Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
—168→ —169→ —170→ —171→

Don Casto Avecilla había pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberanamente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba —172→ la condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.

Era una tarde de las primeras frías de Octubre. El concienzudo Avecilla terminaba la copia de una minuta conceptuosa escrita por el oficial de su mesa, y mientras limpiaba la pluma en la manga de percal inherente a su personalidad oficinesca, sonreía a la idea de un proyecto que desde aquella mañana tenía entre ceja y ceja. Almorzaba don Casto en la oficina y sin vino, por lo común, pero aquel día un compañero aragonés habíale dado a probar un Valdiñón que de Zaragoza le enviaron los suyos, y don Casto, que no solía probarlo, con una sola copa se había puesto muy contento, y hasta la tinta la veía de color de rosa. Y por cierto que decía: -¿Quién ha traído esta tinta tan clara? Es bonita para cartas de lechuguinos, pero no es propia de la dignidad del Estado-. Porque es bueno advertir de paso, que Avecilla, muchos años después de haber comenzado su vida —173→ burocrática, había averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era precisamente quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en suma, que existía una entidad superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino, todos los ciudadanos, en suma, eran los verdaderos señores, pero no como particulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla fue todo uno. Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y tomó la alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco pensando que si él caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda administrativa, las ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y de una en otra, llegaría la inacción a todas las ruedas, inclusive las más grandes e interesantes. Muchas veces, cuando salía el buen escribiente a paseo con su cara mitad y con su querida Pepita, hija única, de diecisiete años, iba pensando cosas así. Reparaba con pena el color de ala de mosca de la mantilla de su mujer; bien comprendía que el abrigo de Pepilla era raquítico, muy corto y atrasado de moda y —174→ desairado; y ¡qué lástima!, precisamente la chiquilla tenía un cuerpo hecho a torno. Pero por muy bien torneado que tuviera el cuerpo, cuando apretaba el frío no había más remedio que recurrir al abrigo desairado y tristón. Los pobres no siempre pueden lucir la hermosura. -Para ver a Pepilla hay que verla cosiendo en su guardilla -pensaba el padre-, cosiendo en su guardilla, en verano, en enaguas, con un pañuelo de percal al cuello, la camisilla algo descotada, sudando gotitas muy menudillas por el finísimo cuello... y canta que cantarás... En invierno, la ropa mal hecha y no siempre hecha para ella, le roba a la vista algunos encantos... Pero todas estas tristezas que iba pensando por el paseo el señor don Casto se le olvidaban como cosa baladí, cuando volvía a parar mientes en su propia personalidad administrativa. -En cuanto a mí -decía-, soy un miembro intrínseco de la sociedad de que formo parte. Y se detenía un momento, y dejaba que madre e hija siguieran un poco adelante, para contemplarse a su sabor en su calidad de miembro integrante (que era lo que él quería decir con lo de intrínseco) —175→ de la sociedad de que formaba parte. Llevaba siempre a paseo un gabán ruso, de color de pasa, del más empecatado género catalán que fue en el mundo protegido de aranceles. Ocho duros decía don Casto que había sido el precio de tan hermosa prenda, pero esto era una de las pocas mentirijillas que él creía necesario decir en holocausto al decoro. El gabán había costado cinco duros y ya se había reenganchado varias veces, pues más de seis años atrás había cumplido el servicio y merecido la absoluta. Decía don Casto que no el Gobierno, sino los particulares eran los que debían proteger la industria nacional. -¿Que cómo? -declamaba en su oficina, dando un puñetazo, no muy fuerte, al pupitre (en ausencia del oficial)-. ¿Que cómo? Es muy sencillo; usando, como yo uso siempre, géneros españoles -y señalaba con el dedo índice de la mano derecha a su gabán ruso colgado de humilde percha; y en esta actitud permanecía mucho tiempo-. No es el Estado, no, como entidad, el que debe cuidar las industrias; somos nosotros los que debemos consumir constantemente, y cueste lo que cueste, los productos nacionales. —176→ Así se hermana la libertad con la prosperidad nacional. Es preciso confesar que Avecilla, aunque modesto por condición, sentía gran orgullo al contemplarse inventor de esta graciosa componenda del libre cambio y el proteccionismo. Leía los periódicos, y al llegar el verano solía encontrar noticias como esta: «Los duques de las Batuecas han sido para Biarritz». -¡Fuego en ellos! -gritaba don Casto-; esta nobleza, esta respetable nobleza, sí, muy respetable, por otra parte, no conoce sus intereses: ¡así se protege la prosperidad nacional! Ir al extranjero... dejar allí todo el dinero de la nación... no, en mis días, no iré yo a vestirme al extranjero. ¿Pues y las modas? ¿Y las señoritas que encargan sus trajes a París? Aborrecía don Casto Le bon marché y Le Printemps con toda su alma, tanto, que una vez que le hablaron del Barbero de Beaumarchais: -¡No me hablen de ese comerciante! -gritó tomando al poeta por el comercio parisiense-. Mi hija no encarga, no, sus vestidos a esos establecimientos, que viste a la española, y como española... lo mismo que su padre.

Decía antes que iba D. Casto con su mujer —177→ y con su hija a paseo, y que las dejaba adelantarse un poco para considerar su personalidad jurídico-administrativa a sus anchas. Esas palabrejas compuestas, separadas por un guión, le encantaban; cuando empezó a saber de ellas, que no hacía mucho, las extrañó bastante, y creía que no era castellana esa concordancia de lírico-dramática, por ejemplo. -Será lírica-dramática -sostenía D. Casto; pero cuando se convenció de que era lírico-dramática y democrático-monárquica, encontró un encanto especial en esta clase de vocablos, y a cada momento los usaba, bien o mal emparejados.

Considerando, pues, su personalidad, o dígase entidad, que lo mismo le daba a él, jurídico-administrativa, D. Casto sentía lo que se llama pasmos y hasta llegaba al deliquio. Tenía soberbia imaginación; cuantas metáforas y alegorías andan por los lugares comunes de la retórica periodística y parlamentaria, tomábalas al pie de la letra Avecilla y veía los respectivos objetos en la forma material del tropo. V. gr.: el equilibrio de los poderes se lo figuraba él en forma de romana; el rey o jefe del Estado, —178→ o sea poder moderador (nombre que daba a S. M.), era el que tenía el peso; y no por falta de respeto, ni menos por mofa, sino por inevitable asociación de ideas, se le representaba como poder moderador el carbonero de la calle de Capellanes, su amigo, todo negro de tiznes, pero imparcial y justo; el poder judicial era el fiel; el poder legislativo estaba colgado de los ganchos, y el ejecutivo era la pesa. Pensando en la arena candente de la política se le aparecía la plaza de toros en un día de corrida en Agosto y desde tendido de sol. En cuanto a él, D. Casto Avecilla, era, como dejo dicho, una rueda de la máquina administrativa, siquiera fuese una rueda del tamaño de un grano de mostaza. No por esto se afligía, pues sabía que no por ser tan pequeña era esta ruedecilla menos importante que las otras. Tan al pie de la letra tomaba esto de la rueda, que dos o tres veces que tuvo tercianas soñó que tenía dientes por todo el cuerpo, y delirando dijo a su mujer: -Dejad todas esas medicinas; lo que yo necesito es aceite, que me unten, que me den la unción y veréis cómo corro.

—179→

Iban delante su mujer y su hija Pepita, y él quedábase atrás, como ya dije dos veces; poníase el sol en el ocaso, como suele; los celajes de grana, inmenso incendio en el horizonte, daban a la fantasía de don Casto inspiración para sus sueños administrativos; él llevaba en la cabeza una epopeya burocrática; sentíase crecer; dentro de él, por una especie de panteísmo oficinesco, veía la esencia de cuanto es el Estado, en sus ramos distintos, pero enlazados. -Que me muero yo ahora, de repente -pensaba-, pues no sólo dejo en la miseria a esas dos pobres mujeres, sí que también (este giro lo había aprendido en un periódico) sí que también, y esto es lo más interesante, por mí se detiene el general movimiento del bien concertado mecanismo del Estado; se para esta ruedecilla, y se debe quedar en el lecho; acto continuo se detiene la rueda inmediata superior; el oficial, al detenerse esta, tropieza y también se detienen los demás oficiales y escribientes del negociado... -y de una en otra llegaba a ver detenidas todas las direcciones del ministerio, y detenido el ministerio de Fomento, parábase el de Gobernación et sic de cæteris...-. —180→ ¡Qué importancia la mía! -exclamaba abrochándose el gabán para que una pulmonía no viniese a interrumpir el juego de las instituciones-. ¡Qué importancia!-. Y mirando al sol que se escondía, no se creía inferior por su destino al astro rey; pues si por él vivía la república ordenada de nuestro sistema planetario, en el orden sociológico era D. Casto no menos indispensable que el luminoso rayo que se perdía... Todo es uno y lo mismo, había leído una vez, creo que en Campoamor, y desde entonces sin entender este, que a su buen sentido parecía un disparate, lo repetía en las grandes ocasiones, sobre todo cuando le faltaban argumentos.

Vengamos al día en que había bebido una copa de Valdiñón y estaba muy contento.

El oficial acababa de abandonar su puesto, quedaban allí varios auxiliares y los escribientes.

-Yo sostengo que el teatro no es la escuela de las costumbres -decía un joven auxiliar, que parecía oficial de peluquero, y tenía una instrucción y un escepticismo de peluquero también. -Yo al teatro voy —181→ a reírme y nada más -exclamó un escribiente gordo y calvo que dormía más que escribía. Don Casto levantó la cabeza, y mientras se desataba la manga de percal negro dijo, porque creyó llegada la hora de decir algo: -Caballeros, yo confieso que prefiero las comedias de magia que encierran un fin moral. Cuando veo a la virtud triunfante en lo que llaman los inteligentes la apoteosis, rodeada de ángeles y alumbrada por luces de bengala, comprendo que el teatro, bien entendido, es un elemento de educación y entra de lleno en la esfera que llamaré artístico-administrativa, merced a los recursos de la literatura lírico-dramática-escenográfica-. Calló don Casto, convencido de que no en balde había dicho tanta palabra compuesta. No replicaron los circunstantes que veían en Avecilla el oráculo del negociado; y él, con paso majestuoso, con modestia que sienta bien a la sabiduría, se fue derecho a su gabán, que estaba en la percha de siempre, y bien envuelto en aquella querida prenda, salió de la oficina diciendo: -Buenas tardes, caballeros-. Se le había ocurrido una idea: que aquella noche debía llevar a su —182→ mujer e hija al teatro. A pesar de lo mucho y bien que discurría don Casto en materias lírico-dramáticas, como él decía, era lo cierto que en once años había visto dos veces el teatro Español por dentro. No había visto más que La vida es sueño y La redoma encantada. -¡Cómo se va a alegrar Pepita! -iba pensando camino de su casa. Este era el proyecto que le tenía preocupado hacía algunas horas. ¡Ir al teatro toda la familia! Idea tentadora, pero que iba a costar muy cara... En cambio, ¡qué alegría la de Pepita, tan sensible, tan aficionada a la comedia! ¡Oh, el alegrón que con esta noticia dio don Casto Avecilla a los suyos, artículo aparte merece, así como las vicisitudes de aquella noche consagrada al arte! Estos despilfarros de los pobres, que llevan la economía hasta el hambre, tienen un fondo de ternura que hace llorar. Cosiendo está en casa doña Petra, la digna esposa de don Casto, bien ajena de que el demonio tentador va a entrar diciendo, con heroico arranque de valor: -¡Ea, vamos a echar una cana al aire! ¡Pepa, esta noche al teatro!

-¡Una cana al aire! -gritará Pepita, —183→ que tiene el pelo negro como la endrina. Las canas de los pobres son los ochavos. Dejemos a don Casto colgado del cordón de la campanilla, jadeante, anhelando comunicar a sus queridas esposa e hija su resolución temeraria. -¡Tilín, tilín, tilín!... -Es él -dice Pepita levantándose. -Él -repite la madre, y ninguna sospecha nada-. ¡Abramos!

¡Él era! Radiante como debió de estar César después de pasar el Rubicón; desafiando al mundo entero con una mirada de... no se puede decir de águila, porque si a la de algún volátil tiene que parecerse la mirada de don Casto, será a la de la codorniz sencilla. Don Casto iba decidido a vencer, a no dejarse dominar por la excesiva parsimonia económica de doña Petra, su dulce pero demasiado cominera esposa.

Avecilla expuso su atrevido proyecto en pocas palabras, sin andarse con circunloquios. —184→ Pepita abrió unos ojos como puños; su madre una boca como quinientos ojos de Pepita.

Don Casto repetía lo de la cana al aire y se adelantaba a todas las objeciones. -¡Se me dirá que el teatro no educa! Pues yo digo que sí. Educa relativamente -y se detuvo un momento, procurando acordarse de un latín que él había oído usar en casos análogos-. Secundum quid, era lo que quería decir. -Casto, mejor sería que guardáramos esos cuartos para reunir el traje de franela que te ha recomendado el médico; mira que el invierno se echa encima...-. Don Casto tembló del frío que le dio acordarse del reuma y del invierno. -No niego yo la importancia del abrigo -replicó-, pero el espíritu también necesita su refrigerio; tú no sabes, Petra, y eso explica tu incalificable tenacidad, que así como hay ciencias que se llaman físico-matemáticas, otras existen con el nombre de político-morales. -¿Y qué tenemos con eso, Avecilla? -Tenemos que Pepita se compone, como todo ser racional y libre, de alma y cuerpo, y se pasa el santo día y gran parte de la noche igualmente santa, —185→ consagrada a las tareas propias de su sexo, que más embrutecen que elevan el espíritu; es necesario que, de vez en cuando, dé reposo al cuerpo y trabajo al alma, con la contemplación de lo bello, lo bueno y lo verdadero.

Doña Petra estaba muy acostumbrada a no entender palabra de cuanto decía su querido esposo; pero lejos de burlarse de estos discursos, creía firmemente que a ellos debía don Casto la conservación de su destino a través de todos los ministerios y formas de gobierno. Aquella garrulería incomprensible representaba a los ojos y a los oídos de doña Petra el pan de cada día; creía con fe ciega que tales sentencias y palabrotas eran la ordinaria tarea de su marido en la oficina de pastos. Preciso es confesar que don Casto en ninguna parte como en su casa abusaba de las palabras compuestas, del tecnicismo que no entendía y de las citas inoportunas; recreábale la música de sus párrafos y: -¡Aquí que no peco! -pensaba, disparatando en el hogar doméstico más graciosamente que en la plaza pública y sin trabas ni cortapisas.

Pepita que saltaba en su silla de costura, —186→ deseando apoyar la resolución de su padre, se contuvo ante el argumento de la franela. ¡El pobre viejo necesita tanto aquel abrigo! En cambio su madre comenzó a rendirse ante la consideración de que Pepita tenía alma y cuerpo y todo lo demás que había dicho el sabio. La madre miró a la hija, con los ojos llenos de lágrimas. ¡Si sabría ella cuál era la pasión de Pepa! No en balde tenía la niña un padre tan fantástico. Lo que a él se le iba en imaginar máquinas administrativas, fábricas de gobernar al vapor, la niña empleábalo en crear poéticas figuras y sucesos de inverosímil grandeza. Poco había leído porque le faltaba tiempo; pero de restos de personajes y de intrigas que en malos libros recogiera, iba formando todo en su rica y sana fantasía que inspiraba un corazón tierno y ardiente en el amor de lo que llamaría don Casto lo bueno, lo bello y lo verdadero.

Doña Petra no tenía fantasía. -Los de mi tierra (una de las Cinco villas), no son imaginativos, -decía ella; pero respetaba el sagrado fuego que ardía en los dos seres que más amaba. Nunca había engañado a —187→ su marido; mas tenía un secreto deseo que por nada de este mundo le hubiera revelado: volver a ver las figuras de cera. Todos los teatros de la tierra daba ella por el placer de contemplar aquellos hombres que parecían de carne y hueso y eran de la materia misma con que ella suavizaba el hilo. En el teatro los hombres eran hombres efectivamente ¡vaya una gracia!, el caso era parecerlo y no serlo. El encanto del engaño, de la imitación de lo humano, era el único placer estético que comprendía doña Josefa. Aunque ella oculte el deseo de que hablo, porque sabe que a su marido le parece indigno de la esposa de un Avecilla, bien recuerda don Casto el placer intenso que experimentó Petra en Zaragoza durante las ferias de la Pilarica, contemplando la exposición de figuras de movimiento de Mr. Brunetière.

