espigas,
brillaba la sombra de Anfítrite, guardada por negros delfines.
De pronto, un vencejo cedió. Del seno de un haz elevado
saltó la centella. Despierta la hidra vivaz del solsticio,
un árbol de humo plomizo quebró las columnas de alciones,
el fuego se alzó como un toro, y, presa de miedo a sí mismo,
abrió treinta brazos de llamas al viento que lo agitaba
y lo convertía en jinete veloz, coronado de chispas.
Igual que en las torres de guardia, donde los vigías oscuros
encienden en altas señales el grito de riesgo o de gozo
que va de atalaya a atalaya, el fuego ganaba horizonte,
gavilla a gavilla. Todo el mar ardía. Los trigos inmensos
brotaban de abismos marinos, en cuyas profundas moradas
un sol despeñado ligaba la aurora a los pies de penumbra
de los archipiélagos muertos en hosco silencio de mármol.
El fuego, de pronto, detuvo su raudo galope, y tendiendo
el arco escarlata, una flecha lanzó al corazón del espacio.
Del cielo donde se apagaban los ecos de los viejos mitos
cayeron cien pájaros negros. Allende la tierra dormida,
las cumbres nocturnas, desiertas de paz, se arrancaron las sombras.
Caudillo y pastor de su odio, el fuego trotaba, furioso,
al frente de la caravana de monstruos esbeltos, surgidos
del caz de su sangre soberbia, loco de viento y distancia,
la frente arrogante, ceñida la honda y la lanza en el puño,
perdió la mirada gloriosa por el aterrado celaje.
El mar se tendió sobre el lecho encendido de límpida furia,
fulgente de espíritu, llama vivaz de su muerte escondida.
Y Escila salió de su cueva, cruzó la gran selva marina,
y en medio del fuego, en las manos los áspides de la cabeza,
quedó iluminada de horrores al filo del vórtice quieto,
—89→
Caribdis, un beso de monstruo al pie de los senos quemados.
Y en plena victoria del fuego, ¡brotó el sollozar de las islas!

Con ánimo grave de exilio, natal de tristeza nostálgica,
Ulises, en la ley del sueño, surcaba el desierto salino,
desnudo en el sol rescatado de sangres arcaicas por vientos
que elevan las ondas floridas en blanda inquietud germinal.
La aurora quebró en el escollo. Ulises alzó el largo remo.
Las torres azules del día sitiaban las cumbres de nieve,
que desde la mar parecían más firmes que el astro oscilante.
Del cielo, en tumulto fluvial, el Dios sonriente bajaba,
lanzando a los valles, con tropas alegres, su claro deseo.
Un brazo emergió de las aguas en blanca respuesta al pregón
de cimas y cuernos, con gesto de luz que la mano batiente
trenzaba, eslabón entre el cuerpo invisible y el grito continuo,
con pálido azul de aire-cielo. Las chispas de su cabellera
de lino batían el cuerpo flotante, frutal, de la Diosa,
feliz al final de su vuelo profundo, de su verde cuna,
yacente en la espuma lustral del mar redivivo en el sol,
que abría caminos con rumbo seguro a la tierra florida.
La Diosa se irguió palpitante en el súbito espacio sonoro,
que le daba un ánima nueva en el riesgo aplomado del Día,
del iris sereno que hacía brotar el cenit de su vientre,
y, ya sin memoria de fuego, de cara a las aves del grito,
corrió danzarina a los brazos del Dios que aguardaba en la orilla.

Ulises, tendido su remo de oro a las cumbres tranquilas,
mecidas al ritmo amoroso, al suave jadeo del mar,
cerró dulcemente los párpados. El ritmo latía en su alma:
«Eterna caída y eterno nacer. La tiniebla, rasgada
de besos, y el ala, en el sueño del viento, regresan y parten...
¡Eterno retorno en la muerte! ¡Eterna llegada y adiós!
Eterna vida, de nuevo; la ráfaga eterna del polen
relumbra a los pies de la tierra... Las marchas constantes, unánimes,
los cambios secretos, la chispa dorada que hiende veranos,
y todo el dolor de la tierra, se elevan a risa celeste.
El llanto que llueve del cielo corona las bodas divinas
del mar y la tierra...».

(Versión de Roberto Ruiz)



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ArribaAbajoAnfítrite

  —92→  

Poseidón que ciñe y bate la Tierra...



