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Para la renovación de la historiografía de la literatura: la generación de 1936 en sus comienzos1

Ignacio Soldevila-Durante


Université Laval

Uno de los pocos intentos de renovar la historiografía de la literatura, la periodización generacional, es la mejor prueba de que los historiadores de la literatura recogen rutinariamente la tarea allí donde la dejan sus predecesores inmediatos, sin plantearse los fundamentos teóricos de su labor. En efecto, el uso que se ha hecho del término y el concepto de generación no puede ser más rutinario y abusivo, hasta el extremo de desnaturalizarlo.





En la fase más virulenta del estructuralismo literario, hace ya dos largas décadas, hubo estudiosos que afirmaron categóricamente que la historia de la literatura era una entelequia imposible, puesto que la literatura estaba compuesta de textos, y que los textos tienen naturaleza -naturaleza objetiva cuyas estructuras pueden ser analizadas y descritas- pero no tienen historia. Con este tipo de afirmaciones la epistemología de las ciencias del hombre alcanza el punto extremo en la oscilación pendular que le aleja del historicismo dominante en el siglo pasado.

Pero parte dicho axioma de una confusión metonímica entre texto literario y literatura. La literatura, tras siglos de vaciamiento y marginación que la han desplazado del centro del saber -y por consiguiente, del poder- se nos aparece hoy como una institución compleja de productores y consumidores de textos «culturales», y como toda institución, tiene una dimensión histórica que legitima la existencia de historias de la literatura, tanto como las anatomías y fisiologías de los objetos de consumo literario, es decir, de los textos.

Al desprestigio de la historia de la literatura ha contribuido, sin duda, la actividad rutinaria de los historiadores que, a diferencia de los críticos, parecen haber olvidado, durante décadas, que todo saber y todo conocer ha de fundarse metodológicamente, y que la reflexión epistemológica debe ser constante. No puede haber historia de la literatura sin su historiología e historiografía correspondientes.

Aclaremos, para entendernos, que el término generación, en sentido estricto, y con el máximo rigor historiológico, debe designar al conjunto de todos los miembros de una sociedad histórica determinada que coinciden en su integración dentro del tejido social. Ya se ha objetado que la división generacional basada en la coincidencia de los nacimientos dentro de un lapso de quince años es una decisión arbitraria. Esto es evidente, si se quiere aplicar dicho principio con el rigor que, por ejemplo, se puede aplicar a las cosechas de vino. Pero no deja de ser lícito, desde el punto de vista de la historia humana, efectuar divisiones dentro del contínuum de la corriente histórica apoyándonos en la comprobación de los fenómenos periódicos y en la diversidad cualitativa de la serie de acontecimientos que la caracterizan. Recordemos los llamados «momentos estelares de la Humanidad», en los que hay que incluir no sólo los de polarización positiva, sino los agujeros negros como Guernica, Dachau o Hiroshima.

En este sentido estricto, nos parece un abuso metonímico denominar igualmente generación a los diferentes grupos sociales que la constituyen, tanto si se trata de grandes grupos de capital importancia en el desarrollo de la historia -las clases sociales- cuanto si se refiere a grupos menores, como pueden ser los literatos dentro de una generación. Los literatos, recordémoslo, no son sino una fracción de la superestructura dentro de los componentes de la institución literaria, que a su vez no es sino parte de la institución cultural, monstruo de difícil digestión analítica, por su variedad de sectores y por estar ubicado a un mismo tiempo en diversos niveles de la estructura social. Pero el abuso raya en el disparate cuando se da el nombre de generación a un grupo muy limitado de escritores, unidos por un programa literario común durante un periodo más o menos breve de sus vidas, que suele coincidir con la etapa fundacional, en torno a una poética común.

Por poco que se observe cómo los escritores de creación fluctúan en la práctica de diversos géneros literarios, y en cómo -al menos los mejores- ponen en entredicho su poética fundacional, salta a la vista el carácter intolerablemente arbitrario de los estudios y manuales sobre las llamadas «generaciones literarias», y se explica que los estudiosos de la literatura formados en los años del estructuralismo y orientados hacia la teoría del texto literario, vengan manifestando un justísimo desvío frente a la historiografía de la literatura en general, y a la generacionalista en particular.

