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Picasso, andaluz universal

Ricardo Gullón





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El proteico

Obra gráfica de Picasso

Como tipo humano, Picasso no tiene secreto para los españoles. Hijo de vasco y mallorquina, nacido en Málaga, es un ejemplar de celtíbero neto, reformador e insubordinado, autoritario y anarquizante, idéntico a tantos otros compatriotas. Quiso poner orden en los delirios impresionistas, en las algarabías fauves; quiso encauzar la pintura por sendas de austeridad y limitación: un orden suyo, orden picassiano, apasionado, contradictorio, impuesto y mantenido revolucionariamente, y nada dogmático, salvo que por dogma se entienda la tornadiza voluntad del artista, en cuyo escudo (si blasón tuviera) pudo grabarse este mote: «Cambiando, soy».

En el mudar se afirma la personalidad de Picasso, y vistos con suficiente perspectiva los distintos períodos o épocas de su pintura, tienen en común un «carácter», una sensibilidad que no es sino expresión del alma invencionera y sutil del   —178→   artista, invariable en el afán de crear un mundo a imagen y semejanza de su genio. No más tarde de 1911 señalaba Kandinsky la movilidad del espíritu picassiano, nunca confortablemente instalado en una actitud, antes creciendo en inquietud según se distendían las posibilidades renovadoras. Picasso -decía Kandinsky- «llegó por medios lógicos a la destrucción del material, pero no por su disolución, sino más bien por una clase de destrucción de sus varias partes y por constructiva dispersión de estas partes sobre la tela». Esta fragmentaria supervivencia de la realidad me parece la causa primera y más profunda de algunas graves resistencias opuestas a la pintura picassiana. Una disolución completa de la realidad, un arte sin referencias objetivas, se sitúa, desde luego, en planos tan distintos de los habitualmente transitados por el hombre, que sería inútil buscar aquí los residuos de ella.

En cambio, cuando Picasso dispersa en el cuadro los elementos de la realidad, el ojo los reconoce sin demora, recibiéndolos y clasificándolos como lo que obviamente son: un perfil femenino, una botella, media guitarra. La operación subsiguiente suele consistir en una involuntaria, casi automática tentativa de restablecer «la normalidad», colocando cada trozo de realidad en su espacio habitual, donde estamos habituados a verlos y vivirlos, y entonces ocurre que la imposibilidad de readaptarlos al esquema común produce en el espectador sentimientos oscilantes entre la indignación y el asombro. Alguna vez piensa si se tratará de un rompecabezas cuya solución puede averiguarse con paciencia y tiempo, y escudriña los rincones del lienzo buscando el lugar que «lógicamente» -según su propia lógica- correspondería a cada uno de los objetos o restos de objetos representados; al no encontrarlos, se cree defraudado y grita su desencanto. Se le escapan el rigor y la necesidad a que obedece la destrucción, el espíritu de sistema operante bajo la anárquica apariencia y el dinámico constructivismo connatural en este debelador de las construcciones existentes.

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Jean Paulhan (véase Braque ou la peinture sacrée), sagaz comentador del arte nuevo, considera la aportación de Picasso especialmente importante por cuanto tiene de ruptura -subraya, por tanto, su faz negativa-, mientras la de Braque lo sería por «su aspecto de invención propiamente dicha y de creación técnica». Si así planteada la cuestión nos deja perplejos -pues se ha venido aceptando la imagen de un Picasso imaginativo y ultraoriginal y es corriente que las discrepancias (digo las discrepancias alzadas desde espíritus nada hostiles a los empeños del arte actual) originen un movimiento de sorpresa seguido de vacilación-, si así enunciada la tesis tropieza con resistencias, el examen pormenorizado de la obra picassiana permite entender los fundamentos de tal opinión y dilucidar la parte de verdad que los hace estimables.

Hace años, el pintor inglés Michael Ayrton presentaba a Picasso, en cierto artículo muy discutido, como un maestro del pastiche, reprochándole como defecto lo que quizá fuere su más rara cualidad: la inquietud. Según su debelador, esa inquietud es expresión de radical inseguridad y revela la tendencia a apropiarse fórmulas hechas, vestiduras de confección escogidas en la ropavejería de la historia del arte en el momento y la medida que le son necesarias. Puvis de Chavannes, Van Gogh, el arte negro, Cézanne, Ingres, Grünewald, la ornamentación de la cerámica griega, figuran entre las «fórmulas» asimiladas y después deformadas por Picasso, en opinión de Ayrton. De ser esto exacto, se podría considerar la obra picassiana como simple suma de variantes sobre invenciones ajenas, como una serie de ejercicios intelectuales realizados con material elaborado por otros.

