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Partida de ajedrez

José Triana







Veía yo aquellos cuerpos dibujarse
inhabituales, lerdos, tan solemnes,
parados, dóciles, de penitencia,
grises siluetas de una remembranza,

un teatro de feria o Gran Guiñol,
mientras la flauta gime, allá, en la luna
y el aire se va atestando de grillos,
y un efluvio de fruta y yerba buena

aviva crucigramas voluptuosos
y fantasmas que asustan la ceniza.
(No hablo de símbolos ni metáforas,
era un hecho concreto, natural).

Veía yo, decía, aquellos cuerpos
dibujarse con la tranquilidad
de un vergel melancólico, pero único.
Un vergel que propone aguas dormidas.

Majestuosamente ahí están, seguros
-los reyes, las reinas, y los alfiles
y caballos y torres, en su escaque,
iguales a las deidades del sueño.

Y de pronto la reina le propina
un mordisco al alfil. Gritos y ruidos
pueblan este tablero de ajedrez
que ahora es un simple campo de batalla.

Yo me estuve impasible por abstracto
ignorando si entraba o si salía
pues la reina exigía tres peones
de los macizos puertos de Bretaña.

Desde el umbral es un rey quien pregunta
por la estúpida fiesta de la alondra,
¿qué sostiene el aire que no cesa
y ese incierto galope de cosquillas?

Pase usted a la esquina del tablero,
dispóngase a sufrir cualquier tormento,
que la reina repite nueva hazaña
buscando entre las tapias el otoño.

Yo miraba al vacío en el tapiz,
conquistando aquel sitio de penumbra
cuando otro alfil se coloca en acecho
y recibe un enjambre de sarcasmos.

Ditirámbicos mueven sus caretas
los insolentes reyes, sus lisonjas
divierten al procurador locuaz
como un rosado séquito de plumas.

Inesperadamente otra reina abre
una brecha y se inicia un azaroso
ir y venir de señas, contraseñas
y un sin fin de maneras tortuosas.

Vea usted el flanco izquierdo, distraiga
al enemigo, no detenga el juego,
utilice un sofisma más sutil,
un veneno de suaves llamaradas.

Alguien me empuja y me pone en los bordes:
este gesto podría delatarme,
estoy en juego, en juego, anzuelo y pez,
triste reo delante de sus jueces.

Toca una mano al rey de voz tronante
y el caballito piafa por el bosque
de las íntimas perlas del murmullo,
por el río del árbol hechizado.

Es muy tarde, decía, pero venga,
la cuestión es rendir el cerco impuesto.
Y entonces una torre languidece
al cegarla los lentes del miope.

Furioso el otro rey pierde su sitio
por vagas confusiones, titubeos
de si es aquí o allá lo que sucede,
debo esperar un poco por si acaso.

Aunque la reina nada entre dos aguas
se queda adormilada en el chubasco,
ajena o rechazando el vendaval
que se aproxima sobre su cabeza.

Yo me oculto al zumbido, a la proclama
del alfil sentencioso, ¿quién afirma
las naves del rocío, quien expone
esos guantes y lágrimas tremendas?

El alfil no discute, sólo atiende
a los dedos que la reina ensortija
si un peón la embiste o le ofrece rápida
una tregua posible el caballito.

Adéntrase otra reina y otro rey
en una zona para mi difusa
donde la oscuridad se come el musgo
de las viejas cisternas agobiadas.

Los alfiles conciertan con las torres
ejercicios celestes y se fingen
cazadores de un ciervo sumergido
en el ámbito hermético del mar.

El trote de un caballo me despierta,
toma un escaque y otro por la esquina.
Este juego remeda las brumosas
teorías de algún verso imposible

escrito en las paredes de agrietado
barro. Paredes de lluvia y de trueno,
inmóviles e irreales como el verso
escrito por de pronto sin saberse.

Si todos los relojes se reunieran
no sentiría usted un vértigo tan hondo.
Relinchos y galopes desbocados
agregan a la inmensa polvareda

un circuito feroz de rotas flechas
y los estruendos de las reinas locas
que hacen visajes en los espejos
y se bañan desnudas en el lago.

Los dos reyes coinciden frente a frente,
sus barbas ya relucen, ya se apagan;
maldiciones profieren, muerden dardos
de mimbres de una extraña dinastía,

semejantes a las moscas feroces
enhebrando sus dédalos de insomnio,
devastando los campos del orégano,
inventando un aullido de ultratumba.

Todo crece en la noche y se propaga
en largos aletazos de sirena.
Vea usted hacia arriba, por la cuesta
el tablero del cielo frío sirve

ojillos de diamantes a pedazos
ardientes y veloces y suspiros.
Yo me entrego a este júbilo sereno,
la luna monologa claramente.

A la carga la reina salta sobre
un peón, forcejea y lo encabalga
con golpes diestros y salvajes gritos
y le apunta un puñal en la tetilla

izquierda, lanza espumajos amargos,
a carcajadas ríe, algo le nubla
el ojo turbio, algo arde en el desierto,
cayendo a su costado derrotada.

Mas los reyes en ronda vociferan
invocando a un fetiche de alas negras,
y cruza un jabalí por lo impalpable,
y gana el estupor paños de sombra,

y se apartan, y con paso muy feble
giran y giran, llenando el espacio
aquellas manos gigantes, aquellos
rostros y el último estertor de un rezo.

De rodilla y a coro los alfiles
planicies de sangre evocan, cadáveres
dispersos en las escaleras, cirios
en las calles y ráfagas de olvido.

La mano del miope se apacigua,
acá, en el prado de los girasoles,
cuando la del procurador confunde
el enroque virtual y el Jaque mate.

Yo me asomo a la orilla meditando:
Manos son las que nos guían, atroces
manos sonámbulas, manos febriles,
manos de las obstinaciones, manos

matemáticamente despiadadas,
trazando leyes y torpes propósitos
y queriendo borrar con sus proezas
la infamia de un pensamiento tiránico.

O es todo lo contrario. Astutamente
nuestros cuerpos atraen unas bellas
manos invitadas a una fiesta de hojas
locuaces, a una música que arrastra

ese gesto que hacemos de añoranza,
de alegría o de miedo entre los árboles,
y no somos nosotros sino esas manos
las que deciden nuestras abyecciones.

Incapaces las tropas ya no saben
si en sueños o en vigilia se organizan
inauditos desastres o rumores
de que en masa las águilas vendrán.

De dos gotas de sangre de una niña
surgen peces de escamas prodigiosas,
sus aletas se mueven y son barcas
o cenefas gloriosas que uno olvida.

Un muchacho se vuelve una paloma
y misteriosamente en una rampa
muere por el olor de unas adelfas
que nunca nadie ha visto ni conoce.

La lucha se reanuda por el alba
que los toques marciales vituperan.
¿Acaso no se aterran los caballos
cuando las torres caen destrozadas

o cuando los alfiles se desbandan
sembrando paso a paso destrucciones?
¿Dónde los reyes van? ¿Dónde las reinas?
Yo como fiel peón quedo extasiado.

De Otro retrato olvidado (1990)





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