Como ejemplo adecuado para la verificación de tales abusos de utilización del término generación, nos enfrentaremos desde aquí con los estudios y trabajos publicados en torno a la denominada «generación de 1936», que en este año cincuentenario de la catástrofe histórica que le presta nombre, está siendo objeto de renovado examen.

El concepto de generación, forjado al parecer en el siglo XIX, y aplicado a ámbitos más vastos que el literario, adaptado a la historia de la cultura y, dentro de ésta, a la de la literatura2 no es, como afirma Ricardo Gullón, precisamente hablando de su propia «generación de 1936», «clave para resolver problemas de historiografía literaria, sino un mero instrumento.»3 Aceptamos la afirmación de Gullón entendiendo que insiste en que no es la clave única. Pero no dudaremos en afirmar que es una de las dimensiones clave. Nos parece evidente que Gullón, al hablar de su generación literaria en 1965, se oponía con sus afirmaciones a los intentos de hacer de dicho concepto el más importante de la historia de la literatura, intentos que en la España del franquismo eran consecuentes al previo magisterio de Ortega, quien lo consideraba como «el más importante de la Historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos.»4 Creemos, por nuestra parte, que el epifenómeno llamado literatura no es unidimensional, y los intentos de reducirlo con la teoría generacional a una sola dimensión, en este caso la temporal, resultan empobrecedores de la realidad. Junto a la temporal, la dimensión espacial es de consideración indispensable. Y como ambas no se inscriben en trayectorias paralelas, hay que tener igualmente en cuenta los fenómenos de interrelación de ambas. Igualmente es de considerar que estas dimensiones no se presentan monotópica ni unidireccionalmente. No es éste el lugar de especificar detalladamente unos modelos historiológicos pertinentes que, en lo que a nosotros atañe, no han alcanzado suficiente grado de madurez y precisión. Indicaremos aquí solamente los aspectos que se ajusten a la descripción parcial y provisional de una «generación de 1936».

Para entender esta generación de 1936 en su estructuración espacial (y entiéndase que dicha estructuración ha de sufrir mutaciones que necesariamente se inscriben en una línea diacrónica) es preciso, entre los distintos espacios, la consideración de los geopolítícos. Antes de 1936, es el espacio intranacional divisible en centro/periferia (traducido a la España de entonces: capitalidad madrileña, frente a las regiones autonomistas: Cataluña, País vasco, Galicia) el que más útil resulta para su entendimiento. Durante el periodo bélico de 1936 a 1939, será el espacio antagonístico dividido en zona republicana/roja y zona rebelde/nacional en la dimensión territorial, mientras que en la dimensión social (eje vertical) cada una de las anteriores se reparte el espacio sociopolítico entre grupos, clases y estamentos adictos y oponentes al Estado (de derecho o de hecho), y entre ambos, la de los indecisos en el conflicto. En la dimensión horizontal hay que añadir, para 1936-39, en torno al espacio intranacional ya identificado, el espacio extranacional, que adquiere mayor importancia bien como lugar no conflictual (espacio de la posible huida) o bien como proyección del espacio conflictual interior, en el que se repetirán, mutatis mutandis, las mismas divisiones en la dimensión sociopolítica entre partidarios, opositores e indiferentes.

Este espacio extranacional se convertirá, después de julio de 1939, en elemento básico de la nueva oposición España nacional/España trasterrada en la dimensión horizontal, mientras que en la vertical de un lado hay que considerar la España oficial de los vencedores, del otro, la España soterrada. Y en el espacio extranacional, la estratificación que, de una parte, opone a los emigrantes españoles de antes de 1936 con los «refugiados», cuyo estatuto y modos de integración en las sociedades de acogida son totalmente diferentes. La ubicación social del refugiado frente al mexicano, por ejemplo, nada tiene en común con la del «gachupín».