Pero da la casualidad de que ese carácter cambiante, voluble, de la obra picassiana venía exigido por la obra misma, producto de sucesivas emociones y emoción expresada de manera descarnada y espontánea, con los elementos adecuados. Lo que despista a Mr. Ayrton y a quienes piensan como él es la enorme receptividad acusada por Picasso, interesado e   —180→   impresionado por problemas tan diversos que generalmente no los abarca un solo artista, y el desembarazo con que sin escrúpulo (como todos los creadores verdaderamente geniales) toma sus bienes donde los encuentra, seguro de que por ese mero hecho los hace verdadera y radicalmente suyos. Por otra parte, no confundamos estímulos e influencias. El estímulo es un choque que provoca una reacción.

Picasso reacciona de manera instintiva, biológica, y, genio de presa, hace suyas las diversidades que le emocionan. Los productos del arte negro o las obras de Cézanne son estímulos que le incitan a seguir determinadas direcciones -o reafirman su decisión; Las señoritas de Avignon son anteriores a su toma de contacto con los fetiches africanos «descubiertos» por Vlaminck-; emprendida la marcha, resplandece una originalidad profunda en los aportes incesantes, en las desviaciones enriquecedoras, en las vetas descubiertas y exploradas por nuestro artista a partir del estímulo recibido. ¿Maestro del pastiche? No. Otra cosa muy distinta: libérrima aceptación de los estímulos y seguridad de que la personalidad propia permanecerá intacta, dominando las «influencias» de cada hora. Recuérdense las palabras de Picasso -en sus famosas declaraciones a Christian Zervos-: «El artista es un receptáculo de emociones venidas de cualquier parte: del cielo, de la tierra, de un pedazo de papel, de una figura que pasa, de una tela de araña. Por eso no es preciso distinguir entre las cosas. Para ellas no hay cuarteles de nobleza. Se debe coger lo necesario donde se lo encuentra, salvo en la propia obra. Tengo horror a copiarme, pero no vacilo cuando, por ejemplo, me muestran unos dibujos antiguos, en coger todo lo que quiero».

En pocas líneas deja clara su actitud frente a cuestiones de evidente importancia. El horror a repetirse, vigilando la propensión al autoplagio y a la explotación intensiva de los propios hallazgos, y la negativa a confinarse en puntos de partida   —181→   previstos, enumerables, son claves de su constante voluntad de cambio. La pintura picassiana estuvo siempre desligada de las teorías formuladas para explicarla o justificarla. Tiene mucho de improvisación, y por eso es más admirable su punto de equilibrio; automáticamente coloca en su lugar los elementos recién surgidos, obedeciendo a intuiciones profundas, a un instinto que le previene contra eventuales extravíos. En seguida veremos cómo al ensanchar las fronteras de la pintura no intentaba Picasso negar sus límites, sino las barreras puestas al campo. Su espíritu, viviendo en la pintura, vive también lúcidamente en la realidad: sin cesar gira   —182→   de lo vivo a lo pintado, de lo pintado a lo fantástico y de lo fantástico a lo vivo otra vez.

Obra gráfica de Picasso

[Página 181]




