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Capítulo LIV

En que se cuenta cómo entró el superbo Mundo en el Campo de la Verdad.

     Ya los veinte y ocho días eran pasados y el vigésimo nono era venido, cuando el soberbio Mundo llegó con grande compañía a las columnas de las dos imágenes, que ante la estraña torre de la larga y ancha puente del Campo de la Verdad estaban, el cual como leyó y entendió las letras que ahí eran escritas, bien entendió que no le convenía pasar sin licencia de la poderosa Justicia, ca bien sentía ser culpado de lo que las desterradas doncellas le acusaban. Por lo cual, y porque en él había todo género de vicios y pecados, començó de llamar a altas voces a la guarda de la muy estraña torre.

     Oído el apresuroso llamar por la guarda de la estraña torre, paróse entre los cuatro animales brutos del fundamento y dijo así:

     -¿Quién es él que con tanta priesa me llama y qué es lo que quiere en esta torre?

     -Yo soy, dijo el poderoso Mundo, que tengo necesidad de pasar por tu torre al Campo de la Verdad y, por no te enojar quebrantando la ley del escudo de estas dos recostadas imágenes, no he querido pasar sin licencia. Sabrás que la divina Justicia me ha enviado a llamar con cierto término, el cual se cumple mañana, porque su mandamiento se cumpla, y yo no sea notado de negligente y desobediente, hazla saber cómo a estas dos columnas está el Mundo atendiendo su licencia y mandado para pasar al Campo de la Verdad a cumplir lo por la su grandeza mandado.

     -Pláceme, dijo la guarda de la torre, y luego envió un escudero, porque el no podía dejar la guarda de la torre, a lo hacer saber a su señora, la igual Justicia; el cual, después de la haber besadas las manos con el acostumbrado acatamiento que a tal señora pertenece, la dijo todo lo que habéis oído.

     La Justicia dio la licencia, mandando a la: rigurosa guarda de la divina torre que libremente dejase entrar al Mundo con toda su compaña, ca venía a su llamado. Juntamente mandó al escudero que lo mismo dijese al portero de la real puerta de los cuatro pilares. Dichas estas palabras, el escudero se despidió haciendo el debido acatamiento y, viniéndose para la gran puerta, dijo el mandado de la sabia Justicia al portero. Lo mismo hizo a la guarda de la maravillosa torre.

     Visto el aguardador la voluntad y mandado de la poderosa Justicia, dejó el paso libre y desembaraçado al Mundo, el cual, començando de andar por la rica puente, vino hasta llegar hasta la estraña puerta del Campo de la Verdad. Pero como ahí leyese las letras de la columna y viese las de los cuatro pilares y su significación, como astuto y sagaz entendiese bien, pensó que aún no le era concedida, ni segura, la entrada, y así començó de lejos a dar voces, no osando llegar a la puerta, por rogar al portero alcançase licencia de la divina Justicia para que pudiese entrar. Oídas las voces por el portero, llamado Sindéresis, abriendo una pequeña ventana, preguntó al voceador qué buscaba en aquel Campo, y cómo se llamaba.

     -Yo soy, dijo el Mundo, que vengo por mandado de la divina Justicia.

     El portero Sindéresis respondió:

     -Ya está mandado que se te dé la entrada que no mereces.

     Diciendo esto, abrió las grandes puertas y el perverso Mundo, como vido que la entrada le era concedida, con grande aparato y mundana música començó con su grande y perversa compaña de entrar por el espacioso Campo de la Verdad.

     Agora vos diremos de qué manera y con qué servidores y criados venía el Mundo.

     En la delantera venían setenta y dos hombres, cada uno de diversas naciones, lengua y colores, algunos vestidos de sedas, otros de ricos paños, otros de pieles y algunos desnudos. Unos cabalgaban sobre hermosos caballos ricamente enlazados y otros sobre caballos en pelo y otros sobre camellos, otros sobre dromedarios, otros sobre búfanos y otros diversamente. Todos éstos traían en sus manos diversas armas según los trajes y la manera de vestidos y caballos. Tras estos venían veinte y cuatro hombres vestidos de terciopelo canelado sobre hermosas hacaneas. En sus manos traían ricas trompas, unas de oro, otras de plata y otras de latón, con las cuales hacían una bulliciosa y concertada música. Tras éstos venían los privados del Mundo, entre los cuales venían diez dueñas y cinco escuderos. La primera era la Blasfemia, la segunda se llamaba Falsedad, la tercera Locura, la cuarta Astucia, la quinta Mentira, la sexta Necedad, la séptima Fantasía, la octava Desvergüença, la novena Malicia, la décima Calumnia. Los escuderos son: el primero Engaño, el segundo Estupro, el tercero Adulterio, el cuarto Incesto, el quinto Fornicio. No he puesto aquí sus desemejadas y feas facciones, sus monstruosos cuerpos y diferencias de vestidos por no ser prolijo. Cada uno podrá pensar, según los nombres, qué tales podían tener los gestos, los vestidos y los hechos.

