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ArribaAbajoEntre faldas

¿Cómo se rotula el jefe, amo, director o rabadán de los agustinos?

Llamémosle o rotulémosle general, como el de los jesuitas, que hasta a los frailes, monjes y demás gente de claustro paterno les gusta jugar a los soldados.

Pues bien, mi general: esto ya no puede tolerarse. Esos agustinitos o capuchinos de bronce del Escorial (hablo de la sección de letras, pues de los demás nada tengo que decir) están locos de remate y no se resignan a pasar por lo que son, literatos cursis y sin gusto, gente ridícula, en cuanto poetas y críticos; sea lo que quiera de todo el dogma, de toda la moral y de toda la disciplina.

Habíamos quedado, mi general, en que su reino   —264→   de ustedes no era de este mundo, y mucho menos del mundo de las vanidades literarias.

Pues como si cantara. El P. Muiños, ese lírico de Soria, y el P. Blanco, ese Aristarco de Piloña, echan espumarajos de santa cólera místico-poético-crítica, y han soltado contra mí la jauría de legos de presa que tienen a sus órdenes por esos periodicuchos neos que alimenta Pidal con destinos y otras hierbas.

Recibo anónimo tras anónimo, a cientos; todos huelen a sacristía; algunos vienen sin franqueo, de modo que me cuesta dinero enterarme de que los mestizos de toda España me tienen por un antecristo crítico y por un ser dañado interiormente.

Hasta los aguadores se conjuran contra mí, señor general, y según veo en un recorte de un periódico, que debe de ser La Unión Católica (a juzgar por una lica en letras gordas que hay al principio), el tal aguador, probablemente paisano del P. Blanco, me pone perdido porque me he permitido censurar al agustino frescachón o el colegial desenvuelto.

Empieza por faltar a la verdad el aguador, como faltaba aquel otro fraile a quien echaron de la Unión Católica, y dice que yo me permito indirectas «sobre los efectos que pueden producir las lecturas eróticas en un fraile joven encerrado en   —265→   su celda». Lo que va entre comillas se supone que es copia de palabras mías. Pues falta a la verdad el aguador, porque yo no he dicho tal cosa; yo he dicho que el P. Blanco estaba «entregado a lecturas sugestivas como demonios». Eso y no lecturas eróticas, que o no significa nada, o significa una atrocidad, tratándose de un monje. (Uso las palabras monje y fraile como el vulgo. ¿Quién renuncia a llamar frailes a ciertos señores regulares?)

Y sigue el aguador (el estilo es de aguador, por eso creo que lo es): «El P. Blanco es un sabio en toda la extensión de la palabra: el que ha escrito que no puede decirse que un libro se rotula no sabe castellano.

Vean ustedes, ante todo, la congruencia de las cláusulas copiadas. «El P. Blanco es un sabio: el que ha escrito, etc..., no sabe castellano».

Pero, además, ¡oh aguador!, el que no sabe castellano, ni por indicios, es el que sostiene que el P. Blanco dijo bien al decir que Vital Aza «ha escrito un libro que se rotula Todo en broma».

Según el aguador, se puede decir eso como Cervantes dijo: «Este grande que aquí viene se intitula Tesoro de varias poesías».

Sí, señor; se intitula puede decirse, pero se rotula en el sentido mismo no; coja el aguador el Diccionario de esa Academia cuya autoridad invoca,   —266→   y verá que intitular se usa también como reflexivo; es decir, que hay intitularse, como hay llamarse, que significa tener un nombre o apellido. ¡Pero no hay rotularse! ¿Sabe usted lo que sería, en todo caso, rotularse? Ponerse rótulos, el tatuaje de los salvajes, como si dijéramos. Pero aun así, no podría aplicarse esto al libro, que no se rotula a sí mismo. El libro de Vital Aza lo rotuló su autor de una vez para siempre; de modo que no le andan rotulando todos por ahí, y por eso es una gran barbaridad decir que el se rotula, ahí, es verbo pasivo. Es un reflexivo... absurdo, porque no hay rotularse reflexivo, y el activo rotular empleado en forma reflexiva significaría ponerse rótulo, pero no intitularse, llamarse, tener tal nombre. ¿Qué apuesta La Unión Católica a que el mismísimo Tamayo y Baus me da la razón? Pregúntenle, pregúntenle. Si Tamayo les dice que es lo mismo decir que un libro se intitula que decir que un libro se rotula... prometo someterme a la penitencia que el P. Muiños o el P. Blanco me impongan. Es más: creo que el mismo P. Blanco estará ya convencido a estas horas de que ha dicho un dislate.

¿A que no canta la palinodia La Unión Católica? ¡Ca! Volverá a citar al Sr. Novo y Colson y a emplear otras maliciucas de neo rabiado; pero ¿a que no confiesa que se ha equivocado en lo de se rotula?

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Rotular, según la Academia, es poner un rótulo, y nada más que esto. Por eso está mal decir que un libro se rotula «A o B». Digo yo: «Un libro se rotula de una vez para siempre». (Aquí está bien dicho, porque, en efecto, esta oración es una segunda de pasiva, y se trata de poner un rótulo, y el sujeto no se nombra). Pero rotular, en el sentido de intitularse, llamarse, como reflexivo, no existe; por eso está bien: el libro de Aza se intitula Todo en broma, o se llama Todo en broma, y está mal: se rotula Todo en broma. Estaría bien si rotular tuviera esa otra acepción que tienen llamar e intitular, que admiten el reflexivo. Pero no la tiene; ¿yo qué culpa tengo? En fin, yo apuesto mil pesetas ahora mismo a que La Unión se ha equivocado. Y admito por jueces a tres académicos neos... de los que sepan gramática.

Para que el colega (si eso es un colega) no se pueda escapar por ninguna parte, ahí van varios ejemplos de lo que no puede decirse y de lo que puede decirse:

Supongamos a Vital discutiendo con el editor del libro; puede decir Vital:

-Pues hada; se rotula el libro Todo en broma, y hemos concluido.

Y puedo decir yo:

-Después de estas disputas, se rotuló el libro como va dicho y se fueron a cenar.

  —268→  

Pero el P. Blanco queriendo decir que el libro de Aza se llama Todo en broma, no puede decir:

-Todo en broma, finalmente, se rotula un libro recentísimo de Vital Aza.

Y no crea el aguador de La Unión que le está prohibido al P. Blanco hablar así por ser fraile; no, señor: es porque en los casos anteriores es efectivamente pasivo el verbo, se refiere su acción al hecho de poner rótulo; pero no así en el caso del fraile, que lo que quiere decir es otra cosa; rotularse por intitularse, llamarse... y eso es lo que no admite la gramática.

Y esto no es cuestión de opiniones, es absolutamente cierto que es como yo lo digo... Y apuesto las mil pesetas.

*  *  *

Y sigue el crítico de La Unión (ahora he averiguado en otro ejemplar que se llama Pedreira, y aunque tiene nombre de gallego, no puedo asegurar que sea aguador): «Tampoco es cierto que el P. Blanco no sepa conjugar el verbo desdecir, porque en la página 482, línea 13 inferior, dice desdeciría, y no desdiría, como aseguran los críticos que se ceban en las erratas de imprenta».

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Vuelve a faltar a la verdad La Unión. Yo no he dicho que el P. Blanco dijera desdiría en la página 482. Lo que dije, y repito, es que el P. Blanco dice desdirían en la página 269. Y, en efecto; lo dice en la línea 17; no hay más que ir a verlo.

¿Que es errata? ¡Pamplinas! Los cajistas no se meten a convertir en irregulares las formas regulares de los verbos, si los autores los escriben bien. Diga usted que el P. Blanco hace con desdecir lo que hacen las mujeres con la b y la v: usarlas por rigoroso turno pacífico.

*  *  *

Pero ¡si el libro del P. Blanco está lleno de disparates! Por donde quiera que se abre se ve, o una falta de gramática, o un adefesio de lógica. Cuando no escribe a lo periodista de fondo de La Época o a lo romántico trasnochado, se pierde en tautologías, impropiedades e incongruencias.

Cojo un alfiler, pincho el libro, abro... y leo, página 402: «se dirigen a fines cuyo mutuo parecido...».

¿Hay mayor disparate? Esto es peor que las risotadas mutuas de la Pardo Bazán. ¿Cómo ha de ser un parecido no siendo mutuo? Si una cosa se   —270→   parece a otra, es claro que ésta se parece a aquella. ¡Oh la crítica agustiniana!33

¡Cuánto mejor estaban ustedes fabricando Chartreuse verde!

Este mutuo parecido está, por cierto, junto a un insulto a Clarín. Pero yo no contesto al P. Blanco, por huir del parecido... mutuo.

Página 207: «El sello bretoniano que distingue las obras de Serra se extiende hasta los más imperceptibles pormenores, aunque nunca permite ver las huellas del plagio, porque eran más grandes que todo eso las disposiciones del imitador».

¡Qué de desatinos! ¡Pormenores imperceptibles! ¿Cómo han de ser imperceptibles los pormenores de una obra de arte? O no son pormenores, o se perciben. Y si no son perceptibles, ¿cómo sabe el P. Blanco que en ellos está el sello bretoniano? ¿Y qué es eso de un sello que no permite ver las huellas de un plagio? Sin querer llama plagiario a Serra, y lo que dice es que las disposiciones de este eran tales que disimulaban el plagio (no permitían verlo). Y en todo caso, si no había plagio, sería gracias al autor, pero no al sello bretoniano, que en eso ni entraba ni salía. Sería gracias a las grandes disposiciones para no permitir que se viesen las huellas.

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En la misma página: «El Don Tomás todo entero».

Allá los puristas.

En la misma página: «singularmente por ese sabroso buen decir, y por (¡adiós singular!) esa vena de excelso versificador...» ¡excelso versificador! ¡Bonito epíteto! ¿Cómo llamará a Dios el padre que llama excelsos a los versificadores? Si el padre toma el Diccionario al pie de la letra, y sin criterio, el mejor día nos dice «la excelsa mantequilla de Soria», para adular al P. Muiños.

El P. Blanco es un bendito, que no tiene idea de lo que es gusto, ni de lo que es una Historia de la literatura. Le cuentan cualquiera anecdotilla34 insignificante y sosa... y allá va, al monumento, como dicen los neos que le jalean la obra.