En lo relativo a la dimensión temporal, recordemos que el concepto de generación se empleó primordialmente (cuando no exclusivamente) para poner compuertas -es decir, discontinuidades- al flujo histórico-temporal y, por ende, al decir o narrar de dicha Historia que, por desgracia, denominamos metonímicamente como Historia. Este uso no debería enmascarar, como suele ocurrir, que esa fluencia solo está compartimentada ideológicamente, y que de hecho no solo la fluidez intrageneracional coexiste con la cohesión intrageneracional, sino que la corriente, además, no es unidireccional. Así, además de la ya tradicional dirección de in-flujo (estudio de fuentes e influjos, de discipulazgos y maestrías, de escuelas y jefaturas) hay que considerar igualmente la dirección de reflujo, como lo hacen en el dominio reciente de la teoría literaria los que han valorizado el fenómeno de la intertextualidad, alejándose del acronismo fanático de los años puros y duros del estructuralismo. Solo en esta doble perspectiva pueden entenderse las relaciones intergeneracionales, e incluso establecer las nóminas de los miembros de cada generación en cada periodo de sus existencias individuales, y, dentro de la literatura, la pertenencia, filiación o afiliación de cada uno de los escritores a lo largo de su trayectoria activa.

Sólo si consideramos la fenomenología de disensión como la de cohesión, tanto intra como intergeneracionalmente, y la dimensión espacial junto a la temporal, entenderemos, en la historia de la literatura, que escritores que, por el criterio primario del nacimiento, pertenecerían a una generación determinada, aparezcan militando en grupos literarios de la generación precedente o de la siguiente. Si Arturo Barea, Juan Antonio Espinosa, Paulina Crusat, Luis Amado Blanco o Alejandro Núñez Alonso (entre los narradores) aparecen unidos a los grupos literarios de la generación de 1936, es por razones espaciales diversas, entre las que citaremos la excentricidad regional o extranacional (Amado Blanco y Núñez Alonso emigran jóvenes a América), el estrato social en que se ubican, y que puede tanto favorecer la precocidad como la tardía maduración en la praxis literaria (Espinosa, marino mercante, empieza a escribir una vez jubilado; Barea, modesto oficinista, aprovecha la coyuntura favorable de la guerra civil para ocupar un espacio disponible por el silenciamiento de muchos escritores). Precocidad o maduración tardía que explican las adhesiones a programas literarios distintos de los asumidos por los escritores «normales» de su generación histórica.

Hasta aquí hemos citado sólo nombres de escritores que, por estricto criterio de nacimiento, pertenecerían a la generación precedente, es decir, casos de maduración tardía. Recordemos ahora, inversamente, a narradores como Francisco Ayala, José María Alfaro o Juan Gil Albert (todos de 1906), que se consideran generalmente como miembros de la generación del 23, a causa de su precocidad. Por la misma razón se suele integrar en la generación del 36 a Carmen Laforet, que, por su fecha de nacimiento (1922), estaría ubicada en la generación siguiente.

Por otra parte, la dimensión temporal debe someterse, como lo hemos hecho con la espacial, a una distinción entre tiempos reales o cronológicos y tiempos vivenciales, que pueden a su vez dividirse en biológicos, sicológicos y biosíquicos. Las catástrofes atropellan el ritmo medio de las ondas generacionales, por lo que es imposible ajustar la datación de las generaciones a un criterio exclusiva y rigurosamente uniforme de tipo numérico. Precisamente la generación de 1936 está en una situación de máxima vulnerabilidad respecto del impacto producido por la guerra civil, su preparación y sus secuelas. Por estar en la edad del servicio militar, se vio literalmente diezmada en los campos de batalla, pero por otra parte benefició durante la guerra de la contracción espacial a que se ven sometidas todas las generaciones que ocupan los puestos de autoridad o de prestigio (la del 98 y la del 14 particularmente, aunque no falten ejemplos en la del 23) por lo que los jóvenes del 36 vinieron a reemplazarlos prematuramente en los puestos de responsabilidad que en épocas de flujo normal para el relevo generacional no habrían ocupado tan pronto. Piénsese en el protagonismo asumido en la zona republicana por Arturo Serrano Plaja, Antonio Sánchez Barbudo, José Herrera Petere y Vicente Salas Viu en la organización del congreso internacional de intelectuales y en las revistas más importantes y significativas de la guerra, como Hora de España y El Mono azul. Recuérdese igualmente lo ocurrido al grupo de intelectuales falangistas (Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Gonzalo Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro) al frente de la delegación de Prensa y Propaganda, y en revistas como Vértice o Jerarquía y luego en Escorial.