El realista

Notemos, por lo pronto, para aviso de precipitados y cortos de mirada, que Picasso es un pintor realista. Al pintar arranca de la realidad, si bien en el curso de la aventura le ocurra deformarla y alterarla según necesidades del momento -necesidades plásticas, claro-. Informado de las conveniencias pictóricas, no sería justo decir que no las tiene presentes, pues desde luego cuenta con ellas, mas para mejor eludirlas, para tantear hasta dónde es posible burlarlas, siquiera a la postre no siempre se resuelva a intentar el salto sobre su sombra. La realidad presiona, pero no ahoga; no le agobia como agobiar suele a pintores de tipo tradicional: opera en Picasso por saturación, colmándole de riquezas estrictamente plásticas: volúmenes, colores, líneas... En este sentido no le falta razón a Gertrude Stein para considerar el cubismo creación estrictamente española, pues, como notó el ojo sagaz de la ilustre escritora norteamericana, las telas después llamadas «cubistas», que tanto chocaron en París cuando las llevó Picasso, al regreso de su viaje a España en 1907, eran simple trasunto, personal pero muy fiel en cuanto a las esencias, de los paisajes aldeanos que habían colmado la retina y el alma del pintor durante su estancia aquí por entonces. Se puede decir que ya en las mencionadas Señoritas de Avignon y en algún cuadro de otros pintores existen indicios de lo que en seguida iba a ser el cubismo; pero tiene razón Gertrude Stein, y aunque escudriñando por uno y otro lado sea posible hallar signos premonitorios, la gran eclosión no se registra hasta los paisajes pintados por Picasso en la coyuntura dicha.

Se ha negado a Picasso la invención del cubismo, basándose en que por los años finales de la primera década del siglo un reducido grupo de pintores tanteaba en la misma dirección,   —183→   y si buscaban lo más tarde llamado cubismo es porque tenían conciencia de la posibilidad de crear universos pictóricos en que las incidencias lumínicas dependieran del juego de los volúmenes. Guillermo de Torre, que analizó los hechos con objetividad, escribe: «Nuestro malagueño es el creador genuino y exclusivo del cubismo. Sobre esto no quepa la menor duda. Si los testimonios pudieron aparecer embrollados algún momento, merced al monopolizador nacionalismo francés, vistos ahora en su verdadera perspectiva no ofrecen la menor duda». No insisto sobre ello porque el asunto está hoy suficientemente claro y queda al margen de los temas que me propongo estudiar.

Obra gráfica de Picasso

Para la buena comprensión de la aventura picassiana es útil precisar el enlace de sus descubrimientos con la realidad. «En sus cuadros -dice la misma Gertrude Stein refiriéndose a los de aquel momento- ponía de relieve por primera vez el método de construcción de los pueblos españoles, en donde las líneas de las casas no siguen las líneas del paisaje, sino   —184→   que parecen cortarlo en pedazos y perderse en el paisaje al recortarlo fragmentándolo». La atención del lector debe fijarse en el arranque realista de esos cuadros, juzgados con frecuencia como si desconocieran o hubieren querido desconocer la realidad. De ésta surge la emoción, y de la emoción el movimiento creador, intervenido por el instinto y la inteligencia. La actividad de la inteligencia es considerable en el proceso de la obra picassiana, que a ella debe su conversión en problema. En el problema pictórico de trasmutar en formas y colores las sensaciones derivadas de la emoción primigenia, restituyéndoles su originaria autenticidad y haciéndolas expresivas según leyes puramente plásticas. La simple mención de la palabra inteligencia suele provocar las iras de quienes consideran esta humanísima facultad como un elemento disolvente, corrosivo de las puras esencias «mágicas» de la invención artística. Apresurémonos a tranquilizarles añadiendo que los cuadros de Picasso registran la actividad de la inteligencia sin detrimento ni mengua del impulso original y de la potencialidad improvisadora propia de su genio.

La realidad suscita el choque. La inspiración obedece a una exigencia íntima. Apuntaré una diferencia entre el artista y el simulador: el primero, tal Picasso, produce siempre de dentro a fuera. De la realidad surgen incitaciones cuya valoración no debe subestimarse, pero que no son lo esencial de la obra de arte. Lo verdaderamente entrañable es lo que llamaba Kandinsky «la necesidad interior». Digo que en Picasso el impacto suele venir de la realidad y no sólo de la naturaleza; en él, como en tantos otros pintores, las obras de arte pueden ser y son el punto de partida. Se suele presentar al artista -y ahora me refiero también al poeta y al novelista- como obligado a prescindir de lo, en general, más estimulante: las grandes creaciones plásticas o literarias de todos los tiempos. No sé cómo pudo generalizarse la idea extravagante de entender la originalidad como total desconexión entre el artista y sus predecesores, cuando la historia del arte y la literatura   —185→   es concluyente prueba de lo contrario. Se trata de un error que puede coartar al pintor como al poeta, pues en el trance creador tal vez les preocupe la idea de que no son del todo originales y propendan a desechar sus inspiraciones como ilegítimas, y aun si las realizan necesitarán vencer el larvado descontento y la mala conciencia de quien se cree arrastrado a prácticas ilícitas.

