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Capítulo XLIV

De lo que avino al Caballero del Sol a la puerta de la peña tajada con la Acidia, y de la batalla que hizo con los dos salvajes.

     Otro día, al tiempo que el claro sol con su nueva luz las plantas y hierbas alegraba y los campos les cubría, la Razón, acompañada de sus servidores, juntamente con el Caballero del Sol, tornando al començado camino, en breve espacio llegaron ante de la tajada peña cuanto un tiro de piedra, donde eran nacidos en la herbosa senda dos olmos, los cuales torcidos hacían un galano y hojoso arco en la herbosa senda, del cual pendía con unos cordones de seda negra una gruesa tabla con unas plomadas letras que así decía:

Venturoso caballero,
pues alcançaste victoria
en seis pasos por entero,
deja este que es postrero,
ca en él perderás tu gloria.


     Vistas y leídas las letras de la gruesa tabla, la generosa y sabia doncella Razón dio principio a tales palabras:

     -Bien conozco, Caballero del Sol, que no tengo necesidad de te esforçar para acometer esta postrera aventura y solo paso defendido que resta de franquear, porque sé que tienes tanta voluntad de me servir, y tu esfuerço es tan grande que, por temor de ganar la muerte ni por miedo de perder la vida, no dejarás de acometer cualquier hecho por grande que sea ni de robar cualquier ventura por muy dudoso que se espere el fin de ella; pero, porque los buenos caballeros con los maduros y pensados consejos acaban con mayor facilidad y menos trabajo las temidas aventuras, quiero yo que traigas a la memoria las maravillosas cosas que viste en la primera sala de la cueva de la labrada puerta, donde te fue representada la memoria de la muerte y el olvido de la vida, juntamente con la letra y sano consejo que viste y leíste en la postrera sala de la misma cueva, que tenía la parda imagen de la columna blanca en su derecha mano, con la cual señalaba el camino por donde te convino bajar para venir en este lugar, ca mucho te aprovechará para ganar este defendido y postrero paso; el cual mucho te debes trabajar por franquear y pasar, porque acabando esto, el fin te dará la victoria y faltando en él perderás toda gloria en los seis defendidos pasos ganada. Si esta aventura acabas, Desterrado Caballero, hallarás el fin de tu destierro y sin algún trabajo, ante con mucho descanso y placer, por un sabroso y deleitoso camino llegaremos al Campo de la Verdad, donde verás cosas tan maravillosas y estrañas que mayor espanto pondrán en tu animoso coraçón que los temidos peligros por donde habemos pasado. Pasa, pues, por los árboles y hace lo que sueles y a lo que tu bondad te obliga.

     -Muchas gracias, doncella, dijo el Caballero del Sol, por los avisos que de vuestra boca continuo he oído y por el provechoso consejo y saludable amonestación que en tan necesario tiempo y oportuno lugar la vuestra grandeza me ha dado, ca bien pienso que con mi pequeño esfuerço sin vuestro continuo consejo no pudiera salir del menor peligro de los pasados y agora creo que en hacer vuestro mandado, dado que muy estraña fuese esta aventura que delante se nos ofrece, muy presto y con poco trabajo le daré cima.

     Sin más atender, el Caballero del Sol dio de la espuela a su cansado caballo y, pasando por la puerta de los torcidos árboles se fue para la tajada peña, en la cual había una puerta muy bien obrada de galana cantería. La peña era muy alta y tan larga en redondo, según el Caballero del Sol se informó del juicio, criado de la Natura Razón, que todos aquellos campos que habían caminado por la herbosa senda rodeada, en tal manera que la puerta, por donde el Caballero del Sol salió a aquellos campos de la Cueva de la Labrada Puerta, estaba en la misma peña, así que para entrar a los dos caminos de la Ociosidad Mundana y Trabajosa Vida no había otra entrada sino por la Cueva de la Labrada Puerta, ni otra salida sino por la puerta que delante el Caballero del Sol tenía, la cual moraba y guardaba la séptima dueña, llamada Acidia.

     Con apresurados pasos llegó el Caballero del Sol a la puerta de la morada de la Acidia y començando de herir las aldabas, al ruido de sus golpes, asomó un hombre a una ventana que sobre la puerta parecía, y con perezosa y dormida voz en esta manera dijo:

     -¿Cuál es el loco y atrevido caballero que tales golpes da a la puerta de su muerte? Mucha gana debe traer que le saquen de la trabajada vida que hasta hoy ha traído por la herbosa senda. Di, caballero aborrido, ¿qué quieres en esta triste cueva o por qué te has tanto enojado contra esas puertas que tan fuertes golpes las das?

