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IV

El 12 del mismo mes entró en Quito el comandante Juan Alderete con una columna de doscientos hombres traídos desde Panamá, y el 18, conforme a los términos del acuerdo del 4, salió Arredondo, hecho ya brigadier,   —287→   con las tropas de Lima, cargado de las maldiciones de toda esta provincia. Tan maldecidas fueron estas tropas, que los pueblos del tránsito se negaron a proporcionarles víveres para hacer patente el odio que les tenían por los ultrajes cometidos en Quito.

La junta establecida en la capital del virreinato, después de consumada la revolución verificada en julio de 1810, deploró amargamente los asesinatos cometidos en Quito y dirigió a Ruiz de Castilla una enérgica y sentida comunicación.

El cabildo recibió también de la misma junta un pésame afectuoso y doliente, con que demostró la mancomunidad de las tendencias americanas; y en Santafé se celebraron, como en Quito, exequias honoríficas en memoria de las víctimas del 2 de agosto. También Caracas, cuando ya libre, dio un decreto de honores fúnebres en manifestación de su dolor.

No dejemos, eso sí, de narrar que, en el transcurso de los dos o tres meses posteriores al 10 de agosto del año 9, tanto el Virrey de Santafé como el de Lima pasaron a la junta de Quito y su presidente oficios moderados y proclamas, amonestando que restituyesen las cosas al estado en que se hallaban el 8 de agosto de ese año, y contasen con su clemencia y la de la Junta Central de España.




V

Arrojada por los franceses la Junta Central de España que residía en Aranjuez, y no pudiendo tampoco sostenerse en Sevilla, vino a convertirse muy luego en Consejo de Regencia, compuesto de cinco miembros, y se estableció en la isla de León. Este consejo que se decía ser el representante legítimo de Fernando VII, se acordó de que las grandes provincias de América formaban también parte de la monarquía española, y, bien movido por impulso   —288→   de justicia, bien por el interés de mancomunar a los pueblos de este continente con los de España, ello es que los nuestros fueron llamados a concurrir con sus diputados a la representación nacional. Ya la Junta Central, antes que el Consejo de Regencia, había decretada también la misma convocatoria; pero uno y otro cuerpo, aunque obrando en esta parte con sagacidad y con justicia, se desentendieron de esta al fijar el corto número de diputados que habían de representar a las Américas, pues no debían ser sino nueve, al paso que la Península, con una población que apenas alcanzaba a la mitad de la de aquellas, iba a concurrir con treinta y seis. El decreto tenía por base de representación para las Américas el número de virreinatos y capitanías generales; de modo que mientras la más corta provincia de España iba a ser representada por dos diputados, todo un México, por ejemplo, solo iba a serlo por uno. El método mismo que se adoptó para el modo como debían ser nombrados, si no muy extravagante, fue del todo irregular; pues las elecciones habían de hacerse por los cabildos de las capitales de provincia con sujeción a otras elecciones posteriores y de la manera siguiente. Los cabildos debían nombrar tres diputados, de los cuales se sacaba uno por la suerte; y luego, reunidos ya los sorteados, había que elegir, de entre estos, otros tres, y elegirse por las audiencias presididas por los virreyes, o los presidentes de ellas o los capitanes generales. La segunda elección debía volver a someterse a nuevo sorteo, y aquel en quien recaía la segunda suerte era el definitivamente nombrado.

El decreto de convocatoria vino juntamente con el Manifiesto que insertamos a continuación, menos para dar a conocer sus términos, como para dejar justificados, a nuestros padres de la resolución que tomaran de buscar su independencia, puesto que en él se confiesa lo vejados que andaban por el gobierno colonial.

«Desde el principio de la revolución declaró la patria esos dominios parte integrante y esencial de la monarquía española. Como tal le corresponden los mismos   —289→   derechos y prerrogativas que a la metrópoli. Siguiendo este principio de eterna equidad y justicia, fueron llamados esos naturales a tomar parte en el gobierno representativo que ha cesado. Por él los tienen en la regencia actual, y por él los tendrán también en la representación de las Cortes nacionales, enviando a ellas diputados, según el tenor del decreto que va a continuación de esta manifiesto. Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres. No sois ya lo mismo que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estaban del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruídos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de representaros en el Congreso Nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los monarcas, ni de los virreyes, ni de los gobernadores; están en vuestras manos».



Movido por los mismos impulsos, dispuso también el Consejo de regencia que vinieran comisionados para los pueblos de América en que ya se habían dejado notar síntomas de rebelión, con el fin de que conformasen las opiniones de los colonos con las de los españoles; teniendo el fino comedimiento de elegir personas que, por su origen americano, habían de ser aceptadas y bien recibidas. La elección para la presidencia recayó en el teniente coronel don Carlos Montúfar, y para el centro del virreinato en don Antonio Villavicencio, el primero nacido en Quito e hijo del marqués de Selva Alegre, comprometido en la revolución del año de 1809, y el segundo nacido en Nueva Granada.

Llegaron juntos a Cartagena, y deseando Montúfar salvar a los de su familia y más compatriotas, a quienes muy justamente suponía expuestos a la venganza de las autoridades españolas, apresuró el viaje para llegar cuanto antes a Quito. Ruiz de Castilla, por consejo de Arechaga, había escrito al virrey Amar empeñándole a que contuviese a Montúfar bajo cualesquier pretextos; mas este que penetró tales intenciones, principalmente a causa de haberse violado su correspondencia, siguió adelante   —290→   el camino, en donde le alcanzó la noticia de los asesinatos que deseaba evitar, y entró en Quito el 9 de septiembre. El recibimiento que se le hizo fue, por parte del gobierno, por demás atento y aun afectuoso en apariencia, pero en realidad contrario a tales manifestaciones, porque los gobernantes, ya lo dijimos, miraban al comisionado como a enemigo; y lleno de cordialidad, de miramientos y de respeto por parte del pueblo que acertadamente previó que llegaría a reanimar su moribunda causa. Y tan difundida andaba esta confianza en el comisionado, que doña María Larraín, mujer que por entonces hacía figura por su belleza, lujo, liviandades y patriótico entusiasmo, sedujo a otras mujeres y, poniéndose a la cabeza de ellas, armada de punta en blanco, se presentó con sus compañeras a hacerle la guardia en la casa de don Pedro Montúfar, tío de don Carlos, donde se había alojado. Don Carlos apreció esta muestra del entusiasmo con que le recibieron sus compatriotas; pero, como era natural, la misma muestra apuró también las desconfianzas que de él tenían las autoridades españolas.

Don Carlos Montúfar, mancebo de buen sentido y de valor, regularmente disciplinado en la famosa escuela de la guerra contra los franceses, metidos en España, y de los vencedores en Bailén; era, a no dudar, el más a propósito que entonces podía apetecer la patria para defender su causa. Llegó en circunstancias en que gobernantes y gobernados se miraban, más que con desconfianza, con airado encono, y en las de que, aun cuando se habían despedido las tropas de Lima, todavía conservaba el presidente mil hombres de guarnición, y esperaba que le llegarían bien pronto las pedidas a los gobernadores de Cuenca y Guayaquil.

Ruiz de Castilla, a quien uno tras otro, o tal vez simultáneamente llegaron los patrióticos gritos de Venezuela, Nueva Granada, Alto Perú, Chile y Buenos Aires, no había dejado de entrar en aprensiones, particularmente por los del centro del virreinato que como menos distantes, zumbaban más claro en sus oídos. Habíase condolido acaso de la suerte lastimosa de las víctimas del 2   —291→   de agosto, y deseando a lo menos atenuar el reciente cuanto vivo sentimiento del pueblo, pensó en restablecer la junta como concesión graciosa, ya que no expiación de sus condescendencias, que hacía en favor del pueblo. El pueblo, que entendió -iba- a componerse la junta de los mismos que habían mandado asesinar a los suyos, se preparó a combatirla tan luego como se estableciese; pero Montúfar, hombre experto y versado ya en los negocios públicos por los sucesos de la Península, estimó necesaria toda especie de contemporizaciones con las autoridades, y persuadiendo de esto a sus allegados, convino en la formación de la que debía de llamarse Junta de gobierno, y que fuera su presidente el mismo conde Ruiz de Castilla, aunque debiendo también pertenecer a ella, como vocales natos, el comisionado y el reverendo Obispo Cuero. Montúfar, se dirá, faltaba a la honrosa confianza que en él había tenido el Consejo de la regencia; pero, tratándose de sacudir el yugo impuesto por la astucia y fuerza de las armas, no vemos por qué el oprimido no tenga contra su opresor el derecho de emplear los mismos medios para recobrar la perdida independencia.




VI

Convocose la primera reunión para el 10 del mismo mes, y acordaron en ella el reconocimiento de la suprema autoridad de la Regencia, la fundación de una Junta superior, el modo y forma como habían de hacerse los nombramientos de los electores, a quienes se atribuía la facultad de elegir los miembros de dicho cuerpo, y la convocatoria de un cabildo público para el día siguiente.

Las elecciones, conforme a los principios dominantes de esos tiempos debían hacerse por estamentos, a saber: el clero, la nobleza y el pueblo, representado por algunos padres de familia residentes en los barrios de la ciudad capital de una provincia, sin que fueran llamados a esta representación las demás ciudades y poblaciones   —292→   que no eran cabeceras. La representación, como se ve, estaba muy lejos de ser la del pueblo que se decía representado.

Verificose el cabildo abierto y se ratificó cuanto se había acordado en el día anterior, agregando únicamente la necesidad de nombrar un vicepresidente para los casos de muerte, enfermedad o ausencia del presidente, y la de un secretario para el despacho.

Reuniéronse luego el presidente, el comisionado, los cabildos secular y eclesiástico, y los quince electores correspondientes al clero, y la nobleza y los barrios; esta es a cinco por cada uno de los tres estamentos. Hecho el escrutinio de los votos en favor de los individuos de que había de componerse la junta, resultaron nombrados don Manuel Zambrano por el cabildo secular; el magistral don Francisco Rodríguez Soto por el eclesiástico; los doctores José Manuel Caicedo y Prudencio Báscones por el clero; el marqués de Villa Orellana y don Guillermo Valdivieso por la nobleza; y por los barrios don Manuel de Larrea, don Manuel Matheu y Herrera, don Manuel Merizalde y el alférez real don Juan Donoso. Por unanimidad de votos fue electo vicepresidente el Marqués de Selva Alegre, y de secretarios don Salvador Murgueitio, y don Luis Quijano. Como se ve la junta llegó a formarse casi de todos los comprometidos en la revolución; pero también de esos mismos abanderizados por cuyas discordias había quedado malparada la causa pública.

El presidente Ruiz de Castilla, que no pudo librarse de la influencia del comisionado regio, quedó, al andar de pocos días, reducido a una completa nulidad. Bien luego, asimismo, se despidieron las tropas auxiliadoras, se levantaron otras nuevas, a las cuales se agregaron voluntariamente muchos soldados de los de Santa Fe, pertenecientes al cuerpo de Dupret, y los destinos volvieron a ponerse en manos patricias.

La junta que de día en día iba avanzando por el camino de más bien atinados principios, y cambiando el aspecto de las cosas, declaró en la sesión del 9 de Octubre   —293→   que reasumía sus soberanos derechos y ponía el reino de Quito fuera de la dependencia de la capital del virreinato. En la sesión del 11, como arrepentida de tan mesurado paso, rompió los vínculos que unían a estas provincias con España y proclamó, bien que con alguna reserva su independencia. El pueblo mal hallado hasta entonces, no tanto con los principios monárquicos, puesto que no conocía otros, como con los gobernantes, y con la esperanza de establecer otros mejores, festejó con ardor este primer desempeño de una cabal soberanía. Este paso, a juicio de los patriotas, era tanto más necesario cuanto así venían a complicarse los estorbos para las reconciliaciones que de nuevo pudieran intentarse por los gobernantes de España, como se temía. Con todo, tal proclamación no llegó a publicarse sino seis meses después.

Mientras que las provincias de Cuenca, Loja y Guayaquil, instigadas por sus vigilantes autoridades, en particular la primera dominada desde el año nueve por su obispo don Andrés Quintián, uno de los enemigos más fervorosos de la revolución, se negaban abiertamente a reconocer la autoridad de la Junta superior; la ciudad de Ibarra establecía otra acaudillada por don Santiago Tobar, bien que con subordinación a la de Quito de la cual solicitó la aprobación. La junta superior, abarcadora de los poderes públicos y mal organizada por la multitud de sus miembros, consideró que vendrían a aumentarse sus embarazos con el establecimiento de otras subalternas, porque era claro que también otras ciudades habían de querer seguir el ejemplo de Ibarra, y para quitar toda tentación de imitarla dispuso que se disolviese al punto.





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ArribaAbajoCapítulo IX

Campaña de los treinta días.- Batalla de Tarqui



I

El General Lamar, acampado últimamente en Tambo grande con cuatro mil seiscientos soldados, invadió al cabo del territorio colombiano a fines de 1828, y se posesionó de la provincia de Loja, donde encontró algunos desleales que favorecieron la causa de los invasores. La fama y los papeles públicos de entonces atildaron también de infidelidad a la patria al señor Manuel Carrión y Valdivieso, gobernador de dicha provincia, y, sin embargo, el tiempo ha venido a desmentirlos.

El señor Carrión, mientras se conservaban las tropas colombianas en Loja, había servido a su patria con cuanto pudo, y hasta dando oportunamente a las autoridades superiores las noticias que sabía adquirirlas, o por medio   —296→   de espías o por las conexiones de parentesco y amistad que tenía con tantísimos peruanos. Al aproximarse ya a Loja las tropas del general Lamar, desocuparon las nuestras esta plaza, y Carrión, resignando su empleo ante la municipalidad, se retiró para el campo. Ocupada Laja por Rolet, francés de nacimiento, destacó al comandante Porras con veinte y cinco hombres para que fuese a sacarle de su retiro, y volviese a encargarse del destino; y el señor Carrión se negó a ello, manifestando que no podía desempeñarlo desde que las tierras de Colombia habían sido invadidas por un ejército extranjero.

Cuando el general Plaza entró en la ciudad con la primera división, volvió a dirigirle igual intimación, y el gobernador se negó también de nuevo. El general Lamar, su antiguo amigo desde que estuvieron juntos en Esparta, se empeñó en lo mismo; y Carrión todavía tuvo resolución para resistir, hasta que habiéndose atumultuado el pueblo y manifestádole que se aprovechase de la amistad del presidente Lamar, para librarle de los males que sobrevendrían con otro gobernador, se dio a partido y volvió a ocupar el destino. Su decisión por Colombia le hizo sospechoso para con otras de las autoridades peruanas, que se quejaron de él y aun le acusaron oficialmente, y con tal motivo se retiró de nuevo al campo, mucho antes de la batalla de Tarqui. Después de esta, fue sometido a tela de juicio como conspirador, se le conservó preso y se lo trajo para Cuenca, donde, no obstante la índole de Urdaneta que hacía de comandante general del Departamento del Azuay, y la mala voluntad que le tenía tuvo que absolverle de tan atroces imputaciones49.

  —297→  

Y no por lo ocurrido con Carrión decimos que faltaron traidores en Loja, pues fuéronlo en efecto muchos de sus parientes, y aun otros de los que, comerciando con los pueblos del Perú, finítimo con la provincia, tenían por el gobierno de Lamar una muy decidida inclinación. La marcha de las tropas de este general fue intencionalmente pausada, por dar tiempo a que se le incorporasen los tres mil doscientos hombres que traía el general Gamarra, quien se reunió en efecto con ellas en Saraguro por el mes de enero de 1829.

El general Flores tenía establecido el cuartel general en Cuenca, y su ejército montaba a cuatro mil seiscientos hombres. Pocos eran, en verdad, para oponerlos a un ejército casi doble por el número, y Bolívar no llegaba con los cuerpos que traía, detenido acá por los facciosos del Cauca y los despeñaderos de Pasto. Pero contábase con que esos pocos eran soldados aguerridos con veinte años de fatigas en una lucha ensangrentada de guerra a muerte en su propia tierra o en otras lejanas con capitanes merecidamente acreditados, y con el héroe de Ayacucho, nombrado días antes jefe superior del sur y director de la guerra.

El general Sucre, enfermo y retirado a la vida privada, no había podido oír con indolencia los rumores de la invasión contra su patria y por noviembre último dirigió al Ministro de guerra, un oficio, con inserción del que pasó al general Flores con la misma fecha, en que le decía: «He oído rumores de que las provincias del sur de Colombia sufrirán dentro de breve la invasión de tropas enemigas. Sin datos para juzgar sobre la verdad de estas voces, me anticipo a rogar a U. S., que, si la tierra de Colombia fuese pisada por algún enemigo y se dispusiese una batalla, se digne U. S. participármelo o hacerme alguna ligera indicación. Cualquiera que sea el estado de mi salud, volaré al ejército, y en el puesto que se me señale partiré con mis antiguos compañeros de sus peligros y de la victoria».

Seguro estaba el gobierno de contar en estas circunstancias con los oficiosos servicios del general Sucre; mas,   —298→   sin aguardar a que le hiciera tales ofertas, le había llamado ya, con fecha 28 de octubre, a la dirección de esta guerra, invistiéndole de cuantas facultades eran necesarias para semejantes conflictos. Pagado estaba el gobierno de los servicios del general Flores, el jefe del ejército, con cuya discreción, arbitrios y actividad había sabido, no sólo mantener la moralidad y disciplina, mas también aumentarlo y medio vestirlo, a pesar de la absoluta escasez de rentas públicas. Pero habiendo acá un capitán, como el que en Ayacucho selló la independencia de América, bien natural era que el gobierno llamase a Sucre para la dirección de esta campaña.

Al punto, pues, de recibido tal nombramiento, Sucre se puso en camino para Cuenca, donde, como dijimos, había establecido Flores el cuartel general, y donde aquel entró el 27 de enero. Fue reconocido como jefe superior el día siguiente, y hecho ya cargo del ejército le dirigió una proclama en que, manifestando modestamente la inutilidad de sus servicios, cuando se hallaba dirigido por un bizarro capitán como el general Flores, concluyó así: «Colombianos: una paz honrosa o una victoria espléndida son necesarias a la dignidad nacional y al reposo de los pueblos del sur. La paz la hemos ofrecido al enemigo: la victoria está en vuestras lanzas y bayonetas.- Un triunfo más aumentará muy poco la celebridad de vuestras hazañas y el lustre de vuestro nombre; pero es preciso obtenerlo para no mancillar el brillo de vuestras armas.- Cien campos de batalla, tres repúblicas redimidas por vuestro valor en una carrera de triunfos del Orinoco al Potosí, os recuerdan en este momento vuestros deberes con la patria, con vuestras glorias y con Bolívar».

El mariscal Sucre debía al cielo la prenda singular que, desconocida por los más de los guerreros de hoy, nos traía a la memoria la grandeza y modestia de los modestos y grandes hombres, y movido de ella y conforme a las instrucciones de Bolívar para buscar la paz, se dirigió al capitán enemigo proponiéndole una fraternal reconciliación: el general Lamar recibió la propuesta con suma cortesía, y pidió que le presentase las bases del   —299→   convenio. Hallábase en nuestro campamento el coronel O'Leary, quien, como sabemos, tenía plenos poderes para arreglar la paz, y por tanto se las envió al momento.