Obra gráfica de Picasso

En los cuadros de Picasso la realidad experimenta transformaciones de grado variable; la destrucción de las formas habituales se acentúa en las telas pintadas a partir de 1907. Ha sido citada a menudo una frase de Maurice Denis: «Antes de ser un caballo, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es preciso que el cuadro sea esencialmente una superficie plana cubierta de colores agrupados en determinado orden». Mejor que a la obra del mismo Denis conviene esta definición a la de Picasso, y así lo notaremos parándonos un momento a examinar su significado. En esas pocas palabras se contienen tres afirmaciones sustanciales: 1.ª, la anécdota está subordinada a problemas estrictamente plásticos; 2.ª, el cuadro es agrupación de colores; y 3.ª, esos colores -componiendo   —186→   formas- no se agrupan caprichosamente, sino siguiendo un orden. Nada nuevo; nada que no esté ya en Velázquez o en Rembrandt, y, sin embargo, todavía suena a tesis herética en el oído de los partidarios de supeditar el cuadro al asunto y la pintura al «santo».

Picasso opera en la realidad mediante doble y complementaria operación: primero la deshace y se la apropia; después quiere recomponerla, pero no según leyes naturales, sino según leyes pictóricas promulgadas y establecidas por él. El destructor de la realidad no deja perder ningún elemento de ella: se limita a ponerlos en otro sitio, a ordenarlos de otra manera, para que parezcan o sean inconfundiblemente suyos. De la realidad mostrenca y sin apellido, a la realidad picassiana. De las tres afirmaciones contenidas en el dictamen de Maurice Denis, acaso fuere la última la resplandeciente con más evidencia en la obra de Picasso: quedó apuntada antes, pero no sobrará insistir en la faceta constructiva de su personalidad, faceta característica, pues las destrucciones previas tienen la condición de simples medios para alcanzar la finalidad deseada: la re-construcción de la realidad sobre bases personales.

La invención del cubismo estaba reservada a cabezas claras, visionarias y fundadoras. No es un accidente que Picasso haya sido la gran figura de este movimiento ni que otro español -el admirable Juan Gris, de quien quisiera escribir por extenso algún día-, otra mente lúcida y decidida, fuera el pintor más representativo de la tendencia. Es preciso reiterar el tan sabido como olvidado hecho de que toda gran pintura crea sus normas, reivindicando, por tanto, el buen derecho de Picasso a dictar las suyas. Gran parte de las confusiones originadas por su obra se deben a la obstinación con que ciertos críticos y muchos espectadores se niegan a situarse en el punto de vista del artista, empeñándose en juzgarle partiendo de supuestos distintos y, más aún, explícitamente condenados por él.

La ley se acomoda al designio del legislador, es decir, en   —187→   este ejemplo, de Picasso, y cuando, como aquí ocurre, el designio cambia, la ley caduca es automáticamente derogada y otra nueva la sustituye. Mas, bajo alteraciones que no debo llamar superficiales porque profundizan en el cuadro, pero que tampoco afectan al último estrato del espíritu picassiano, hay algo invariable, un superdictado exigente: cada emoción será expresada de acuerdo con las leyes que mejor la manifiesten: buscará su expresión impar. Por permanecer fiel a este imperativo es difícil disociar en las telas de Picasso la expresión de la emoción y desentrañar los vínculos entre realidad y plástica.

Obra gráfica de Picasso

La intención deformadora le llevó muy lejos. Muy lejos,   —188→   sí; pero sin salir del círculo de una tradición que tiene en la pintura representantes ilustres y que en España no debiera coger de nuevas a nadie. Picasso demostró en las telas de aquel largo período (casi un cuarto de siglo), que su voluntad de quebrar y rehacer la realidad manteníase tensa e incólume a través de los años, persistiendo en su ligazón con lo real, siquiera para deformarlo, pues sus monstruos son generalmente tentativas de enmendar la plana a la naturaleza, soberbia corrección realizada sin perder de vista los objetos que pretende corregir. ¿Es preciso citar ejemplos? Hay muchísimos. Véanse La mujer que llora (1938) o el Retrato (1941). Lienzos provocantes a ira en los profanos que se juzgan víctimas de mixtificación o de burla. Pues ¡cómo! ¡Qué mujer es ésa con un ojo horizontal y otro vertical, sin nariz o con dos narices y con la boca torcida o rasgada hasta el occipital? El espectador pide un psiquiatra: para él o para el artista, pero un psiquiatra, y, por lo pronto, una camisa de fuerza.