     -Yo querría que tú me abrieses, dijo el Caballero del Sol, ca tengo voluntad de entrar en esta tu morada por saber lo que en ella hay.

     -¿Cómo, dijo el soñoliento hombre, si sólo el deseo de ver una obscura y tenebrosa cueva te ha traído acá? Pues yo te digo que si supieses el mal que en ella te está muy bien guardado no trabajarías tanto en vano porque te la abriese. Y si atiendes yo te la abriré y verás que no hay en esta mala cueva otra cosa para ti sino quien te hará dar la obscura muerte.

     Diciendo esto, se metió para dentro y, con presteza bajando abrió la grande puerta, por la cual salió una muy ancha y gorda dueña de mediana edad, la cabeça mal tocada. Vestía ropas negras mal hechas y peor compuestas por muchas partes descosidas. En sus manos traía un cojín con una letra:

Descansando he de gastar
esta vida que poseo,
que al fin el trabajar
es quererse hombre matar
con sus manos y deseo.


     En su compaña venían dos dueñas y un pequeño niño. La una era tan vieja y gorda, que con gran trabajo y espacioso meneo se movía. En sus manos traía una caña a que se arrimaba. Vestía ropas leonadas con una letra que así decía:

Con la pereza y dormir
crecieron mis carnes tanto
que atormentan mi vivir.
Ya no lo puedo sufrir,
yo de mí misma me espanto.


     La otra dueña era de mediana edad, el cabello negro y espeso. Sobre ello ponía una corona de hojas de encina. La cara tenía tan ancha como larga, las cejas negras, anchas, derechas y juntas, las narices cortas y anchas, los labios gruesos y los dientes grandes. Vestía una ropa de basto buriel sin mangas. En tal manera venía metida en su larga y cerrada vestidura que no parecía tener braços ni manos. Por los pechos traía una letra que así decía:

Crióme la naturaleza
tan sin arte y sin provecho
que mi ingenio con torpeza
muestra su grande pobreza
en mi cuerpo muy contrecho.


     El pequeño niño vestía una ropa hasta en los pies encarnada, aforrada en fustán pardo con unas menudas cuchilladas que apenas por ellas se podían ver lo pardo, con una letra que así decía:

Por dar descanso y holgar
a los tiernos miembros, ando
mis blancas manos soplando
vestido [de] ropa talar
no querer trabajar
la traigo mal baratada.
Ya estaría renovada
si el ocio diese lugar.


     Con tal compaña salió la perezosa dueña por la puerta de la tajada peña, contra la cual el Caballero del Sol endereçó sus palabras en esta manera:

     -Dime, buena dueña, quién eres y cómo se llaman las dos mal apuestas dueñas y el pequeño niño, porque no lo sabiendo podría cometer algún yerro contra tu merecer.

     -De buen grado te lo diré, dijo la dueña. Esta vieja dueña se llama Pesadumbre y la otra de la cerrada vestidura Torpeza de ingenio, y el pequeño niño se llama Ocio. Yo soy la Acidia, cuyo nombre es muy célebre entre los vivientes. Ca en la tierra tengo yo muchos servidores que mi fama y gran poder publican y de grado me sirven porque a todos pago con grandes dones y mercedes, dándoles el mejor don que yo poseo. Y es tal que para le conseguir y alcançar fueron criados los hombres. Este don es el descanso. Doyles el reposo y desvíoles el afán. Convídolos a la holgança y quítolos de trabajo. Póngolos en quietud y apártoles de los cuidados. Y esto todo hago infundiéndoles mi propio don y nombre, que es la pereza. Y no tengas, hermoso y valiente caballero, esto en poco, digo, darles reposo y holgança, ca estas dos cosas se alcançan por mí usando de pereza y acidia, y estas dos alargan mucho la vida, la cual con el trabajo y afán fenece miserablemente presto. Ca con el trabajo los huesos se muelen y fatigan y atormentan las carnes, lo cual es causa de perder el vivir. Y pues con pereza se da el hombre al ocio y holgança, y la holgança conserva la vida, la cual es la más preciosa cosa que los hombres poseen en la tierra, no debes, hermoso caballero, rehusar de ser y llamarte mi servidor. Y deja ésas que te traen molido y quebrantado, quitándote la mitad de tu vida. Descansa, y olvida ese penoso trabajo, toma placer y abraça el reposo, recibe holgança, date el descanso y vivirás larga vida contento. Muéstrate mi servidor y yo te daré mi preciado don con que hagas y alcances todo esto.

