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Personaje y abstracción

Domingo Ynduráin





El principal problema de esta ponencia es averiguar qué significa el título; citaré un texto de Valle Inclán suficientemente conocido, en el que contrapone el sistema de teatro de Calderón y el de Shakespeare, cuando dice en Martes de Carnaval: «La crueldad y el dogmatismo del drama español sólo se encuentra en la Biblia, la crueldad shakespeariana es magnífica porque es ciega con la grandeza de las fuerzas materiales, Shakespeare es violento pero no dogmático, tiene la bárbara alegría de un cosaco quemando aldeas, violando mujeres y degollando viejos inútiles. La crueldad española tiene toda la bárbara liturgia de los autos de fe, es fría y antipática; nada más lejos de la furia ciega de los elementos que Torquemada, es una furia escolástica...»1 Supongo que todos conocemos el texto de Valle Inclán y, suponiendo que ese distingo dé cuenta del sentido que aquí tiene la abstracción, entonces habría que identificar el término, no con el arquetipo, sino con la conceptualización que hace corresponder un personaje con un sentido unívoco como representación de una idea, es decir, que el teatro español se caracterizaría por ser un teatro, llamémosle escolástico, que no pone tanto en escena las fuerzas de la naturaleza como las representaciones de unas ideas. Entonces, frente a la ambigüedad, que probablemente es lo que define al mito o al arquetipo, sea Don Juan o sea Segismundo, dispondríamos de un valor indiscutible, un término unívoco, es decir, un sentido y un valor previos a la actuación, a la creación, y que condiciona el desarrollo de esas obras concretas. Si eso es así, si esa definición o esa visión de lo que es el personaje abstracto, funciona, entonces yo creo que se puede afirmar que salvo combadísimas excepciones, el teatro español es siempre de ese tipo, es decir, utiliza siempre o casi siempre personajes abstractos, es un teatro de la abstracción sobre el cual se puede realizar con toda facilidad una formalización semejante a la que Propp realizó con los Cuentos fantásticos y es un tipo de teatro también entonces en el cual se puede organizar muy bien todos esos análisis formalizadores con las funciones de funtores y de actantes y de toda esa serie de planteamientos, porque no hay que estudiar prácticamente nunca la psicología de los personajes, los movimientos profundos, sino unas formalizaciones, como vectores, que se cruzan unos con otros. Por supuesto que, cuando digo que el teatro español es un teatro de tipo abstracto, no me estoy refiriendo especialmente a los autos sacramentales, ni creo que eso se cumpla especialmente en los autos; me estoy refiriendo al teatro que pudiéramos llamar de tema profano o de tema laico, tanto a la comedia de capa y espada como a las escasas tragedias que ha producido el teatro español. ¡Supongo que no digo nada nuevo si recuerdo que los personajes de la comedia clásica española son tipos definidos de antemano, no son personas individuales, no son caracteres específicos y únicos, sino abstracciones, y abstracciones de lo que se supone, no que es, sino que debe ser un hombre o un individuo concreto. Es decir, que se trata no de un reflejo de lo que la realidad es, sino de una propuesta de tipo idealista sobre lo que la realidad debe de ser y el comportamiento que deben mantener los individuos que pertenecen a una clase, a un estamento social determinado; y, por lo tanto, desde el momento en que sale a escena uno de los personajes su carácter, las fuerzas que le mueven, las finalidades que persiguen están absolutamente definidas y el espectador, el oyente de la época juega con ese elemento consabido. El personaje, en la comedia española, es, pues, el representante ideal de una clase social, de una condición social de un grupo, pero nunca alguien diferente de todos los demás representantes, o de todos los demás individuos, de lo que se supone que es esa clase social o ese grupo2.