-Ya se sabe -exclamó el esposo-, para ti no hay comedia, drama, ni tragedia que valga lo que uno de esos cuadros de la cerámica -así llamaba don Casto al arte que encantaba a su esposa-. Comprendo que guste la escultura... pero ¡la cerámica! -¿Pues qué mejor escultura que las figuras —188→ de cera? -se atrevió a replicar la buena señora. -¡Profanación! -Las estatuas, vamos a ver, ¿no quieren imitar a las personas? Pues las personas no andan en cueros vivos, por poca vergüenza que tengan, ni con esas ropas menores ceñidas al cuerpo. Si alguna estatua me gusta es la de Mendizábal. -¡Ilustre patricio y estatua detestable! -exclamó el marido. -Pues esa, a lo menos, tiene capa, como se usan y no un camisón de once varas. Pero mejor están las figuras de cera que traen ropa como las personas; vamos, de tela y de paño y a la moda del día. Pues ¿y la color?, ¿y los ojos?, y ¿qué me dices de aquellas que alientan y se quejan como cristianos? ¿No te acuerdas de la madre de Cabrera en la prisión?, ¡qué lágrimas vertía la pobrecita! ¿Y aquel oficial moribundo?, ¡qué estertor aquel!, así se mueren las personas de verdad; dímelo tú a mí... -Pues ¿y el czar cayendo más muerto que vivo de su coche?, ¿y aquel señor chiquitín que se llamaba el señor Tres o Tries?... -Thiers, Josefa, el gran repúblico. -Pues ese. ¿Y el papa Pío IX dándole la mano al que hay ahora y los dos risueños como ángeles? -Basta, basta... Recuerdo, —189→ sí, recuerdo todas aquellas ignominias del arte -y volviéndose a la hija continúa:- Figúrate, hija mía; anacronismo sobre anacronismo (Pepita no sabía lo que era esto); un tutunvulutum (totum revolutum), un vademecum (pandemonium) una caja de Pandorga (Pandora), en suma... Allí vi ¡horror!, a don Alfonso XII, al poder moderador, vestido de capitán general, con su difunta esposa Mercedes, del brazo derecho y la reina Cristina del izquierdo, ambas en traje de boda. ¡Bigamia espantosa, cuyo ejemplo hubiera bastado para desmoralizar toda la administración!... Después Rita Luna codeándose con Julio Fabre, el Empecinado mano a mano con la Emperatriz Eugenia, Mariana Pineda, a partir un piñón con el obispo Caixal... y por último, Calderón de la Barca, con un libro encarnado entre las manos, un libro, hija mía, titulado, bien lo recuerdo, Voyage sur les glaces (como suena)... En fin, Petra, tú estás dispensada de tener ideas estéticas. Vamos al teatro.

Vencidos los últimos escrúpulos, más económicos que estéticos de la digna esposa, aquella honrada familia procedió a —190→ los preparativos de la extraordinaria fiesta. Era preciso cenar artes de salir; después hacer el tocado, como con gran afectación decía don Casto, cuyo proteccionismo se extendía al idioma. -¡Yo no uso galicismos! -gritaba ardiendo en la pura llama del patriotismo gramatical-. Y era verdad que no los usaba a sabiendas, que es el único modo de usarlos que consiente la gramática de la Academia.

Lo más interesante que sucedió aquella noche en casa de Avecilla fue el tocado de Pepita. Lector, si eres observador y, además, tienes un poco de corazón, alguna vez te habrá enternecido espectáculo semejante.

¿Cómo se compone y emperejila, si don Casto permite la palabra, la hija de un pobre, en la ocasión solemne y extraordinaria de ir al teatro? Veamos esto.

El tocador de Pepita era muy sencillo, tal vez demasiado: un espejo de marco negro colgado de un clavo en la pared. Su luna recordaba un día de borrasca en el mar por lo profundas que eran las ondulaciones aparentes de la superficie. Pepita se veía allí en zig-zags, pero acostumbrada —191→ ya a ello, mediante una rectificación que su fantasía acertaba a imaginar en un instante, la niña se servía de aquel mueble cual si fuese hermosa luna de Venecia. Debajo del espejo había un costurero antiguo con un agujero grande en el medio, obra de la industria casera; en aquel agujero se colocaba la palangana de barro pintado. Sobre el costurero había un acerico de terciopelo carmesí muy raído, unas flores de trapo procedentes de algún ramillete de confitería, varios frascos vacíos y algunos peines muy limpios.

Pepita acaba de peinarse; como ya es de noche, ha encendido una vela de sebo y ensaya distancias entre la luz y el espejo, la cabeza y la luz, para poder contemplarse. Está satisfecha. La verdad es que en el espejo parece un monstruo; se ven unos ojos muy estirados de arriba abajo, una frente deprimida y un moño que parece un monte; pero Pepita no ve eso, ve la Pepita que lleva en la cabeza, la que ha visto en los espejos de las tiendas, y esa es bonita y de facciones correctas. Valga esta vez la verdad, no es tan bonita como ella se lo figura, no por vanidad, sino por optimismo —192→ que nace del alegrón que le ha dado su padre. ¡Ir al teatro! ¡Para Pepita el teatro es una cosa tan distinta de lo demás del mundo! ¡Cuánto más hermoso! Pocas veces lo ha visto, pero ni el pormenor menos digno de recuerdo se le ha escapado de la memoria. ¡Si este pícaro mundo fuese como el teatro o parecido siquiera! Allí los amantes son apasionados, tiernos, caballeros y leales; ella no ha tenido más que un novio, pero hubo de darle calabazas, porque el papá decía que era un holgazán, que nunca podría sustentar una familia. ¡Oh vergüenza! ¡Un novio a quien es preciso dejar porque no tiene pan que dar a su mujer! En el teatro también los novios son pobres a veces, pero en tales casos la novia respectiva resulta princesa, y ella lo paga todo, y otras veces es el novio el que sale siendo hijo de un banquero riquísimo, algo tacaño y severo, pero que al fin se ablanda y todos quedan contentos. Y en último caso, si el trance no tiene arreglo -Pepita prefiere que lo tenga-, el amante se desespera, y se muere o se mata, y aunque esto es una atrocidad, un pecado muy grande, ello prueba mucho amor. —193→ Pues, ¿y las comidas del teatro? ¡Qué lujosa mesa! ¡Cuántas damas y señores! ¡Qué de criados con librea! ¡Qué ramos de flores sobre la mesa! y ¡cuántos vinos exquisitos! Pepita nunca ha comido mejor que en su casa. ¡Oh, el teatro es una ventana por donde se ve desde la triste vida las alegrías del cielo! Pues, ¿dónde dejamos aquel hablar en versos tan bonitos, sin que falte nunca la copla? (el consonante). ¡Y qué bien recitan todos, hasta los graciosos más zafios!... Pepita se vuelve loca de alegría sólo con pensar en lo que se va a divertir.

Una vez decidido que se va al teatro cueste lo que cueste (y costará poco), Pepita ya no se contiene; canta, habla deprisa, casi llora de entusiasmo, dice mil tonterías... ¡está la pobre tan nerviosilla! Desde la alcoba donde se está mudando las enaguas y toda la ropa interior, habla con su padre, que se pasea muy satisfecho por la salita única de la casa. En la otra alcoba, la del matrimonio, la Sra. de Avecilla se está mudando el traje también, y al mismo tiempo reza las oraciones de su devoción, segura de que al volver del teatro —194→ el sueño no le dejará concluir ni un Padre nuestro.

-Papá -grita la joven-, ¿a qué teatro vamos? -Eso lo pensaremos, hija mía; es necesario saber distinguir de arte y arte; y, como yo decía hoy en la oficina a aquellos señores, el teatro puede moralizar, sí, señor, puede moralizar y puede desmoralizar; de modo, que lo pensaremos.

-Papá, ¿llevarás la corbata que no has estrenado, por supuesto? -Sí, hija mía, por más que te confieso que todavía no he comprendido bien el mecanismo de la tal corbatita. Cuando la compraste en la esquina del Principal, ¿no te dijeron cómo se ponía?

-Sí, papá; verás, yo misma te la pondré.

Y Pepita sale con la corbata de su padre entre manos.

Don Casto contempla a su hija con cierta melancolía. -Mi hija -piensa-, está más bonita cuando no viste sus galas. Ese abrigo, ese maldito abrigo me la desfigura.

Y es verdad, Pepita no viste bien la ropa mala. Es posible que si entregaran su cuerpo bonito a una buena modista, hiciera —195→ con él maravillas, pero la muchacha, que se pone tan pocas veces el vestido bueno (el más viejo porque no se usa nunca), semeja una lugareña mal pergeñada con los trapos de cristianar. Hasta el peinado parece mal, afectado, estirado, relamido. La poca práctica no la permite ser hábil en su tocado, y tarda en peinarse y se soba demasiado; está muy colorada y tiene un poco untada la frente de no sé qué, pero ello es que tiene reflejos nada agradables: no es aquella la Pepita de todos los días, y bien lo conoce su padre; pero se guarda de comunicar su pensamiento.

La niña se cree más guapa que nunca, o acaso no piensa en tal cosa: piensa en el teatro. La corbata de plastrón ya está puesta. Don Casto se ha quitado el ruso, la americana y el chaleco, y con el cuello estirado, mordiendo con el labio superior el inferior, como si pretendiese estirar la piel y evitar un pellizco del resorte de la corbata que, francamente, le ahoga, permite que Pepita medio le sofoque con el pretexto fútil de engalanarle. Don Casto no se ha dado cuenta del procedimiento; para él es un misterio cómo se ponen esas —196→ corbatas, que entran y salen tantas veces en unos ganchos que tienen, no sabe él dónde.

-Pues, sí, hija mía, el teatro moraliza, pero es necesario saber elegir. El can-can perdió a París, perdió a Francia; en cambio, ¿sabes quién ganó a Sedán? -Los alemanes -dice Pepita. -¡De ninguna manera! -¿Pues quién? -El maestro de escuela -dice la mamá saliendo de la alcoba. -¿Cómo sabes tú eso? -pregunta Avecilla asombrado. -¡Toma, porque te lo he oído decir cien veces! -Los franceses se lo tienen merecido. Ellos han corrompido la Europa latina... Por ejemplo: estas corbatas, ¿quién las ha inventado sino ellos?

Don Casto está irritado; aquella prenda de importación francesa le da tormento.

Al fin salen de casa.

-¿Adónde vamos? -pregunta la mamá.

-¿Quieres que vayamos al Español?

-¿Qué representan allí?

-El pelo de la dehesa... Comedia culta; yo la he leído... y ahora que recuerdo, tú, niña (habla con su mujer), haz memoria, —197→ ¿no te acuerdas de que la vimos en Zaragoza?

-¡Ah, sí! Es aquella comedia tan larga y tan pesada, donde todo el tiempo se están los cómicos en una habitación, y pasa un acto, y nada, la misma habitación... ¡Reniego de ella!

-Sí, verdad es que renegaste y me hiciste abandonar el teatro antes del cuarto acto.

-Pues claro; cuando una es pobre y se divierte pocas veces, quiere divertirse de veras. Mira tú, que para ver no más que una sala y un señor de pueblo, una especie de baturro... y precisamente en Zaragoza... ya ves, eso es muy aburrido.

-Pues, bien; da tu voto, mujer.

-Yo opino... que vayamos a la Zarzuela.

-¡Ay, sí, sí, a la Zarzuela, papá! -exclama Pepita.

Don Casto se detiene. Siente decírselo a su señora e hija, siente contrariarlas pero... lo dice al fin, con tono solemne y misterioso:

-¡La Zarzuela es un género híbrido!

Pepita no insiste. Su papá es para ella —198→ una autoridad; no sabe lo que significa híbrido, pero no debe de ser cosa buena.

La digna esposa de Avecilla exclama:

-Entonces, no digo nada; lo primero es que a la chica no la abran los ojos con picardías...

Sin embargo, en su fuero interno, la austera dama protesta, porque ella ha visto muchas zarzuelas que no eran híbridas, sino muy inocentes y morales... Poco después, piensa: -Eso de híbrido, acaso signifique otra cosa.

-¿Quieres que vayamos a la ópera, papá? Allí hay muy bonitas decoraciones y eso le gustará a mamá.

-Te diré, Pepita: la ópera no es híbrida, pero... ya sabes cuál es mi sistema económico; soy libre-cambista como gobierno, en mi entidad Estado, pues ya sabes que todos formamos parte intrínseca del Estado, pero en cuanto particular, creo deber mío consumir productos nacionales; el arte es producto, luego yo debo proteger el arte nacional, y en la ópera cantan en italiano.

-Y lo peor es que no se entiende -observó la digna esposa.

—199→

-Y además, ahora recuerdo que está cerrado el Real -concluyó Pepita.

-¿Qué les parece a ustedes de irnos a los caballitos, a Price? -propuso la madre.

-Eso no es arte, es decir, no es arte bella.

-A mí no me gustan los títeres, yo quiero teatro.

-Pero el teatro... el teatro... ¡Si no hay ninguno que os agrade!

-A mí, todos, madre.

-Pero tu padre no acaba de decidirse.

Estaban en la Puerta del Sol; el reloj del Principal señalaba las nueve en punto.

-¿En qué quedamos, papá?

El entusiasmo artístico de don Casto se había enfriado un poco. Al valor de gastarse doce o veinte reales, protegiendo el arte nacional, había sucedido en su espíritu una serie de reflexiones relativas a las ventajas del ahorro en las clases pobres.

Mientras su hija decía que era tarde y que ya no se llegaría a ningún teatro serio a buena hora, Avecilla recordaba lo que había oído y leído de las excelencias del interés compuesto de las cajas de ahorro, de lo que llega a ser el óbolo del pobre en —200→ una de estas instituciones benéficas que hay en el extranjero.

-Después de todo, hija mía, el arte está perdido.

La señora de Avecilla notó la reacción que experimentaba su amante esposo, y quiso aprovecharla en bien de la economía doméstica, asegurando que, en efecto, estaba perdido el arte, y añadiendo:

-¿Vamos un rato hacia la feria?

-¿A qué feria, mamá, a estas horas?

Era el año en que el ayuntamiento de Madrid procuró atraer a la capital toda la riqueza de España, haciendo en el Prado una feria digna de Pozuelo de Alarcón.

Más arriba del Prado, entre el Dos de Mayo y el Retiro, habían sentado sus reales una multitud de artistas errantes, de esos que van de pueblo en pueblo y de gente en gente, enseñando monstruos de la fauna terrestre a la asombrada humanidad. Una ciudad de barracas se había plantado a las puertas del Retiro. Don Casto lo sabía, y aprobando el proyecto de su esposa, dirigió sus pasos y los de su familia a la feria de maravillas zoológicas.

—201→

-¿Pero qué, ya no se va al teatro? -preguntó tímidamente Pepita.

-A la vuelta de la feria, veremos una pieza en Variedades o en Eslava... todo es arte. Pero antes vamos a ver si tu madre satisface esa curiosidad que siente ante lo fenomenal y supra... y supra... En fin, vamos a ver la mujer gorda.

El matrimonio, sin decirse nada, se había puesto de acuerdo para gastar poco. Buscaban sofismas que les sugería el espíritu del ahorro, para conciliar las altas aspiraciones estéticas de la familia Avecilla con la parsimonia en los gastos extraordinarios, como pensaba don Casto.

Llegaron a las barracas. Pasaron sin manifestar la menor curiosidad delante de la casa de fieras, en que se enseñaba un tigre de Bengala, un oso blanco algo rubio, y dos lobos. En vano, en otro de aquellos cajones de madera, gritaba el hombre de las serpientes; y hasta se oyó con indiferencia el pregón de la ternera con dos cabezas. Algo llamó la atención de la señora de Avecilla; una voz que exclamaba:

-¡Aquí, aquí, a la mona que da de mamar a un gato vivo!...

—202→

Pero la mirada imperiosa de don Casto, que iba un poco avergonzado, hizo que el deseo de su señora muriese al nacer.

Siguieron adelante. Por fin, entre rojas teas, que arrojaban al espacio ondulantes columnas de humo pestífero, la señora de Avecilla vio en un gran lienzo pintado una arrogante figura de mujer con barbas, la cual, castamente, cultivando el arte por el arte, enseñaba al ilustrado público una arrogante pantorrilla, ceñida de una liga en que pudo leer don Casto difícilmente: Honni soit qui mal y pense. Había leído en voz alta, y el público indocto que rodeaba la barraca (soldados y paletos, mozuelas y pillastres), se acercaron para oír la traducción que iba a hacer de la misteriosa inscripción aquel señor tan estirado.