Estas bases, fechadas en Oña el 3 de febrero, se limitaron a que las tropas beligerantes se redujesen al pie de fuerza de los tiempos de paz: que se fijasen por una comisión los límites de las dos repúblicas con arreglo a la división política y civil que tuvieron los virreinatos del Nuevo Reino de Granada y Perú, cuando la revolución de Quito en 1809: que la misma u otra comisión liquidase la deuda del Perú a Colombia, procedente de los auxilios que esta prestara para la guerra de la independencia: que el primero diese un número de soldados igual a las bajas que había recibido el ejército auxiliar de la segunda, y una indemnización pecuniaria para el pago de sus transportes: que el gobierno del Perú diese satisfacciones al de Colombia para la expulsión de su agente público verificada en Lima; y este al otro explicaciones satisfactorias por no haber admitido al plenipotenciario Villa: que ninguna de las dos repúblicas interviniese en la forma de gobierno ni negocios domésticos respectivos, ni se ingiriese en los de Bolivia: que la observancia de este artículo como todas las diferencias se arreglasen de un modo claro en el convenio definitivo: que para las seguridades de este se solicitase del gobierno de L. M. Británica o del de los Estados Unidos, que afianzasen su cumplimiento: que aceptadas las bases, el ejército peruano desocupase el territorio de Colombia para proceder al tratado de paz; y que las partes contratantes se comprometiesen a mirarlas como forzosas para el tratado definitivo.

El presidente Lamar, fundándose en que más bien parecían condiciones puestas en el campo del triunfo a un pueblo vencido, que proposiciones hechas a un ejército que tenía todas las probabilidades de la victoria, puesto que eran injustas y degradantes para el Perú, las desechó con arrogancia. Al devolverlas, propuso, por su parte, el reemplazo de cuantos hombres había sacado Bolívar del Perú después de la batalla de Ayacucho por las bajas   —300→   del ejército auxiliar, o por tal falta, una indemnización pecuniaria: que Colombia pagase los gastos en la guerra: que el departamento de Guayaquil volviese al estado que tenía en 1822, antes de incorporarse a Colombia: que una comisión liquidase las cuentas y fijase los límites de las dos repúblicas; y que el gobierno de los Estados Unidos fuese el árbitro para los arreglos, debiendo ser de la cuenta de Colombia la obligación de solicitar y recabar el consentimiento.

No era posible que tan encontradas pretensiones dieran con el justo medio que fuera conveniente para la transacción, y más cuando las proposiciones de Lamar venían después de profanado el suelo colombiano. Sin entrar Sucre en el examen de lo que contenía la minuta de tales bases, y fundándose en que esta no hablaba de quien estaba a la cabeza del gobierno de Colombia sino como de un simple general, la devolvió a su vez; pero insistiendo en que se nombrasen comisionados para que más fácilmente pudieran zanjar a la vez las dificultades con que tropieza al explicarse por escrito. El general Lamar convino con ello; mas, aunque designando al general Orbegozo, designó también al mismo señor Villa, rechazado en Bogotá; y este nombramiento no podía inspirar confianza, como lo observó el capitán colombiano. Con todo, Sucre nombró de comisionados al general Heres y a O'Leary, quienes conferenciaron con los del Perú en los días 11 y 12 de febrero en el puente de Saraguro, límite divisorio de los dos ejércitos. Las conferencias no dieron provecho ninguno; pues, como era de temerse, los contratantes se mantuvieron aferrados a sus intentos.

El ejército colombiano, durante el vaivén de los oficios que se cruzaron entre los generales Sucre y Lamar, se hallaba situado en Paquishapa. Por la tarde del 12, Sucre recibió dos partes: uno de que el enemigo se había movido por el flanco derecho con el fin de posesionarse del pueblecillo de Girón, no conservando de frente sino dos o tres cuerpos para ocultar aquel movimiento; y otro de que una columna de trescientos peruanos había entrado en Cuenca (en el trecho de Lamar) el día 10;   —301→   pero que el general González, defendiéndose con los enfermos del hospital militar, había alcanzado una honrosa capitulación. El primer aviso dejaba de claro en claro que el General Lamar quería aprovecharse de la inacción del ejército colombiano, para colocarse a espaldas de este y hacer más embarazosa su posición.

Como el segundo suceso era ya irreparable, el general Sucre se ocupó sólo en apercibirse contra el otro, y retrocediendo con el ejército, dispuso que se atacasen los puntos avanzados del enemigo, puesto que no podía esperarse ningún arreglo, y aun habían comenzado ya las hostilidades.

El general Flores cometió esta empresa al general Luis Urdaneta, quien se puso en marcha a media noche del mismo 12 con la compañía de granaderos del Cauca, recientemente llegada de Guayaquil, y veinte hombres del Yahuachi. El puente de Saraguro estaba destruido casi del todo, y Urdaneta tuvo que pasar el río por distintos vados después de vencidas las avanzadas peruanas. Replegaron estas a dos compañías que encontraron sobre una altura inmediata al río, y el coronel León, a la cabeza de los veinte soldados del Yahuachi, sin reparar en el número de enemigos, los atacó, envolvió y persiguió hasta Saraguro, donde paraban los cuerpos de los de la retaguardia peruana. En el punto en que León hizo alto, se le unió el comandante Camacaro con un piquete de caballería, y el general Urdaneta ordenó que continuasen juntos para ese pueblo. Hallábanse allí los batallones peruanos Primero de Ayacucho y Número 8.º, grueso de mil trescientos hombres; y Urdaneta, creyendo sin duda que sólo acometía a las dos compañías que las llevaba ya de calle, cargó al amanecer del 13 contra aquellos cuerpos. Resistieron algunos instantes; mas sus oficiales, creyendo también seguramente que eran atacados por mayores fuerzas, abandonaron sus puestos, y muy luego los soldados siguieron el mal ejemplo. La oscuridad de la mañana impidió que fuese activa la persecución; pero se tomó casi todo el parque, se incendiaron los almacenes de víveres, y, sobre todo, los vencedores   —302→   quedaron engreídos de haber puesto en fuga, con tan pocos soldados, a mil trescientos enemigos. El coronel Luque, destacado después con doscientos soldados del Rifles, quemó lo restante de los despojos peruanos, destruyó dos piezas de artillería, inutilizó cien cargas de municiones, tomó algunos prisioneros y doscientas mulas, y completó la dispersión de dichos cuerpos, que fueron a parar entre Loja y Papaya. Por desgracia, el triunfo fue manchado con el incendio de Saraguro que dispuso el general Urdaneta, a pretexto de haber favorecido a los enemigos.

Púdose atacar el grueso del ejército enemigo por las espaldas, pero era necesario atravesar el río Girán y meterse en las malsanas tierras de Yunguilla, y Sucre prefirió retroceder hasta Nabón, de donde, separándose del camino ordinario de Jima, fue por los desfiladeros del nudo del Portete a situarse en el pueblo de Girón, que era el punto hábil de las aspiraciones de Lamar. Burlados con tan hábil movimiento los deseos del general Lamar, se contentó este con acamparse en San Fernando, asentado al frente occidental de aquella aldea.

Vencidos algunos días en esos continuos y cautelosos movimientos que emprenden dos ejércitos en acecho de buena ocasión para embestir con ventaja, el mariscal Sucre llegó a situar tres batallones y un escuadrón en lo que llamamos Portete de Tarqui, al amanecer del viernes 27, después de haber andado toda la noche desde Narancay. Hizo alto en este punto, por aguardar a que se le incorporase la segunda división del ejército que había quedado bien atrás, y en este tiempo precisamente se oyeron los primeros tiros del enemigo contra el escuadrón Cedeño, que estaba a la vanguardia.

El Portete, uno de esos nudos que de trecho enlazan por el centro las dos cordilleras de los Andes ecuatorianos, cruza de oriente a occidente, separando con su elevación los ríos que forman el venaje del Paute, que va para el Atlántico, de los que componen el del Jubones que se encamina hacia el Pacífico. A las faldas septentrionales donde está nuestro ejército (S. O. de Cuenca),   —303→   se extiende la llanura de Tarqui, ancho y lindo ejido vestido de verde, y a las meridionales, donde paraba el enemigo, se ven tiernas escarpadas, selvas y colinas que favorecían su posición. El Portete, es, pues, una como puerta por donde el nudo abre paso a las tierras de occidente por Hornillos, y a las del sur por Girón y San Fernando, y ese es el punto de que se había posesionado el general Plaza, jefe de la división de la vanguardia enemiga. Tenía a su frente una quebrada bastante profunda, a la derecha breñas y despeñaderos, a la izquierda selvas tupidas, y a las espaldas el grueso y nervio del ejército. Casi no cabía dar con mejores resguardos, pues hasta otro de los desfiladeros de las inmediaciones era tan estrecho que sólo podía atravesárselo por contadero, por lo cual sin duda ni había pensado Plaza en defenderlo.

El escuadrón Cedeño, puesto a riesgo de ser aniquilado en aquella garganta por el incesante fuego de los enemigos, fue protegido por el batallón Rifles. La falta de claridad suficiente y los embarazos que presentaba el terreno obligaron a que este solo cuerpo sostuviese el combate por más de un cuarto de hora. El capitán Piedrahita, del batallón Quito, destacado horas antes con ciento cincuenta hombres sacados y escogidos de todos los cuerpos, para presentarlos a la vanguardia, se había extraviado en el camino, y asomado por la retaguardia del Rifles cuando ya se estaba combatiendo. Piedrahita rompe su fuego contra Rifles, y Rifles los suyos contra Piedrahita, destrozándose mutuamente nuestros soldados. Por fortuna, el engaño duró pocos instantes; se aclaró el día y se conocieron.

En seguida se dispuso que la compañía de cazadores del Yahuachi se moviese para nuestra izquierda, y el general Flores, con los de este cuerpo y el Caracas, avanza por las selvas del ala derecha. Reforzado así el Rifles con la compañía del Yahuachi, vence el paso de la quebrada y desconcierta a la carga la división del general Plaza. Preséntase el general Lamar con una gruesa columna y restablece el combate, y de seguida se presentan   —304→   igualmente por la colina dos cuerpos de la división del general Gamarra, y queda generalizada la batalla.

El general Flores, entre tanto, había logrado situar de frente el batallón Caracas, y a este tiempo se incorpora la segunda división colombiana que se esperaba. Reunidos Caracas, Yahuachi y Rifles, y dueños de las breñas los cazadores del segundo cuerpo, se precipitan simultáneamente sobre los enemigos al tiempo que se arroja con el mismo ímpetu el escuadrón Cedeño. No pudieron resistir al vigor de tan ruda carga, y a las siete de la mañana, Colombia, aunque con sentimiento, venga el ultraje de la invasión y añade un número más al largo padrón de sus victorias.

El campo estaba ya libre de enemigos, y todavía cuantos fugaron por el desfiladero de Girón fueron a encontrar su sepulcro en este punto. El coronel Alzuro que perseguía activamente por su lado a los fugitivos, fue a dar algo más lejos del campo de combate con el general Serdeña puesto a la cabeza de un cuerpo, y tuvo también la suerte de vencerle; como vencieron igualmente Guevara y Brown en otros puntos.

Satisfecho el vencedor con estos triunfos, envió un oficial de estado mayor en busca del general Lamar, que se había retirado a una llanura, a ofrecerle los medios de salvar las reliquias de su ejército, para que le fuera menos funesta su derrota. Lamar le contestó pidiendo la manifestación de las concesiones que se le ofrecían, y Sucre despachó al punto a Heres y O'Leary para que se las llevasen y ordenó que se suspendiese la persecución.

El enemigo tenía más de dos mil quinientos hombres entre muertos y heridos, prisioneros y dispersos. De los primeros estaban tendidos en el campo mil quinientos, y por despojos se tenía multitud de armas, banderas, cajas de guerra, equipos, etc.

El general Sucre, sin abusar del triunfo, instruyó a sus comisionados que presentasen por bases de negociación las mismas de Oña, propuestas antes de la batalla,   —305→   y todavía los comisionados peruanos contestaran que esas condiciones eran las que un ejército vencedor impondría a un pueblo vencido, y que no podían aceptarlas. Se acercaba ya la noche cuando Sucre recibió esta contestación y la devolvió en el mismo instante con el ultimatum de que, si no las aceptaban hasta el amanecer del día siguiente, no concedería ninguna tregua sin añadir a las bases de Oña la entrega del resto de sus armas y banderas, y el pago efectivo de todos los gastos de esta guerra.

Mientras viniera el resultado, dictó el decreto de honores y premios para los vencedores, y por el artículo 1.º dispuso que se levantase en el campo de batalla una columna de jaspe, de cuatro caras, destinadas las tres para inscribir los nombres de los cuerpos del ejército del sur, y los de los oficiales y soldados muertos. La cuarta cara, con vista al campo enemigo, debía llevar esta inscripción: «El ejército peruano, de ocho mil soldados, que invadió la tierra de sus libertadores, fue vencido por cuatro mil bravos de Colombia el 27 de febrero de 1829».

Casi no cabe creer que el cuerdo y modesto Sucre fuere el autor de semejante artículo, cuando no tenía por qué lastimar el orgullo del ejército vencido que se portó en la batalla con toda bizarría, ni necesidad de realzar la bravura del colombiano ya de más a más afamado en el mundo culto. Pero así va la cordura del hombre siempre expuesta a desquiciarse por el arranque de las pasiones del momento, y ese decreto, brote del entusiasmo producido por la victoria, germinó largos disgustos y las penalidades de una segunda campaña como ya veremos.

A las cinco de la madrugada del 28 se presentó en el campamento del mariscal de Ayacucho, un coronel peruano, solicitando, a nombre del general Lamar, la suspensión de toda hostilidad, y que el mismo Sucre designase las personas de su confianza que, por parte de aquel, debían nombrarse de comisionados. Sucre contestó que todos los jefes peruanos le eran iguales; pero que deseaba fuese uno de ellos el general Gamarra, su antiguo   —306→   compañero de armas. En consecuencia, a las diez del mismo día se reunieron al frente de Girón el general Flores y el coronel O'Leary, comisionados por Sucre, y los generales Gamarra y Orbegozo por el presidente Lamar.

Los tratados se celebraron y firmaron con arreglo a las mismas bases propuestas antes por el general Sucre, sin otras adiciones que las de que el Perú devolvería la plaza de Guayaquil, su marina y más elementos entregados en depósito; igual devolución de la corbeta Pichincha; el pago de ciento cincuenta mil pesos para cubrir las deudas que hubiesen contraído los departamentos de Guayaquil y Azuay, y en retribución de los daños particulares; la desocupación del territorio colombiano que debía verificarse dentro de veinte días por la vía de Loja; y el compromiso de que serían amnistiados los colombianos en el Perú, y los peruanos en Colombia por sus opiniones a causa de esta guerra.

La pérdida del ejército colombiano apenas subió a ciento cincuenta y cuatro muertos, contándose entre estos los comandantes Camacaro, Nadal y Villarino, y los heridos a doscientos seis, con inclusión de ocho oficiales. En virtud de las facultades con que el director de la guerra estaba investido, ascendió a Flores en el mismo campo de batalla, a general de división, como el capitán más señalado entre otros que se afamaron en la jornada de Tarqui50; y a O'Leary a general de brigada. El   —307→   mariscal Sucre, terminada la campaña, se volvió para Quito, acaso más contento de continuar con el reposo de la vida privada que del esplendor de su triunfo.

Las hojas del folleto titulado Campaña de treinta días son bien dignas de compaginarse con las de la campaña de Ayacucho.





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ArribaAbajoCapítulo X

Comisión del congreso para el general Páez.- Conferencias con los comisionados de Venezuela.- Constitución de 1830.- Elección de presidentes y vicepresidentes de la república.- Acta de separación del Ecuador.- Se convoca el congreso constituyente del Ecuador.- Insurrecciones militares en el centro.- Sucesos de Venezuela.- Urdaneta a la cabeza del gobierno de Colombia.- Bolívar en Cartagena.- Asesinato de Sucre.- Muerte de Bolívar.



IV

Y hemos dicho la última página de Colombia porque hasta esa corta esperanza que había quedado para conservar su nombre con la asociación del centro y sur, vino a desaparecer también por los mismos días. Como si el Ecuador se hubiera contenido sólo por un acatamiento al   —310→   congreso constituyente, y como si, por una comunicación telegráfica de las que ahora se han inventado, hubiere recibido la noticia de que cerrara sus sesiones el día 11; se levantó el 12 y siguió los pasos de Venezuela. El doctor Ramón Miño, que hacía de procurador general en Quito, elevó en esta fecha al prefecto del departamento una representación, exponiendo llanamente que, pues la mayor parte de los departamentos había manifestado la disolución del convenio con Colombia, y pues aun el poder ejecutivo había solicitado que el congreso declarase extinguida la existencia de la nación con un gobierno central; debía el Ecuador, en uso de sus derechos, proceder también a la organización de un gobierno separado, para lo cual, y con el fin de no alterar la tranquilidad pública, pedía se convocase a los padres de familia, a que expusiesen franca y libremente sus opiniones acerca del modo y forma con que quisieran constituirse.

Hacía entonces de prefecto el general José María. Sáenz, uno de los jefes más adictos al Libertador, y no quiso acceder a semejante representación, mientras no fuere reiterada por los miembros de la municipalidad. Tan apurados anduvieron los que componían este cuerpo en dar su consentimiento, que dentro de muy pocas horas pasaron al prefecto el respectivo oficio insistiendo en la solicitud del procurador.

En seguida trasmitió el general Sáenz esta comunicación al general Flores, entonces prefecto general del distrito del sur, y Flores que se hallaba en una hacienda de las de Pomasqui (a tres leguas de Quito), contestó en la misma fecha accediendo a la petición de los municipales; por manera que a juzgarse por este vaivén del día 12, es de persuadirse que lo ocurrido como parto de improvisación, fue obra de algún arreglo bien discutido y reflexionado desde muchos días antes. A pesar de la gravedad del asunta, viose todo muy hacedero, y lo fue en efecto; pues, el 13, muy temprano, se reunieron en el salón de la Universidad, unas cuantos de lo más granado de la ciudad, y así sin ninguna discusión, cuanto más con dificultades que vencer, declararon: primero, que constituían   —311→   el Ecuador como Estado libre e independiente; segundo, que, mientras se reuniese el congreso constituyente del sur, encargaban el mando supremo, civil y militar al general Juan José Flores; tercero, que se autorizaba a este para que nombrase los empleados públicos y ordenase cuanto fuere necesario para el mejor régimen del estado; cuarto, que quince días después de recibidas las actas de los demás pueblos que debían componer el Estado, convocase un congreso constituyente, conforme al reglamento de elecciones que tuviera a bien dictar; quinto, que si hasta dentro de cuatro meses no pudiere reunirse este congreso, el pueblo se congregaría de nuevo para deliberar su suerte: sexto, que el Ecuador reconocería en todos tiempos los eminentes servicios prestados por el Libertador a la causa de la independencia americana; y séptimo, que estas declaraciones se pasasen al jefe supremo, para que las trasmitiera a los otros departamentos del sur por medio de diputaciones.

La sesión fue, como hemos dicho, tranquila y ordenada, no habiéndose detenido en otro punto que en la fijación de las bases que el procurador Miño quiso se pusiesen a todo trance como reglas a que debía sujetarse el jefe supremo, mientras se organizara el gobierno de un modo constitucional.

El general Flores, que es quien, por la cuenta, había preparado con destreza las peticiones y resultados, se limitó mañosamente a comunicarlos al gobierno de Colombia, protestando sí, según había podido traslucir (son sus palabras) que los habitantes del Ecuador deseaban conservar el glorioso nombre de Colombia, y mantener con los demás sus leales y francas relaciones, por medio de la federación que deseaba establecer con los Estados del centro y norte.

Guayaquil, por el acta que celebró el 19 del mismo, se puso de todo en todo de acuerdo con lo arreglado en Quito, y sucesivamente en Cuenca, por acta del 20, y las demás ciudades y pueblos de los tres departamentos se encarrilaron por el mismo orden. Aunque parece que al principio no fue muy general el entusiasmo con que se   —312→   recibió la separación del gobierno de Colombia, posteriormente, y mucho más cuando se supo que Bolívar se había retirado a la vida privada, se popularizó de un modo uniforme y cuasi completo. La constante dictadura de Bolívar, delegada, con más o menos restricciones, a los jefes superiores, a los comandantes generales, intendentes o prefectos, gobernadores, etc.; las facultades extraordinarias con que también casi constantemente se mantuvieron investidos el poder ejecutivo y las autoridades inferiores a quienes las trasmitía; los estorbos de todo género, procedentes de la inmensa distancia de la capital de Colombia; las muy pocas, por no decir ningunas, consideraciones que se había tenido por los departamentos del sur, las repetidas y enormes contribuciones impuestas por los congresos colombianos, por el gobierno, por Bolívar o por los jefes superiores; y, más que todo lo dicho, las aspiraciones y deseos de mandar, reduciendo para ello el teatro en que no habían podido darse a conocer ni hacer mucha figura que digamos; fueron motivos que los ecuatorianos adujeron, comentaron, amplificaron y hasta exageraron a las mil maravillas para aceptar con entusiasmo la separación del gobierno de Colombia. A juzgarse por el sentido de las actas, el Libertador había sido el único vínculo que tenía reservado el pensamiento de declarar soberano al Ecuador.