Como ejemplo de las improvisaciones graciosas de Serra, copia esto:


    Bebe un músico Burdó
y gasta de flor el pan,
y lacayo... y... ¡qué sé yo!
¡Y junto al músico están
cuatro autores sin reló!



¿Habrase visto cosa más ridícula? ¿Un historiador admitiendo estas... quisicosas en un libro serio, con pretensiones de monumental? Y en seguida copia esto otro:

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    Oudrid, me ha dicho Reguera
que al acabar la función
subas a la dirección,
que en la dirección te espera.



¿No es... tonto, valga la verdad, tonto el crítico que gasta tinta y papel en tales fruslerías? ¿Sirven esas improvisaciones para pintar la gracia espontánea de un Narciso Serra?

¡Y querían que Valera alabase el libro del Padre Blanco!

En la página 274, para elogiar los caracteres de cierta novela, dice que todos los personajes se mueven a compás. ¡Vaya un movimiento! ¡Parecerán héroes de Juanelo!

Página 465: «Toda la trama de la obra, compuesta de increíbles atrocidades, la colocan (la trama... la colocan) a gran desnivel, respecto de la precedente».

Para el P. Blanco sólo está a gran desnivel... lo que está más bajo. Pues figúrese que esa trama fuera tan excelente que hiciera de la obra una maravilla; pues también la colocaría a desnivel... al ponerla más alta. El P. Blanco, a quien le faltan más de mil para crítico y le sobran más de cien para arador, está a un gran desnivel respecto de los críticos y de los aradores.

En la página 586, hablando de los estudios literarios del respetable y sabio F. Canalejas, difunto,   —273→   dice el P. Blanco: «y aún se permitió el lujo de estudiar los adelantos de la Filología moderna». Y eso es una impertinencia de frailuco pedante y sin trato de gentes. ¡Burlarse de Canalejas el Padre Blanco!

Después da a entender que Canalejas se volvió loco por estudiar mal y caer en dudas filosóficas.

Esto no cabe comentarlo con cuchufletas. Razón tiene Cánovas cuando dice que ahora hay delitos nuevos. No es delito penable, pero sí delito de lesa crítica, sacar a relucir las enfermedades de los autores para relacionarlas con sus ideas, como argumentos contra estas. ¿Qué tiene que ver la demencia de Canalejas con su filosofía? Además, ¿le consta al P. Blanco esa demencia?

Página 329: Habla el P. Blanco de la vocación y de la inspiración de Núñez de Arce, y dice que «veinte años estuvo represada aquella corriente impetuosa...» y en seguida añade: «y lo que más asombra: esos veinte años no lo fueron de estacionamiento». ¿Con que no? Pues si la corriente estuvo represada, estacionamiento hubo; y si no hubo estacionamiento, no hubo tal presa ni represa.

Por cierto que esa corriente después «corrió siempre con el mismo insuperable éxito». ¿Pero sabe el padrecico lo que significa éxito? Un éxito puede ser insuperablemente... malo. Éxito es salida,   —274→   y la salida puede ser... por la puerta o por la ventana; buena o mala.

Por hoy basta. Otro día examinaremos, entre otras cosillas del convento, unos versos que el padre Blanco me pone de ejemplo, para que yo aprenda a tener oído.

Hay P. Blanco, para rato. Y ustedes dispensen; yo lo que puedo hacer es alternar con otros asuntos; ¿pero dejar al padre de los parecidos mutuos? ¡Quia!



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ArribaAbajoEl certamen de San Juan de la Cruz

Ya lo oyen ustedes: la Academia Española, en un arranque de idealidad contemplativa, ha determinado desprenderse de mil pesetas para entregárselas al poeta místico de más agallas, el que cante mejor que todos sus émulos del concurso (o pujas a la llana) al seráfico San Juan de la Cruz en el tercer centenario de su muerte, acaecida en diciembre de 1591.

Ya lo oyen nuestros vates fin de siècle, nuestros simbolistas, decadentistas, instrumentistas, místicos, etc., etc. Salgan al campo del honor poético nuestros Verlaine, nuestros Peladan, nuestros Malarmè, nuestros Villiers-de-l'Isle Adam. Si allá por Francia es moda entre la juventud literaria, y la que no es juventud, sacar a relucir la vida y   —276→   milagros de santos ilustres, y un escritor-artista nos habla de San Francisco de Asís, otro de San Ignacio de Loyola, etc., etc., del propio modo nuestros ilustradísimos y profundos y muy sentimentales poetas jóvenes sabrán cantar al sublime carmelita, el gran amigo de Teresa de Jesús, al reformador Juan de Yepes. Salgan, salgan de las oficinas nuestros poetas modernísimos, y emprendan la subida del monte Carmelo, y píntennos la noche oscura del alma, y declárennos el sentido del cántico espiritual, y procuren abrasarnos en la llama de amor viva.

Aun suponiendo que nada tengan que decir del venerable San Juan, a quien puede que Velarde confunda con San Juan degollado, de todas suertes, anímense; que cuatro mil reales no son para dejarlos en el arroyo.

¡Bueno sería que la sed mística que se le ha despertado a la Academia quedase sin saciar, por no haber un valiente que se atreva con el género que hoy maneja cualquier boulevardier!

¡A ver, ese Grilo, el de las Ermitas de Córdoba!, atrévase usted con San Juan, que por allí cerca anduvo haciendo penitencia. Pero ¡nada de seguidillas disimuladas!, de esas que escriben ustedes de esta manera:


En el alto del puerto canta Marica:
¡cada quisque se rasca donde le pica!



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Y usted, Sr. Saw, ¿no se anima? ¿No ha cantado usted al Himalaya? Pues San Juan de la Cruz era mucho más bajo.

¿Y el Sr. Ferrari? Este casi tiene la cosa hecha; con leves variantes, puede servirle para la subasta académica el pliego de condiciones titulado Abelardo. El que describe unos hábitos, describe ciento. Aquellos famosos Alpes del Sr. Ferrari pueden convertirse en Sierra Morena...

Pero, no; el llamado a desaparecer, digo, a dar en el clavo, es el Sr. Velarde, que ya tiene un poema titulado Fray Juan. Deja usted el Juan, cambia el Fray por San, y mil pesetas seguras. ¿Que en ese poema no se hablaba del ilustre místico español? ¿Y qué? Tampoco se hablaba de Fray Juan. ¿Qué es lo que decía allí el Sr. Velarde? Pues, si no me es infiel la memoria, cosas por este estilo:


    Del huerto sobre las bardas
el gallo ya cacarea;
sube hasta las nubes pardas
humo de una chimenea;
garañones con albardas,
naturales de la aldea,
rebuznan, y en las bufardas
el gato en mayar se emplea.



Pues todo esto se puede decir del tiempo de San Juan de la Cruz, sin que se pierda el sabor local ni el de época. Amanecer y anochecer es cosa de   —278→   todos los siglos; de modo que el Sr. Velarde, con decir cómo salió el sol y cómo se puso el día en que el santo entregó el alma a Dios, ha cumplido.

Yo me chupo ya los dedos de gusto figurándome el poema descriptivo del Sr. Velarde, dedicado a la muerte del santo. Primero de todo la cédula de vecindad, o por lo menos las señas personales:


    Entre mediano y pequeño
aquel siervo del Señor
fue trigueño de color,
y aunque asceta no cenceño.
De nariz era aguileño
y tan sencillo en su trato
que, huyendo todo boato,
en sus muchas excursiones
nunca montó garañones
por motivos de recato.



Después vendrá el viaje del niño Juan con su desgraciada madre, Doña Catalina Álvarez, a Medina del Campo, ¡y aquí te quiero descripción! El Sr. Velarde aprovechará, como si lo viera, el viaje de la viuda de Yepes para pintarnos las famosas ferias de Medina; y comenzará así:


    El emporio castellano
ofrece mil baratijas;
peines de cuerno, sortijas,
pañuelos para la mano;
y en concurso soberano
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que pasma la fantasía,
algalia, aljófar, la fría
hoja que afila Albacete,
muchos versos de Cañete
y una que otra chirimía.



En fin, si el Sr. Velarde no se gana esas pesetas académicas, será porque no quiere. Mas por si se decide a conquistar el lauro y los cuartos, le daré un consejo: que cuando le paguen su misticismo en verso, si se lo pagan en billetes, mire bien que no sean como Catalina y Commelerán en cuanto literatos.

Falsos.



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ArribaAbajoSan Juan de la Cruz y la Srta. Valencia

Acabo de recibir un librito que se titula A San Juan de la Cruz, poesía de Doña Carolina Valencia, premiada en público certamen por la Real Academia Española, y publicada a sus expensas.

Es decir; a mis expensas y a las de ustedes, porque aunque ni ustedes ni yo somos académicos para cobrar, lo que es para pagar como si lo fuéramos: en cuanto pagano, todo contribuyente es académico.

La Real Academia paga con nuestro dinero, y, por consiguiente, el verdadero tribunal, el de alzada, somos nosotros. Yo, por lo que a mi contribución toca, protesto contra el gasto de la Academia. No, no creo que se deba gastar el dinero del Estado en proteger debilidades poéticas de señoritas   —282→   más o menos inspiradas, pero cuya misión en esta tierra en que habitan es muy otra que escribir odas cursis, nihilistas, tautológicas, inocentonas, anodinas e incorrectas. La señorita Valencia, créame a mí, es un Muiños sin más ventaja que la del sexo, que siempre es preferible siendo el bello. No haga caso la señorita Valencia al insidioso P. Blanco García, que la llama «Zorrilla femenino», con dudosa oportunidad onomástica. Según el P. Blanco, la señorita Valencia es una dulce y simpática poetisa, que desde el retiro de su hogar, (porque ni siquiera reside en la corte...) ¡Divino, páter, divino! De modo que según usted, el que reside en un hogar no reside en la corte; ¿en la corte no hay hogares? Y el ni siquiera tiene también mucha gracia; ¿qué querrá decir ese ni siquiera? «Tuvo el arrojo de lanzar al público un libro de poesías». Ni que fueran ladrillos, padre crítico. Vaya un modo de señalar.

