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Capítulo XIV

De la batalla que hubo entre el Caballero del Sol y Atilonio del Río Sangriento.

     Ya que Epirón de la Salvajina Fuente fue bien sano de sus heridas y en disposición de sufrir y ejercitar las armas, el Caballero del Sol, ganoso de continuar su viaje, cada día daba priesa porque Epirón de la Fuente le dejase partir; pero como en aquellos pocos días grande amistad entre los dos hubiese entrado, muy grave se le hacía a Epirón de la Fuente su partida. Ya esta causa de día en día lo dilataba y detenía por tenerlo consigo, pero ya vencido de importunación vino a consentir en la partida.

     Después que con mucho pesar del uno y del otro se partió, el Caballero del Sol tornó a su incierto camino. Tres días eran pasados que no le avino cosa que de contar sea. Ya el cuarto, con el encumbrado sol mediaba, cuando el Caballero del Sol començó de entrar y subir por unas muy altas sierras de muy gran maleza por las cuales camino dos días, cuando se hallaba en valles tan hondos, que mirar las altas peñas la vista turbaba, cuando subía tan alto por aquellas altas y arriscadas sierras, que mirar a los hondos valles, la cabeça enflaquecía. Los caballos iban tan cansados y molidos del áspero camino que apenas podían andar adelante. De esta manera el Caballero del Sol, con gran trabajo, pasó por muchos peligros de ríos y de fieros animales que en aquellas montañas había, los cuales, así pasados, se halló cerca de un espacioso valle por el cual pasaba un gran río, y, así como el que con muchos peligros ha navegado con gran deseo y placer de se ver de ellos libre salta en tierra, así el Caballero del Sol, descabalgando de su caballo, se tiende en la herbosa ribera por tomar algún tanto de reposo del trabajo pasado lo que restaba del día, y la siguiente noche albergó ahí a la sombra de unos frescos arboles.

     Otro día, ya el sol tornaba por su acostumbrado camino, el Caballero del Sol, cabalgando en su caballo, acompañado de su escudero, començó de andar por el río arriba, y cuando fue alongado un poco de su estancia, vio una hermosa y fuerte fortaleza, cual otra mejor él no había visto, la cual hirmaba sobre la punta de una gran puente que en el gran río había. Y como más cerca llegase, pudo ver un caballero que por la otra parte de la puente llegaba a la fortaleza. El Caballero del Sol, entendiendo que podría ser aquél algún paso defendido, porque el otro caballero no le ganase por la mano, dando de la espuela al caballo, llegó a las puertas de la fortaleza y començó de herir las aldabas fuertemente, pidiendo le dejasen pasar. A esa hora, un bravo gigante, que señor de la casa era, se paró a una gran ventana, que sobre la puerta parecía, al cual el Caballero del Sol, de esta manera dice: -Caballero que hayas ventura, mándame abrir la puerta y dame paso por tu rica puente, ca mucho tengo que hacer de esa otra parte.

     Luego la gran bestia, con su ronca voz, dio principio a tales palabras: -di, vil hombre, ¿por qué quiebras esas puertas con tu porfioso golpear, no sabiendo quién está en la fortaleza que te pida estrecha cuenta? Vuelve a leer la letra de aquellas columnas, yo te doy licencia, porque no peques de ignorante, ca yo te digo que si las ves que no tornarás a dar más golpes en las puertas que no te lo han merecido.

     -Mándame abrir, gigante, dijo el Caballero del Sol, que poco me aprovecha leer la letra de las columnas para lo que yo de esa parte tengo de hacer.

     -Espera, no huyas, con espantoso semblante dijo el desemejado gigante, que pues tu quieres pasar por mi puente, yo te bajaré a abrir a puerta.

     A esa hora llegó al gigante uno de sus hombres, diciendo cómo otro caballero llamaba a la puerta de la otra parte de la fortaleza. -De habla vienen hechos estos falsos caballeros, dijo el valiente ante. Piensan que ya me tienen en el lazo, como si yo no bastase hacer pedaços de una docena tales como ellos. Anda, dile que atienda un poco, que no hallas la llave, mientras yo traigo este otro a la prisión.

     Diciendo esto, se fue para dentro y en breve salió de la fortaleza armado de muy lucientes hojas de acero. Sobre ellas vestía un muy fuerte y acerado peto. En su cabeça traía un luciente yelmo con un descompasado escudo echado a las espaldas. De esta manera, cabalgando sobre un gran caballo, el fiero gigante de su fortaleza al campo sale.