El espectador grita fuerte porque en la trasconciencia su espíritu está reconociendo en la deformación picassiana extrañas propensiones, propias de los hombres de todos los tiempos; esa tendencia se revela en estado puro a través de las imágenes trazadas por los niños, pues ellos también adulteran la realidad siguiendo no sabemos qué oscuros dictados (es pueril atribuir a incompetencia, a incapacidad, deformaciones cuyo carácter voluntario salta a la vista). La inclinación a distender y quebrar la realidad es mucho más vieja que Picasso. Cassou menciona al Greco y a Goya. (En uno de los capiteles de la colegiata románica de Santillana del Mar el escultor medieval procedió literalmente a despedazar la realidad, esculpiendo un caballo en trozos libremente distribuidos por la piedra). Tiene razón Cassou: el gusto por los monstruos está bien acreditado en España y su aparición en Picasso corrobora el iberismo que el viejo pintor no ha podido quitarse de encima después de medio siglo de expatriación. La hispánica desmesura, tan opuesta al espíritu francés,   —189→   no ha hecho sino afirmarse en su obra a medida que pasaban los años, acaso como inconsciente reacción de su yo profundo. Como bien se sabe, el realismo español es transfigurador; no es el realismo a ras de tierra de los holandeses, sino el refinado por la elegante sobriedad de Velázquez. En esta línea y esta tradición se inserta el suceso Picasso, perfectamente de acuerdo con la «ley de la polaridad» que, conforme demostró Dámaso Alonso en un estudio inolvidable, «define la esencia de la literatura española» y también, me parece, la de nuestra pintura.

Obra gráfica de Picasso

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Picasso, continuando la empresa iniciada por Cézanne, consideró que la arquitectura es lo esencial del cuadro, y dio a la forma primacía sobre la luz y el color. En esto consiste su divergencia de los impresionistas, para quienes la luz era el elemento más importante. Aunque la pintura picassiana cambia sin cesar y no es fácil señalar características que correspondan a todos los momentos de ella, pues las acusadas en alguno tal vez no aparezcan o incluso estén contra dichas en otras etapas, el predominio de la forma existe en todas sus invenciones y constituye una de las constantes de la colosal aventura. Picasso no podía olvidar la lección del impresionismo; pero redujo el color a función complementaria, y sin convertirlo en eje del cuadro explotó a fondo las posibilidades que para la plenitud de la forma depara la adecuada modulación del colorido.

Predominio de la forma quiere decir rigor de contornos, trazo seguro que excluya las vaguedades impresionistas. Picasso tiene un poderoso sentido de la construcción pictórica, un sentido casi arquitectónico, en que la razón equilibra el empuje del instinto. La superficie del cuadro se va cubriendo de manchas, que tienden a constituir un organismo viviente; los retratos de Vollard o Kahnweiler pueden mencionarse como ejemplos de un tipo de composición conseguida mediante suma de elementos preexistentes (que dan sensación de existir como entidades autónomas, desde fuera del lienzo, antes de ser incorporados a él), elementos que al armonizarse, en vez de perder su autonomía, la conservan, subordinándola al sentido total de la invención. Si comparamos una tela «clásica», tal el retrato de mujer (de su mujer) que pintó en 1923, con otras más inequívocamente picassianas, como los retratos de Vollard y Kahnweiler, puede apreciarse que la enorme distancia entre ellas depende especialmente de que en la primera cada rasgo es continuado por otro, mientras en las últimas   —191→   se agrupan en multitud de formas, no independientes, puesto que son partes de un todo y es la pertenencia a ese todo lo que realmente las hace significar, pero sí dotadas de vitalidad propia; cada fragmento de estas telas es una zona viva que logra plena significación al relacionarse con los demás, pero fue pintado en forma que, aun aislado, tiene una vibración peculiar. La acumulación de formas geométricas produce en el retrato de Vollard y en los cuadros de análoga factura ese curioso efecto de autonomía dentro de estructuras planeadas con gran severidad.