Este mismo fenómeno de aceleración producirá en la posguerra entre los perdedores en el conflicto, marginaciones que no lograron superar, tanto en la España soterrada como en el exilio, con el consiguiente truncamiento de sus respectivas carreras literarias o el retraso y la reorientación de las mismas. A los nombres ya mencionados, añadamos al respecto los de Ángel María de Lera (n. 1912) que pertenece literariamente a la generación del 50, por su encarcelamiento y exclusión del cursus honorem durante largos años, o Sebastián Juan Arbó, escritor catalán víctima de la depuración y obligado a cambiar de lengua literaria, lo que hace de él un compañero literario de jóvenes falangistas de la generación del 36 como Ignacio Agustí que, al parecer, fue su mejor protector y amigo en la posguerra, y que, como los otros ya citados, benefició en Barcelona del vacío de la posguerra para su ascensión fulgurante.

Otro aspecto de la dimensión temporal que se suele descuidar es el que se relaciona con las fases del desarrollo personal. En efecto, durante la infancia y la juventud las generaciones establecen sus polarizaciones positivas y negativas, sus cohesiones y disensiones intra y extrageneracionales. Las bandas, grupos, peñas y fraternidades compensan la situación de desequilibrio en que el adolescente se encuentra. Definirse por oposición a otros, en estos años, se hace mejor en grupo que aisladamente, aprovechando de la confraternidad escolar. Pero a partir del momento en que cada individuo se va sintiendo maduro, y en la medida en que se cree autosuficiente, buscará o bien a asumir el liderazgo del grupo o bien a tomar sus distancias olímpicamente, según la orientación de sus objetivos y metas personales. Ejemplos típicos de estos cambios son observables en figuras tan significativas de la novela contemporánea como Camilo José Cela o Gonzalo Torrente Ballester, en esta generación de 1936, dentro de España. En el exilio y la diáspora, en cambio, la cohesión intrageneracional tiende a ser reemplazada por la amalgama extrageneracional, basada en la coexistencia en un mismo país de acogida y en el denominador común ideológico favorecido por el exilio y el antifranquismo. Así se explican las visiones acrónicas y geopolíticas de la generación del 36 que comparten escritores tan alejados como el bibliógrafo Homero Serís (primer «inventor» de la denominación «generación del 36», y que reunía en ella a todos los intelectuales del exilio, sin distinción de edades) y el poeta y crítico literario Manuel Durán5. Para ambos, su condición de trasterrados les llevaba a considerar básica la distinción espacial, y a disminuir la importancia de los criterios temporales en el establecimiento de las nóminas generacionales. En estás condiciones excepcionales, la subsistencia de las relaciones intrageneracionales previas al conflicto resulta así mismo excepcional. Mencionemos, en esta generación, la fraternidad en el exilio mexicano de Manuel Andújar y José Ramón Arana, que comparten incluso empresas editoriales comunes, como la revista Las Españas.

