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XII

Los indios de esta misma provincia, que viven reunidos en sociedad, y hasta los cuales alcanza la acción del Gobierno, constituyen una clase media entre los que viven con nosotros como civilizados, y los idólatras metidos en el fondo de las selvas. Su carácter y costumbres, su inocencia y humildad son de las mejores que pueden apetecerse. No conocen el robo ni otro género de vicios mayores, con excepción, ni había para qué decirlo, del de la embriaguez, el achaque general de esta raza miserable, que los presenta ridículos y despreciables, en brutal ignorancia y reducidos a pobreza absoluta, porque sólo para beber y embriagarse contraen costosas y graves obligaciones, como las impuestas por las alcaldías, priostazgos, etc., etc.

Estos y todos sus compromisos públicos los festejan con bailes, pero ¡qué bailes! Reúnense treinta, cuarenta, cincuenta o más, cada uno con su mal tamborete, y tocándolos cuanto más duro pueden, se entran como en procesión en tal o cual casa de las que pretenden honrar con tan infernal orquesta. Como las casas son grandes, pues se las construye para que las ocupen cuatro, seis o más familias, y los departamentos de ellas se dividen sólo por los fogones colocados a cierta distancia, según el mayor o menor número de los individuos que las componen; alcanzan a entrar todos, y comienza a dar vueltas al ruedo de las estancias, no bailando, sino moviendo los cuerpos de un lado a otro. Dan cuatro o seis vueltas, y entonces los dueños de la casa reparten a tales bailadores una taza de chicha de yuca o de aguardiente de plátano, en pago de la visita con que los han honrado, y entonces echan estos un viva a los dueños, como   —476→   remate de la honra, y se bajan y se van a otra y otras casas con igual objeto y para iguales resultados.

Los comestibles, entre tan buena gente, son comunes y los comparten con cristiana fraternidad. Son muy respetuosos para con las autoridades, y más todavía para con sus párrocos, a quienes de ordinario aman entrañablemente.

Su candor y sinceridad llegan hasta el término de que, en las ocasiones que viven con ellos algunos blancos y se les pierde algo, se acerca llanamente el dueño de la cosa perdida al que tiene por culpable del hurto y le dice: vuélveme tal cosa que me has robado; y si se contesta que el robo se habrá cometido por alguno de los mismos indios.- No, le replican: nosotros no sabemos robar, y sólo los caballeros (blancos) roban.

Desde el año de 1846 en que, respecto de estos indios, quedó vedado el tributo, viven pagados del Gobierno. Hasta ahora poco sólo se quejaban de los repartos de lienzo que eran, más o menos, las mismas reparticiones de que tratan Juan y Ulloa en sus Noticias secretas; esto es, las de que los Corregidores, cuando los había, y después los Gobernadores y, a veces, los párrocos los obligaban a recibir, a cambio de cierta cantidad de oro en polvo que debían entregar al vencimiento de cinco semanas. Por cuatro varas de lienzo ordinario, por ejemplo, tenían que dar un castellano de oro. La ganancia como se ve, era por demás exhorbitante en un negocio en que no había riesgos de ningún género.

Como este era derecho que se habían arrogado los dichos señores, correspondía sólo también a ellos permitir o negar que los repartos se hagan por otros blancos; y de este modo, sobre enriquecerse a poca costa y en daño de terceros, tiranizaban o siquiera retraían a cuantos comerciantes pudieran excitar la competencia, y a atemperar así la codicia de los otros.

Los záparos, cuya población va menoscabándose día a día por las pestes que de continuo invaden sus húmedas y mal formadas chozas, andan dispersos y desnudos,   —477→   se acercan sin recelo a los pueblos cristianos, y trabajan algunas horas del día a cambio de un cuchillo ordinario o de un pedazo de lienzo. Los que moran a las cabeceras del Pastaza se visten de telas de algodón tejidas a mano por ellos mismos, y casi todos los de la provincia se prestan a trabajar de buena voluntad, cuando algún blanco se anda en busca de zarzaparrilla o caucho para exportarlos.

Los habitantes del Napo, que se dicen cristianos por estar ya bautizados, y no más, apenas acostumbran rezar mal un Padre nuestro, y contestar mal a las preguntas del Catecismo del padre Astete. Su religión consistía en poseer unas cuantas malas efigies de la Virgen, bajo sus diversas advocaciones, y en celebrar las fiestas señaladas para su culto, sino de propia voluntad, obligados por los antiguos párrocos, y conviniéndose por aprovechar de la ocasión para beber y embriagarse. Los párrocos se andaban de pueblo en pueblo, celebrando matrimonios entre niños que casi no habían entrado todavía en la pubescencia, y, quiéranlo o no lo quieran los indios, celebraban también fiestas a los santos y recogiendo camaricos. Estos eran de dos clases: unos correspondientes a las fiestas de la Iglesia, y otros a la de los matrimonios. Por los primeros, los priostes tenían que dar al Cura ocho gallinas, cuarenta y ocho huevos, yucas, plátanos, frutas y algunos útiles de barro para la cocina; por los otros, aparte de lo anterior, los novios tenían la obligación de darles de almuerzo dos gallos asados y alguna cosa más. Por los matrimonios pagaban, cuando era en oro, dos y medio castellanos; si en plata, veinte reales; si en pita torcida, diez libras; y si en floja, veinte. En los pueblos obreros, donde hay escasez de gallinas, pagaban por las fiestas dos castellanos más de oro, y uno más por los matrimonios. Hoy, a Dios gracias, han desaparecido estas malas costumbres, desde que los misioneros jesuitas fueron establecidos en la Provincia.

Los camaricos establecidos en la provincia de Oriente no fueron de invención de los salvajes, sino llevados por los que iban de Curas. Durante la temporada de las fiestas,   —478→   que se llevaba la mayor parte del año, los indios tenían que mantener a los curas y servirlos con sus canoas, personas y cuanto más podían; pues, supersticiosos hasta lo sumo, temían que los excomulgasen, y antes preferían toda suerte de penalidades que la de recibir una maldición, como los indios llaman la excomunión.

Como se ve, los sacerdotes destinados para los curatos de montaña, según se llama, no lo pasaban tan mal entre los bosques; pues, fuera de lo dicho, contaban con toda seguridad el pago de la primicia. Y dicha sea la verdad, si los Gobernadores y párrocos del Napo hubieran comprendido o, más bien dicho, desempeñada los unos sus obligaciones cual debían, y los otros su misión, no habría habido como pintar la tranquilidad de que hubiesen gozado sus moradores, ni su progreso, y aun el de la República, tal vez. Los Gobiernos civil y eclesiástico debieron meditar detenidamente acerca de la índole de los hombres a quienes destinaban para el régimen de esos pueblos, y comprender que estos demandaban personas de buenas costumbres y despejada inteligencia.




XIII

Del muy corto bosquejo que hemos hecho de las costumbres de nuestro pueblo, resulta que si las más de ellas son incultas o extravagantes, y otras viciosas, no por esto podemos avergonzarnos a los ojos del viajero ilustrado y observador que sabe y conoce al justo cuántas y cuáles son las de las grandes y civilizadas ciudades de Europa. Del todo desconocidos a nuestro pueblo aquellos crímenes con que la refinación de la maldad ha hecho gritar al pudor y a la humanidad, podemos considerarlos todavía en estado de inocencia. El día que se afiance la paz del continente americano, ahora por desgracia frecuentemente interrumpida y por añadidura sin poder fijar su término; cuando alcancemos a comprender la índole y costumbres de los hijos de la Nueva Inglaterra,   —479→   que les hace aborrecer la holgazanería y ver los placeres de los sentidos con desdén; el día que Gobiernos ilustrados y justos lleguen a regir nuestro pueblo manso y dócil por demás, y le rijan con las mismas consideraciones y respeto que los gobernantes piden para sí, ese día comenzarán la corrección y mejora de nuestros hábitos, y abrigaremos la esperanza de ponernos a la altura de las naciones laboriosas, cuya industria y buenas costumbres admiramos y envidiamos.