Conformada en todo el sur semejante separación, los actos oficiales del general Flores con el gobierno del centro fueron ya como los de la cabeza de un gobierno independiente; esto es, sirviéndose de un secretario general, destino que lo desempeñó el doctor Esteban Febres Cordero. El jefe supremo expidió luego con fecha 31 el decreto de convocatoria para la reunión del congreso constituyente, el cual debía congregarse en la ciudad de Riobamba el 10 de agosto, y de seguida el reglamentario de elecciones para la diputación.

El artículo 28 de este último decreto, y su inciso dicen: «Cada departamento tendrá siete diputados, cuyo nombramiento se distribuirá en esta forma: En el Ecuador, la provincia de Pichincha nombrará cuatro diputados,   —313→   la de Chimborazo dos, y la de Imbabura uno. En el de Guayaquil, la provincia de este nombre elegirá cuatro, y la de Manabí tres. En el de Azuay, la de Cuenca nombrará cuatro, y la de Loja tres». El inciso: «La provincia de Pasto y las demás que se incorporasen al Estado del sur deberán nombrar un diputado por cada una de ellas que reuna las calidades prevenidas, y sea natural o vecino de la provincia que lo nombrare».

Para comprender el sentido de la primera disposición, es preciso saber que los departamentos de Guayaquil y Azuay, al conformarse con el acta de separación hecha por el del Ecuador, lo verificaron con la condición de que ellos habían de gozar de la misma representación que este, sin miramiento ninguno a su mayor o menor número de habitantes. Para comprender la segunda, es de saberse que los hijos de Pasto, a consecuencia de la revolución de Venezuela, de las conmociones de Cúcuta y del Socorro, y de lo desasosegada que estaba la provincia del Cauca, se habían dirigido al prefecto general del sur en 27 de abril, esto es antes de la separación del Ecuador, pidiendo incorporarse al departamento de este nombre, ya que desde muy atrás se hallaban en lo judicial y militar, subordinados a su jurisdicción.

El jefe supremo, al participar este intento al gobierno de Colombia, se explicó diciendo que estaba resuelto «a sostener con el poder de la opinión y de las leyes la voluntad que han expresado (los habitantes de Pasto) y a combatir contra los esfuerzos que el espíritu de la pretensión pudiera tal vez intentar para contrariar la voluntad de un pueblo».

El general Flores, como se acaba de ver, obró de ligero en ambos casos. Por el primer artículo, aceptando un principio desconocido en el derecho constitucional, que apuró el azote del provincialismo, y un semillero de cargos, protestas y desconfianzas, entre los departamentos; y, por el segundo, provocando una guerra que muy luego vino a realizarse y terminar con resultados que no correspondieron a sus propósitos. Esto, fuera de haber sido   —314→   impolítica e injusta la provocación que hizo a las demás provincias que se incorporasen al Estado del sur.

En medio de la precipitación con que el Ecuador procedió a constituirse, el jefe supremo dirigió desde Guayaquil una comunicación, con fecha 30 de junio, al encargado del poder ejecutivo en el gobierno del centro, provocándole a una confederación entre el Ecuador, Nueva Granada y Venezuela, sin perjuicio de conservar la unidad de Colombia. El secretario General pasó otra, con el mismo fin, al de relaciones exteriores, y aun se nombraron dos comisionados para que partiesen, como en efecto partieron, a Bogotá y Caracas, con el objeto de ponerse de acuerdo con los gobiernos respectivos acerca del modo de llevar al cabo este proyecto. Cuando el general Antonio Morales, comisionado para el centro, llegó a Bogotá, estaba ya alterado el orden constitucional, y se hallaba a la cabeza del gobierno del general Rafael Urdaneta, quien eludió las proposiciones, arrimándose a la razón de que en asunto de tanta gravedad debía reservarse para que lo resolviera el Libertador, llamado de nuevo por el voto de muchos pueblos. Tampoco tuvo mejor éxito la comisión del general Antonio de la Guerra, enviado a Venezuela por esta sección de Colombia, como vamos a ver, tenía manifestado ya que no entraría en arreglo ninguno con las del centro y sur, mientras se conservase Bolívar en el territorio de la gran república.

Suspenderemos en este punto los sucesos del Ecuador, porque desde la reunión de su congreso constituyente ya no tendremos que tratar de las otras dos secciones, y pasemos a narrar las últimas ocurrencias de estas, cuando ya Colombia andaba en agonías.




V

Desde antes de saberse en el centro las novedades del sur, habían ocurrido otras de suma trascendencia en sus provincias. El batallón Boyacá, acantonado en Riohacha,   —315→   siguiendo el ejemplo de los de Maracaibo, que habían conformado sus opiniones con las de los otros pueblos de Venezuela, salió de la ciudad y se encaminó al departamento de Zulia a ponerse bajo la protección del general Páez. Algunas partidarios de Bolívar, descontentos con el rumbo que iban tomando los negocios del congreso constituyente de Venezuela, habían tratado, atrevidos, de disolverlo, y proclamar en mala hora la dictadura por medio de un motín o cosa semejante; por fortuna, la trama fue descubierta en tiempo, y merced a las oportunas disposiciones del gobierno había llegado a sofocarse. Un nuevo trastorno había ocurrido también en Bogotá un día antes del en que iba a salir el Libertador para Cartagena. El Batallón Granaderos y el escuadrón Húsares del Apure, compuestos ambos en la mayor parte de gente venezolana, prendieron a sus jefes y oficiales, manifestando la resolución de volverse para su patria, y exigieron, armados, se les satisficiera los crecidos sueldos que, de tiempos atrás les debía el gobierno. Por demás angustiosa era principalmente entonces la situación del Erario, y el gobierno, impotente para hacerse obedecer, tuvo, que entrar en arreglos con los sublevados. Los generales Portocarrero y Silva sirvieron de mediadores entre las autoridades y la tropa, la cual, contentándose con algunas promesas hechas por el gobierno, salió de Bogotá bajo las órdenes de aquellos capitanes. Los cuerpos se dirigieron a Pamplona, y allí se incorporaron a las fuerzas con que el general Mariño cubría las fronteras occidentales de Venezuela desde meses atrás.

Tampoco Venezuela se había mantenido tranquila desde su separación de Colombia, pues si hubo jefes y oficiales que abrazaron contentos la revolución que en ella se verificó, hubo también otros ardientemente decididos por Bolívar, y por la unidad y conservación de la gran república que iba ya a desaparecer. Y no sólo esto, sino, que, habiéndose ordenado por el Libertador el movimiento de algunas tropas hacia Pamplona, vínosele al general Paéz discurrir que se trataba de rendir a Venezuela por la fuerza; y en tal concepto, juzgando también de su   —316→   deber ponerse en armas y defenderla, acantonó por escalones algunos cuerpos, con el general Mariño a la cabeza de la vanguardia del ejército.

En medio de este aparato bélico fue cuando vino a verificarse la reunión del congreso constituyente de Venezuela, y fue en tales circunstancias cuando este cuerpo, suponiendo hallarse todavía reunido el de Colombia, le pasó una comunicación (28 de mayo) declarando que Venezuela estaba pronta a entrar en transacciones con Quito y Cundinamarca. En esta misma comunicación ¡quién había de pensarlo! se añadía que, siendo Bolívar el origen de todos los males sufridos por Venezuela, y temblando todavía de haber estado expuesta a ser por remate su patrimonio, protestaba que, mientras este permanezca en el territorio de Colombia, no podrían verificarse aquellas transacciones. Si es que la historia sirve de enseñanza para las generaciones futuras, la historia enseñará que los diputados José Osío, Luis Cabrera y Ángel Quintero, hombres desconocidos por sus servicios en la guerra de la independencia, fueron los que, en la sesión del 28 de mayo, pidieron y recabaron que el congreso dictase aquella declaratoria; y que los diputados Ramón Ayala y Juan Evangelista González, para empañar más su memoria, propusieron que se pusiera a Bolívar (al que ellos habían redimido) fuera de la ley, si llegaba a poner el pie en Curazao, y a cuantos otros se le unieran.

Y no era por primera vez que se oían esas palabras acres y candentes, sino repetición de otras acaso más agudas y atroces, vomitadas por la prensa de Venezuela y Nueva Granada. El Ecuador, por el contrario, interesándose adolorido en la suerte y fama de aquel varón insigne, y mostrándose reconocido porque a él debía su ser, veneración y amor, suplicando se sirviera elegir para su residencia esta tierra que le adoraba y admiraba por sus virtudes; y viniera a vivir en nuestros corazones, y a recibir los homenajes de gratitud y respeto que se debe al genio de la América, al Libertador de un mundo. El Congreso constituyente del Ecuador, rebosando de estos   —317→   mismos deseos expidió el decreto de 24 de setiembre proclamándole Padre de la Patria y protector del sur de Colombia, confirmando y ratificando en su favor los títulos conferidos por leyes colombianas anteriores, y ordenando se decorasen con su retrato las salas de justicia y de gobierno, y se tuviese el aniversario de su nacimiento como día de fiesta nacional.

El oficio del congreso de Venezuela, que lo recibió el presidente Mosquera, encargado ya del gobierno desde el 15 de junio, le llegó por desgracia en muy malas circunstancias; y en los conflictos de no tener un partido prudente que tomar, por que todos, a cual más parecían indiscretos, ni como atender únicamente a la voz de su magnánimo corazón, adoptó el siempre temerario de transcribírsele al Libertador que moraba en Cartagena pobre y sin salud. Es fama que se adoptó esta medida por la voluntad e influencia de los ministros del señor Mosquera, desde buen atrás enemigos políticos de Bolívar, y principalmente por la del doctor Vicente Azuero, a cuyo cargo estaban los ramos de lo interior y justicia.

Y no digamos que los movimientos ocurridos en Riohacha, donde se alzaron algunos de sus vecinos y los militares proclamando la jefatura suprema del Libertador y la integridad de Colombia, justifican aquella temeridad; porque ni se temía tal alzamiento, ni fue por tal causa que los diputados de Venezuela incurrieron en tan insólita ingratitud, ni el suceso fue tampoco de gran importancia para que demandase medida tan impía. Tan cierto es lo dicho que, pocos días después, el general José Tadeo Monagas, comisionado por el general Páez para entenderse con los rebeldes se arregló con ellos del modo más pronto y fácil, y quedó restablecida la tranquilidad de todo ese territorio.

Por otro género de dudas y desconfianzas azarosas tuvo también que pasar Venezuela con motivo de la incorporación que hicieron en Cúcuta algunos batallones a las fuerzas del general Mariño; pues era lengua que varios de sus jefes y muchos oficiales se hallaban inclinados,   —318→   si no ya decididos, a resucitar la dictadura. Pero la llegada del Granaderos y de los Húsares del Apure, y la certeza de que el Libertador había dejado definitivamente el mando de la república, los redujo a la necesidad de conformarse y entrar en Venezuela, donde fueron desarmados unos, y refundidos otros en distintos cuerpos.

Consecuente el gobierno con lo que había decretado el congreso colombiano, envió un comisionado para Venezuela a que ofreciese a sus pueblos la constitución que acababa de dictarse y publicarse. El comisionado fue bien recibido y atendido, pero los gobernantes no quisieron admitirla; antes al contrario, declararon que la separación de su territorio era irrevocable, y estaban prontos a entrar en arreglos federales con las otras dos grandes secciones colombianas, tan luego como estas quedasen organizadas y como el general Bolívar desocupase el territorio.

Venezuela, pues, quedó definitivamente constituida cuando el congreso cerró sus sesiones el 14 de octubre, y en este día se desanudaron nuestros vínculos de familia social con esa hermosa porción de Colombia, semillero de tantos héroes y cuna de muchos hombres, cuenta aun por otros varios respectos. Venezuela hizo entonces cuanto pudo por constituirse con el mayor acierto posible en sus circunstancias, y por mejorar su estado político. Venció con firmeza las dificultades que oponía la desenfrenada soldadesca, dispuesta a continuar con su vida licenciosa y nombró presidente del Estado al general José Antonio Páez.




VI

El gobierno del centro, andando como a ciegas en punto al rumbo que le convenía seguir, se hallaba zozobrante, pues sentía a su derredor tal efervescencia que no estaba seguro de poder subsistir. Solícito por conservar   —319→   la tranquilidad de los pueblos que le habían prestado obediencia, se esmeraba por afianzar su condición, mas, por desgracia, tenía que obrar y obraba bajo la influencia de las pasiones más exaltadas, sin que le fuera dable reprimirlas.

El partido liberal que, con la elección del señor Mosquera, creía haber triunfado de los Bolivaristas, creía también, acaso de buena fe, que sus enemigos, con inclusión de Bolívar, valiéndose de las tropas acantonadas en la capital, intentaban fraguar una conspiración para subvertir el orden de entonces y resucitar el antiguo, y se agitaba por impedir la realización de un proyecto que en realidad no había. Este partido que, apreciando la revolución y separación de Venezuela, había, por consecuencia, apreciado la disociación de Colombia, había también festejado a sus anchas el nombramiento de los dos primeros magistrados, y añadido a los repiques de campana, música y vivas de costumbre, otros vivas al general Santander, al señor Soto y, en fin, a los más de los perseguidos y castigados por la conjuración del 25 de setiembre. Estos desacordados procedimientos habían naturalmente inquietado a los Bolivaristas, los cuales, a su vez, temieron que los otros pensaban castigar su fidelidad al Libertador y los deseos de sostener la integridad de Colombia. Obra de tal estado de desconfianzas fue el movimiento d e los cuerpos Granaderos y Húsares de Apure de que antes hablamos, y obra de ese mismo estado el que después, a la entrada de los setecientos hombres del batallón Boyacá, compuesto únicamente de oficiales y soldados granadinos, se los recibiese con los mismos vivas, y más cuando también venían incorporados varios de los conspiradores de setiembre.

Pocos días después entró el batallón Callao, grueso apenas de doscientas cincuenta plazas, y compuesto sólo de gente venezolana; y los partidos, ya desde antes muy enconados, llegaron a exaltarse más y más, por las atenciones y miramientos habidos con el Boyacá, y reservas y frialdad con el Callao. El señor Mosquera, apurado por la bandería liberal que, en sus deseos de vengar las consecuencias   —320→   del atentado contra la vida de Bolívar, quería deshacerse estrepitosamente de los Bolivaristas, procuraba calmar a los unos, proteger a los otros, buscar la paz y seguridad para todos, y sin embargo nada obtuvo; y acongojado y aburrido en su impotencia se enfermó y tuvo que salir al campo en busca de salud. El señor Caicedo, que se encargó del poder ejecutivo, tan discreto como el señor Mosquera, empleó los mismos medios suaves para dar con la apetecida tranquilidad, y, con todo, la efervescencia continuó con igual, si no mayor, pujanza. Ocurriósele en tales conflictos el arbitrio de ordenar que el batallón Callao saliese de Bogotá y fuese de guarnición a Tunja; y su jefe, el coronel Florencio Jiménez, uno de los más valientes y atléticos de Colombia, hombre sencillo y moderado, pero de cortos alcances, y tan ignorante que apenas sabía medio leer y escribir, obedeció, como militar de orden, y se puso en camino para su destino. Llegado a Gachancipá, distante cosa de diez leguas de la capital, se le presentaron algunos vecinos de las inmediaciones y pusieron en sus manos una representación en que le pedían suspendiese la marcha del cuerpo o pasase sobre sus cadáveres. Jiménez, incapaz de deliberar por sí, y observando lo alborotado que andaban los pueblos de la Sabana, dirigió al punto un oficio al gobierno exponiéndole lo ocurrido y observado, sin cambiar por esto la resolución de seguir su marcha. Como los vecinos de Gachancipá tenían interés en suspenderla, se anduvieron en rodeos para no proporcionar bagajes, y mientras venían o no venían, los milicianos de la sabana, decididos por el antiguo orden de gobierno, tomaron a un oficial, conductor de un oficio procedente del Estado mayor general para el comandante de armas de Tunja, por el cual se le prevenía que, caso de haber motivo para desconfiar del batallón Callao lo disolviese. Este oficio levantó la grita de los alborotadores hasta el cielo, y aun el manso Jiménez, conceptuándose víctima, no del gobierno, sino del partido bajo cuya presión obraba, se resolvió a suspender la marcha y a terciar con los rebeldes. En consecuencia, quedaron incorporados a sus filas unos como trescientos hombres que, con sus armas   —321→   y respectivos jefes y oficiales, se le habían presentado.

Dos compañías del batallón Boyacá que el gobierno había destacado a Cipaquirá, fueron vencidas por otras dos del Callao en la Peña del Águila, y desde entonces ya se miró como imposible todo arreglo entre tan enconados partidos. Con todo, el vicepresidente despachó al general Ortega a que se entendiese con los sublevados y viese lo que deseaban, y esto a pesar de la repugnancia y alborotos del partido liberal, a cuyo juicio no cabían transacciones de ningún género.

El general Ortega encontró en Chía al coronel Jiménez, el cual, después de manifestarle lo imprescindible que le había sido acoger el pronunciamiento de los pueblos, y el pesar de haber ofendido a los dos primeros magistrados, por quienes guardaba sumo respeto; concluyó por decirle que sólo deseaba el cambio de los ministros de Estado, debiendo llamarse en su lugar a otros que prestasen garantías a entrambos partidos, pues la amnistía ofrecida por el gobierno sería ineficaz, y por lo mismo inaceptable.

Los ministros al traslucir la solicitud de los disidentes, elevaron, como lo demandaba la delicadeza, las renuncias de sus destinos, y se asegura, que el vicepresidente, movido del interés de cortar males que podían llegar a ser mayores, estaba inclinado a admitirlas. Por desgracia, una junta de exaltados liberales, en la cual se trató de no obedecerle si admitía la proposición de los rebeldes, le resolvió a negarse a la admisión. Por suma petulancia cabía en efecto conceptuar la pretensión de los facciosos, y cumplía al decoro del gobierno rechazarla sin examen; mas, atentas las circunstancias, también cumplía a los ministros insistir en sus renuncias.

Los rebeldes, entre tanto, aumentaron sus filas con el escuadrón de milicias de Fontibón y con otras milicias de las correspondientes al departamento de Cundinamarca, porque la facción de día en día iba extendiéndose a más y más. El gobierno, por su parte, pensó también   —322→   hacerse de más fuerzas y con tal intento pidió auxilios a Tunja, Socorro y Casanare. El general Moreno, jefe de las tropas de Casanare, no pudo moverse por falta de medios, y sucedió además que los coroneles Mares y Reyes, después de la salida de los 650 milicianos de Tunja, se sublevaron en esta ciudad, proclamando al Libertador generalísimo de los ejércitos, y luego les siguieron otros y otros pueblos de Bogotá. Las fuerzas del Socorro se sublevaron, asimismo, con el escuadrón 2.º de Húsares y las milicias que había reunido el general Antonio Obando, y pusieron los insurrectos a su cabeza al general Justo Briceño.