Examinando más detalladamente las circunstancias históricas de esa aceleración del ritmo generacional del 36, veremos que, en su primera juventud, los mayores del grupo están en la época estudiantil durante la dictadura de Primo de Rivera y, a diferencia de los escritores de la generación del 23, se enfrentan activamente con ella, protagonizando la politización y la polarización extremista en los medios universitarios, lo que se refleja en su protagonismo en la fundación de los dos grupos del sindicalismo estudiantil: F.U.E. primero, S.E.U. después6. Al proclamarse la República, son los más jóvenes miembros de la generación (los nacidos entre 1913 y 1918) los que prosiguen la pugna en la universidad, pugna que se extiende en la formación o legalización de los partidos políticos entre 1930 y 1936; en la que asumen, crecientemente, el mismo extremismo polarizador que caracterizará su sindicalización universitaria, y que se reflejará en los combates callejeros, en los que esta generación participó formando en las tropas de choque. Desde 1929 se puede señalar que buena parte de las distancias creadas entre esta generación y la de 1923 desaparecen paulatinamente, puesto que la generación mayor se va politizando de nuevo (volviendo, así, a una actitud de su primerísima juventud, abandonada en la Dictadura: no se olvide que la generación del 23 fue la que contribuyó al contingente de tropas en la guerra de Marruecos, y fue víctima del desastre). Desde el punto de vista literario, esta reconciliación se polariza en la común acogida positiva del superrealismo, en el que, por primera vez en la historia de la vanguardia literaria, ésta se hermanaba estrechamente con una voluntad revolucionaria a nivel político. La soldadura se hizo más evidente entre los mayores del 36 y los más pronto implicados en la repolitización del 23, pero la culminación de esta solidaridad se hará en presencia de catalizadores como Pablo Neruda y César Vallejo7. La joven generación del 36, si consideramos a qué niveles se realizaron las primeras soldaduras, y si examinamos las primeras revistas en que se revelaron protagonísticamente (DDOOSS, Hoja literaria, Los cuatro vientos, etc.) parece entrar en las letras por la misma avenida genérica que sus mayores: la poesía lírica. Esta preferencia, patente durante los años anteriores a 1929-30, sólo sufre excepción cuando se trata de relatos breves, de forma lírica, en la línea del relato «deshumanizado» que los escritores del 23 habían tanteado con fortuna entre 1921 y 1929. Baste recordar a los escritores de Verso y Prosa, como Carmen Conde.

Por otra parte, y siguiendo ese movimiento generacional del 23 hacia la revalorización del papel del escritor en la sociedad, que se manifiesta hacia el fin de la dictadura primorriverista y cuyos primeros ejemplos evidentes son los textos narrativos de Arconada, Díaz Fernández, Giménez Caballero, Ramón Sender y José Antonio Balbontín anteriores a 19318, una buena parte de la joven generación aboga por un retorno a los géneros más ligados tradicionalmente con la realidad social, como la narrativa y el teatro. Esta tendencia está ya marcada:

  1. en los textos superrealistas, siguiéndose en ello una tendencia común con los del 23 (recuérdense los relatos de Luis Buñuel, cargados de una agresividad antiburguesa manifiesta en las prosas automáticas de Dalí y en sus colaboraciones fílmicas igualmente, así como en La flor de la California de su coetáneo José María Hinojosa);
  2. por una vuelta a la temática «humana», y particularmente a la revalorización de los sentimientos, que toma fuerza con las celebraciones del centenario romántico en 1930, y en la que los poetas del 36 -Rosales, Hernández, Bleiberg- preceden e influyen netamente a sus mayores (Alonso, Cernuda, Aleixandre...);
  3. por la desaparición de la mayor parte de las revistas de literatura «pura», que ya en 1930 señala Miguel Pérez Ferrero en La Gaceta literaria9 y la aparición de nuevas revistas en las que se integran literatura y política (Nueva España o Diablo mundo son buenos ejemplos) junto con manifiestos en defensa de una «literatura impura» (Antonio de Obregón en 1929, Pablo Neruda en Caballo verde para la poesía, 1935);
  4. por la traducción masiva de novelas sociales y revolucionarias desde 1928 (Petróleo de Upton Sinclair, El Cemento de Gladkov, etc.);
  5. en la desvalorización de los términos «vanguardia» y «vanguardismo», que los jóvenes identifican exclusivamente con los movimientos poéticos de los años veinte y, por consiguiente, con la despolitización. Así el superrealismo fue acogido favorable o desfavorablemente según se lo interpretase como un primer movimiento literario politizado, o como la última de las formas del vanguardismo.