Y, con ligeras variantes, como todo el mundo sabe, la comedia española funciona siempre con el mismo repertorio de personajes, con las mismas dramatis personae: galán, dama, gracioso, criada, barbas, etc., y poco más. Pueden multiplicarse, naturalmente, los galanes, y pueden multiplicarse las damas, incluso introducir alguna figura que es potestativa, como puede ser el rey por ejemplo; pero la base es siempre la misma, y estas figuras se pueden encontrar en una situación o en otra, pero la base y sus reacciones son siempre las mismas y son las esperadas. De tal manera que a un determinado estímulo, ese personaje responde siempre de la misma manera y además debe responder siempre así, es la respuesta que corresponde a su naturaleza de representaciones abstractas. Hasta cierto punto, se puede decir que el juego teatral de la comedia clásica española, consiste en resolver la contradicción o el problema que se produce entre las propiedades de los personajes y la situación en la que se les coloca, en cómo esos personajes definidos llegan a un final feliz, o simplemente aceptable, sin dejar de ser lo que son, no en un cambio de personalidad, sino en la manera de llegar a un final que sea aceptable por el público, que responda a unas consideraciones de tipo social, manteniendo siempre las características del tipo a que pertenece. Naturalmente que dentro del teatro clásico hay matices, hay variaciones según autores, según épocas, hay casos particulares y se pueden citar por ejemplo los personajes femeninos de Tirso, que se salen algo de esa línea general o los galanes llamémosles defectuosos de las comedias burguesas de Alarcón, o El caballero de Olmedo o algunos otros ejemplos. Pero el común denominador de la comedia española, creo que es la tipificación, la abstracción de los tipos como definiciones realizadas de antemano. Creo que la comedia española es una especie de tablero de ajedrez, un arte combinatoria, y lo que interesa es el desarrollo de las jugadas, la manera elegante de resolver un jaque al rey, a la dama o al galán, pero no el valor de las figuras: las piezas tienen sus movimientos determinados, su carácter perfectamente determinado y lo que interesa es el movimiento de esas piezas, es decir, las jugadas que se pueden hacer con ellas, pero no, naturalmente, la investigación sobre el carácter individual específico, las pasiones, los elementos que pueden tener de individualizador de cada una de esas piezas.

Es curioso, porque es algo que se producía también en el teatro renacentista, quiero decir que esto era, dentro de mi manera de ver las cosas, perfectamente esperable y explicable en el teatro barroco, en el teatro del siglo XVII donde los caracteres, la visión del mundo, etc., parece que se fija, y se forman unas líneas y unos carriles por los cuales hay que ir de una manera casi inevitable. Lo que resulta más sorprendente es que el teatro del XVI, incluso en el teatro de la primera mitad del XVI funcione exactamente igual, es decir no hay, en general, una individualización, sino precisamente una tipificación donde los personajes representan ideas, conceptos, etc., pero no seres individuales. El hecho de que se produzca una coincidencia, según yo veo las cosas, entre el teatro alegórico, que por definición es un teatro abstracto (abstracto por lo menos en el sentido de que sale la Fe, la Caridad, la Iglesia, etc., se produce un proceso de abstracción) y la comedia de capa y espada no puede ser algo casual, no es algo que se produzca de manera anecdótica, sino que tiene que ser inevitablemente el resultado de una ideología o si se prefiere el resultado de la forma de entender la realidad que se trata de imponer, es decir, una especie de teatro didáctico y de teatro doctrinal, de una comprensión de la función del teatro como espejo de costumbres como, pero no sólo espejo, sino como didáctica de costumbres que trata de influir sobre los espectadores. Supongo que eso es obvio, lo que supone de fijación, de propuesta de fijación de las categorías humanas, de las clases sociales, de representación de un mundo donde la realidad está absolutamente definida y fijada de manera absoluta, de represión, o por lo menos atenuación de las pasiones, de los elementos espontáneos y la sujeción a unas reglas o a unos modos de comportamiento y a unos modos de proceder.

