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De la democracia y de la oligarquía. De los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial

De los deberes del legislador

En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, sino que llegan a abrazar completamente todo un orden de hechos, cada una de aquéllas debe estudiar por su parte todo cuanto se refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? ¿Cómo deben modificarse según los diversos temperamentos? ¿No es necesariamente el ejercicio más favorable el que conviene mejor a las naturalezas más vigorosas y más bellas? ¿Qué ejercicios son los que pueden ejecutar los más de los discípulos? ¿Hay alguno que pueda convenir a todos? Tales son las cuestiones que se pueden plantear en la gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del gimnasio aspirase a adquirir el vigor y la destreza de un atleta de profesión, el pedotribo y el gimnasta no son por eso menos capaces de proporcionarle, en caso necesario, semejante desarrollo de fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de la medicina, de la construcción naval, de la fabricación de vestidos y de todas las demás artes en general.

Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar cuál es la mejor forma de gobierno, cuál la naturaleza de este gobierno, y mediante qué condiciones sería tan perfecto cuanto pueda desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y, por otra parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los diversos pueblos, a los más de los cuales no podrá, probablemente, darse una constitución perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto el mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los elementos que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legislador y el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse que deben, también, ser capaces de emitir su juicio sobre una constitución que hipotéticamente se someta a su examen, y designar, en virtud de los datos que se les suministren, los principios que la harían viable desde su origen y le asegurarían, una vez establecida, la más larga duración posible. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no hubiese recibido una organización perfecta, aunque sin carecer completamente, por otra parte, de los elementos indispensables, que no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que tuviesen aún mucho que perfeccionar.

Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la constitución que, pasando generalmente como la mejor, pueda darse a la mayor parte de las ciudades, es preciso confesar que las más de las veces los escritores políticos, aun dando pruebas de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque no basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un gobierno practicable, que pueda aplicarse fácilmente a todos los Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos presentan constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o cuando se inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a Lacedemonia o a otro Estado cualquiera, a costa de todos los demás que existen en la actualidad. Cuando se propone una constitución, es preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente en ejecución, partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por lo demás, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo que es más difícil olvidar lo sabido que aprender por primera vez. Así que, repito, el hombre de Estado, además de las cualidades que acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un gobierno ya constituido; tarea que sería para él completamente imposible si no conociera todas las formas diversas de gobierno; pues es, en verdad, un error grave creer, como sucede comúnmente, que no hay más que una especie de democracia y una sola especie de oligarquía. A este indispensable conocimiento del número y combinaciones posibles de las diversas formas políticas es preciso acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más perfectas, y de las que son mejores con relación a cada constitución; porque las leyes deben ser hechas para las constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio que reconocen todos los legisladores. La constitución del Estado tiene por objeto la organización de las magistraturas, la distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en una palabra, la determinación del fin especial de cada asociación política. Las leyes, por el contrario, distintas de los principios esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que ha de atenerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la represión de los delitos que se cometan atentando a estas leyes. Es, por tanto, absolutamente necesario conocer el número y las diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder dictar leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las oligarquías, a todas las democracias, porque son muchas sus especies y no una sola.

Capítulo II

Resumen de lo precedente e indicación de lo que sigue

En nuestro primer estudio sobre las constituciones hemos reconocido tres especies de constituciones puras: el reinado, la aristocracia y la república; y otras tres especies que son desviaciones de las primeras: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. Hemos hablado ya de la aristocracia y del reinado; porque tratar de un gobierno perfecto era tanto como tratar de estas dos formas, puesto que ambas se apoyan en los principios de la más completa virtud. Además, hemos explicado las diferencias entre la aristocracia y el reinado, y hemos dicho lo que constituye especialmente el reinado. Resta que hablemos del gobierno que recibe el nombre común de república, y de las otras constituciones, la oligarquía, la demagogia y la tiranía.

Es fácil encontrar, entre estos malos gobiernos, un orden de degradación. El peor de todos será seguramente el que es la corrupción del primero y más divino de los buenos gobiernos. Ahora bien; o el reinado existe sólo en el nombre sin tener ninguna realidad, o descansa necesariamente en la absoluta superioridad del individuo que reina. Por tanto, la tiranía será el peor de todos los gobiernos, como que es el más distante del gobierno perfecto. En segundo lugar, viene la oligarquía, que tanto dista de la aristocracia; y por último, la demagogia, que es el más soportable de los malos gobiernos. Un escritor ha tratado de esto antes que nosotros; pero su punto de vista difería del nuestro, puesto que, admitiendo que todos estos gobiernos eran regulares y que lo mismo la oligarquía que los demás podían ser buenos, ha declarado que la demagogia era el menos bueno de los buenos gobiernos y el mejor de los malos. Nosotros, por el contrario, consideramos radicalmente malas estas tres especies de gobierno, y nos guardamos bien de afirmar que esta oligarquía es mejor que aquella otra, diciendo tan sólo que es menos mala. Mas prescindamos por el momento de esta divergencia de opinión.