En los cinco años de la República aparecen revistas dirigidas por miembros de la generación del 36, de las que destacaremos, por su especial significación, Literatura, codirigida por Ricardo Gullón e Ildefonso Manuel Gil. Recordemos las palabras de Gullón al respecto en 1965:

El título implicaba una toma de posición frente a ciertas ideas de la generación precedente. Gerardo Diego, portavoz de ella, había extremado la oposición entre poesía y literatura, condenando a cuanto pareciera contaminado de esta última. La condena nos pareció desmesurada y esterilizante. Bajo pretexto de pureza podía situarse «en el campo raso, mezclado, turbio de la Literatura» nada menos que la ambigua, revuelta e impura mezcolanza que es la vida... Pronto aparecieron las ediciones de la revista bajo la rúbrica PEN Colección, que quería decir «Poetas, Ensayistas, Novelistas.» Tratábamos de eliminar el predominio, casi exclusivismo de los poetas, por considerar igualmente legítimo y merecedor de aliento el esfuerzo de los prosistas.10



También en estos años de creciente preocupación por la transformación social y política del país, los jóvenes del 36 colaborarían en las publicaciones colectivas de sus mayores: Carmen Conde y Arturo Serrano Plaja (entre los narradores) en El Sol, Maravall, Gullón, Salas Viu, J.A. Muñoz Rojas, Luis Amado Blanco en Revista de Occidente, Salas Viu y Suárez Carreño en Diablo mundo, L. Amado Blanco, Salas Viu, Sender en Nueva España, Sánchez Barbudo, Serrano Plaja, Díaz Plaja, C. Conde, C. Martínez Barbeito, L. Amado Blanco, Enrique Azcoaga en La Gaceta literaria, Muñoz Rojas en Los cuatro vientos.

Los jóvenes del 36 son los que igualmente, antes de la guerra civil, revalorizan a los hombres del noventa y ocho por su problemática existencial y su historia de intervencionismo político regeneracionista. Así, en revistas primordialmente políticas como Diablo mundo se revaloriza al Unamuno político en un trabajo de un joven escritor que en la posguerra triunfaría como novelista. Nos referimos a Suárez Carreño, autor de un texto unamunesco-bergaminiano que reivindica la rehumanización en clara oposición a la deshumanización, y reclama el compromiso del escritor11.

Hagamos una calicata entre los textos narrativos más extensos publicados por miembros de la generación del 36 con anterioridad a la guerra: además de los relatos superrealistas de Muñoz Rojas, dispersos en revistas, Inquietud (1931) y Maelstrom (1932) de Darío Fernández Flórez; Ocho días en Leningrado (1930 en Nueva España, y luego en libro de 1932) de Luis Amado Blanco; La parturienta de Herrera Petere (1935), Los viajes (1934) de V. Salas Viu; Fin de semana (1934) de Ricardo Gullón; Hombres de acero, de J. Corrales Egea (1935). En todos ellos se revela ya un giro evidente hacia la humanización y el compromiso, concomitante con el que protagonizan cada vez más los escritores del 23: recuérdese el abandono del relato deshumanizado por Max Aub en 1934 con su palinódico Luis Álvarez Petreña, el abandono de la narrativa de ficción por Francisco Ayala con Erika ante el invierno (1930), ominosa parábola profética de los horrores de la Alemania nazi, la aparición de Pero sin hijos (1931) de Esteban Salazar Chapela, novela social de crítica antiburguesa, en la misma tendencia trazada por Díaz Fernández, Arconada y Sender, que van adoptando y adaptando el expresionismo alemán y soviético a la realidad y la novela española.

Pero será durante la guerra civil cuando la fusión entre ambas generaciones se haga más evidente, y junto a la previsible mutación de la poesía del tono lírico hacia el épico y el satírico, la necesidad de narrar la realidad bélica transfigura a los poetas en narradores y reporteros testigos, y en las mismas publicaciones periódicas escriben relatos y crónicas Alberti, Cernuda, Altolaguirre, Gil Albert, Miguel Hernández, Germán Bleiberg, A. Serrano Plaja, Lorenzo Varela de un lado, y del otro, Pemán, Obregón, Alfaro Foxá, con Agustí, Zunzunegui, Neville, García Serrano, Benítez de Castro...

En ese momento catastrófico, empujados hacia adelante por el prudente silencio y el ausentismo de casi todos los grandes escritores de las generaciones mayores, así como por el cariz agresivo y beligerante de la prosa reclamada y favorecida por los respectivos gobiernos en pugna, brotan nuevas vocaciones literarias, y de entonces son los primeros textos de José Ramón Arana (El tío Candela, 1938), de Rafael García Serrano (Eugenio, 1938) de Jesús Izcaray, Pedro Álvarez, Manuel Andújar, José Mª Gironella, Álvaro Cunqueiro.