     -Oh, perezosa Acidia, dijo el Caballero del Sol. ¡Cómo blasonas bien y glosas tus malas y perversas condiciones! Tú haces los hombres torpes, tórnaslos necios y inábiles, críalos soeces, viles y apocados, conviérteslos, lo que peor es, de hombres racionales en brutos animales. La acidia, pereza, ociosidad son armas del antiguo enemigo para caçar las ánimas de los hombres, destruirlas, perderlas y apartarlas del camino de la verdad y de su Criador. Y, por el contrario, el trabajo doma los cuerpos, destierra los vicios, aviva las ánimas, pónelas en el camino del cielo y no las deja caer en tentación. Y tú, Perversa Acidia, ¿no conoces claro los hombres ser criados para trabajo, sin el cual no se puede alcançar la sapiencia, con la cual mucho nos allegamos a Dios? Porque como Él sea la suma y verdadera sabiduría, cuanto más un hombre alcança a saber, tanto más se allega al sumo bien que es Dios. De lo cual todo tú privas a aquéllos que usan de tus perniciosas costumbres, las cuales, no solamente los privan de las virtudes de la ánima, pero aun los hacen pesados, cárganlos de carnes, engéndranlos malos humores donde nacen las peligrosas enfermedades de los cuerpos. El trabajo y el afán curan las carnes, adelgazan los miembros y sacan los humores, lo cual es causa que los trabajados hombres viven más y más sanos que los muy holgados y regalados. Por tanto, perezosa Acidia, no trabajes más gastando conmigo vanas palabras, ante, sin más me detener, me deja entrar en tu cueva, obscura morada, ca tengo necesidad de saber si hay ahí mina o paso, pues por otra parte la tajada peña nos lo impide, para pasar a buscar más trabajos con cierta compaña que me atiende al arco de los hojosos olmos.

     -Mal caballero, dijo la perezosa Acidia, ¿así te atreves a menospreciar a mí y a mis dones que te ofrezco y buenos consejos que te doy, los cuales de otros mejores y más sabios que no tú son seguidos y amados? Yo te juro, por mi gran poder, si no vuelves por ti y haces mi mandado, que yo te haga morir miserablemente en manos de mis defensores, porque no te ha bastado traspasar la ley de la tabla de los torcidos árboles sino que menosprecias mis palabras y aún deshonrras mi persona.

     -Deja de me poner espanto con amenazadoras palabras, dijo el Caballero del Sol, y manda salir al campo esos tus defensores. Ca si tan perezosos son como tú y tu compaña, por no poner mano a sus armas se dejarán quitar las cabeças.

     Estas palabras no eran bien dichas, cuando a una voz que la perezosa dueña dio, por la puerta de la tajada peña salieron dos pelosos salvajes con escudos y desnudos alfanges en sus derechas manos, a los cuales la maldita Acidia dijo estas palabras: Mis leales servidores, dad con vuestros acerados cuchillos cruel muerte a este vil caballero que no le ha bastado quebrantar la ley de los torcidos olmos sino que en mi presencia ha aviltado mi persona con injuriosas y ultrajosas palabras.

     Sin los hablar palabra, el Caballero del Sol, ca bien entendía que con tan bestial y bruta gente no era cordura ponerse en razón, descabalgando de su caballo, porque los salvajes no se lo desjarretasen, a pie se va contra ellos, la espada alta, su escudo embraçado; y, como con ellos hubo emparejado, tiró un golpe al que más cerca de sí vido, con el cual pensó con aquél partir la batalla; pero no le avino así porque los salvajes eran tan ligeros que, cuando pensaba que más cerca de sí los tenía, entonces los hallaba más apartados, y así, dando el salvaje un ligero salto al través, se le escapó, haciéndole perder el desmesurado golpe. De esta manera los bellosos salvajes andaban, saltando de una parte a otra. Cuando el Caballero del Sol iba contra el uno, el otro le seguía y le hería con su pesado cuchillo de espesos y fuertes golpes; y cuando tornaba contra aquél, el otro volvía y hacía lo mesmo que el otro.

     Tanto duró esta mal concertada riña que ya el Caballero del Sol andaba cansado así de andar tras ellos como de recibir pesados golpes. Pues como el Caballero del Sol conociese cuan poco le aprovechaba seguirlos a unas partes y a otras, paróse en medio de aquel campo así por descansar como por esperar a que los salvajes le acometiesen, pensando de así mejor se poder aprovechar de ellos y herirlos a descuido.

