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Peonza-magdalena

Fernando Alonso





Desde el primer momento, Peonza tuvo para mí un efecto semejante a «la magdalena» de Proust: despertó en mí recuerdos olvidados de la infancia.

Confieso, sin ninguna modestia, que yo fui un gran jugador de peonza.

Pero, como casi todo en la infancia, aquello era mucho más que un juego. Con la peonza aprendí a conjugar fuerza y habilidad. Con la peonza aprendí a distinguir la madera y sus calidades. La peonza fue de los primeros soportes que utilicé para pintar.

Peonza despertó en mí todo aquello: el sabor de la cuerda polvorienta, que se chupaba un poco antes de enrollarla; y el golpe del clavillo contra el suelo; y las cosquillas al cogerla, aún bailando, sobre la palma de la mano; y el zumbido leve cuando la acercabas al oído; y el momento glorioso en que eras capaz de cogerla en el aire y la hacías bailar sobre tu mano sin dejar que tocara el suelo.

Pero yo cambié pronto la peonza por la trompa. La trompa era más contundente, más agresiva, más violenta. Con ella se jugaba «a camotón» y con eso queda dicho todo. La trompa era la caza; y cuando lograbas romper la de un contrario te quedabas el clavillo como trofeo.

Ahora sé que aquella fue una mala elección. El tiempo se encargaría de pasarme factura.

Cuando mis hijos tuvieron su primera peonza, quise presumir ante ellos de mis viejas habilidades. Enrollé con cuidado la cuerda y, echándole mucho teatro, lancé la peonza con fuerza. Estuve a punto de romper un cristal. Lo intenté de nuevo, una y otra vez, y apenas conseguí que trazara unos giros titubeantes y ridículos.

Creo que, aquel día, la peonza se vengó de mi traición. Creo que, aquel día, comencé a perder puntos ante mis hijos.





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