El planteamiento es la adecuación a unas leyes formalizadas por la sociedad donde la dificultad precisamente estriba en cumplirlas cuando son contradictorias; en encontrar, dicho de otra manera, la casuística que permite compaginar esas leyes de la sociedad, pero no en el problema del individuo frente a esa sociedad, o el problema del individuo frente a sí mismo, o frente a otro individuo diferente. Ahora bien, me permitirán el repaso histórico. Creo que no basta en principio señalar el hecho. No sé si cabe explicar por qué las cosas fueron de esa manera y no de otra, porque eso es un ejercicio enormemente arriesgado, pero sí cabe exponer, por lo menos, creo, los pasos que llevaron a ese resultado. Yo creo que es una concepción claramente medieval, es decir, parece bastante aceptado, en general, frente a otras culturas que en la cultura hispánica no se produce un corte radical entre Edad Media y Renacimiento y no hay una oposición frente a la Edad Media, sino en cierto modo una asunción de los planteamientos medievales. La doctrina en la Edad Media, tiene una serie de elementos clave que se mantienen a lo largo de todo el siglo XVI y XVII en la literatura española y que van marcando las direcciones por las cuales debe ir la comprensión de lo literario y concretamente del teatro como hecho específico, quiero decir que, por ejemplo, el Antiguo Testamento había sido interpretado ya de manera alegórica desde Filón y ese método lo continúan los padres de la Iglesia: la Biblia nunca significa sólo lo que significa, sino que tiene una significación abstracta que debe ser investigada y que debe ser presentada a los oyentes o a los catecúmenos. Pero, exactamente igual que la Biblia, Virgilio y Ovidio fueron interpretados de la misma manera, es decir, no fueron interpretados de una manera directamente literaria ni tampoco de una manera literal, sino que fueron interpretados de una manera también alegórica. Basta recordar por ejemplo el nombre de Macrobio para darse cuenta de que estos autores clásicos tienen también, o sufren, ese proceso de elaboración y de readaptación a unas necesidades que son las necesidades doctrinales de definición. El resultado es que los textos, los escritos, es decir, la autoridad, tanto paganas como cristianas, coinciden en tener un valor alegórico, son abstracciones revestidas de formas sensibles, como dicen los tratadistas de la Edad Media española y del Renacimiento. Revestidas de forma sensible para, por una parte, ocultar sus secretos a los ignorantes y, por otra, para unir lo dulce a lo útil. Tengo que recordar inevitablemente en ese caso a la Psicomaquia de Prudencio, donde el combate de vicios y virtudes adopta o reviste una disposición si no teatral por lo menos dramática. Es decir, hay una creación de personajes de vicios y virtudes que luchan entre sí donde los vicios se disfrazan de virtudes, y hay toda una dialéctica casi teatral. No es teatral porque, por supuesto, no se representa, pero sí es una organización dramática. Y supongo que la conexión ya, desde entonces, entre ese planteamiento y los planteamientos de tipo alegórico en los autos sacramentales y en toda la serie intermedia, resulta absolutamente evidente; y esa interpretación alegórica y doctrinal de los clásicos, de la Biblia, es la que predomina en los estudios renacentistas. No hay que olvidar la enorme influencia que en la cultura española tiene todavía Erasmo en todo el siglo XVI (y parte del XVII) y no hay que olvidar que en el Enchiridion (en el capítulo VII), Erasmo sigue interpretando de una manera alegórica la obra de Homero, es decir, no es una obra literaria, no es simplemente una obra de ficción, sino que debajo de las ficciones, debajo de la apariencia de las cosas, hay un ser más profundo, una abstracción que responde a un mundo de ideas, a un mundo de tipo doctrinal. O sea, que si ya en el arrastre medieval de la literatura española eso iba por ese camino, la influencia erasmiana que es, creo, fundamental, por lo menos a nivel ideológico, en la primera mitad, y después del siglo XVI sigue funcionando en el mismo sentido, en la misma dirección. La personificación de vicios y de virtudes, de potencias del alma, de sentidos corporales, etc., etc., no falta en ninguna obra que se precie de obra culta. El XV está absolutamente lleno de obras literarias que adoptan esa disposición dramática con discusiones, diálogos o enfrentamientos entre potencias o entre lo que se quiera. En el libro de Louise Fothergill-Payne La alegoría en los autos y farsas anteriores a Calderón3, se explica eso bastante bien, pero que resulta incompleto: quiero decir, que hay muchos más textos donde se produce eso, la Visión delectable de Alfonso de la Torre, por ejemplo, donde aparece la Virtud, la Verdad, la Sabiduría, la Naturaleza, la Razón, discutiendo entre ellas; o, incluso, Don Diego Hurtado de Mendoza en el «Diálogo de Caronte y el ánima de Don Luis Farnesio», hablan también los vicios y virtudes, o Sebastián de Orozco4 -cosa rara no se cita en absoluto en ese libro-, está constantemente haciendo obras ya teatrales, obras dramáticas en las que se representan por una parte capítulos de los Evangelios, pero, por otra parte diálogos, por ejemplo, entre la sensualidad y la razón, donde se dramatiza la abstracción de este tipo.