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ArribaAbajoDe «Ecuatorianos ilustres»

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ArribaAbajoJuan de Velasco

Los pueblos que no tienen historia son como las plantas de los desiertos, no apuntadas todavía en el registro de las ciencias naturales; plantas que vegetan sin fama, sin distintivo ni siquiera nombre, y que, a diferencias de las sativas y de las ya examinadas y analizadas, ni se sabe para lo que valen ni para lo que podrán valer. Vivificadoras o dañinas, antídotos o venenos, ahí se están oscurecidas y olvidadas; ahí donde ni el naturalista puede clasificarlas, ni el químico descomponerlas ni el farmacéutico confeccionar con ellas; ahí donde Dios quiso que brotasen, se desarrollasen y muriesen, pero sin que haya quien diga en dónde, hasta dónde y cuándo.

Del siglo XVI para acá, ora propia o ajena, ora objetiva o incidentemente, ora romancesca o fidedigna, no ha habido pueblo, provincia o comarca que no tenga su historia; y tiénenla en efecto los siberios, los tártaros, los beduinos y hasta esos pobres seres, medio hombres, medio monos, que yacen entorpecidos bajo el cielo abrasador del África central. Sólo el pueblo que hoy lleva el   —484→   nombre de Ecuador, sucesivamente Tribu, Cacicazgo, Reino, Imperio, Presidencia, Sección, Estado y República, no la tenía ni llegó a conocerla sino más de dos y medio siglos después que fue conquistado por Benalcázar.

Cierto es que los eruditos y anticuarios de los siglos XVII y XVIII y XIX conocían algo de la historia de su pueblo por las obras de Acosta, Garcilaso, Gómara y nuestro compatriota el indígena Collahuazo; mas, fuera de que ellas no se contraen al Reino de Quito propiamente dicho, según era conocido entonces, las narraciones eran limitadas a tal o cual período de tiempo, o tal o cual suceso particular; y escasas y poco difundidas como andaban, casi mutiladas y truncas, ni podían satisfacer a los inteligentes ni menos ser conocidas del pueblo, la mayoría de la nación, que para comprender su historia, necesitaba tener una que fuese propia, arreglada y completa. Fuera de lo que había llegado a sus oídos por la tradición, frecuentemente apasionada y novelesca, nada sabía hasta que el presbítero don Juan de Velasco, hizo a su patria el digno obsequio de la Historia del Reino de Quito.

Velasco, descendiente de una antigua y noble familia, de España, nació en Riobamba en 1727. Su educación, como la mayor parte de los colonos de la Presidencia, la recibió en Quito, en el colegio de San Luis, que corría al cuidado de los regulares de la Compañía de Jesús. A juzgarse por la conducta de Velasco cuando ya desempeñaba los oficios divinos, podemos decir que su vocación por el sacerdocio fue verdadera, pues era mirado coma ejemplar de virtudes sacerdotales y como esos pocos que, sin contentarse con predicar y aconsejar, ponen por obra lo que predican y aconsejan. Su nombradía como hombre instruido en el conocimiento de las ciencias eclesiásticas se mantuvo, además, a la altura a que habían llegado tantísimos otros de los muchos en que abundaba la compañía de Jesús.

La reputación de esta Orden estaba por entonces en el olimpo de la fama, y Velasco, ora seducido por ella,   —485→   ora por afición o cariño a sus maestros u otra causa, prefirió la de San Ignacio, a la cual se incorporó en 1747. Cuando ya había recibido la potestad de consagrar el pan eucarístico y ungir a los enfermos, y manifestádose por sus talentos y saber como capaz de dirigir una cátedra, fue mandado para Ibarra a encargarse de la enseñanza de la filosofía en el Colegio de la Compañía de esta Ciudad; y parece que desde entonces, en sus ratos de descanso, comenzó a empaparse en la lectura de cuantas obras se habían escrito acerca de la historia de su patria. Posteriormente rigió otras cátedras y en otros lugares, y se consagró también a la divina misión de domar y catequizar a los infieles.

Para un americano instruido como Velasco, y con las ventajas de poder proporcionarse cuantos libros atesoraba la Compañía, y cuantos manuscritos tenían ordenados muchos de sus correligionarios, principalmente los misioneros, no podía haber lectura más interesante y provechosa que aquella; y Velasco, por la fama bastante difundida de su instrucción, hacía figura, entre sus compatriotas, como un anticuario muy versado, a cuyo saber podía recurrirse muy confiadamente para conocer o aclarar los sucesos más antiguos.

Poco satisfecho con los conocimientos que poseía y deseoso de perfecionarlos por sí mismo, arrojose, como don Pedro Maldonado, a cruzar casi en todas direcciones este nuestro suelo por demás encumbrado o abandonado y abatido, con montes cuyas cúpulas se elevan hasta el cielo y simas que horrorizan por su profundidad, con selvas y páramos sin fin, con ríos y torrentes embelezadores o espantosos; y cuando ya había tocado aquí y allá por seis años continuos, conferenciando con los ancianos entendidos, dirigiendo y recibiendo cartas y consultas, herborizando, recogiendo y examinando las plantas desconocidas, visitando los restos de antiguos monumentos y empapándose más y más en las lenguas de los Quitus, Shiris e Incas; parose en medio de estas nobles fatigas por aquel golpe de Estado que se dictó en el sitio real del Pardo en abril de 1767. No sabemos si se había consagrado   —486→   a tan provechosas tareas resuelto desde entonces a escribir la historia de su patria, que es lo más probable, o si emprendió en ello sólo por obedecer la orden de Carlos III y recomendaciones de sus superiores a tal respecto. Si la orden y recomendaciones le hubieran sido comunicadas seis u ocho años antes que saliera de la Presidencia, es de creer que la obra habría sido también publicada inmediatamente en la Península, y el autor, gozado entonces de una satisfacción que no alcanzó a tener durante los largos y últimos años de su destierro humilde. Pero recibidas a destiempo y envuelto en la caída de los jesuitas por la pragmática sanción de 1767, perdiose tan excelente oportunidad, y Velasco, atravesando de largo todo el territorio granadino hasta Cartagena, embarcose en esta plaza y partió para Italia, la patria común de todos los cristianos y albergue de puertas francas para los desterrados de todos los tiempos y de todos los pueblos. Después de haber recorrido alguna parte de Francia, Alemania y casi toda la Italia, se fijó en Faensa, cuna de Torricelli.

Llevaba ya gastados veinte años en recoger, coordinar y extractar los impresos y manuscritos necesarios para su obra, cuando fue acosado por una enfermedad rebelde que comprometió sus tareas y salud por nueve años, y resolviose a condenarla a perpetuo olvido, como dice él mismo. Pero no pudo resistir a las nuevas instancias de personas que conocían su mérito y lo adelantado de su trabajo, y determinose a llevarlo adelante, reformando el plan de destinar la mitad de la obra a la refutación de los errores y doctrinas de los que, mal instruidos o conocidamente prevenidos, habían escrito contra el suelo, naturaleza y clima de América, e ignorancia, carácter y costumbres de sus hijos. La obra, según el primer plan, debía salir en cuatro o cinco gruesos volúmenes, mas, con motivo de la reforma, a que principalmente le obligó la falta de salud, fue reducida a tres más cortos. El primero contiene la Historia Natural, dividida en cuatro libros; el segundo la Historia Antigua, en cinco; y el tercero, la Historia Moderna, en otros cinco. La dató en   —487→   Faenza el 15 de marzo de 1789 y la dedicó a don Antonio Portier, Ministro de Carlos IV y protector de las ciencias.

Hemos dicho que hubo una real orden de Carlos III, por la cual se dispuso que alguno de los regulares de la Compañía de Quito se dedicase a escribir la historia de este pueblo, porque efectivamente es a este monarca, uno de los más ilustrado s Reyes católicos, a quien debemos la que compuso nuestro compatriota; siendo demasiado sensible que no la dictara sino uno o dos años antes que la citada pragmática.