-¿Qué significa eso, Casto? -le preguntó su esposa muy hueca, facilitándole la ocasión de lucirse en público.

La buena señora creía que su esposo sabía, por adivinación, todas las lenguas, incluso el griego, idioma a que sin duda pertenecía aquel letrero. D. Casto se puso muy colorado y metió tres dedos entre la corbata, que le ahogaba, y la nuez.

—203→

-Eso -dijo por fin- es... una divisa que... que... que habréis visto en los forros de los sombreros... No tiene traducción literal... pero está en inglés... de eso estoy seguro.

El redoble de un tambor cubrió su voz, como la de Luis XVI en el cadalso.

Desde una doble escalera de mano, de pie en el más alto peldaño, un charlatán, cubierto de larguísima camisa que llegaba al suelo, comenzó a predicar la buena nueva de Mademoiselle Ida, la señorita gigante de Maryland, en los Estados Unidos de l'Amérique.

El hombre de la escalera, después de contar la historia de nuestra mujer gorda, se atribuyó su personalidad, y para acreditarla decía:

-¡Señores, aquí tienen la gran camisa y las fenomenales medias!

Y por medias enseñaba dos grandes sacos por donde metía la cabeza.

Después le echaron desde abajo una almohada de regular tamaño, y con ella quiso imitar las turgencias más apreciables y escultóricas de la mujer gorda.

-¡Oiga V., caballero! -gritó, al llegar —204→ aquí, D. Casto Avecilla, colorado como una amapola, tanto por el rubor cuanto por el apretón que le daba la corbata, que le estaba degollando-. ¡Oiga V., caballero, delante de mi hija no se hacen esas indecencias, y esto es engañar al público, que tiene derecho a que se le indemnice!...

En aquel momento se acordó de que nada le había costado el espectáculo, que era al aire libre y sin entrada, en medio de la feria.

-Pardon, monsieur, mais nous sommes ici chez nous, s'il vous plaît, -dijo el de la camisa, en francés, con acento catalán.

-Si no le gusta la función puede usted marcharse -dijo un soldado cuyas castas orejas no lastimaban aquellas alegorías pornográficas.

Avecilla replicó:

-Y sí, señor, que me marcharé; y si la autoridad fuese en todo como en lo que yo me sé, si el Estado tuviese sus representantes en todas partes, esto no pasaría, no, señor; esto es desmoralizar al pueblo, al pobre pueblo, que no puede permitirse el lujo...

-¡Fuera, fuera! ¡Que baile D. Quijote! —205→ -gritó la chusma por cuya moralidad volvía angustiado Avecilla.

Pepita había vuelto la cara con asco y sin remilgos; en el rostro de doña Petra había una sonrisa triste y amarga, pues en el fondo se reconocía culpable. Por codicia, esa codicia del pobre que se parece tanto a una virtud, no había querido ir a un teatro de los caros, y así había llegado, en su afán de economía, hasta a contentarse con el espectáculo gratuito... ¡Y el espectáculo gratuito era un hombre en camisa de once varas, imitando lúbricos movimientos y formas abultadas de mujer gorda y desnuda...!

Ausentose de aquel sitio la honrada familia, y a los pocos pasos vio D. Casto en otro barracón un letrero que decía: «La verdadera mujer gorda, no confundirla con la de enfrente. Entrada, quince céntimos personas mayores. Niños y militares, perro chico». D. Casto consultó a su dignísima esposa con la mirada. Ello había que cumplir a Pepita lo ofrecido, un recreo para el espíritu, para la imaginación de la muchacha sobre todo... y aquel que se ofrecía delante de los ojos era barato... La verdadera mujer gorda.

—206→

Valga la verdad, el mismo matrimonio tenía ardientes deseos de ver un fenómeno. Entraron, pues, no sin dejar a la puerta cuarenta y cinco céntimos. La mujer gorda, vestida de pastora de los Alpes, estaba sobre el tablado, que tanto tenía de escenario como de nacimiento; en el fondo había una decoración de paisaje alpestre, cuyas montañas más altas llegaban a la mujer gorda (Mlle. Goguenard) a las rodillas. Estaba sentada en una silla de paja, y en la mano derecha tenía, en vez de cayado, una enorme tranca; la mano izquierda acariciaba en aquel momento una barba de macho cabrío que descendía por las turgencias hirsutas que revelaban de manera indudable la autenticidad del sexo.

Las candilejas de pestífero aceite estaban a media luz; el público llegaba poco a poco, y en pie todos, en semicírculo, se colocaban cerca del escenario con religioso silencio. Predominaba aquí también el elemento militar, y no faltaban cinco o seis muchachuelas de la hez del pueblo, andrajosas, que procuraban vestir sus harapos con la rigidez manolesca, y que reían y cuchicheaban y se decían al oído mil picardías —207→ que les inspiraba la presencia del monstruo.

Mlle. Goguenard hablaba en francés con una mujer de la barraca inmediata que iba a visitarla de vez en cuando. Decía, pero no lo entendía el público, ni el mismo don Casto, que el oficio era horroroso y que ya estaba cansada de aquella estupidez. Las miradas que repartía por la asamblea eran de desprecio y de cólera.

-¡C'est bête! ¡C'est bête! -repetía la mujer gorda, y gruñía moviendo la feísima cabeza.

En tanto D. Casto, en voz baja, daba explicaciones a su familia, que le escuchaba, olvidada ya la vergüenza de la barraca de las falsificaciones, con ojos llenos de curiosidad, una curiosidad puramente científica. Doña Petra presentaba a su marido las más difíciles cuestiones fisiológicas y etnográficas, segura de que Avecilla lo sabía todo. Era su creencia fija: su esposo estaba al cabo de la calle de cuanto se puede saber en este mundo, y la tenía indignada que todo esto no bastara para lograr un mal ascenso en Pastos.

-Pues bien -decía D. Casto-, los gigantes —208→ van desapareciendo poco a poco; pero hubo un tiempo en que ellos dominaban y tenían al mundo entero en un puño. La historia registra varios gigantes célebres, por ejemplo, Goliat, Gargantúa...

-Y el gigante chino -se atrevió a decir Pepita, interrogando con la mirada.

-Y el gigante chino -repitió su padre, que no recordaba más gigantes registrados por la historia.

-Pero esta no es gigante -objetó doña Petra, cuyo buen sentido, sin querer ella, presentaba argumentos invencibles a la sabiduría de su esposo.

-Distingo, señora mía, distingo -dijo D. Casto-. No es gigante en sentido longitudinal; pero has de saber, esposa mía, de aquí en adelante, que hay tres dimensiones: longitud o largo, latitud o ancho, y profundidad o grueso... pero grueso vale tanto como gordo, luego esa señora es gigante en sentido lato, o mejor diré, en cuanto a la gordura o profundidad.

Esta vez triunfó el amo de la casa por completo.

-¡Y pensar que a este hombre no le llega el sueldo al último día del mes! -se —209→ dijo a sí misma doña Petra suspirando.

Un redoble de tambor que resonó fuera anunció al público que empezaba la exposición.

-Cuarenta y ocho veces me he ensenado al ilustrado público -dijo la mujer gorda a su amiga. Y después de dar al aire un suspiro, acercó la silla a las candilejas y comenzó su relato en un mal español y con voz ronca y gesto displicente.

La familia de Avecilla se había colocado en primera fila, y como don Casto era a todas luces la persona de más representación y más estatura de las del teatro, a él se dirigían las miradas y las palabras de la Goguenard. Doña Petra sintió un asomo de celos. Atribuyó aquella predilección al aire de salud de su marido.

La relación de la mujer gorda era muy sencilla. No había en ella, como en la del farsante de marras, asomo de lubricidad; se trataba la cuestión de sus buenas carnes desde un punto de vista puramente antropológico. Don Casto así lo comprendió, prestándose gustoso a ser el Santo Tomás de la reunión, es decir, el testimonio vivo del concurso, mediante el sentido del tacto.

—210→

La Goguenard decía: -Señores, esta pantorrilla -y levantando la falda de color de rosa y las enaguas mostró una mole cilíndrica de carne que se transparentaba bajo media de seda calada-, esta pantorrilla ha llamado la atención de las dos Américas, de las colonias inglesas, de la India y de toda la Europa; es de carne verdadera, aquí no hay nada falso, puede palpar el señor y se convencerá de ello...

Don Casto, como dejo dicho, no tuvo inconveniente en palpar, previa una mirada de consulta a su esposa, que aprobó orgullosa y muy contenta.

Bien sabe Dios que don Casto iba a tocar aquella carne libre de todo mal pensamiento, pero fuera que su vida exageradamente casta, si en tal virtud cabe exageración, le hubiera conservado fuegos interiores ocultos, apagados generalmente en los de su edad, fuera la emoción de la notoriedad, o lo que fuera, Avecilla se puso pálido, tragó saliva y por sus ojos pasó una nube que los oscureció por un momento. Lo que sintió don Casto es un misterio, pero es lo averiguado que tardó algunos —211→ minutos en reponerse, y no sin trabajo pudo decir al numeroso público:

-¡Carne, carne y dura!

Y todos creyeron bajo la palabra de abuelo, como le llamó inoportunamente una chula en embrión.

Para doña Petra no pasó sin ser notada la turbación de su esposo; Pepita sintió otra vez la repugnancia de poco antes al ver a su padre palpar pantorrillas de fenómenos del sexo débil. Además, el espectáculo, hasta entonces compatible con el más recatado pudor, cambió de aspecto cuando dos o tres mozalbetes se acercaron a repetir la experiencia de don Casto. Como durase la prueba del tacto más de lo que parecía regular a la mujer gorda, esta levantó la tranca y amenazó con ella, diciendo a la vez a los atrevidos y concupiscentes mancebos:

-¡Fuera, canalla!... ¡Id a palpar!...

¡Y añadió horrores!

Carcajadas del cinismo, epigramas de la desvergüenza, todo el repertorio de los lupanares se cruzó entre el concurso hasta entonces comedido y la robusta pastora de los Alpes... Los Avecilla salieron a paso —212→ largo, corridos, muy disgustados, sin hablarse, y llenos de remordimientos el esposo y la esposa.

Dejaron la feria, atravesaron el Prado y subieron por la Carrera de San Jerónimo; callaban los tres. Don Casto no se conocía, renegaba de sí. Nada de aquello era digno de una rueda del Estado, de una entidad que no debe, que no puede tener pasiones vergonzosas. Y no cabía duda, a sí propio tenía que confesárselo, por más que hasta la hora de la muerte se lo ocultase a su pobre Petra: él, don Casto, la rueda, había sentido un extraño, profundo deleite, al tocar la carne dura y fresca entre las mallas de seda... Sí, esta era la verdad, la verdad desnuda.

Doña Petra subía la calle un poco amostazada, pero reprimiéndose; no quería manifestar sus recelos; no había forma decorosa de hacerlo delante de la niña.

¡La niña! Esto era lo peor. ¡Qué cosas había visto la niña! ¡Y eran ellos, sus padres, los que le habían abierto los ojos, los que habían puesto la provocación de la lascivia ante su virginal mirada!

Pepita iba un poco avergonzada. No se —213→ atrevía a mirar a su madre; temía que le conociese aquella excitación en que la tenían los repugnantes espectáculos que dejaba atrás.

En la esquina de la calle del Príncipe fue necesario hablar algo. -¿Y ahora? -se atrevió a decir doña Petra. -A donde queráis -respondió Pepita, resignada. -¿A casa? -Es temprano -dijo apenas don Casto, hablando como aquel que no tiene saliva. -¿Vamos a ver una piececita a Variedades? -Está lejos. -Pues a Eslava, que está al paso. -Vamos a Eslava-. Y fueron.

Por el camino ya se habló algo, para olvidar, o procurando a lo menos, las escenas de los barracones. D. Casto, a quien la corbata se le iba metiendo carne adentro, aparentó jovialidad. ¡En vano! Estaban todos tres cortados, se miraban unos a otros con miedo. ¡Si algún pensamiento poco honesto, que lo dudo, había ocupado jamás a aquellos tres espíritus sencillos, no había sido ciertamente comunicado entre ellos, pues en todas sus relaciones había reinado siempre la castidad más perfecta! ¡Y ahora tenían aquel fango, aquella vergüenza —214→ en común, en la sociedad de su vida íntima! La incomodidad de esta repugnancia la sentían ellos con mucha más fuerza que yo la explico.

En Eslava les tocó ver una zarzuela llena, también, de pantorrillas y de chistes verdes. Cada alusión iba derecha a lo que guarda más el decoro del contacto de los labios. Muchas las entendía Pepita, por demasiado transparentes; otras, a fuerza de discurrir, sin poder contener el pensamiento, lo que significarían aquellos chistes que el público recibía con carcajadas maliciosas... Acabó la zarzuela y empezó el baile.

-¡Más pantorrillas! -gritó D. Casto sin poder contenerse y a punto de ser estrangulado por la corbata. Y puesto en pie, intimó a los suyos la orden de retirada.

Cogieron las mujeres sus abrigos y salieron a la calle, no sin que les acompañara el público de las alturas con ese castañeteo de la lengua con que se echa a los perros de todas partes y a los espectadores impacientes de los teatros, según moderna costumbre, menos culta que bien intencionada.

—215→

Salieron los Avecilla abochornados, llegaron a su casa, que estaba cerca, y sin hablar de las emociones de la noche, Pepita se fue a su alcoba, después de dar un beso en la frente de su padre. A su madre no se atrevió a besarla. Don Casto observó que la niña estaba agitada, descompuesta, que tropezaba con las sillas; y el color encendido, el sudor que le caía en copiosas gotas por sienes y frente, notó que le sentaban muy mal. Aquella noche su hija no era la de siempre, la tranquila hermosura que cosía a la máquina en enaguas, durante el verano, enseñando la hermosa garganta, nada más que la garganta, y alegre y sin aquellas brasas en las mejillas.

Cuando don Casto estuvo solo con su esposa, en esa hora en que los matrimonios bien avenidos y de larga vida conyugal, se acarician comunicando ideas, hablando de los hijos y de la hacienda, en esa hora, resumen del día, Avecilla miró, por fin, a Petra, cara a cara. Ella bajó los ojos, perdonando y pidiendo perdón a un mismo tiempo. Se sentía culpable de una sordidez que era una virtud necesaria para su miserable hacienda.

—216→

-¡Pobre hija mía! ¡Poco se ha divertido esta noche! -dijo el padre.

-¡Poco! -contestó la madre.

Y sin decírselo, pensaron los dos a un tiempo: -¡La hemos ultrajado! -Don Casto, exagerado en todo y amigo de la hipérbole, hasta de pensamiento, fue más allá; pensó también así: -¡La hemos prostituido!

Silencio otra vez. Doña Petra se acostó primero; volvió a rezar, porque le pareció que las oraciones de aquella tarde ya no servían, y quiso purificarse con otro rosario de coronilla. En tanto, don Casto paseaba por la sala en mangas de camisa, con los tirantes colgando, y así estuvo hasta que se le ocurrió una frase que reputó oportuna porque no decía nada y decía mucho. Mientras procuraba, maquinalmente y en vano, quitarse la corbata, mirándose al espejo, exclamó en voz alta, para que doña Petra le oyera:

-¡Lo barato es caro!

Este aforismo económico-alegórico-moral, como para sí le llamó Avecilla, no mereció respuesta ni comentarios por parte de doña Petra, sin embargo de que lo había —217→ entendido perfectamente. -¡Acuéstate, Avecilla! -fue lo que ella dijo.

-Bien quisiera; pero, la verdad, esta maldita corbata... estos malditos resortes, esta industria transpirenaica... ¡No sé por dónde metió la niña esta punta de acero! ¡Ay!

-¿Qué es eso, Avecilla?

-Nada, un pinchazo... ¿Pero, Señor, por dónde se saca eso?... Y lo peor es que me aprieta, me ahoga... ¡Parece un remordimiento esta corbata!...¡Puf! ¡Renuncio, renuncio!

-¡Ven acá, hombre, a ver si yo puedo!

Doña Petra tampoco pudo.

Avecilla va y viene del espejo a la cama, de la cama al espejo; ni él ni su digna Petra son capaces de encontrar el resorte de aquella condenada máquina del plastrón.

-Comprendo lo de Sedán -gruñe don Casto, dando pataditas en el suelo-. No se parece la mecánica de esta corbata a la del Estado; en la máquina pública todo es armonía, relación; aquí... ¡no hay diablos que den en el intríngulis de este artefacto!... Si por aquí, nada; si tiro de aquí, menos —218→ -y sudaba sangre el buen señor. -¡Llama a Pepita! -dijo doña Petra.