     Después de estos venía el muy soberbio Mundo, hombre de mucha edad y con todo eso muy fresco, cano en la barba y cabello, bien dispuesto en el cuerpo y avultado en el rostro, con su gran persona representaba gran majestad. Sobre sus canos cabellos ponía una corona de muy preciados metales, todos mezclados y en uno fundidos, estrañamente obrada de muchos círculos, unos sobre otros, esmaltadas por ella muchas preciosas piedras, así como rubíes, çafiros, topacios, esmeraldas, cornerinas y otras muchas diferencias que sería prolijidad contarlas. En lo más alto de la corona estaba un pequeño árbol de fino oro estrañamente labrado, con muchas preciosas piedras que asimismo por él relumbraban. A su cuello traía una gruesa cadena de fino oro con muchas y muy ricas piedras. Vestía muy preciadas ropas de terciopelo dorado sembradas Por ello muchas rosas de oro de martillo y diversos animales, árboles y aves, con una cortadura por lo bajo de carmesí pelo vuelta con una bordadura de fino oro y un letrero con unos lazos de oro que entre todo se revolvía:

La majestad y poder
que yo he ganado con valía
ha causado en mí alegría.


     Cubría sobre estas ropas otra ropa de púrpura asaz larga aforrada en martas cebelinas. En la derecha mano tenía un cetro imperial de fino oro. En la siniestra mano traía tendida la palma vuelta hacia abajo como que aseguraba los que debajo de su mano vivían. Debajo de ella traía una pequeña redondez, esculpidos en ella muchos hombres, unos jugando, otros tañiendo, otros dançando y otros comiendo.

     De esta manera entró el sobervio Mundo por el Campo de la Verdad sobre un estraño carro de cuatro ruedas, el cual tiraban por doradas cadenas cuatro grandes elefantes. Las ruedas del carro eran de blanca y muy preciada madera. En la primera estaba esculpida una pequeña niña, la mitad de la cara y ropas eran negras y la otra mitad blancas. En la mano derecha traía un reloj de arena y en la otra una vela encendida. Con los ojos miraba cómo pasaba la arena de la una parte a la otra y con la boca soplaba la vela, al tiempo que la arena acababa de pasar. Su nombre tenía escrito en los pechos y se llamaba Hora, En la segunda rueda estaba entretallada una pequeña doncella desnuda. En el derecho ojo tenía una piedra muy luciente de que salía gran claridad. En el siniestro tenía una piedra negra muy obscura de su natural, y estas piedras tenía por propios ojos. Sobre su cabeça traía escrito el nombre y llamábase Día. En la tercera rueda tenía figurado un mancebo. El lado derecho tenía vestido y el izquierdo desnudo. Sobre la cabeça, a la siniestra mano, estaba el sol figurado muy claro y muy encendido, y el mancebo, alçando el siniestro braço, ponía la mano ante la cara por ser quemado del luciente sol. A la derecha mano estaba la luna rodeada de gruesas nuves que de sí lançaban blanca nieve. En la mano derecha tenía un brasero lleno de ardientes brasas. En los pechos tenía un letrero que pasaba de lo vestido a lo desnudo y era sólo su nombre y decía: Mes. En la cuarta rueda estaba dibujado un hombre, la mitad de la cara de viejo y la mitad de mancebo. Los cabellos y barba la mitad blancos y la mitad rojos. Sobre sus canos y rojos cabellos tenía una guirnalda de olorosas y diversas flores, la mitad que estaban hermosas y frescas y la mitad que estaban sobre los canos cabellos estaban secas y marchitas. De la cintura arriba vestía colorado, de allí hasta las rodillas verde; calçaba unas botas gruesas nevadas. En la una mano tenía una rama florida y en la otra una rama seca, con una letra en los pechos y decía su nombre: Año. Todas las otras partes del carro eran bien obradas de boscaje y montería. La rica silla en que el superbo Mundo sobre el carro sentado venía era toda de blanca plata sutilmente hecha, sin otra mezcla ni color alguna.

