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Canto el amor del despreciado Alfeo , |
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cuyas quejas dulcísimas, dolientes, |
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por las amargas ondas de Nereo |
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aún oyen de Aretusa las corrientes. |
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Pues tú, délfico dios, otro deseo |
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siguiendo vas con círculos lucientes, |
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haz que en estas mis cláusulas sonoras |
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yo me corone del desdén que lloras. |
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Tú, de Arellano honor, Mecenas mío, |
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que aman las Musas y prohija Astrea, |
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que el caudaloso Betis, patrio río, |
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lleno de lustres saludar desea; |
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este mi ocio escucha, si es que fío |
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lo grave dividir de tu tarea; |
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logre yo tus favores entre tanto |
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que los desdenes de Aretusa canto. |
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Del dios rey de las aguas hija era |
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ninfa de Acaya, a quien la esquiva diosa, |
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cuando desde el Eurota va a su esfera, |
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deja el dominio de la selva umbrosa, |
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que en la tropa de Oréades ligera, |
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siendo la más gentil, la más hermosa, |
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aun ausente de Febo la alta hermana, |
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no desean las selvas a Diana. |
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No ilustró del Taigeto la escabrosa |
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cumbre ninfa más bella, pues la frente |
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en cada estrella vence luminosa |
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los ojos, que abre al cielo transparente; |
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de cuanto en sus mejillas mezcla hermosa |
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hizo con el jazmín, clavel ardiente, |
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queda uno, que en dos hojas se señala, |
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que encierra perlas, y ámbares exhala. |
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Bajando al pecho de su blanco cuello, |
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mucha nieve en dos partes dividía, |
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sobre cuyo candor suelto el cabello, |
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las hebras de oro el viento confundía; |
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así inunda de rayos el sol bello, |
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nevado escollo al despuntar del día; |
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de sus manos, en fin, son los albores |
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incendios de cristal, hielos de ardores. |
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Ésta, de Venus inmortal desdoro, |
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dejándole a la espalda el peso leve |
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del ebúrneo carcaj y flechas de oro, |
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éstas ajusta al arco, que las mueve; |
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penetra el bosque, y el errante coro |
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cede al aplauso que a Aretusa debe, |
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porque usurpa a las glorias de Atalanta |
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lo cierto el tiro, lo veloz la planta. |
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Igualmente partiendo su carrera, |
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el sol las blancas horas encendía, |
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cuando Aretusa, que corrió ligera |
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los arduos montes y la selva umbría, |
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fatigada desciende a la ribera, |
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y en su encendida nieve permitía |
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que en más bello cenit, con más auroras, |
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el sol hiciese las ardientes horas. |
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Por laberinto de álamos frondoso, |
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de verdes sauces por estancia amena, |
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profundo un río corre silencioso, |
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o se desliza con quietud serena; |
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de éste un remanso advierte delicioso, |
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que no le esconde la menuda arena, |
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pues contaba en sus senos transparentes |
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uno a uno sus cálculos lucientes. |
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La calurosa ninfa, que procura |
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término a sus afanes deseado, |
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solícita registra la espesura, |
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por si alguno la advierte Acteón osado; |
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la soledad el sitio le asegura, |
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y habiendo sus despojos confiado |
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de un sauce, dio al cristal el blanco bulto, |
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donde quedó cubierto, mas no oculto. |
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En el claro remanso, no lasciva, |
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o se abate, o se eleva, o se recrea, |
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pareciendo en la espuma fugitiva |
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segunda de las ondas Citerea; |
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sus brazos (blancos remos, en que estriba) |
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cortan las aguas, y si lisonjea |
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el viento de sus hebras el tesoro, |
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bajel es de marfil, con velas de oro. |
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En hondas grutas de cristal luciente |
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el dios Alfeo, entonces sosegado, |
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oye turbar sus aguas, y la frente |
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alzó, de verdes cañas coronado; |
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mira la blanca ninfa, mira, y siente |
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dulces incendios en su pecho helado; |