Cabe preguntarse, sin embargo, por qué eso sucede en el teatro y no sucede en el resto de la literatura del XVI y en parte del XVII. En principio, y por lo que sabemos, el teatro renacentista inicia su andadura entroncado directamente con las prácticas religiosas, las obras, las primeras obras teatrales, las de Juan del Encina e incluso todavía hasta Gil Vicente, aparecen formando parte de las celebraciones de tipo religioso. Es perfectamente conocido el texto del Cancionero de 1496 de Juan del Encina, donde dice: «Égloga representada en la mesma noche de Navidad adonde se introducen los mesmos dos pastores de arriba llamados Juan y Mateo y estando en la sala donde los maitines decía, entraron dos pastores», etc., etc. Es decir, estaban en la misma sala donde se dijeron los maitines y entroncando con los maitines se hace la representación teatral. A partir de ahí, prácticamente las obras de la primera mitad del XVI entroncan de una u otra manera con representaciones de tipo religioso o con representaciones de tipo áulico, con representaciones de tipo privado o particular. Por otra parte, no hay que olvidar que las Églogas de Juan del Encina reciben ese nombre en recuerdo de las Églogas de Virgilio, autor también suficientemente alegorizado. En parte, también sucede eso con Garcilaso, especialmente con la égloga segunda, con su carga didáctica y doctrinal: mantiene la carga normativa de propuesta ideológica, de propuesta abstracta, de propuesta ideal, casi de propuesta utópica; es, más o menos, la proposición que hace Garcilaso para formar un hombre, para formar un cortesano, o un caballero. Son reglas y planteamientos de valor universal, y no hay que olvidar tampoco, creo, que las églogas de Garcilaso se representan, es decir que tienen una influencia en el desarrollo del teatro, no sólo porque su poesía lo tiene en toda la literatura posterior, sino también porque esas églogas inciden en el desarrollo teatral.

Sin duda, en esta época la excepción es la Tragicomedia de Calixto y Melibea; pero esa corriente que puede llevar a la creación de una tragedia, de una tragedia con caracteres específicos, etc., resulta rapidísimamente truncada. Por una parte, porque los herederos de la tragicomedia de Calixto y Melibea, los herederos de la Celestina, bajan absolutamente el nivel, y, en segundo lugar, porque las tragedias, lo que tiene la tragedia de ruptura, precisamente, del orden establecido y de ruptura incluso personal del orden establecido, resulta rápidamente absorbido por la unificación de esos planteamientos. Hay un dato absolutamente revelador en este sentido, que indica, creo, por dónde van las cosas, y es que los autores españoles de tragedias finalizan sus obras con la aparición de una figura alegórica que expone de manera unívoca el sentido de la obra, es decir, que reduce lo que tiene de plural, de contradictorio, de extraño incluso, la tragedia; lo reducen a unas normas perfectamente claras como si fuera una moraleja en la cual se explica el sentido completo de la obra, el sentido completo de la tragedia. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la tragedia Ayax Telamón de Juan de la Cueva, donde la Fama es el personaje alegórico encargado al final de la obra de explicar qué es lo que significa esa obra, pero lo mismo ocurre en la Numancia de Cervantes, por poner un ejemplo perfectamente conocido, o en el Hércules Furente de Lope de Zarate o en la Isabela de Lupercio de Argensola, etc., etc., es decir que es un elemento que no falta prácticamente en ninguna de las poquísimas tragedias españolas: es la necesidad de reducir eso que podía ser interpretado de una manera abierta, de una manera libre, a unos términos, a unos conceptos perfectamente claros y absolutamente unívocos. No es de extrañar, entonces, en este sentido, que prácticamente no haya tragedias en la literatura española y que las que hay tengan ese carácter ambiguo, y no quiero entrar en la discusión de si La hija del aire es tragedia o no es tragedia, o si sólo es posible la tragedia cuando se trata de temas de la mitología y no cuando se trata de temas cristianos.