El coronel Jiménez, cuya defección era más bien obra de flaqueza que no de voluntad propia, se dejó muy pronto dominar y arrastrar por la de los jefes, oficiales y más Bolivaristas, que se le habían unido, tan exaltados como sus enemigos, y asomó a la cabeza de los rebeldes en el ejido de Bogotá en la alborada del día 15 de agosto. La inquietud en que entraron sus moradores fue tamaña; pero entusiastas y briosos como eran para no dejarse combatir por la facción, corrieron a las armas y se prepararon para la defensa. El gobierno, en sus conflictos, ocurrió al medio de enviar dos comisionados para que ofreciesen amnistía a los disidentes o se entendiesen con ellos; comisionados que, en resumen, sólo obtuvieron una como exposición dirigida al vicepresidente acerca de las causas que motivaron la insurrección del Callao y pueblos de la Sabana, y en que pedían, entre otras cosas, el cambio de los ministros, con excepción del señor Borrero, quien podía continuar en su despacho; el aumento de las plazas del dicho cuerpo hasta igualarlo con los que había en Bogotá; el olvido de lo pasado; la orden de que los conspiradores de setiembre no pudiesen residir en la ciudad ni obtener mando ninguno; y que se instase al general Rafael Urdaneta para que se encargase del ministerio de la guerra. En tal exposición volvieron a hablar de su temor en obligar al gobierno a dar pasos humillantes, cuando deseaban respetarle y obedecerle al estar libre de la opresión ministerial, mas, añadieron atrevidos,   —323→   que pasada la hora que fijaban para el cumplimiento de lo propuesto, no serían los exponentes responsables de la sangre que se derramase. El gobierno les envió otros comisionados, y parece que entre ellos y Jiménez se convinieron en que este retiraría sus fuerzas a seis leguas distantes de la ciudad, y que el gobierno daría orden de suspender la marcha de las tropas que había llamado en su auxilio. Jiménez, en efecto, se volvió para Fontibón; mas, como en seguida supo que se habían destacado doscientos veteranos para proteger la entrada de las milicias de Tunja, también se volvió a venir, y escribió al presidente (había vuelto ya del campo) manifestándole la opresión en que se hallaba el gobierno y el quebrantamiento del convenio, y suplicándole pasase a su campamento a disponer de las fuerzas, con la persuasión de que no pretendían sino la libertad del mismo gobierno y la seguridad para todos, con inclusión de la de sus propios enemigos.

En efecto, el presidente pasó al campo enemigo y se vio con Jiménez en la hacienda Techo, donde los conmilitones de este le entregaron un escrito que contenía, entre otras de menor importancia, estas proposiciones: que el batallón Boyacá saliese para el Cauca, el Callao para Guaduas, y el Cazadores de Bogotá para Tunja; y que el gobierno, olvidando lo pasado, les asegurase la vida, propiedades y destinos de cuantos andaban empeñados en tal orden de cosas, sin exceptuar ninguna clase, condición ni estado.

El presidente sometió las proposiciones al consejo de Estado, y a pesar de la recomendación con que lo hizo; añadiendo que, por medio del general Urdaneta, en quien los rebeldes tenían suma confianza, aceptarían la amplia amnistía que debía ofrecérseles, fueron rechazadas. Acordó, eso sí, que se diese un decreto de amnistía, y el ministro Azuero, a quien correspondía autorizarlo, se negó también a esto. Instado de nuevo, se convino al fin en redactarlo, pero lo redactó de tal manera que, lejos de poder servir para el arreglo y tranquilidad que se buscaba, debió forzosamente dar contrarios resultados, pues   —324→   todos los considerandos, a cual más eran ultrajantes para los descarriados.

El general Urdaneta, cuya decisión por el Libertador se enfriara algún tanto con motivo de la disconformidad de opiniones en punto al nombramiento del presidente de Colombia, había sido acogido desde entonces por los del bando liberal con agasajos, y hasta perdonado de sus ingerencias en el castigo de los conspiradores contra la vida de Bolívar, y Urdaneta, en consecuencia, llegado a ser persona en quien confiaban ambos partidos. Moraba este general en una hacienda suya, y cuando supo la insurrección del Callao escribió al gobierno ofreciendo, sus servicios, y el gobierno los aceptó de buena voluntad. Como eran sinceros los ofrecimientos, se puso en camino para la capital; mas sucedió que en el camino se encontrase con el coronel Jiménez que se había acercado a Bogotá para impedir la entrada de las tropas de Tunja y con tal motivo se fue con este para Fontibón, de donde ofició al Ministro Azuero y escribió al señor Mosquera pidiéndole las instrucciones correspondientes para entablar los apetecidos arreglos. La reunión del general Urdaneta con Jiménez hizo creer a los ministeriales que eran traidores esos ofrecimientos, y se echaron ¡mueras! «contra el asesino de los mártires de la libertad, de los ínclitos patriotas del 25 de setiembre», y se pusieron letreros en las paredes, pidiendo la cabeza del general Urdaneta, de todo lo cual fue menudamente informado.

Las instrucciones que este general recibió consistieron en el decreto que antes tratamos, y no viendo en él sino los ultrajes hechos a esos mismos a quienes iba a reconciliar con el gobierno, se enfadó y temió, como era muy natural, que se pensaba en perderle a él mismo, juntamente con los rebeldes. Esto, y el haber recibido también por añadidura el desdén de que podía retirarse, le resolvió a entregar el pliego a Jiménez, y desde tal ocurrencia, y no antes, vino a complicarse en la revolución. El enfado que la lectura del decreto causó en el coronel Jiménez y cuantos le acompañaban subió de punto.

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Así, pues, si hubo culpa, y muy tamaña de parte de los pueblos de la Sabana, si la hubo de parte de Jiménez, de los demás jefes que segundaron su defección, y de Urdaneta mismo por haber puesto en mano de los facciosos el malhadado decreto, producción enconada del partido sediciente liberal; húbola mayor, dicha sea la verdad, de parte de los de esta bandería en violentar las inclinaciones pacíficas del presidente y vicepresidente, los cuales, contentando a los rebeldes con alguna concesión honesta, habrían mantenido el decoro del gobierno, y salvado al fin a Nueva Granada de tantísimos quebrantos. Los ministros Azuero y Rieux, los más exaltados de entre ellos, y de quienes desconfiaban también más los disidentes, debieron empeñarse, rogar y hasta importunar para que fueran admitidas sus renuncias, y sin otro sacrificio hecho a la vanidad de su bandería, se habrían dado los facciosos a partido.

Una vez resuelto Urdaneta a terciar con la facción, ya no tenía por qué retroceder: dio las respectivas instrucciones a Jiménez, indicándole que se situase en el Santuario, naturalmente defendido por las ciénegas que lo circuyen, y se volvió a su hacienda para regularizar y dirigir los pronunciamientos de Socorro y Tunja.

En medio de tanta inquietud, creciente de hora en hora, todavía pensaba el señor Mosquera que podía haber algún avenimiento, y se andaba dando cuerda a la cuerda para no expedir la orden de cargar contra los rebeldes. No pudo al fin resistir más a la vocinglería de los exaltados, y el 27 de agosto el coronel Pedro Antonio García, a quien se le confió el mando en jefe, puesto a la cabeza de unos como mil hombres, entre infantes y artilleros y gente de caballería, salió tras Jiménez, que, con cosa de seiscientas plazas y bien asentado tras los parapetos levantados en Santuario, le recibió con fuego muy nutrido, siendo García mismo una de las primeras víctimas que cayeron. Desconciértanse sus tropas con el incesante fuego que sufren en el angosto atolladero en que se hallaban metidas, y Jiménez aprovechándose de ese desconcierto, sale con los suyos de los parapetos, las   —326→   carga y vuelve a cargar, porque son rechazados hasta por tres veces, y queda dueño del campo y de la victoria. Perecieron de los vencidos obra de 225 hombres, y cayeron prisioneros algo más de 500.

La victoria dio a los vencedores la posesión de la ciudad, previa una capitulación a que la necesidad por ella impuesta obligó al presidente a ratificarla, para evitar así, a lo menos los desafueros que habrían cometido, no las tropas de línea, sino las milicias y esa turba de gente gregaria que nunca deja de entrometerse en las guerras civiles. Por uno de los artículos de la capitulación impusieron los vencedores la condición de que habían de salir desterrados para Cartagena los señores Marques, Matilla, dos Arrublas, dos Azueros, dos Montoyas, Vargas Gaitán y Barriga; bien que no salió ninguno a consecuencia de un brote de generosidad con que días después procedió el general Briceño.

A pesar de que el presidente ya no quería ejercer acto ninguno como tal, urgido de nuevo en que continuase en su puesto arregló otro ministerio nombrando a los señores Gual, Gutiérrez, Moreno, Caro y general Urdaneta, el cual se había presentado en la ciudad el día 30. El 2 de setiembre se reunió el pueblo en cabildo abierto, y resolvió, desconociendo ya el gobierno legítimo, que se llamase al Libertador para que se hiciera cargo de los destinos de Colombia y, mientras viniese, se encargara el general Urdaneta del mando supremo. Este llamamiento a Bolívar, que había sonado por primera vez en las proclamaciones de Socorro y Tunja, sedujo luego a Jiménez y compañeros, y vino al cabo a tener eco en la capital, a pesar de que Urdaneta se opuso a él desde muy antes; por manera que ni este, cuanto más el Libertador, tuvieron parte ninguna en semejante novedad.

El general Briceño, uno de los más violentos del bando vencedor, y activo como pocos, influyó en el coronel Jiménez para que suscribiese, en junta de él, un oficio dirigido al presidente en que le preguntaba: 1.º Si el gobierno estaba dispuesto a seguir el rumbo que habían   —327→   tomado los vencedores, la opinión pública y la voz de las provincias que llamaran al Libertador; 2.º Si para contentar a los pueblos se decidía el gobierno a llamarle, enviando al puesto una comisión; y 3.º Si se le recibiría con el título que quisieran darle los pueblos. Tan altanero cuanto inesperado oficio no merecía ni ponerse en discusión: la virtud y dignidad del primer magistrado demandaban pronta y clara resolución; y el señor Mosquero, previo acuerdo del consejo de Estado, contestó por medio de su ministro que cesaba en el ejercicio de su autoridad, y dejaba francas las puertas del palacio presidencial, como realmente lo desocupó en la tarde del 4 de setiembre. Un nuevo acuerdo municipal ratificó el acta del 2, y quedó así consumada una revolución en que no se había pensado, y que sin embargo se realizó por la exaltación de unos pocos hombres, y por las malas circunstancias que vinieron a apurarla más.

El general Urdaneta, en cuya moderación, tino e influencia en los vencedores, vinieron a confiar de nuevo los vencidos, despachó muy luego de comisionados a los señores Vicente Piñeres y Julián Santamaría a que fuesen a verse con Bolívar, y noticiarle el cambio que acaba de efectuarse y su llamamiento.

Bolívar, como antes indicamos, había tocado en Cartagena con el sincero y firme propósito de trasladarse a Europa. Al principio, la falta de un pasaporte que el gobierno se había descuidado en dárselo; luego, el haber tenido que esperar la vuelta de la fragata de guerra Shanon, salida para la Guaira; de seguida, sus graves achaques y, en fin, lo que pareciendo increíble era sin embargo lo más cierto, su pobreza; le obligaron a diferir día a día aquel viaje con cuya realización iba a dejar a sus enemigos con la hiel de la vergüenza y el arrepentimiento. Además, sus amigos sinceros y decididos, temiendo exponer la vida del gran hombre, si le dejaban partir en el mal estado de salud en que le veían, le rogaron y apremiaron que no la jugase tan sin urgente motivo en la navegación y lejos de la patria, protestando que le acompañarían luego como la restableciese de un   —328→   modo formal. Bolívar, hombre de alma apasionada y ardiente, más sensible a los afectos de la amistad y más pagado en sus demostraciones, que ofendido por el odio y enconos de sus enemigos, no se aferró mucho en salir al punto de Colombia, y esperó, como dijimos, la vuelta de la Shanon para embarcarse en ella.

Entre tanto, las noticias de los acontecimientos de Bogotá iban llegando sucesivamente a Cartagena, y los Bolivaristas, aprovechándose de ellos, empeñaron al comandante general del departamento a que convocase una junta militar. Reuniose el 2 de setiembre y resolvió la junta, como había pedido Jiménez, que se solicitase el cambio de los ministros de Estado, y se llamase a Bolívar a la cabeza del gobierno. El prefecto convocó otra junta para el día siguiente y, reunidos los vecinos de la ciudad, se conformaron en el todo con lo resuelto por la militar.

Ocupose en seguida el comandante general en acantonar por escalones a un escuadrón y cuatro batallones desde Mompos a Ocaña, con el fin de darse la mano con los emisarios y encargados de generalizar la revolución en Bogotá.

Bolívar, mientras tanto, resistía prudentemente a los embates de cuantos se le acercaron para empeñarle a que aceptase el mando, y resistió como cabía a su fortaleza de alma. Pero al cabo, falto de salud, y el corazón lacerado con las amargas penas que le causaran los ingratos; luego acariciado, rogado, apremiado por unos cuantos hombres de séquito y nombradía, fatigado más bien que convencido, y deseando librar a sus enemigos de la escisión en que iban a caer, y a Colombia de la ruina en que iba a sumirse, si redondamente respondía que no aceptaba el mando; tuvo la ligera condescendencia de aparentar que lo aceptaba y dio una proclama que, por entonces, y aun mucho tiempo después de su muerte, mantuvo amancillada su memoria. Se le juzgó como a hombre de los comunes, de esos que no pueden vivir separados del poder que una vez llegaron a paladear. Y decimos que aparentó aceptar el mando, y no que lo aceptó, porque,   —329→   sobre ser la misma proclama bastante ambigua, escribió a los siete días una carta que ha visto la luz pública muchos años después, en la cual dejó de claro en claro su modo de pensar a tal respecto, y los motivos que le habían obligado a disfrazar su firme resolución de apartarse de Colombia.

No contentos los cartageneros con haber llamado a Bolívar al mando del ejército, y al ver que otros pueblos daban pasos más avanzados, le nombraron jefe supremo de la república. Los comisionados de notificarle esta nueva, le dijeron por órgano del señor García del Río: «No creáis que vos sólo hacéis sacrificios encargándoos del mando supremo. También los hacemos nosotros, amantes del orden y de la libertad, cuando traspasamos la barrera de la ley para confiároslo.... Podéis ser insensible a los infortunios del País, corresponderéis mal a nuestra confianza, faltaréis a la bella misión que la Providencia os destina, tan sólo por salvar las apariencias de una legalidad que ya no existe en parte alguna, y por conservar inmaculada una gloria que desaparecerá como un vapor ligero desde el instante en que Colombia, abandonada por vos, desaparezca?... Si quisierais permitir a un sincero admirador de vuestras virtudes cívicas que os hiciese en estas circunstancias una indicación a nombre del heroico pueblo de que tengo la honra de ser órgano, os diría: Señor, meditad bien vuestra resolución: considerad bien que Colombia y la América, la Europa y el mundo aguardan en vos un acto sublime de consagración: la historia misma os contempla ahora para fallar sobre vuestro mérito, según la conducta que adoptéis en esta ocasión. Ella no os dará el título de grande hombre, si vuestro sucesor en Colombia es una anarquía perdurable, sino le dejáis por legado, al fin de vuestra carrera política, la consolidación de la libertad y de las leyes».

Harto seductor, bien que extraviado, era semejante lenguaje; mas Bolívar, llevando adelante sus reservados afectos que no los franqueó ni a sus más íntimos amigos de cuantos andaban a su lado, y consecuente con su ya tomada resolución, se limitó a decir: «He ofrecido que   —330→   serviré al país en cuanto de mi penda como ciudadano y como soldado... Pero decid, señores, a vuestros comitentes que por respetable que sea el querer de los pueblos que han tenido a bien aclamarme como jefe supremo del Estado, sus votos no constituyen aún aquella mayoría que sólo pudiera legitimar un acto. Decidles que si se obtiene aquella mayoría, mi reposo, mi existencia, mi reputación misma las inmolaré sin titubear en los altares de la patria adorada, a fin de salvarla de los disturbios intestinos y de los peligros de agresión extraña, para volver a presentar a Colombia ante el mundo y ante las generaciones futuras, tranquila, respetada, próspera y dichosa».

Pedir que se obtuviera esa mayoría de votos, cuando ya el Ecuador y Venezuela se hallaban constituidos en Estados independientes, y cuando no cabía que se uniformasen ni entre los pueblos mismos del centro; era pedir imposibles y negarse a las claras a lo que ya tenía resuelto no acceder.




VII

Para dar fin a la narración de los sucesos que fueron comunes a las tres secciones de Colombia, quédanos todavía, después de haber pasado por la amargura de verla desaparecer, que arrojar nuestros últimos gemidos por la memoria de los dos capitanes que más contribuyeron a consolidar la independencia de la patria, y la fama egregia de las armas colombianas. Hablamos de la memoria de Sucre y de Bolívar, muertos durante las agonías de Colombia, el primero por el puñal del asesino, y el segundo acongojado de pesares.

El Mariscal de Ayacucho que, como diputado presidente del último Congreso de Colombia, se había hecho notar por la templanza de sus opiniones y rectitud de juicio, se volvía tranquilo para Quito a consagrarse a las atenciones de su familia e intereses, si no contento ni   —331→   siquiera sosegado por las desgracias que pesaban sobre la patria, satisfecho de no haber expuesto su conciencia a los desmanes de las banderías.

Atravesando andaba ya el 4 de junio las selvas de Berruecos cuando una descarga de fusilería arrojada por sus espaldas le dejó tendido al punto, víctima de la ambición y envidia de asesinos alevosos. Cuando le fue dada al Libertador tan triste nueva, derramó lágrimas tiernas par su amigo y compañero, y «Santo Dios, exclamó, se ha derramado la sangre de Abel!».

La voz de tan ruin cuanto infame asesinato cundió por los rincones de Colombia con espanto, pero sin decirse cosa ninguna de los asesinos que no fueron conocidos. No más que el duelo silencioso corrió por algún tiempo, hasta que más tarde recayeron las sospechas, primeramente en los generales José Hilario López y José María Obando, y luego en el general Juan José Flores.

De los procesos levantados para averiguar y perseguir el crimen, resultó que quienes habían servido de instrumentos materiales para el asesinato, fueron los llamados Andrés Rodríguez, Juan Cuzco y Juan Gregorio Rodríguez, con los cuales, al parecer, se combinaron los mal afamados Sarria, Erazo y Morillo, guerrilleros de la escuela del general Obando. En cuanto al director o directores, los verdaderos reos, los jueces que conocieron de la causa, declararon que el proceso no daba ninguna luz.

Los tres primeros murieron repentinamente, envenenados, al parecer, por quienes tenían interés de quedar libres de toda revelación ulterior.

Los generales Obando y López ocurrieron, según dijimos, al gobierno de Bogotá, pidiendo se les juzgase de la imputación que había recaído sobre ellos; mas el estado de desconcierto en que por entonces se hallaba Nueva Granada, no dio lugar para la formación del juicio, quedando sólo así pendiente el de la opinión pública. La inocencia que sufre algunos quebrantos repetidas veces, vino a purificarse dentro de poco respecto del general López, y desde entonces no quedó pesando el crimen   —332→   sino sobre los generales Obando y Flores. Tiempo después, el primero insistió con empeño en que se le sometiese a tela de juicio; mas, cuando parecía que iba a darse fin a su demanda, surgió una revolución promovida por él mismo, como veremos en su lugar.

No sólo informaciones y procesos, no simples artículos de periódicos ni folletos, sino libros enteros, en diferentes épocas, en los pueblos de que se componía Colombia o en las naciones extranjeras han visto la luz pública con respecto a tan grave materia. Nada puede colegirse de las pruebas testimoniales ni juzgarse por su mérito con acierto, porque han sido rendidas en el Ecuador cuando imperaba el general Flores o después de su caída, o porque fueron producidas en el Cauca cuando el General Obando mandaba en este departamento, o en los tiempos de su persecución y destierro; esto es, por haberse dado a influjo de Flores y por los enemigos de Obando, o a influjo de Obando y por los enemigos de Flores. Uno y otro se han acusado recíprocamente y deseado con razón que la mancha sólo recayese en su enemigo, y ambos, por sí o por medio de terceros, han apurado los datos, y presentado presunciones más o menos acertadas, o del todo impertinentes. Los gobiernos del Ecuador y Nueva Granada han apurado igualmente cuanto había que hacer en la materia, según los tiempos y circunstancias, según sus miras e intereses a fin de afianzar la opinión; y la opinión dividida entre los dos se mantuvo firme contra ambos por algunos años, pero con esta diferencia. Los enemigos del general Obando, los indiferentes y aun muchos de sus propios amigos, aunque conviniendo en que el general Flores tuvo parte en el asesinato, también convenían en que la tuvo Obando; mas, en cuanto a Flores, no fue generalizada la opinión, porque, a lo menos, sus amigos y muchos indiferentes no asentían en que hubiese tenido parte.

