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Para acabar con el divorcio de Clío y de Calíope (a modo de introducción a una terapia necesaria)

Ignacio Soldevilla-Durante





Han pasado ya cinco años desde la fecha en que los colegas del programa de Estudios Hispánicos de la Universidad Laval enviamos una carta circular convocando a un congreso internacional sobre los problemas que plantea la historiografía de la literatura. Extraemos de aquella carta unos párrafos que explicaban nuestros planteamientos y preocupaciones:

Desde hace unos veinte años la crítica literaria ha evolucionado con una rapidez antes inigualada. De año en año se multiplican las publicaciones teóricas así como los planteamientos de nuevos enfoques y métodos de estudio. Semejante nivel de investigación ha hecho envejecer no poco aquellas historias de la literatura en las que todavía tantos profesores en ejercicio nos hemos formado. Es más, por lo general, las nuevas corrientes críticas, reaccionando contra el historicismo que ha dominado en los estudios de este orden a lo largo de todo el siglo XIX y de la primera mitad del XX, ha insistido muy especialmente los aspectos sincrónicos de la obra literaria, dejando para un futuro más o menos hipotético, cuando no eran resueltamente despreciados, los aspectos diacrónicos, en un movimiento semejante al que ha ocurrido en la lingüística post-saussureana. No obstante, los mismos defensores de los métodos formalistas, vg. el nuevo criticismo norteamericano o el estructuralismo telqueliano francés, no tardaron en tomar conciencia de los límites de estas escuelas y de la imposibilidad de comprender muchos fenómenos literarios sin tener en cuenta la dimensión diacrónica. Además, el propio desarrollo de los estudios semióticos, al reconocer la importancia del condicionamiento socio-histórico del signo y la naturaleza intertextual de cada una de sus aplicaciones, nos ha llevado a evidencias semejantes, confirmadas por los planteamientos de la pragmática literaria, en cuanto ponen de manifiesto que toda relación emisor/receptor ha de efectuarse dentro de determinados códigos y convenciones establecidos por la tradición. De ahí que aquellas mismas escuelas formalistas citadas, entre tantas otras, hayan venido interesándose últimamente más y más por la diacronía.

Vuelve, por tanto, a imponerse el estudio histórico de la literatura. Ahora bien, el problema que se nos plantea entonces es cómo replantearse esta disciplina que durante tantos años ha sido marginada; cómo hacer hoy historia de la literatura teniendo en cuenta las importantes aportaciones de la nueva crítica.

Sensibles a esta problemática, los miembros del programa de Estudios Hispánicos de la Universidad Laval de Québec han pensado en el interés que habría en que los estudiosos de las culturas que se expresan en español intercambiaran directamente ideas, sugerencias, experiencias y, si fuera posible, incluso, soluciones. Y a este fin hemos decidido organizar un congreso internacional para el que ofrecemos a la Universidad Laval como sede. En principio, se nos ha ocurrido que semejante congreso debería tratar de responder a estas dos preguntas de carácter general:

1) ¿Cómo plantearse hoy día la historia de la literatura?

2) ¿Cuáles son las relaciones de la literatura con la historia de la cultural?



La respuesta a esta convocatoria fue inmediata y muy positiva, de manera que pudo ponerse en marcha la organización del congreso, que quedó fijado para el año siguiente de 1984. Vino luego la cruda realidad a poner término abrupto al proyectado congreso, cuando las instancias subvencionadoras estatales nos dejaron a media vela, por lo que de los quince ponentes invitados a las sesiones plenarias, solo seis viajes y estancias podían ser subvencionadas. En vista de aquello, no tuvimos más remedio que renunciar al Congreso. Pero bastantes ponentes habían enviado ya sus colaboraciones, de manera que nos quedaba la posibilidad de publicarlas en forma de libro o de número monográfico de una revista. Pasados tres años, la oportunidad se nos ofrece ahora de dar a la luz en nuestra RCEH buena parte de aquellas ponencias inéditas aún a las que han venido a añadirse nuevas colaboraciones de colegas que habían manifestado su voluntad de participar en el congreso. Ojalá esta publicación de hoy estimule a algún departamento de estudios hispánicos más afortunado que el de Laval a organizar un encuentro internacional que tome estas colaboraciones como punto de partida. Creemos sinceramente que los planteamientos de entonces siguen vigentes y que no hay razones de orden científico para que no se lleve a efecto ese necesario encuentro.

