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ArribaAbajo VI. 7 febrero, 1893

El teatro de Zorrilla


Aunque no oso llamarme crítico, en ocasión tan seria y solemne, a lo menos, algo muy pensado y muy sentido puedo y tengo de decir, no sólo del teatro de Zorrilla, sino de todo lo que fue el gran poeta; pero esto no cabe en improvisaciones de tal género; y consagrar al estudio de Zorrilla mucha atención y mucha lectura, es para mí hasta un deber sagrado, pues en una súplica cortés, la mayor honra que recibí en mi humilde vida literaria, el maestro inmortal indicó el deseo de que yo ¡tan indigno!, hablara de sus cosas; y en carta, que ha de conservar el doctor Cano, consta esa voluntad del poeta. -Mas antes que yo la cumpla ha de pasar tiempo, pues para considerarme   —62→   lo más digno que pueda de tal honor, necesito estudiar, meditar mucho, y hasta cierta purificación de espíritu, de modo que yo a mis solas entiendo-. Conste, por lo tanto, que lo que ahora escribo no es un juicio definitivo, ni total siquiera acerca de Zorrilla como poeta dramático. No tengo en la memoria todas las escenas de sus muchas comedias; es claro que ni una sola de estas he dejado de leer, pero hay varias que no puedo tener presentes y no hay tiempo, en el plazo que me dan, para repasarlas. Y, sin embargo, un juicio completo del poeta dramático no puede formarse sin recordar todas sus obras de este género; no quiero hacer como otros que pretenden juzgar todo el teatro de Zorrilla tomando en cuenta tres o cuatro de sus dramas principales. No está todo Zorrilla dramaturgo en Don Juan Tenorio, Traidor, inconfeso y mártir y El zapatero y el rey, segunda parte, aunque en eso esté lo mejor de tal Zorrilla.

No pudiendo juzgar su teatro en general, escojo por materia aquella parte de que puedo decir algo con más clara conciencia de lo que digo; escojo hablar de las obras de Zorrilla que he visto representadas. Como indica Fernanflor, tratando de este poeta, no cabe apreciar la obra teatral en todo su valor si no se ve en las tablas. Esto, en general, es cierto, particularmente respecto   —63→   del teatro moderno. Yo he visto Don Juan Tenorio muy bien representado por Calvo y Elisa Boldún; he visto El zapatero y el rey (2.ª parte) representado admirablemente por Vico y Perrín; he visto Traidor, inconfeso y mártir... medianamente representado por un galán que opinaba, al parecer, que Gabriel Espinosa debía de semejarse mucho a D. Nicolás Salmerón. He visto también El puñal del godo... a muchos aficionados, y he visto algún otro drama del insigne autor a cómicos medianos, sin conservar claro recuerdo de estos últimos espectáculos. Hablaré no más de Don Juan, Traidor, etc., y El zapatero y el rey, aunque en las reminiscencias de otros dramas (v. gr. El eco del torrente, Vivir loco y morir más) se fundarán algunas de las siguientes observaciones.

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Zorrilla es ante todo un poeta lírico... más a condición de dar a la palabra un sentido lato que pueda comprender el elemento épico, pero muy musical, de las leyendas y en general de la vena descriptiva y narrativa, tan abundante, rica y poética en Zorrilla. Para Taine, Zorrilla, si pudiera conocerlo, sería el poeta por excelencia a juzgar   —64→   por lo que dice el crítico francés del poeta inglés antiguo que más lleno de poesía le parece. En nuestro gran romántico hay mucha más imaginación que sentimiento; siente y piensa pintando y cantando el mundo exterior; hasta lo más hondo en él es en cierto modo exterior: su religiosidad patriótica, su patriotismo legendario. La psicología de Zorrilla está como incorporada a la psicología nacional, como diría un alemán: es lo más íntimo de Zorrilla un capítulo de la psicología estética de España: tal vez, como el de Castelar, uno de los más importantes en el siglo diecinueve.

La poesía de Zorrilla es principalmente el amor a la patria en su historia, pero en la historia artísticamente trasportada, la historia en lo que tiene de leyenda: mas téngase en cuenta también que la leyenda es historia. Sí, ya se ha dicho: la leyenda es parte de la historia de los que forman y creen la leyenda.

Este carácter general, predominante de la poesía zorrillesca (mal adjetivo por la terminación) alcanza al teatro. La leyenda es ya un género intermedio, y sin brusca transición llega Zorrilla a su drama, también legendario (o leyendario). Sus dramas mejores son leyendas patrióticas llevadas con gran maestría, con perfecto desarrollo dramático a la vida real de las tablas. Por ser el teatro   —65→   de Zorrilla un natural complemento de su genio, no se puede decir de este gran lírico lo que se dijo de Gœthe y de Víctor Hugo: que sus dramas eran inferiores a su obra lírica. No; Don Juan Tenorio no es inferior a nada. Yo admiro los Cantos del Trovador, yo admiro otras muchas poesías de Zorrilla, pero no más que el don Juan sugestivo, que se filtra en la celda y en el alma de doña Inés y que la enamora a orillas del Guadalquivir, y nos enamora a todos.

*  *  *

Es claro que Don Juan Tenorio es el mejor drama de Zorrilla. El Trovador y Don Juan Tenorio son los mejores dramas de todos los españoles del siglo XIX. Digo que son los mejores, no los más perfectos; eso no, antes los más imperfectos entre los mejores. Yo admiro también el Don Álvaro, admiro Traidor, inconfeso y mártir y también en Los Amantes de Teruel encuentro las bellezas que cualquiera verá; pero hay un género de hermosura en algunas cosas del Trovador y el Don Juan que no hay en ninguna otra parte del teatro español moderno. Dejaré ahora el Trovador, que tuvo menos suerte que Don Juan,   —66→   pues no se trata aquí de García Gutiérrez. Don Juan Tenorio es grande, como lo son la mayor parte de las creaciones de Shakespeare: de un modo muy desigual y a pesar de la desigualdad. Al Tenorio le encuentran defectos hasta los estudiantes de retórica; de Hamlet se han burlado Moratín y el mundo entero, y en nuestros días aun Sardou hace poco descubría contradicciones e incongruencias en el ilustre soñador del Norte. En Don Juan, aunque no hay ciertas faltas de gramática que han visto el autor y muchos gacetilleros, existen multitud de pecados capitales que condenan, no las reglas de Aristóteles, sino las reglas eternas del arte. En la segunda parte es mucho más lo malo que lo bueno, y aunque al público le interesan vivamente las escenas en que intervienen los difuntos, la belleza grande, lo excepcional queda atrás, en la primera parte. El que se precie de hombre de cierto buen gusto necesita ser capaz de admirar con inocencia y sin cansancio, y admirar la belleza donde quiera que esté, aunque la rodee lo absurdo. Una buena prueba de gusto fuerte, original, se puede dar entusiasmándose todos los años, la noche de ánimas, entre el vulgo bonachón y nada crítico, al ver a Don Juan seducir a doña Inés y burlarse de todas las leyes.

Parece mentira que sin recurrir a la ternura piadosa se pueda llegar tan adentro en el alma   —67→   como llegan la frescura y el esplendor de la primera parte del Don Juan. La seducción graduada de doña Inés la siente el espectador, ve su verdad porque la experimenta. Triunfo extraño, tratándose del público de los varones, porque por lo común a los hombres nos cuesta trabajo figurarnos lo que las mujeres sienten al enamorarse de los demás. ¿Cómo puede gustar el varón?, se dice el varón constante. Pues cuando el arte llega muy arriba vemos el amor de la mujer explicado, porque de cierta manera anafrodítica nos enamoramos también de los héroes. Este es el triunfo del Tenorio; que nos seduce, y por esta seducción se lo perdonamos todo: pecados morales y pecados estéticos.

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Traidor, inconfeso y mártir no se ha de comparar a Don Juan, si se compara es que no se comprende qué clase de excepción es el Tenorio; es más, comprendo que el que compare ambos dramas vea superioridad en el que Zorrilla prefería.

En pocas partes se parece menos Zorrilla a sí mismo que en Traidor, inconfeso y mártir; no porque falten aquí sus facultades poderosísimas, sino porque faltan sus defectos, tan suyos; por los   —68→   que se le reconoce como si fueran un estilo. En punto a forma correcta, noble, eufónica, eurítmica el Traidor es una maravilla, y tratándose de su autor maravilla doble. El Traidor es a Zorrilla lo que El castigo sin venganza a Lope. Hasta en la composición sabia, ordenada, sobria y atenta al contrapunto dramático, Zorrilla parece otro; y eso que se debe notar que a pesar de haber escrito el gran poeta casi todas sus obras a la diable, como él mismo declara, el gran instinto dramático que tiene le da hechas casi siempre unas exposiciones, unos primeros actos que son obras maestras de lo que las reglas clásicas piden en esta materia para despertar el interés y atraer con la armonía. Sea ejemplo este mismo drama, el Traidor, y sea ejemplo el primer acto de El zapatero y el rey, primera parte.