-¡No en mis días! ¡Déjala dormir en el sueño de la inocencia! -y continuó:

-Estoy resuelto, ¡me acostaré con corbata y con camisa! ¡Yo, que no he consentido jamás que me hicieran dormir con ropa almidonada! ¡Pero, en fin, me sacrificaré! ¡Todo, antes que interrumpir el sueño de la inocencia! Porque aún será el sueño de la inocencia, ¿verdad, Petra mía?

-¡Pues claro, hombre!

Ambos esposos pensaban en lo mismo, en la pantorrilla de Mlle. Goguenard.

Don Casto se acostó sin quitarse la corbata. Apagó la luz. -Duerme -dijo a su señora. -¿Y tú? -¡Yo! ¿Quién duerme con este lazo al cuello?... ¡Soñaría que me daban garrote! -¿Pues por qué no quieres despertar a Pepita? -¡Que duerma, que duerma la inocencia... su padre vela!

Reinó el silencio en la oscuridad. Don Casto, sentado en la cama, apoyada la espalda en los almohadones, daba suspiros al viento con la fuerza de muchos fuelles. Doña Petra no suspiraba, pero tampoco dormía. Un reloj dio las dos.

—219→

-¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela! -se atrevió a decir doña Petra, como continuando una conversación entablada de espíritu a espíritu, sin necesidad de palabras, entre los cónyuges.

-¡Sí; debimos haber ido a la Zarzuela!

-Pero como tú dices que es un espectáculo híbrido.

-Eso es cierto, híbrido.

Nueva pausa. Nuevo atrevimiento de doña Petra.

-¿Y qué significa eso de híbrido?

-Petra -respondió el viejo, ocultando mal su enfado-, diversas y varias veces te tengo reprendido, en el tono de la más cordial amistad, ese espíritu concupiscente de preguntarlo todo. Y sobre que más pregunta un necio que responde un sabio, debo advertirte que yo no recuerdo en este momento lo que esa palabreja significa; pero ten por seguro que la zarzuela es un espectáculo híbrido, pues yo lo he leído en críticos famosos y a ellos me atengo. Y duerme y calla, que harto tengo yo con esta maldita corbata para martirio de esta noche, y si no fuera un absurdo en el terreno —220→ de la economía, ya habría cogido unas tijeras...

-¡Jesús, hombre! ¡Una corbata que costó tantos reales!

-¡Pues por eso digo que sería un absurdo!

Durmió doña Petra y al cabo don Casto también, y soñó que le llevaban al patíbulo, como había previsto, y que por el camino del patíbulo había tendidas mujeres gordas, entre cuyas piernas mal cubiertas tenía que pasar don Casto, pisando carne por todos lados... Doña Petra no soñó nada. A la mañana siguiente, la rueda administrativa se despertó en D. Casto con grandes ansias de funcionar. Pepita, contra su costumbre, no se había levantado todavía. Avecilla se alegró en el fondo del alma. Salió muy temprano, sin hacer ruido, y como las oficinas no estarían aún abiertas, se fue al Retiro. -¡Oh! ¡La naturaleza -pensaba don Casto-, único espectáculo gratuito y moralizador! Cuando quiera que Pepita se distraiga y dé libre vuelo a su imaginación, la traeré al Retiro por la mañana, en vez de llevarla al teatro por la noche. Aquí las flores deleitan el —221→ sentido del olfato, las aves el del oído, la naturaleza entera el de la vista, las brisas el del tacto, que según aseguran los sabios, está esparcido por todo el cuerpo, y por último, podemos corrernos con un cuartillo de leche de vaca, recreo sabrosísimo del gusto, leche con bizcochos... -y siguió perdiéndose en aquel idilio y entre las enramadas del Retiro.

Cuando entró en la oficina, ya estaban trabajando, es decir, leyendo periódicos, algunos compañeros.

-¡Hola, hola, Casto! -se permitió decirle un vejete, el único que le tuteaba-. ¡Parece que se trasnocha!... Sero venis. ¡Y qué cara, qué palidez, qué ojos hinchados! ¡Ah, Casto, Casto! ¡Me parece que andas en malos pasos!...

-Señores, ¿quién ha contado aquí?...

-¡Todo se sabe! -dijo el viejo con malicia, para descubrir algo.

-¡Me han visto en la barraca de la mujer gorda! -pensó Avecilla horrorizado-. ¡Pues bien, señores, juro con la mano puesta sobre el corazón, por mi honor y por los Santos Evangelios, que mi curiosidad era puramente artístico-científica! —222→ Es cierto que la pantorrilla de aquella robusta señora...

-¡Bravo, bravo, confiesa! -gritaron todos a coro.

No se le dejó proseguir; ya no pudo en su vida explicar aquellas palabras, y quedó como artículo de fe en la oficina que don Casto Avecilla era como los demás, que tenía una querida y era robusta.

-En fin, caballeros -dijo don Casto, renunciando a explicarse porque no le dejaban-, todo lo que ustedes quieran será; pero yo les ruego por caridad que alguno que entienda estas trampas de las corbatas con resorte, me libre de este dogal que me sofoca.

-¡Uf! -respiró don Casto, moviendo la cabeza, sacudido ya el ominoso yugo.

Respiró con libertad; ¡pero ay!, su reputación de casto esposo, de modelo de padres de familia, había desaparecido para siempre.

¿Y su hija? Su hija... ¿había perdido la inocencia aquella noche?

Yo le diré al lector, en secreto, que no hubo tal cosa.

Pero cuando, años después, la pobre —223→ Pepita, como tantas otras, sucumbió a los pérfidos halagos del amor de infantería y fue víctima de los engaños de un subteniente, huésped de la casa, don Casto, llorando su deshonra, se atribuyó toda la culpa de tan grande infortunio...

-¡Sí, sí! -exclamaba medio loco, mesándose las venerables canas-. ¡Yo la prostituí aquella maldita noche, por no llevarla a un teatro clásico, por querer ahorrar ocho reales! ¡Lo barato es caro, lo barato es caro!... ¡Yo bien decía!

Y doña Petra, por todo consuelo, repetía cien y cien veces:

-¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela!

Zaragoza, 1882.

—224→ —225→ —226→ —227→

El hombre de los estrenos

Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que, como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:

«Sólo es mudar de dolor».


Entré en el comedor a las doce del día, y me vi solo.

Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del mío.

A las doce y cuarto entró un caballero robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote —228→ engomado. Parecía un elegante de provincia.

Me saludó con una cabezada, y con voz sonora, rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita discreta:

-¡Perico, fritos!

Pedía huevos fritos, según colegí del contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos efectivamente.

El caballero, a quien sin más misterio llamaré desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha, sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro. Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de águila... del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura —229→ de aquellas letras borrosas, que apestaban.

Por cada bocado de pan mojado en la yema de huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin acabar de cumplir su misión sobre la tierra!

Yo soy muy aprensivo, sin que esto sea pretender bosquejar mi biografía, soy muy aprensivo; y por aquel tiempo escribía en los periódicos de Madrid revistas de teatro, que Dios me haya perdonado. Aquellos huevos fríos se me estaban indigestando a mí. ¿Dónde hay cosa más contraria a la higiene que comer y andar, es decir, comer y leer al mismo tiempo? Yo, que tengo el estómago un poco averiado -olviden ustedes este dato en cuanto quieran- y que ya por la época a que me refiero estimaba mucho más la salud que el veredicto del público ilustrado y el fallo de la crítica en la prensa periódica, estaba sintiendo las náuseas que debiera sentir aquel señor que devoraba párrafos incorrectos en vez de almorzar —230→ como Dios manda. Dos o tres veces estuve tentado a recitar aquello de

    «Bebiendo un perro en el Nilo,

al mismo tiempo corría.

-Bebe quieto -le decía

un taimado cocodrilo».



Pero es claro que contuve mi deseo. No temía yo hacer el papel de cocodrilo inocente, pero al desconocido no le gustaría el de perro. Más adelante, cuando fuimos amigos íntimos, de esos que se insultan, le llamé muchas veces animal, y él a mí crítico apasionado, que era, en su opinión, el mayor improperio. Pero entonces todavía no teníamos confianza. No habíamos cambiado ni una palabra.

Yo conocí por la topografía de los periódicos, que el otro leía las revistas de teatros. La noche anterior había habido un estreno. Demasiado lo sabía yo, que no me había acostado hasta los dos por cumplir mi deber, mal pagado, de llamar majadero en buenas palabras al autor del drama.

Entre los periódicos que se tragó mi comensal estaba el mío. Fue el último que leyó. Mi revista le hizo torcer el gesto varias —231→ veces y convertir las cejas en acentos circunflejos. Y de vez en cuando me miraba a mí, distraído, como consultándome, como preguntando qué me parecía aquello que estaba leyendo él.

Un incidente del servicio nos obligó a cambiar algunas palabras; él las enganchó en otras relativas ya a la prensa, y yo aproveché la ocasión para decirle -o reventaba- que se le habían enfriado los huevos y que era malo leer y comer. No sé si fue indiscreción, pero se lo dije.

Él, agradecido, empezó a abrirme su corazón y me preguntó si había visto «el drama de anoche».

Dije que sí. -Qué tal me parecía. -Muy bien -respondí-; así deben ser los dramas. -Lo mismo opinaba él, y se le antojaba que algunos críticos eran sobrado exigentes.

-En el drama de anoche hay moralidad, hay verosimilitud, hay exposición, enlace y desenlace imprevisto. ¿Qué más querrán estos periodistas?

Sin embargo, me confesó que él no podía pasar sin leer todo, absolutamente todo lo que decía la prensa acerca de un drama —232→ al día siguiente del estreno; leía, comparaba, juzgaba; no había mayor placer.

-¿Es usted literato? -le pregunté.

-No, señor; soy de Cuenca. He venido en alzada, quiero decir, me han traído ante el Tribunal Supremo; vengo a ver si consigo, a fuerza de recomendaciones, que se haga justicia, que casen una sentencia; y al mismo tiempo pienso asistir a la boda de un hermano de mi mujer, empleado en Hacienda.

-Todo es casar.

-¡Ja, ja, ja! Eso es. No está mal. Eso es... casación... casamiento... perfectamente... Equívoco o juego de palabras... ¿Usted escribe?

Vacilé un momento; pero como no estoy acostumbrado a mentir, así Dios me salve, respondí al cabo:

-Sí, señor... por cobrar... Y como no sé hacer otra cosa... No, y eso... lo hago mal, pero es lo único que puedo hacer...

Me embrollé en mis alardes de modestia. Quería yo decir que escribía sin ilusiones, y que cualquier otro oficio sería más difícil para mí.

-¿Es V. escritor festivo? -preguntó el —233→ comensal abriendo mucho los ojos, creo que dispuesto a soltar una carcajada si yo decía que sí.

-¿Festivo?... No, señor; por mi desgracia soy escritor de todos los días...

-¡Ja, ja, ja! Muy bien, juega V. muy bien con el vocablo...

-Crea V. que es sin querer.

-Yo he querido decir si era V. autor satírico... humorístico... vamos...

-Sí; ya sé, ya sé. Pues diré a V. Según caen las pesas. Cuando hay que llamar tonto a un escritor, sería muy feo decírselo con seriedad; entonces soy satírico o humorístico, como V. quiera.

-¿Es V. crítico según eso?

-Algunos amigos de la prensa me lo han llamado, pero yo no puedo asegurárselo a V.; pero crea V. que si lo soy es sin intención. Y V., ¿cómo tiene esa afición al teatro y a la crítica viviendo en Cuenca, donde no creo yo que la escena...?

-Diré a V., yo vivo y no vivo en Cuenca. Quiero decir, que vengo a Madrid muy a menudo y paso aquí grandes temporadas. A veces traigo a mi mujer.

-¿Tiene V. niños?

—234→

-Cuatro. El mayor es así... (una vara).

-¿Y la señora es también aficionada?...

-A la Dulce Alianza y a los pastelillos del Suizo. Pero si la llevo en coche, va al teatro también. A los estrenos no me gusta llevarla. Ya ve V., siempre hay exposición.

-¿Exposición?...

-Claro... con esto del naturalismo y el idealismo, y lo de si el teatro moraliza o no... yo he tenido ya tres lances y varias bofetadas. Mire V., aquí para entre nosotros (bajando la voz para que no le oiga Perico), tengo pensado trasladarme a Madrid. Cuenca se me cae encima. Allí no saben lo que es arte. No se discute nada. Si casamos la sentencia y se casa mi cuñado... es lo más probable que cojamos los trastos y nos vengamos aquí todos. El suegro de mi cuñado es persona de buenas aldabas, y yo... creo que, sin alabarme, en Contribuciones soy un espada. He rematado los consumos una vez en Cuenca. Me arruiné y arruiné a mi mujer; pero práctica no me falta... En fin, que me casen el pleito y que se case Ángel, y Dios dirá.

El Sr. Comella había comido ya los huevos fritos, unos langostinos a la vinagreta —235→ y un bisté, rociándolo todo con Burdeos de su uso particular. Estaba colorado, se limpiaba los bigotes a cada trago y se incorporaba muchas veces para hablarme.

-Mire V., no tengo inconveniente en decir a usted todo esto, porque me ha inspirado confianza desde el primer momento, y basta que sea V. crítico...

-Le advierto a V. que además soy doctor en Derecho civil y canónico, y tengo algunas tierras... aunque pocas...

-Bien; eso no importa...

-Se lo digo a V. por lo de la confianza.

Me levanté; Comella hizo lo mismo; me tendió la mano derecha y me ofreció los objetos siguientes:

Él.

Su mujer.

Los cuatro niños.

Una casa, una choza, en la calle *** núm.***, en Cuenca.

Alguna renta consolidada.

Y una fábrica de papel si se casaba la sentencia de marras.

Yo no le ofrecí a él más que mi humilde persona.

*
* *

—236→

Ocho días después no me lo podía quitar de encima. Iba conmigo a la redacción, al Bilis-Club, en la Cervecería Escocesa (no sé si irá todavía), y siempre que yo tenía dos butacas para un teatro, una era suya sin remedio. Él me obsequiaba a mí tanto, me pagaba tantos cafés, tanta cerveza, tantas cosas, por más que yo protestaba, y hasta me enfurecía, que no había manera de desairarle. Había que pagarle con algo. Yo, billetes de Banco no los tenía; le daba billetes de teatro. Le pagaba con tifus, según la jerga corriente, sus numerosas atenciones. Así como a otros les da un poco de vergüenza presenciar gratis las comedias, a Remigio (le quito el don por la confianza que ya teníamos) a Remigio le gustaba mucho; se daba tono, y no paraba hasta que se lo hacía entender a los circunstantes. Estar ocupando las butacas del Tal o la Cual... ¡qué honor!, ¡si lo supieran en Cuenca!

Con una semana de anticipación se enteraba de la noche en que había un estreno.

Él iba a la redacción a buscar las butacas. Si el autor del drama en capilla era tan amable que me regalaba los billetes, el —237→ orgullo de Remigio rayaba en insoportable. Se sentaba en la butaca, molestando sin ninguna consideración al vecino, «mísero mortal, que ni conocería al autor probablemente, y habría pagado un dineral por sentarse allí».

Antes de tratarme era enemigo de Echegaray. Me confesó que era de los que gritaron «¡Fuera!» la noche del estreno de Mar sin orillas. También me confesó que cuando iba al teatro por su dinero no tenía criterio fijo; solía arrimarse disimuladamente a los grupos de críticos que disputaban; y si había entusiasmo en la sala y en los pasillos, se metía en medio del corro a que acudía, sin disimulo.

-Más de una vez me vi rodeado, sin saber cómo, de Revilla, Bofill, Cañete, Picón, Llana, Bremón, Alfonso y otros muchos, a ninguno de los cuales tenía el honor de tratar. Pero todos me tomaban por amigo de los demás, y como yo era el único que no hablaba, todos se dirigían a mí. Francamente, esto me ponía loco de orgullo. ¡Qué lástima no conocer a cualquiera de aquellos señores para hacerle presentarme a los demás!

—238→

-Por regla general -continuaba Remigio- yo prefería el teatro moral y optimista. Cuando un padre rico, v. gr., perdonaba a su hijo la calaverada de haberse casado con una pobre honrada, y todo se volvía contento y bromitas inocentes en el escenario, a mí se me caían lágrimas así, y lloraba y reía; y salía del teatro diciendo: «Esto edifica».

Pero semejantes ideas, contra las cuales esgrimía yo entonces mi pluma en los periódicos, fueron pronto ridículas a los ojos de mi amigo el de Cuenca.