Si el problema del estudio de la literatura desde una perspectiva histórica debe plantearse científicamente, no se puede evitar la consideración de lo que encierra hoy para la comunidad hispanohablante el término mismo de literatura. El clásico recurso al diccionario académico es inevitable, aunque los resultados de tal consulta no nos informen, a fin de cuentas, sino sobre el concepto que la docta corporación tiene de tal término. En la medida en que tal diccionario tiene una visión normativa del léxico, no está excluido que algún significado del término no aparezca en dicho diccionario, a pesar de ser usual en algún estrato sociolectal o topolectal de la lengua. Por otra parte, y considerando la manera de trabajar de la Academia, no está tampoco excluido que alguna de las acepciones mencionadas en su más reciente edición no sea ya de uso o no corresponda exactamente, en su definición, a dicho uso. Piénsese, igualmente, que la conceptualización subyacente a las definiciones académicas refleja, consciente o inconscientemente, el sociolecto de una clase o conjunto de estamentos dentro de la comunidad y no el de la mayoría, democráticamente entendida. Sólo cuando las definiciones de las palabras (o las palabras mismas) están marcadas por algún dato sobre restricción de uso (regional, temporal, de clase o de nivel)1, la información refleja los usos de otros grupos o estratos sociales que los que están representados en la Academia. Teniendo todo esto en cuenta, veremos que de las cinco acepciones registradas por la edición de 1984 bajo el término literatura, las dos primeras se refieren a las técnicas implícitamente necesarias para la producción de textos que merezcan ser considerados como literatura, la tercera designa el conjunto de los textos así producidos (el corpus literario), la cuarta definición revela (según la Academia) un concepto extensivo del término para designar el conjunto de los textos de cualquier arte o ciencia (literatura médica, literatura jurídica son los ejemplos de este uso que aparecen junto a la definición) y solo en quinto y último lugar se define literatura como «suma de conocimientos adquiridos con el estudio de las producciones literarias, y en sentido más alto, instrucción general en este y cualesquiera otros de los distintos ramos del humano saber». Es decir, un equivalente de Literaturwissenschaft o ciencia de la literatura, que es, a fin de cuentas, lo que está en la base de nuestros programas de enseñanza universitaria2. Es curioso observar, dentro de ese conjunto de definiciones académicas, que la acepción cuarta sea considerada por los doctos miembros como una «extensión» del concepto «primero» de literatura como arte, y, por consiguiente, posterior a él, cuando en realidad, nuestro concepto de hoy es una restricción del uso primero que se refleja en la definición de literario desde la primera edición del Diccionario de Autoridades: «lo que pertenece a las letras, ciencias o estudios». La definición del adjetivo resulta carente de la ambigüedad que rodea la definición del nombre en el mismo diccionario de 1726: «El conocimiento y ciencia de las letras», y que sería corregida en ediciones posteriores («El conocimiento de las letras o ciencias») para adecuarse a la del adjetivo3. Hemos subrayado esta dislocación de la historia del término literatura implícita en esa definición «por extensión» de 1984 porque refleja un fenómeno de la historia de la cultura del que no parecemos ser conscientes. En efecto, para el estudioso de la semántica diacrónica, uno de los fenómenos más curiosos es la tendencia a creer que porque un término dado subsiste a lo largo de la historia de una lengua, su significado primigenio subsiste igualmente, independientemente de sus relaciones con los demás términos que con él coexisten dentro de un mismo campo léxico. Coseriu, en un memorable trabajo sobre los fundamentos de la semántica diacrónica señaló agudamente el espejismo4. Se da por establecido que toda la cuestión sobre el contenido del término literatura queda prácticamente resuelta con recordar que es un término de origen latino, calcado a su vez del griego grammatiké. Como si gramatiké en la cultura griega y litteratura en la cultura latina designaran el mismo espacio que en 1984 cubre nuestro término castellano de literatura. Basta examinar los diccionarios históricos del griego y del latín para que se nos revele una realidad muy distinta. En su origen, los términos derivados de gramma y de littera se refieren primera y principalmente a la técnica escrituraria, es decir, a la manera de grabar el discurso para su conservación con vistas a las necesidades de la memoria colectiva de una sociedad. Por consiguiente, el hecho mismo de poner en letras o grabar un discurso determinado implicaba su importancia social para la colectividad que, no fiándose exclusivamente de la memoria individual, buscó y halló modos de dejar, en una transcripción sígnica sobre materiales duros y resistentes, constancia de tales discursos. No insistiremos, pues, en el hecho, inscrito en la palabra misma, de que litteratura fue, históricamente, lo que había que dejar grabado, es decir, los saberes y normas indispensables para la colectividad o para sus estamentos superiores y dominantes. La restricción más o menos grande de acceso a esos saberes dependió, consiguientemente, de las formas más o menos democráticas de la organización de las sociedades humanas, y todavía hoy la democratización se sigue considerando una realidad subordinada a la extensión de las técnicas indispensables para el acceso a la información, es decir, al saber y, consiguientemente, al poder. En su trabajo lexicográfico sobre el término littérature, R. Escarpit ha dejado constancia de la universalidad del origen del término en las diferentes culturas humanas, pero al estudiar la historia del término nos ha recordado el hecho, al parecer olvidado incluso por los estudiosos de la literatura, de que la noción estrecha del término que es la hoy vigente no aparece sino a mediados del siglo de las luces, época en la que todavía la noción engloba los aspectos científicos del saber como los estéticos. Al mismo tiempo nos hace ver cómo poco a poco el término literatura se va vaciando de todo su contenido «intelectual», que va transportándose al término ciencia, para dejar en él sólo lo estético (el arte) y los saberes y estudios relativos al mismo. Por consiguiente, si pudiésemos recurrir a la ficción científica para imaginar a mi «literato» u «hombre de letras» o «letrado» nacido en 1700 que, por virtud de un secreto elixir de eterna juventud, viviese todavía hoy, y pudiéramos consultarle sobre el significado y el contenido de lo que es su profesión hoy, nos encontraríamos ante un hombre frustrado, con consciencia clara de que su profesión había sido vaciada de sus contenidos fundamentales y que su lugar dentro de la sociedad había pasado de ser central y fundamental en 1730 a ser hoy algo accesorio, ornamental y periférico. Y se escandalizaría, sin duda, después de dialogar con los literatos de hoy que, como Juan Benet, se horrorizan y rasgan sus vestiduras cuando se habla de literatura como un hacer o un saber directamente y centralmente relacionado con las instancias del poder social (lo que se manifiesta, evidentemente, en el rechazo de la noción de «compromiso» para el escritor de literatura)5.