Velasco, fuera por haber abandonado ya su obra o por efecto de un resentimiento natural contra quien decretara la expatriación de los jesuitas, no la remitió a España sino después del fallecimiento de Carlos III, y, sin embargo, quedó olvidada y empolvada en los archivos públicos de Madrid o en el retrete del Ministro Portier, y se mantuvo inédita por medio siglo hasta que los mismos compatriotas de Velasco y la imprenta libre de su patria vinieron a darla a luz sucesivamente desde 1841 a 1844. La incuria de entonces dio lugar a que se publicara primero traducida al francés en 1840, que en su lengua original67.

Antes de ocuparnos en el examen de la obra, digamos algo de las dificultades que se presentaron para su publicación, y de esa indolencia, por no decir más, con que miramos las glorias literarias de la nación y con que pagamos a los hombres que se interesan por ensancharlas. La Historia del Reino de Quito conserva, respecto de su publicación, un recuerdo bien triste para el Gobierno y los ricos del Ecuador, pues tuvo sus Aventuras de un manuscrito, y tuvo que venir para América y regresar para Europa, y volver a ir y volver a venir. ¡El Pacífico o el Atlántico podían habérselos tragado, y quedado entonces   —488→   nuestras frentes tildadas con la estampa de la ignominia!

Hallábase el señor José Modesto Larrea en Francia por los años de 1822 a 1825, cuando supo que los manuscritos paraban en poder del Presbítero don José Dávalos, sobrino, paisano y fideicomisario de Velasco, e inmediatamente ocurrió por ellos a Verona, donde le fueron entregados con condición de que habían de uniformarse los documentos con las citas y corregirse algunas faltas relativas a la historia natural. El señor Larrea mandó encuadernarlos en París, y no encontrando allá una persona que se encargase de esos trabajos, los trajo inéditos para Quito, donde, aunque se pusieron a dirección de personas competentes para el intento, nunca se agregaron las clasificaciones que faltaban a la historia natural, y quedaron como antes. Los manuscritos no trataban ni de la nauseabunda política americano-española ni de empresas o especulaciones industriales, y el gobierno y los ricos, a quienes tocaba impulsar la publicación, los miraron como cartapeles y se olvidaron de ellos de todo en todo. Larrea volvió a llevarlos en su segundo viaje (1837) con el objeto de mandarlos imprimir; mas, por desgracia para la nación y para el mismo conductor, fueron a ponerse en París a cargo de un francés poco idóneo que, arrogándose derechos que no tenía, alteró los manuscritos y dio a luz un primer fragmento desfigurado y galicano que excitó muy justamente a la censura de nuestros compatriotas. Ordenose que se recogieran, y todavía hubo dificultades y bastante tiempo que vencer para restaurarlos del francés depositario de ellos. Volvieron, pues, a repasar los mares por cuarta vez, hasta que al fin, habiéndose encargado de su edición, el malogrado joven señor Agustín Yerovi publicó la obra, fuera de los Apéndices, íntegra y completa, cual la escribió el autor y cual corre por el mundo literario.

El señor Larrea, el hombre rico, generoso y amigo de su patria; el hombre de buen gusto con cuyos repetidos y espléndidos banquetes daba brillo y fama a esta tierra ingrata (digámoslo de paso), cuyas imprentas no alzaron   —489→   a su muerte, una sola vez, un solo acento de dolor que manifestase el sentimiento público por la pérdida de quien había hecho figura desde los tiempos de Colombia y obtenido en el Ecuador los empleos de más nota hasta el de Vicepresidente de la República; se suscribió con setecientos pesos para cien ejemplares, y gracias a esta suma que debe causar desmayo a los de mano escasa, la empresa se llevó a cabo y la patria posee una historia nacional, la primera, entre nosotros, que ha descorrido el velo de las antigüedades ecuatorianas. Si la obra no es de un mérito cabal, tiene el necesario para instruirnos, deleitarnos e interesarnos con la narración de esos acontecimientos correspondientes a los tiempos rudos de los Quitus y los Shyris, y con las acciones de guerra de un Quisquís, Calicuchima y Rumiñahui.

El autor de la Historia del Reino de Quito conocía científica y prácticamente la comarca que fue teatro de los sucesos que refiere, y su narración hace palpar toda esa suma de instrucción tan necesaria para el desempeño de semejante obra: los acontecimientos están descriptos tales cuales pasaron, según el testimonio de aquella multitud de autoridades que consultó y tuvo a bien citar68; y su imparcialidad, sino muy ajustada en cuanto al origen, desenvolvimiento y resultados de las guerras civiles suscitadas entre Atahualpa y Huáscar, es por demás clara y patente con respecto a las prendas y reinado de Huaina-Cápac, y al porte, valor, ecuanimidad y altibajos de los conquistadores españoles. El autor europeo por la raza y americano por el nacimiento, escribiendo la obra fuera de su patria y lejos asimismo de la metrópoli, gozó de toda la libertad que era conveniente para no dejarse conmover ni por la desventurada suerte de los colonos, ni arrebatar por las lisonjas y sugestiones de los   —490→   colonizadores; y la muy recta y sana moral, bien sostenida en toda la obra, es una cualidad relevante que no le han negado ni sus censores.

El plan, es cierto, no es de los mejores, ni dejamos de convenir en que el candor de Velasco, excesivo como es, lejos de ser una cualidad provechosa para refrenar la malicia con que los historiadores se saborean dando a los hechos más importancia que la merecida, le fue perjudicial, no sólo por la falta de discernimiento con que debió despreciar los sucesos de poco interés, sino también por la ceguedad con que acogió algunos hechos conocidamente falsos y algunas tradiciones absurdas. A veces, hace más bien de abogado que de juez; mas lo de ordinario es que, corresponde debidamente al papel de historiador. Los datos que ha recogido son tan curiosos y hay tanta sencillez y sinceridad en sus juicios y manera de formarlos, que bastarían estas prendas, aunque no tuviera otras, para mirar su obra como interesante.

En cuanto al ornato y dignidad del lenguaje, el achaque principal con que le censuran los criticastros, pagados del mal gusto de ver amontonadas las metáforas e imágenes sin fin, debe tenerse presente que era el de su tiempo, y que, si carece de elegancia, amenidad y bellezas, se halla, en cambio, exento de esa peste envenenadora de galicismos con que en el día hemos echado a perder la galanura y majestad del idioma puro y solariego de los buenos hablistas del siglo XVI. Ufánense cuanto quieran de su buen gusto, por el rumbo y falsos matices con que los escritores afrancesados, encumbrándose en alas de su fantasía a la región de las nebulosas, y pasmándose con sus frases y períodos intrincados, nos dejan acá en la tierra más pasmados todavía de no poder penetrar ni en el objeto ni en el sentido de sus imitaciones lamartinianas. Por lo que hace a nosotros, admiradores de lo claro, natural, conveniente y puro, hallamos en el lenguaje de Velasco claridad en la narración, naturalidad en los pensamientos, conveniencia en el tono histórico, pureza en el uso de las voces y en la sintaxis; y apreciando estas cualidades hasta el punto que se sostienen,   —491→   y no más, preferimos su estilo seco y desabrido pero propio e inteligible, a ese otro impertinente fantástico y vago, vacío de nexos y plagado de antítesis, voces enfáticas y oraciones elípticas que constituyen la pompa y gala de los escritores galicanos, propagados, por desgracia y por demás, en cuantos pueblos se habla la lengua que era de Castilla.