En cuanto al fondo, sería absurdo igualar a Gabriel Espinosa con Don Juan; el pastelero es un romántico misterioso más, de la clase de los ilustres, sí; pero un producto del romanticismo de la época; como lo es también doña Aurora, digna compañera de la valiente doña Mencía de García Gutiérrez y de la Isabel de Hartzenbusch; pero Don Juan y Doña Inés no son románticos... son clásicos, del clasicismo perdurable.

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El zapatero y el rey, segunda parte, yo no puedo juzgarlo serenamente, porque es el libro por que aprendí a leer, y que me hizo de por vida aficionado a las letras. Lo sé de memoria y cuando hace un año Vico lo representaba en Gijón, pude advertirle, con gran asombro suyo, que se había comido una redondilla en el monólogo del primer acto.

Una de las cosas más tiernas, más naturalmente sentimentales que ha ideado Zorrilla, es la amistad de Don Pedro el Cruel y el zapatero y capitán Blas Pérez, amistad que comienza en el primer acto de la primera parte y acaba en el campo de Montiel, al terminar la segunda. El Don Pedro de Zorrilla no es ni más ni menos histórico que el de muchos eruditos, pero en la historia poética de España es rigorosamente clásico.

También Don Pedro enamora; dese que tengo uso de razón, y aun desde antes, yo soy un vasallo fiel de Don Pedro; y siendo republicano, también desde niño, para darme cuenta de lo que podían sentir los monárquicos sinceros, cuando los había; cuando lo eran por la gracia del rey, no por el compromiso constitucional, necesito recordar lo que yo sentía por el hermano de don Enrique, por el león acorralado en el castillo de Montiel.

Y esta impresión viva, natural, fuerte del patos   —70→   realista se la debo a Zorrilla. Don Pedro, como Don Juan, tampoco es romántico a lo misterioso y fatal como lo son Don Álvaro, el pastelero de Madrigal, etc., etc. Don Pedro es romántico como lo son los Don Pedro del teatro español antiguo y otras grandes figuras de Lope, Calderón, Tirso, Rojas, etc., etc.

El zapatero y el rey también ofrece en la composición mucho que admirar, arte exquisito, sobre todo en el segundo acto, que es un cuadro, cuando se representa bien, digno de Rojas en su mejor inspiración, digno de Lope cuando quiere. Y de ellos parece.

*  *  *

Y a todos ellos se parece el romanticismo de Zorrilla en sus dramas mejores, si no en el modo de entender el asunto, en la forma dramática y en la poética.

Se va el correo y tengo que terminar este articulejo; pero si tuviera tiempo me detendría a considerar, que si nada hay más anticuado por ser muy de su tiempo exclusivamente, que el romanticismo formal de los versos de Zorrilla mismo en muchas de sus poesías líricas primeras y el de los versos de algunos contemporáneos suyos,   —71→   lo que es la forma retórica de los dramas principales de Don José, ni está anticuada, ni lo estará ya nunca, porque tienen la frescura de lo criado para eterno... eterno a lo menos mientras haya castellano. Sí, cabe decirlo, sin declamaciones ni hipérboles: no se concibe que muera la forma de Zorrilla, dramática y lírica, mientras haya quien sepa español. Zorrilla es ante todo, en el teatro y fuera, el poeta del idioma; no uno de esos que tienen toda la poesía en las palabras; no es eso; no es poeta formal en este sentido. Es que el idioma es un verbo, el verbo nacional, y la musa de Zorrilla es el verbo de su patria, el poético.

En la lengua castellana late un genio nacional; este genio encarna principalmente no en aquellos grandes artistas que serían elocuentes en cualquier idioma, sino en los que, como Castelar en prosa y Zorrilla en verso, no se concibe que sean poetas más que en castellano.

[...]



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ArribaAbajo VII. 8 marzo, 1893

El teatro... de lejos.- Las tentativas de Pérez Galdós


La reforma del teatro es como la cuestión social, que no deja de existir porque no se haya encontrado todavía solución para ella, ni porque no se haya podido definir bien en qué consiste la cuestión misma. Y por parecerse más, hasta se parecen en que hay quien niega que haya cuestión social, y quien niega que el teatro necesite reforma. Esta solución que ve la incógnita convertida en un cero, la juzgo la menos probable. Sólo un optimismo ciego y egoísta puede creer que la sociedad no necesita que la reflexión y el amor, la ciencia y la caridad le ayuden a remediar   —74→   ciertos dolores excesivos de las clases pobres; sólo un superficial examen y un arraigado apego a la rutina pueden sostener que la forma dramática no tiende en todas partes a una transformación, por exigencias de los caracteres generales de la moderna literatura, y en particular por cambios y cansancio innegables en el gusto del público más reflexivo y delicado.

Burlarse de la manoseada metáfora de los «nuevos moldes» no es alegar razones contra el argumento poderoso que nos muestra la historia de la poesía dramática a favor del cambio que se solicita, o mejor, en favor de la realidad de la tendencia a buscar esa reforma del teatro.

Líbreme Dios de recordar aquí la evolución teatral que cualquiera puede ver en cualquier historia literaria; pero sí valdrá que me refiera a lo que todos saben y es prueba de que siempre ha cambiado el teatro y no hay razón para que no siga cambiando. Cambia el teatro en todas partes, en el Japón como en la antigua Grecia, como en España, como en Francia, y cambia en sus medios materiales y en su forma literaria y en la calidad y cantidad de su contenido o fondo. El famoso carro de Tespis es cosa bien diferente del lujoso edificio y del aparato escénico que servían para representar las tragedias de los Sófocles y Eurípides, espectáculos que tan caros costaban a las autoridades   —75→   populares de Atenas; y las primitivas ceremonias dramáticas del culto griego, como los misterios de Eleusis, en que sacerdotes y sacerdotisas representaban cual un drama la historia de Demetera y de Cora, bien lejos están de los vuelos y de la libertad de un Esquilo en el Prometeo. Y en todos los géneros teatrales sucede otro tanto: los mimos de Herondas tienen como un preludio en las rápidas escenas cómicas que nos ofrecen los antiguos dorios, en las que un charlatán expone sus drogas ál público de un mercado. La comedia bajo la inspiración de Baco, extiende el círculo de la sátira; de los mimos de Saphron proceden, como un progreso, los de Teócrito...

No hay que confundir las cosas; no hay que prescindir de la diferencia que va del valor intrínseco, individual, de una obra de arte, al valor que representa en la serie de obras que demuestran una evolución. No vale más Eurípides que Esquilo, sino menos, y sin embargo Eurípides ensancha el teatro, rompe moldes y en cierto modo inaugura el recurso dramático de lo patético, sobre todo en la miseria material, en la que habla de prosaicas lacerías a los sentidos. Racine vale más que cualquier poeta dramático moderno francés; y sin embargo, la moderna dramaturgia francesa posee multitud de elementos que no hay en Racine y   —76→   que fueron bien acogidos porque hacían falta; nadie pretende que Atalia no siga siendo una obra maestra; pero La Dama de las Camelias es algo más, no mejor; es el teatro con mucho más horizonte.

Más que Shakespeare nadie, pero otra cosa sí. Aparte de que el teatro de Shakespeare hay que mirarlo como la tela en que bordó uno de los genios más grandes del mundo su labor poética, no hay que mirarlo como un modelo de teatro para entonces, para ahora y para siempre. Los defectos técnicos que el clasicismo encontró en el teatro del gran inglés no todos son ilusorios; lo absurdo fue no ver el genio detrás de los defectos; Carlyle, el gran admirador del autor de Hamlet; el que daría antes las Indias que a Guillermo, dice bien claramente que lo grande en sus dramas es él, su genio, que resplandece acá y allá, no continuamente, ni con mucho.

No es argumento, ni lo será nunca, para predicar el statu quo escénico, la posibilidad de que se produzcan nuevas obras maestras por patrones antiguos. Se admiraría la maravilla artística, un poco arqueológicamente, y se seguiría deseando otra cosa.

Si, todo cambia en la vida espiritual, todo cambia en la aspiración artística, en los anhelos estéticos, y en el teatro, una de las formas artísticas   —77→   más gráficas, no hay razón para que no suceda lo mismo.

Por todo lo cual, y por mucho más que callo, porque quiero ser breve, hacen mal, a mi juicio, los que a los autores dramáticos que se presentan con propósitos reformistas les censuran por de pronto el intento, juzgándolo inútil, irracional, ilusorio.

Lo que hay es que en muchas partes, en Francia, y ahora en España principalmente, los que intentan los cambios teatrales suelen ser escritores de otros géneros, novelistas las más veces, y realistas los más. (Aparte ciertas tentativas de muy sutil idealismo que también se llevan ahora a los teatros libres, y a veces con buen éxito.)