Serán precisamente los prosistas de la generación del 36 quienes, junto con los más jóvenes de la precedente generación, que ya habían modificado el rumbo de la narrativa hacia nuevas o renovadas formas de realismo antes de la guerra, los que harán irreversible en las dos primeras décadas de la posguerra la vindicación de la novela como género angular, y la pléyade de narradores que de esta nueva generación surge en esos veinte años ha producido en los historiadores, por comparación, la impresión de que en las dos décadas anteriores al 36 no existía novela, o que sus cultivadores fueron escasos. Error de perspectiva que hoy nos parece motivado no tanto por una supuesta inferioridad numérica en cuanto a los textos novelescos o a la cantidad de autores, y menos aún por las características minoritarias o «anti-novelescas» de algunos de ellos, cuanto por el desprestigio en que el género había caído al ser destronado por la lírica. Esta posición de inferioridad hacía que la crítica apenas dedicara atención a la novela, y que solo escritores consagrados como Valle-Inclán, Azorín o Baroja la recibieran suficiente cuando publicaban novelas, y aun en tales casos se ensalzaban sus aspectos líricos, su novedad estilística.

Se suele afirmar que en la década del 40 hubo poca producción novelística, y que, salvo excepciones siempre mencionadas (Nada, La familia de Pascual Duarte), hay que esperar a los años cincuenta para asistir al florecimiento de la novela, al que contribuirán simultáneamente dos generaciones: la del 36 y la del medio siglo. Esta visión debe ser modificada tras el examen detenido de la realidad de aquella época, como lo ha hecho, por ejemplo, José Mª Martínez Cachero en el mejor capítulo de su Historia de la novela española contemporánea. La lectura del mismo es suficiente para comprender que esa supuesta pobreza encubre dos fenómenos reales: primero, la escasez de papel que durante la segunda guerra mundial sufre España, y que se refleja en las dificultades de toda la industria editorial; segundo, y debido a las mismas circunstancias europeas, la explotación de la novela extranjera por parte de los editores españoles ya que, en nuestro aislamiento, no estaban obligados a pagar derechos de autor, sino únicamente una pobre retribución a los galeotes de la traducción. Si a esto se añade que la censura favoreció la publicación de novelas inocuas, encontraremos las razones de la aparente escasez de novelas de los diez primeros años de la posguerra, desde una posición de retrospectiva panorámica fundada en el olvido de obras poco significativas y de la producción extranjera, así como de la novelística del exilio que no llegaba a España. (Baste revisar la lista de las novelas de Sender y de Aub entre 1939 y 1950 para darse cuenta de la importancia del olvido). Un último fenómeno (estrictamente interno a la España interior) contribuyente fue la proliferación de escritores sin mayores talentos que, atraídos por el vacío creado por tantos silenciados y ausentes, se improvisaron autores de primeras novelas. Basta consultar las páginas de reseñas en revistas y periódicos para redescubrir medio centenar de nombres y títulos hoy olvidados, mientras que se recuerdan aún los de los novelistas europeos y norteamericanos de los que se nutrió impunemente la piratería editorial en aquellos años.

En suma, creemos que la historia de la literatura debe de reutilizar con mayor exactitud y precisión las posibilidades implícitas en la teoría generacional, sin que para su rechazo deban contar ni los usos torpes y abusivos que de ella se haya podido hacer en décadas anteriores, ni mucho menos la hipótesis de que dicha teoría hubiese surgido para contrarrestar con su globalismo las tendencias de la historiografía marxista. Basta revisar, como hace Monner Sans, los trabajos de los mismos marxistas, empezando por Karl Marx, para encontrar ejemplos de su utilización. El desvío que, en favor del texto y de su análisis, ha sufrido la historia de la literatura, toca a su merecido fin, después de un no menos merecido purgatorio. La hora de la renovación historiográfica, nos parece, ya ha sonado.





 
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