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Pintura y escultura «1952»

Ricardo Gullón





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La Universidad Internacional «Menéndez Pelayo» y la Dirección General de Bellas Artes presentaron, durante el pasado mes de agosto, en el Museo Municipal de Pinturas de Santander, la Exposición «1952» del Museo de Arte Contemporáneo, primera muestra colectiva organizada, si no me engaño, por este recién fundado organismo,   —115→   que, en tanto pueda disponer en Madrid de buenas instalaciones, inicia, con la Exposición de Santander, un programa encaminado a familiarizar al público de provincias con la obra de los artistas actuales.

La idea es interesante, y llevada a cabo con la seriedad y la ambición que es dable exigir, y que no falta a las personas encargadas de regir el juvenil Museo, puede ser muy fecunda. Se inicia la siembra en terrenos apenas laborados, terrenos casi vírgenes, y si la roturación es tarea ardua, cabe esperar que la cosecha fructifique en proporción al esfuerzo. La idea ha tomado forma; el proyecto encarnó, desde luego, en la realización santanderina, y es posible discutirlo, incluso en sus pormenores, sobre la base de lo ya conseguido.

Cincuenta y siete pintores y siete escultores, todos españoles, aparecen representados en la Exposición «1952», con una obra por artista. No están todos los que debieran y sobra alguno de los presentados, no tanto por su impericia cuanto por su inactualidad. El tono medio es superior al habitual en Salones de Otoño y Exposiciones nacionales. Los grandes tenores del pasadismo fueron discretamente olvidados, y casi todos los plásticos convocados pueden llamarse con exactitud «contemporáneos».

José Luis Fernández del Amo, director del Museo de Arte Contemporáneo, al seleccionar dio muestras de criterio amplio, pero sin confundir amplitud con indiferencia. Selección hubo, y por tanto criterio, siquiera la vía de acceso a lo actual se trazara con mano harto generosa. No es contemporáneo todo lo realizado en este tiempo; además de corresponderse cronológicamente con la época, deberá estar imbuido de su espíritu y suscitado por las corrientes que la constituyen. No es actual quien quiere, sino quien puede: el capaz de sentir y de arrancarse a la facilidad y a la nostalgia para combatir en busca de una expresión de lo presente, que habrá de ser tan nueva como lo sean las circunstancias configurantes.

Partiendo de esta exigencia mínima, la contemporaneidad, Fernández del Amo convocó a pintores y escultores de tendencias distintas; muchos de ellos no tienen nada en común. La primera impresión destaca la suma diversidad de lo expuesto. Se piensa en que apenas sería dable agrupar más de dos o tres creadores, en cualquiera de las direcciones apuntadas en la muestra.

Estamos frente al fenómeno tantas veces observado de la soledad operativa del artista moderno. Desde el Romanticismo, el arte, como dice Wladimir Weidlé, ha perdido «el estilo, la homogeneidad   —116→   de la cultura, los fundamentos irracionales de la creación artística y de su arraigo religioso y nacional». El creador se encuentra solo frente a su arte, y no es capricho, sino necesidad, el que muchos busquen materiales e instrumentos nuevos para poder dar forma a sus intuiciones. Cuenta el escultor sueco Ted Dryssen que en cierta ocasión le preguntó un joven cómo podría hacer escultura en madera. Su respuesta fue: «Empiece sólo con un cuchillo. Cuando ya no le sirva, pregúntese: ¿qué quiero hacer?, ¿qué necesito para hacerlo? Y de acuerdo con lo que necesite, cómprelo, si lo hay, en el mercado. Si no, fabríqueselo. Pero lo que no debe hacer es comprarse por anticipado una caja de instrumental, pues entonces será esclavo de sus herramientas, que es lo que hay que evitar».

A través de esta anécdota se entiende cuán extremo, y a menudo desesperado, es el sentimiento de soledad y desarraigo del artista moderno, y desde ese entendimiento puede explicarse fácilmente la diversidad de fines y de medios observada en la Exposición santanderina. Y obsérvese cómo esa característica variedad queda atenuada si imaginativamente tomamos en bloque, no diré el conjunto de la muestra, sino su cogollo, las treinta o cuarenta obras dignas de ser tenidas en cuenta, y las enfrentamos con otra posible selección de pintura y escultura donde figurasen los incursos en delito de lesa anacronía. Resaltarían enseguida como lo que son: bloques antagónicos -¡cuán uniforme y monótono el segundo!-, de difícil soldadura, aunque entre ellos deambulen, a lo travieso y pajaretero, diez o doce indecisos de los que tienen encendida una vela al Arte y otra a la Academia.