«Hojas verdes y lozanas del árbol de un corazón sano». ¡Qué románticos son estos agustinos contenidos y condensados! «Los que estiman mortal toda culpa contra el Decálogo de la moda». ¿Qué decálogo es ese?

¿Cuáles son sus diez mandamientos? Porque si no son diez, no es decálogo, agustinillo. «No perdonarán a Carolina Valencia sus aficiones a mirar hacia atrás». Que mire, señor, que mire. ¿Cree   —283→   usted que todos somos como Jehová, que no consentía esas miradas? Pero sigamos al P. Blanquillo, el cual dice que el que quiera «volver a sentir las impresiones que haya experimentado con la lectura de los Cantos del trovador y el poema Granada, sin molestia de la repetición, que lea a Doña Carolina». Sublime. Aquí se revela el crítico frailuno de cuerpo entero. La molestia de la repetición de la lectura, tratándose de lo mejor del mejor poeta castellano actual, según el mismo P. Blanco, es un rasgo que equivale a toda una confesión. En vez de repetir (y molestarse) la lectura de Zorrilla... el P. Blanco lee a la señorita Valencia. ¡Y a un crítico así iban a tomarle en serio Valera, Balart, etc., etc.! Sigue el padre comparando a la señorita Valencia con muchas cosas parando a la señorita Valencia con muchas cosas incongruentes e incoherentes, y dice que su alma «es un arpa eólica (¡eólica había de ser!), de la que nacen las rimas como agua de manantial copioso». Metáforas montadas en metáfora. «Sólo, sí, debe la autora ponerse en guardia...». ¿Pues no le manda ahora ponerse en guardia después de llamarla arpa y Zorrilla femenino?

Si a poner en guardia vamos, yo aconsejaría a la señorita Valencia que se fiara más de los caprichos seniles de Zorrilla (el masculino), contra los cuales la previene el P. Blanco, que de las dulcedumbres críticas de un monje reconcentrado y   —284→   lector de novelas de Peirolón. ¡Ponerse en guardia! ¡Mire usted que mandar a una señorita ponerse en guardia!

*  *  *

Yo no diría palabra de los versos de la señorita Valencia, si no se los premiara la Academia. De modo que en rigor todo esto va contra la cotorrona de la calle de Valverde, no contra la poetisa, que no es ni mejor ni peor que tantas otras que son muy malas, como es natural, y hasta conveniente. Una medianía literaria del sexo femenino, hace más estragos que el ejército de Jerges. Más vale que las literatas sean malas del todo.

La oda a San Juan de la señorita Valencia, se reduce, como todas las de su clase, a hinchar un perro con lirismo vacío, es decir, falso; a estar diciéndole a la musa: canta esto y canta lo otro; y vuelta con que va a cantar por aquí y va a cantar por allá, y por fin no sale de esta canción. Como se trata de un santo místico, abundan las florecillas simbólicas, y el ganado lanar y los desmayos transcendentales, todo ello sin calor ni sinceridad; frío, amañado, retórico; se ve que la señorita Valencia está pensando en el conde de Cheste y en   —285→   el Sr. Tamayo, secretario perpetuo de la Academia, y no en el amor de Dios, que no es cosa para traída y llevada en públicos certámenes.

Sin mala intención, por culpa de la mala retórica, trata la poetisa al santo con escasos miramientos.

Le llama serafín ardiente, por ejemplo, que tiene tanto sentido como si le llamara... cámara ardiente, v. gr. En cuánto a la Academia, ya que se paga de formas, debió mirarse antes de premiar cosas como estas:


De aquella lira en el Edén forjada



Aquí se supone que en el Edén hay fragua y que las liras se hacen como los picos y los azadones.


Su ardiente fe se aviva y se agiganta



Demasiado sabe la Academia que el verbo agigantarse, agigantar, no lo considera ella castellano. Pero la poetisa no hace caso, porque insiste:


Cuanto más se amenguó más se agiganta



¿Cómo premia la Academia vaguedades sin sentido y de expresión tan desdichada como estas?


¿Quién es capaz de celebrar la gloria
de que se inunda el alma
con ese singular abatimiento
en que se ciñe victoriosa palma?



  —286→  

Suponiendo que la palma se ciña, ¿qué quiere decir todo eso? Ese singular abatimiento, ¿qué tiene que ver con las palmas?


Serafín abrasado del Carmelo.



(¡Ya se tostó!)


Tú a quien la primordial sabiduría
hizo participar de su omniesciencia.



Mucho lo dudo: ni San Juan de la Cruz, ni el mismo San Juan Ante-portam-latinam creo yo que hayan llegado a participar de la sabiduría infinita de Dios. En fin, si la señorita Valencia o Cheste y Catalina tienen otras noticias, no discuto...

¡Así andamos!

¡En estas muñeiras ha venido a parar la poesía religiosa castellana!

Yo quisiera que la señorita Valencia no leyera este Palique; sentiría mucho mortificar su amor propio. Pero... ¡si la quiero yo mejor que los padres descalzos que la adulan!

Esa facilidad que tiene para hacer versos que así, de repente, suenan bien, no es don poético; es cierta blandura nerviosa que nos consiente repetir ciertos ritmos después de habituar a ellos el oído.

Cuando yo, allá en mi adolescencia, me daba grandes atracones de alejandrinos de Víctor Hugo,   —287→   me pasaba las noches, a poco difícil que fuera la digestión de la cena, haciendo de Víctor Hugo en la cama, con antítesis y todo. Después de leer mucho a Quintana, por ejemplo, no puede uno menos de empezar cualquier conversación diciendo:

Dadme que...

o bien

¡Cuándo será que...!

Todo es flato, y con los años y los desengaños se quita. No a todos; hay quien muere con el sonsonete... Pero la señorita Valencia que es buena cristiana, por lo que veo, desistirá de manejar el plectro.

Además, ella sabrá mejor que yo que en poesía hay que limar mucho; y quien dice limar, dice cortar. Las tijeras son instrumento de todo buen poeta académico.

Ya supongo a la señorita Valencia con las tijeras en la mano.

Y las tijeras, por natural asociación de ideas... la llevarán hasta la aguja. Por ahí empezaron los rapsodas de la Iliada.

Y después, ya todo es cuestión de... coser y cantar. Pero cantar de veras, no líricamente.



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ArribaAbajoAlarcón

(Últimos escritos)


Uno de los pocos libros que merecen citarse, entre los publicados esta temporada, es el que se titula Últimos escritos, refiriéndose a los de Don Pedro A. de Alarcón.

No es que tal obra revele algún nuevo mérito del autor insigne; pero basta que sea libro póstumo de tan notable publicista y que contenga sus últimos escritos (?) para que se respete y tome en cuenta.

Aunque el libro no lleva prólogo, advertencia preliminar, epílogo ni cosa parecida en que se cuente la historia de su publicación, tengo entendido, (seguro estoy de haberlo leído en los periódicos) que han dirigido la edición muy cercanos   —290→   parientes del ilustre novelista. No sé si han tenido que ceñirse a órdenes del difunto o si pudieron escoger según su juicio, o si han publicado todo lo que encontraron a mano... Ello es que hay gran desigualdad entre unas y otras materias, y que si ha habido libertad para elegir, no han debido sacarse a luz ciertos documentos de carácter puramente familiar, que nada interesante enseñan respecto de la historia e ideas del autor, y son, por el descuido de la forma, la futilidad del asunto, indignos del Alarcón que el público conoce, del único Alarcón que se quiso dar a conocer. Nada tiene de particular que un buen escritor al dirigirse privadamente a varios amigos improvise quintillas vulgarísimas, incorrectas, sin idea ni gracia; puede esto hacerse hasta por gusto, por descanso... pero no debe formar semejante escrito parte de la colección de obras póstumas de quien puede llegar a per legítimamente un autor clásico. No va esta censura contra los hijos y demás parientes muy cercanos del insigne escritor, los cuales, enamorados natural y noblemente de todas las memorias de ser tan querido, no están ahora para distinguir entre lo literario y lo no literario; pero la familia de Alarcón tiene amigos, muchos de ellos escritores de fama, y estos eran los obligados a separar lo digno de publicidad, y dejar para el afecto puramente familiar esos otros   —291→   documentos, que en cuanto recuerdos son tan sagrados como todos, pero como obra literaria... no lo son siquiera, ni muestran pretensiones de serlo.

Por ahora el mal no es grave; reciente la desgracia que afligió a nuestras letras al desaparecer el autor de El sombrero de tres picos, todos vemos en el libro titulado Últimos escritos una reliquia más que otra cosa; todos podemos y debemos disimular defectos, olvidarlos, y pensar sólo en que tenemos delante páginas del querido poeta, sí, poeta, que ya no escribirá otras. Mas pasará el tiempo, Alarcón será juzgado con la fría justicia con que la posteridad siempre juzga, y por culpa de tales documentos esta obra póstuma desmerecerá en el conjunto de las de Alarcón.

En España en general no se da a la gloria literaria todo el valor que tiene; y por otra parte, no se respeta al público todo lo que se le debe respetar, no se le atribuye el juicio y el gusto que se le debe suponer.

Por esto sin duda nadie se ha creído, por amor de Alarcón, en el deber de impedir que una de las últimas páginas que nos quedan del escritor de La Alpujarra esté llega con quintillas como estas:


    Mi muy queridos Velarde,
Campo, Herranz, Palacio y Grilo;
que el cielo benigno os guarde
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y que estrenéis cada tarde
un traje entero de hilo.


    Que llegada otra estación
gastéis cada levitón
que le diga a Dios de tú
y debajo del surtout
muy alegre el corazón.


    Que así os sorprenda la muerte
pues que es preciso morir;
pero que muráis de suerte
que entre vivir y morir
el mundo a escoger no acierte.



Esto último no se entiende siquiera. Me parece imposible que Alarcón escribiese tales cosas para que se publicaran.

Por haber descuidos en esta edición, hasta hay impropiedad en el título. Últimos escritos de un autor quiere decir los últimos que escribió, y efectivamente lo dice: pues bien, en este tomo se publican varios documentos anteriores a algunos de los libros que el mismo Alarcón dio a la estampa. Sirva de ejemplo el artículo titulado «Acta de la junta celebrada anoche en la redacción de El Belén.- En Madrid a las nueve de la noche del 24 de diciembre de 1857...».