     El Caballero del Sol, que algún tanto afuera se había tirado, yéndose para el gigante, de esta manera le dice: -Paréceme, gigante, que no me quieres dejar pasar sin batalla.

     -¡Oh, cuitado caballero!, dijo el bravo jayán, bien te podrás loar si algún tiempo de mi prisión salieres, que, estando en campo con Atilonio del Río Sangriento, osaste delante de él hablar. Vente para mí, que yo te haré volar sin alas.

     Estas palabras acabadas, tomando del campo lo que les pareció, se fueron el uno contra el otro en la furia y fuerça de los caballos, las lanças bajas. Pero el bravo gigante perdió el encuentro porque su caballo, premiado con el peso del disforme gigante, tropeçó en medio de la carrera y por poco vinieran entrambos a tierra, mas el jayán como era muy diestro, hirmando la lança en tierra, escusando su caída juntamente con la del caballo, la lança fue quebrada en dos partes.

     A esa hora, el Caballero del Sol no estaba despacio, ca, llegando, lo encontró entre el peto y las fuertes fojas de azero en descubierto del escudo de tal poder que malamente lo llagó en el costado izquierdo y, si la lança no quebrara, Atilonio no esperara otro encuentro en campo. Pues como aquella fiera se sintió malherida, bramando con gran furia, se volvió contra el Caballero del Sol, dando grandes palos a su caballo con lo que de la lança le había quedado. Y como el Caballero del Sol viese que mucha sangre perdía, andábase guardando de sus duros golpes, hiriéndole de su espada cuando a su salvo hacerlo podía, porque, vertiendo la sangre, perdiese la fuerça. En poco espacio andaba el gigante tan laso por la mucha sangre que había perdido que a pocas cayera del caballo. Como el Caballero del Sol bien conociese su flaqueza, yéndose contra él, lo hirió de dos grandes golpes, tanto que lo hizo caer sobre el cuello del caballo y, arremetiendo de presto, lo empujo y dio con él del caballo abajo tan desacordado como si muerto fuese. No fue perezoso, que, saltando de la silla en el verde campo, fue sobre él y, quitándole el yelmo, vio en la color ser mortal y, mirándole la herida, pudo ver cómo le pasaba a lo hueco por bajo de la tetilla izquierda, por la cual reciamente soplaba, echando borbollones de negra sangre, en tal manera que en breve espacio fue muerto.

     Gran placer mostraban los [del] castillo por la muerte de Atilonio del Río Sangriento, ca todos lo servían contra su voluntad por ser él follón y cruel.

     Luego que la batalla fue partida, por la muerte de Atilonio, acordándose el Caballero del Sol de las columnas, fue a ver lo que en ella[s] estaba escrito, y, como a ellas hubo llegado, vio eran doce columnas delgadas hasta los hombros. Encima de ellas estaba una piedra de llano, redonda como una gran rueda. Sobre ésta estaba Atilonio, hecho de una piedra vermeja, desarmando a un caballero que en bajo de sus rodillas tenía. En torno de la redonda piedra estaban escritas unas letras que decían: Guárdate, caballero, de llamar a esta fortaleza, porque en ella está Atilonio del Río Sangriento que hará de ti sacrificio a sus dioses. Luego que las letras hubo leído, fuese contra la fortaleza, y, como de los servidores del gigante fue visto, las puertas fueron abiertas con grandes vozes que daban, diciendo: Bien venga el esforçado Caballero del Sol que nos ha librado del cautiverio del muy soberbio Atilonio del Río Sangriento.

     No fue bien dentro en la fortaleza el Caballero del Sol, cuando los caballeros de la fortaleza, que de la Puente Vedada había nombre, veniéndose para él, le entregaron las llaves, recibiéndolo por señor con aquella reverencia que a Atilonio solían hacer, pero como el Caballero del Sol no hubiese olvidado al caballero que a la otra puerta estaba cansado de dar vozes, mando que luego fuese abierto y que de allí adelante libremente dejasen pasar a cuántos fuesen y viniesen, con tanto que, si caballeros fuesen, pasasen uno a uno o dos a dos, porque podrían venir algunos parientes del jayán y cometer alguna traición.

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