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Capítulo LXXII

Cómo las dos personas que reprehendían a los que no obedecían la sentencia de la divina Justicia salieron a rogar a la Muerte que cesase su ira y suspendiese la persecución.

     No cansada la cruel carnicera Muerte de la sangrienta batalla que con el general capitán y su armada gente había tenido, tornó a seguir su acostumbrado y començado camino, y guió derecho a la señora del mundo, llamada Roma, talando los campos, destruyendo lugares, villas y ciudades, dando crueles muertes a los que ante sí podía tomar.

     La dolorosa nueva de esta tan gran perdición vino a sonar en las orejas de dos altas y poderosas personas, aquéllas que, como obedientes a la divina Justicia, reprehendían los rebeldes hombres porque no querían obedecer el mandado de la poderosa doncella, ni recibir las desterradas virtudes; las cuales dos personas, sintiendo grave dolor por tanta perdición y deseando alcançar perdón de lo errado, acordaron salir al campo y recibir a la enojada Muerte con aquéllos que los suelen acompañar y en compañía de aquéllos que con el sudor de su cara, rompiendo la criadora tierra, comen el pan de dolor, porque con tal y tan inocente compaña pensaban alcançar lo que su capitán con armada y belicosa gente no pudo defender.

     Y pareciéndoles éste buen acuerdo, tomaron el derecho camino por donde tenían nueva que venía la Muerte, esperando ganar honra yéndola a buscar ya que otra cosa no pudiesen alcançar. No anduvieron mucho, cuando, subiendo un pequeño recuesto, la vieron caminar con su furiosa sierpe por un espacioso valle y ella asimesmo vio a ellos, yéndose cada uno contra el otro, aunque con diversas intenciones, porque la cruel Muerte iba por los meter en la llorosa sepultura y por tratar en ellos saña, y ellos iban para la pedir la vida para sí y su compaña y para todos los que hasta aquella hora de sus manos habían escapado.

     Pues como fueron juntos en medio del herboso valle, los dos grandes capitanes saludaron a la Muerte; la cual, tendiendo sus descarnados ojos por la noble compaña y generosos caudillos, los tornó las saludes y holgó de hablar con ellos y oír asimesmo lo que ellos quisiesen decir; aunque no con propósito de los perdonar las vidas. Començó de hablarles así:

     Habla la Muerte con los caudillos de la cristiana gente.

     La necesidad, que carece de ley, y la obediencia que debo a la divina Justicia, y el mandado general que por ella, sin sacar ni salvar persona, me fue hecho, me compelen, que no mi voluntad, la cual yo quisiera tener libre para os perdonar, a que mueva mi cortadora guadaña y rabiosa serpiente contra tan altas dos personas y tan noble compaña; y con esto, aunque no dejaré de hacer todo lo que es en mi mano, lo cual será oír de grado todo lo que me quisiéredes decir y yo hacerlo, con tanto que no sea contra el mandado que traigo de la poderosa y divina Justicia, ca en ninguna manera yo puedo cesar de hacer lo que me es mandado.

     Estas fueron las palabras que la Muerte habló a los dos caudillos, a lo cual respondió de los dos el que sagrados paños vestía.

     Habla el de los santos paños a la Muerte.

     Gran ingratitud y descomedimiento sería y habría en nosotros si la gran merced recibida de tu poderosa mano no regradeciésemos con palabras, pues con obras satisfacer no se puede, aunque más te pudieras extender según tu gran poder, porque dado que no sea en tu mano contravenir al mandamiento de la divina Justicia, pero al menos pudieras suspender la ejecución de él, hasta que la mesma divina doncella fuese sobre este caso consultada, porque yo confío tanto en su bondad y gran misericordia que, siendo informada del castigo hecho y del arrepentimiento y penitencia de los hombres y cómo están de entera voluntad para cumplir sus mandamientos y recibir a las desterradas doncellas, que alçará su divina mano y suspenderá su mandamiento y tornara a reconciliar la vieja amistad entre las desterradas virtudes y los vivientes hombres. Por tanto, yo te ruego, temida Muerte, que si en alguna manera puedes extender más tu mano y hacernos esta merced y otorgarnos este don, nos le otorgues, suspendiendo la ejecución del divino mandamiento hasta que la divina Justicia sea sobre todo consultada; y asimesmo te ruego nos digas cuál es la causa porque haces este tan general castigo y destruyes todos los mortales y pones fin al vivir de los hombres, ca estamos en duda si es porque el Mundo desterró las virtudes y los hombres racionales, viniendo contra el divino mandamiento, no las han querido tornar a recibir.

     -La causa, dijo la Muerte, es la gran maldad que mora entre los moradores de la tierra y la liga que todos los vivientes tienen hecha hoy día con los mortíferos vicios y la desobediencia que mostraron cuando desobedecieron al mandamiento de la divina Justicia, y porque no quisieron la santa compañía de las virtudes llamadas desterradas doncellas.

     Estas palabras habló la temida Muerte, y el de las sagradas ropas replicó de esta manera:

     Habla el de los sagrados paños a la Muerte.