Nuestro juicio, que no vamos a formarlo por afecciones ni odios que no hemos tenido nunca por ninguno de los dos generales, está movido de la verdad y la justicia, y vamos a exponerlos con el desenfado propio del que se halla en la obligación de llevarlas por delante.

  —333→  

Sin apreciar, pues, para nada las pruebas atestatorias, producidas, como llevamos dicho, por Flores contra Obando, y por este contra aquel o por sus amigos o enemigos, resulta que contra el primero sólo obran los indicios deducidos los más, del interés que se supone haber tenido en apoderarse del sur de Colombia; y semejantes indicios, sobre no ser vehementes, tampoco pueden servir de cargos bien ajustados.

No así respecto al general Obando, contra quien obran sus propios conceptos y documentos. En el decir de Obando, la noticia del asesinato del general Sucre la tuvo en Pasto el 5 de junio, y con tal motivo dirigió al prefecto del Cauca la comunicación que sigue, literalmente copiada:

«República de Colombia.

Comandancia General del Cauca,

Cuartel General en Pasto, a 5 de junio de 1830.

Al señor prefecto del departamento del Cauca.

Señor:

Ahora que son las ocho de la mañana acabo de recibir de la hacienda Olaya, en esta jurisdicción, una noticia que al expresarla ¡me extremezco! Ello es que el día de ayer se ha perpetrado un horrendo asesinato en la persona del general Antonio José de Sucre en la montaña de la Venta, por robarle.

»El parte es tan informe, que apenas comunica el suceso sin detallar ningún particular; sino que un tal Diego pudo escapar y fugar. En este mismo momento, marcha para ese punto el segundo comandante del batallón Vargas con una partida de tropa para que asociado con la milicia de Buesaco, inquiera el hecho, haciendo conducir el cadáver a esta ciudad para su reconocimiento.   —334→   Al mismo tiempo ordeno a este jefe, que escrupulosamente haga todas las averiguaciones necesarias; que tale esos montes y persiga a los fratricidas hasta su aprehensión. Ellos probablemente deben haber seguido hacia esa ciudad, cuando se cree que los agresores han sido desertores del ejército del sur, que, pocos días ha, he sabido han pasado por esta ciudad. El esclarecimiento de este inesperado suceso le es al departamento del Cauca y a sus autoridades tan necesario, cuanto que en las presentes circunstancias puede ser este fracaso, el foco de calumnias para alimentar partidos con mayores miras.

Dios guarde a US.

José María Obando».



En la misma fecha, y quien sabe si de seguida, dirigió al general Flores la carta siguiente:

«Pasto, junio 5 de 1830.

Mi amigo:

He llegado al colmo de mis desgracias: cuando yo estaba contraído puramente a mi deber, y cuando un cúmulo de acontecimientos agobiaba mi alma, ha sucedido la desgracia más grande que podía esperarse. Acabo de recibir parte que el general Sucre ha sido asesinado en la montaña de la Venta el día de ayer 4: míreme usted como hombre público; y míreme por todos aspectos, y no verá sino todo un hombre desgraciado. Cuanto se quiera decir, va a decirse, y yo voy a cargar con la excecración pública.

»Júzgueme y míreme por el flanco que presenta siempre un hombre de bien, que creía ver en este general el mediador de la guerra que actualmente se suscita.

  —335→  

Si usted conociera con toda su frente, usted vería que este suceso horrible acaba de abrir las puertas a los asesinatos; ya no hay existencia segura y todos estamos a discreción de partidos de muerte. Esto me tiene volado: ha sucedido en las peores circunstancias, y estando yo al frente del departamento: todos los indicios están contra esa facción eterna de esa montaña; quiso la casualidad de haber estado detenida en la Venta la comisaría que tenía algún dinero, quedó ésta allí por falta de bestias, y es probable hubiesen reunídose para este fin; pero como mandé bestias de aquí a traerla, vino ésta, y llegaría la partida cuando no había la comisaría, llegando a este tiempo la venida de este hombre. En fin, nada tengo que poder decir a usted, porque no tengo que decir sino que soy desgraciado con semejante suceso.

En estas circunstancias, las peores de mi vida, hemos pensado mandar un oficial y al capitán de Vargas, para que puedan decir a usted lo que no alcanzamos.

Soy de usted, su amigo

José María Obando».



No haremos deducción ninguna de estos documentos, que no han sido negados por el general Obando, hasta no ver los descargos que ha dado. En la Contestación justificativa y documentada que dio a la estampa en Popayán el 22 de octubre de 1830, se explicó diciendo a la página 18: «Cuando escribí a Flores mi carta de 5 de junio fue en el acto mismo de recibir la noticia, en cuyo momento se fue el capellán de Vargas para Quito.... Después de marchar dicho capellán para Quito, corrió en Pasto la noticia de haber pasado unos desertores del ejército del sur con dirección para ésta (Popayán): entonces fue cuando escribí al prefecto y al comandante de armas de este circuito.... No fue, pues, a una misma hora, aun que sí en un mismo día, que escribí al señor Flores una cosa, y al señor prefecto otra; los conceptos no podían fijarse   —336→   hasta que por la tarde, era casi general la opinión de que el asesinato hubiese sido proyectado por Flores, que después se fue fortificando con los avisos y diligencias que se practicaron».

Fuera de que esta contestación no es satisfactoria, resulta que en el oficio al prefecto del Cauca no le dice que, después del viaje del capellán del Vargas para Quito, corrió en Pasto la noticia de haber pasado los desertores del sur, sino pocos días ha, he sabido han pasado por esta ciudad (la dicha Pasto); lo que equivale a confesar que ya sabía el paso de los desertores cuando comunicó la noticia del asesinato el día 5. Este particular de tanta cuenta para el general Obando, puesto que temía iban a recaer las sospechas en él, debió ponerlo en conocimiento del general Flores, si no para hacerle los cargos que muy luego le echó a la cara, para fijar con claridad una circunstancia de mucho bulto para la materia. Hay, pues, una contradicción manifiesta entre lo que dijo en el oficio al prefecto, y lo que expuso, para el descargo, en su Contestación justificativa y documentada.

Para no juzgar de ligero en punto a los diversos sentidos que encierran el oficio al prefecto y la carta al general Flores, escritos ambos el 5 de junio, ocurrimos al folleto titulado Los acusadores de Obando juzgados por sus mismos documentos, etc., publicado en Lima en 1844, creyendo hallar en él una explicación más satisfactoria, y pasamos por el sentimiento de no verla, sin embargo de que el autor procuró con cuanta fuerza debía a su ingenio sacar airosamente al acusado. Desentendiose, como quien oye llover, del cargo que se le hizo respecto de la contradicción que encerraban el oficio y carta del cinco de junio.

Y todavía confiamos en que la muy hábil pluma de este mismo autor que, a nombre de su cliente, publicó en 1847, el folleto titulado «El general Obando a la Historia crítica del asesinato del gran Mariscal de Ayacucho, publicada por el señor Antonio José Irizarri», nos desimpresionaría de los cargos que fluyen de los citados   —337→   documentos; y pasamos, no sólo por el nuevo sentimiento de ver que los dejó desadvertidos, sino que se nos vino la grave presunción de que este silencio procedía de la fuerza incontestable de los dichos cargos. El señor Cárdenas, muy digno competidor del conocido cuanto ilustrado señor Irizarri, que con una lógica seductora, pero no más que seductora ha defendido con singular maestría la causa del general Obando, hasta el término de haber mantenida zozobrante la opinión contra el general Flores; dejó en todo su vigor la fuerza de aquellas observaciones, y con su reserva, más que patente la mala causa del defendido. Obando, pues, fue el único asesino del Mariscal de Avacucho.

Que el asesinato fue puramente político, es juicio en que se hallan todos acordemente convenidos, bien que sin atenuar por eso la enormidad del crimen.




VIII

El general Simón Bolívar, detenido en Cartagena por el mal estado de su salud, aunque al parecer ya mejorado, mantenía en toda su fuerza la causa que había de dar fin a su existencia, porque el mal, menos que en el cuerpo, estaba en el alma. Haberse dado una patria afamada y llena de gloria; haber llenado y fatigado a la América toda con su renombre en otro tiempo, y no poder ya, sin embargo, concertar, y menos consolidar y encaminar la suerte de sus conciudadanos; haber nacido en Venezuela, y recibir de su propio techo descompasados y amargos anatemas; haber aparentado, frágil, acoger la conspiración que fraguaron sus extraviados amigos, y manifestado ostensiblemente su consentimiento con la proclama del 18 de setiembre, contentándose con encubrir en sus adentros la genuina resolución que tenía; no eran dolores que podían aplacarse con los apósitos que da la ciencia, sino dolores que, brotando de una alma lacerada y por demás adolorida, sólo habían de cesar   —338→   con el aniquilamiento del cuerpo. Una alma ardiente, devoradora, como la suya, no podía caber ya en un cuerpo achacoso y agobiado con las fatigas de su vida militante y tempestuosa.

Creyendo sus amigos que el aire libre repararía los quebrantos que le aquejaban, se lo llevaron a Sabanilla tan luego como la enfermedad subió de punto; y como fue aumentándose más y más, se le trasladó el primero de diciembre a Santa Marta, y el 6 a la quinta de San Pedro, una legua distante de la ciudad. Los arbitrios de la medicina y los desvelos de la amistad fueron inútiles, porque el mal se desenvolvió con fuerza, y el mismo paciente y cuantos le rodeaban desesperaron de alcanzar la más leve mejoría.

El 10, aprovechándose de los ratos de alivio, dictó la siguiente proclama: «Colombianos: habéis presenciado mis esfuerzos por plantar la libertad donde reinaba antes le tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono.

»Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bienestar y la unión de los pueblos, obedeciendo al actual gobierno para libertaros de la anarquía, los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo, y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales.

»Colombianos: mis últimos votos son por la felicidad de la patria; si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro».

  —339→  

En el mismo día otorgó su testamento, escritura de pocos renglones, que apenas contienen catorce cláusulas, con inclusión de cinco de las rituales. Los bienes que dejó, si pueden llamarse tales, los de un hombre que había dispuesto de tres grandes naciones, estuvieron reducidos a unas alhajas y las tierras de Aroa, heredadas a sus padres; a una medalla obsequiada por el congreso de Bolivia, que mandó devolverla a esta República, a dos obras que, habiendo pertenecido a Napoleón, le fueron regaladas por el general Wilson, que las legó a la Universidad de Caracas, y a una espada, obsequio del mariscal de Ayacucho, que también dispuso fuese devuelta a su viuda. Bolívar, que había nacido con cuantiosos bienes, murió pobre.

Al anochecer del propio día recibió los últimos sacramentos de manos del obispo de Santa Marta. Los siguientes transcurrieron de congoja en congoja hasta la una de la tarde del viernes, 17, aniversario del día en que se dio la ley fundamental para Colombia, en Angostura; tarde en que, después de una corta y sosegada agonía, fue a resonar su voz en la eternidad.

Bolívar era de estatura y facciones regulares, frente ancha y espaciosa, cejas arqueadas y espesas, ojos rasgados y centellantes, color tostado por el sol que alumbra la zona tórrida y por las fatigas de la guerra, la cerviz enhiesta y ligero en el andar. Predominaban en su índole la actividad, la inquietud, la fortaleza y la perseverancia llevada hasta el capricho; sus concepciones eran rápidas, los pensamientos elevados, poéticos, volcánicos; el alma por demás viva, sensible, apasionada, ardorosa; y su lenguaje oral o por escrito, aunque alguna vez descuidado, era persuasivo, elocuente, irresistible, de esos con que se doma a los hombres más tercos y obstinados, porque en su hablar y escribir, juntamente, se dejaba palpar ese don de los grandes oradores. En los goces lo mismo que en las penas, se elevaba o abatía hasta donde le llevaban sus pasiones y fantasía; y ese hombre que lloraba a mares y como niño por la tierna esposa que perdió, tiraba, en los ratos de exaltación, los manteles y cubiertos de las mesas más espléndidas y concurridas.   —340→   París, cuando andaba en amores con la condesa de... la amante de Eugenia Beauharnais, y Quito, en la Quinta del Placer, fueron testigos de tales arrobamientos.

La historia de su vida pública puede cifrarse así. Vivió en un tiempo de cerrazones, tempestades y ruina, luchando contra la naturaleza, la mendicidad, las ingratitudes, las derrotas, las traiciones y la opinión hasta de sus mismos conciudadanos; pero luchando con premeditación y fe, con dignidad y resignación, con ardor y ecuanimidad, y luchando como soldado, filósofo, legislador y juez. Bolívar, en quien a la postre vinieron a parar todas las glorias de la independencia americana, sin reservar la de Washingtón, contra el cual sólo se conmovieron las pasiones y enconos poco profundos de un pueblo ya educado y culto; Bolívar, reparador del nombre defraudado al que redondeó la tierra con el descubrimiento del ese Colón, uno de los mayores ingenios que admira el mundo.

Venezuela que tanto le había ultrajado, dictó, para reparar de algún modo los agravios hechos a su hijo, el decreto de honores fúnebres de 30 de abril de 1842, y ocurrió, sin reparar en gastos, por las cenizas del grande hombre. La traslación de ellas, que principió con pompa en Santa Marta el 21 de noviembre, fue seguida de otros muchos actos espléndidos y solemnes, celebrados en la travesía del mar, en la Guaira y en Caracas hasta el 17 de diciembre, aniversario de su muerte. Ahora reposan en un sepulcro de mármol trabajado en Italia51; y ahora que el tiempo ha consolidado ya su grandeza, es de esperar que la América llenará el suelo con monumentos levantados a la memoria del padre común de cinco pueblos que se rigen por sus propias leyes y magistrados.



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IX

Con la muerte de Bolívar huyeron para siempre las esperanzas de conservar la integridad de la gran república; y así desapareció, nacida apenas, esa nación que partía términos con el océano Atlántico y el mar de las Antillas, desde el río Exequevo hasta el cabo Gracias a Dios; con el océano Pacífico desde el golfo Dulce hasta el río Tumbez; y por el sur con el pongo Lamas y lago Savalla, más allá de las márgenes del Marañón. Así desapareció esa nación que contaba con cien puertos en los dos mares, con ríos tan grandes como el océano, y que presentan, mediante sus diferentes direcciones, el más bien combinado sistema hidrográfico para las vías fluviales.

Bolívar es la figura colosal del nuevo mundo, no porque se nos antoje decirlo sin más ni más, sino por el juicio que de él han formado los extranjeros. Véase, si no, lo que dijo Benjamín Constant: «Si Bolívar muere antes de haber ceñido una corona, será para los siglos venideros una imagen singular. En lo pasado no tiene semejante, porque Washingtón mismo nunca tuvo en sus manos el poder que Bolívar abarcó entre los pueblos y desiertos de la América del Sur». Véase lo que en otros términos dijo el general Foi: «Bolívar que nació esclavo, redimió un mundo y murió hecho ciudadano, será para América una deidad redentora, y para la historia el ejemplo más vivo de grandeza a que puede aspirar el hombre». Véase lo que dijo Pando que personalmente le conocía: «Nadie pudo más antes que él; nadie podrá más después de él. Arrancar al despotismo medio planeta, constituirlo en naciones y entregarlo a la libertad, reservando para sí... sólo su nombre». Véase, en fin, lo que le escribió el general Lafayette, con ocasión de enviarle la medalla de oro dedicada a Washingtón, el retrato de este héroe y algunos pelos de su respetable cabello: «Mi religiosa y filial consagración a la memoria del general Washingtón no podía apreciarse más por su familia que   —342→   honrándome con el encargo que me ha hecho. Satisfecho con la semejanza del retrato, tengo el gusto de pensar que de todos los hombres de los actuales tiempos, y aun de todos los de la historia, el general Bolívar es el único, a quien mi paternal amigo habría preferido hacerle este obsequio. ¿Qué más puedo yo decir al gran ciudadano, a quien la América Meridional ha saludado con el nombre de Libertador y confirmádole los dos mundos, y que, provisto de una influencia igual a su desinterés, lleva en su pecho el amor de la libertad y de la república sin amancillarse con otra cosa». Graves, acaso tamañas, son las culpas que Bolívar pudo cometer, principalmente en punto a conservar la dignidad y compostura, que más de una vez las perdió con sus arrebatos; pero estas son fragilidades, que no imperfección, del hombre echado a peregrinar por donde nada puede ser perfecto.







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ArribaAbajoTomo IV


ArribaAbajoCapítulo I

Congreso constituyente.- La constitución del Estado.- Revolución de Urdaneta.- Su campaña y resultados.- Diferencias entre los gobiernos del sur y el centro.- Legislatura de 1831.- Insurrección del batallón Vargas.- Trabajos legislativos.



I

Convocado, como dijimos, el congreso constituyente para el 10 de agosto de 1830, aniversario del día en que se dio por nuestros padres el grito de independencia, se verificaron, no sólo tranquila, sino acordemente las elecciones parroquiales, provinciales y departamentales. Cuantos pasos se daban en lo político, parecían movidos de un solo impulso, del deseo vivo de apartarse del régimen colombiano,   —344→   y librarse cuanto antes de la influencia con que obraban las otras secciones de Colombia. Harto áspera había sido, en efecto, la protección con que granadinos y venezolanos vinieron a favorecer nuestro grito del 9 de octubre, y era preciso acoger y amparar a todo trance las ideas de los hombres de suposición, a cuyas manos se habían confiado los destinos de la patria.

El ejército del Sur de Colombia, acantonado en nuestros departamentos con motivo de la campaña de Tarqui, se mantuvo quieto bajo la conocida influencia del general Flores, cuya autoridad había llegado a ser omnipotente desde que le nombraron jefe supremo civil y militar. Si algunos de los jefes y oficiales Bolivaristas, y algunos ciudadanos enamorados de la grandeza de Colombia no pudieron dejar de sentir por el descuartizamiento de la gran república, y aun se quejaron amargamente de los que lo promovían, lo hicieron muy en secreto y se mostraron luego hasta conformes, persuadidos de que Bolívar se había apartado ya para siempre de la escena pública. Todo fue, pues, hacedero, porque todo concurrió como de acuerdo para constituir el Ecuador en Estado independiente; los hombres de cuenta y la gente del vulgo juntamente andaban solícitos tras el mismo fin, aunque movidos de diferentes impulsos.

Reunidos los diputados en la ciudad de Riobamba el día 14 de agosto, se incorporaron con el jefe supremo, y se dirigieron juntos a la iglesia matriz a oír la misa del Espíritu Santo. Acabada la misa, se trasladaron al salón destinado para las sesiones, y después de pronunciado un corto discurso por el jefe supremo, declaró este legalmente instalado el congreso constituyente.

Cúpole la silla presidencial al diputado José Fernández Salvador, conocido ya desde los sucesos del año de nueve, cuya fama de jurisconsulto insigne había crecido con sus años. El vicepresidente y secretarios del congreso fueron los señores Nicolás de Arteta, Pedro Manuel Quiñónez y Pedro José de Arteta, y los que debían presentar el proyecto de constitución que había de discutirse, los diputados Manuel Matheu, Vicente Ramón Roca   —345→   y José Joaquín Olmedo, a los cuales se agregó después el mismo presidente del congreso, por solicitud del señor Olmedo, y Miguel Ignacio Valdivieso por igual solicitud de los diputados de Cuenca. En la misma sesión se resolvió que el general Flores continuase provisionalmente encargado del mando supremo, hasta que fuera publicada la constitución.