Zola y Daudet y aun Goncourt, por ejemplo, han querido llevar al teatro su escuela... y hasta su método. Zola y Daudet han querido meter su novela en las tablas. Eran novelas y eran realistas. A pesar de triunfos parciales, a veces grandes triunfos, en general cabe decir que no han conseguido su propósito. ¿Qué prueba eso? Que no hace falta reforma, que las eternas leyes del drama son las que hasta hoy han prevalecido? Además de las eternas, ¿no pueden haber prevalecido otras pasajeras, cuya sustitución no han sabido encontrar Zola y Daudet v. gr.?

Que el teatro pide hoy variación, reforma en el   —78→   sentido de ser más amplio, menos convencional, y de no reducir la poesía dramática a las contingencias de acciones apasionadas y conflictos de caracteres, es indudable. También lo es que las capitales ventajas que ha traído a las letras la moderna novela ofrecen algo de lo que para el teatro se pide, aunque a él se hayan de aplicar de otro modo. Pero ni eso es todo lo que necesita el teatro, ni está probado que deben ser maestros en el arte de la novela realista los poetas dramáticos que traigan nueva vida a las tablas.

Zola, que por algún tiempo anunció que iba a luchar por la conquista de la escena con el ardor y constancia con que luchó, hasta vencer, por la novela naturalista, ahora parece que se retira, no sin honor, de tal empresa; Daudet no lucha tampoco ni con gran esfuerzo ni con propósito sistemático; pero aunque quisiéramos suponer derrotados en sus intentos dramatúrgicos a esos novelistas y a otros, no por ello concederíamos que el teatro está hoy bien como está, y que se ha parado la evolución que comenzó en las farsas más groseras de las obscuras épocas, de donde salen, como de entre nubes, las literaturas clásicas.

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Pérez Galdós, novelista ante todo, ha querido escribir para el teatro, y hasta hoy no ha hecho más que llevar a la escena, más o menos cambiadas, ideas novelescas, planes de novela. Realidad y Gerona de novelas proceden directamente; La loca de la casa tiene su idea capital en Ángel Guerra. En rigor, las dificultades y los defectos que La loca de la casa presenta proceden del empeño, más o menos reflexivo, de llevar a las tablas la idea capital de Ángel Guerra. El Sr. Villegas lo ha dicho en la España Moderna, con buen juicio y pésima gramática; en La loca de la casa hay una transformación de caracteres, y en eso, puede añadirse, consiste el argumento: es, como Ángel Guerra, la historia de la fiera amansada por el amor; Ángel Guerra y La loca de la casa son grandes paráfrasis de la fábula del León enamorado. En la novela y en el drama una joven mística, en el sentido vulgar y corriente de la palabra, emprende la conquista de un alma rebelde y fuerte, como el cristianismo emprendió la conquista de los bárbaros; pero sucede, lo mismo en el drama que en la novela, que Galdós lleva en seguida la cuestión espiritual al terreno que su carácter le impone, al terreno práctico, a las buenas obras, a la caridad social y pública, que hace conventos, asilos; en fin, que en La loca de la casa, como en Ángel Guerra, las obras de fábrica   —80→   constituyen la mejor parte de la simbólica del misticismo. En la novela los inconvenientes de este prosaísmo voluntario se notan, pero menos, porque están desparramados entre muchas bellezas de detalle; en el drama el símbolo de la conversión de Pepet se empequeñece más, porque la premura del tiempo reduce demasiado a cuestión de ochavos y ladrillos la hermosa batalla espiritual de Victoria y su marido.

De modo que se ve claramente por lo dicho, que hasta hoy todas las obras dramáticas de Galdós son novelas convertidas en materia de teatro, más o menos directamente. Y ahora pregunto: los obstáculos con que hasta hoy ha tropezado Galdós; ¿nacen de la deficiencia de sus facultades, o de la calidad de su empeño? ¿Es lo mismo reformar el teatro actual en un sentido realista (en la forma), que convertir novelas en dramas? No.

Primero: puede Galdós tener facultades de reformador dramático y no haber conseguido por completo su intento hasta hoy, por no haber hecho dramas sin nada de novelas.

Segundo: puede fracasar el noble intento de Galdós por culpa suya, y sin embargo necesitar el teatro quien le reforme; por ejemplo, un poeta que comprenda esa necesidad y no sea novelista.



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ArribaAbajo VIII. 9 abril, 1893

La amistad y el sexo, por A. Posada y U. G. Serrano.- La Dolores, drama en tres actos y en verso, original de D. José Feliu y Codina11


Como no se ha de juzgar del mérito de los libros por el tamaño, considero digno de mención el folleto que han publicado los Sres. González Serrano y Posada, y que contiene varias cartas   —82→   de uno y otro acerca de la educación de la mujer. La amistad y el sexo, se titula el opúsculo, y es de lo más interesante que han escrito ambos ilustradísimos profesores. La polémica cortés y cariñosa que contienen estas cartas se refiere principalmente a la cuestión, que no se puede resolver de plano, a mi juicio, de si cabe entre el hombre y la mujer la amistad acendrada y por completo pura y libre de todo elemento amoroso. El Sr. Posada se inclina a creer que sí, y con tal motivo defiende la educación varonil de la mujer; el Sr. González Serrano, siempre psicólogo profundo, pero tal vez aquí más perspicaz que nunca, sostiene que en la amistad de hombres y mujeres fácilmente apunta el amor; y para reforzar sus argumentos amplía la cuestión y se muestra partidario de una educación femenil, siempre diferenciada, en fondo y forma, de la varonil.

El Sr. Posada, que ha escrito en esta ocasión12 con mas energía y color que otras veces, emplea en pro de sus opiniones los mejores argumentos que se pudiera escoger; pero así y todo, no oculta, pues antes que nada, es sincero, que en ciertos respectos del asunto vacila y casi casi acaba por declarar triunfante a su adversario; el cual, con gallardía, frescura, gracia, profundo sentido práctico, compatible con todo género de delicadezas, defiende los fueros de la integridad moral de   —83→   los sexos, a su juicio, en gran peligro, con las tendencias modernas, groseramente democráticas e igualitarias, en este como en tantos otros puntos de sociología. No basta para que una cosa sea buena que sea corriente general en los países más adelantados. Los países más adelantados pueden equivocarse, y lo que es más triste, es muy probable que paguen caras sus equivocaciones más adelante, cuando sean más cultos todavía que ahora y más desgraciados13.

No hay que olvidar que muchas iniciativas sociales son resultado de la enérgica acción mancomunada de muchos espíritus mediocres, y es una especie de hipocresía admirar con la boca abierta todo resultado de la voluntad general, del impulso vencedor de la masa, y por otra parte, reconocer que el pensamiento y la sensibilidad exquisitos, delicados, profundos, nobles, son patrimonio de una escasa minoría, que en cambio carece de eficacia en la acción exterior, no tiene gran influencia   —84→   inmediata sobre la marcha positiva del mundo contemporáneo.

Es innegable que la mayor parte de los pedagogos, de los superficiales soñadores socialistas, favorecen esa tendencia, que se va generalizando, a la igualdad de los sexos, a la emancipación de la mujer: si se venciera con la estadística, ¡qué victoria para los partidarios de la mujer descoyuntada para convertirla en bachillera! Sí, por ahí va el mundo; pero como decía un crítico francés ha poco, reconociendo esto mismo, nosotros somos bastante viejos ya y podemos consolarnos con la idea de que cuando cada mujer sea un hombre más, es decir, cuando ya no haya mujeres, no seremos más que polvo, indiferentes a los atractivos del sexo.

Declaro que uno de los argumentos que más me molestan en los partidarios de la mujer bigotuda de espíritu, es el que consiste en decir: ¿Y que importa que la hembra humana deje de ser graciosa y bella, un instrumento de placer para el macho, si se dignifica, eleva y emancipa?14 Comprendo esta indiferencia estética en los amigos de que se acabe el mundo, y en los que no pueden contribuir a que no se acabe. El mejor   —85→   día aparecen jardineros progresistas partidarios de que se emancipe a las rosas de su aroma, que las expone a tantas profanaciones por parte de los golosos del perfume.

Decía Feuillet, que, aunque idealista, sabía mucho de las flaquezas humanas, que en las relaciones entre hombres y mujeres capaces de reproducción, toda plática y todo trato aludían más o menos directamente al amor, o se enfriaban, debilitaban y desaparecían. No diré yo tanto como el autor de la Condesita, pero me parece que lo más frecuente es que, siendo como es la mujer estopa y el hombre fuego, venga el diablo y sople; para lo cual el diablo se finge literato, sabio, pedagogo o lo que haga falta, por ejemplo, fraile.

Las grandes amigas de los grandes hombres sólo suelen ser grandes amigas hasta que la erudición histórica adelanta lo suficiente para descubrir que eran algo más que amigas.

Lo mejor es que a esos lazos espirituales se les llame amor desde luego, como llamó Dante al suyo, pues al fin vienen a dar en lo mismo las idealidades platónicas de un Chateaubriand y hasta las idealidades sociológicas de un Augusto Comte.