Era yo -y sigo siendo, aunque más prudente- muy entusiástico partidario del teatro de Echegaray; y mi buen Remigio, sea porque creía pagarme así las butacas, o por conciencia, se convirtió en un defensor temerario e imprudentísimo de mis aficiones.

Y tan allá fue en lo de sostener que el teatro de Fulano era ñoño, y el de Zutano inverosímil, y el de Mengano inocente, que al fin juzgó que yo era tibio, y luchaba por su cuenta en los pasillos. Mientras estábamos en las butacas, yo procuraba contenerle... y buena falta le hacía.

—239→

Se levantaba el telón. Ya empezaba Remigio a batirse, a comprometerse; él, un padre con cuatro hijos.

-¡Chis!, ¡chitón!, ¡silencio!, ¡esas toses! -gritaba, y clavaba unos ojos insultantes en un pacífico espectador que buscaba su butaca inútilmente cerca de las nuestras.

-¡Silencio!, ¡dejar oír!

-Caballero, busco mi sitio.

-No es aquí.

-Número 7, fila tercera... mire usted.

-¡Pero de orquesta, señor; pero de orquesta! -gritaba Remigio furioso, con voz apagada.

-¡Chis!, ¡chitón! -le decían a él entonces los vecinos.

-Usted dispense... -murmuraba el de la orquesta.

¡Qué había de dispensar Remigio!

-¡Valiente animal! -decía a media voz, casi deseando que lo oyera el otro-. Será un envidioso...

Y volviéndose a mí, furioso porque había perdido una escena -¿qué ha pasado?, ¿quién es su padre? -me preguntaba-. Entéreme usted en dos palabras.

—240→

Y yo, con gran paciencia, me ponía a enterarle, aunque sin poder decirle quién era el padre, porque tampoco yo lo sabía...

Remigio ponía la atención en mi relato y los ojos en el escenario, y de repente me interrumpía y me asustaba, gritando como un loco:

-¡Bravooo! ¡Bravooo! -con unas asonancias en la boca que daban miedo. Era que otros entusiastas aplaudían un pensamiento, y Remigio, que no lo había oído, repetía los aplausos como un eco.

-¡Bravooo! ¡Bravooo! -insistía en gritar, y acto continuo, volviéndose a otro espectador, preguntaba:

-¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? ¿Por qué hemos aplaudido?

Pero en aquel instante tosían en los palcos y en las butacas de atrás; tosían de buena fe probablemente, pero Remigio se volvía, miraba con descaro, desafiando al mundo entero, comprometiéndose; miraba a los palcos y gritaba:

-¡Esas toses! ¡Silencio!

-¡Que calle él!

Y callaba; pero una frase de Calvo le entusiasmaba inmediatamente, y Remigio —241→ se levantaba estrujando los adornos del sombrero de una señora ¡pobre señora!, que tenía delante.

-Señora, V. dispense -tenía yo que decir; porque mi amigo, que ya no se sentaba en todo el acto, lo que se llama sentarse, aplaudía, aplaudía sin cesar; todo, todo era sublime, lo que oía y lo que no oía.

Ya habían llegado los tiempos ominosos en que empezó a ser moda llamar al autor en medio de un acto para aplaudirle alguna ocurrencia, y Remigio era de los primeros en pedir el careo de Echegaray con el público, sobre todo si había habido toses que a él, a Comella se le antojasen maliciosas, o una voz imprudente de ¡fuera! o ¡silencio!

-¿Cómo silencio? ¿Cómo fuera? Ahora verán ustedes...

-¡No irritarle! -decía yo a los vecinos muerto de vergüenza. Pero ya no era tiempo.

-¡El autor! ¡Ahora mismo el autor! ¡Él solo, que salga él solo! ¡Fuera Calvo, fuera Vico! ¡Fuera el apuntador! ¡El autor solo!...

Terminado el primer acto, Remigio se —242→ proponía sacar al poeta cinco o seis o veinte veces, y le sacaba. Cuando por la ley de la inercia el público seguía aplaudiendo y llamando al poeta, Comella salía a los pasillos. La felpa del sombrero, que él se había puesto al revés, estaba erizada como símbolo del entusiasmo y del cabello de Remigio. Claro que no era por tal cosa, sino porque, distraído, Comella había peinado a contra pelo su chistera, como él decía, mientras oía extático los versos de Echegaray.

En los pasillos y en el foyer era ella. Remigio ya no callaba cuando los críticos se dirigían a él; es más, se dirigía él a los críticos, y los trataba con una confianza inmotivada.

Los críticos le conocían todos por las disputas de los estrenos. Ya no le creían amigo de un colega, sino crítico lui-même. Citaba a Shakespeare, y a Sardou, y a San Sardou, como un condenado.

«¡Para él no había ídolos!».

Gritaba como un energúmeno.

«En el teatro no debía haber moralidad. ¡Abajo el teatro casero! ¡Abajo la moral en el teatro!».

—243→

«En último caso, él, Remigio, estaba dispuesto a batirse por sus creencias artísticas».

Volvía a la butaca. Ya tenía echado el ojo a dos o tres enemigos del autor; ya sabía dónde se sentaban.

Comenzaba otro acto. Había lucha.

Un espectador decía:

-¡Chisss!

-¡Animal! -vociferaba mi hombre, mi energúmeno.

-¡Silencio!

-¡Fuera!, ¡a la cárcel!, ¡envidiosos!...

Si el otro, allá lejos, insistía en no encontrar aquello bueno, Remigio, que no podía sufrir más (llamaba él sufrir a lo que había hecho), se ponía en pie, y volviéndose del lado de su enemigo, decía más alto:

-¡Calle la cábala! ¡Será algún cesante!... ¡Que calle ese cesante! ¡Le habrá dejado cesante Echegaray!

-¡Fuera ese! -decían los de atrás.

-¡No me da la gana!

Las señoras le miraban con miedo; algunas, jóvenes, con cierta curiosidad benévola; —244→ aunque todas se inclinaban a creer que estaba algo loco.

Al salir del teatro yo tenía que taparle bien, sobre todo, la boca. Sudaba a mares. Su sombrero sudaba también, con todos los pelos tiesos. Nos metíamos en un coche; si no, pulmonía segura para Remigio.

Llegábamos a casa. Se acostaba. A la mañana siguiente se presentaba en mi cuarto con cercos morados en los ojos, y pálido.

No había podido dormir en paz. Había soñado que se había batido con Fernanflor, el cual le había cortado las narices con una pluma.

Y añadía:

-Vea V. lo que son los sueños; porque precisamente el Sr. Fernanflor esquivó una disputa que yo le proponía.

-Le tendrá a V. miedo.

-Probablemente. Verá V. cómo fue. Tenía él que pasar por donde yo estaba, entre dos butacas.

-«¿Me permite V.?» -me dijo, muy fino.

Yo, antes de permitirle, le pregunté:

-«¿Qué le parece a V.?, ¿qué opina V.?».

Calló Remigio.

—245→

-¿Y qué contestó Fernanflor? -pregunté yo después de un rato.

-Nada... subterfugios.

-Usted dijo: «¿Qué opina V.?» y él, ¿qué contestó?

-¿Él? «Opino... que me deje usted pasar».

*
* *

Pasó tiempo. Remigio Comella fue y vino de Madrid a Cuenca, de Cuenca a Madrid cinco o seis veces, y tras el último viaje, se presentó en la fonda con su mujer y los chicos.

Buscó casa; un piso tercero en la calle de Ferraz, a lo último, cerca del Guadarrama. Allá se fue, no sin despedirse con abrazos de todos sus amigos de la fonda.

-Lo que V. sentirá ahora -le decía un senador vitalicio, que la estaba entregando por culpa de la gota- lo que V. sentirá ahora será no poder frecuentar tanto los teatros.

-¿Por qué? ¿Por qué he de perder yo una sola función?

—246→

-Hombre, como se va V. tan lejos...

-¡Bah!, eso no importa. ¿Y el tranvía? Y en último caso tengo buenas piernas. Mire V., más fácil es venir a los estrenos desde la calle de Ferraz que desde Cuenca... y sin embargo...

Ya no me acompañaba Remigio ni al café, ni al teatro. Nos veíamos pocas veces. Yo le creía muy ocupado con negocios. Pero, por supuesto, a los estrenos no faltaba.

Ya no le entusiasmaba Echegaray.

Dejaba hacer, dejaba pasar, como los economistas.

Le vi muy preocupado, y le pregunté una noche:

-Oye (nos tuteábamos ya; fue una exigencia suya) ¿qué te pasa? ¿Te ha salido mal lo del pleito?

-¿Qué pleito?

-Aquella sentencia... la que te traía a Madrid, ¿la casaron o no?

-¡Qué la habían de casar, hombre!... es decir, si la casaron, demasiado que la casaron...

-Pues entonces estás de enhorabuena.

-¡Qué he de estar!, ¡quita allá! Figúrate que yo lo había entendido al revés. Yo —247→ creía que casar una sentencia era conformarse con ella. La Audiencia había sentenciado a mi favor; yo manejé mis influencias, pidiendo que casaran la sentencia... y la casaron. Cuando fui a dar las gracias a los magistrados, me enteré de que me habían arruinado. Casar, casar... una sentencia... yo creía que era como en las comedias, arreglarlo todo a pedir de boca. Pero esos curiales todo lo entienden al revés. Casar una sentencia no es decir que está bien, que se aprueba, como yo creía8.

-De modo que por eso andas cabizbajo... tristón...

-¿Por eso? Chico, poco me conoces. Tengo yo más ánimos...

-¿Y entonces? ¿Es que no se casó tu cuñado?

-Ese sí que no se casó; de modo que he quedado sin recomendación, sin destino...

-¡Ah, vamos! Ahora me explico tu melancolía.

-¡Quita allá, hombre! ¿Por no ser presupuestívoro había de estar yo triste? No —248→ faltaba más. ¿Qué son los empleados? Sanguijuelas... lacayos... Yo no me ahogo en tan poca agua... ¡Empleado! ¿Quién puede servir aquí? ¡Si en este país no hay Gobiernos!...

-Y entonces, ¿por qué diablos andas preocupado, tristón?...

-¿Que por qué? ¿Y tú que eres crítico me lo preguntas? ¿Te parece a ti que esto es teatro ni nada? No tenemos autores, no tenemos actores, no tenemos público, no tenemos sentido común... Esto no es teatro... Y vosotros no sois críticos. Se acabó el teatro; eso tengo.

Y dio media vuelta y se fue.

Le encontré otra noche en el Español.

Se paseaba en el foyer con unos caballeros a quienes yo no conocía, pero con los cuales le había visto ya varias veces.

Me acerqué a él, le pregunté primero qué noticias tenía del drama (había estreno, claro).

-¡Psh! -y escupió con desprecio-. Como todos. ¿Qué se ha de esperar de un idealista como Sánchez? (el autor). Mucho lirismo, mucho hablar del honor y del deber... pero ¿verdad?, ni pizca... Es como —249→ los demás. El teatro agoniza. Mejor diré; ya ha muerto. ¿Y los actores?

Me le habían vuelto naturalista. No sabía yo quién, pero me le habían vuelto. Debían de haber sido aquellos señores taciturnos y mal vestidos que le acompañaban.

-Oye -le pregunté-, y en vista de que no hay teatro, de que ha muerto el teatro, y de que te casaron la sentencia y no se te casó el pariente, ¿no piensas volverte a Cuenca?

-¿A Cuenca? No, hombre, no. Vete tú. ¿Quién se mete en una provincia? Aquí no hay teatro, es claro; pero en Cuenca menos. Además, de un día a otro puede haber una revolución.

-No lo creo, nadie se mueve.

-Una revolución en el teatro, hombre. Yo me río de la política. En la política no andan más que medianías. Yo hablo del teatro siempre.

-¿Y quién va a hacer esa revolución, y qué va a hacer esa revolución?

-¿Qué va a hacer? Pues no dejar títere con cabeza. ¿Te parece a ti que esos caracteres son caracteres? ¿Que ese lenguaje es lenguaje?... Y en cuanto a quién va a hacer —250→ la revolución... pues, ¿quién sabe?... Tal vez el que menos se piense...

Nos interrumpió el timbre. Empezaba el primer acto.

*
* *

Después del final de la comedia:

Remigio, con el sombrero puesto a guisa de solideo (el sombrero ya no tiene erizada la felpa), sujeta a un idealista muy bien vestido y perfumado, por las solapas de la levita.

El idealista se defiende como puede, y procura salvar la gardenia del ojal que amenazan los dedazos de Comella.

-Pero, ¿qué aplaude usted ahí, santo varón? (Y sacude al idealista como si pudiera dar peras). ¿Aplaude usted los caracteres? No puede ser, porque esos personajes son de cartón.

-¿Cómo de cartón?

-Sí, señor; de cartón (sin soltar), de cartón-piedra, si usted quiere, pero al fin cartón. Son unos personajes que dan ganas de tirar al blanco.

—251→

(Estoy seguro de que Remigio hubiera fusilado a los actores sin remordimiento; hasta tal punto estaba convencido de aquella teoría del cartón de los personajes idealistas).

Y continuaba mi amigo:

-¡Si se le ven los hilos!

-¿Qué hilos?

-Los alambres; los hilos de que están colgados esos polichinelas... Vamos a ver: a usted cuando le pisan un callo o le seducen a su mujer...

-¡Caballero, mi mujer...!

-Bueno, su señora...

-No, si no es eso; es que la hipótesis...

-Bueno, pues la hipótesis... en fin, cuando se la birlan a usted ¡caramba! (echaba fuego naturalista por los ojos) cuando se la birlan o le pisan el callo de que dejo hecho mérito, ¿prorrumpe9 usted en décimas calderonianas, ni se acuerda para nada de que hay fango en la tierra y de que el crimen es un lodazal? Responda usted sí o no.

-Pero, hombre, el arte... el teatro...

-¿Es natural que en una situación apurada de la vida nos pongamos a escoger —252→ las palabras y a buscar consonantes y vocablos de tantas o cuantas sílabas?

-Y diga usted, y usted dispense -contestó el idealista, salvando al fin la gardenia del ojal y librándose de las manos al natural de Remigio-; y diga usted, y cuando usted suelta un taco, porque le pisan un callo, un par de blasfemias en prosa porque le pisan la mujer (como usted diría), ¿le pagan a usted tres o cuatro duros todos los presentes por la gracia y se la mandan repetir?

-No, señor; pero ya sé a dónde va usted...

-Pues claro; voy a que para oír ternos secos y hablar como usted habla ahora conmigo, nadie querrá pagar su dinero. ¿No dice usted que todo el mundo habla en prosa? Pues por eso queremos que el poeta nos hable en verso en la escena. ¿Que cuesta trabajo escoger las palabras, buscar los consonantes y la medida? Pues que cueste, mejor. ¿No se le pagan al autor sus derechos? ¡Pues que los sude! Lo dice la Biblia: ganarás el pan con el sudor de tu rostro...

-¡Bravo!, ¡bravo! -gritan los del corro.

—253→

Remigio, antes de retirarse, vencido, pero no humillado, en compañía de sus siniestros nuevos amigos, me preguntó al oído:

-¿Te parece que debo desafiar a ese hombre?

*
* *

Cada vez marchaba peor el teatro en concepto de Remigio, que se iba haciendo un desaseado. Ya no era un elegante de provincia. Era un Adán de Madrid. No pensaba en su mujer, ni en sus hijos, ni en peinarse. No pensaba más que en la realidad.

Había que llevar la realidad al teatro; lo demás era perder el tiempo.

-Yo autor -decía- primero me dejaba quemar que consentir que se representara una obra mía en esos escenarios tan pequeños. ¿Qué realidad de carne y hueso puede desarrollarse en esas cuatro tablas?

-¿De modo que, según tú, debiera representarse en la plaza de toros?

—254→

-Pues claro. Y otra cosa. Quieren que una acción verosímil se desenvuelva en tres actos y en tres horas. Pasemos por eso de que haya acción, aunque no debe haberla; pero ¿cómo ha de suceder cosa importante en tan poco tiempo?

-¿Pues cuánto tiempo pedirías tú?

-¡Yo! Todo el que hiciese falta. Y el público, si se preciaba de ilustrado, se aguantaría en su sitio. ¿Hacían falta cuarenta días con sus cuarenta noches, como cuando lo del Diluvio? Pues eso. Allí se estarían los espectadores, en sesión permanente, todo el tiempo necesario, o sea novecientas sesenta horas. Lo demás es gana de divertirse, profanar el arte. El teatro ha de ser así, o no tiene razón de ser.

-Pero, dime, ¿quién iba a ser el innovador?