La comisión de constitución presentó el proyecto al andar de pocos días; proyecto vaciado, con respecto a los principios sustanciales, en la turqueza de la de Cúcuta, y lo discutieron tan a la ligera que el 11 de setiembre estaba ya terminada la ley con que iba a regirse un pueblo nuevo, recientemente hecho soberano. El único punto que provocó a un largo y acalorado debate, que duró por los días 31 de agosto y 1.º de septiembre, fue el de la igualdad de representación departamental; condición expresa, según el tenor de las actas, con la cual aceptaron los departamentos de Guayaquil y Azuay la de independencia celebrada en el del Ecuador. Los diputados Matheu, Salvador, Manuel Espinosa y Ante, fueron los oradores que defendieron el inconcuso principio de que la representación debía tener por base la población, fundándose principalmente en que la forma de gobierno representativo, como era el que estaba al regir en el Ecuador, envolvía la idea de que los pueblos serían representados conforme al número de sus habitantes; y en que, al no entrar en cuenta semejante idea, pecaban contra aquella forma y echaban por tierra un principio común, establecido por todos los publicistas y aprobado por cuantas naciones había en la tierra. Los diputados Olmedo, Cordero, Ramírez Fita y Marcos sostuvieron el artículo del proyecto, apoyados en que, habían quedado las provincias independientes, quedaba también a su voluntad y albedrío fijar las bases de asociación con tales o cuales pactos, porque antes de aquella fijación tenían la potestad y el derecho de proponer, aceptar y desechar los que quisiesen. La sesión del 31, que toda ella se concretó a este único debate, terminó sin resultado ninguno, porque los diputados del departamento del Ecuador, convencidos de que al ponerse a votación el artículo   —346→   combatido era seguro el triunfo de sus contrarios, que contaban con las dos terceras partes, apuraron hasta vencer el día toda especie de argumentaciones y medidas para obtener un paradero más conforme con los principios comunes del derecho público.

Al romperse el debate al día siguiente, dejó el diputado Salvador el asiento presidencial, y expuso que para dar fin al punto cuestionado, proponía: 1.º que se dejase a la decisión del congreso de plenipotenciarios de los tres Estados de Colombia52, sometiéndolo al de N. Granada y Ecuador, en el caso que no se reuniesen los diputados de Venezuela, o bien sólo a los de este Estado o sólo a los del primero, si tampoco se verificaba la congregación del centro y sur; 2.º que la solicitud de este arbitramiento se hiciese a nombre del congreso ecuatoriano; 3.º que si llegare a reunirse el primer congreso constitucional del Ecuador antes que los árbitros hubiesen decidido la contienda, el departamento de este nombre había de concurrir con tres diputados más que los de Guayaquil y Azuay; y 4.º que los diputados pudiesen ser elegidos indistintamente, con tal de ser ciudadanos del Estado. Suscitose una nueva y acalorada discusión con motivo de estas proposiciones, hasta que, modificada últimamente la primera por el diputado Olmedo, se aprobó en los términos siguientes: «La cuestión sobre si la representación de los tres departamentos debe ser igual, a pesar de la diferencia de su población, se deja a la decisión del congreso de plenipotenciarios de los Estados de Colombia, o a otro que exista o se instale dentro de la nación, en conformidad de principios con el Estado del Ecuador, aunque no sea general». Apasionadamente ciego estaría el que no viese la futilidad del argumento deducido de la diferencia de población, cuando así quedaba en vigor el mismo principio en que se fundaba la cuestión, y aún es mucho más admirable que un Olmedo,   —347→   de fama excelsa y merecida, fuera el que discurriese saliéndose de su acostumbrada discreción.

Fueron igualmente aprobadas la segunda y cuarta, proposiciones, y negada la tercera por votación nominal. La contienda vino a la postre a quedar zanjada con el aspecto precario que le dieron, mientras pende el juicio del árbitro designado sobre si los tres departamentos han de ser representados en congreso según el censo de su población, o si han de concurrir con igual representación. (Art. 21.) Como hasta ahora no se ha verificado tal arbitramento, la cuestión ha vuelto a suscitarse en otros congresos de los constituyentes; bien que no ya con el calor que en el primero, y aun puede asegurarse que sin empeño, puesto que los diputados se nombraban indistintamente, sin fijarse en la cuna departamental. En otro, lugar diremos cómo y cuándo vinieron al cabo a imperar los principios comunes del derecho público.




II

Por lo demás, la constitución de 1830 que, en cuanta a la forma de gobierno y división de los poderes, es igual, sino idéntica, a la de Cúcuta, quedó atrás del modelo en algunos puntos, y avanzó bastante respecto de otros. El derecho de sufragar que por la primera se concedía a los mayores de veinte y un años, dueños de una propiedad raíz, valor de cien pesos, se limitó sólo a los mayores de veinte y dos, siendo dueños de una propiedad cuyo valor libre de todo gravamen montase a trescientos pesos. Las atribuciones de las asambleas electorales quedaron reducidas al nombramiento de diputados y los suplentes, cuando por la de Cúcuta los electores estaban también llamados a votar por el Presidente y Vice-presidente de la República. Según esta, podían ser Ministros de la alta Corte de justicia los abogados que tuvieren treinta años de edad, y por la del Ecuador se requerían cuarenta; y si por la primera se establecieron concejos municipales   —348→   en todas las cabeceras de cantón, por la segunda sólo se organizaron en las capitales de provincia. La diferencia más notable que hay entre los dos códigos, es la de requerirse por el ecuatoriano que, para ser Presidente o Vice-Presidente de la república, era necesario tener una propiedad raíz del valor de treinta mil pesos con la añadidura de que habían de ser elegidos con los votos de los dos tercios de los diputados presentes.

En cambio, quedó vedada la reelección del Presidente de la República, que por una vez permitía la constitución de Cúcuta, sin que pudiera ser nombrado de nuevo sino después de transcurridos dos períodos constitucionales, y quedaron relegadas las facultades extraordinarias; esto es, las causadoras de los abusos, y de muchos de los disgustos producidos en algunos pueblos de Colombia. Que se proscriba para siempre la facultad de declarar en estado de asamblea una provincia o cualquier pueblo, dijo el diputado Salvador; y el diputado Marcos añadió que, aunque el enemigo esté ya en los arrabales de la ciudad, debía conservarse el orden legal. El Consejo de Estado quedó igualmente más bien organizado que por la constitución de Cúcuta, pues debía componerse del Vice-presidente de la República, del Ministro secretario de estado, del jefe de estado mayor general, de un Ministro de la alta Corte, de un eclesiástico respetable y de tres vecinos de buena reputación nombrados por el congreso, sin que pudieran ser destituidos por el gobierno ni suspensos sin justa causa.

La constitución de 1830, por buena que hubiera sido, no podía llamarse tal, porque no se dio sino para tiempo limitado; pues, constituyéndose el Ecuador de una manera federal con los otros Estados de Colombia, en la suposición de que Nueva Granada y Venezuela se constituirían también con la misma forma, se declaró por el artículo 5.º que quedarían derogadas cuantas disposiciones fundamentales resultasen en oposición con el pacto de unión y fraternidad que había de celebrarse con los demás Estados de Colombia. Las disposiciones de los artículos 71 y 75 proceden también del mismo supuesto.   —349→   Si la inestabilidad de nuestras instituciones proviene generalmente de la inconstancia y carácter sacudido de los pueblos, y en particular de la afición al poder que se ve en ajenas manos; ¿cuánto más veleidosos no lo serían, autorizados ya, diremos así, por la misma constitución?... Era darles el mejor pretexto para romperla cuando quisieren.

Hay que apreciar debidamente la liberalidad con que fueron reputados ecuatorianos: 1.º los naturales de los otros Estados de Colombia, sin más que hallarse avecindados en el Ecuador; 2.º los militares que estaban a su servicio al tiempo de declararse independiente; y 3.º cuantos extranjeros eran ya ciudadanos en la misma época, sin establecer distinciones sobre si lo eran por nacimiento o naturalización. Pero si semejante generosidad es de muy justa apreciación, no, así aquella con la cual llegó a lastimarse tan descomedidamente el orgullo nacional, ya que, después de establecerse de un modo absoluto el principio de que, para ser Presidente o Vice-presidente de la república, era necesario ser ecuatoriano de nacimiento, se le amplia de seguida en los términos siguientes: «Esta disposición no excluye a los colombianos que, hubiesen estado en actual servicio del país al tiempo de declararse en estado independiente, que hayan prestado, al Ecuador servicios eminentes, que estén casados con una ecuatoriana de nacimiento, y que tengan una propiedad raíz, valor de treinta mil pesos». Ni Nueva Granada ni Venezuela, que más o menos se hallaban en el mismo caso que el Ecuador, llevaron a tanto su liberalidad, sino que llana y rotundamente establecieron como requisito indispensable ser granadinos y venezolanos de nacimiento.

También los soldados granadinos, compañeros de armas de los malogrados Girardot, D'Elúyar y Ricaurte, que hicieron con Bolívar la primera campaña en Venezuela, habían hecho servicios eminentes a este Estado: también los soldados venezolanos, compañeros del misma Bolívar y de otros valientes que vinieron de Venezuela a combatir en Boyacá, prestaron servicios relevantes a Nueva Granada; también esos mil ecuatorianos llevados   —350→   por el Virrey Sámano, y luego incorporados, después de tal batalla, a las fuerzas libertadoras, y que combatieron juntos en Nueva Granada y Venezuela, principalmente en el segundo Carabobo, por la independencia de Colombia, habían servido en provecho de estas dos secciones; y con todo, ni Nueva Granada ni Venezuela arriesgaron premiar con la primera magistratura a ciudadanos que no nacieran en sus Estados.

La verdad es que el congreso del año treinta, al cual hacemos la justicia de que obró con bastante independencia, demostró también su flaqueza en tan importante punto que, temprano o tarde, con razón o sin ella, había de exasperar los ánimos y brotar funestas consecuencias. El mariscal de Ayacucho no pudo evitarlas en Bolivia, a pesar de su fama excelsa y de la modestia de su carácter: el general Lamar, llamado libre y espontáneamente para regir los pueblos del Perú, cuando lejos de ellos y acá, en su patria, no podía haber pensado en la presidencia de esa república, fue a gemir y morir en Centro América; y nuestros legisladores, sin embargo, no entraron en cuenta estos recientes cuanto palpables ejemplos.

El poder legislativo debía ejercerse anualmente por un congreso de diputados, compuesto de una sola cámara. Hubo el acierto de que el despacho de los negocios de Estado, conforme a la pobreza y necesidades del Gobierno y del pueblo, dividiéndose en secciones, interior y exterior la una, y hacienda la otra, había de desempeñarse por un solo Secretario, bien que el jefe de estado mayor general debía encargarse de los asuntos de un año, al cabo del cual se establecieron inconstitucionalmente, por la legislatura ordinaria de 1831, dos Ministros, fuera del jefe de estado mayor que equivalía al de guerra.

Entre las atribuciones del poder ejecutivo, hay la de nombrar, a propuesta en terna de los consejeros de Estado, a los ministros de justicia, y luego a los Obispos, dignidades y canónigos, y a los generales y coroneles. También el nombramiento de los presidentes de la alta Corte y Cortes de apelación correspondía al gobierno según la   —351→   ley orgánica del poder judicial, expedida por el mismo congreso; y así el poder público, por medio de tantos extravíos propios de la época, venía a parar casi todo él en manos del jefe del Estado.

En la sección Garantías, hallamos dos artículos recomendables por su originalidad, y porque prueban el atraso de entonces de nuestros pueblos. El 58 dice: «Ningún ciudadano puede ser distraído de sus jueces naturales, ni juzgado por comisión especial. Se conserva el fuero eclesiástico, militar y de comercio». El 68: «Este congreso nombra a los venerables curas párrocos por tutores y padres naturales de los indígenas (indios), excitando su ministerio de caridad en favor de esta clase de inocentes, abyecta y miserable». Cualquiera advertirá la palpable contradicción que resulta por el primero, entre tener jueces naturales, y conservarse no obstante los fueros eclesiástico y militar; y por lo que hace al segundo, los lectores recordarán lo que han escrito los académicos Juan y Ulloa, respecto de la conducta de los curas para con los indios, y habrán también observado por sí mismos que los españoles del año de 1830 eran, más o menos, semejantes a los de 1745. Y tan ajustada nos parece la observación, que el mismo Gobierno establecido por tal constitución tuvo, al andar de sólo dos y medio años, que expedir una circular encaminada a cortar el intolerable abuso con que algunos curas exigen cada año a los indígenas de sus parroquias medio, un real o más con título de confesión y también les obligan a ponerles maderas selectas a pretexto de monumento. Según estos antecedentes, lejos de ponerse a los indios bajo el amparo de los curas de entonces, lo que convenía y tal vez convenga todavía en algunos pueblos, es redimirlos de esta tutela, perenne fuente de especulaciones ilícitas, al par que provechosas para los que les han servido de guardadores.

En la sesión del 11 de setiembre se procedió al nombramiento del Presidente del Estado. Veinte eran los diputados presentes y el general Flores obtuvo diez y nueve votos, habiendo recaído el único restante en el señor Manuel Carrión, hijo de Loja, y ciudadano distinguido   —352→   por la cultura de sus modales y virtudes domésticas; es fama que este voto fue del diputado Salvador. En la del día 12 se ocupó el Congreso en la elección del Vice-presidente y, después de repetida la votación hasta por diez y ocho veces, contrayéndose únicamente a los señores José Joaquín Olmedo y general Matheu; porque ninguno de estos obtuvo las dos terceras partes que requería la constitución, salió el ilustre cantor de Junín.

El general Flores se juramentó y se posesionó del destino el 22 del mismo mes, por haberse hallado en Guayaquil cuando le nombraron. Si se exceptúan unos pocos, el pueblo recibió tal elección casi con entusiasmo, porque por entonces era también casi general la popularidad del elegido.

El mismo congreso decretó que la ciudad de Quito fuese la capital del Estado. Expidió las leyes orgánicas de tribunales, de hacienda y municipal; dio la de elecciones, tan mezquina como la fuente de que emanaba, y las de procedimiento civil, de sueldos y de conspiradores; suprimió la alcabala que se llamaba presunta, con excepción de la causada por las ventas de bienes raíces; prohibió el comercio y tráfico de esclavos, como el mayor de los ultrajes hechos a la naturaleza por las instituciones humanas, pero con la inconsecuente restricción de que se exceptuaban los destinados para la agricultura y minas; desestancó los ramos de aguardientes de Quito y Guayaquil, rebajó el valor de la arroba de sal, que se elaboraba de cuenta del gobierno, a cuatro reales; e hizo los nombramientos de los Consejeros de Estado, de los miembros de la alta Corte de justicia y los de los tres tribunales de distrito. En la manía en que dio de hacerlo todo por sí mismo, hasta nombró a los miembros de que debían componerse los consejos municipales de los cantones, cabeceras de provincia. Las demás leyes o decretos expedidos por ese congreso son de corto interés, y cerró sus sesiones el 28 de septiembre por la noche.

Los empleados que compusieron el supremo gobierno, fueron los señores José Félix Valdivieso, como Ministro   —353→   secretario de Estado, y coronel Antonio Martínez Pallares, de guerra, como jefe de estado mayor general.




III

1830. Hallábase pues ya legalmente constituido el Ecuador, y hallábanse ya satisfechos los vivos deseos del pueblo por hombrearse con las otras naciones como soberano y libre; mas, las circunstancias en que entraba a ejercer sus derechos propios eran las menos adecuadas para el bienestar, cuanto más para el progreso y prosperidad. Una ley fundamental y leyes secundarias cargadas de vicios y llenas de vacíos; una división departamental mal meditada y que había de brotar celos recíprocos; un ejército permanente, compuesto en la mayor parte de extranjeros, de los cuales andaban unos contentos con la tierra de promisión que habían encontrado (así se dijo poco después), con motivo de las consideraciones y halagos que les prestaba el jefe del Estado, y ofendidos otros por falta de colocación entre las filas o en los destinos civiles, o por la imposibilidad de no tener como retirarse a sus techos propios; ejército imponente por el número y fama de valeroso y aguerrido, pero hambriento, desnudo e inmoral que, lejos de servir de seguridad para el sosiego de la nación, era mucho más probable que se alzara fácilmente contra el Gobierno al oír el nombre de la primer bandera colombiana que se levantase en cualquiera de las tres secciones de la recientemente extinguida gran república; un sistema de hacienda que, si lo había, no podía llamarse tal; multitud de créditos pasivos de deuda doméstica o extranjera; otra multitud de aspirantes a los nuevos destinos que se habían establecido, y por consecuencia natural otra de descontentos porque no entraban a la parte con los empleados; intereses disconformes entre los tres departamentos de que se componía el Estado; pretensiones pendientes y encontradas entre las naciones vecinas; escasez de hombres   —354→   públicos o entendidos en materias de gobierno, y escasez de luces en las de rentas y contabilidad; enojos y amenazas de parte del Gobierno del centro que pretendía restablecer la integridad de Colombia; una campaña abierta ya contra el departamento del Cauca, a fin de impedir que penetre en las provincias del Ecuador la revolución ya entonces acaudillada por el general Rafael Urdaneta, y a fin de que se conservase aquel territorio como parte integrante del Estado, conforme al querer de sus pueblos, manifestado por medio de actas; desconfianza o, más bien dicho, puntillo nacional, bien que muy encubierto, al ver que el Ecuador quedaba, como antes de constituirse, bajo el influjo de gente forastera; celos y murmuraciones contra los empleados públicos; tales eran los obstáculos con que la pobre patria, hecha ya señora y soberana, iba a tropezar en su camino, y tal la triste perspectiva con que entraba a hombrearse con las viejas naciones del antiguo y nuevo continente.

Ya veremos presentarse uno a uno, o reunidos, muchos de esos obstáculos, atajando, cual nuestras montañas gigantescas, los pasos bien o mal encaminados que se daban para conducir al nuevo Estado por la senda del progreso.




IV

El General Luis Urdaneta, pariente y amigo del que acaudillaba la revolución sostenida por el coronel Jiménez en Bogotá, había llegado a Guayaquil por el mes de noviembre. Venía desde Cartagena por el Istmo, y venía, según se descubrió después, con el objeto de secundar en el sur de Colombia el grito de rebelión dado en el centro.

Había acantonados, en la plaza de Guayaquil, el batallón Girardot, y en la de Zamborondón el Cauca y el escuadrón Cedeño. Urdaneta, a quien conocen ya los   —355→   lectores desde el grito del 9 de octubre, no era hombre de insinuación ni de influencia, cuanto más de buena fama, y, antes por el contrario, teníasele por soldado de mala índole y hasta corrompido; y con todo, sin más que hablar con los jefes y oficiales de aquellos cuerpos a nombre del Libertador y de la integridad de Colombia, logró seducirlos al momento. Jefes y oficiales perdidamente enamorados de Bolívar y del antiguo orden de gobierno, se vieron y concertaron de la manera más uniforme, y sin ningún otro examen de las circunstancias ni estado de las cosas, dieron el 28 de dicho noviembre el grito de insurrección contra las instituciones que acababan de jurar. Forjaron luego una acta infundada; desconociendo el nuevo gobierno y proclamaron al Libertador en los propios términos que lo habían proclamado los departamentos del centro.

Poco después, (2 de diciembre) la guarnición de Cuenca, compuesta del batallón Carabobo y escuadrón Húsares, siguió el mal ejemplo de los de Guayaquil, y sucesivamente las milicias de las otras poblaciones de estos dos departamentos.