Para mí, sin ánimo de ofender a nadie, toda mujer que cree que es esclava siendo mujer como es ahora, tiene algo en el alma o en el cuerpo de   —86→   marimacho. Y todo hombre que se inclina a creer a las mujeres que se quejan en tal sentido, tiene algo de afeminado en el cuerpo o en el alma.

El Sr. Posada está muy lejos de pedir esta clase de emancipaciones, su idea es otra; en lo que principalmente consiste, es en facilitar a las mujeres desvalidas carreras que las den el sustento que, si no, deberán o a servidumbre doméstica o a terrible prostitución. Esto es otra cosa, y dicho se está que si se quiere que la mujer sin amparo familiar coma, se procure dinero... no es el mejor camino hacerla doctora, porque no son los sabios los que mejor se ganan la vida.

En fin, el folleto de los Sres. González Serrano y Posada merece ser leído, meditado y alabado.

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Llega a mi noticia que la Academia de la Lengua piensa premiar el drama La Dolores del señor Feliu, a no ser que se decida por Mariana de Echegaray o Realidad de Pérez Galdós.

No he visto ni he leído Mariana; no puedo asegurar que merezca premio; aunque me inclino a creer que sí, a juzgar por el talento del autor y por lo que, unánime, dice la fama de esta obra   —87→   del insigne poeta. Realidad la he visto estrenar y desde luego me atrevo a afirmar que merece 5.000 pesetas académicas y algo más, aunque no sea dinero ni de la Academia: lo que no puedo decir es quién vale más entre Realidad y Mariana. Pero, en cambio, sostengo que Realidad vale muchísimo más que La Dolores, que acabo de ver representada por muy discretos artistas. Va de Realidad a La Dolores lo que va... de Galdós al Sr. Feliu.

Me apresuro a añadir que, dado el gusto de la mayor parte de los académicos que se meten en estas cosas, y dada la envidia que les tienen a Galdós y a Echegaray y no al Sr. Feliu, y dados los alcances de cierta parte de la crítica militante de teatros, no extrañaría que fuese preferida La Dolores, drama que estaba llamado a parecerles excelente a los balsaminas de la crítica seria, morigerada y de escasas humanidades.

No conozco al Sr. Feliu más que para servirle; no le niego talento, discreción, habilidad teatral, naturalidad y sencillez de estilo; no veo en su Dolores un adefesio, ni siquiera una vulgaridad; pero necesito oponerme a la pretensión de ciertos críticos que ven en el drama de ese señor una maravilla.

De una obra de análogo mérito, escrita por un poeta cuya fama es hoy, a mi entender, semejante   —88→   a la que gozará el Sr. Feliu dentro de cincuenta años, diría el Malogrado Fígaro algo así como que era una chispa más en una hoguera que se apagaba.

La Dolores es también una chispa más en esa hoguera que podemos considerar casi extinguida. Podría muy bien ser uno de aquellos dramas del Sr. Echevarría (solo) representados allá por el año setenta. No está mal. Es más; a ratos, hasta casi está bien. Al final está bien del todo. Pero es una chispa.

En los dos primeros actos parece que se prepara una de esas zarzuelas bucólicas (y de tauromaquia) que tan primorosamente escriben nuestros dramáticos festivos. Sí, parece una zarzuela de esas... sin música y sin gracia.

A ratos parece aquello «Caballería rusticana» sin orquesta y sin cantantes; otras veces parece el Tío Maroma o Novillos en Polvoranca o algo así... pero romántico y sin chistes. La cosa empieza a animarse un poco cuando el seminarista descubre su pasión a la Dolores. Lo cómico lucha allí con lo romántico, y vence. Vence lo cómico. Pero como es un cómico involuntario, con que no contaba el autor, resulta de un delicioso naturalismo, de cuya gracia no pueden darse idea ni el Sr. Feliu ni el Sr. Villegas, crítico entusiasmado con la sencillez, sobriedad, economía y... aseo de La Dolores.

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El tercer acto es otra cosa; no se trata de una edición más de Los valientes; lo imitado allí más bien parece la manera antigua de Echegaray; la catástrofe, no por ser rápida deja de estar bien entendida, y merece elogios la sobriedad (aquí verdadera) y la energía poética y muy bien sentida con que se expresa el homicida momentos antes del crimen, y sobre todo lo que dice después de matar al rival aborrecido. Es cierto, como han advertido los que más admiran el drama, y como advierte cualquiera, que Dolores no debía abrir la puerta a Melchor, pero una vez abierta, todo lo que pasa está bien, escrito con brío eficaz, con instinto de poeta dramático. Por este final he dicho antes que La Dolores era una chispa; sin él no sería más que ceniza.

No crea el Sr. Feliu a los que le alaban por la pobreza y prosa de sus versos denominando de otra suerte tales defectos. ¡Bueno fuera que por que hubo un Góngora en el mundo, tuviéramos por sobrios, austeros, áticos o dóricos, a todos los que quisieran escribir su prosa en forma rítmica! En el teatro como en todas partes, la poesía ha de ser poesía; y el verso que no es poético, sobra, estorba, es una puerilidad. Y es claro que la poesía no necesita ser altisonante, conceptuosa, exagerada en el lenguaje figurado; no sólo no lo necesita, sino que no debe serlo. Escribiendo en   —90→   verso como por lo común es el verso de La Dolores, hubiera sido preferible que se hubiera empleado la prosa.

Además, el Sr. Feliu en sus versos, no sólo es prosaico casi siempre, sino que lucha con las dificultades de la rima, como cualquier fabricante de ripios e incoherencias.

Por donde quiera que se examine el drama, se ven cosas como esta:

Porque eso sí, buena fe
de que le sobran arrojos
la están dando aquellos ojos...
Yo la quise: yo lo sé.


Donde ve el más topo que el autor no quiso decir que los ojos daban buena fe, sino que daban fe, lo cual es muy distinto; pero necesitaba dos sílabas... y dijo buena. Como este otro:

JUSTO
Cuando le da el arrechucho
no hay reina con más imperio.
PATRICIO
Le doy música, la ferio...
JUSTO
Y es usted rumboso.
PATRICIO
Mucho.
¿No fue grande la función
según tú mismo lo observas?
JUSTO
Un novillo...
PATRICIO
De tres hierbas.
JUSTO
Eso parte un corazón.
PATRICIO
Me parece...
JUSTO
Y dos también.
Y además tumba a un sargento.


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¿Va a premiar la Academia esta difícil dificultad?

Más trozos selectos.

-Como que no les mascullas
el latín.
-Lo sabe el chico
muy claro. No así nosotros,
que cuando acá lo gruñimos
debe parecerle a Dios
si no se tapa los oídos. (!)


(Si no se tapa los oídos, le parecerá a cualquiera un verso con nueve sílabas.)

más que rezarle en latín
que le faltamos en gringo.


Pase el gringo como chiste y ripio, pero no puede pasar que la Academia premie ese gruñir empleado como si fuera transitivo; ni que el latín se les masculle a ellos, y menos puede tolerarse que «si no se tapa los oídos» sea un octosílabo, porque si convertimos las dos sílabas o-í de oídos en una, oídos ya no es asonante en í-o.

Ah, ingratona, si no fuera
que ya está la gente armada
te daba la campanada
de hacerte la fiesta huera.


Impropiedades e incorrecciones de este género, las hay en la mayor parte de los versos del drama.

¿A qué seguir?

El Sr. Feliu, por culpa del pícaro consonante,   —92→   dice a veces hasta lo contrario de lo que quiere decir; ejemplo:

De eso hoy mismo hemos de hablar
si lo quiere tu esquivez.


Quiso decir si no lo impide tu esquivez. ¿No ve el Sr. Feliu que si la esquivez quisiera que hablasen a las diez esos amantes, ya no era esquivez?

No he de continuar en la tarea molesta de copiar y comentar faltas de uno y otro género; basta y sobra lo dicho para comprender que La Dolores, lejos de ser un modelo de bien decir, aunque con prosa rimada, está plagada de defectos de gramática, retórica y poética.

Si nadie hubiera hablado de premiar este drama, yo no me hubiese acordado del santo de su nombre. El Sr. Feliu se hace simpático en cuanto autor dramático, en esta obra defectuosa, pero no desprovista de todo mérito, y he tenido un disgusto, de los indispensables en mi oficio, ál tener que tratar su última producción con relativo rigor, tan justo como necesario.



  —[93]→  

ArribaAbajo IX. 10 mayo, 1893

La Academia Española y el premio Cortina


Bien está lo que bien acaba, dicen a su modo los franceses, y esto se puede decir de la demasiado famosa cuestión del premio Cortina. Ahora que el Sr. Echegaray ha convertido ya en obra de caridad la materia del dichoso premio, es un poco tarde para tratar de tal asunto, pero yo no puedo excusarme de decir algo, porque lo exige la justicia. En mi revista anterior censuraba a la Academia bajo condición resolutoria que se ha cumplido, y por consiguiente, en buen derecho véome obligado a levantar la censura y convertir en elogio mis palabras. Puesto el litigio del premio exclusivamente entre Mariana y La Dolores, no sé por qué razón, es indudable que la Academia,   —94→   al premiar la obra de Echegaray, ha seguido no sólo el fallo de la opinión general, sino también el del buen gusto.