En las obras picassianas la forma viene suscitada por la intensa corriente de emociones que atraviesa el alma del artista. Cuando los academizantes exaltan la superioridad de la forma, quieren decir otra cosa: la necesidad de plegarse a una norma, extraña al pintor, de donde se derivan las líneas generales con arreglo a las cuales el cuadro debe ser construido. En Picasso no encontraremos pintura de programa, ni forma exigida por el asunto, ni acatamiento a disciplinas exteriores: los planos se ordenan conforme a la estructura, y por eso, según razones ya apuntadas, cambia la forma cuando varía la emoción, el impulso determinante; lo que no cambia -y ruego se me disculpe la insistencia- es su primacía sobre los otros ingredientes del cuadro.

Y he aquí cómo llegamos incidentalmente a rozar otra característica de este arte. Me refiero a la espontaneidad. La pintura de Picasso, nacida en la emoción, tiene el sello espontáneo de las grandes invenciones artísticas. Picasso pinta de la manera más natural; diríamos, sin temor al tópico: pinta como una fuerza de la naturaleza. No diré que pinta «arrebatadamente» por si la expresión parece contradictoria con el elemento racional, pero afirmo que pone en la pintura la pasión de quien se mueve en la órbita de lo fatal. Christian Zervos escribió que Picasso pintaba a veces como en trance, sin intervención de su voluntad. La expresión no es buena; con ella se reduce la importancia del racionalismo picassiano,   —192→   que es grande, si bien sea necesario señalar cómo lo templa y sensibiliza la emoción primigenia. Lo que seguramente quiso subrayar el crítico francés es la calidad «espontánea» del arte picassiano. Tal es el adjetivo más adecuado para calificar una pintura cuya raíz no prende en la voluntad -en la voluntad consciente-, sino en la emoción.

Espontáneamente -¡cuidado!; espontáneamente, mas según la ley del cuadro- se organizan formas y colores, y el artista encuentra en ellas más de lo que creía haber puesto, admirándose de las posibilidades nacidas de la obra en formación. Y ello sin mengua de la lucidez y la fidelidad a una estructura que no ha de ser rígida, sino dúctil, maleable y dispuesta a aceptar eventuales enriquecimientos. Picasso sabe que el camino suscita desviaciones y depara hallazgos imprevistos; lo que ignora es cuál será su tendencia. ¡Gran destreza la suya para dar forma sobre la marcha a tales presencias, a tales sorpresas! Con magistral soltura se las incorpora, gradúa su tensión con arreglo a la temperatura del cuadro, y las hace servir y contribuir a la realización plástica de las emociones iniciales.




El hechicero

La invención picassiana está henchida de iluminaciones sorprendentes. Es adversa al proyecto, y justamente el esplendor de su forma se debe a la tensión producida por la necesidad de acoger y situar en el momento -instintivamente tanto como racionalmente- esas iluminaciones dentro de la arquitectura ideal. Arquitectura que obedece a la interior necesidad y no al diseño. Picasso pudo decir con verdad que alguna vez había sido el primer sorprendido por su invención. Pues el predominio de la forma no arguye incapacidad para extraer el máximo rendimiento a los hallazgos que en el curso de la tarea incitan a desviarla del primitivo camino.

Pocos artistas acertaron a manejar con igual pericia las combinaciones de forma y color; en los colores consigue intensidad   —193→   y fuerza que deben tanto a la hábil ponderación de los contrastes como a la autenticidad de los matices en relación con las formas. Recuerdo, por ejemplo, el apagado violeta de los harapos vestidos por un muchachuelo en su acuarela Los pobres (1902), color tan evanescente, inesperado y natural como el rosa de los maravillosos Caballos en la playa, de Gauguin, o los verde-azulados de otro espléndido cuadro de la «época azul», el rotulado Mujeres en el bar, en el que el colorido contribuye decisivamente a la impresión de tristeza gravitante sobre la escena. Aquí se advierte hasta qué punto la elección del tono está en consonancia con la necesidad de expresar cierta sensación: la experimentada ante el desaliento, personificado en dos mujeres equívocas; color y forma sirven al mismo designio sobriamente expresivo y constructivo.