     Luego que le vieron parado, los ligeros salvajes juntáronse y començaron a hablar el uno con el otro, y estuvieron una pieça que no le osaban acometer. Volviéndose, pues, el uno contra el otro en alta le dijo:

     -Pues le hemos de acometer, sea luego, pues está cansado y no esperemos a que repose y tome nuevo aliento y esfuerço.

     -Bien dices, dijo el otro.

     Diciendo esto, se vinieron contra el Caballero del Sol, el uno por un lado y el otro por el otro, con los escudos embraçados y los acerados alfanges altos. Pero como el Caballero del Sol estuviese sobre malicia fundado, cubrióse de su escudo a retó la espada en la mano y al tiempo que los ligeros salvajes llegaron a par por los lados para le herir hizo semblante de herir de tajo al de la mano izquierda y, huyendo aquel por le hacer perder golpe, llegó el otro con presta ligereza por le herir, pensando que contra el otro se ejecutaba el golpe, y volviendo prestamente de revés alcançó al de la mano derecha en descubierto del escudo por una pierna en tal manera que, como desarmado estuviese, toda se la cortó por la rodilla, y así manco vino luego a tierra dando muy grandes gemidos. Pues como el otro salvaje vido a su ayudador mortalmente herido determinó de le vengar o morir, y viniéndose, los crueles dientes crujiendo, contra el Caballero del Sol començó de le herir de espesos y fuertes golpes, dando grandes y ligeros saltos a unas partes y a otras porque no le alcançase algún golpe en descubierto de su luciente escudo.

     Gran rato duró la desconcertada contienda que jamás el Caballero del Sol podía acertar golpe al peloso salvaje que mal le hiciese, tanta era su ligereza y destreza en acometer y guardarse.

     A esta hora, como el Caballero del Sol se hubiese parado por tomar aire, viéndole descuidado el peloso salvaje vino contra él con una furiosa corrida, y el Caballero del Sol asi mesmo arremetió contra él. Tanto vino de recio el salvaje que, sin se poder detener, se vino a meter entre sus armados braços, de manera que le fue forçado trabarse con el Caballero del Sol a la lucha, en la cual anduvieron un pequeño rato, ca muy fatigado y molido le traía el Caballero del Sol con sus armados braços, lo cual, como bien sintiese, apretóle tanto que la encarcelada ánima se apartó naturalmente de las salvajinas carnes.

     A esta hora la falsa Acidia, viendo que de sus salvajes el uno estaba tendido en el herboso campo aullando y el otro puesto entre los braços del Caballero del Sol, se había acogido a su cavada peña, cerrando juntamente las fuertes puertas.

     De esta manera fenecida la desavenida y salvajina contienda, el Caballero del Sol se va para donde la Natural Razón le atendía, la cual, como le vido, de esta manera le dice:

     -¡Oh, victorioso caballero y bien afortunado! por cierto agora justamente os cuadra este letrero de la gruesa tabla que de estos abraçados olmos pende, el cual os llama venturoso, lo cual vos sois muy esforçado y valeroso. Tanta honra y prez de caballería habéis ganado franqueando los siete defendidos pasos, que el pago será llevaros al Campo de la Verdad y daros en la vuelta por escrito vuestros trabajos, porque no es justo que la memoria de tan hazañosos hechos se pierda, por lo cual yo haré y trabajaré tanto con la Prudencia que escriba y os dé en historia todo cuanto ha pasado desde el primero movimiento de vuestro esforçado coraçón, que os vino estando en la corte del muy alto y nunca vencido emperador de Roma y Alemaña, rey de las Españas, por el cual os hicisteis merecedor de seguir este camino y sufrir estos trabajos, juntamente con todo lo que nos aviniere en el Campo de la Verdad, hasta que seas vuelto al castillo de tu caro amigo Pelio Roseo. Y a ti encomiendo y mando que, como ahí seas, lo hagas imprimir y publicar y no lo pongas en olvido, ni menosprecies mi mandado, pues ya segunda vez te lo he dicho.

     Diciendo esto, la Natural Razón pasó por los muertos salvajes y, llegando ante la morada de la perversa Acidia, mandó poner fuego a las cerradas puertas porque la mala dueña del defendido paso por ninguna vía quería abrir ni responder y, entre tanto que las quemadoras llamas consumían las grandes puertas, mando la Natural Razón hincar la rica tienda donde holgaron y reposaron la parte que del día quedaba.

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