No se crea que es la poesía familiar que he citado por ejemplo lo único indigno de figurar ante el público en calidad de obra póstuma de Alarcón;   —293→   a decir verdad, la mayor parte de los papeles aprovechados son inferiores con mucho al gran crédito que Alarcón había llegado a conseguir.

Tal vez afean, moralmente, el libro varios arranques de despecho contra el naturalismo, varias frases demasiado fuertes; pero hay la ventaja de que los aludidos por el Sr. Alarcón perdonan todo eso y mucho más, si hace falta, al que ha sabido ser, enmedio de todas sus aprensiones de artista, uno de los más espontáneos y robustos ingenios de su generación, en su tierra.

Y dispensen los lectores de Madrid Cómico el tono completamente serio de este palique, tono impuesto necesariamente por la calidad del asunto.



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ArribaAbajoRamos Carrión

Es un hombre tan fino, tan bien educado, que hasta en el modo de ser sordo se ve su cortesía.

Es sordo del izquierdo, y en este defecto físico encuentra Ramos un pretexto para dejaros siempre la derecha. Cuando la cortesanía consiste en ponerle a uno al otro lado, hace como que no es sordo.

Prefiere no oír a mostrarse poco fino.

Esto de la exquisita buena crianza es una virtud en todas partes; en España una virtud heroica, cuyo mérito aumenta por la escasez de la oferta.

La mayor parte de los españoles aprovechan cualquier ventaja personal, cualquier mérito, cualquier gracia para dejarse de cumplidos y ser un   —296→   original. ¡Como si fueran originalidad en esta tierra el descuido y la excesiva confianza en el trato! Los que no encuentran otro título para su escasa cortesía, invocan el genio de la raza, la proverbial franqueza castellana, o aragonesa, etc., etc... Rudos, sí, pero en el fondo... Como si le importara a uno el fondo cuando se tropieza con un aguador en la acera, o le pisan un callo, o le apestan la casa con el humo del cigarro, o le escupen una alfombra delicada de colores... Ha dicho un autor de paliques que a la mayor parte de los hombres que tratamos la única obra de caridad que solemos tener ocasión de hacerles, es la de ahorrarles las molestias de una crianza poco cuidadosa de la comodidad ajena. Un hombre fino, es un hombre bueno... mientras no se demuestre lo contrario.

¿Que adónde voy a parar? Pues al arte, al teatro, al talento de Ramos Carrión.

El principio de no molestar al prójimo, de mostrarse afable, de trato fino y agradable, lo lleva Ramos Carrión a la escena, y le va tan ricamente. El público desde el primer día se aficionó a un autor tan cortés y atento y le ha hecho uno de sus predilectos, y uno de los más ricos, si no el más (que tal vez sí), entre los literatos que en España viven del producto de su ingenio.

La buena crianza nos exige que no hablemos   —297→   a las personas de lo que no entienden, de lo que no les interesa; que no aburramos al prójimo con las preocupaciones de nuestro egoísmo, haciéndole prestar atención a nuestras gracias, aventuras y milagros. La buena crianza pide también que no escandalicemos a quien nos oye con desvergüenzas, blasfemias, chistes demasiado verdes, etc., etc. La buena crianza pide que no demos latas a nadie (usando una palabra que me disgusta, pero hoy muy corriente).

Pues bueno; Ramos Carrión, por natural impulsivo de su ingenio, por carácter y también por legítimo y prudente cálculo, cumple en el teatro con estos preceptos de la buena crianza, ante todo; escoge, por de pronto, sus asuntos de suerte que siempre puedan interesar al público probable de los teatros españoles; así, se guarda de meterse en filosofías de once varas y de sentar plaza de reformador de la sociedad. Acuérdese o no de Horacio, sigue su precepto, midiendo bien las propias fuerzas; y gracias a esto, ni el público se ha reído de él y de sus pretensiones jamás, ni sus comedias y zarzuelas le han puesto nunca en ridículo a los ojos de los hombres de buen sentido y de buen gusto.

Esta prudencia artística, que le ha librado de caídas monumentales, le ha servido para que otros autores, ya dramáticos, ya líricos, ya meramente   —298→   prosaicos, le miren por encima del hombro y le tachen de poco transcendental.

Y es que aquí se confunden las facultades con los pujos; y el que se mete a escritor profundo y docente y de trastienda filosófica, ya cree tener el mérito del genero, que trata de cultivar, sin más que desearlo.

Es claro que los grandes poetas, los grandes novelistas que llevan al arte con buen éxito las ideas y los sentimientos capitales, con fuerza y profundidad original, son superiores a Ramos Carrión... pero no lo son los que pretenden todo eso y no lo consiguen, que son casi todos los que lo pretenden.

Si al día siguiente de estrenarse uno de esos dramas que les parecen a los incautos dignos de Echegaray, pero no lo son, se dijera a la pasmada gacetilla que el ídolo aquel, que según ella trae nuevos moldes y viene a transformar el teatro y la sociedad corrompida e hipócrita, es mucho menos artista del teatro que Ramos Carrión, ¡qué escándalo!, ¡cómo protestarían los gacetilleros inspirados y videntes! Pues que pase el tiempo, y se verá que aquellos dramas sublimes, aunque hayan tenido buen éxito, se quedan anticuados, ñoños, insoportables a los pocos lustros... mientras Los Sobrinos del Capitán Grant siguen tan frescos, y hacen las delicias de varias generaciones. Y quien   —299→   dice los sobrinos dice otros próximos parientes suyos hijos del mismo padre.

Ramos huye de la transcendencia filosófica en tres actos y en verso, como del demonio; de quien no huye es del melodrama, y hace bien; porque la trascendencia sentimental sí la entiende el público.

No negaré que esta es la parte más floja del teatro de Ramos, pero aun aquí tiene mucha defensa.

Ante, todo, él mismo está lejos de creerse un Shakespeare ni siquiera un Eurípides, porque acierte a interesar y arrancar lágrimas al pueblo bonachón y nada esteta. Ramos cifra en sus melodramas la mayor y más sana parte de su presupuesto de ingresos, pero no cifra en ellos su vanidad.

La zarzuela sentimental, melodramática, ya sabe él que se vende entre los específicos, tiene su fórmula... pero no todos aciertan con ella.

Otros muchos escriben zarzuelas serias y melodramáticas con las mismas recetas... pero se las silban.

Por algo las mantecadas buenas son de Astorga, los bizcochos borrachos de Guadalajara y la mantequilla y el P. Muiños de Soria.

El melodrama por sí no es tan malo como se dice: lo malo es el abuso. Hoy muchos escritores   —300→   serios y que buscan novedades ensayan el modo de resucitar el melodrama... correcto, siempre racional y artístico. Un escritor y crítico tan avisado como el famoso panegirista francés del dandysmo, a pesar de su genio paradójico, decadente y refinado, lloraba en su butaca oyendo y viendo representar un... buen melodrama... sin perjuicio de reírse después de sus lágrimas.

Ramos Carrión nos da sus dramas sentimentales con el adobo de la música, que tan bien les sienta. Además, prefiere manejar los lugares comunes sentimentales a sorprendernos con disparates nuevos y espontáneos. Otro sí, Ramos Carrión ni aun escribiendo zarzuelas altisonantes es incorrecto en el decir. Otros creen que en habiendo música y melodrama de por medio ya sobra la gramática. De lo que no puede librarse Ramos es de dar a sus personajes de este género un lenguaje de... «novela por entregas», como dice él mismo burlándose de estas cosas en Los Sobrinos, que tanto honran a su tío.

Y saliendo de la zarzuelona seria (donde, cuando hay ocasión, pone tanta sal cómica para que no se pudra), ¿qué se puede decir del teatro de Ramos que no sea en elogio de su discreción, de su gracia, de su abundancia, de sus dotes de observador, de autor cómico de buena y clásica cepa?

Su ingenio es fecundísimo, y cumpliendo con   —301→   aquella regla de buena crianza de que hablábamos antes, no nos habla de sí mismo, no se subjetiva, no se endiosa, no se ensimisma, no se amanera, y corre por el mundo real buscando novedades, variedad constante, pintorescas peripecias.

El teatro de Ramos nos habla siempre de la modestia del autor, de sus limitadas y legítimas pretensiones, que se reducen a gustarnos lo más que pueda... y a cobrar lo más que quepa.

No será sólo Ramos Carrión, ni mucho menos, a Dios gracias, el autor dramático que en el día en que la posteridad juzgue a todos los de ahora, los de España, aparecerá por su naturalidad, sencillez, espontaneidad, habilidad y fecundidad pintoresca por encima de muchos estirados catedráticos de la escena y de la novela y de otros géneros.

Hay varios poetas muy españoles y muy poco transcendentales que con él representan lo más castizo y lo más natural y espontáneo de nuestra escena en estos tristes días de general decadencia. Excuso decir que Echegaray está excluido de estas comparaciones. Las tentativas de Galdós tampoco tienen nada que ver con esto. Ni tampoco el Drama nuevo.

La modestia, que yo tengo bien probada, del muy simpático escritor zamorano, tal vez se debe a que Ramos tiene un Pílades de mucho ojo dramático,   —302→   un Noherlesoom teatral y muy entendido en contabilidad.

Este Pílades, a quien sin su permiso no quiero nombrar aquí, es el encargado de cobrar los derechos de autor y también corre con los trimestres de la vanidad. Pero esta vanidad por cuenta ajena, vanidad sin egoísmo, es muy disculpable, tiene otro nombre; ceguera de la amistad.

Para el Pílades de Ramos Carrión, este es el primer autor dramático español. Sus argumentos para probarlos los busca en la aritmética y en el cariño.

[...]

¿Que si tiene defectos mi apadrinado? Eso no se pregunta. Tales defectos, resaltarían mucho más, y yo hablaría aquí de ellos, si Ramos tuviera cierta clase de pretensiones... Pero como no las tiene...

Ni siquiera nos dice que se deba escribir para el teatro como escribe él. Se contenta con sostener que él debe escribir así porque es como sabe... y sabe que el público aplaude y paga.

[...]