La Historia Natural del padre Velasco, científicamente hablando, no puede llamarse tal; pues no ha tratado esta materia como sabio ni para los sabios, sino como un labriego instruido y diligente, y para el vulgo. Pudiera decirse que no estudió esta hermosa parte de las ciencias, pero esta es suposición demasiado aventurada; pues, examinando el modo y forma como están tratadas la zoología, botánica y mineralogía, y las divisiones principales de sus géneros, no faltan, para ser mirado como naturalista, sino la nomenclatura de las voces y la clasificación de las especies, trabajo de muy fácil desempeño, y que, reservado seguramente por esto para las últimas pinceladas de la obra y no habiendo podido realizarlo a causa de sus achaques, lo recomendó a su fideicomisario. Este, como dijimos, hizo igual encargo al entregar los manuscritos, y el resultado es que, a causa de aquellas faltas, la obra, aunque bien reputada en América, no ha alcanzado en Europa la nombradía que obtuvo la de su correligionario, el chileno don Juan Ignacio Molina por su Sagio sulla storia naturale del Cile, por la cual se juzga severamente la de nuestro compatriota. La diferencia principal que se hace notar muy justamente es la de las indicadas faltas, pero debe reflexionarse que Molina logró publicar su obra en 1782, cuando en Europa no se tenían más noticias de América que las publicadas tan de ligero por los señores Paw, Reinal, Buffon y Robertson, cuando no estaba aún muy afamada la magnificencia de la naturaleza americana y cuando acababa de excitarse el interés del Viejo Mundo por las galas y asombrosos fenómenos del Nuevo. La obra de Molina, ceñida lealmente al sistema y método de Linneo, echó a tierra el juicio aventurado de los naturalistas de Europa, procediendo de ahí el vuelo que tomó su reputación; mas   —492→   si Velasco hubiera tenido salud para perfeccionar la suya y publicarla en oportuno tiempo, su nombradía se habría elevado también a la misma o mayor altura, por ser su obra más extensa. La buena fortuna, la ocasión y las circunstancias que alteran o modifican los hechos, obran, a veces, en el campo de las letras con el mismo poder que en los campos de batalla.

Velasco delineó también una Carta geográfica del Reino de Quito, rigiéndose por las de Maldonado, Lacondamine, Fritz y Maguin, y añadió o corrigió algunos puntos por observaciones propias. La carta se conserva hasta ahora sin grabarse ni litografiarse, y esta es una prueba más de esa nuestra indolencia que nos hace vivir, no sólo oscurecidos, sino mirados en Europa como hordas todavía salvajes e ignorantes, poco menos atrasadas que las beduinas.

Ociábase Velasco, aun aburrido con los achaques de su vejez, haciendo versos y colectando otros muchos de sus compatriotas o de sus correligionarios. El señor Larrea los recogió juntamente con los manuscritos de la Historia, y existen encuadernados cinco tomos, de los cuales, entresacando puramente las poesías de Velasco, podría formarse una obra reducida a dos en 4.º menor. Por desgracia, la literatura española no había aún podido sacudirse en el todo del gongorismo, y Velasco se dejó seducir por el gusto corrompido de su tiempo: casi todas sus composiciones están manchadas con ese pecado original, del que no escaparon ni los mejores ingenios, y no podemos presentar una sola muestra con que embelesar a los literatos de nuestros días.

Nada, nada sabemos de los pormenores de la vida de nuestro compatriota en Italia; mas, por esos treinta años mortales que, durante ella, quedaron sus obras olvidadas, es de presumir que deslizose pobre y abatida, ya que no pudo publicarlas. Sólo sabemos que sus últimos días los pasó en Verona, donde murió en 1819, de 92 años de edad.

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No digas, ¡oh Velasco! que te han olvidado todos, porque tus contemporáneos te olvidaron; pues la nueva generación de tu Patria, ahora soberana y libre, se entusiasma con tus virtudes, talentos y tareas literarias, e invoca tu nombre para que la ilustres con las aspiraciones de tu ingenio.

Quito, agosto 20 de 1861



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ArribaAbajoJuan Bautista Aguirre

La Compañía de Jesús, una de las últimas Ordenes monásticas que se instituyeron en el mundo cristiano, rendida de todo en todo a la obediencia del Sumo Pontífice de la Iglesia, y destinada principalmente a la propagación de la fe y a combatir con los protestantes, regados ya por Alemania e Inglaterra y haciendo por introducirse en España y Francia, llegó a ser, como se sabe, una falange de arrojados militantes que midió sus incipientes fuerzas con tesón y con provecho, y que logró consiguientemente apagar en tiempo, a lo menos en algunos puntos, el fuego prendido por Lutero. Inflamados los jesuitas por un fuego divino que sentían arder en sus entrañas, cruzan los continentes y los mares, se internan por el África, las Indias y hasta por el interior de pueblos vedados para el comercio y comunicación de los hombres, como el Japón y la China, y logran donde quiera que ponen el pie hacer brillar y difundir la saludable luz del Evangelio.

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Luchando a un tiempo contra los religiosos de los demás órdenes, a quienes dejan oscurecidos por su sabor y actividad, contra las academias, las universidades, las sociedades particulares y los cismas que se levantan unos tras otros; persisten fieles y serenos en sus fines y pasando una vida de agitación, padecimientos y desengaños sin cuento, consiguen en menos de medio siglo hacer conquistas prodigiosas, adquisiciones pingues, y propagarse y afianzarse, en fin, en todo el orbe católico. La Sociedad de Jesús, instituida en 1540, es decir muy pocos años después de asegurada la conquista de América, era aquí, en la del sur, morada de millares de salvajes, apenas convertidos a la fe, donde podían desenvolver con mayor provecho su resignación, talentos, doctrinas y carácter; y efectivamente hay que admirar que de las entrañas de un imperio extenso sin vitalidad ni siquiera acción, de este imperio en que tal vez se hacía gala de la ignorancia, la compañía presente, sin embargo, un largo sartal de anticuarios, eruditos, oradores, historiadores, teólogos, mártires y santos.

Pero no divaguemos más, que no tenemos por qué mirarla ni en su conjunto ni por sus distintas faces, que algo las conocemos y que tal vez tendremos ocasión de presentarlas con otro motivo, sino tan solamente como a maestra y engendradora del Padre Aguirre, el compatriota ilustre, cuya memoria vamos a refrescar con la publicación de algunos pormenores de su vida.

Don Juan Bautista Aguirre, nació en Guayaquil, en 1725. Nada, nada sabemos de sus primeros quince años, y aun cuando se hubiera hecho notable por sus acciones, nada, nada sabríamos tampoco; pues, ya lo hemos dicho otras veces, la incurro, e indolencia con que miramos a los hombres sobresalientes en letras o artes, no es de ahora, sino que nos vienen desde nuestros padres.

Aguirre se incorporó a la Compañía de Jesús de Quito en 1740, y mucho debió ser el discípulo por sus talentos o saber, cuando en el siglo XVIII, el siglo de oro   —497→   para la literatura ecuatoriana, y cuando entre tantas lumbreras como tenía la Orden, fue sucesivamente nombrado catedrático de teología moral en la Universidad de San Gregario, luego de filosofía y luego de Prefecto de la Congregación de San Francisco Javier. Y ha de entenderse que el Padre Aguirre, no enseñó la filosofía de Aristóteles, tan aferradamente conservada en nuestras Universidades, colegios y conventos hasta 1736, sino que, avanzando un paso más que Magnin, el arrojado jesuita que fue el primero en explicar el sistema de Descartes, introdujo y desenvolvió también algunos principios y doctrinas de Leibnitz. Si la ignorancia y preocupaciones de los profesores de entonces hicieron que se mirasen estos avances con escándalo y volviera a imperar de nuevo el diuturno peripato, peor para los doctos de ese tiempo y mayor mérito para quien, saltando por encima de ellos, trazó la senda por donde debió encaminarse a la juventud.

Los serios estudios y serias ocupaciones del Padre Aguirre, no le habían hecho perder ni su afición por la poesía ni su carácter festivo; y a juzgarse por los versos de tono jocoso que han llegado hasta nosotros por la tradición o en manuscritos mal copiados, tenemos que reconocer entre sus dotes una chispa brillante y facundia suma para jugar con el sentido y estructura de las voces.