Por otra parte, si la noción de literatura, como hemos visto, ha ido perdiendo sustancia e importancia dentro del conjunto de los haceres y decires sociales, no es menos cierto que existen hoy funcionando dentro de las sociedades otros quehaceres que, conceptualmente, tienen estrecha relación con lo que históricamente fue considerado literatura, y que, dentro del espectro de la importancia social relativa, ocupan un lugar central equivalente al que tenía la literatura en el siglo XVIII. Pensamos aquí en el conjunto de los discursos audiovisuales, que desde los comienzos de la radio y del cine, pasando por la invención y propagación del televisor y, recientemente, del videoscopio, han ido creciendo en dimensión e importancia social, pasando de divertimiento de feria o de curiosidad científica hasta su estatuto de hoy que, como saben muy bien quienes detentan el poder, es central en la formación, la información y la diversión de la sociedad. Fenómeno del que no parecen estar conscientes aún ni los escritores de literatura ni -lo que es más curioso aún- los estudiosos de la misma6. De este modo, resulta que el término literatura ya no abarca, en la realidad lingüística de hoy, la parte más importante, aunque sólo sea numéricamente hablando, de la producción cultural que utiliza la lengua como uno de sus vehículos, sino que se transmite y se archiva por métodos electrónicos y directos, en vez de con métodos indirectos de transcripción alfabética y por medio del papel impreso. Que, desde el punto de vista del impacto social, las producciones culturales audiovisuales ocupan el lugar central dentro de nuestras sociedades, nadie que observe el comportamiento del poder frente a ellas, y lo compare con el que tiene frente a la producción literaria tradicional, puede llamarse a engaño. El término literatura, en suma, está sufriendo en nuestros días y ante nuestros ojos los últimos episodios de la historia de su vaciamiento y marginalización. En nuestra Universidad Laval se viene observando con alarma la constante disminución del número de estudiantes inscritos en los programas de literatura, pero no parece que se haya examinado el problema en la perspectiva de ese fenómeno de la marginalización real del texto literario tradicional, y no parece llamar la atención tampoco el hecho de que los programas en que se estudia el cine como producto cultural, dentro de la misma Facultad y departamento, no sufran en absoluto de esa tendencia regresiva. Que en un departamento que se autodenomina «de literaturas» haya tales programas de cine podría hacernos pensar que la relación entre el término literatura y la producción audiovisual no está necesariamente excluida. Pero habría que verificar hasta qué punto esta situación refleja algo más que un episodio puntual y local. La implicación de los escritores de literatura en la producción de textos para el cine y la televisión es lo único que podría mantener viva la posibilidad de que el término literatura acabase sobreviviendo y recuperando en su significante el área dominante de lo audiovisual.