El voto de emborronar esta semblanza lo hice el verano pasado viendo los cuadros chilenos de Los Sobrinos del Capitán Grant por la trigésima vez, y observando la gracia verdadera y sanísima que hay allí y la alegría con que una nueva generación   —303→   celebraba la frescura y lozanía de aquellos chistes y de aquellas figuras y situaciones, que a mí no me gustaban tanto en mis mocedades críticas, porque era yo más filósofo que ahora y había vivido mucho menos [...]



  —[304]→     —[305]→  

ArribaAbajoVital Aza

Vital Aza es muy largo.

Con eso le basta; no ha necesitado descubrir la cuarta dimensión para encontrar el elixir del buen éxito, o sea contra las silbas.

Vital Aza es de un país que produce muchas cosas buenas, verbigracia: manzanas, ganado vacuno, avellanas, ministros, carbón, obispos y cardenales, hierro, maíz, diputados influyentes, contratistas aprovechados, pastos, americanos que van... y vuelven con media América, etc., etc.; pero no produce poetas, ni en general artistas en el rigoroso sentido de la palabra.

Por lo común, los asturianos son listos, pero en prosa. La prosa se va a la ganancia, al provecho, a la utilidad. La listeza asturiana también. El asturiano   —306→   lo concilia todo con el ascenso, con la carrera.

Los grandes asturianos se llaman Jovellanos, Campomanes, Argüelles, Toreno, Pidal, Inguanzo... es decir, ministros, próceres, cardenales (Martínez Marina, uno de los grandes asturianos más simpáticos, no pasó de canónigo; pero al fin... ¡canónigo! Y tal vez por no haber ascendido más descansan sus restos desdeñados lejos de la patria regional, allá en Zaragoza.)

Si vamos lejos, remontandola historia, encontramos los Quintanillas y Menéndez de Avilés, consejeros y caudillos de grandes reyes... El primer mártir asturiano, murió pocos años hace, en China.

La filosofía, la cosa más extraña a la utilidad, la filosofía que metió a Diógenes en un tonel, y a San Pablo, que filósofo era, le redujo a remendar tapices y a Espinosa le obligó a pulir vidrios, tiene en Asturias su ilustre representante: Fray Zeferino González, que es... príncipe de la Iglesia, cardenal. Observen ustedes que ha habido muchos asturianos cardenales. Cardenal viene de quicio (a cardine; cardo, inis), y los asturianos no se salen de quicio, y por eso, en la Iglesia, tiran a cardenales.

Campoamor ha sido el único poeta asturiano... lírico, de cuenta. Pues Campoamor es consejero   —307→   de Estado además de lírico, y suele ser senador cuando no se atraviesa el barón de Covadonga.

Pintores asturianos célebres, no los hay; sólo Carreño, discípulo de Velázquez, empieza hoy a ser considerado a cierta altura.

De autores dramáticos, Vital Aza es el primer asturiano que puede citarse, entre los de fama, dejando a parte a Bances Candamo, que hoy nadie recuerda, y creo que era asturiano35, y no citando El delincuente honrado, de Jovellanos... porque es una golondrina que no hace verano.

Vital Aza es poeta... pero asturiano. Sus versos son fáciles, correctos, graciosos, intencionados, sutiles si hace falta, vivos, animados... poco líricos casi siempre; no es soñador, ni gana; cuando se deja llevar por la pura idealidad soñadora... acaba por burlarse de sí mismo mediante una salida que le llama cómicamente a la realidad.

Era natural que Aza, poeta, y poeta dramático, cultivase la comedia, y la comedia más realista posible, la que toma el elemento cómico de la prosa ordinaria de la vida; la que da lecciones con los desengaños, a veces grotescos, de las pequeñeces de la experiencia cotidiana. En las comedias de Vital Aza veréis las reminiscencias de su juventud, no en vagas saudades de los primeros   —308→   amores, sino en el sensucht (!) prosaico de las primeras patronas. Si se acuerda de sus novias es para pensar en la mala ortografía de las señoritas españolas de nuestro principio, medio y fin de siglo. Las casas de huéspedes son como una obsesión (que sabe explotar) de su teatro; sus Tenorios no se encierran en el sepulcro de doña Inés, sino en un armario.

Pero como por muy realista que sea la poesía es poesía... no es una carrera del Estado, ni de la Iglesia, ni una contrata, ni unas Indias, ni una mina, Vital Aza tuvo que decirse: ¿Cómo llegaré yo a cardenal, ni más ni menos que Inguanzo y Fr. Zeferino?... En el teatro no hay cardenales... Pero si no puedo obtener el capelo, puedo ganar el sueldo. Y en efecto; Aza gana hoy con sus obras trimestres cardenalicios: es un príncipe... del trimestre. ¡No podía menos! Asturiano que se distingue, asturiano que gana dinero.

No conozco más excepción que la del protomártir Melchor, el sacrificado en China.

Y Vital gana todo eso por lo que he dicho: porque es muy largo.

No quiero decir, y ya lo supondrán ustedes, que gana los cuartos enseñándose por ahí en calidad de gigante chino, aunque bien pudiera, si no como chino, que Dios le libre, como gigante.

Vital es largo (y su estatura es un símbolo exterior)   —309→   porque sabe mucho, porque conoce la aguja de marear... al público; la gran estética del buen éxito.

Preguntadle de qué escuela es, si idealista, realista, naturalista, flamenco, tendencioso, verde, ratista, revistista, etc., etc., y os contestará que es... taquillista; es decir, que él se atiene a la opinión que el público deja firmada en el talonario de contaduría. Para Vital, cada pedacito de papel de color del cual se arrancó otro pedazo, para dárselo a un cliente, equivale a una dedicatoria en un álbum de admiradores, dedicatoria que implícitamente dice así: «A Vital Aza un admirador... de tres pesetas», o lo que fuere.

Mas, entendámonos; Vital Aza cobra el arte... pero no lo vende. No prostituye la musa por ganar dinero; no sigue la novedad de la moda, el último tic del público; no sacrifica el decoro, el buen gusto al interés del momento; lo que explota es su ingenio, su habilidad, el tacto y la prudencia con que sabe elegir asunto, situaciones, chistes, caracteres.

Sigue el humor del público... pero no en sus extravíos, como seguía Madoz al partido progresista.

Vital no descubre horizontes, no rompe moldes, pero no pervierte el gusto ni la moral.

No es paladín de ninguna escuela ni tendencia. Pero tampoco tiene enemigos.

  —310→  

Nadie, ni dentro ni fuera del teatro, habla mal de Aza; todos le estiman, hasta los que le desdeñan con una fantástica altivez que suele ser muy cómica.

No es popular sólo en Madrid y en Gijón y en Oviedo y en Mieres (donde reside... desde mayo a octubre), es popular en toda España. Sus comedias, aunque ganan bien representadas, son de las que pueden abordar con menos dificultad los cómicos de provincia y los aficionados.

Por eso en toda España al autor de Aprobados y suspensos le llama todo el mundo Vital, como si le tutease; y muchos hay que creen que Vital es apellido.

Preguntadle a Vital: ¿a qué género, a qué escuela se inclina usted en su arte de hacer comedias?, y responderá:

¡Yo! Me inclino... a Ramos Carrión.

En efecto; en sus obras no hay más influencia que la de Ramos... cuando este escribe la mitad de la obra: no la mitad matemática, sino la mitad que supone la idea de escribir en colaboración. Ramos es también... cuasi-asturiano, si no es asturiano de nacimiento. Ramos también ha descubierto el arte de acertar siempre, gracias a cualidades análogas a las de Vital, y que ya he explicado en otra semblanza. Dios los crió y ellos se juntaron.

  —311→  

No hay para qué hacer comparaciones. Ramos es más... maestro, más antiguo, más experimentado, y esto puede decirse sin empacho, porque Vital es el primero que lo reconoce. Además se quieren tanto y tan de veras, que hasta los elogios los reciben in sólidum.

Atendiendo a lo que producen separados, se puede decir que las obras que hacen juntos ganan, respecto de las de Vital, en el estudio de caracteres, y respecto de las de Ramos, en chistes de dicción que pudiera decirse, y en salidas humorísticas, y tal vez en situaciones de un cómico picante, subido, alegre... Difícil sería ahondar mucho en este cálculo diferencial, porque muchas cualidades les son comunes.

Como particulares son muy diferentes.

Vital alto, Ramos bajo. Vital alegre, Ramos serio, casi melancólico.

Vital sigue siendo quien es en la comedia de la vida. Va, por ejemplo, a una casa de baños y entra con él todo el repertorio. Hace morir de risa a las damas, a las señoras graves, al mismo clero regular y secular que suele ser herpético36 y frecuenta estos lugares; y al cabo de la temporada se encuentra Vital con que los indianos a quienes ha hecho felices ganándoles el dinero al tresillo y demás, entre chiste y chiste, le regalan cajas de habanos; la musa de las cuarenta le ha sido propicia   —312→   y la estancia termal ha sido para él de termas regaladas, como dijo el poeta. En fin, todo lo mismo que en el teatro.

Hasta a los críticos severos los deja sin un cuarto. Pero muertos de risa.

Excuso añadir que, lo mismo que en la escena, Vital gana aquí siempre por medios lícitos. Es que sabe.

Yo pido a los dioses, particularmente a la hermana Talía, que le conserven siempre a Vital el humor y la habilidad para seguir alcanzando gloria y provecho.

Para lo primero le basta su ingenio.

Para lo segundo... procure continuar siendo asturiano.

No haga como aquel biografiado de Cánovas, que primero era de una provincia y después de otra.



  —[313]→  

ArribaAbajoDon Manuel Silvela

La muerte de D. Manuel Silvela ha causado varios vacíos de esos difíciles de llenar, no por nada sino por l'embarras du choix, por las intrigas y rivalidades que surgirán para reemplazar al difunto en la Academia Española, en el Senado, si era senador, que creo que sí, y en los demás puestos que sin duda ocuparía el mayor de los Silvelas.

Yo me he propuesto no decir jamás palabra mala de los escritores que mueren, muy al revés de lo que hacen otros, verbi gracia, doña Emilia Pardo Bazán,


que sabe quitar la piel
si le encuentra muerto, a un can
y cuando vivo, huye de él.