     Detrás del carro y en torno venían acompañando al Mundo el Tiempo, las ferocidades de las tres leyes de natura y la de escritura y la de gracia. El Tiempo era hombre viejo, de grande autoridad, sagacidad y experiencia. Sus cabellos y barbas muy blancos. Ninguna ropa cubría su desnudo cuerpo. De los desnudos hombros le nacían grandes alas de color azules, mezcladas unas plumas verdes. En la derecha mano traía un pequeño dragón enroscado que con su boca tragaba su misma cola, la cual era muy grande. Venía en pie y en la siniestra mano traía una muleta. Estaba acostado y estribado sobre ella sobre un carro, de la mitad atrás de madera seca. Por donde pasaba con su carro todo lo dejaba seco y lo que adelante estaba con su fuerça hacía reverdecer y lançar frescas flores. Debajo y tras su florido y seco carro tenía derribados muchos pendones estandartes. El verde carro tiraban cuatro gamos muy ligeros, debajo de cuyos pies estaba la señora Fama prostrada, su trompa perdida. Las ruedas del ligero carro tenían las mismas figuras que las que tenía el carro del Mundo. La primera de las seis edades que acompañaban al Mundo fue desde Adán hasta Noé. La segunda desde Noé hasta Abrahán. La tercera desde Abrahán hasta Moisén. La cuarta desde Moisén hasta David. La quinta desde David hasta Jesucristo. La sexta desde Jesucristo hasta el último día del postrero y universal juicio. De estas seis edades las cinco primeras vestían ropas amarillas con fajas de terciopelo verde con una rica brosladura de oro por encima, y cubrían largos mantos de luto. Sus rostros amarillos, sus carnes deshechas; llevaban los braços altos, las manos abiertas. Por sus lutosos mantos llevaban algunas escrito: Embía señor el cordero que ha de señorear la tierra; y las otras: Ábrase la tierra y engéndrenos al Salvador. La postrera y sexta, que fue desde Jesucristo, es agora y será hasta [que] él mismo venga a juzgar los pasados y los presentes y los que serán hasta en el último día del juicio. Esta se llama Edad florida, Edad dorada. Vestía ropas de grana. En la siniestra mano traía un libro abierto, el cual había sido cerrado con siete sellos, y sobre él un pequeño cordero con una cruz en su braço derecho que le subía por la espalda derecha arriba con un pendoncico en ella colorado. Con la derecha mano señalaba esta edad al pequeño cordero con una letra que de la boca le salía y decía así: Advenisti redemptor mundi, que dice en castellano: Ya viniste, Redentor y Reparador del mundo. Esta postrera edad, como forçada y engañada el Mundo la atraía a sí, lo cual es cosa digna de ser llorada con lágrimas de sangre.

     Después de esto venían las tres leyes: la primera, Ley de Natura; y ésta fue y duró desde que Dios crió a Adán, primero hombre, hasta que el mismo Dios dio las dos tablas del Decálogo a Moisén en el Monte de Sinaí. Esta ley primera vestía paños blancos con una letra por bordadura que así decía: Lo que no quieres para ti no lo quieras ni hagas a otro. En la derecha mano traía un pequeño árbol. La segunda se llamaba Ley de Escritura y fue desde que las dos tablas fueron dadas a Moisén hasta que Jesucristo hijo de Dios tomó carne humana de la Virgen María, sagrada madre suya. Esta vestía paños verdes. En las sus manos traía las dos tablas de piedra que a Moisén en el Monte de Sinaí fueron dadas, con una letra por el vestido que decía: Ama a Dios sobre todas las cosas, así a tu prójimo como a ti mismo. La tercera se llamaba Ley de Gracia. Esta es desde que Jesús hijo de Dios [se] encarnó y nació de la siempre Virgen María hasta hoy y será hasta el último día del juicio. Vestía paños de purpura con una bordadura de oro y unas letras por ella que así decía: Adoremos al Rey de los reyes y al Salvador de los siglos. En sus manos traía una cruz de color celestial; ésta, como la postrera edad, venía mal engañada y como forçada.

     Con tal compañía, de la manera que habéis oído, entró el soberbio Mundo en el Campo de la Verdad y fue aposentado en una plaça que estaba ante de la plaça de la Justicia en una grande y rica morada.

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