Señalemos la ausencia más sensible: la de Juan Miró. Y algunas otras que, sin tener igual importancia, son causa de baches que convendría eliminar: Aleu, Aguayo, Cristino Mallo, Millares, Fleitas y los jóvenes canarios, el grupo Day al Set de Barcelona... Justamente su presencia completaría la imagen del arte español actual según aquí se esboza, rectificándola hacia el lado de la invención y dándole aspecto más vivo y apasionante.

Los escultores presentes son Ferrant, Carretero, Ferreira, Olmedo, Oteiza, Planes y Serra. La selección, si breve, tiene dignidad y merece elogios. Los pintores son, entre otros: Benjamín Palencia, Bosch Roger, Pedro Bueno, Caballero, Zabaleta, Díaz Caneja, Capdevila, Ciruelos, Planasdurá, Mench Gal, Quirós, Guinovart, Redondela, Julio Antonio, Lago, Ramís, Lara, Mercadé, Morales, Escassi, San José, Santi Surós, Villá, Vaquero y Valdivieso.

No pretendo comentar obra por obra las expuestas, sino limitarme   —117→   a destacar alguna de ellas, por considerarla más rica de futuro y más próxima a las corrientes del arte universal. Ferrant, Palencia y Zabaleta están bien representados, pero no con obra inédita; el cuadro de Palencia es un paisaje en donde los limpios amarillos ondulando en los trigales contrastan briosamente con el verde de otros campos y la levedad del rosa en que el pueblecito se tiñe; las Tres mujeres, de Ferrant, densas de sugerencia y encanto, animan la forma pura con palpitación de vida; el campesino comiendo, de Zabaleta, tiene riqueza de color y precisión de concepto: es el atrayente fragmento de una compleja y elaborada interpretación de lo popular cotidiano.

En el cuadro de Caballero hay un despliegue de ingenio, de humor plástico y narrativo que encadena las formas -silla, velador- en la graciosa zarabanda de lo inesperado. Escassi, trabajando con elementos muy simples, consigue uno de sus mejores cuadros: tres botellas, en verde, azul y rojo, respectivamente, una copa azulina y blanco, ordenadas con sabio equilibrio. Reúno a estos pintores con Santi Surós, porque ellos tres parecen los más poseídos por la voluntad de renovación; en los primeros la geometría presiona con mayor insistencia que sobre el último, de quien vemos un óleo en tonos matizados y fluidos, con materiales que pretenden alcanzar una calidad etérea, y producen la impresión de que las hojas pintadas son de colores cambiantes, entre el amarillo y el azul, el verde y el rojo.

Las formas de Antonio Quirós enlazan con una preocupación que, sin abandonar lo figurativo, busca, quizá circunstancialmente, ahondar en lo absoluto, obteniendo el máximum de intensidad expresiva. El cuadro expuesto por este artista, como el de Ramis, tan diferente en concepción y técnica, viene a representar esa tentativa, hoy nada rara, de crear desde el objeto a través de formas elementales aptas para reflejar lo real en su esencia.

El arte no objetivo tiene en Planasdurá el cultivador más fiel. Sobre un vasto fondo azul, figuras geométricas, ascéticamente reducidas, a juegos de forma y color, sin otra significación que la plástica. La geometría no está aquí al servicio de la imaginación, como en Caballero y Escassi, sino alzada al primer rango y predominante. Geometría también en las redes de Mampaso, que esta vez envuelven una incipiente anécdota, pugnante por dar carácter a la construcción.

El arte español está intentando, dentro de España, una renovación, si no siempre tan bien orientada como desearíamos, de   —118→   enorme adelanto respecto al precedente estado de cosas. Se advierte en todas partes deseo de cambios, de hallar formas nuevas, con las que resulte posible declararse identificado, o susceptibles, al menos, de ser entendidas desde la sensibilidad actual.

Exposiciones como la comentada deparan al público oportunidad de conocer el estado presente de nuestro arte. Incluso la asistencia de algún rezagado puede ser útil si se toma su obra como punto de partida para observar, a lo largo de la muestra, la evolución de la pintura en los últimos cincuenta años. La diversidad de personalidades y técnicas persuadirá del momento de encrucijada en que vivimos y de la sinceridad y honradez con que los plásticos se esfuerzan por hallar soluciones a los problemas planteados.