Hacen mal, a mi juicio, los que desdeñan el veredicto académico motejándole de zaguero y trasnochado. «Cuando pitos flautas», podrá contestar la Academia. «Si me separo de la corriente, decís que es por alarde de desprecio, por prurito de aristocrático criterio; si me conformo con el parecer común, decís que voy de reata, que llego tarde a juzgar en causa sentenciada». La Academia no pudo juzgar antes, ni tiene por qué precipitarse, y si el fallo que pronuncia concuerda pon el del público, debe mirarlo como buen agüero y no como ocasión de disgusto.

La originalidad no consiste en hacer o pensar lo que nadie osa, sino en hacer y pensar por propio impulso y con espontáneas facultades.

No se debe hacer sistemáticamente la oposición a nada, y menos a la Academia, con quien se puede ser muy justo sin ser ministerial casi nunca.

Si se tratara de elegir entre Mariana y otras obras estrenadas en estos últimos cinco años, habría mucho que decir; pero, por no decir tanto y no tener que comparar a Echegaray, por ejemplo, con él mismo, nos atendremos a los autos, de los cuales resulta que se había de escoger entre Mariana   —95→   y Dolores; y en este caso, la elección no tiene pero.

Hace un mes hablé yo en El Imparcial de La Dolores, que había visto representada de un modo satisfactorio, y añadía entonces que de Mariana no podía decir nada porque ni la había leído ni la había visto en escena. Pues bien; ahora ya puedo decir algo. He visto el drama de Echegaray en el magnífico teatro Campoamor, de Oviedo, a la compañía dirigida por el entusiasta y muy inteligente primer actor Wenceslao Bueno, a quien el público madrileño aplaudió muchas veces en el Teatro Español durante la última temporada. El principal mérito de esa compañía es, además de la modestia, que es mérito moral, la armonía del conjunto, debida a lo concienzudo del trabajo. No siempre que se quiere se puede; en otras obras ni el Sr. Bueno ni sus compañeros han logrado agradarme; pero en Mariana, sea por inspiración, por milagro o por lo que fuese, ello es que estos artistas consiguieron hacernos recordar, sin echarlos de menos, los primores que algunas veces nos ofrecen las buenas compañías de la corte. La señora Argüelles (Mariana), aunque luchando con desventajas materiales insuperables, consiguió a fuerza de talento e instinto artístico ofrecernos una protagonista que, si no era ciertamente la que soñó Echegaray, no hacía traición por falta de habilidad   —96→   escénica a la creación elegante y tierna del poeta. Bueno estuvo en su papel de joven noble, apasionado, sencillo y fuerte, tan bien como pueda estar, esto opino, cualquiera de los actores españoles que en la actualidad cabe que desempeñen este carácter con propiedad y sin violencia.

Digo todo esto, no por vía de anuncio de los méritos de tales artistas, sino para demostrar que puedo juzgar a Mariana como si la hubiera visto en la matriz, o sea a la compañía del Sr. Mario; no porque yo pretenda cierta clase de comparaciones, sino porque en realidad, la suerte ha querido que esta vez en conjunto y en muchos pormenores, el Sr. Bueno y los suyos lo hayan hecho tan bien como cualquiera. Sólo en tales condiciones me atrevo a juzgar de obras dramáticas contemporáneas, escritas para el público de ahora, con la preocupación de las representaciones escénicas. Pues opino en este punto con el Sr. Pidal que las obras del teatro, son para vistas en el teatro, sin que esto obste para que se añada la lectura, si se tiene que juzgar con todo detenimiento. Si a Kalidasa, a Esquilo, a Plauto, a Shakespeare y a Molière los juzgamos y gustamos casi siempre por la lectura, es a más no poder, y porque muchas de las excelencias que en ellos vamos a buscar son ya de un carácter arqueológico que no dice relación directa al particular atractivo de   —97→   la viva acción en la escena. Por todo lo cual, mientras escribo mis humildes revistas literarias en circunstancias que no me permiten juzgar el teatro como teatro, me abstengo por sistema de tomar en cuenta el movimiento artístico de este orden, con ser de los más interesantes.

Y viniendo ya a Mariana, diré que, en efecto, hubiera sido absurdo desairarla por la estimable producción del Sr. Feliu, quien, lo que es voluntariamente, no creo que se haya medido con el maestro.

En algunos respectos, no despreciables, Echegaray ha estado más feliz que nunca; hay cierta suavidad poética, cierta dulzura noble, cierta delicadeza elegante, exquisita, en muchas partes de Mariana, que son méritos oportunísimos en el arte español, muchas veces seco, algo duro y no muy gracioso en los movimientos del alma. El mismo teatro de Echegaray era de los no menos necesitados de estas suavidades y gracias delicadas, a que, por fortuna, de algún tiempo acá se inclina, tal vez influido en parte por la famosa ley de adaptación al medio. No hay para qué ocultarlo: en otro tiempo Echegaray hacía principalmente Vicos y Calvos; ahora hace principalmente Marías Guerrero; y más vale ir a dar desde luego con la sencilla aunque poco metafísica causa del fenómeno, que perderse en sabias disquisiciones   —98→   psicológicas profundas, pero descaminadas.

No es Mariana una pica en Flandes, llamando Flandes al teatro nuevo, en consonancia con las tendencias y pruritos de la poesía y del arte en general según son en nuestro último décimo... de siglo; los moldes (y vaya por moldes) de Mariana son viejos; son muy parecidos a los que han servido a Dumas, hijo, para hacer tantos primores de psicología social y de psicología femenil; pero debe notarse que lo que no es nuevo en absoluto puede serlo relativamente; y, en efecto, con relación al teatro español hay cierta novedad en Mariana, que si no es el drama realmente realista que se busca, es el drama psicológico, al que estamos aquí poco acostumbrados.

Se ha dicho mil veces que el teatro es síntesis, si la novela es análisis, y a esto yo he replicado, siempre (aparte de protestar contra la acepción inexacta en que se emplea la palabra síntesis) que en el teatro cabe el análisis también, sólo que un análisis a su manera; análisis hay en Shakespeare, y hasta en el Prometeo de Esquilo, y análisis en Molière y en Racine, y en la misma Vida es sueño. Mariana es obra de análisis, y lo prueba el cambio que se va observando en la protagonista, y que, por cierto, explica satisfactoriamente lo que parecería abstracto, arbitrario y violento, si   —99→   sólo se nos ofrecieran los datos que al principio se descubren en el carácter.

Pero es el caso que en el análisis teatral existe, entre muchas otras, la gran dificultad de la lucha con el tiempo: para analizar hay que hablar; el diálogo detiene ciertos elementos de la acción y se necesita habilidad suprema, cual la de Dumas, para dar a las conversaciones de los personajes el interés suficiente, a fin de suplir otro género de atractivos que el público suele buscar en la escena. Echegaray, que no siempre cuenta con el tiempo, y debe no pocos de sus relativos fracasos a este olvido (véase El hijo de Don Juan), en esta ocasión ha estado habilísimo, y se observa en Mariana algo semejante a lo que es tan común en el teatro moderno francés, en el de Dumas particularmente, a saber: que el arte exquisito del diálogo encanta al auditorio como las peripecias de acción más nuevas y enérgicas.

No es Mariana el mejor drama de Echegaray, pero sí uno de los mejor preparados para gustar al público sin necesidad de que el arte verdadero, noble, delicado, abdique ni en un punto.

La máquina con que se prepara el conflicto y la catástrofe, la anagnórisis, que diría D. Hermógenes, es del antiguo sistema y muestra de un modo original y de mucho interés su alcurnia de convencionalismo ya ennoblecido por los años y las   —100→   victorias ganadas en todos los teatros europeos. ¡Oh, inventar en este punto es tan difícil! El Mesías del teatro por el que suspira Zola no acaba de parecer; no es él, ni es tampoco ese Oscar Wilde, el jefe de los estetas actuales en Londres, que después de su viaje a París se hizo tan célebre, y que en las obras que hace representar en los principales teatros de su patria, a vueltas de muchas apariencias de novedad, no consigue otra cosa que recurrir a patos más melodramático y más usado por los autores del Continente.

En Mariana hay, si no esfuerzos en el sentido de la reforma, como los que apuntaban en El hijo de Don Juan, como los que hay en Realidad y aun en La loca de la casa (entre muchas pruebas de inexperiencia y de poca atención a los consejos de la crítica bien intencionada), hay en Mariana, digo, exquisita poesía íntima, arte supremo para llevar al público heterogéneo del teatro delicadezas espirituales, y maestría soberana en los procedimientos escénicos.