Envuelto en la expatriación de los Padres Jesuitas, fue a dar como casi todos sus correligionarios en Italia, y se estableció en un Colegio de la Compañía de Jesús de Ferrara. El Padre Ricci, General de la Orden, se penetró al momento del mérito del expatriado, y le nombró rector de ese colegio; y poco después, habiéndose dejado también conocer por la santidad de su vida, fue nombrado examinador general por el R. Arzobispo de Ferrara. «Diariamente, dice el informe dado el 4 de enero de 1816 por Monseñor Joaquín Pimienta, Arcediano y Vicario Capitular de la Iglesia y diócesis de Tívoli, que tenemos a la vista, diariamente era buscado de las personas doctas, tanto eclesiásticas como seculares para oír   —498→   su dictamen sobre las dudas que tenían en materias filosóficas, dogmáticas y morales; y lo que es más admirable, habiendo el Padre Aguirre hecho estudio de la medicina por divertirse, era frecuentemente consultado por un célebre médico de Clemente XIII, quien solía decir: ¿Cuál habría sido la suerte de los mortales, si todos los médicos hubieran sido provistos del tino curativo del Padre Aguirre?».

Después de expedida la bula de Clemente XIV, Dominus ac Redentor, datada en julio de 1773, tuvo Aguirre que dejar el rectorado y ponerse a recorrer las ciudades más famosas de Italia hasta fijarse en Roma, donde como en Ferrara, haciéndose conocer muy pronto por su saber y vida ejemplar, «los Cardenales, (dice el citado informe), le buscaban como a teólogo y muchísimos de éstos se adherían a su voto en las congregaciones del Santo Oficio y de propaganda fide; de suerte que para satisfacer a la solicitud de todos, jamás se movía de casa por la mañana, y según él mismo contaba como cosa extraordinaria, sólo una vez había salido de ella en cinco años, para asistir a la capilla del Papa en el día de San Pedro».

Al cabo de estos cinco años de residencia en Roma, y hallándose muy quebrantada su salud, salió de la Ciudad Eterna en busca de mejores aires y fue a establecerse en el castillejo de San Gregorio, a las inmediaciones de Tívoli. El R. Obispo de esta diócesis, señor Natal, afamado por sus conocimientos en ciencias eclesiásticas, le llamó a su lado, empeñándole a que viviera en su mismo palacio, le tomó por su teólogo consultor y llegó a tener tanta fe en las doctrinas de nuestro compatriota, que frecuentemente solía decir que aprendía más discurriendo una hora con el Padre Aguirre que estudiando un mes. Los Cardenales que moraban por las cercanías de Tívoli, el Cabildo eclesiástico y todo el clero de la diócesis hacían de su saber y doctrinas la misma estimación que el señor Natal, porque resolvía a su presencia «los casos morales con tanta claridad, que todos quedaban sorprendidos y maravillados. Los jesuitas españoles, italianos y   —499→   portugueses le miraban como a uno de los más doctos de la Compañía en las disputas teológicas y filosóficas, y ocurrían a él y le llamaban para resolver las cuestiones más intrincadas y cedían a su parecer. Así el doctísimo y celebrísimo Padre Zacarías, conocido por las muchas obras que ha dado a la prensa, en estando en Tívoli, no cesaba de consultar con frecuencia al Padre Aguirre, en las materias más oscuras, y aseguraba públicamente no haber conocido otro jesuita más docto que este Padre. Provisto de un talento perspicaz y de una memoria admirable, encantaba a cuantos le escuchaban; se acordaba de cuanto había leído, todos concurrían a oír sus doctrinas, cada uno deseaba estar junto a él para aprender, y él escuchaba con paciencia a todos, aun cuando estaba siempre ocupado de dar tantos pareceres».

Muerto el Obispo Natal, ocupó su vacante el señor Gregario Barnaba Chiaramonti, el mismo que pocos años después se elevó al Pontificado y gobernó la iglesia con el nombre de Pío VII, y también le nombró su teólogo y le retenía largas horas en su palacio, conferenciando y saboreándose con las doctrinas del docto americano. Vacante de nuevo esa silla episcopal, por haber tomado el señor Barnava la dignidad cardenalicia, ocupó su puesto Monseñor Manne, quien llamó al Padre Aguirre a que dirigiera la cátedra de teología moral en el colegio público, y la regentó por cinco años con mucho aprovechamiento de sus discípulos.

Más ocupado de enseñar, conferenciar, resolver dudas, y contestar a las consultas, que de escribir, no compuso, durante su residencia en Italia, más obra que la titulada Tratado polémico dogmático, que estaba al imprimirla, cuando, con sumido por una debilidad que desde hace meses atrás había ido aumentándose día a día, se agotaron sus fuerzas en el todo y murió el 15 de julio de 1786. «Su humildad fue profundísima, su oración fervorosa, su caridad hacia los pobres admirable y su muerte llorada. Su cuerpo (en el cual se encontró un cilicio metido entre la carne, señal de su penitencia) fue enterrado en la Iglesia de los Padres jesuitas».

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No conocemos su Tratado Polémico y dogmático ni creemos que haya en el Ecuador una sola copia de esta obra para haber podido examinarla y decir algo del mérito que contenga; pero es muy natural y lógico deducir de los antecedentes referidos, que debe ser una producción de importancia para la República de las letras.

Quito, noviembre 5 de 1861.



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ArribaAbajoAntonio de Alcedo

Cuando tomáis un libro que os instruye, ilustra o gusta mucho por cualquier respecto, sin haber sabido quién es su autor, de seguro que os habrá venido inmediatamente el deseo de conocerle; y luego, cuanto más os embelese por el objeto de la obra, su utilidad o la manera de tratarle, tanto más también habrá crecido vuestro interés en saber dónde nació, cómo vive o vivió, qué estudios hizo para escribirla, y si ya sabéis que ha muerto, aun os ocuparéis en averiguar cuándo, cómo y en dónde murió. Si el autor reúne al mérito de la obra la circunstancia de ser vuestro pariente, amigo o compatriota, entonces, aumentándose el interés y la curiosidad, se os aumentarán igualmente los afanes de conocer todos los pormenores de su vida, para engreíros con la participación de una gloria que hasta cierto punto es también vuestra.

Si vuestras investigaciones han sido burladas y no lográis saber lo que deseabais, o apenas conocéis alzadamente esa vida que quisierais seguirla paso a paso, no   —502→   dejaréis de sentir un amargo despecho; y este es precisamente el caso en que nos hallamos respecto de nuestro compatriota Alcedo, por ser muy poco lo que conocemos de su preciosa vida.

Y cuenta con decir que la obra es el todo, sea cual haya sido la suerte de su autor; pues si la obra es para utilidad de cuantos la leen y para utilidad de todos los tiempos, el autor es para la honra de su familia, amigos y patria, y ora por vanidad, ora por egoísmo, ufánanse los hombres y las naciones con orgullo, contando entre los suyos a los varones ilustres. La filosofía de Platón, resumen cabal de la antigua sabiduría y propagadora de la existencia de un Dios único, y la Ilíada de Homero, también resumen cabal de las épocas guerreras de los primitivos tiempos, son ciertamente partos del entendimiento humano comunes a los hombres de todas las edades y de todos los pueblos; pero si, como producciones de nuestra especie, pertenecen a cuanta criatura racional pisa la tierra, el timbre y la gloria son para Atenas y para Smyrna, para esa Grecia abarcadora de casi todos los ramos del saber y engendradora de aquel semillero de sabios, legisladores, estadistas, oradores, poetas, guerreros, arquitectos, escultores y pintores con que mantiene pasmado el mundo.

Alcedo no es un Platón, ni un Homero ni siquiera un Maltebrun: Alcedo no ha fantaseado ninguna doctrina nueva como el fundador de la Escuela Académica, ni como el poeta de Chío, presentado para la epopeya la muestra, tipo, norma y modelo a que tienen que sujetarse cuantos aventuran cantar en alto verso las acciones ilustres de los héroes, ni extendido, en fin, como el célebre Danés, uno de los más importantes ramos de las ciencias hasta el punto en que le vemos. Pero Alcedo es un ecuatoriano que ha dado la Geografía de América como nadie le había dado hasta entonces con tanto acierto, ni con mayores conocimientos, ni con mayor prolijidad: y Alcedo la dio cuando el nuevo mundo no era conocido sino por los traficantes y los filibusteros, y cuando tal vez no corrían en la República de las letras más diccionarios   —503→   geográficos que los tan escasos e incorrectos de Moreri, Echard, Wosgien, La Martiniere, Montpulau, Goujet, Drowet y más compiladores que sucesivamente fueron copiando los mismos errores en que incurrieran los primeros, sin poder corregirlos. Aun el Gacetero americano, escrito en inglés y contraído puramente a la América septentrional, y el Dizionario storico geográfico dell América meridionale, que aparecieron poco después de publicado el primer tomo de Alcedo, asomaron tan descarnados que todavía quedaba el nuevo mundo desconocido en mucha parte. Alcedo se propuso corregir los errores de los primeros, y, aprovechado de los dos últimos, dio a luz una obra casi original con que aclaró, ensanchó, y remató el conocimiento físico y estadístico de nuestro inmenso continente, hasta entonces envuelto entre tinieblas y hasta desfigurado; y Alcedo con su obra aviva aquella luz del saber que alumbra el mundo, realza a la América con la descripción de sus tesoros y maravillas de todo género, y glorifica a Quito su tierra natal.