Y lo digo por Velarde y Cañete, sin ir más lejos.   —314→   Los cuales se habrán muerto queriéndome a mí bastante mal y a doña Emilia muy bien... y después ¡ya han visto ustedes qué responso les cantó!37

D. Manuel Silvela era listo, y en tiempos en que Selgas pasó por un filósofo de estilo cortado, no es extraño que Velisla fuera tenido también por una lumbrera joco-seria.

En fin, miserias del año sesenta y tantos, de la época en que, como tengo dicho varias veces, por poco se vuelven tontos todos los españoles. A Dios gracias, algunas docenas se libraron de la peste.

De todos modos, Velisla, repito, tenía ingenio, cierta gracia en la pluma, era hombre culto, según dicen los que le trataron, amable, cortés...

Dios le haya acogido en su seno.

Pero no se trata de eso.

Se trata de declarar que el difunto no es responsable, ni en poco ni en mucho, de las atrocidades apologéticas que los periodistas, más o menos bachilleres, hayan podido decir con ocasión del entierro del atildado académico, como le llama un revistero fúnebre. ¡Atildado! Fíjense ustedes bien   —315→   en la palabra; repítansela en voz alta varias veces, y acabarán por confesar que llamarle a uno atildado, así, a secas, y como si fuera una gracia, es ponerle en ridículo. Porque ¿quién es el hombre que se contenta con haber venido a este mundo para ser atildado?

*  *  *

No sé si D. Julio Nombela (también eminente allá por el año sesenta y tantos, el siglo de Salvador López Guijarro, como si dijéramos), no sé si D. Julio será hombre con o sin tildes; pero sí juro que es bastante mal intencionaduco en sus literaturas y correspondencias y que pone la pluma que es un dolor.

Véase la clase:

«D. Manuel Silvela y el duque de Fernán Núñez figuraban en el reducido número de esas individualidades a quien todo el mundo quiere, cuyas alegrías y pesares interesan aun a los que no los tratan y a los que se desea todo género de venturas».

Usted, Sr. D. Julio, hable por sí, y no ponga a los demás en un compromiso. Yo quiero a todas las individualidades del mundo, y si esas individualidades son prójimo, más todavía; yo deseo   —316→   todo género de venturas a cuantos seres son capaces de ventura; a usted mismo, Sr. Nombela, si es capaz de gozar con algo un hombre que escribe tan mal; y no le quiero a usted por lo individual, sino porque todos somos hermanos, aunque parezca mentira. En cuanto a interesarme por las alegrías de Silvela y Fernán Núñez, así de un modo particular... francamente, no. Y si va usted a contar, la inmensa mayoría de los humanos estará en mi caso.

«Con el primero desaparece el último (¿eh?) representante (¡ah, vamos! era un juego de palabras!) de aquellos hombres de Estado a lo Chateaubriand, a lo Talleyrand (!), a lo Metternich (!!), de profunda ciencia, de claro talento, de ingenio chispeante, de basta (así dice) erudición, de amenísimo trato y de una corrección (?) y elegancia superiores».

Como usted ha dicho «D. Manuel Silvela y el duque de Fernán Núñez», resulta que el primero es Silvela. ¿Tan Metternich era Silvela, hombre? -¿Que no, que se ha equivocado usted, y el primero es el último, esto es, el duque de Fernán Núñez? Bueno, pues entonces: tan Chateaubriand era el duque? -Y ni el duque ni Silvela se parecen mucho, que yo sepa, a Talleyrand.

¿Que eran de corrección superior? Serían. A punto fijo yo no sé lo que usted quiere decir con lo de corrección. Lo de la elegancia, sí lo entiendo. ¿Le   —317→   consta a Nombela la elegancia de Silvela y la elegancia de Chateaubriand? Y además, ¿es serio recordar a los hombres de Estado por elegantes? ¿Qué deja usted para los pisaverdes?

Sigue hablando Nombela de Silvela, y dice que... «los nobles sentimientos que latían en su corazón y se manifestaban en sus actos, acababan por inspirar una verdadera adoración».

¡Pero, hombre, eso ya es fetichismo!

Digamos con el poeta, sobre poco más o menos:


    ¡Dios mío, qué mal acompañados
se quedan los muertos!



*  *  *

Pues este D. Julio Nombela que escribe así, y peor si le apuran, ha sido en las olimpiadas de D. Salvador López Guijarro38 un gran humorista y novelista y ensayista.

¡La Época le daba cada bombo!

Y no se quedaba corto el mismo Nombela al elogiar a sus colegas... Recuerdo unos retratos a la pluma que publicó en La Época, de los cuales resultaba que eran unos genios muchos caballeros que hoy a duras penas serán jefes de negociado incógnitos...

  —318→  

¡Qué tiempos aquellos del año sesenta y tantos!

¡Y cómo se les van pareciendo estos del noventa y pico!

Yo, lo que López Guijarro, probaba otra vez a ser notabilidad...

Aunque fuera tiñéndole el pelo al humorismo.



  —[319]→  

ArribaAbajoCastro y Serrano

Es simpático.

Lo es a pesar de los bombos de La Época y a pesar de la amistad de Cánovas y hasta a pesar del discurso del Sr. Duque de Rivas en contestación al del preopinante.

Con lo que no estoy conforme es con lo que decía poco ha el Sr. Ortega Munilla en Los lunes de El Imparcial. Decía que la nueva escuela literaria había aprendido a escribir en los libros de Castro y Serrano.

Nego suppositum, como diría Pidal, el eterno pretendiente.

Primero niego que haya nueva escuela literaria.

Ni nueva, ni literaria, ni escuela.

Y si queremos admitir que varios jovencitos que   —320→   a sí mismos se llaman gente acabada de salir del horno constituyen esa nueva escuela, todavía sigo negando que hayan aprendido a escribir en los libros de Castro y Serrano.

Porque no han aprendido a escribir todavía.

Y si de otras personas se trata, yo sé de muchas que escriben como gerifaltes, y si les apuran declararán que, lo que es leer, no han leído siquiera al Sr. Castro y Serrano.

Pero si no ha enseñado a nadie, a unos porque no lo necesitan, y a otros porque no pueden aprender, el Sr. Castro sabe escribir, aunque no sea un modelo, y eso basta.

Con esto de que sabe escribir no quiero dar a entender que corre como el galgo, ni vuela como el sacre, ni nada como el barbo.

No, señor, no es un águila, pero tampoco es un académico-mosca.

Si yo mandara en la Academia y llevase a feliz término la expulsión de los moriscos, que es mi ideal histórico, el Sr. Castro y Serrano no sería de los expulsados.

Este señor entra ahora en la casa ruinosa de la calle de Valverde... y yo creía que había nacido allí.

Era un académico de temperamento... pero no le reconocieron el hueso palomo de la academicidad hasta que, a fuerza de ser muchos años amigo   —321→   de Cánovas, este le creyó bastante maduro para inmortal.

Pero ¡cría cuervos, cría cuervos! (Ya he dicho que el Sr. Castro no era un águila.) Lo primero que hace Castro y Serrano al entrar en la Academia, es clavarle el espadín a Cánovas hasta la empuñadura. (No sé si esto es un galicismo; no sé si nuestros inmortales usan espadín, como los franceses, pero supongo que sí.) Cánovas hace que le hagan académico... y Castro diserta acerca de la influencia... del azul en las bellas artes, digo, no, acerca de la amenidad en la literatura. Que es como disertar contra La campana de Huesca, El solitario y su tiempo y demás adormideras, díctamo y malvas de Cánovas del Castillo.

Los que no comprendan el corazón humano y los rencores que debe de engendrar el trato continuo de un amigo monstruo, no penetrarán la dañada intención de Castro y Serrano al escoger ese asunto. Cánovas, en la intimidad de su orgullo, debe de ser insoportable. ¡Pero bien se ha vengado el catecúmeno! En vez de hablar de Canalejas (D. Francisco) (que bien lo merecía, Sr. Castro), el amigo de D. Antonio nos suministra una defensa del estilo ameno, que viene a ser, como si dijéramos, una semblanza al revés de Cánovas estilista.

Pero el Sr. Castro y Serrano mató dos pájaros   —322→   de un tiro. Puso en ridículo, sin nombrarle, a Cánovas... y al Sr. Duque de Rivas.

El mayor chiste del nuevo académico fue hacerle hablar de la amenidad literaria al Sr. Duque de Rivas.

El cual, como era natural, hizo todo lo contrario de lo que hacía Diógenes cuando probaba el movimiento andando.

El Duque se cogió a sí mismo como ejemplo de la no amenidad, recordando el conocido ejemplo del beodo que servía de modelo a los jóvenes espartanos.

Al Sr. Duque de Rivas no le gusta Rabelais.

Debemos pensar que si viviera Rabelais, tampoco sería un apasionado del Duque de Rivas.

El cual, comprendiéndolo así, se venga hipotéticamente.

Como el Sr. Pidal.

Volvamos a Castro y Serrano.

El cual, si leyera esto, se diría: -Vaya, vaya, eso es humorismo; no me gusta.

Siento que una persona tan discreta como el nuevo académico, haya dicho tantos disparates con motivo del humorismo.

Del humorismo se ha hablado tanto, que es ya hasta cursi el saber lo que es.

Pero el no saberlo es mucho más cursi.

El Sr. Castro llama humorismo a aquellos artículos   —323→   y versos que hacían Eusebio Blasco, M. del Palacio y otros, hablando en serio y en broma por turno y mezclando los apuros pecuniarios que ellos pasaban con los grandes y eternos intereses de la humanidad... No es eso, Sr. Castro. Los grandes humoristas no son eso, no son Blasco y demás, son... bien claro se lo dice el Duque de Rivas: Rabelais, Swift... justo, justo, y otros. (¡Miren ustedes si sabe el Duque!)

En lo que está muy acertado y oportuno el autor del Brigadier Fernández, es en lo que dice de la redacción de nuestros documentos oficiales. ¡Sí, vive Dios! Desde la Constitución hasta el último decreto, todo está muy mal escrito. Da vergüenza. Tenemos unos Códigos nacionales... llenos de galicismos de palabra y de pensamiento y de obra.

De Fomento (!) han salido órdenes para que los estudiantes estudiasen así o asado, y por culpa de las anfibologías, ni ellos ni los empleados de la secretaría sabían qué se podía estudiar y qué no.