  —[101]→  

ArribaAbajo X. 11 junio 1893

Silvela en la Academia.- La Pasión de Cristo por un académico (el P. Mir)


El Sr. D. Francisco Silvela ha entrado en la Academia Española, no porque es escritor generalmente correcto, hombre listo y estudioso, aficionado de la erudición histórica; ha entrado como entran todos los políticos: quia nominor leo. Si, con valer lo que vale, no fuera además el Tito Labieno del César canovista (Labieno, en efecto; primero lugarteniente, después enemigo), Silvela no sería a estas horas académico... a no ser intrigante y laudator temporis acti.

Pero, en fin, no es esto lo que importa. Ahí está, y es claro que sin que nadie le dispute títulos para codearse con sus compañeros, algunos de los cuales no merecen descalzarle, por más que sean bastante humildes para hacerlo.

  —102→  

El Sr. Silvela trató en su discurso de la decadencia del gusto en el siglo XVII. Es uno de esos temas de semierudición a que en España se recurre a falta de una erudición verdadera y provechosa, que no puede improvisarse en nuestro sistema actual de instrucción pública... y privada. En otras partes, en Francia por ejemplo, en solemnidades análogas no se habla del siglo XVII... pero en cambio los académicos, cuando se quitan la ropa de cristianar, y no para ponerse la casaca de ministro, sino el mandil del trabajador de archivo y museo y laboratorio, emprenden acerca del siglo XVII, y algunos otros, investigaciones nuevas, con datos positivos y de los que se saca en limpio algo más que la opinión de un orador parlamentario acerca de los defectos del culteranismo artístico. El Sr. Silvela es discreto siempre, perspicaz, y estas cualidades se muestran en su discurso; pero tiene, como tantos otros políticos metidos a literatos, el defecto de hablar de literatura como si sólo le hubieran de leer los políticos que no entienden de letras.

Lo mismo que el Sr. Silvela hace el Sr. Pidal, también discreto, también perspicaz y algo leído, pero que no tiene inconveniente en hablarnos de las tres unidades como de un dogma auténtico de la preceptiva clásica, y que descubre, como si se tratara de una fórmula electoral «los tropos de   —103→   dicción y de sentencia», sin ver que con los tropos de sentencia hay bastante para salir suspenso en un examen de retórica y poética15.

El Sr. Silvela ha descubierto que el concepto del gusto, a lo menos el nombre, lo llevaron a la estética los españoles. Refiérase a Luzán o refiérase al P. Andrés, olvida el Sr. Silvela que, por ejemplo, Addison mucho antes que escribieran el P. Andrés y Luzán, hablaba ya del gusto (taste) como lo prueban los comentarios de Ruskin. Además, el Sr. Silvela reduce la idea del gusto a un respecto estrecho y negativo, de límite, de medida y proporción, siendo así que la idea del gusto abarca mucho más, y ante todo es positiva, directa, cualitativa y no cuantitativa y geométrica. De no entenderlo así, sino como el Sr. Silvela, han venido al arte erudito de todos los tiempos grandes males; a ese concepto limitado y negativo del gusto se debe acaso el que llevase el neoclasicismo la peor parte en su lucha con el romanticismo, a pesar de que en tantas cosas era el primero superior a su contrario.

De todas suertes, el discurso del Sr. Silvela no es una vulgaridad académica como tantas otras   —104→   piezas de su género; así como la contestación de Pidal es elegante y elevada, viva, y demuestra talento y graciosa malicia. No son sabios, pero son mozos de provecho y que saben presentarse. Para los salones literarios que quiere restaurar la señora Pardo Bazán, ni pintados.

*  *  *

El P. Mir, académico también, ya es otra cosa. Este ya habla en griego, y hasta en hebreo si le apuran, y hasta parece que ha leído su poco de exégesis... según Gottinga, por supuesto. Si fuéramos a creer al P. Mir y un grabado con que termina su Historia de la Pasión de Jesucristo, en Roma se conserva la famosa inscripción de la Cruz con sus tres leyendas; y el Sr. Mir nos da un facsímile y se queda tan fresco. Este grabadito es un símbolo del valor crítico del libro del padre Mir, obra anfibia, demasiado fría y gárrula para piadosa, y demasiado vulgar y superficial y de erudición de tercera o cuarta mano para científica.

La mayor parte de este volumen de 630 páginas parece un modelo para sermones de aldea;   —105→   es pura hojarasca de falso entusiasmo místico, en que se dan de bofetones giros y modismos imitados de los clásicos con terribles adefesios del autor, modernísimos solecismos y barbarismos que prueban que el P. Mir no conoce v. gr. el significado de verbos como asir, circuir y perdonar, y que a veces hacen sospechar que el clérigo español le tomó al clérigo inglés que recientemente escribió de la vida y tiempo de Jesús, hasta formas gramaticales, buenas en el idioma británico, pero no en castellano.

Hay ocasiones en que es más nacional el padre Mir, y es cuando nos recuerda la oratoria de los tiempos de Fray Gerundio de Campazas. Así, por ejemplo, llama a Dios condescendiente y habla del prestigio de la cultura de Jesucristo. Creo que sea la primera vez que se llame culto al Señor y se atribuya su influencia sobre el pueblo judío a sus buenas letras. El P. Mir, siguiendo una costumbre que fue espontánea y disculpable en los primeros siglos cristianos, no vacila en excitar la piedad inventando lo que bien le parece, y habla de la Pasión de Cristo como si hubiera sido él testigo presencial; y no vacila en añadir circunstancias meteorológicas y climatéricas al relato de los evangelistas. Habla, por ejemplo, el P. Mir del mucho calor y del mucho frío que hizo en Jerusalén el día de la Pasión, y ningún evangelista   —106→   dice palabra a este respecto. Tanta autoridad tiene el P. Mir para tales afirmaciones como tuvo el que inventó la calumnia relativa al soldado romano Pantero. Debiera comprender el padre Mir que nuestros tiempos, después de tanta crítica, no son los más a propósito para añadir pormenores a la leyenda cristiana, ni mucho menos para pretender aumentar los datos auténticos históricos relativos a la narración evangélica. Los tiempos de Eusebio y de San Ireneo nos aventajaban en fe, pero hoy la ciencia ha demostrado que en esas épocas la misma piedad conducía a padecer ilusiones en materia de crítica, como lo demuestra, por ejemplo, el ilustre Zeller en su trabajo acerca de Baur, haciéndonos ver, v. gr., ciertos errores innegables del citado San Ireneo respecto de ciertos monumentos cristianos. Pues si esto hay tocante a esos antiguos escritores piadosos, ¿qué hemos de decir de las demasías de un P. Mir, a quien no disculpa la cándida buena fe con que en tan remotos siglos se sacrificaba el rigor histórico al buen propósito de piadosa propaganda?

¿Qué quiere el P. Mir que pensemos, por ejemplo, de los detalles naturalistas y de novelista psicólogo con que nos describe el estado de alma de Judas apóstol momentos después de vender a Cristo y momentos antes de ahorcarse? ¿Cree el   —107→   P. Mir que esas cosas se escriben A. M. D. G.? Pues no hay tal; porque lejos de edificarnos esos párrafos de folletín, nos recuerdan cierta famosa profanación de Dumas, padre, en que aparecen los personajes del drama evangélico hablando en diálogos semejantes a los de Los tres mosqueteros.

El P. Mir ha oído campanas... Cierto es que siguiendo la huella de Renan, aunque sea con el propósito de servir de triaca, hoy sacerdotes y legos escriben mucho acerca de la vida de Jesús en forma científica y artística, dando a la historia todo lo que es suyo y a la poesía y a la verdad arqueológica todo lo que se puede. En este sentido se ha enriquecido la literatura histórico-religiosa de estos últimos años con obras como las del inglés Eclerchein, a quien el P. Mir conoce, la del alemán Hugo Delff (Historia del Rabbi Jesús de Nazareth) y las del P. Didon y el italiano Bonghi.

Pero el P. Mir, si ha querido seguir este camino... no ha medido sus fuerzas. Su libro es deplorable por multitud de conceptos; y mi buen amigo el señor obispo de Madrid-Alcalá, D. José María Cos, antiguo magistral en la catedral de Oviedo, tal vez no hubiera dado la licencia que va al frente del volumen, si hubiera reflexionado que no sólo perjudica a la Iglesia quien escribe   —108→   contra el dogma, sino quien escribe contra la razón. Se ha dicho: opportet heresses esse... pero no que convenga defender a la Iglesia con herejías históricas, retóricas, gramaticales y críticas.



  —[109]→  

ArribaAbajo XI. 12 julio, 1893

«Los Trofeos» por José María de Heredia


Los Trofeos. Se trata de un libro de versos, de un autor que se llama José María Heredia, que es muy buen poeta... Luego, ¿el Parnaso español está de enhorabuena? ¿Al fin aparece un verdadero poeta nuevo?... Pocos serán los que durante la lectura de los renglones que preceden hayan podido gozar la ilusión de una dicha tan grande como sería para el arte español la aparición de un poeta propiamente tal. ¡Ay!, todos, o casi todos, sabemos que Los Trofeos están escritos en francés; que no se trata de glorias nuestras, sino ajenas.