Pintura y escultura se han convertido en tareas problemáticas. No se trata de repetir lecciones aprendidas, procurando dar prueba de aplicación y fidelidad a los modelos, sino de expresar satisfactoriamente intuiciones correspondientes a circunstancias nuevas. Es cuestión de conciencia; de conciencia estética, y de percepción del ambiente. El artista es el primero en descubrir los fermentos de transformación operantes en los estratos hondos de mundo y hombre. Si declara su insatisfacción con las fórmulas rutinarias y las repeticiones es porque las sabe insuficientes para expresar las transformaciones intuidas y la situación originada a causa de ellas. Seguir utilizando lo periclitado para ordenar una dinámica de los sentimientos tan distinta de la caduca sólo pueden hacerlo el simulador y el inconsciente: el primero porque vive en un mundo arbitrario, forjado por su impudor para su beneficio, y el segundo porque, para él, estar en el mundo consiste precisamente en la imposibilidad de percibir los verdaderos términos de la situación.

Conciencia estética significa dos cosas: primera, capacidad para advertir el problema y la necesidad de buscarle solución; segunda, deseo de esforzarse en su planteamiento. El arte está pidiendo imaginación y lógica. Pero no separadamente, sino reunidas en el mismo impulso, de suerte que los poderes del espíritu se manifiesten conjuntamente y las invenciones puedan ser llevadas hasta las últimas consecuencias. Que la experiencia no sea puro juego, sino respuesta a una inquietud, a una necesidad imposible de satisfacer sin ella. Y el sistema permanezca en el alerta de la posible sorpresa provocada por la irrupción imaginativa, por sucesivas y refrigerantes oleadas de fantasía.

Estamos impregnados de ideología romántica, y es frecuente que el artista quiera sumergirnos en atmósferas aptas para hacer sentir   —119→   la revelación de que se siente poseído. Cuadro y escultura conservan algo de su carácter mágico, como vehículos y portavoces de sensaciones indecibles; algunos plásticos actuales tienen mucho de hechiceros: Marc Chagall y Juan Miró han pintado telas, no ya con sortilegio, sino sortilegio en sí mismas, armas capaces de herir a las almas en zonas muy sensibles. Mirando con atención, notamos que esos cuadros, fantásticos y secretos, ricos de rumor, están construidos con tanta lógica como audacia, combinando poesía y rigor intelectual.

Algo de esto apunta en la reciente Exposición: a través del velador histérico de Pepe Caballero o de las tres mujeres insinuadas bajo las formas de Ferrant. Y por ahí será posible que el arte español encuentre las respuestas tan afanosamente buscadas.

Afanosamente. Con anhelo y, en muchos ejemplos, con honestidad admirable. Sesenta y cuatro testimonios acreditan esfuerzo y deseo de acertar, testimonios del clima favorable a la creación, ahora vigente en este país. Es preciso romper la indiferencia del público, atraerle, informarle, inducirle a juzgar por sí y sin prejuicios a confrontar el sentimiento propio con los expresados en las obras propuestas a su atención.

Cuando se inauguró en el Museo santanderino la Exposición que estoy comentando, Manuel Sánchez Camargo, subdirector del de Arte Contemporáneo, dio una breve charla presentándola al público. Deberá insistirse en las conferencias aclaratorias de propósitos e ilustrativas de tendencias; conversaciones en los Museos, en las salas de exposición, debates y controversias; cuanto sirva para interesar e informar al público redundará en beneficio del arte. Será útil que los Museos provincianos dediquen al arte de hoy espacio permanente, y el de Arte Contemporáneo debiera constituir en ellos depósitos renovables, de los que no se excluirían las muestras más audaces, puesto que se trata de poner a los espectadores, e incluso a los regentes de tales establecimientos, en contacto con las producciones del arte vivo, habituándoles a considerarlas y a respetarlas como expresión sincera y legítima del ardor creativo de nuestro tiempo.

La idea de movilizar al arte nuevo y de hacerle viajar es buena. Hace años la discutimos en una de las reuniones de la Escuela de Altamira, planeándola en dimensiones que incluían la salida de lo español al extranjero y el viaje por España de las obras realizadas fuera. No se olvide que nuestro arte está inserto y forma parte -o debe de formarla- del gran bloque del arte universal. Tráiganse,   —120→   si es posible, buenos ejemplos de éste y circulen por pueblos y ciudades. Un Museo de Arte Contemporáneo ha de ser, por antonomasia, algo vivo, dinámica; algo que vibre con el hombre de hoy y le haga vibrar, sacudiendo enérgicamente los prejuicios, la pereza y esa propensión a vivir del tópico y en la rutina que constituye el mayor obstáculo opuesto a cualquier tentativa renovadora.





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