Y lo mismo digo de los demás ministerios. Redacta usted mal una ley de Aguas... y resulta la Trasatlántica, por ejemplo.

¿Por qué se escapan con los fondos tantos cajeros? Porque no saben si la ley orgánica les consiente o no cargar con el santo y la limosna. Se dice que hay aquí mucha inmoralidad. No es verdad;   —324→   lo que hay es mala sintaxis. El único que sabe un poco de gramática, sea del color que sea, es Sagasta, y por eso manda tanto tiempo.

Pero me temo que caigo otra vez en el humorismo. Todo me vuelvo paradojas, hipérboles y falta de orden y formalidad. ¡Malo, malo! Por aquí se va a Rabelais, ese quídam.

No seamos Rabelaises, seamos más bien autores de algún cuento verosímil y hasta histórico, del cual resulte algún beneficio para la sociedad o para los particulares, en moneda contante y sonante.

No recuerdo si el Sr. Bremón o el Sr. Fernanflor (puede que los dos), hablando con entusiasmo de los méritos y servicios del Sr. Castro y Serrano (¿serán Bremón y Fernanflor la nueva escuela a que se refería Ortega Munilla? «Escuela... malo, pero... nueva»), dicen o dice, según, que lo principal no es que su amigo escriba bien, (claro, eso lo hace cualquiera), sino que a consecuencia de algunas de sus novelitas, de un realismo que se puede meter en una caja de ahorros, se aliviaron muchas desgracias verdaderas.

Yo respeto -pese a todos los humorismos del mundo- las obras de caridad que en efecto ha hecho con la pluma Castro y Serrano; yo confieso haberme enternecido en su día con algunas de esas narraciones... pero...

  —325→  

¿qué tienen que ver con eso
los fósforos de Cascante?



Ni para bien ni para mal se ha de echar en el saco del mérito literario ni en el de los defectos lo que sea ajeno al arte.

Si a Castro y Serrano le abonamos en cuenta literaria los resultados reales de sus novelas, hay que achacar a Gœthe los crímenes de que fue sugestión el Werther...

Ni lo uno, ni lo otro.

Dios le tendrá en cuenta al Sr. Castro sus buenas obras.

Nosotros no debemos tener en cuenta más que sus buenos artículos.

Discursos y escritos claramente literarios han producido efectos análogos a los que alaban los admiradores exagerados de nuestro escritor.

En mi pueblo, en un club de republicanos, tratábamos en cierta ocasión de conmover las entrañas de nuestros ilustrados y queridos correligionarios, a fin de conseguir algunos recursillos para un emigrado francés que ni zapatos tenia. Cada orador procuró, según su estado, despertar la piedad del auditorio. Mas este no acababa de ablandarse; hasta que, por fin, un tribuno fogoso, cansado de recorrer toda la gama del patos clásico y del romántico, exclamó en un arranque de espontaneidad: -En fin, ciudadanos, nuestro correligionario   —326→   francés está... (aquí un participio pasivo de la segunda conjugación y del folk-lore prohibido). Aquel participio, tan enérgico como antiparlamentario, abrió todos los corazones y todos los bolsillos.

Por eso digo, que no hay que confundir los efectos patéticos y los resultados útiles con la literatura como arte.

Las novelas vulgares del Sr. Castro y Serrano son, en efecto, muy recomendables; pero no por su aspecto de obra pía, sino por ciertas habilidades intrínsecamente artísticas. Lo cual no quiere decir que sean obras maestras. No, ni mucho menos. Justamente lo que más encanta en ellas a muchos lectores, que después escriben de crítica, es su parecido extremado con la realidad ante-estética (ante, no anti), esto es, lo que tienen de deficiente, de no acabado. Son novelas a medio hacer; cartones para cuadros, podría decirse.

El Sr. Castro y Serrano, que ha sabido sacudirse de encima el casacón ridículo de los pseudo-clásicos de Academia, no acaba de ser un verdadero escritor moderno por preocupaciones de otro género; sobre todo por la preocupación de no querer estudiar de veras el movimiento filosófico y artístico contemporáneo de los países de primer orden intelectual. Siendo, como es, hombre de mucha lectura y experiencia en otras materias, es lástima   —327→   que por la ignorancia de que trato haya permitido a su pluma escribir artículos tan absurdos como aquel de Las potencias del alma, en que ostentaba una psicología capaz de desacreditar a una nación entera. En este mismo discurso de la Academia se ve claramente, por lo que dice y por lo que calla, lo muchísimo que no sabe de estética y de historia literaria.

Pero, de todas suertes, si suponemos que para los escritores no hay purgatorio, no hay más que cielo o infierno, al Sr. Castro y Serrano... ¡qué diablo!, hay que dejarle entrar en el paraíso.



  —[328]→     —[329]→  

ArribaAbajoFabié académico

Los boticarios ¿pueden ser filósofos? Indudablemente. Lo era Mr. Homais, el famoso farmacéutico de Madame Bobary; lo es a su manera el doctor Garrido y lo es Fabié, ese hegeliano de la extrema derecha de Martínez Campos.

Pero ¿conviene hacer de un Mr. Homais o de un doctor Garrido, o de un Fabié, un académico?

Conviene para que la trampa se lleve la Academia cuanto antes.

La Academia ya no sirve ni para hacernos reír.

Su descrédito es tal, que ya no escandalizan a nadie las escandalosas elecciones que estamos viendo cada vez que se muere un inmortal. Las injusticias académicas son ya a los fueros del buen gusto y de la literatura nacional, lo que es a la   —330→   honestidad la última cópula de la scortum callejera. ¿Qué importa una liviandad más después de tantas liviandades?

Donde están Catalina, Barrantes, Commelerán y el marqués de Pidal y otros por el estilo, ¿quién estará de más?

No cabía menos y todavía no cabe.

No cometeré, pues, la injusticia de decir que Fabié no es digno de entrar en la compañía de solecismos mutuos de la calle de Valverde. Lo es. No será el último, ni el peor.

*  *  *

¿Que qué ha escrito Fabié? Ha escrito de su puño y letra la traducción de la traducción de Vera de la Lógica de Hegel.

Fabié viene a ser a Hegel lo que Alejandro Pidal a Santo Tomás; sin más diferencia que ser Pidal muy listo y Fabié muy arrimado a Martínez Campos.

El secreto de Pidal es que... él no ha leído a Santo Tomás; pero lo ha leído Fr. Zeferino, a quien, por la gracia, se le ha hecho cardenal (y bien hecho está).

Pues bien; como Fabié no tenía más Fr. Zeferino   —331→   que Martínez Campos para que le leyera a Hegel... ha tenido que leerlo él mismo, aunque traducido por Vera.

Pero es el caso que Pidal sin leerlo, entendió a Santo Tomás (díganlo sus mesticismos y sus consejos a los ferrocarriles y al Sr. Baüer, sacados todos de la Summa a pulso), y el Sr. Fabié leyéndolo no entendió a Hegel.

Y eso que Martínez Campos, cuando le contaron la anécdota que recuerda Heine relativa a las últimas palabras de Hegel, exclamó:

-Pues si ese señor Hegel dijo al morir eso, que sólo le había comprendido un hombre, y ese mal, lo dijo por Fabié.

Porque Martínez admira a Fabié desde que este le dijo en cierta ocasión:

-Mi general, si los periodistas le censuran a usted porque discurre con alguna dificultad y no muy a derechas, no le pese a usted. No hay cosa más nociva que la reflexión unilateral y meramente discursiva.

Y para convencerle le leyó toda la Introducción que el mismísimo Fabié, que es el diablo, le puso a la traducción de la traducción de la Lógica.

Es claro que Martínez Campos se quedó dormido mientras Fabié disparataba; pero después que despertó es fama que dijo:

-¡Qué hombre... qué sabio... tan... tan unilateral   —332→   y tal! A este hombre le hago yo ministro.

Y no sólo le hizo ministro sino académico.

Porque esta es otra corazonada.

Cánovas motu proprio no hace académico a Fabié.

Fabié, que no sabe alemán, tampoco sabe español; de modo que es un apóstol del hegelianismo que está muy lejos de tener el don de lenguas.

La Introducción que Fabié osó poner delante de la Introducción de Hegel es la pieza filosófica más disparatada y divertida que se ha visto. Empieza con unos periodos que no tienen fin, ni pies ni cabeza; pierde el hilo de la oración, y cuando cree estar hablando de unos problemas, resulta que habla de unos esfuerzos; dice, entre otros disparates, que la existencia es el vestigio de la actividad; y como niño con zapatos nuevos, con su indigestión de Hegel traducido, se cree superior a todos los pensadores del mundo y habla una y otra vez con un desprecio sublimemente cómico del pensamiento unilateral, que a él debe figurársele así como una hemicránea. En la dichosa Introducción emprende cinco o seis veces la historia de la filosofía, y no hace más que decir las vulgaridades de los manualetes y pietiner sur place.

Lo indescriptible, lo que hay que ver, es el tecnicismo del idealismo hegeliano convertido en castellano por Fabié. Parece la filosofía en poder de   —333→   un jefe de negociado, que tiene que dictaminar, como dicen ellos, acerca de lo absoluto y de la idea en sí...

En fin, no hay cosa más ridícula en el mundo que el hegelianismo de Fabié, sobre todo desde el punto de vista de la gramática castellana.

Los que enseñan filosofía en las aulas habrán notado los gravísimos disparates que dicen los estudiantes desaplicados y atrevidos que se meten a contestar a ratione, como dicen ellos, atropellando las reglas de la lógica y aplicando las voces técnicas a tontas y a locas; pues así escribe Fabié de filosofía idealista.

«La India es el momento inmediato del espíritu; Grecia es la reflexión externa». Y él se queda tan fresco diciendo: Estos que creéis disparates no lo son más que para vuestras molleras unilaterales.

¡Infeliz! No comprende que se puede estar de vuelta de todo el convencionalismo hegeliano y, sin embargo, ni aun para aplicarle, emplear de buenas a primeras esas frases absurdas, del momento inmediato, la reflexión externa, etc., etc. Lo que hay es que Fabié no sabe expresar en español lo que no ha entendido en francés o en italiano y fue pensado en alemán.