Tan mal recibida fue esta insurrección que, sin embargo de hallarse presente el General Urdaneta en Guayaquil, y haberse uniformado completamente en el departamento del Azuay, las autoridades y vecinos de aquella plaza no dieron su acta de insurrección sino el 14 de diciembre, y fueron muy pocos los que la suscribieron. La escuadrilla misma no celebró la suya sino después de haberse prendido al comandante de ella, capitán de navío Leonardo Stagg, y a otros varios oficiales. Como era bien natural, ni la primera ni la de la escuadrilla se diferenciaron en cosa ninguna de la militar, y el General Urdaneta quedó provisionalmente encargado del gobierno hasta que lo dispusiera de otro modo el Libertador.

En Guayaquil, en Cuenca y en las demás poblaciones obligadas a dar eco a la voz de los cuarteles, se giró la constitución sancionada en Bogotá por el último congreso de Colombia, y aun se posesionaron de sus destinos   —356→   algunas personas que habían recibido los nombramientos del gobierno que ya no existía.

Cuando ocurrieron estos sucesos desgraciados, el General Flores se hallaba en Pasto organizando los cuerpos que había acantonados en esta plaza para sostener las manifestaciones de incorporación al Estado que habían hecho acordemente todos los pueblos del departamento del Cauca, unos de un modo llano y absoluto, y otros de una manera precaria o condicional, hasta que cesasen los disturbios del centro. El doctor Fernández Salvador, encargado del poder ejecutivo, como Presidente del congreso, fue, por ausencia del General Flores, quien tuvo que pasar por el dolor de ver alteradas las instituciones de la patria y desconocida su autoridad. Pocos días después, aun tuvo que amargarlo más, al ver que en la noche del 9 de diciembre se insurreccionó también el tercer escuadrón de Granaderos, acantonado en Quito, cuyos jefes y oficiales aceptaron en todas sus partes los términos del acta de Guayaquil.

Esta insurrección fue promovida por el coronel Sebastián Ureña, primer jefe del citado cuerpo, y a influjo de los Generales Sáenz, Aguirre y Barriga, amigos y apasionados del Libertador. Dado el grito de insurrección, depusieron a las autoridades, y, prendiendo al coronel Vásconez que hacía de comandante general, le obligaron a que entregase el cuartel de artillería, guardado por algunos milicianos.

Era de creerse que con este acontecimiento desaparecería del todo la reciente organización de nuestro gobierno, cuando por un bien meditado y atrevido ardid que idearon el General Matheu, el mismo General Barriga y el coronel Vásconez, a quien se había puesto ya en libertad, se logró prender al coronel Ureña en casa del segundo, y a otro Ureña, sargento mayor, en casa del último y que el cuerpo rebelde, en cuyo cuartel se presentó Vásconez, contando con el segundo jefe, comandante Casanova, volviese a la obediencia, y celebrase el día 11 una contra acta, Barriga y Casanova, haciendo y   —357→   deshaciendo cuanto se les antojó en el transcurso de cincuenta horas, obraron con turbulenta destreza.

El Presidente del Estado estuvo de vuelta a la capital el 17, y se ocupó desde entonces activamente en desconcertar la campaña emprendida ya por el General Urdaneta, cuyas fuerzas estaban en camino para Quito. La opinión pública de todo el departamento del Ecuador se declaró abierta y ardorosamente por la causa de la patria, y el General Flores obtuvo de los pueblos cuanta cooperación demandaban tan apuradas circunstancias. Pero nada de esto era bastante, cuando las fuerzas materiales del gobierno consistían apenas en cuatro compañías del batallón Vargas, en los escuadrones segundo y tercero de Granaderos, en el batallón Quito, que estaba recientemente en camino desde Pasto para acá, y en algunas partidas de milicianos. Arduo por demás era, por consiguiente, pensar, no en vencer, mas en sólo contener con pocas tropas a los dos mil veteranos, flor del ejército colombiano, a cuya cabeza venía Urdaneta.

Los conflictos subieron de punto con la sublevación del segundo escuadrón de Granaderos, ocurrida en Ibarra el 24, a influjo de su propio jefe, coronel Manuel María Franco, quien como los Ureñas, hizo que se victorease la causa proclamada en Guayaquil.

Al saber el General Flores que este cuerpo rebelde se había movido ya de Ibarra, con la intención de proporcionarse camino por la cordillera oriental e incorporarse con el ejército de Urdaneta, salió al punto para el norte hasta Guayllabamba con el fin de oponerse a tal intento. El escuadrón que traía a retaguardia el batallón Quito y venía como picándole las espaldas había avanzado ya por otros caminos hasta el Quinche, y Flores mandó entonces situar, a órdenes del comandante Zubiría, las compañías del Vargas en la quebrada Huapal, en Pintag. La ventajosa posición que ocupó Zubiría, la sorpresa que recibió Franco al dar con esas tropas en un punto que no temía encontrarlas, y la destreza y serenidad con que maniobraron estas, obligaron al escuadrón   —358→   a rendirse sin resistencia, y el gobierno, a lo menos por entonces, dulcificó sus amarguras.

El escuadrón fue incorporado al batallón Quito que, entre tanto, había llegado ya a la capital, y el General Flores pudo entonces destacar dos cuerpos a Latacunga, no con la resolución de que fueran a combatir, sino a lo más con el fin de retrasar los avances del enemigo, y tomar así medidas para robustecer sus filas, poner el departamento en mejor estado de defensa, y dando tiempo al tiempo, vencerle por medio del engaño y las intrigas que sugieren la guerra y la política.

El general Urdaneta había precipitado la salida de Guayaquil por librarse de la temporada de aguas que se acercaba53, y había además incorporado ya las fuerzas de esta plaza con las que traía desde Loja y Cuenca el coronel Anzoátegui. El ejército enemigo ocupó a Riobamba en los primeros días del mes de enero de 1831.

El General Flores, demasiado conocedor del poco talento y carácter indeciso del General Urdaneta, y demasiado astuto y entendido para saber emplear las maquinaciones del tiempo, le dirigió de comisionado al doctor Joaquín Pareja con el fin de que fuera a proponerle medidas de pacificación, puesto que no podían conceptuarse encontrados los intereses que de seguro iban a obligarlos a entrar en guerra fratricida. La tentativa no surtió en verdad buenos resultados; pero a lo menos se suspendieron los movimientos por algunos días, y el tiempo era para Flores el mejor elemento con que contaba. Urdaneta, penetrado seguramente de los fines de su enemigo, desechó la paz y levantó su campamento, camino de Ambato, donde entró el 14 del propio mes.

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No por esto se dio por vencido el Presidente, y confiando siempre en triunfar del rebelde por medio de la seducción y ardides, porque aun con los refuerzos que había obtenido, se consideraba flaco para resistir a las fuerzas invasoras; hizo que el Ministro de Estado le dirigiese una larga comunicación manifestando el derecho y razones que habían tenido los departamentos del sur de Colombia para constituirse como pueblo independiente, y concluyendo por instruirle que enviaba una comisión, compuesta del General Whitte y el coronel José Modesto Larrea, con el fin de que arreglasen definitivamente cuantas diferencias hubiera para establecer la paz. Urdaneta dio, por conducto de su secretario, señor Acebedo, una contestación más larga todavía que la que la motivaba, rebatiendo las razones aducidas por el Ministro, pero conviniendo al fin en que, por amor al orden y la paz, había acogido a los comisionados del gobierno y estipulado un armisticio transitorio, en tanto que nombraba a los que habían de serlo de su parte.

Efectivamente fueron nombrados los coroneles Ambrosio Dávalos y Cervellón Urbina, y se reunieron con los otros el 17 de enero en la hacienda de Pucarrumí. Los comisionados del gobierno propusieron: que se reuniera un congreso ecuatoriano con el fin de que deliberase de la futura suerte del Estado; que el General Urdaneta retirase su ejército a los departamentos del Azuay y Guayaquil; que se restableciese la correspondencia pública y el comercio; que las elecciones de diputados se verificasen con entera libertad; que se admitiesen en el congreso a los diputados del Cauca; y que se persiguiese a los asesinos del gran mariscal de Ayacucho.

Los artículos 1.º y 4.º fueron modificados por Dávalos y Cervellón Urbina, poniendo Asamblea del sur en lugar de Congreso ecuatoriano; el 1.º, 3.º y 6.º fueron aceptados; y negado el 5.º, porque adujeron la razón de que Popayán se había sometido a la deliberación de la asamblea de Buga.

Propusieron además los comisionados de Urdaneta: que, durante el tiempo en que había de congregarse la   —360→   asamblea, no se ocupase la provincia del Chimborazo por las fuerzas del gobierno; que dicha asamblea se reuniese en Riobamba, debiendo concurrir los tres departamentos con igual número de diputados; que se diesen seguridades a las personas y propiedades de cuantos en el Chimborazo se hubiesen comprometido con uno y otro de los partidos; y fuesen puestos en libertad el General Sáenz, y los demás jefes y oficiales presos a consecuencia de la insurrección de los escuadrones de Granaderos; debiendo expedírseles los pasaportes, si los pedían. Hízose igual oferta de parte de Urdaneta, con respecto a los individuos que también él conservaba presos en las cárceles o cuarteles.

Como los comisionados apenas tenían poderes limitados, no pudieron arreglar cosa ninguna de provecho, cuanto más restablecer la paz, y las conferencias terminaron al día siguiente, con motivo de una comunicación que los del gobierno pasaron a los otros anunciando la partida de Bolívar para Europa, según resultado de los impresos que acompañaron, suceso con el cual, dijeron, habían desaparecido las razones en que se fundaran las actas de los cuerpos que comandaba el General Urdaneta. Los coroneles Dávalos y Cervellón Urbina se limitaron a decir que también carecían de poderes, y que pondrían en conocimiento del General en jefe los documentos a que se refería el oficio de los primeros.

Todo este decir, conferenciar y arreglar redundó, como era consiguiente, en provecho del gobierno que había provocado el armisticio; pues el general Flores, entre tanto, aumentó sus fuerzas, organizó atinadamente unas cuantas partidas francas, fortaleció algunas alturas, remontó los escuadrones, etc., etc. Diríamos que también Urdaneta quiso ganar el mismo tiempo para que vinieran de Guayaquil parte del batallón Girardot y el escuadrón Cedeño que había dejado en esta plaza, y le llegara asimismo una parte o el todo del Ayacucho que se le había ofrecido enviar de Panamá; pero el intruso General no necesitaba de estos auxilios, porque sus fuerzas eran numerosas y aguerridas, como dijimos, y eran, por   —361→   lo mismo, más que bastantes para acabar con las del gobierno.

Como se ha visto, aun se presentaron en el campamento enemigo papeles públicos que noticiaban el viaje del Libertador para Europa; porque Bolívar, lo diremos aquí, era la persona de entidad en que mutuamente se apoyaban así los que habían fraguado la revolución como cuantos sostenían al gobierno. Las comunicaciones oficiales y cartas particulares que se cruzaron por ese tiempo, las conferencias públicas y conversaciones privadas, los periódicos y más impresos sueltos, no hablaban sino del amor y respeto que mantenían por el Libertador, y todos, todos, por violentas que fuesen las deducciones que pensaban hacer de sus raciocinios, sentaban previamente por bases indispensables las consideraciones y adoración que debían conservarse por el Grande hombre.

1831. Urdaneta, a pesar de sus cortos alcances, no se dejó embaucar con la noticia de la separación de Bolívar, y comprendiendo que el Presidente Flores sólo trataba de contener los movimientos de las tropas rebeldes, se resolvió a continuarlos, rompiendo a un tiempo el armisticio, que todavía no terminaba, y las hostilidades. Jugáronse, en consecuencia, algunas escaramuzasen Mulalillo y en las márgenes del Naxichi entre las guerrillas del gobierno y las centinelas partidas del enemigo, en que las primeras salieron malparadas; y el General Urdaneta ocupó tranquilamente a Latacunga el día 30. El General Flores replegó para Saquisilí con una columna de tropa y situó otras a su izquierda con el ostensible objeto de provocar al enemigo a que le atacara separadamente, y con el verdadero de colocarle en la incertidumbre de la marcha que debía seguir; porque mientras el Presidente contaba con muchos y buenos espías, el General Urdaneta carecía de ellos casi del todo.

Ora porque este General fuese de temperamento flemático, o porque en estos días se diese más a la crápula que la tenía de viejo, se dejó estar en Latacunga perdiendo un precioso tiempo que su enemigo lo empleaba con provecho, y se contentó con enviar un edecán, conductor   —362→   de algunas cartas de Bolívar para los Generales Flores y Sáenz, traídas por el teniente de navío José María Urvina, con el fin de desmentir lo que habían asegurado los impresos acerca de la partida de aquel, para Europa.

El Presidente, que andaba siempre tras ocasiones que le dieran campo para desconcertar al enemigo, se aprovechó de esta que tan a la mano le venía, y le disputó al General Farfán a que le hablase de nuevo por la paz y evitar así el escándalo de una contienda civil, suscitada a nombre del Libertador, cuando todos estaban conformes con ponerlo a la cabeza del gobierno de Colombia, en el caso que consintiese en semejante sacrificio. El General Urdaneta, si no por cobarde, porque probablemente le asistían algunas razones secretas para portarse como hombre dócil, se dio a partido, y el 4 de febrero acordaron entre él y el General Farfán los preliminares de una transacción. Con arreglo a estos, se reunieron el 7 en la hacienda llamada Ciénega, el Ministro Valdivieso y el General Matheu, comisionados del gobierno, y el coronel Federico Valencia y el comisario de guerra señor Francisco Antonio Córdoba, comisionados por Urdaneta, y, ajustaron las siguientes capitulaciones:

1.ª- Suspensión y término de las hostilidades, debiendo situarse las tropas de Urdaneta en la provincia del Chimborazo, y las del gobierno en las de Pichincha e Imbabura; 2.ª aunque el cantón de Latacunga no podía ocuparse por ninguno de los ejércitos, las autoridades civiles debían ser nombradas por el gobierno, 3.ª una comisión especial arreglaría la indemnización de los gastos causados por uno y otro ejército, así en el Chimborazo como en Latacunga; 4.ª otra comisión nombrada por ambas partes partiría por Buenaventura a saber de la existencia y paradero del Libertador, y si se encargaba o no del gobierno de Colombia; debiendo, en caso afirmativo, reconocer su autoridad el Estado del Ecuador; 5.ª si no existiese o se hubiese ausentado ya de Colombia, Urdaneta reconocería asimismo el gobierno del sur, y se sometería a su constitución y leyes; debiendo   —363→   proporcionar el gobierno los transportes necesarios a los jefes, oficiales y soldados que voluntariamente quisieren volverse a sus hogares o partir a la tierra que más les acomodase, previos los ajustamientos y pago de sus haberes, como lo permitieran las circunstancias del erario; 6.ª si antes de ponerse en camino la comisión a que se refiere el art. 4.º, o durante el viaje de ella, se supiere oficialmente lo que se deseaba saber y conocer, debía al punto llevarse a ejecución lo arreglado por los arts. 4.º y 5.º; 7.ª los mismos comisionados debían interponer su mediación con las autoridades del Cauca, a fin de que cesasen las hostilidades en que todavía se mantenían sus pueblos, y arreglasen las diferencias de una manera amistosa; 8.ª durante la incertidumbre de las noticias que iban a adquirirse, no podían darse ascensos, fuera de lo que demandare una justicia rigurosa, ni aumentarse las plazas de los ejércitos, debiendo aun disolverse las partidas volantes que se habían organizado; 9.ª desde el instante de ratificados estos arreglos se abrirían al comercio y la correspondencia en el Estado; 10.ª en fin, cuantos militares y paisanos se hallaban presos o detenidos por cualesquiera de las partes contratantes, debían ponerse en libertad, y las autoridades franquearles los pasaportes, si los pedían; y nadie en adelante podía ser molestado por sus pasadas opiniones políticas. Las dos últimas capitulaciones son relativas al cumplimiento de ellas, cuya seguridad se dio con el canje de dos jefes que nombraron los contratantes para que vigilasen la puntual observancia de ellas. Concluidas el día 9, se ratificaron por el Presidente en Machachi el mismo día; y por el General Urdaneta el 11 en Latacunga.

En este mismo día celebraron otro arreglo adicional, reducido a la indemnización de que trata el art. 3.º por el cual sólo debía ella extenderse a los gastos hechos en Latacunga: a que los pueblos del Ecuador reconocerían a Bolívar, en el caso condicionado, como jefe supremo, y jurarían la constitución sancionada en Bogotá: a que, en el art. 5.º, los del ejército de Urdaneta no reconocerían, sino los que quisiesen, la constitución y leyes del Estado, quedando sí comprometidos a respetarlas durante su permanencia   —364→   en el territorio; a que si se traslucieren antes las noticias a que se refiere el art. 6.º, se pondrían inmediatamente en conocimiento de los jefes canjeados para que estos las participasen al suyo; y a que se afianzaba la inviolabilidad de la correspondencia y el tráfico seguro de los correos y del comercio.

Tal fue el paradero de esta ruidosa campaña del General Urdaneta, cuyos resultados, a llevarse en adelante, habrían tal vez sido funestos para nuestras instituciones recientemente establecidas, porque de cierto, atendiendo al número y excelente calidad de las fuerzas de Urdaneta, el triunfo pudo haber sido suyo, y entonces habrían también continuado los conflictos de Nueva Granada más y más apurados.




V

No bien acababan de ratificarse los tratados, cuando llegó la noticia oficial y auténtica de la muerte de Bolívar. Para Urdaneta fue un golpe fatal, y a juzgarse por los documentos que le fueron interceptados, no pudo ser mayor su arrepentimiento por los arreglos que había hecho, y más cuando a consecuencia de estos, casi todos los jefes y oficiales de su ejército habían quedado sumamente disgustados, y las tropas comenzando a desmoralizarse desde que se les dio la orden de moverse en retirada.

Al traslucirse la muerte del Libertador en Guayaquil, a donde había llegado la noticia de ella antes que a Quito, se reunieron espontáneamente los padres de familia, y acordaron y proclamaron, por acta de 13 de febrero, el restablecimiento del régimen constitucional del Estado. Precisamente en los instantes en que se hallaban deliberando acerca de tan importante asunto, se les presentó una copia de los preliminares ajustados con Urdaneta, y como estos fueron mal vistos y recibidos por algunos de sus comilitones residentes en la plaza, se aprovecharon   —365→   los buenos ciudadanos de tales impresiones, y consiguieron que aun la misma guarnición acogiese también gustosa el acuerdo de ellos. El Vice-presidente Olmedo, que también se hallaba en la ciudad, se puso a la cabeza del gobierno, y dictó las providencias más convenientes para conservar el orden y seguridad del departamento. Una vez hecha tal proclamación en Guayaquil, era ya casi seguro que Urdaneta iba de vencida, y que en breve quedaría rendido.

Efectivamente la contra-revolución que acababa de verificarse en Guayaquil fue recibida en Cuenca con entusiasmo, y también allí se proclamó el restablecimiento del orden constitucional. Cierto que este suceso no podía aún dar fin a la guerra, mientras el General intruso fuera dueño de tantas y tan buenas tropas; mas los acontecimientos ocurridos en Chunchi y en Biblián fueron para él mortales, y desde entonces ya no hubo cosa que temerse. El batallón Cauca y la columna de Girardot, atrasados en la marcha que hacían para Cuenca, prendieron el 16 de marzo al coronel Melo y a otros jefes y oficiales, proclamaron en la primera de esas parroquias el orden constitucional y replegaron inmediatamente para Alausí a presentarse al Presidente, general en jefe, cuyo cuartel general ya lo tenía entonces en Riobamba. El cuarto escuadrón de Húsares, sabido o no lo obrado en Chunchi, hizo lo mismo en Biblián el día 22, y de seguida se vino también con iguales fines a Riobamba.