     ¡Oh muy temida Muerte! paso arriscado y muy trabajoso y temido puerto, ley y deuda común al humano linaje, tributo que el pecado puso sobre todos los vivientes en el espacioso orbe de la tierra, clara a los justos y obscura a los perversos y malhechores, remedio de los afligidos, ca tú de sus cuitas los sacas, socorro de los atribulados, pues a sus trabajos das deseado fin, tu venida es deseada de los que conocen, adoran y sirven al único y eterno Dios, trino en personas. Debajo de tu bandera voluntariamente andan los que, por el celo de Dios, con verdadero conocimiento aborrecen esta mísera vida y sus engaños. A voces te están llamando todos los que desean ir a las eternas y perpetuas moradas celestiales. Tus saetas y flecha temen los malos y tus mortales heridas aman los buenos. Tú eres inevitable paso por donde los unos y los otros van a pasar; los unos, a perpetuo gozo y eterna gloria, y los otros, a continua pena y no cansado tormento. Tú te puedes llamar derechamente justa porque no tienes más de una ley para todos y con todos las practicas de una manera y a nadie perdonas que en su persona no la ejecutes. A ti que eres absoluta señora sobre el vivir de los hombres en el firmamento de la tierra, en cuya mano está la vida y la muerte de los humanos, queremos yo y este compañero, juntamente con toda esta compaña, pedir y mucha importunidad suplicar que, usando de tu gran poder, hagas lo que puedes, ca más no sería justo pedirte y es, que pues no debes ni puedes contravenir al mandamiento de la divina Justicia, que al menos hagas lo que es en tu mano, suspendiendo la ejecución del divino mandamiento hasta que la divina doncella que lo mandó sea informada del castigo y enmienda que se ha tomado de los hombres y de la penitencia que hacen por haber quebrantado su mandado y haber sido contra las virtudes, o desterradas doncellas, y del bueno y santo propósito que tienen de las recibir, no como compañeras sino como señoras y ayas de su vivir, y destruir y desterrar los abominables vicios; y yo creo, y tengo por muy cierto, que si nos otorgas este don que la poderosa Justicia, sabiendo esto, y teniendo allá de nuestra parte la Misericordia, la cual no quiere [la muerte] del pecador sino que llore su pecado y viva. Y porque ya cesa la causa por la cual discernió su mandamiento, que amansará su furor y templará su ira y usará con los moradores de este suelo de piedad y misericordia y alçará la ejecución de su mandado y aun dará por del todo cumplida su sentencia. Afloja ya tú, común Muerte, tu ira y pon rienda a tu braveza y concédenos esta merced, pues yo y este alto señor te aseguramos de la penitencia de los hombres y quedamos por fiadores que con aparejados ánimos y ganosas voluntades recebiremos las divinas virtudes y desterraremos los inmundos vicios.

     Estas palabras habló el de los sagrados paños, a las cuales aún apenas había dado fin, cuando el compañero de las fieles y cristianas armas hizo principio a su decir en esta manera.

     Habla el de las cristianas armas a la Muerte.

     Yo por mi parte, dulce Muerte, fin y remate de los humanos trabajos y principio de perpetuo gozo y durable reposo, te ruego otorgues el don pedido y cumplas y aceptes el ruego de este santo varón, ca yo, cuanto a lo que a mi toca, prometo de hacer publicar entre los cristianos que me son sujetos justas leyes por las cuales sean castigados los viciosos con tan grandes y graves castigos que aborrezcan y destierren los vicios y reciban y amen las virtudes; lo cual, yo pienso, no será menester, ca todos las recibirán de buen grado y con entera y pura voluntad; porque ya tienen conocido su gran yerro y han venido en verdadero arrepentimiento de su desobediencia y sus abominables vicios. No nos niegues pues, temida Muerte, el don pedido, pues el poder para lo hacer no te falta, ni para este hecho suspender, ni a la divina Justicia para del todo este castigo alçar. Mira que con pura y entera voluntad lo pedimos y de todo coraçón lo agradeceremos; lo cual, si usando de tu magnífica liberalidad haces, siempre quedaremos en deuda por tu gran merced recibida.

     Luego que el de las cristianas armas acabó estas palabras, la temerosa Muerte començó a decir lo que se sigue:

     Habla la Muerte a los dos caudillos de la gente cristiana.

     No puede ser mi ira tan crecida, ni mi saña tan cruel, que no oya la justa petición y acepte el ruego de tan altas personas y tan noble compaña, porque lo pedido me parece justo, y yo con razón no lo puedo negar, pues me lo pedís y yo lo puedo hacer, sin salir de lo que me está mandado por la divina Justicia. Y si digo que haciendo lo que me es pedido, pues en mi mano es suspender y en la poderosa Justicia anular o rebocar, que yo suspendo la ejecución de lo que me fue mandado ante la divina torre del Campo de la Verdad, hasta tanto que la poderosa Justicia sea consultada sobre el castigo hecho y vuestro arrepentimiento y petición. Y porque esto con brevedad haya deseado fin, yo mando al olvido de la Vida, mi mensajero, que a la hora se parta al Campo de la Verdad, el cual haga saber a la divina doncella lo que acá pasa, según es dicho; y, habido su parecer y mandado, vuelva con brevedad a este valle con el despacho de todo lo que ahí le fuere mandado; y, entre tanto, yo me apartaré a aquella espesura por hacer ahí a solas mi morada, y vosotros os volved a la plaça del Mundo; y, como viéredes mi mandado, venid a este valle donde sabréis de mi boca lo que del Campo de la Verdad me será mandado.

     No fueron bien acabadas de decir estas palabras, cuando el Olvido de la Vida tomó el derecho camino del Campo de la Verdad y los dos capitanes de la gente cristiana, despidiéndose de la obscura Muerte, que a la espesa montaña se subía, se tornaron a la señora del mundo.

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