Heredia, por su nombre y apellido, por su raza, es español; en rigor también por su nacimiento; pero su musa es francesa. Aprendió el lenguaje de los dioses en la lengua de Andrés Chenier.

No importa: algo y aun algos hay en este libro   —110→   y en este autor, de nuestra tierra, de nuestro genio, de nuestra historia, de nuestro temperamento: poco ha lo decía un ilustre crítico de París, distinguiendo el carácter de la poesía de Heredia entre las cualidades comunes a los de su escuela: «Heredia, según Brunetière, es más español».

Nació en Cuba, si no recuerdo mal; pero su espíritu se hizo bien pronto parisién; y, por lo mismo que la lengua de Voltaire no era la que aprendió en la cuna, para valerse de ella en el arte, Heredia se consagró a un trabajo de benedictino, hasta conseguir lo que muy pocos logran en idioma extraño: hacer del nuevo instrumento el natural medio de expresión, el que la misma inspiración prefiere.

Y no así como se quiera, porque Heredia necesitaba, por razón de los dogmas de la escuela literaria a que rendía homenaje, la de los Gautier, Banville y Lecomte de Lisle, la parnasiana, un conocimiento particular del lenguaje que iba a ser como el mármol, el marfil, el ébano, la plata y el oro, y hasta el diamante, en que iba a trabajar como escultor, como sacerdote del cincel, con el supersticioso esmero plástico que los de su cenáculo empleaban en el pulimento de la frase.

Heredia hizo de la lengua francesa una esclava que obedeció a sus caprichos como blanda cera a los dedos de hábil artífice. No se consiguen tales   —111→   triunfos sin estudios prolijos, minuciosos, difíciles y reiterados. Se cuenta que este hijo de Cuba puede hablar y escribir con la sintaxis, etimología y ortografía de todos los siglos por que fue pasando y en que fue cambiando tanto la lengua que sirvió un día para decir con finura desvergonzada las claridades eróticas de Margarita de Valois, y mucho antes para narrar con ingenua sencillez La Historia de San Luis, y que hoy sirve apenas para expresar los alambicados, retorcidos y etéreos conceptos de simbolistas y de cadentistas, que preferirían tener por instrumento artístico una lengua asiática, apasionada, como la hebrea.

Heredia sabe hablar y escribir como Villehardouin, como Joinville, como Froissart, y ha seguido después la extraña y curiosa evolución del francés que tanto recomienda Lavisse estudiar, para conseguir, como lo ha conseguido el poeta cubano, un profundo conocimiento del idioma. Recuerdo que nuestro muy erudito Amador de los Ríos nos decía en cátedra que él sería capaz de escribir en castellano según se escribió en cada siglo desde el Mio Cid acá; y Heredia parece que hace alarde semejante respecto de la lengua de Comines y Meung.

Nada menos se necesita para figurar dignamente, cual Heredia figura, entre los poetas del Parnaso francés que hicieron de la forma un metier   —112→   y una idolatría. Un poeta parnasista ha de ser, además de poeta, batihoja que sepa convertir el metal precioso de la lengua en cosa tan flexible que compita con la idea y hasta la reemplace, sin detrimento de la plasticidad, el color y el brillo. Y a tanto ha llegado este americano español, de nacimiento, en ese arte de franceses, que el citado crítico parisién Brunetière, al comparar a Heredia con los parnasianos más ilustres, como Sully-Prudhomme y Coppée, sin vacilar declara que lleva aquel ventaja a estos en el color local, es decir, en la pintura en cuanto al justo colorido; y esta ventaja se la atribuye aun sobre el mismo Lecomte de Lisle, maestro de Heredia, que «le supera en la luz, no en el color».

Jamás, a juicio del crítico de la Revista de ambos Mundos16, se han hecho versos que pintaran mejor que los de Heredia la diversidad de las épocas y la mudable decoración de los lugares. Nada más griego, añade, aunque mezclado de alejandrinismo y de orientalismo, que sus Hércules, sus Artemisas y sus Andrómedas; nada más latino que su Trebbia, su Soir de bataille, más veneciano que su Dogaresse, más anjevino   —113→   que su Belle viole, más japonés que su Samourai o su Paimio.

En efecto, la fantasía de Heredia parece que lleva consigo aquella virtud de universal aclimatación que necesitaron y tuvieron aquellos nuestros antiguos conquistadores, de que él piensa descender, y que tan bien describe, los cuales, para llevar la fe y la bandera de España a tantas regiones, a tantos climas y tan diferentes imperios, necesitaron una flexibilidad de temperamento, una especie de catolicismo fisiológico que hoy ya sólo poseen, inspirados por la creencia, los mártires misioneros.

Como en aquel imperio de que fueron poderosas columnas los Conquistadores del oro, que canta Heredia, en los dominios de nuestro poeta no se pone el sol, pues recorre su musa todos los países y todos los tiempos, y en todos se aclimata, todos se los asimila su inventiva.

Ciertamente que esta suerte de cosmopolitismo poético es carácter muy general en la literatura contemporánea, que se ve en otros poetas franceses del día, en muchos de la generación anterior, en los ingleses de hoy, de principios de siglo y aun del pasado, en no pocos alemanes a partir de Gœthe, principalmente; pero en Heredia tiene un aspecto singular, cuya filiación no han buscado. Brunetière, ni Faguet, ni Lemaitre... tal vez porque   —114→   no están muy familiarizados con nuestros poetas del siglo XVI y XVII.

¡Qué mucho que los críticos franceses no conozcan a nuestros Arguijos, Jáureguis, Argensolas y Góngoras, si críticos españoles que se tienen por muy modernistas y despreocupados y espontáneos, condenan en montón toda esa poesía por fría, por imitativa; sin ver que esa frialdad es muchas veces semejante a la del mármol de la estatua, y que esa imitación es la originalísima, peculiar, jamás repetida inspiración del renacimiento, uno de los momentos más alegres, expansivos, graciosos y típicos de la historia!

Sí; en cierto modo, lo que hoy hacen o hacían poco ha, esos artistas, o mejor quizás, artífices del metro y de la rima, lo hicieron dos y tres siglos antes otros poetas no menos enamorados de la forma, no menos desdeñosos del vulgar decir, no menos hábiles para dejar en el estrecho marco bien cincelado de un soneto de bronce o de oro un cuadro histórico, un momento de la naturaleza, un estado de alma, un grito de amor, de celos o de entusiasmo místico. Hoy habrá más refinamiento en la técnica habilidad, pero entonces había tal vez más sinceridad, menos amaneramiento y menos mecánica escolástica y parti pris.

Pues bien, algunas de las cualidades que singularizan el arte de Heredia, dentro de los caracteres   —115→   generales de su escuela, yo creo que le vienen de abolengo castellano, si no por la sangre, que tal vez sí, por la lectura de nuestros poetas tal como puede comprenderla sólo quien es poeta, poeta de la forma y poeta español.

No cabe comparar la perfección artística de estos modernos Cellini del verso, que resucitan la historia con su color, su dibujo, su perfume, repujando la rima, con análogas habilidades de los poetas del Renacimiento; como no cabe igualar a la plasticidad artística de los grandes historiadores modernos, como un Gregerovius, un Mommsen, un Renan, un Tylor, un Macaulay, el noble relieve de la historia pragmática de los Solises, Melos y Hurtados; pero el realismo, o mejor el naturalismo, en el sentido particular que Brunetière da al vocablo, es el mismo; todo ello es derivación clásica, prurito de perfección formal, sensible; las diferencias consisten en la desigualdad de los instrumentos, en la gran distancia de los adelantos técnicos.

Teniendo esto en cuenta, dígase si no se puede ver los sonetos de Heredia emparentados, como lo están con la poesía parnasiana francesa, con los antiguos sonetos de nuestro glorioso Parnaso según los escribía ya el cantor de Flérida, y sobre todo como los escribieron los Argensolas, Jáuregui, Arguijo, Góngora y muchos otros.

  —116→  

No imitación, pero sí reminiscencias de estas gloriosas joyas de poesía castellana veo yo aquí y allá en Los Trofeos de Heredia, y ahora recuerdo un ejemplo que habla con elocuencia en favor de la idea que apunto.