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y suspensos sus rápidos cristales, |
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así siente su amor, así sus males: |
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«Si piensas, ninfa bella, que no dura |
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un instantáneo amor, y excusas fiera |
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el bien que me promete esta ventura, |
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para crecer, amor tiempos no espera. |
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Si el ver y el adorar una hermosura |
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son dos cosas, ninguna es la primera; |
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yo te vi, yo te amé, y otros amantes |
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no te adoraron más, te amaron antes. |
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»Calurosa y cansada, tus fatigas |
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recibieron benignas mis arenas; |
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dulcemente en mis aguas ya mitigas |
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el calor y el cansancio, y no mis penas; |
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ya que en mi propia urna tú me obligas |
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a beber el veneno que en mis venas |
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arde, reciproquemos los favores: |
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mitiguen tus cristales mi ardores. |
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»Dueño soy (si soy tuyo ¡qué fortuna!) |
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de cuanto engendra la ribera amena; |
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mil arroyuelos desde su alta cuna |
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bajan su plata a mi dorada arena; |
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contémplase en mí el sol, la errante luna |
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aun no se mueve en mi quietud serena; |
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mas ¿para qué numero bienes tales, |
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si ya sólo soy dueño de mis males?» |
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Dice; y lascivo apenas se adelanta, |
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cuando ella de sus ondas se le exime |
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intrépida, fiando a veloz planta |
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nobles defensas, que el amante gime; |
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mas, como aunque a Aretusa en fuga tanta |
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alas preste el desdén, nunca reprime |
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sus esfuerzos Amor, que es dios alado, |
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vuela ella esquiva, y él enamorado. |
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«Aguarda, espera», dice; «oh ninfa, tente. |
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¡Oh si el amor un muro te opusiera! |
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Teme de áspid dormido el mortal diente, |
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cuando no el pomo de oro en tu carrera; |
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más ¡ay de mí! que ni el metal luciente, |
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ni el veneno mortal te suspendiera, |
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pues no detuvo ya tu pie divino |
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mi pena más mortal, mi amor más fino». |
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Sorda Aretusa, y más veloz que el viento, |
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huye, y el dios, que en vano ya la nombra, |
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tanto se adelantó en su seguimiento, |
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que una vez abrazó la amada sombra; |
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del fatigado pecho el recio aliento |
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el tierno oído de la ninfa asombra; |
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y como el dios acuoso la seguía, |
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creyó que húmedo el austro la impelía. |
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Así afligida con el riesgo instante |
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la casta compañera de Diana, |
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contra el esfuerzo del insano amante, |
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a su deidad apela soberana. |
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«Oh diosa», dice, «si guardé constante |
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tus santas leyes, y si aplausos gana |
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tu decoro, defiende de este impío |
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mi honor por tuyo, cuando no por mío». |
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La diosa, conmovida al justo lloro, |
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de opaca y densa niebla rodeada, |
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la oculta, y luego la madeja de oro |
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corre en hilos de plata liquidada; |
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no de coral, de aljófar es tesoro |
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la sangre de las venas desatada, |
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y al deshacerse en los cristales puros, |
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bullen la blanda carne y huesos duros. |
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Entre tanto, cual dando vueltas ciento, |
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en alta noche el can infiel dormido, |
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a espacioso redil el lobo hambriento |
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aúlla, y crece el mísero balido; |
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tal gira en tornos, firme aún en su intento, |
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la opuesta nube el dios; y más rendido, |
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por si su ingrata bella aún no se excusa, |
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«¡oh mi Aretusa», clama, «oh mi Aretusa!» |
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Desató el viento, en fin, la niebla fría, |
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dejando en descubierto al triste Alfeo, |
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fuente ya, a aquella por quien su porfía |
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torpes delicias prometió al deseo. |
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Vuelve a sus aguas, nunca a su alegría; |
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aunque, por corto de su dicha empleo, |
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le conceden que junte en su corriente |
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de su amada Aretusa con la fuente. |
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Aquella que nos informa , |
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que aunque tres formas vistió, |
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no querrá un hombre, y que no |