Remigio encogió los hombros. Sonrió con misterio, como hacen en las novelas idealistas. (Por cierto que si él lo hubiera sabido no hubiera sonreído así).

Y se fue.

-Éste algo trama -me quedé pensando.

El hombre de los estrenos suele tener —255→ mal fin: acaba muchas veces (no todas) por echar su cuarto a espadas, su cana al aire... por escribir él el drama de sus sueños. No todos, no todos, repito, acaban así; pero... el corazón me daba que Remigio se proponía restaurar el teatro Español, haciéndole pasar al mundo, a la realidad, como él gritaba furioso al hablar de sus locuras.

*
* *

Lo que yo temía.

Remigio acabó por ahí, por reformador del teatro. No cabe negar que en su obra, que me leyó (para eso son los amigos), hacía entrar el mundo, todo el mundo, en el escenario.

Le llevó aquello (lo llamaba siempre así; no era drama, ni comedia, ni nada representable; era... aquello), lo llevó a un empresario que había contratado muchas veces compañías extranjeras y que tenía sus ribetes de realista.

El empresario le dijo:

—256→

-Amigo, eso está perfectamente; ahí entra toda la creación, punto más, punto menos; cada cual habla el lenguaje que le es propio; pasa por la escena todo el mundo; pero por lo mismo, por lo mismo que en esa obra entra el mundo entero... su obra de usted no puede entrar en mi teatro; no cabe. Ya ve usted, el contenido no puede contener el continente... Esto no es disculpa de empresario; son habas contadas.

Remigio, muy a su pesar, se avino a reducir el cuadro.

Ya cabía aquello en el escenario.

Pero hubo otro inconveniente.

Él me refería así, casi llorando, su nueva desgracia:

-En mi obra pasa un acto en una alcantarilla, y el empresario se niega a presentar esa especie de catacumbas urbanas.

-Pero ¿por qué? Yo he visto una zarzuela idealista en que hay un escalo y salen a escena las alcantarillas...

-No, si por eso ya pasa él. Alcantarillas como las de esa zarzuela las admite el empresario.

-¿Entonces...?

—257→

-Soy yo quien no puede admitirlas. Me lo prohíbe mi dignidad, mi credo artístico. Esa zarzuela, tú lo has dicho, era idealista. Alcantarillas idealistas también las consiente mi hombre; pero yo...

-¿Pero tú...?

-Ya ves; yo necesito que haya... olor local.

*
* *

Así se volvió loco mi amigo Remigio Comella, que como él decía, hubiera sido un buen empleado en Contribuciones, a... a no haber estrenos en el mundo.

Oviedo, 1884.

—258→ —259→ —260→ —261→

Las dos cajas

Ventura había nacido para violinista. Fue esta una convicción común a todos los de su casa desde que tuvo ocho años el futuro maestro. Nadie recordaba quién había puesto en poder del predestinado el primer violín, pero sí era memorable el día solemne en que cierta celebridad de la música, colocando una mano sobre la cabeza de Ventura, como para imponerle el sacerdocio del arte, dijo con voz profética: «Será un Paganini este muchacho». A los doce años Ventura hacía hablar al violín y llorar a los amigos de la casa, complacientes y sensibles. La palabra genio, que por entonces empezaba a —262→ ser vulgar en España, zumbaba algunas veces en los oídos del niño precoz. Un charlatán, que examinaba cráneos y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del músico y escribió esto en un papel que cobró muy caro:

-Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido.

La madre de Ventura comenzó a inquietarse. El pavoroso dilema la obligaba a desear, más que nunca, la gloria del artista para su hijo.

-¡Cualquiera cosa, decía, antes que malvado!

El padre sonreía, seguro del triunfo. Cierto tío materno, aficionado también a estudiar chichones, que era la moda de entonces en muchos pueblos de poco vecindario, exclamaba con tono de Sibila:

-¡El templo de la gloria o el presidio! ¡El laurel de Apolo o el grillete!

Ventura estaba seguro de no ir a presidio, a lo menos por culpa suya.

Mucho amaba la música, pero no era un maniaco del arte, y cultivaba sus buenos —263→ sentimientos leyendo muchos libros de esos que confortan la voluntad recta, y haciendo todo el bien que podía. Su inteligencia era precoz como su habilidad de artista, y a los quince años ya tenía bastante juicio para comprender que, ante todo, era hombre y que aquellas teorías que le predicaban parientes y amigos respecto a la misión excepcional del artista, a la moral especial del genio, eran inmorales y muy peligrosas.

Débil de carácter, se dejaba imponer las costumbres y el uniforme de genio; pero en el fondo de su alma no se dejaba corromper. Tenía vanidad como todos, y se creía y se sentía un gran músico; pero no por lo que ya sabía hacer, que era lo que admiraban los necios, sus paisanos, parientes y amigos, sino por lo que llevaba dentro de sí, y no podían comprender sus imprudentes admiradores. Amaba mucho más sus sueños que los triunfos ruidosos que iba alcanzando. Por amor a su padre, que era el encargado de cobrar y tener vanidad, Ventura daba conciertos, que le valían ovaciones nunca vistas. Y el buen muchacho, con una sonrisa un poco triste, —264→ inclinaba la cabeza, llena de rizos negros, sobre el violín, como un amante se reclina sobre el seno de su amada; saludaba al público y miraba después al rincón en que se escondía su padre, como consagrando a este todos aquellos aplausos y diciendo: «Son tuyos, para ti los quiero nada más». Para sí prefería otros placeres menos vanos. Él había descubierto en sus soledades de artista misterios de la música, que eran expresión de las profundidades más bellas e inefables del alma. Creía, con fe inquebrantable, que de su instrumento querido podían brotar notas que dijesen todo lo que él inventaba en sus deliquios de inspiración solitaria; pero también sabía que buscar esas notas era empresa superior a sus fuerzas actuales. No bastaba lo que enseñaban los maestros para expresar aquello. Cuanto cabe en la técnica de cualquier arte bello era inútil para aprender aquella misteriosa manera de ejecución, que era necesaria para llegar al último cielo de la poesía que él columbraba en la música. Si le hubiesen mandado escribir todo lo que él comprendía de aquella nueva estética aplicada a la música, ni aproximadamente —265→ hubiera sabido explicar sus ideas. Ni podía hablar con nadie de aquello. Músicos muy celebrados, hasta artistas verdaderos algunos, no le comprendían.

Un célebre compositor llegó a decirle muy seriamente:

-Ventura, déjate de ilusiones y estudia. Puedes ser un grande hombre, y te vas a convertir en un maniaco. Toca lo que tocan los demás, procurando tocarlo mejor, y así conseguirás la gloria y la fortuna.

Lo que se consiguió con esto, fue que el soñador no hablara más a nadie de sus sueños, pero no quiso abandonar aquella esperanza de encontrar lo que él llamaba «la música sincera». Se le había metido en la cabeza y hasta en el corazón, que todos los usados recursos de la instrumentación eran falsos, afectados; que los efectos de la armonía, y más aún los de las combinaciones melódicas, eran lo más contrario de la sencillez verdadera, que no es la rebuscada. Como para él era el arte religión, pero no en el sentido pedantesco y trivialmente impío en que esto suele decirse, sino como formando parte la expresión artística de la religión misma, como una especie de oración —266→ perpetua del mundo, creía que era profanación, pecado, blasfemia la falta de ingenuidad en las formas musicales; halagar los sentidos, expresar lo que quiere referirse a los sentimientos puros con voluptuosas caricias de aire en los oídos, le parecía traición del arte. No quería inventar una música nueva en absoluto; dejaba para quien tuviera las facultades del compositor esta gran empresa; pero pensaba que aun lo que está escrito, lo bueno, que era poco según él, se podía ejecutar de modo que esa noble y santa sinceridad apareciese en ello. Esto era lo que él procuraba. Pero no acababa de encontrar el medio. Consagraba a tan peregrino intento el tiempo y el trabajo que otros dedicaban a perfeccionarse en el tecnicismo del arte, según corrientemente se entendía y ponía por obra. Hubo ya quien empezó a decir que había violinistas de menos fama que Ventura superiores a él.

-Ese chico se duerme sobre el violín -exclamó un crítico famoso, de esos que hablan de música porque los demás no entienden, no porque ellos sepan.

Hizo mucha fortuna la frase, y algún gacetillero —267→ la repitió mejorada en tercio y quinto por la ocurrencia de darla en latín: Quandoque bonus dormitat Homerus.

El padre de Ventura quiso contestar con un comunicado en el mismo periódico, y sólo se contuvo persuadido por los argumentos del tío, aficionado a la craneoscopia.

-Ríete de cuentos, Rodríguez -decía el tío-, todos los gacetilleros del mundo, con todos los latines del mundo, no pueden impedir que tu hijo tenga muy desarrollado el órgano de la filarmonitangibilidad.

Esta palabreja, que el tío había compuesto, pareció a la familia un argumento indestructible.

-Que hablen los envidiosos lo que quieran -exclamaba el sabio- todo lo que puedan decir no impedirá que filo signifique amo; armonía, lo que ello mismo dice, armonía, y tango, gis, ere, tetigi, tactum, tocar. Son habas contadas; latín y griego. Pero, amigo, el estudio de las lenguas sabias no se improvisa.

—268→

Pasaban los años. Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había conquistado el mundo, —269→ le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes compositores; y aun de Jesús disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo. Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir; hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No tenía Rodríguez un caballo de paseo?

-Bueno, bueno... -decía el padre, torciendo el gesto- pero... eso es poco.

La envidia seguía trabajando. Había algunos periódicos que, sistemáticamente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y Gómez, francamente, iban proyectando —270→ una triste sombra sobre la fama de Rodríguez...

Esto decían los periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez, el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de las calumnias.

El tío, el de los cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en secreto a Rodríguez:

-Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre... ¡no es un artista!

Por aquel tiempo no lo tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo. Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión. -¡Hipócrita, cómo disimula! -decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos —271→ y muy abiertos les sonreía y alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el sistema corriente. Los alababa de todo corazón. -¡Nos desprecia! -decían ellos a los amigos; y el señor de la orquesta llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera. Euterpe llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere aparentar —272→ un genio que acaso no se tiene».

-¡Pero si mi hijo no usa melena! -gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe entre los puños.

Ventura, después de algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se casó a los pocos meses.

Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista! Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!... El tío meneaba la cabeza de derecha a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión... ¡Pero Ventura era un burgués!».

El burgués se fue a vivir con su mujer, una rubia de veinte años que le amaba y le admiraba, a una casita de un barrio, donde —273→ tenía jardín con árboles tan altos junto a la tapia, que le ocultaban las casas vecinas; de modo que se creía solo, en el campo, viviendo con su esposa y su violín lejos del mundo. Los más amigos, cuando hablaban del pobre Ventura, a quien no se veía por ninguna parte, ponían una cara compungida, como si se tratase de un muerto; y todos hacían el mismo ademán expresivo; que era figurar con la mano una cuchilla o hacha y acercar el filo a la garganta, inclinando la cabeza. Con esto se quería indicar que Ventura se había degollado, había cortado la carrera: se había casado, en fin.

El ajusticiado, el verdugo de sí mismo, se creía el hombre más feliz del mundo. Su padre apenas le visitaba, y nunca le hablaba del genio ni de la misión del artista.

El tío no aparecía por su casa. Los periódicos le habían olvidado. Euterpe misma apenas se acordaba de él. El matrimonio le trajo una porción de ideas serias.

La responsabilidad de un padre de familia, como él pensaba serlo pronto, le parecía lo más grave del mundo... ¡Y él no sabía más que tocar el violín! Lo que empezaba a escasear era el dinero. ¡Si en vez del —274→ violín habré tocado yo el violón toda mi vida! ¡Si estos sueños de la música sencilla, natural, serán una locura! ¡Si tendrán razón los otros! Acaso me ciega el orgullo, y esto que yo creo falta de envidia será tal vez sobra de vanidad. ¿Por qué no han de ser, en efecto, superiores a mí Pérez y Gómez? Cuando estas ideas se le ocurrían, que solía ser al despertar, el pobre Ventura sentía un sudor frío por todo el cuerpo y en el rostro mucho calor de vergüenza... Se le figuraba que el mundo entero se reía de él; y miraba a su mujer, a su hermosa mujer, que dormía tranquila a su lado, y pensaba ¡Pobrecilla! Tal vez le espera el hambre, por lo menos las privaciones; acaso, por tener fe en un loco, ha expuesto su porvenir... ¡Y el de sus hijos! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuando nazcáis os encontraréis sin más patrimonio... que la música sincera, una música del porvenir que inventó vuestro desdichado padre!... Pero estas amarguras de la desconfianza duraban poco. De noche, en verano, después de comer, salía al jardín con su querido instrumento; aquel violín que amaba con el mismo respeto que había en las —275→ caricias que encantaban su vida conyugal.

A sus solas, acompañado por el discreto cuchicheo de las hojas de los árboles, que la luna plateaba, y que la brisa removía, osaba el pobre Ventura tener fe en su alma de artista. El violín según él sonaba con más dulzura que en las salas ahogadas de los conciertos, donde las notas tenían que flotar en una atmósfera cargada de emanaciones impuras; parecía que las cuerdas en aquella triste soledad tranquila de la noche apacible se desperezaban con cierta gracia de ingenua confianza; la humedad del relente pasaba al timbre de la cuerda: era más fresca y algo húmeda la nota del violín... Encontraba el músico cierto parecido entre el rayo de luna que bajaba y la vibración sonora que subía... Era una corriente de cierto fluido poético que ascendía y descendía como la escala de Jacob.

-¿Dónde está lo que no es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño, pero que es en la lógica de la belleza una realidad —276→ necesaria? Música sencilla y natural, exenta de convenciones rítmicas, amañadas y recompuestas; música de los humildes, dulzura espiritual, remedo de lágrimas y besos y ayes verdaderos, nuevo canto llano, con toda la sublime sencillez del antiguo, pero sin su monotonía; sueño mío, visión benéfica, convicción santa, esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo mío!... ¿En dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios? ¿Vives ya en mi cerebro? Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? ¿Eres esto que vislumbro? ¿O acaso la ansiedad que siento? ¿O la alegría inexplicable, repentina y frenética de algunos momentos en que parece que todo mi ser se transforma y se eleva? ¿Dónde estás, música mía? Yo te aguardo; aquí esperaré hasta la aurora. Sé vapor del relente, extracto de aroma, rayo de luna, murmullo de la fuente o de las hojas... Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el rocío caerá sobre las flores.

Cuando hablaba así para sus adentros Ventura, gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más que unos dulcísimos —277→ quejidos, que eran como el murmullo que hay en los nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento... Parecían los ensayos de los gorjeos de aquella bandada de ruiseñores -notas que esperaba Ventura en la próxima primavera... en la primavera de la música nueva que él debía inventar...

-Ventura, que te vas a constipar, entra -decía una voz amorosa desde una ventana de la casita, y Ventura, volviendo de repente a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, y se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos. No sabía su pobre mujercita que al sacar del jardín a su marido, le sacaba del único cielo en que él podía estar contento. Un cielo en que efectivamente había música.

Por lo demás, los negocios iban de mal en peor. Ventura cada vez trabajaba menos; ni él procuraba agradar a los contratistas de conciertos, ni estos le buscaban ya con el afán de antes.

—278→

Algunos reconocían aún la superioridad de Ventura, pero decían:

-El público aplaude lo mismo, y acaso más a Gómez y a Pérez, que son más seguros, que trabajan con más entusiasmo y más asiduamente.

-Vengan Pérez y Gómez, y Ventura Rodríguez allá se las haya.

Ventura notó que el mercado disminuía, que la demanda se alejaba... El orgullo, lo que él llamaba su dignidad de artista, no le permitía solicitar lo que ya no se le ofrecía espontáneamente. Muchas veces todavía le llamaban para una gran solemnidad, y él contestaba:

-Que vaya Pérez; que toque Gómez...

Cuando nació el ángel rubio que Ventura esperaba, en aquella casa se iba pasando del lujo prudente y moderado al bienestar modesto y parsimonioso en los gastos.

La aurea mediocritas empezaba a no ser aurea y se quedaba en mediocritas.

El padre de aquel inocente, que no tenía más patrimonio que la música de un sueño, creyó llegado el momento de pensar en algo, de hacer algo. Cualquier cosa menos profanar el violín. Él no podía hacer —279→ lo que Pérez y Gómez. Ni podía ni quería. Pero sobre todo, no podía. Era preciso confesarlo: la habilidad de aquellos hombres era grosera, material, cosa ajena al espíritu, a la inspiración, a la dignidad del ideal artístico... pero habilidad al cabo. La habían adquirido con mucho trabajo, a fuerza de repetir sus ensayos, dominando poco a poco el instrumento, como quien domestica una fiera. Le hacían hablar, y eso era lo que el público exigía. Ventura quería hacerle vivir, y eso era imposible por lo visto.