Estas mutaciones y transferencias gravísimas en la historia de nuestras culturas se están produciendo ante nuestros mismos ojos, y mientras eso ocurre, la mayor parte de la investigación universitaria sobre la cultura «literaria» sigue dedicada al estudio formalista y ahistórico de los textos valorados desde la única perspectiva de su importancia «estética». No otra cosa hacía, según cuenta la leyenda, el sabio Arquímedes mientras la ciudad era invadida. Cuando la comunidad universitaria se permita levantar un día los ojos de su examen microscópico de la diégesis de los relatos de Borges o de las novelas de Torrente Ballester, para ver la reacción de los estudiantes frente a sus sabias conclusiones formales tendrá la sorpresa de su vida al contemplar sus aulas vacías. Hace tiempo que la solución es evidente: el estudioso de la literatura debe volver a examinar la literatura como un fenómeno histórico, y no cerrarse a la evidencia de que la literatura, en el sentido de «producción cultural dominante en una sociedad dada» ya no está en los libros sino de manera subordinada.

No estamos otra vez anunciando, sesenta años después de Ortega, la muerte de la novela. Mientras haya individuos autoreflexivos en la sociedad, se experimentará el deseo de «contar» y de «contarse», de fabricarse la «novela de sus orígenes», de fantasear historias compensatorias de una realidad gris y frustrante. Pero esta actividad auto complaciente ya no tendrá, dentro de poco, más auditorio que el pequeño círculo de los compadres, ni se aspirará con ellos al laurel de Apolo ni a la fama ni al Parnaso. El camino de la fama pasa por otros meridianos que el del libro impreso, y los «géneros» de consumo masivo son ya otros. La historia de la literatura deberá tener en cuenta esa realidad, o la Literaturwissenschaft pasará pronto a la misma categoría de saberes que la nigromancia o la teología (con mil perdones y los debidos respetos). El estudio formalista de la literatura ya no interesa más que a los estudiosos que se formaron en esas técnicas de laboratorio. Para alcanzar esas profundidades abisales de conocimiento de unos productos culturales, y para que ese esfuerzo merezca vocaciones, es necesario que los tales productos culturales sean objeto de la admiración y el interés de una sociedad. La literatura tradicional está viviendo hoy de las rentas de un prestigio elitista que todavía no ha perdido para la mayoría. Eso explica que en las encuestas sobre las costumbres culturales, se sigan obteniendo datos tranquilizadores, y que los más dinámicos editores sean capaces, con un gran esfuerzo de inversión publicitaria, de seguir vendiendo un par de docenas de novelas al año, en tiradas rentables. Pero ya hemos puesto de relieve en otras ocasiones que las cifras de venta no reflejan más que eso: el número de libros vendidos. Pero colegir que esas cifras reflejan igualmente el número de libros leídos es ceguera frente a la realidad de los estantes de las bibliotecas privadas, en las que los libros aparecen inmaculados e intonsos, mientras el televisor acapara los ojos y los oídos de los compradores de libros. Que esa sangrante realidad sea juzgada, desde el punto de vista del nivel cultural de nuestras sociedades, como positiva o negativa, como democráticamente igualizadora o elitariamente nefasta, no es aquí el momento y lugar de dilucidarlo, ni creemos tener las luces y dotes adivinatorias para determinarlo. Nos basta con ver la realidad, una realidad que salta a los ojos, como los gatos, sin caer en el reflejo defensivo de tapárnoslos para no vérnoslos arañados. El divorcio de Clío y de Calíope, que con tanto alborozo celebraron los hijos de la última, ha acabado como tantos otros: «Ni contigo ni sin ti, / tienen mis males remedio. / Contigo porque me matas, / y sin ti, porque me muero», ¿Habremos de descansar en paz?





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