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será de ninguna forma; |
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pues si bien Plutón de un cuerno |
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la llevó por su querida, |
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de estos casados la vida |
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vino a ser luego un infierno; |
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con quien de amoroso empeño |
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no hay quien acordarse cuente, |
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y aun Endimión solamente |
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se acuerda como por sueño; |
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hija de Jove (un borracho) |
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y Latona, que parió una |
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muchacha como una luna, |
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y como un sol un muchacho; |
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fatigada ésta del uso |
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de las flechas un verano, |
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pues siendo menor su hermano, |
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a abochornarla se puso, |
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viendo entre unas espesuras |
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que un mudo remanso había, |
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tan claro, que le decía |
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a cualquiera dos frescuras, |
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dijo:«En bañarme convengo; |
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ninfas, presto, a desnudarme, |
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que, aunque casta, he de limpiarme, |
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pues soy leona y manchas tengo.» |
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Desnudas todas, se fragua |
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el baño, y aunque temían |
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si desnudas las verían, |
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echaron el pecho al agua. |
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Y cuando en las aguas mudas |
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las faltas que desmentían |
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vestidas, las descubrían |
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como verdades desnudas, |
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Acteón, hijo de Aristeo |
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y Autónoe, llegó cazando |
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a la fuente, adivinando |
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que allí habría un buen ojeo. |
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Aquí fue la fiesta brava, |
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aquí el chillar, y agua echarle, |
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pero el gato, al zapearle, |
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a la carne se acercaba. |
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«Vanos son esos trabajos, |
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ninfas», dice; «no gritéis, |
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ni vuestros tiples me alcéis, |
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que yo busco vuestros bajos. |
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»Mi brazo es de todas mangas, |
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por feas no os aflijáis, |
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que yo, porque lo sepáis, |
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también suelo cazar gangas. |
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»Porque vea, no hayas pena, |
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Diana, tus cuartos menguantes, |
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que mis cuartos son bastantes |
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para hacerte luna llena. |
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»Que seas casta no contrasta |
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lo que a tu honor es debido, |
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porque lo que yo te pido |
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cosa es que te deja casta.» |
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Diana con ojos severos |
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dice: «No te gloriarás, |
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pues si en carnes visto me has, |
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yo haré te vean en cueros.» |
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«Y pues de verme los yerros |
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te tengo de castigar, |
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eso que me quieres dar |
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guárdalo para los perros», |
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dijo, y cornudo venado |
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lo hizo; pero, si hacer pudo |
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la que dio en casta un cornudo, |
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¿qué no hará la que no ha dado? |
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Huyendo, pues, por los cerros |
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sus perros, que lo encontraron, |
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fieles lo despedazaron, |
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con que murió dado a perros. |
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Para cofres recogieron |
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el cuero, y a la cabeza |
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enterrada esta simpleza |
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o esta discreción pusieron: |
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«Hombres bobos, que al ver una hermosura, |
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le entregáis las potencias y sentidos, |
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y aun poseéis las dichas, entendidos |
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estad en que la dicha no es segura. |
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»Acteón escarmientos os procura; |
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que a una casta deidad (si ennoblecidos |
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deben los riesgos ser apetecidos) |
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dio un sentido, y ya llora su locura. |
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»Sólo en la vista tuvo su delicia, |
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y se vio, cual lo ves, muerto, deshecho, |
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bruto y con astas; pero no lo dudo, |
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»pues cualquiera mujer que se codicia |
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(sea la mejor), lo deja a un hombre hecho |
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un pobre, un bruto, y lo peor, cornudo.» |
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Enviando unos dulces a una dama, que no gustaba de otros versos que los de Garcilaso, en
ocasión de hallarse indispuesta