«En 14 de marzo de 1736, yo el doctor don Miguel Mariño de Lovera, presbítero capellán de esta Real Audiencia, de licencia Farrochí, bauticé a Antonio Leandro, niño que nació este día, hijo legítimo del señor don Dionisio de Alcedo y Herrera, del Consejo de S. M., Presidente de esta Real Audiencia, Gobernador y capitán general de esta provincia, y de la señora doña María Vejarano y Saavedra. Fue su madrina doña Leonor Alcedo y Herrera, hija legítima de dichos señores y hermana del bautizado, y la dicha doña Leonor lo cargó e hizo oficio de madrina en nombre del señor don José de Alcedo, del orden de Calatrava, del Consejo de S. M. su Alcalde de Casa y Corte en la villa de Madrid, y Marqués de Villaformado, tío legítimo del bautizado. Y para que conste lo firmo.- Doctor José Miguel Mariño y Lovera».



Hemos insertado esta partida bautismal sacada de los libros parroquiales que corren a cargo del doctor Rafael Piroto, uno de los curas de la Catedral, porque la cuna de Alcedo, sin haber sido de esas en que se mecieron los   —504→   Homeros y Cervantes, ha sido disputada también por México, Panamá, Cartagena y Quito.

Un año después del nacimiento, fue llevado por su padre a la Península, y en 1743 volvió de nuevo para América, siguiendo a don Dionisio, quien, en premio de los méritos adquiridos en siete años de servicio como Presidente de Quito, había obtenido la capitanía general de Tierra firme. Don Dionisio residió la mayor parte del tiempo en Panamá, ocupado de la defensa de esta plaza contra los ingleses, entonces en guerra con los españoles, y don Antonio, durante los nueve años del gobierno de su padre, andaba recorriendo los pueblos, las islas y muchas comarcas americanas. La afición con que el padre había mirado los estudios geográficos y de cuyo aprovechamiento dan idea las varias obras que publicó69, y la multitud de consultas e informes que dio a la Corte70, según se colige de lo que el mismo Alcedo dice en el prólogo de su obra, fue para el hijo una pasión ardiente que le dominó por largos años, y llevado de ella continuó los suyos con afán y suma constancia. La alta representación social del padre y sus muchas conexiones le proporcionaron ocasión para conferenciar y consultarse con los hombres ilustrados de Madrid, y con esos medios sus buenos talentos y constantes estudios de las materias, objeto de su pasión, se puso en estado de ejecutar el proyecto de dar a la estampa una obra clásica y completa que abrazase a un tiempo la cronología, la historia,   —505→   la zoología, la botánica, la mineralogía, la hidrografía, y la geografía física y política de todo el nuevo continente.

Llevado de otra liviana pasioncilla, muy común en los gobiernos de los reyes, se había incorporado al Regimiento de Reales guardias, y en 1779 tuvo que concurrir, como teniente de fusileros de este cuerpo, al infructuoso ataque de Gibraltar. Su lealtad y buen desempeño de sus servicios le hicieron merecer el mando de una compañía; de modo que siendo Coronel de ejército, era también Capitán de Reales guardias españolas. Las atenciones de su carrera le traían inquieto, interrumpiendo frecuentemente un trabajo que por veinte años no lo había dejado de la mano, hasta que al fin, dándole la última, salió a luz en 1786 el primer tomo de su Diccionario geográfico-histórico de las Indias occidentales, dedicado al príncipe de Asturias (después Carlos IV), y de grado en grado los cuatro restantes (4.º mayor) hasta 1789. Tanto el Gobierno como la Real Academia española apreciaron la obra conforme a su merecimiento, y pagó esta su tributo de estimación incorporándole entre sus miembros, al asomar el II tomo en 1787. Pero si Carlos III apreció la obra como debía, temió que su publicación y circulación, excitando la codicia de otras naciones, llegaría a comprometer el sistema comercial de España, y dominado de esta aprensión prohibió que circulara dentro de sus reinos y que se exportara a tierras extranjeras. La prohibición avivó el apetito de leerla, y el mérito de ella la propagó con rapidez tanto en España como en América.

Pasaron alguno o algunos ejemplares a Inglaterra, y Tompson, un empleado de aduana, convencido del mérito y utilidad de la obra, la tradujo y dio a luz algunos años después, ensanchándola hasta donde habían alcanzado los progresos de la Geografía en 1812. La traducción de Tompson vale, a no dudar, mucho más que el original, por la corrección de aquellos errores naturales y propios del atraso de los tiempos, y por el ensanche que tomó con los nuevos y casi diarios descubrimientos y   —506→   observaciones hechas en América; pero Alcedo se elevó con tal motivo a la región en que los escritores de fama toman asiento, y su gloria se conserva inamisible. La edición de Tompson se agotó al andar de poco tiempo, y aunque en 1819 se anunció una segunda no sabemos si se haya llevado a cabo.

Cinco gruesos volúmenes que comprenden la situación, la medida, los montes, selvas, ríos, lagos y producciones animales, vegetales y minerales, de cada reino, circuito o provincia; las ciudades, pueblos y aldeas de que se componen con su población, industria, comercio, clima, costumbres y caracteres; los caminos que se cruzan con sus comodidades, o estorbos y peligros; la historia particular de cada una de tantas y tan grandes secciones coloniales; la cronología de sus descubrimientos, conquistas, fundaciones y magistrados que las rigieron en la civil, eclesiástico y militar; la nomenclatura de tantas voces de plantas y animales indígenas, algunas con la debida correspondencia a la lengua de los sabios, y el método alfabético aplicado por primera vez al conocimiento exclusivo de los objetos americanos; cinco gruesos volúmenes que redujeron a una cifra, diremos así, cuanto se había escrito hasta entonces de curioso, útil o importante por otros respectos, prueban, cuando menos, sino la originalidad de los grandes ingenios, una vasta y complicada erudición, mucho seso y despejo, estudio constante de largos años y perseverancia en el trabajo. La obra, como enunciamos antes, se popularizó con indecible rapidez, y los estadistas, comerciantes especuladores de todo género cobraron seguras esperanzas para el afianzamiento de sus empresas. La obra ha servido de guía para los geógrafos posteriores, confesándolo algunos claramente como Rienzi. (Dic. usual y cientific. de Geo.) y Salvá para la adopción de muchas voces americanas, y ocultándolo enfáticamente los más, aunque siempre dejándose conocer. El estilo es sencillo, natural, claro, de esos que valen para hacerse entender, no de los enflautados, tan al gusto y a la moda de los tiempos que alcanzamos.