No es casualidad que los cuadros de algunas épocas picassianas sean denominados según las tonalidades dominantes: época azul, época rosa...; los colores acentúan propósitos, dan sentido al cuadro y deben ser tenidos tan en cuenta como las formas en que se integran, pues, como ellas, sirven para definir plásticamente la emoción. La actitud de las figuras en Mujeres en el bar es, desde luego, esencial; pero la sensación de melancolía no hubiera sido tan penetrante si los desvaídos tonos no coadyuvasen a crear el ambiente adecuado para el nacimiento de ella: la postura de las cabezas y los hombros confirma lo insinuado por la blanda luz del cuadro. Otras veces, Picasso emplea los colores con agudo sentido de las antítesis, y si cuando quiere acaricia, cuando le ocurre ser detonante lo es con más virulencia que nadie.

La impresión que producen sus cuadros, casi desde antes de verlos, al menos, quiero decir, desde antes de contemplarlos uno por uno, es de embrujo, de sortilegio. Conservo vivísimo el recuerdo de una visita reciente al Museo de Arte Moderno, en París, y la impresión de deslumbramiento gozada al entrar en la sala dedicada al malagueño: sala de fulgores, habitada por fantasmas maravillosos, por las extrañas   —194→   criaturas engendradas en la poderosa fantasía picassiana (pero de esta fantasía no puedo hablar ahora: sería materia suficiente para otro artículo). El mundo cotidiano se hacía irreal, parecía insuficiente y pobre al lado del universo radiante y pleno de vibraciones ofrecido a los ojos del atónito espectador. Este se siente auténticamente hechizado y con dificultad emerge de aquel círculo mágico para volver a lo sólito y trivial. Por esa impresión de hechizo reconoce la mano del genio, única capaz de arrancarnos del suelo y llevarnos por extraños senderos a un orbe magnífico y desconocido. Entonces entendemos que estos cuadros no sólo están compuestos de forma, color y equilibrio, sino que además, misteriosamente enardecedora y activa, actúa una fuerza singular, una fuerza extraña y secreta cuyo nombre es este: magia. O si ustedes lo prefieren, puesto que vivimos en el siglo XX, en lugar de llamarla magia la llamaremos sencillamente poesía.

A Picasso le fue concedido el don de metamorfosis, el don de ver la realidad como pudiera ser y como es en zonas hasta entonces inadvertidas. En cierta ocasión dijéronle, refiriéndose a un retrato pintado por él, que no se parecía al modelo, y repuso: «Ya se parecerá». Daba a entender que transcurrido tiempo se notaría la correlación existente entre la realidad y la tela y cómo los rasgos que en principio parecieran detonantes correspondían a estratos de lo real y merecían ser considerados reveladores. El poder de arrancar a la realidad sus secretos únicamente lo poseen grandes artistas: Velázquez, Vermeer, Rembrandt, Goya, Picasso..., y es parte de su genio. Son genuinos videntes: ven y expresan emociones nacidas más allá de lo comúnmente conocido, y para explicarlos no es necesario acudir al surrealismo, porque no se trata de inmersión en las tinieblas, sino de una especial manera de ver y tratar la realidad según está al alcance de la mirada, depurándola para darle mayor certeza, acuidad y potencia.

Gracias a esta pintura entramos en contacto con orbes extra-domésticos, con una verdad que la razón nunca hubiera   —195→   descubierto. Nuevos objetos son propuestos a nuestra curiosidad, y en ellos encontramos imágenes de la naturaleza que corresponden a presentimientos, a anticipaciones cuyo sentido no acertábamos a descifrar. Picasso mostró que el hombre tiene un conocimiento de la naturaleza más hondo del que le suponíamos, pues sus figuras deformadas, sus «monstruos», lejos de sorprendernos, más de una vez nos estremecen por la identidad existente, en lo esencial, entre ellos y la idea forjada en nuestro cerebro. Picasso, en su pintura, equilibra cuanto es invención pura con el descubrimiento de las riquezas ocultas de la realidad. Su fidelidad al objeto se explica por el conocimiento -intuitivo al menos- de las posibilidades que guarda. Por el libre juego de esas posibilidades la magia picassiana opera eficazmente, encontrando signos adecuados para reflejar en la pintura el vaivén de su espíritu, de este espíritu contradictorio y soberbio que dio carácter, estilo y nombre al arte de nuestro tiempo.





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