El batallón Carabobo, único de los cuerpos de infantería que había entrado ya en Cuenca, se decidió al cabo por seguir el ejemplo de los anteriores; y aunque el escuadrón Cedeño trató de oponerse a la contra-revolución, fue en vano y, por el contrario, quedó rendido él mismo. Dos compañías del citado batallón maniobraron con maestría singular una rápida operación, con la cual no pudieron dar paso provechoso los de a caballo, y fueron todos prendidos y desarmados, quedando entonces del todo debelada la mala causa de Urdaneta. Verdad es que los comandantes Peti, Guerrero y Peraza, distinguidos aun entre malos por sus inmoralidades y ferocidad, pretendieron, impíos, conservar levantadas las armas contra   —366→   la patria que no era de ellos; pero bien pronto quedaron abandonados y oscurecidos.

En cuanto al General Urdaneta, su posición vino a ser de las más vergonzosas y desesperadas; pues tuvo que sufrir reconvenciones acres y aun insultos de sus mismos subalternos y, lo que es más, aceptar la protección de una escolta que generosamente le dispensó el General Flores para que pudiera viajar por los pueblos con seguridad hasta embarcarse y salir fuera del Ecuador. Harto bien merecía los rigores de la suerte, ya que no tuvo ni resolución para combatir, ni palabra para cumplir los arreglos celebrados; pues manifestó, apenas hechos, vivos deseos de quebrantarlos, no esperando para esto sino el arribo de la Gracia del Guayas que aguardaba de Panamá, y que la Guayaquileña entrase a Guayaquil con el batallón Ayacucho o parte de él, como se lo había ofrecido el General Espinar.

Así lo demuestran las cartas; datadas en Ambato y Biobamba, y dirigidas a sus comilitones y amigos de Guayaquil, antes de saber el contenido del acta del 13 de febrero; «A mí me es muy fácil entretener a Flores hasta esperar la "Gracia del Guayas"», dice en una del 15 del citado mes, esto es, cuatro días después de ajustadas las capitulaciones.

«Cuando recibí su apreciable carta, fecha 12 del actual, ya había destrozado mi corazón, hacía dos días, la misma noticia (la de la muerte del libertador), dice en otra del 19, y estábamos pensando en Colombia la pobre, en el General Flores, el ambicioso, y en hacer una gran masa militar para formar un gobierna que lo rija la espada y corte de raíz estas guerras.... Ya habrá observado que cada artículo (de los tratados) nos ofrece arbitrios.... Veremos qué efecto obra en Flores la vista de esas cartas (las que vinieron dirigidas a este desde Cartagena) que ya le he remitido, y mi comunicación en que le ofrezco la presidencia de la república (la de Colombia) haciéndole ver sus peligros, y que me he de llevar hasta los clavos viejos para hacerle la guerra por el Cauca y el Pacífico... Anzoátegui marchó ayer para   —367→   Cuenca a preparar todo lo que debemos llevarnos, y explorar la voluntad de esos habitantes sobre si debemos marchar.... Ya dije a Lecumberri cuanto tenía Ud. que hacer por allá en orden a lo mismo».

En otra carta del 21 dice: «El ejército se halla con mejor resolución que antes para marchar contra don Juan José, pues el soldado atribuye a sus traiciones la muerte del Libertador; haga, pues, todo empeña para que vuele la parte de Girardot que le tengo pedida, como la de Cedeño, porque es imposible que Flores cumpla por su parte el tratado, y no ha de perdonar arbitrio para reducir y embrollar el tiempo. Yo no necesito más que el necesario en que debo reunirme con ese auxilio para marchar de frente; pues, entre tanto, Murgueitio o García le habrán llamado la atención por Pasto, y esto me basta para autorizar un rompimiento, lo mismo que sucederá; pues los vecinos de esta provincia (la de Chimborazo) me han protestado llegarán a embarazar mi regreso, caso que Flores tuviera con qué pagar el haber del ejército; y además me parece que igual oposición deben manifestar nuestros amigos de Guayaquil y Azuay, y por supuesto no abandonaré, porque este fue uno de los recursos que yo tuve presente para adoptar, en caso que el Libertador nos faltara.... También es muy interesante que por la Benaventura se le dirija al general Murgueitio la que le acompaño, pues en ella le hablo sobre el mismo ejército, y de la necesidad que tenemos en que marche sin demora sobre Pasto, sin hacer caso del artículo del tratado de paz, relativo a sus operaciones.... Generalmente dice toda la tropa que los ecuatorianos son la causa de la muerte del Libertador, y están locos por vengarla». Propensión es de todo caudillo alentar a sus parciales con cualquier género de invenciones, mas la de atribuir a los ecuatorianos la muerte de Bolívar, y atribuirla Urdaneta a nombre de sus tropas, sobre ser torpe como desmentida por los actos públicos con que le habían proclamado e invitádole a que viniese a morar entre nosotros, no podía surtir efecto ninguno ni en sus corresponsales ni en los capitanes de su ejército.

  —368→  

En fin, Urdaneta detenido en Puná, juntamente con otros de sus compañeros, hasta hacerse a la vela y salir en busca de mejor fortuna, tuvo que presenciar la ejecución de la sentencia de muerte pronunciada contra el coronel Manuel León (ya diremos por qué), uno de sus partidarios, y salir del Ecuador por el mes de mayo con rumbo para Panamá. Allá fue a tomar parte en la resistencia que aun oponía el coronel Alzuru, conocido por su mala reputación, y con tal motivo, después de la derrota que padecieron merecidamente, fueron ambos hechos prisioneros y de seguida fusilados.

El General Luis Urdaneta no tenía ninguna de las prendas militares que tanto distinguieron a su pariente el General Rafael Urdaneta, y la mala suerte de aquel correspondió en todo a su mala índole y malas costumbres.

El coronel León de quién hablamos, proscrito del Ecuador por haberse alzado contra sus instituciones, se alzó también contra el capitán de la goleta Luna en que fue llevado para Panamá. Desembarcó en esta plaza, y a las veinte y cuatro horas volvió a embarcarse con el capitán Sotillo y otros en número de veinte y dos, y se vino con rumbo hacia las costas del Ecuador, por vengar los agravios que había recibido, lavando sus pies (son sus propias palabras) en la sangre de este pueblo. Trató de saltar en Tumbez; mas habiéndose opuesto la autoridad local de esta plaza, se transportó en embarcaciones, menores a Machala, donde comenzó a llevar a ejecución sus malos propósitos, primero con el espanto, luego con injurias, al fin con daños. Sin embargo de saber que ya estaban debeladas las fuerzas de Urdaneta casi en el todo, se empeñó en abrirse paso por medio de los pueblos para incorporarse con ese general que aun permanecía en Cuenca. El coronel Cestari, auxiliado de los vecinos de Machala, le prendió y desarmó, y llevado a Guayaquil se le sometió a juicio por los trámites de ordenanza, y fue condenado a pena capital. Con la formación del proceso vinieron a ser descubiertos los sangrientos propósitos que traía contra los pueblos del Ecuador, y tal vez a esta causa, aun cuando el mismo Consejo de guerra   —369→   hizo las debidas recomendaciones para que se le conmutara la pena, no tuvieron cabida en el ánimo del gobierno, y murió siempre fusilado. El coronel León, eso sí, era uno de los distinguidos jefes de Colombia por su bravura en los combates; su cuerpo estaba lleno de cicatrices, y aun el rostro lo tenía tajado con las heridas que en Ayacucho recibiera.

Con la caída de Urdaneta se descartó nuestro pueblo de veinte y dos jefes (inclusos dos generales y ocho coroneles), de cuarenta y cuatro oficiales y de quince individuos de las clases o tropa; siendo pocos los que merecieron que se sintiese por ellos. Entre estos debe hacerse especial mención del General Illingworth, uno de los honrados, apacibles y de buenas costumbres que vinieron a derramar su sangre por la independencia de Colombia. Sus entrañables afectos por el Libertador, bajo cuyo gobierno y amparo podían únicamente, en su decir, consolidarse las instituciones de su patria adoptiva, le envolvieron en la impopular y malhadada causa de Urdaneta, y tuvo que padecer persecuciones, y sufrir las malas consecuencias del destierro.

Pero si la nación se descartó en buena hora de unos cuantos jefes y oficiales díscolos y atrevidos, quedaron siempre otros muchos, aparentemente rendidos y sumisos, o posando en nuestras playas o en sus inmediaciones, prontos y dispuestos a lanzarse en las revueltas, si no a exitar ellos mismos todo género de contiendas para vivir a costa de los pueblos. Y prescindiendo de los de esta clase, recibieron ascensos cuantos se habían mantenido fieles al gobierno, y la nación, aunque reconociendo la lealtad de los servidores al gobierno, quedó abrumada bajo el peso de tantas charreteras y bordados. Entre nosotros, databa desde el año de nueve la manía de pagar con ascensos, acciones que no pasan de ser propias del pundonor y deber militares.



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VI

Dijimos en el libro último que las ciudades de Pasto y Buenaventura, y muy luego Popayán misma, capital del departamento del Cauca, se habían incorporado al Estado del Ecuador. Sucesivamente habían seguido todos sus pueblos el ejemplo que dieron las capitales de provincia, sin otro desacuerdo, como anunciamos antes, que el haberse declarado unos provisionalmente, mientras durasen los disturbios del centro, y otros sin condición ninguna.

El congreso del Ecuador, discurriendo y obrando con circunspección y lealtad, se había limitado a declarar que el colegio de plenipotenciarios de los Estados de Colombia sería el que por la ley fundamental, fijase los límites de los territorios.

El General Flores, fuera por librar al Estado del contagio de la revolución del centro, fuera que estuviese persuadido del derecho con que esos pueblos podían libremente incorporarse a los Estados del sur o centro, fuera, como quieren sus enemigos, por pura ambición o deseos de extender el territorio de la nación que regía; se apresuró a trasladar a Pasto dos cuerpos de infantería para que la resguardaran, y el mismo se fue poco después con el fin de arreglar la provincia de ese nombre, y proteger las manifestaciones de su voluntad. Ya vimos cómo, sin embargo de esto, tuvo necesidad de sacar de tal ciudad el batallón Quito, con motivo de la insurrección promovida por Urdaneta en Guayaquil.

Las actas de los pueblos del Cauca se habían celebrado desde antes que se diera la declaratoria del 16 de noviembre por la asamblea de Buga, por la cual se reconoció al General Rafael Urdaneta como encargado del mando provisional de Colombia, en los mismos términos que le reconocieron las de Bogotá y otras provincias. Y como, fuera de esto, no se la llevó adelante, sino que más bien fue contradicha por el acta del 1.º de diciembre, celebrada en Popayán, la capital del departamento, el General   —371→   Flores ya no tuvo embarazo ninguno en expedir un decreto ejecutivo, declarando formalmente incorporados esos pueblos al Ecuador; y esos pueblos juraron la constitución del Estado, y recibieron las autoridades que el Presidente tuvo a bien nombrar.

El General Urdaneta, como cabeza del gobierno que regía en el centro, se dirigió oficialmente al General Flores pidiendo la devolución de Pasto, cuya incorporación al Ecuador era la única de que hasta entonces pudo tener conocimiento. Fundose para tal demanda en la declaratoria de la asamblea de Buga, y como el Presidente, arrimándose a la del 1.º de diciembre, se negó a tal devolución, la pertenencia del Cauca llegó a ser objeto y causa de una larga contienda, y a producir tamaños disgustos entre el Ecuador y Nueva Granada, aun desde mucho antes que esta se constituyera. Por entonces, el buen pulso e indecisiones del Libertador, el aspecto bélico en que se mantenía Venezuela por conservar su reciente modo de ser, y, sobre todo, la insurrección levantada por los Generales Obando y López contra el gobierno de Urdaneta, según lo expusimos en su lugar; impidieron venir a las manos, y las cosas no pasaron de bravatas y amenazas.

El Presidente del Estado, fuera ya de las atenciones en que había entrado por la insurrección del 28 de noviembre, de la cual se libró mañosa y airosamente, volvió a colocar en Pasto un cuerpo de infantería, aparte de la mitad del Vargas que desde meses atrás se hallaba en esa plaza. Entre tanto, como los disidentes de Nueva Granada continuaban metidos entre los conflictos que dejamos relatados en su lugar, quiso también nuestro Gobierno contribuir a la pacificación de los departamentos del centro, y dispuso que la goleta de guerra Guayaquileña saliese tras la Ismeña y la rindiese, como en efecto fue rendida el 28 de marzo por el comandante en jefe, coronel Soulin. Poco después envió para Panamá una columna de tropa a órdenes del comandante Pedro Mena, con el objeto de que contribuyese a destruir la facción levantada por el coronel Alzuru, como también fue destruida. «La columna ecuatoriana que venía a la   —372→   vanguardia, dice el Boletín de Panamá núm. 7.º del 27 de agosto, rompió el fuego, y con algunos cortos tiros del resto del ejército se pusieron en vergonzosa fuga Auzuru y sus viles secuaces». Aun el General Hilario López; puesto después del combate de Palmira a la cabeza de la división que iba a combatir contra los facciosos del centro, no obró sino como auxiliar del Ecuador, según él mismo lo expuso al Vice-presidente Caicedo, y aun según se explicó oficialmente con nuestro gobierno. Últimamente, habiéndose dado por el Prefecto del Cauca la noticia de que todavía quedaban en pie algunas reliquias de los disidentes en Cali, y pedido con tal motivo que se le enviasen de ciento cincuenta a doscientos veteranos, dispuso el gobierno que el batallón Quito se trasladase a Popayán a mantener su tranquilidad.

Por sanas y rectas que sean las acciones del hombre, nunca faltan quienes las interpreten a su antojo, y los enemigos del General Flores discurrieron que la ambición, y no otro ningún motivo, le movió a dar este paso para que, en son de guarecer a Popayán, fuera ese cuerpo a influir en los habitantes o, cuando menos, a estorbar el que deliberasen libremente sobre si habían de pertenecer al Estado del sur o al del centro. Mas, por las instrucciones que se dieron al coronel Zubiría, quien debía ponerse a la cabeza del cuerpo y encargarse de la comandancia general de ese departamento, se comprende que aquel paso fue obligado por la necesidad, y que, por parte del General Flores, se respetó la libertad de los caucanos.

Estas instrucciones, fechadas el 1.º de setiembre, contienen, después de las relativas al movimiento del cuerpo, las siguientes: «5.ª el Gobierno está íntimamente persuadido de que el Gobierno del centro no abriga miras hostiles contra el Ecuador, y que las tropas que vienen son las mismas que fueron de auxilio desde el Cauca, y que a la fecha se habrán licenciado seguramente, como sucedió con la columna Zarria. 6.ª En el caso de que efectivamente se presente en el Cauca alguna fuerza granadina con miras hostiles, el señor coronel Zubiría se retirará a Pasto dando antes una proclama a los   —373→   habitantes del Cauca, en que se diga que el Gobierno del Ecuador, consecuente a sus promesas, le ha ordenado preferir una honrosa retirada, antes que disparar un fusil contra unos hermanos cuya libertad respeta. 7.ª Para cumplir con el antecedente artículo examinará la opinión general de esos pueblos, y con especialidad la del vecindario sensato».

Vese, pues, que el Gobierno del Ecuador obró con laudable moderación y tino al limitar sus procedimientos, con respecto al Cauca, a preservarle de la guerra en que estaban las otras provincias gradinas, y que había contribuido también al restablecimiento del orden en el departamento del Istmo. Aun en las instrucciones reservadas que se dieron al encargado de los negocios del Ecuador en Bogotá encontramos la siguiente: «En el caso de que el Gobierno del centro le exija la restitución del gobierno del Cauca y Pasto, le manifestará que el Gobierno ecuatoriano está muy distante de aspiraciones locales, y que se somete gustoso a la resolución del congreso de plenipotenciarios que debe fijar los límites de los Estados».

Por lo demás, las elecciones primarias, electorales y de diputados para el primer congreso constitucional se verificaron tranquilamente en todas las provincias del Cauca, y llegado el caso de la instalación concurrieron los correspondientes a este departamento, juntamente con los del Ecuador, Guayaquil y Azuay.




VII

Tales eran los antecedentes y rumbo que habían tomado los acontecimientos relativos al Cauca, cuando por conducto del Ministro de lo Interior, esto es por órgano que no era el regular, pasó el Gobierno del centro la comunicación oficial de 22 de julio, solicitando la devolución del departamento cuestionado como parte integrante de Nueva Granada.

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La reclamación tuvo su fuente en la respuesta que el Prefecto del Cauca dio al Gobierno de Bogotá, con motivo del decreto de 7 de mayo expedido por el Vicepresidente Caicedo, convocando una convención, y por el cual llamaba a los diputados de los departamentos, con inclusión de los del Cauca. El prefecto Arroyo había contestado que daba cuenta a su gobierno (el del sur) con las comunicaciones recibidas del centro, porque a él no le era dable contrariar la voluntad de los pueblos del Cauca, unidos al Ecuador por su seguridad y bienestar futuro, mientras una asamblea general de la nación fijase les límites de cada Estado; que todo el departamento había jurado ya la constitución, y procedido a las elecciones primarias para las de diputados; y que si llegara a cumplir las órdenes del centro, todos los pueblos del Cauca levantarían el grito contra el Prefecto, quejándose de que volvía a envolvérselos en la guerra civil.

El Ministro del gobierno del centro fundó sus cargos y reclamaciones en que la agregación de los pueblos del Cauca al Ecuador no podía conceptuarse sino provisional, como aconsejado por las circunstancias del tiempo; mas, queriendo en todo caso conservar inviolables las instituciones de la república de Colombia, y su fidelidad a las autoridades legítimas. Pero que, restablecido ya el gobierno constitucional, aceptada y jurada en todas las provincias del departamento la constitución del año 30, y reconocidos los empleados superiores que ella estableciera, debían volver a la unión con que la naturaleza y las instituciones políticas los habían ligado a los demás de los departamentos centrales.

El gobierno del Ecuador se limitó en su contestación a decir que, si era cierto que el Cauca jurara la constitución del año 30, lo había hecho hipotéticamente; esto es, en el concepto de que prevaleciera el sistema central desechado por la voluntad general, quedando los pueblos por consiguiente en pleno ejercicio de los derechos primitivos para conservar su existencia, y buscar la asociación política que fuere más conforme a sus conveniencias; que el territorio del Cauca era tan independiente del Ecuador y de Nueva Granada como los demás del   —375→   centro, y que ninguno de los Estados podía decir que tenía posesión de él: que si se atendía a la antigua demarcación, la provincia de Popayán fue siempre parte integrante del reino de Quito, sujeta en lo judicial hasta la época de la transformación política; y que, convencido de estos principios, no había podido menos que dar acogida y amparo al voto libre y espontáneo de aquellos pueblos.

Mientras se cruzaban estos y otros oficios, relativos al mismo punto, los papeles públicos de Nueva Granada y Ecuador, y especialmente los primeros, se presentaron furiosos y hasta sucios, que no descomedidos, y virulentos, despedazándose mutuamente con denuestos a cual más graves, que, a decir verdad, deshonran la prensa de aquellos tiempos. El Cauca, hecho la manzana de la discordia, no podía él mismo saber cuál sería su paradero, sin que tampoco podamos nosotros afirmar cuál, de cierto, era su genuina voluntad, porque bien natural es que sus habitantes se hallasen divididos en los afectos, según los vínculos de sangre, amistad o intereses con los del centro o sur del antiguo virreinato. Lo que sí puede asegurarse es que los pueblos meridionales del departamento estuvieron más decididos por el Ecuador, y los septentrionales por Nueva Granada, sin otra razón que la sencilla y muy concluyente de que los pueblos quieren tener más expedito el despacho gubernativo en todos sus ramos.

El diputado Valencia, a cuyo decir nos arrimamos, por ser uno de los más ilustrados del departamento del Cauca, y entonces el más competente para hablar de la materia, se explicó en dicho sentido en la sesión del 3 de octubre, en que el congreso se ocupaba en ella. Necesítase de tino y detención, dijo, para resolver este punto, ya que las manifestaciones de algunos pueblos han sido simples y absolutas, y las de otros condicionales o reservadas, pues puedo exponer asertivamente que la agregación de los pueblos del Cauca fue libre y espontánea, mas no puedo asegurar lo mismo respecto de los pueblos del norte.