Por otra parte, habría que tener en cuenta en ese carácter del teatro español, la influencia italiana5, claro, a la que se han dedicado numerosos estudiosos y donde, probablemente, desde muy pronto empieza a funcionar el influjo de la comedia del arte, con unos personajes que no tienen tampoco esa preocupación de investigación psicológica o caracteriológica, sino que corresponden o se corresponden a tipos perfectamente definidos con unos papeles y unas reacciones muy claras, quizá, quizá, habría que señalar, por último el férreo control social que se ejerce sobre el teatro en España. En primer lugar porque, en los orígenes, los autores son paniaguados que viven en un régimen directo de mecenazgo y que, por lo tanto, no tienen la libertad para organizar su propio discurso o su propio texto. Es decir, deben adecuar su discurso, su texto a las conveniencias y a las necesidades del mecenas que los contrata; y eso vale desde Juan del Encina con el Duque de Alba, hasta Lope de Vega con sus relaciones también con la casa de Alba o con otros señores. Y, por otra parte, porque el teatro frente a la prosa, digamos, y sobre todo frente a la poesía, claro, que permite una mayor libertad y una recepción de tipo individual, tiene un carácter público, que naturalmente obliga a que haya un control por parte de lo que pudiéramos llamar las autoridades o la ideología dominante sobre ese tipo de obras. Ahora bien, eso es algo que los autores y los teóricos de la época tienen perfectamente asumido. Yo traía unos textos de Cristóbal Mosquera, de Figueroa6 y de Suárez de Figueroa, donde la cosa resulta absolutamente meridiana y perfectamente aceptada, es decir, por ejemplo, leo un texto de Figueroa, de Suárez de Figueroa, dice hablando de la comedia: «los sucesos y porfías y contiendas destos [de los villanos] mueven contento en los oyentes; no así en las reyertas de nobles». Y explica: «Si un príncipe es burlado, luego se agravia y ofende; la ofensa pide venganza; la venganza causa alboroto y fines desastrados; con que se viene a entrar en la juridición de lo trágico. Siendo, pues, éste el fin de la comedia, su materia será todo acontecimiento apto y bueno para mover a risa. No puede el cómico abrazar más que una acción de una persona fatal [y está claro que la acción de una persona fatal puede traducirse perfectamente por actante]: persona fatal se llama a quien principalmente mira la comedia. Las otras que la acompañan para ornamento y extensión habéis de procurar que vayan asidas con lazos de lo verisímil, posible y necesario.» etc., etc.7 Y habla también de toda la serie de personajes y personajillos que inevitablemente aparecen en la tragedia, es decir, se da una nómina; pero lo que me interesa es señalar cómo es la naturaleza del personaje, cosa que ya viene desde Aristóteles, por supuesto, la que necesariamente define el carácter de la obra teatral. Si es un villano, se puede hacer una comedia porque mueve a risa, pero si es un noble no se puede hacer porque el noble se enfada y pide venganza y la realiza, es decir, desde el momento en que se toma una abstracción de la persona, para convertirla en clase social, o en representante de un grupo social, está claro que la dinámica del juego, de los factores o de los vectores, lleva a un resultado radicalmente distinto. O, dicho de otra manera, en el teatro español, creo que tanto en el auto sacramental, como en la comedia o como, incluso, sorprendentemente en la tragedia, hay una tendencia clarísima, con las excepciones que se quiera, a sustituir las personas por tipos y por representaciones de grupos definidos de antemano, mediante un proceso de abstracción, de lo que la clase social representa, no como realidad real, no como realidad inmediata que existe en la sociedad, sino como propuesta ideal de una utopía, eso es lo que corresponde más o menos al título «Personaje y abstracción».





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