Entre los sonetos más alabados de Heredia, y que citan varios críticos, figuran los que llevan en la colección el título de «Antonio y Cleopatra», (página 73); el primero se titula Le Cydnus, el segundo Soir de bataille y el tercero Antoine et Cleopatre; pues este último hace pensar en el famoso de Jáuregui, que dice:


    Sobre las ondas acosado Antonio,
Al fuerte Augusto y a Cleopatra mira:
Una al dominio del incauto aspira,
Otro al diadema del imperio ausonio.
    Entrégase el amante al golfo Jonio,
Más encendido en vil amor que en ira;
Inmensa armada en su favor conspira
Del medo y persa, egipcio y macedonio.
    Puede triunfar de Augusto, acometiendo;
También, huyendo de Cleopatra, puede
Vencer astuto su malicia y arte.
    Trueca la acción; y del contrario huyendo,
Sigue su amada fugitiva, y cede
Ambas victorias al amor y a Marte.



El soneto de Heredia termina así:


    Tournant sa téte pále entre ses cheveux bruns
Vers celui qu'enivraient d'invencibles parfums,
Elle tendit sa bouche et ses prunelles claires;
—117→
    Et sur elle courbé, l'ardent Imperator
Vit dans ses larges yeux etoilés de points d'or
Toute une mer inmense oú fuyaient des galeres.



Y a propósito de Jáuregui; recordando su teoría del arte poético, ocurre compararla con las ideas y los procedimientos artísticos de estos parnasianos, y muy particularmente de este Heredia, que no parece sino que siguió al pie de la letra los sanos consejos del ilustre traductor del Aminta. Dice Jáuregui: «Y adviértase que no sólo el conocimiento del arte es necesario en la poesía, sino el aparato de estudios suficientes para poner en ejecución los documentos del arte».

Este aparato de estudios suficientes es el que siempre ha preocupado como cosa principalísima a los poetas de la tendencia que sigue Heredia, y aun a los prosistas, como lo prueba Flaubert, que para un detalle revolvía un archivo. Pero hay más: Jáuregui, como podían hacerlo Heredia o Gautier, sigue diciendo: «Y no se ha de dudar que el artificio de la locución y verso es el más propio y especial ornamento de la poesía y el que más la distingue y señala entre las demás composiciones, porque la singulariza y la reduce a su perfecta forma con esmerado y último pulimento». No diría más Banville. Y ya antes, pocos renglones más atrás, el ilustre poeta español explicaba el modo de componer de un modo análogo   —118→   al geométrico, que declaraba dogmáticamente como el único digno del arte el famoso Baudelaire. Jáuregui dice a este propósito: «Esto resulta de que los escritores mal instruidos en la noticia de su facultad, y sin caudal de estudios, embisten con la materia por donde primero pueden... y aun muchos... sin ver el camino que siguen ni el fin que los aguarda, van a parar donde casualmente los lleva el ímpetu de la lengua». Por último, Heredia se distingue por la sobriedad de ingenio, por la parsimonia con que consiente los partos de su musa, llegando a tal extremo que, a pesar de ser conocido y estimado como buen poeta hace muchos años, hasta ahora no ha publicado su primera colección de poesías, y no forman estas, juntas todas, más que un volumen de 205 páginas, que contienen 154 sonetos y dos poemas cortos (El romancero y Los conquistadores del oro). Pues bueno, a esta exquisita selección vienen como anillo al dedo aquellas palabras de Jáuregui, que copio: «Esto es lo difícil y terrible... sobre ese fundamento sólido ir galanteando el adorno de argentadas frases... Mayor hazaña efectúa el que en pocos pliegos observa estas cualidades que cuantos sin ellas despenden innumerables resmas». ¿No se diría que Heredia había atendido a tales palabras (y otras que siguen por el mismo camino) al preferir una   —119→   corta cosecha de muchísimo y sazonado jugo a la multitud y a la abundancia incorrecta y descuidada?

Volviendo a las poesías, aun se podrían comparar y ver en ellas analogía entre varios sonetos de Heredia y de Jáuregui: son los de este más frecuentemente de tendencia moral, aunque casi siempre por vía de imágenes plásticas y acabadas; pues aun de esta índole se ven no pocos en Los Trofeos: sirvan de ejemplo todos los que son epitafios o recuerdos votivos o simbólicas descripciones de venerandas ruinas. Por contraste, v. gr., nos trae a la memoria el VII soneto de Jáuregui (Rivadeneyra), el que Heredia llama Villule. Jáuregui describe el navío mercante que yace destrozado en la ribera del mar, y termina con estos hermosos tercetos:


    Ausente yace de la selva cara
Do el verde ornato conservar pudiera
Mejor que pudo cargas de tesoro.
    Así quien sigue la codicia avara,
Tal vez mezquino muere en extranjera
Provincia, falto de consuelo y oro.



Heredia nos describe la humilde hacienda de Galo, el cual compos voti, vive feliz en su estrechez...


    Son bois donne un fagot ou deux touts les hivers,
Et de l'ombre, l'eté sous les feuillages verts;
—120→
A l'automne on y prend quelque grive au passage.
C'est la que, satisfait de son destin borné,
Gallus finit de vivre ou jádis il est né.
Va, tu sais a présent que Gallus est un sage.



En los Argensolas, en Rioja, en Pacheco, en el inspirado autor del soneto Las estaciones, y en el mayor que todos e ilustre Góngora podríamos buscar multitud de ejemplos que nos hablaran de estas semejanzas y analogías, que me complazco en figurarme reminiscencias de las lecturas que un buen español, siendo poeta como Heredia, debe de haber aprovechado al frecuentar el Parnaso castellano, no menos florido y clásico que pueda serlo el moderno francés, aunque menos alambicado. No me detendré en citas por no ser prolijo, pero no quiero abandonar este punto sin fijarme en un aspecto interesante. Al elogiar los sonetos de Heredia dice el tantas veces citado Brunetière, en la conferencia que le consagra, que a este poeta se debe la novedad y el mérito de conseguir que el último verso del soneto en vez de cerrar el horizonte, al limitar y concretar el cuadro, la composición, deje perspectivas ideales sobre lo infinito, sin perjuicio de la precisión y el efecto plástico. Cita, para probar su afirmación, el crítico francés, el soneto de Marco Antonio y el de Los conquistadores, que termina así:

  —121→  

Ou, penchés á l'avant des blanches caravelles,
Ils regardaient monter en un ciel ignoré
Du fond de l'Ocean des etoiles nouvelles.



Esta ventaja y gracia que Brunetière descubre en algunos sonetos de Heredia, no discutiré yo ahora si pudo el poeta imitarlas de otros autores franceses; pero en la lectura, que supongo probable, de los sonetistas españoles clásicos, bien pudo notar ejemplos, y muchos, de estas fugas ideales, al final de los tercetos. Ejemplos, se le ocurren a cualquiera por docenas. Allá van algunos, tomados de otros tantos finales de sonetos célebres:


. . . . . . . . . . . . . lástima grande
que no sea verdad tanta belleza.

. . . . . . . . . . quién17 sabe si le espera
igual mudanza a la fortuna mía!

y déjale al amor sus glorias ciertas.

todo la edad lo descompone y muda.

y sólo del amor queda el veneno.

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.



*  *  *

  —122→  

No ha sido mi propósito en este artículo analizar el mérito intrínseco de estas sabias y artísticas poesías, fruto de lenta labor, serena contemplación poética de un alma antes enamorada de lo bello, tranquilamente, que apasionada e inquieta; mi intento era señalar la relación patriótica, española, que pudiera vislumbrarse en Los Trofeos. Mas, aun para referirme a lo principal en esta materia, me queda algo que indicar, a lo menos. El autor trata en los sonetos asuntos griegos, romanos, franceses, orientales, etc., etc., pero de objetos directamente españoles sólo hay algo en la serie titulada Los conquistadores; donde aborda tal materia es en las dos últimas partes del libro que ya no están escritas en sonetos; El Romancero y los Conquistadores del oro. Vale más la segunda que la primera.

El Romancero tiene el mérito de seguir más fielmente que lo han hecho otros, por ejemplo Víctor Hugo, la tradición poética de Mio Cid; pero la forma que Heredia emplea más recuerda al mismo Hugo -sin llegar a él, ni con mucho- que la sencillez y naturalidad inimitables de nuestros buenos romanceros de tal especie. En cambio los Conquistadores del oro, particularmente la descripción de Pizarro y su heroica empresa, es un poema fragmentario, de impresión plástica fuerte, lleno de luz y color; y de tal relieve,   —123→   que aun después de leer cosas tan hermosas como en castellano y otras lenguas se han escrito acerca de aquellas fabulosas aventuras, se encuentra aquí mucho nuevo, un punto de vista pictórico original y sugestivo.

Si Heredia ha querido honrar su procedencia americana y española echando el resto, como vulgarmente se dice, en un asunto español y americano, bien puede asegurar que lo ha conseguido.

Para terminar, una observación muy sencilla; noten los críticos amigos ante todo de la novedad extraña e inesperada, cómo la moda puede poco contra el arte verdadero. Los Trofeos no es un libro de moda, no es de la última escuela: en rigor es de una escuela que agoniza... es un libro casi casi de hace veinte años, aunque ahora por primera vez se publica. Y sin embargo, es la mejor colección de poesías francesas de este año y la que más ha llamado la atención del público y de la buena crítica.





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