-Sí -pensaba él desesperado-, el violín de Gómez habla, pero como un loro, como habla Gómez. Mi violín estará mudo hasta que pueda hablar... como un poeta.

Así es que ni su voluntad, ni sus facultades le permitían sacar del violín el partido que sacaban los otros.

Era un axioma ya en todas partes:

-Gómez es más correcto que Rodríguez.

-Rodríguez toca, pero está anticuado.

Esta era una aserción probable.

Y también se decía:

-Ese chico no adelanta. Y en este siglo el que se para se hace aplastar.

—280→

-Rodríguez no estudia.

-Dicen que bebe, y por eso...

-Las mujeres; deben de ser las mujeres...

-Es su mujer; le ha cortado la inspiración, como Dalila cortó a Sansón la fuerza con los cabellos...

-Rodríguez se ha chiflado.

-Era una medianía precoz. Cuando la precocidad no le sirvió de nada, se quedó con la medianía.

-El gusto cambia; Rodríguez no sigue el gusto moderno...

-¡Rodríguez, Rodríguez! Ya me cansa tanto Rodríguez... ¡Otra celebridad! ¡Otro nombre!...

Ventura recibió algunos desaires mal disimulados del público, su antiguo esclavo, que ahora se desquitaba de los días de la servidumbre.

Tragó las lágrimas del despecho, y olvidado algún tiempo de sus aspiraciones de innovador, procuró eclipsar los triunfos de sus rivales... ¡No pudo! Pareció amanerado, inferior al modelo.

Siguió una violenta reacción de orgullo salvaje y de loca esperanza. Renunció a —281→ tocar en público por algún tiempo, y se refugió en su jardín, para dar conciertos a los pájaros dormidos. Tuvo que vivir de sus ahorros, que no eran muy gran caudal.

Un día su padre entró en casa de Ventura abriendo y cerrando puertas con estrépito. ¿Qué era aquello? ¿Se dejaba a un padre y a una madre en el arroyo? ¿Y los sacrificios? En casa no había un cuarto; todo, todo se había gastado en criar aquel portento, que no acababa de dar el fruto esperado. «Yo he gastado un capital enorme; lo he tirado todo por la ventana, estoy sin camisa. Y ¿dónde están los intereses de ese enorme capital? En el viento; mi hijo desprecia al público, y no quiere tocar delante de gente; como si no supusiera nada el capital que yo gasté en educarle y prepararle para un porvenir brillante, el señorito viene a dar conciertos a los árboles de su huerto, y se le va todo en suspiros de violín; esto es regalar una fortuna al viento. En una palabra, tu madre y yo nos venimos a vivir aquí, a no ser que prefieras dejarnos en el arroyo...».

Las necesidades de la casa comenzaron a aumentarse; ya no bastaban los ahorros: —282→ Rodríguez, padre, no quería economizar; se había acostumbrado al papel de próximo ascendiente del genio, y ni aun después de renunciar a la gloria de su hijo podía renunciar a los gastos superfluos que a costa del genio hacía. Fue necesario volver a trabajar. Se gastaba en aquella casa tres veces más que antes. Pero Ventura tenía odio al público; no quería dar música a nadie. Prefería consagrarse a otra cosa: al comercio, la bolsa, la industria... cualquier oficio, por prosaico que fuera, antes que el violín.

Hizo varias tentativas. Se metió en empresas industriales y le engañaron. Su ineptitud para el tráfico le parecía un crimen; soy un idiota, pensaba el infeliz, nunca he servido para nada.

Y al verse torpe en los negocios más vulgares, que medianías sin cuento manejaban perfectamente, exacerbado su pesimismo, llegó a creer que ni mediano músico había sido siquiera. Entonces se le representaba su sueño del arte renovado, de la música sincera, como una visión de loco, como una estupidez trascendental. Y trabajaba en las ocupaciones que escogía como —283→ quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que le causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos. Se había hecho tímido como una liebre, escrupuloso, cominero. Daba al pormenor una importancia irracional, con una especie de superstición. Hizo esfuerzos dolorosos por adquirir aptitudes que le negara la naturaleza. Pero todos estos martirios eran inútiles, la ruina de la familia iba a ser inevitable.

Rodríguez padre, que había asistido como testigo mudo y acusador en su silencio a todas las derrotas de Ventura en las varias empresas que acometiera, le dijo al fin, después de un desengaño que ponía a la casa en grave apuro económico:

-Ventura, no seas tonto.

El hijo levantó los ojos hacia el padre, como pidiéndole perdón por aquellas tonterías que confesaba, que él también creía evidentes. -No seas tonto. Tú no sirves para nada más que para tocar el violín. Yo no puedo ya trabajar; o tú vuelves a tocar el violín, o tus padres, tu mujer y tu hijo se te mueren de hambre. Escoge.

Ventura escogió retorcerse las entrañas —284→ y volver a ser violinista. Entonces fue cuando la cabeza se le llenó de canas. El amor propio recibió tales golpes, tal lluvia de saetas, unas impresas, otras de viva voz, otras consistentes en hechos, tales como desaires, desdenes, desprecios, que de aquella vez Ventura se convenció de que algo se le moría dentro del alma. Era el amor propio, con todo lo que tiene de bueno y de malo, lo que se le moría.

Fue como un resorte tirante que estalla; la primera impresión fue casi agradable, un respirar tranquilo, una suspensión de dolores agudos; después, como un ángel que quisiera volar y encontrase roto el juego de las alas, el espíritu de Ventura se sintió como perniquebrado, arrastrado; ya no pretendía volver al cielo del arte: tenía conciencia de aquel descalabro interior; sabía que estaba roto por dentro, que para él se había acabado toda ambición de tender las alas invisibles, en que había creído con fe tan acendrada. Euterpe, que había entrado en el año tercero o cuarto de su publicación, volvió a hablar de Ventura Rodríguez, distinguido violinista.

Ya no le insultaba; tratábale con cierto —285→ tono de protección, contaba a los lectores pormenores de su vida, y hacía esfuerzos para persuadirlos de que le oirían con gusto. Llegaría a ser una esperanza si se ceñía a seguir el camino de los maestros Pérez y Gómez.

El padre de Ventura procuraba que los periódicos no llegasen a manos de su hijo. Pero Ventura los leía en el café. Se dejaba insultar como un muerto. Algunos críticos nuevos, que hablaban de música como si tuviesen el arte en estado de sitio y ellos fuesen capitanes generales, se encaraban con el violinista redivivo, y declaraban que había perdido mucho en el largo período de silencio en que se había obstinado. Le injuriaban los más atrevidos, y Ventura leía aquello como si se tratase de otro. Ya no quería más que el dinero que le valía su arte. En este punto era todo lo exigente que podía. Con los empresarios regateaba. Les ponía por las nubes su celebridad de otro tiempo, hablaba como un charlatán. Es más, aquellas teorías suyas de la música nueva, que eran implícita censura acerba de la manera de tocar sus rivales, las sacaba ahora a plaza, procurando ponerlas al —286→ alcance de aquellos profanos, incapaces de sentir la música de ningún tiempo ni sistema. Quería ver si así ganaba algo más, si se vendía más caro.

Poco a poco fue pagando algunas deudas, y hasta pudo mantener cierto lujo de su padre, que no podía fumar tabaco malo, ni beber vino común.

Se figuraba el músico desacreditado que él era un vivo enterrado; todos sus colegas, los músicos, los compositores, los cantantes, los críticos, los aficionados, habían ido echando sobre su cuerpo un poco del polvo del olvido, y ahora estaba separado del mundo por una capa de tierra muy pesada, muy pesada. Se hablaba de él como de un aparecido. El elemento joven del arte y de la crítica no le conocía ya, en cuanto le sonaba su nombre, no sabía a qué...

Pero a él no le daba esto pena. Ni pena ni gloria, repetía por lo bajo. Y no atendía más que a ganar dinero para sostener los gastos de su casa.

Un día le llamaron para tocar en la inauguración de un café monstruo.

Rodríguez, padre, fue quien abrió la —287→ carta en que se le invitaba y se le ofrecía una buena suma.

-¿Supongo que no aceptarás?... ¡Esto es demasiado!

-Demasiado es todo -contestó sonriendo Ventura- pero acepto.

-¿Que aceptas?

-Está muy bien pagado -y fue.

Por aquel tiempo empezaron a olvidarle los periódicos: ni para humillarle le nombraban.

¿Tocaba peor que antes Ventura? No se puede asegurar que sí ni que no. Pero es cosa evidente que tocaba con menos fe, como una máquina. ¿Y la música sincera? ¿Aquella manera nueva de tocar que él estaba descubriendo? Aquello era su remordimiento. Ya no creía en aquel arte restaurado. Había sido un sueño del orgullo; una extravagancia de una medianía que se revela y quiere ser eminencia, no por el camino recto, sino discurriendo novedades raras, absurdas.

Eso era él, según él mismo. ¿Cómo se había convencido de ello? ¿Con pruebas sacadas de sus estériles ensayos, de sus tentativas inútiles? ¡Oh!, no por cierto, —288→ eso no. Ni un solo argumento, ni un solo sofisma había podido discurrir contra la nueva manera de la música que en los tiempos felices de la vigorosa inspiración, de la reflexión seria y sabia, se le había aparecido como una necesidad lógica del arte. Pues entonces, ¿por qué había perdido la fe? No lo sabía a punto fijo. Por todo lo demás; por culpa de Euterpe, de Rodríguez, padre, del empresario, de Gómez, de Pérez, por culpa del mundo... ¡en fin, por el diablo!, ¿qué sabía él? Pero le daba vergüenza haber creído en su invención y haber sacrificado a ella la felicidad de su familia.

Empezó a escasear el trabajo en la corte. No bastaba buscarlo con afán y sin poner condiciones: iba faltando demanda... y Ventura admitió contratas con empresarios de provincias.

Dejó a su padre y a su madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón con su violín, su mujer y su angelillo. Lo único que había salido como él lo había soñado.

Era hermoso como una flor su Roberto. -¡Adiós, Madrid!-. Todo Madrid le había —289→ aplaudido... y aquel todo Madrid se quedaba allá arriba... entre aquellos faroles que se iban apagando en la niebla... Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es decir, nada multiplicado por nada... ¡Buen viaje!

El Iris se abría a las ocho de la mañana en invierno. Los mozos, soñolientos, barrían, limpiaban los bancos, deshacían las torres de sillas que había sobre las mesas, y se iban los más a dormir otra vez. Quedaban dos o tres para el poco servicio de la mañana. Leía uno el Diario, periódico de primer orden en la provincia; otro jugaba con el gato. En el mostrador, silencio. El piano, bien cerrado y abrigadito con su funda verde, extendía su cola sobre la plataforma de pino blanco, majestuoso en su sueño de toda la mañana. Estaba la plataforma en medio de la sala, rodeada por un antepecho de madera pintada de azul y oro. Sobre un musiquero había algunos libros y piezas sueltas de música. Al —290→ otro lado del piano una silla alta forrada de terciopelo carmesí, oriunda de algún teatro. Allí se sentaba «el señor de Madrid», la celebridad que cobraba cinco duros todas las noches y cenaba de balde. Los mozos del Iris no ocultaban su orgullo. La cerillera del portal, que vendía toda la prensa de Madrid y de provincias, oía con religiosa atención a Lucas, el mozo más viejo del Iris, por la milésima vez, su maravillosa narración.

-El señor de Madrid fue contratado primero por esos granujas del café del Gran Mundo, esos tipos llenos de fantasía que se están empeñando hasta las orejas por hacernos perder a todos... pero ¿ve usted cuánto rumbo y cuánto convite a los de los papeles?, pues bueno, señora Engracia, por peso de más, peso de menos, el señor de Madrid se quedó sin la contrata y los de allá sin su músico. Entonces el amo, que lo supo, el amo, que sabe gastar de veras y sin ponerlo en el diario, fue ¿y qué hizo? Pues nada, llamó al señor de Madrid y le dijo:

-¿Que los cinco duros?, pues los cinco duros ¿y que cena?, pues que cena.

—291→

-Ahora los de allá, despechaos, claro, dicen que valiente ganga, que ellos hacen más ruido; que este señor de Madrid es un arruinao, un trasto viejo; y la verdad es que la gente se va al Gran Mundo, porque este pueblo, señora Engracia no es filantrópico, y vamos... que no sabe de música; pero V. lo sabe, V. le ha oído, el de Madrid toca como un ángel; y el pobrecillo pone una cara de bueno pa tocar...

La señora Engracia estaba de acuerdo con Lucas, y no había disputa; el mozo se volvía a retozar con el gato.

Por la tarde el Iris se llenaba de gente del campo, que en aquella tierra dejan sus faenas mucho antes de que el sol se ponga. Con su manta al hombro muchos, casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza, entraban con aire satisfecho, pisando fuerte y llamando recio al mozo.

De cinco a siete había música. Pero nada más que de piano. El señor de Madrid tocaba por la noche.

El pianista ganaba cuatro pesetas y cenaba también. Era un viejo calvo, grueso, lacio, mustio. La expresión de su rostro era la de un carnero cansado, momentos —292→ antes de morir. Vivía de cobrar un tanto por ciento al clero catedral por derechos de habilitado, y de tocar el piano en el Iris. En lo mejor de su edad, a los treinta años, había compuesto habaneras y algunas variaciones sobre la jota; pero ya no escribía música; la copiaba y le iba mejor; se vendía, aunque barata. Él prefería la introducción de Semíramis, Safo, La Cenerentola, pero el público quería novedades peligrosas, música francesa, una prostitución. Y tocaba lo que mandaba el amo del Iris.

Menos mal por las noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable, de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la tarde se iba a comer y volvía al Iris a las ocho y media.

Ya estaba allí Rodríguez, con su mujer, su hijo y la niñera, alrededor de una mesa cerca de la plataforma.

-Doña Carmen, muy buenas noches -decía Betegón.

Daba un beso a Robertito, un apretón de manos a Ventura y se iba al piano.

Razón tenía Lucas; los habitantes de —293→ aquella ciudad noble y leal no eran filantrópicos. El café estaba lleno, eso sí; pero no había lo que en aquella tierra, y en otras muchas se llama todavía personas decentes.

Acudían muchos artesanos con los tiznes del trabajo en la cara, de mano callosa y torpe en el manejo de vidrios y lozas del servicio; abundaban los mozos de coches y carros, los pillastres de variadas profesiones, algunas ilícitas; había algunos soldados, casi todos con galones, más cabos que sargentos, y más distinguidos que cabos. Y sobre todo, muchos campesinos que viven en la heroica ciudad y son capaces de madrugar con el sol y acostarse tarde, por darse aires de señorío y desembrutecerse con el café y la música. Algunas mujeres honradas, de pueblo, acompañaban a sus maridos padres o hijos mirándolo todo con curiosos ojos que no ven claro, saboreando el gasto con usura; hablaban en voz baja y tomaban su café con religiosa ceremonia, pensando en la importancia de los 25 céntimos que cuesta.

El sexo débil estaba más bulliciosamente representado por algunas mozas del partido, que ordinariamente guardaban la —294→ compostura debida, pero que a veces olvidaban su comedimiento riendo como en el lupanar. Algún prudente ¡chisss!... de Lucas imponía silencio, y la buena crianza volvía a reinar en aquella reunión, donde los pobres procuraban adquirir uno de los vicios más necios de los que pueden gastar dos reales en lo superfluo y mucho tiempo en lo innecesario.

Una noche tocaba Ventura Dichter und Baüer (poeta y aldeano), y le acompañaba con mucho gusto el Sr. Betegón en el piano. Allí cerca, junto a la plataforma, Carmen, la digna esposa, el consuelo constante de tantas pesadumbres, apoyaba un codo en la mesa de siempre y contemplaba amorosa a su marido. Carmen era ya su único admirador; en realidad su único público. ¡Aquellos labriegos, aquellos artesanos le oían como quien oye llover! Se les había dicho que el señor de Madrid cobraba cinco duros (eran tres pero se había convenido en decir cinco), y con esto tenían bastante: saboreaban el café y el placer de estar oyendo a un ricazo de la corte, que estaba allí para divertirles a ellos. Entre los pillastres había quien le miraba con —295→ cierta insolencia, como diciendo: no creas que me asustas, yo he oído cosas mejores, he estado en Madrid y no me asombro por tan poco.