Tomad la voz de una ciudad, villorio, monte, promontorio, río o lago que conocéis, y salvo las diferencias   —507→   procedentes de las revoluciones físicas del globo, de los gobiernos que han sucedido a otros gobiernos, y de la acción y progresos del tiempo, allí donde los señaló Alcedo, allí los hallaréis con la designación casi cabal de su longitud, latitud, términos, alturas, corrientes y extensión. Esto no quiere decir que la obra esté exenta de errores; y graves y frecuentes son los en que ha incurrido: pero ¿qué mucho encontrarlos en escritos de ahora ochenta años, cuando hoy, en días de vivos, a pesar de los adelantos de la ciencia, incurrimos también en otros mayores, bien por fiarnos en los que nos precedieron, bien por la absoluta imposibilidad de conocer a palmos imperios tan extensos? ¿qué mucho que Alcedo, sin conocer tantísimas de las comarcas que describe, haya cometido errores, cuando un señor Avendaño que nos visitó hace cuatro años, viviendo dos entre nosotros, de regreso a España, su patria, nos dio a cierra ojos una Memoria71 que publicó en la Crónica Hispanoamericana (1859), donde describe una ciudad de Riobamba con «cuatro barrios o arrabales poblados de indios: Barrio nuevo dividido por el río que se pasa por un puente de un arco; Barrio de San Sebastián; Barrio de San Blas y Barrio de Misquillí; y luego un río que, reuniendo el Mira, el Onzoles y el Esmeraldas, conduce sus aguas a la Bahía de Caráquez», y luego, en la provincia de Esmeraldas, unas aldeas que no tenemos, quitándonos en cambio y a su antojo cuanto quiso quitarnos en población, comercio, industria, ciencias, artes y hasta lenguaje?

La reputación política y militar de Alcedo crecía entre tanto al par que su fama literaria, pues en 1792 fue elevado a la categoría de Brigadier, poco después a la de Gobernador político y militar de Alcira, y en 1796 a la de Mariscal de Campo y Gobernador militar de la Coruña. Las atenciones que demandaban estos destinos, en tiempos no muy tranquilos para España y cuando el   —508→   gigante Napoleón andaba repartiendo naciones y coronas a su albedrío, no le privaron de su afición a las letras, ni del tiempo necesario para componer otra obra, acaso de mayor interés que la anterior para los americanos. Ya en el prólogo de esta tenía anunciado publicar una biblioteca de cuantos autores habían escrito sobre Indias con un breve resumen biográfico, y Alcedo cumplió su palabra en 1807 dándola con el título: «Biblioteca americana o catálogo de los autores que han escrito de la América en diferentes idiomas, y noticia de su vida y patria, años en que vivieron y obras que escribieron».

Como se ve, el título de la obra basta para despertar en los americanos aficionados a las letras y al conocimiento de lo que atañe a la tierra de Colón una especie de necesidad, casi de ansiedad por leerla y poseerla. ¿Dónde para? -No lo sabemos, sabiendo solamente que quedó inédita, y que otros, a mesa puesta, han aprovechado grandemente de aquel tesoro americano. Sabemos también que por 1816 paraba el manuscrito original en poder de un erudito librero inglés, mister Rich, quien extractando lo que convenía, publicó la Bibliografía americana del siglo XVIII, y que de ese manuscrito se han sacado varias copias que corren en manos de los amigos de las letras. Al Ecuador no ha llegado ninguna que sepamos, y acaso ni ha tenido noticia de tal obra. ¡Nuestra incuria sigue adelante!

Amargos fueron los últimos días de Alcedo. La invasión de los franceses a la Península hizo que, por indisposición del general Filangieri, fuese colocado a la cabeza de la Junta Provincial de la Coruña; portose con tino y energía en tan graves conflictos; mas, después de la derrota que padeció el general inglés Moore, y conocida la imposibilidad de defenderse, tuvo que capitular y capituló honrosamente, el 19 de enero de 1809. Y decimos que capituló honrosamente, porque los historiadores Torrefuente (Historia de la Revolución de España) y Lafuente (Historia de España), lejos de haber hallado motivos de queja contra Alcedo por haber abierto las puertas de la ciudad a Soult, justifican su conducta y hablan   —509→   de él con merecidos elogios. Cierto que pudo volver a la Coruña cuando la desocuparon las tropas de Ney, pero un hombre con 73 años encima y los achaques que son consiguientes, no siendo un Tamerlan, no es el más apto para tales empresas.

La edad, los achaques y la pena que le produjo el no haber salido airoso en la defensa de la ciudad que le confiaran, le llevaron al sepulcro y murió en 1812. Alcedo es el más ilustre de cuantos escritores ha producido el Ecuador, ya que es él quien ha alcanzado mayor reputación europea.

Quito, 6 de abril de 1862.



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ArribaPedro Vicente Maldonado

Entre los hombres que han dado lustre a su patria, y a quienes más les debe, figura en primer término don Pedro Vicente Maldonado, hijo de don Pedro Atanasio Maldonado y Sotomayor, caballero de la Orden de Alcántara, y de doña María Palomino Flores, nacido en la ciudad de Riobamba en 1709. Habíase educado en el colegio de San Luis, y concluido el curso de filosofía se volvió a su techo, donde el buen ejemplo de su hermano don José, sacerdote de recomendables virtudes y de bastantes conocimientos en astronomía y geometría, y el de los Velascos, Villavicencios y Dávalos, cultivadores de las ciencias y artes, podían desenvolver precozmente las buenas disposiciones del estudiante. Aplicose en efecto al estudio de las matemáticas y física, luego al de la astronomía y geografía, y provisto de estos conocimientos entró en el comercio del mundo, cuando ya podía emprender con provecho cualquier trabajo científico.

Hallábase por entonces olvidada y casi abandonada la provincia de Esmeraldas, como lo había sido al principio   —512→   de la conquista, a pesar de su fama de muy rica en piedras preciosas y minerales de oro; pues, aun cuando, tenía el nombre de Gobierno de Atacames, la verdad es que no había gobernantes ni tal gobierno. Tras el padre Esteban, el catequizador de los salvajes moradores de esa provincia, habían seguido sus pasos o buscado otros Durango Delgadillo, Pérez Menacho, Justiniani y Soto Calderón, y encallado todos contra las dificultades que oponían los bosques y los ríos para la apertura de un camino que, desde Quito a Esmeraldas, proporcionase una vía más pronta y segura para el transporte de los frutos de las serranías para Panamá.

Maldonado, sin desalentarse por estos antecedentes, y contando con sus conocimientos, con las rentas de su hacienda, aunque bien corta, y con ese período de la vida que transcurre de los veinte a treinta años, despreciador de los peligros y acometedor de las más osadas empresas, cruza los Andes occidentales, e internándose por las selvas de la provincia y recorriéndola casi en todas direcciones, la observa, la inspecciona y traza y abre su camino después de seis años de trabajos y fatigas sin descanso. No contento con la obtención del «Gobierno de Atacames», el premio ofrecido para el que abriera el camino, y sin atender a las sugestiones de la codicia, olvida sus intereses propios y se pone a examinar el suelo, selvas y ríos que recorre, a medir las alturas y costas de la provincia, computar las distancias, observar los vientos, levantar un plano topográfico, arreglar unos pueblos, fundar otros, acopiar varios objetos pertenecientes a la historia natural, y recoger noticias acerca de las antigüedades de la comarca; y provisto de estos materiales con que piensa enriquecer a su patria, se vuelve a Quito para darlos a la estampa. Encuentra, a su vuelta, a los académicos franceses, y amistándose íntimamente con ellos, recoge con avidez las observaciones geográficas hechas en otros puntos de la presidencia por los señores Berguín, Bouguer, La Condamine y d'Anville, se sirve de sus instrumentos, observa, se consulta, discute y forma desde entonces el proyecto de levantar el «Mapa del Reino de Quito».

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Los muy justos deseos de hacer conocer sus trabajos y ver recompensados sus afanes por el gobierno, le determinan a pasar a Madrid, y, bien por razones particulares o por acabar sus observaciones astronómicas, resuélvese a viajar por la región oriental, la más desconocida de las nuestras, se descuelga por la rotura que abre el río Baños en el Tungurahua, visita la tierra de los Canelos, reconoce el Bobonaza y sus contornos, y surcando el largo y caudaloso Pastaza entra en el Marañón, la cabecera estupenda del oceánico Amazonas. Habíase comprometido con el señor de La Condamine a viajar en su compañía y reunirse con tal fin en alguno de los pueblos asentados a orillas del gran río, y fue a esperarle en el de Laguna. La Condamine, que bajó al Marañón por el Chinchipe, se le incorporó el 19 de julio de 1743, y siguieron juntos hasta el Pará. En el tránsito de Pevas para adelante fue Maldonado observando y apuntando las variaciones del curso del río, por encargo de La Condamine, quien las apreció debidamente por la exactitud del desempeño.