¡Y a un hombre así, que ni siquiera puede ser buen católico, si quiere ser hegeliano, me lo hace Cánovas académico!

  —334→  

No, no puede ser. Esta vez no ha sido Cánovas el culpable.

Ha sido Martínez Campos, que también se prepara a entrar en la Academia y para hacer méritos está escribiendo una Fenomenología del espíritu... de cuerpo del arma de caballería...

¡Fabié en la Academia por filósofo!

Y todavía hablarán de los manes de Vives y Lulio y Foxo Morcillo y doña Oliva...

La filosofía en España consiste en llegar a ministro, ya sea calumniando a Hegel o parodiando a Santo Tomás.

Para concluir:

Más quisicosas del académico electo y farmacéutico:

«La seguridad admirable con que Hegel... es tanto más admirable». -¡Admirable!

«Se crea la Prusia». -«Emanuel Kant».

«El derecho justiniano» (por justinianeo).

«Los vestigios más remotos y antiguos». -Así, y mucho peor, escribe el nuevo candil de la Academia. Yo no tendría inconveniente en explicar un curso de disparates filosóficos y gramaticales sacados de la Introducción de Fabié.

Que me lo paguen, y lo doy.



  —[335]→  

ArribaUn discurso de Cánovas

El Sr. Cánovas ni se dobla ni se rompe; ni se rinde ni se arrepiente. Está empeñado en ser un cursi moral y político, y lo consigue. Todos los anos por este tiempo lee su discursito en el Ateneo y allá va una ciencia más al diablo; todo lo toca, todo lo mancha, y como dijo un autor, el señor Cánovas hace de todo saber de clerecía, con toda rama de la ciencia humana... lo que los perros con las esquinas.

El año pasado nos dio Cánovas un trabajito muy recortado y muy vulgar, digno de un mediano estudiante que lee su tesis ante el tribunal del doctorado. Se trataba entonces de materia meramente política, casi se reducía el trabajo de Cánovas a extractar un libro nuevo, que todos los aficionados a estas materias habían leído, y ¡anda   —336→   con Dios!, el discurso podía pasar... al archivo de las cosas insignificantes. Lo que distinguía el opúsculo de D. Antonio era... lo único que da unidad a todos sus escritos; el estilo perro y el régimen endiablado.

Este año la obra de D. Antonio ni siquiera es digna de un estudiante mediano. Hoy, cualquier joven que escribiera el discurso del doctorado tratando la llamada Cuestión social, o siquiera, y más correctamente, la Cuestión obrera, pondría mayor diligencia en procurarse fuentes nuevas e interesantes, que el Sr. Cánovas ha dejado en perfecto olvido. Tratar en el año 1890 la cuestión obrera con citas de autores franceses exclusivamente, refiriéndose a los alemanes por tabla, o sea por el manoseadísimo Cusumano y... por el Sr. Escartín, francamente, es demostrar demasiada pobreza de estudios preparatorios. ¡Y estas citas de Blanqui, de Baudrillart, de Mauricio Blok y otros así son del presidente del Consejo de Ministros, de D. Antonio Cánovas del Castillo, que se hace llamar sabio en la Deutsche Rundchau y en la Revuè des Deux Mondes, etc., etc.!

El Sr. Cánovas, que llama escritores económicos a los que tratan de economía (más valiera llamarlos ecónomos, como un ricacho de mi pueblo), nos recomienda, como si fuéramos chicos de la escuela, las obras de Cusumano y de Escartín para   —337→   que nos enteremos y seamos sabios como dioses, o por lo menos como Cánovas. Tantas gracias, D. Antonio, tantas gracias, pero tememos que se nos indigeste tamaña sabiduría. ¡Cusumano, Escartín, ahí es nada! No, no probaremos la fruta del árbol del bien y del mal. Pero, recomendación por recomendación, ¿por qué no se da una vueltecita D. Antonio por la gramática y por la retórica? ¡Hay cada manual, como el del económico Cusumano, que se lee en un periquete!

*  *  *

Es claro que yo no voy a tratar aquí de la cuestión obrera con motivo del discurso de Don Antonio. Clarín no hablará jamás de ciencias morales y políticas, y en punto a las relaciones del trabajo y el capital, me limito a creer que son pura conversación esas comisiones para resolver la Cuestión social, que unas veces preside Moret y otras veces preside Cánovas.

Después de todo, el discurso de D. Antonio no tiene sustancia, acaba por no decir nada; y si algo dice, es que los obreros deben andarse con ojo, porque si se extralimitan y no se contentan con ser obreritos para casa de los conservadores, morigerados,   —338→   dignos de que los cante Doña María Sinués de Marco o D. Teodoro Guerrero; si se atreven a pedir gollerías... le huele a Cánovas que va a haber palos. Esa es la síntesis. Nada entre dos solecismos.

Lo que a mí me importa en el discurso de Cánovas no es el fondo o el bajo fondo como diría un traductor, sino la forma.

El discurso comienza así: «Va a hacer estos días veinte años (un día de estos, quiso decir, hará veinte años) pero le pareció el giro demasiado familiar y prefirió reemplazarlo por un disparate; porque el vigésimo aniversario de la fecha que usted conmemora es un día determinado, (no estos días) que tomé aquí asiento por vez primera (señalando, supongo yo, al sillón presidencial, porque si no puede entenderse el aquí por el Ateneo o su cátedra; decir aquí para indicar el lugar en que descansan las posaderas, que diría Sancho, ni es muy propio ni muy decente) y con el propio fin de iniciar vuestras tareas anuales (nuestras hubiera sido más propio, porque nadie inicia las tareas de los demás). Ocupábalo con harto más desembarazo que hoy...». Vamos despacio: ocupábalo ¿el qué?, el sustantivo masculino más cercano es el propio fin. ¿Ocupaba el fin? No; el asiento. Cánovas no sabe que hay anfibología aquí (en el asiento), porque ni el asiento es lo inmediato, ni   —339→   el sujeto de la oración anterior. ¿Pero qué sabe él de estas cosas!

«Ocupábalo (el asiento) con más desembarazo que hoy». Observe el Sr. Cánovas lo poco poético y aun lo poco elevado del tropo que emplea. Es claro que el asiento aquí representa otra cosa, es un signo en vez de la cosa significada; pero ¿no pudo escoger cosa mejor que el desembarazo o embarazo con que se sienta? ¿No ve que los maliciosos podían llegar hasta creer que hace veinte años estos días no tenía usted almorranas y ahora sí? Ello va a ser que ahora está usted menos cómodo porque es presidente del Consejo de Ministros... ¿Pero qué tiene que ver el asiento con eso? Los tropos sirven para llevar la imaginación de lo abstracto a lo gráfico, a lo plástico... ¿Quiere el Sr. Cánovas que nos representemos las espinas del poder colocadas sobre el asiento y debajo del Sr. Cánovas...?

«Sin que de mi doctrina esperase o temiese nadie aplicaciones prácticas».

Sobra la disyuntiva o, porque no es incompatible esperar y temer; el que teme un palo también lo espera.

«Más que reprensible aún, sería innecesario (quiere decir inútil) que detentase hoy esta cátedra con fines personales de ningún género». Cánovas no sabe lo que significa detentar; es un término   —340→   forense, según el Diccionario, que sólo significa retener lo que no nos pertenece, y hablar en una cátedra de lo que no es en ella oportuno será profanarla, mancharla, lo que Cánovas quiera menos detentarla.

En un párrafo muy largo empieza D. Antonio todos los cólones, y son muchos, con esta frasecilla del mejor gusto: «porque esto de que... porque esto de que...» y en seguida: «Pero a todo esto...». Así, así, venga poesía. ¡Y a esto lo llaman gran orador!

«Los hombres de ahora cumplirán, en toda su extensión, con el respectivo deber...». Que venga Dios y vea si esto no significa que los hombres van a cumplir su deber... de los pies a la cabeza: en toda su extensión.

Habla D. Antonio de obligaciones que corresponden a la teosofía, a la filosofía espiritualista y a la ciencia del Estado. Primeramente, las ciencias no tienen obligaciones, ni siquiera de esas obligaciones éticas de que usted habla más adelante (como si todas las obligaciones no fueran éticas además de lo que puedan ser por razón de su materia). Después no hay ninguna ciencia que se llame filosofía... espiritualista. Y por último, la teosofía no es lo que usted quería decir ahí; la teosofía es un modo especial de teología o teodicea, que es lo que usted quiso decir. Y si no, consulte   —341→   el Diccionario de ustedes, que sólo admite teosofía por teología como arcaísmo. «La caridad cristiana y su remedo el altruismo...». El altruismo no es remedo de nada: es el nombre especial que Comte dio a la característica moral opuesta al egoísmo. De la filantropía (puesta en ridículo en el siglo pasado por el Filantropinun de Basedow y otros) se dijo eso de ser remedo de la caridad; pero el altruismo ¿qué tiene que ver?

¡Qué pedante y qué ignorante, todo junto, es D. Antonio! Una y otra vez, al hablar del dominio según la tradición del dominiun romano, el de los quirites, lo llama la propiedad justinianea (justiniana, que diría Barrantes). Ese epíteto le parecerá a él muy de sabio, le llenará la boca... pero es impropio, pues ese carácter de absoluta que tiene la propiedad romana, no le viene de Justiniano, sino del tiempo del derecho estricto; cuanto más atrás vaya, más quiritaria encontrará la propiedad, hasta llegar a la exclusiva propiedad civil de las cosas mancipæ... ¡Un pedante hace ciento! ¡De qué cosas le obliga a uno a hablar D. Antonio por su afán de meterse en ángulos y arquitrabes!

Y basta... Cualquier persona de mediana cultura llega a sentir hasta náuseas ante el tristísimo espectáculo que dan tantos majaderos españoles empeñándose en que veamos un sabio de ley en   —342→   el hombre que ha demostrado en todos y cada uno de sus discursos que su sabiduría se reduce a la vana «vielwisserei» (non multum, sed multa) que tantos estragos causa entre los bachilleres; en el hombre que no abre la boca sin que diga un desatino, y que si habla en latín dice cuatro desatinos en cada palabra.






 
 
FIN
 
 


 
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