Al terminar una pieza sonaban algunos aplausos; era cuando querían que se repitiese, por gusto de hacer trabajar más a los músicos, por sacarle más jugo al real del café. Después de la repetición nunca se aplaudía, porque eso sería pedir otra repetición, y allí no se querían gollerías. Los domingos había muchos más consumidores: venían al Iris niños y perros, y el estrépito era infernal. Cuando algún trozo de música alegre les llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían «¡La jota, la jota! Venga la jota...».

Carmen se ponía como un tomate allá abajo, en su banco pegado a la pared, y miraba al pobre Ventura como diciéndole:

-¡Perdónales, no saben lo que hacen!... -y a Ventura aquello de «¡la jota!» le sonaba como si dijeran -¡Crucifícale, crucifícale!

Carmen tomaba café en el Iris; el niño jugaba con la niñera, porque su padre quería tenerle cerca, le necesitaba allí para —296→ decidirse a ganar el pan de cada día. A las diez madre, hijo y criada se iban a casa muy tapaditos. Ventura no dejaba a nadie el cuidado de envolver a Roberto en mantones y pañuelos; le daba cien besos y le ponía en brazos de la muchacha.

Carmen se despedía con una sonrisa animadora... y él los veía marchar, triste, con una tristeza dulce, lánguida, resignada; y entonces, a solas ya con su violín, entre aquel populacho bueno, pero sin ojos para sus penas ni para su arte, tocaba Ventura, sin conocerlo acaso, como en sus mejores tiempos, mejor tal vez, tal vez como lo pedía aquella su invención de la música sencilla, sincera, buena, santa, de que ya no se acordaba, o por lo menos en que ya no creía. Y entre el ruido de las cucharillas, patadas, toses, voces de «¡café!, ¡que mancho!, ¡mozo! ¡El Imparcial!» sonaba el violín como una queja de un alma dolorida por pena eterna, ante un Dios eternamente sordo a las quejas de las almas. Don Ramón Betegón, impasible, abofeteaba el piano y aprovechaba los solos de Ventura para dar tres o cuatro chupaditas al cigarro... Ventura tocaba entonces en el —297→ Iris como en su jardín de Madrid; los parroquianos eran testigos tan inteligentes como los árboles... peores, porque los árboles no pedían la jota.

Como iba diciendo, una noche Carmen miraba desde su banco, apoyada en la mesa, a su querido mártir, como ella para sí le llamaba siempre. El público empezaba a acudir.

Suppé, interpretado, como decía Betegón, por Ventura, adquiría nueva gracia y dulzura.

Los ojos del violinista apenas se fijaban algunos segundos en el papel que tenía delante; miraba más a su mujer, con amor inagotable, tan puro y grande, como el primer día de novios. Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.

Otras veces el violinista miraba a su —298→ hijo, que al pie de la plataforma iba y venía, ora procurando coger una pierna de su padre, para lo que metía su mano de muñeca entre los balaustres, ora saltando alrededor del piano, como si fuera mariposa, y la música luz que le atraía. Para seguir los movimientos del niño el padre vigilante necesitaba hacer mil contorsiones, sin dejar de tocar con aquella suavidad y elegancia exquisita de siempre: daba vueltas en redondo; se inclinaba, se ponía sobre las puntas de los pies... parecía un músico excéntrico que lucía su habilidad entre piruetas.

Después del Poeta y aldeano hubo un descanso de cinco minutos.

Don Ramón y Ventura fueron a sentarse junto a Carmen. Con la finura del mundo tomó Betegón media copa de anís doble. Roberto se había subido a las rodillas de su padre, que le acariciaba con la barba y la mejilla, como si fuera su violín, inclinando sobre el niño la cabeza, con los ojos medio cerrados, pálido y triste con una tristeza que estaba ya petrificada en las arrugas de su rostro. Podía Ventura sonreír, hasta reír a carcajadas; allí estaban —299→ las arrugas para protestar, como una fe de muerto de aquel espíritu que se vio adulado con el apodo de genio.

Don Ramón se levantó y volvió al piano. Le siguió poco después Rodríguez. Comenzaron la Stella confidente.

Entonces entró en el café un subteniente de caballería. Se sentó en una mesa que estaba enfrente de la mesa de Carmen. Pidió café, distraído. Tardó en notar que tocaban el piano y el violín. Atendió. Le gustaba aquello. Se sentó en otra mesa, más cerca del piano. Miró en derredor y echó de ver que allí no había más personas regulares que él y aquella señora... debía de ser la de uno de los músicos.

-¡Demonio!, qué bien toca ese hombre -pensó, y llamó al mozo.

-Es el señor Rodríguez, un músico de Madrid.

-¿Rodríguez? Rodríguez... ¡Ah!, sí, creo haber oído...

El subteniente se puso el sable entre las piernas y clavó los ojos en el violinista. Positivamente estaba entusiasmado. A los pocos compases le hizo acordarse de su madre, que estaba en el otro mundo, y de —300→ su novia, que le había dado calabazas. Era forastero, estaba muy solo y muy triste, tenía mucha nostalgia, según él llamaba a su aburrimiento, y aquella música le estaba llegando al alma. ¡Qué modo de tocar! ¡Y no hay aquí más que plebe!... Él también había tocado algo. Era la flauta, pero todo es tocar. Además era poeta. Sentía muy bien.

-¡Pues no se me saltan las lágrimas! Mozo, una copa del Mono... Y aquella señora debe de ser la suya... es guapa. ¡Canario ya lo creo, muy guapa!

También él era guapo. Alto, rubio, muy esbelto, de aspecto marcial como un dragón, pero de ojos dulces como un ángel. Y el bigote fino y bien peinado. Era muy guapo. Carmen le había visto desde el momento en que entró.

Había observado su atención, su asombro, su entusiasmo, su enternecimiento. Pero cuando él la miró, ella separó los ojos y los fijó en su marido. Y así estuvieron: el militar yendo con la vista y el alma del violinista a Carmen, de Carmen al violinista.

Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente.

—301→

Ventura arrebatado por la música y la contemplación de sus amores, Roberto y Carmen, no veía al de caballería. Terminó la Stella y los músicos volvieron a la mesa. El público, que no quería repetir, no aplaudió; el subteniente abrió las manos, pero al ver aquella frialdad, se las metió intactas en los bolsillos. -¡Qué lástima!, tenía que marcharse sin remedio. Era tarde, le esperaba el coronel. Pagó y salió visiblemente disgustado, según observación de Carmen.

-Tendrá una ocupación urgente -pensó- ¡esos militares!...

A la noche siguiente el de caballería se presentó a las nueve menos cuarto. Se trataba del Non tornó.

El sentimentalismo del amo del café, se imponía hasta a los músicos que cobraban cinco duros nominales, tres en efectivo. Ventura vio entrar al subteniente, y no le cayó en saco roto aquel extraño consumidor de café y música. En una de las vueltas que daba con el violín en el brazo para seguir los juegos de Roberto, vio Rodríguez al simpático alférez, que tenía los ojos inflamados por la admiración, la boca —302→ entreabierta, la mirada fija en el músico. Dio otra vuelta y vio lo mismo. El alférez, no cabía duda, era un admirador. Ventura se lo agradeció en el alma: le echó mil bendiciones con el arco; y aunque haciéndose el desentendido, con una coquetería de artista, se esforzó cuanto pudo, tocó lo mejor que supo; y todo aquello iba dedicado al subteniente, a quien aparentaba no ver siquiera. Carmen notó que su marido se acercaba radiante, como si viniera de un gran triunfo; pero él no dijo nada.

-Está V. hoy contento -dijo D. Ramón, que siempre estaba triste, y sólo simpatizaba con los desconsolados.

-Sí, me siento bien hoy. Y además el médico me ha dicho que lo de Roberto no es nada.

-Sin embargo, yo recomiendo el aceite de hígado de bacalao... ese niño crece poco; mire V., parece un tapón.

-Pobrecito mío -exclamó la madre- te llaman tapón.

-Un tapón muy bonito, pero un tapón, señora... Mire V., apostaría a que cabe en la caja del violín de su padre. Se le podría enterrar en ella.

—303→

-¡Jesús! -gritó Carmen estremeciéndose-, no tanto... y no lo quiera Dios.

Mientras la madre apretaba al niño contra su corazón, Ventura tembló reparando en la caja del violín; en efecto parecía un ataúd para un angelito... como un violín. Era de madera negra con chapas de plata.

-Stradella... Pietà signore... -dijo don Ramón, y puso con solemnidad las manos sobre el teclado.

Ventura tocaba con una tristeza religiosa, que llegaba a las entrañas al subteniente. Pensó este que aquello del infierno era muy verosímil. Pidió otra media copa de anís del Mono, y se abismó en reflexiones religiosas. La existencia de Dios era evidente. Pero, a Dios gracias, era un Señor infinitamente justo y misericordioso, que no había de incomodarse porque un subteniente aburrido se enamorase platónicamente de la mujer de un notable violinista. Porque, no había para qué ocultárselo a sí mismo, él se iba enamorando de aquella señora. ¡Su posición y su postura eran tan interesantes! Además, él veía en ella un reflejo del talento de su marido. Él había empezado, y seguía, admirando al —304→ músico como tal, pero no era cosa de enamorarse de él... y... naturalmente, se enamoraba de su mujer... por lo platónico.

Carmen se confesaba en aquel instante a sí misma que toda la noche había pensado en el subteniente, que le era muy simpático, aparte de ser buen mozo; porque se le veía que admiraba a Ventura, que sentía aquella manera, que ella comprendía también, y muy a su costa, por cierto.

La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges... Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él bastaba. Y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué.

-¡Qué vueltas da el mundo! -pensaba-, yo desprecié a un público de inteligentes, de maestros... ¡y ahora me sabe a miel agradar a un alférez que no sabrá ni tocar la corneta!...

Ventura hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba... todo lo que quería el brazo. El entusiasmo —305→ y el enternecimiento del militar eran sinceros. Pero le gustaba la mujer del violinista, sin menoscabo del arte. La música le cargaba de electricidad, pero la electricidad se le escapaba al depósito común de las pasiones terrenas por los ojos de aquella señora.

Pasaron días y días. El subteniente debía de estar de guarnición, porque no se marchaba. No faltaba ni una noche al Iris. También Ventura le veía en sueños. Le veía, vestido de capitán general, acercarse a él, que estaba en un trono; y después de muchos saludos con el tricornio, le entregaba una corona de laurel y oro, y se marchaba, andando hacia atrás y con grandes reverencias. Rodríguez ya se atrevía a sonreír frente al alférez, y a dedicarle sus saludos cuando había aplausos.

Una noche, que se pidió la jota, le agradeció mucho que impusiera silencio a un baturro, que gritaba:

-¡Otra, otra, pues!

Pero no quería hablarle. Prefería tener aquel admirador a distancia. Acaso sería un majadero -aunque no lo encontraba probable- y era preferible no conocerle. —306→ Así se podía figurar en él al mismo Wagner disfrazado.

El subteniente tampoco deseaba acercarse. Se le antojaba indigno de su nobleza valerse de la amistad para probar fortuna; todo quería deberlo al poder de sus ojos, nada a la falsedad de una estratagema.

Ventura dijo una noche a su mujer:

-¿No te has fijado en aquel subteniente?

-¿Cuál?

-Aquel, no hay más que ese. Viene todas las noches. Creo que le gusta lo que toco.

-No tendría nada de particular -contestó ella.

Siempre había sido Carmen muy fiel esposa. Amaba y admiraba a su Ventura. Pero hacía muchos años que en las caricias, en los cuidados, en las confidencias del músico había una profunda tristeza, una desesperación resignada, atónita, humilde, casi servil, que daba frío y sombra en derredor: parecía el contacto de aquel dolor mudo, el contacto de la muerte; no era posible respirar mucho tiempo la atmósfera de desconsuelo en que Ventura —307→ vivía: todo organismo debía de sentir repugnancia cerca de aquella frialdad pegajosa... la intimidad del músico amenazaba con una especie de asfixia moral.

Una noche, en Semana Santa, ideó don Ramón Betegón una especie de concierto sacro, y después de otras cosas se tocó el Stabat Mater, de Rossini. La música religiosa le daba a Ventura escalofríos. Un sacerdote de esos que tiemblan con la hostia en la mano, puesta toda el alma en el misterio, no consume con mayor unción y pureza de espíritu que las que había en el alma de Ventura al hacer llorar a los ángeles y gemir a María en los sonidos de su violín, su sagrario.

Aquella noche, hasta los baturros entendían algo, y había en el café un silencio de iglesia. El subteniente estaba en su sitio; Carmen en el suyo, toda de negro. Ventura, en el momento en que hablaba con el violín de la soledad de la Virgen al pie de la Cruz, fija la mirada en su esposa, notó —308→ en el rostro de ella una dulcísima sonrisa que no iba hacía él; volviose, y tuvo tiempo de ver llegar aquella corriente de amor triste y lánguido al rostro del alférez, que recibió la sonrisa besándola con otra... Dum pendebat filium, decía el violín a su manera, mientras Ventura se ahogaba. Tuvo valor para seguir espiando miradas y sonrisas... Iban y venían, y él las sorprendía, no en el camino, que allí eran invisibles, sino al llegar a Carmen, o al llegar al alférez. ¡Qué sonreír, qué mirar! Y ellos, ¡qué ciegos!, no veían que él los observaba. Ya se ve, el éxtasis los tenía esclavos; la música sencilla, sincera, que sonaba allí en toda su grandeza, en el lamento religioso... los arrastraba a regiones de luz, al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio encantado del sueño del amor!... ¡Infames, infames!, debió de decir el violín también, porque se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible. Betegón volvió la cabeza... y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y las manos apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo, roto bajo los pies del Sr. Rodríguez.

—309→

Cuando aquella noche, suspendido el concierto, por indisposición del violinista, volvieron a casa Carmen y Ventura, Roberto, que se había quedado en casa muy dormidito, despertó con dolor en la garganta. Otro tenía, en la garganta también, su padre; pero al ver al niño calenturiento, medio ahogado, Ventura se sintió bien de repente, o mejor, no volvió a sentirse. Ocho días duró la enfermedad del niño, y en todo ese tiempo el padre no pensó en sus propios males. Carmen nada sabía de las nuevas penas de su esposo, pues creía que era un secreto para él y para el mundo entero su debilidad, que ella misma maldecía. Velaba al pie de la cuna, queriendo satisfacer con la penitencia del amor de madre puesto en tortura las culpas de pensamiento de la esposa infiel.

Ni una palabra de Ventura pudo hacerle sospechar que su falta estaba descubierta.

Roberto murió a los ocho días. Carmen —310→ estuvo enferma de peligro. Ya convaleciente, Ventura le dijo:

-Carmen, tu madre podría cuidarte muy bien, mejor que yo. Allá en tu pueblo hay otros aires... Allí la salud vendrá de prisa.

-Sí, vamos... -contestó ella.

-No, yo no. Vas tú sola.

-¿Y tú?

-¡Yo me quedo... con mi hijo!

Bien se acordaba; a Roberto le habían metido en una caja estrecha y larga, es decir, no muy larga; ¡el pobre niño era tan chiquitín! Había crecido poco. ¿Qué importaba ya? La caja tenía chapas de metal blanco y estaba pintada de azul...

Ventura se vio solo en su casa. Ya podía hacer lo que quisiera. Si era una extravagancia, que fuese... Demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás. Y ahora iba él a hacer su gusto. Ya estaba de acuerdo con el guarda del cementerio. Su dinero le había costado. Salió a —311→ las doce de la noche; debajo de la capa llevaba un bulto, que no debía de pesar mucho. Ventura corría por la carretera; después dejó el camino real; tomó a la izquierda... allí era... aquella masa negra. Llegó a una verja... dio tres golpes en el hierro. Abrieron.

-¿Es V., señorito?

-Sí, Ventura.

El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.

-Venga V. por aquí. Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros... ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!...

La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.

-Con franqueza, señorito; yo me fío de usted... pero... la verdad... en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo... Yo no digo que haya trampa... pero... la verdad... ver y creer.

Ventura respondió:

-¿Dice V. que es aquí?

-Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.

—312→

Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:

-Cave V., Ventura.

Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.

-Ya está ahí.

-Limpie V. otro poco, que se vea la tapa...

Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída... El músico se tendió a lo largo en el camposanto.

-Ahora meta V. eso ahí dentro.

-Señorito, yo quisiera...

-Abra V. con esa llave.

Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.

-Ahora haga V. lo convenido.

La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico... ¡Un hombre —313→ que enterraba un violín!... ¡Si sería!...

Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:

-No tema V.; no estoy loco.

Madrid, Junio 1883.