Llegados a Pará, donde se detuvieron algo más de dos meses, se separaron, partiendo La Condamine para la Guayana francesa, y Maldonado para Lisboa. De aquí pasó a Madrid, donde hizo imprimir la Relación de sus servicios relativos a la apertura del camino de Esmeraldas, y a la utilidad y ventajas de poner a la presidencia en comercio con Panamá. El mérito de los servicios prestados, y su claro entendimiento y maneras cultas influyeron poderosamente en el ánimo de los consejeros de L. M. C., y obtuvo para su hermano mayor, don Ramón, el marquesado de Lises, y para él la confirmación del gobierno de Atacames, durante dos generaciones con cuatro mil seiscientos pesos de renta, pagaderos del producto de la aduana del nuevo puerto, la insignia de la Llave de oro y el título de Gentilhombre de L. M., con los honores y recompensas que le son concernientes.

A fines de 1746 pasó a París, y muy luego fue presentado por el señor de La Condamine a la academia de ciencias, donde, sentándose entre los sabios, escuchó sus discusiones y mereció la honra de ser contado entre sus   —514→   corresponsales. Después visitó a Holanda, y es de creer que a su regreso a París mandó grabar el Mapa del Reino de Quito, bajo la inspección del señor D'Anville; monumento que, elevando su fama a una altura que no podía esperar se de un americano de entonces, constituye el orgullo de su patria, y hace que hablemos de él con gratitud y respeto. Humboldt, juez competente en la materia, dice: «A excepción de los mapas de Egipto y de algunas partes de las Grandes Indias, la obra más cabal que se conoce respecto de las posiciones ultramarinas de los europeos, es sin duda el Mapa del Reino de Quito, hecho por Maldonado». Él ha servido de base efectivamente para la formación de cuantas cartas se han elevado posteriormente, y si consideramos el tiempo en que se trabajó y la imperfección de los instrumentos de que se servían aún los mismos sabios de Europa, debemos tenerlo como cabal. Adolece, es cierto, de algunos vacíos, y adolece de yerros en cuanto a las costas, principalmente por haberlas extendido hacia el mar a vuelta de medio grado longitudinal; pero quien haya visto y examinado las cartas antiguas, y aun la de los jesuitas Brentano y Torres, se convencerá del mérito que tiene Maldonado.

Creemos también que, durante la misma temporada recogió y empaquetó en dos cajones unos cuantos dibujos modelos de máquinas y varios instrumentos destinados a diversos oficios mecánicos, de que hablan el presbítero Velasco y La Condamine, con el objeto de introducir en su patria el gusto por las ciencias y artes; proyecto que, a juicio del último, ninguno podía realizarlo con mayor provecho que Maldonado, porque su «pasión por instruirse, dice, abarca todos los ramos del saber, y su facilidad de concebir suplía a la imposibilidad en que había vivido de poder cultivarlos desde sus primeros años».

Maldonado quiso conocer la tan industriosa y afamada ciudad de Londres, donde pensaba adquirir otros conocimientos. Este noble pero mal inspirado deseo, unido a su insaciable curiosidad, fue para la patria el que la privó de las producciones posteriores de su ingenio, del   —515→   sostén de ese camino de Esmeraldas, cegado a poco tiempo por la feracidad del suelo, y tan suspirado hasta ahora mismo, y del vuelo que naturalmente habrían tomado las ciencias y artes entre nuestros padres, estimulados por la presencia, afanes y ejemplo de su sabio compatriota. Atravesó, pues, el canal de la Mancha por agosto de 1747, y poco tiempo después que llegó a Londres estaba ya conexionado con los hombres de cuenta de la Sociedad Real, a la que fue incorporado como miembro bajo la presidencia del señor Folkes. Las pretensiones de un pobre colono de las Indias no podían subir a más, ni su amor propio aspirar a otra satisfacción que a la de hacerse digno de haber sido inscrito en el registro de los sabios. ¡Ay! en este punto culminante de su vida, una fiebre alevosa, tenida y despreciada como pasajera, tomó incremento en breve, y ni la juventud, ni la fuerza de su constitución, ni el arte ni cuidados del famoso médico Mead pudieron librarle de la muerte que le arrebató el 17 de noviembre de 1748, cuando apenas frisaba con los cuarenta años de edad. Los señores Folkes, Watson, Colebrooke y Montaudoin, miembros de aquel ilustre cuerpo, no se cansaron de darle las mejores muestras de estimación e interés por salvarle; y el último, cuyos afectos par el enfermo le mantuvieron día y noche al lado de su cama, fue quien recogió el último suspiro.

Estos amigos, sin embargo de que pertenecían a otra comunión distinta de la católica, le proporcionaron cuantos auxilios espirituales habría recibido en su patria, y no tuvo por qué sentir cosa alguna a este respecto. Cuantos hombres distinguidos le conocieron en España, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra fueron sus amigos, y, para el completo de su fama, la academia de ciencias de París, sintiendo la pérdida de un corresponsal de la suposición de Maldonado, mandó que el historiador de ella rindiese homenaje a la memoria de nuestro compatriota.

Ved ahora lo que el sabio Caldas decía de Maldonado en el «Semanario de la Nueva Granada», en diciembre de 1807: «Maldonado, este ilustre quiteño, después de   —516→   abrirse un paso por los Andes al océano, después de haber puesto los fundamentos al gobierno de Esmeraldas, "Pastaza" y "Marañón", levantó la carta de la provincia de Quito, el más bello monumento de la ilustración y patriotismo. La muerte le detuvo en la mitad de su carrera. ¡Ah! jamás lloraremos dignamente la pérdida de este hombre grande que proyectaba nuestra felicidad. Si conocemos una parte de sus acciones, lo debemos a una pluma extranjera.... ¡Ingratos! casi hemos olvidado su memoria. Las más célebres academias de Europa han pronunciado sus elogios, sus compatriotas apenas le conocen. El quiteño se afana por pasar a la posteridad el nombre de un juez que le compuso una calle, y ha olvidado erigir, un monumento al hombre más grande que ha producido este suelo. El elogio histórico de este geógrafo debía muy bien ocupar los talentos de sus conciudadanos».

En otra parte de la misma obra dice: «He visto la gran carta del ilustre Maldonado. Es sin contradicción el más bello trozo de nuestra geografía y el sólido monumento de la gloria de este americano. No puedo acordarme de Maldonado, no puedo ver el olvido en que le tienen sus paisanos sin conmoverme. Un genio que supera las luces de su patria, que se distingue de todos sus compatriotas por su saber, que recorre las extremidades de su país, rompe nuevos caminos, navega, observa, mide, forma la carta de Quito; que toma parte en los trabajos de La Condamine, que va a Europa, a quien las academias más célebres abren sus puertas; que recorre España, Portugal, Francia, Holanda; que acopia libros, instrumentos, diseños; que quiere connaturalizar las ciencias y las artes en su patria: este genio original y raro no tiene un monumento en el seno de su patria ingrata, indigna de contener sus cenizas. Sí: la de Newton le arrebata esta gloria a Quito, y se apropia los despojos de este ilustre americano. Un país en que las ciencias son despreciadas (téngase presente que escribía en 1801, seis años antes de haberse publicado el Semanario) no debe contener el monumento de un filósofo. Ilustre Maldonado, recibid esta memoria que hace un paisano admirador de vuestro mérito; perdonad la indiferencia de vuestra patria; no está en estado de conoceros».

El Ecuador, fuera del Mapa, cuyas planchas se entregaron en París al embajador de España, no posee ninguna otra producción literaria de Maldonado, y es de creer que sus informes relativos a los descubrimientos que hizo en Esmeraldas, navegaciones de sus ríos, y producciones vegetales y minerales, fueron a parar en la Península. En la «Gaceta del Ecuador», número 588, se publicó un Informe como parto de Maldonado; pero fue un error, porque lo es de don Juan José Astorga y Valle según lo hemos visto en los Autos originales.