  —93→  

Al llegar Ulises, sediento, cerca de la fuente sombreada de sauces, una mujer joven acababa de llenar un cántaro color de miel. No deseando en aquellos momentos ninguna compañía, se sentó en la hierba del talud, para hacer tiempo. Levantó la cabeza: entre las hojas de los árboles el cielo se encandilaba de ocaso y en las frondas los pájaros rebullían y piaban. Allá, por el lado de las montañas, volaba un halcón...

Miró otra vez hacia la fuente. La mujer había dejado el cántaro lleno a sus espaldas, sobre una roca cubierta de liquen, y, arrodillada cabe el agua, hundía en ella las manos ahuecadas. Su figura, por más que Ulises la veía de espaldas, le resultaba vagamente familiar y sentía que la observaba con un interés creciente. Tal vez cuando se volviera y pudiese verle el rostro recordaría quién era. La mujer, ahora, acercaba los labios a la líquida almuerza, y bebía. Debido a la posición de su cuerpo, la holgada vestidura descendía libre por delante, pero se le adhería detrás del cuerpo, desde la nuca hasta el final de los flancos, desde donde caía, acanalada en amplios pliegues, encima de los pies, rojos del fuego de crepúsculo. Aquel torso ancho y robusto, del cual el cántaro parecía una réplica esquemática, los cabellos recogidos en rodete, los brazos blancos y carnosos, todo aquel cuerpo pesado y radiante, de estatua y gavilla, le era misteriosamente sabido, pero por más que escudriñaba la memoria, no podía recordar...

La mujer, tras haber bebido, se levantó, secose las manos mojadas en los cabellos y, volviéndose, se dirigió hacia el cántaro. Su rostro -ahora Ulises podía ver las facciones amplias y serenas y los verdes ojos inmóviles de honda mirada- no correspondía al de ninguna mujer que hubiese tratado, pero   —94→   acentuó la impresión de íntimo conocimiento que poco ha le había producido el cuerpo.

La mujer cogió el cántaro por las dos asas, lo levantó de un envión y luego, ladeando ligeramente la cabeza a la izquierda, se lo colocó sobre el hombro derecho y empezó a caminar bajo los sauces, de cara al poniente. Pasó por delante de Ulises, sin mirarlo, lenta y balanceando las caderas, sin acusar el peso del cántaro lleno que llevaba sobre el hombro como si fuese una gran ave color de amapola. Y Ulises volvió a ver, mientras ella pasaba, los abiertos ojos verdes y los cabellos de un tono azulenco, con un corimbo de blanco saúco calado a un lado del moño.

Ulises la seguía con la mirada, sin recordar aún. Al llegar al primer recodo, la mujer se detuvo, y Ulises advirtió el carro, del cual alguien saltó y fue al encuentro de la mujer, quien al darse cuenta de ello, retrocedió dos pasos. El hombre, un feo viejo de estatura gigantesca y barba gris, deslizó un brazo por la cintura de ella y, levantando el otro en un ademán de ira, o como si blandiera un arma invisible, se llevó a la mujer...

Ulises se arrodilló a beber en el mismo lugar donde había bebido la mujer. Y fue en el momento de inclinarse sobre el agua transparente, fascinado aún por los anchos ojos verdes y la azulosa cabellera, cuando el misterio de la desconocida se le aclaró en el espíritu. Y bebió, sin dejar de sonreír a unos recuerdos que se hacían tan vastos como su pasado...



  —95→  

ArribaAbajoMayala

  —96→  

Ámense los unos a los otros, como anteriormente; y haya paz y riqueza en gran abundancia.



  —97→  

Avanzando desnuda por el agua sumisa
que contempla su cuerpo con brillantes pupilas,
Mayala vuelve el rostro al viento y al crepúsculo
y, alzando la cabeza, escucha... Tierra adentro,
suenan cantos. Divino de inmemoriales sangres
es el brío del torso dorado y azulino
donde el verano apresa los flancos e hinca el seno,
mientras mece en el vientre sus solares aludes.

Se ha escurrido el cabello y compuesto el rodete,
y ha saludado al astro con un gesto amplio y lento.
Mitad del horizonte y mitad de las olas,
la radiante se entrega a los besos del aura,
se detiene en la arena y, como si invocase
a un dios, más por placer de arcano que por ruego,
alza unidas las manos, como una caracola,
y grita un nombre. Lejos, le contesta un relincho.

Acostada en la duna, ella grita otra vez.
Un galopar redobla en la oscura colina.
Un menguante de luna cuelga, rojo, en el Este.
Y Mayala, sabiéndose vestal de su deseo,
alza, lenta, los brazos al hechizo de un sueño:
el telúrico espíritu coronado de estrellas
y mirada de fuego que la libra de azares.

Luego oye que el caballo entra solo en el mar...





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