Fijaremos, desde luego, lo mismo respecto de la democracia que de la oligarquía, el número de estos diversos géneros que atribuimos a ambas. Entre estas diferentes formas, ¿cuál es la más aplicable y la mejor, después del gobierno perfecto, si es que hay alguna constitución aristocrática distinta de aquélla y que tenga algún mérito? En seguida, ¿cuál es, entre todas las formas políticas, la que puede convenir a la generalidad de los Estados? Indagaremos después cuál de las constituciones inferiores es preferible para un pueblo dado, porque, evidentemente, según sean éstos, la democracia es mejor que la oligarquía y viceversa. Luego, una vez adoptada la oligarquía o la democracia, ¿cómo deben organizarse según el grado en que lo sean? Y, para terminar, después de haber pasado rápidamente revista a todas estas cuestiones hasta donde sea conveniente, procuraremos designar las causas más comunes de la caída y de la prosperidad de los Estados, sea en general con relación a todas las constituciones, sea en particular con relación a cada una de ellas.

Capítulo III

Relación de las constituciones con los elementos sociales

Lo que hace que sean múltiples las formas de las constituciones es, precisamente, la multiplicidad de los elementos que constituyen siempre al Estado. En primer lugar, todo Estado se compone de familias, como puede verse; y luego en esta multitud de hombres necesariamente los hay ricos, pobres y de mediana fortuna. Lo mismo entre los ricos que entre los pobres, hay unos que tienen armas y otros que no las tienen. En el pueblo encontramos labradores, mercaderes y artesanos, y hasta en las clases superiores hay muchos grados de riqueza y de propiedad, según que éstas son más o menos extensas. El sostenimiento de los caballos, por ejemplo, es un gasto que, en general, sólo los ricos pueden soportar. Así es que en los antiguos tiempos todos los Estados cuya fuerza militar estaba constituida por la caballería eran Estados oligárquicos. La caballería era entonces la única arma que se conocía para atacar a los pueblos vecinos, como lo atestigua la historia de Eretria Calcis, de Magnesia, situada a orillas del Meandro, y de muchas otras ciudades de Asia. A las distinciones que nacen de la fortuna es preciso unir las que proceden del nacimiento, de la virtud y de tantas otras circunstancias que hemos indicado al tratar de la aristocracia y al enumerar los elementos indispensables de todo Estado. Pues bien, estos elementos pueden tomar parte en el poder, sea en su totalidad, sea en mayor o menor número. De aquí se sigue evidentemente que las especies de constituciones deben ser por necesidad tan diversas como estos mismos elementos lo son entre sí, y según sus especies diferentes. La constitución no es otra cosa que la repartición regular del poder, que se divide siempre entre los asociados, sea en razón de su importancia particular, sea en virtud de cierto principio de igualdad común; es decir, que se puede dar una parte a los ricos y otra a los pobres, o dar a todos derechos comunes, de manera que las constituciones serán necesariamente tan numerosas como lo son las combinaciones posibles entre las partes del Estado, en razón de su superioridad respectiva y de sus diferencias.

Parece que podrían admitirse dos especies principales en estas partes, a la manera que se reconocen dos clases de vientos, los del norte y los del mediodía, de los cuales son los demás como derivaciones. En política tendremos la democracia y la oligarquía, porque se supone que la aristocracia no es más que una forma de la oligarquía con la cual se confunde, así como lo que se llama república no es más que una forma de la democracia a manera que el viento del oeste se deriva del viento norte, y el del este del viento del mediodía. Algunos autores han llevado la comparación más lejos. En la armonía, dicen, no se reconocen más que dos modos fundamentales, el dórico y el frigio; y, según este sistema, todas las demás combinaciones se refieren a uno o a otro de estos dos modos.

Dejaremos aparte esas divisiones arbitrarias de los gobiernos que comúnmente se adoptan prefiriendo la que nosotros hemos dado como más verdadera y exacta. Según nosotros, no hay más que dos constituciones, o, si se quiere, una sola bien combinada, de la cual todas las demás se derivan y son degeneraciones. Si en música todos los modos se derivan de un modo perfecto de armonía, aquí todas las constituciones se derivan de la constitución modelo; y son oligárquicas si el poder está concentrado y es más despótico; democráticas, si los resortes de aquél aparecen más quebrantados y son más suaves.

Es un error grave, aunque muy común, hacer descansar exclusivamente la democracia en la soberanía del número; porque en las mismas oligarquías, y puede decirse que en todas partes, la mayoría es siempre soberana. De otro lado, la oligarquía no consiste tampoco en la soberanía de la minoría. Supongamos un Estado compuesto de mil trescientos ciudadanos, y que mil de ellos, que son ricos, despojan de todo poder político a los otros trescientos, que aunque pobres, son tan libres como los otros e iguales en todo, excepto en la riqueza; dada esta hipótesis, ¿podrá decirse que tal Estado es democrático? Y en igual forma, si los pobres, estando en minoría, son superiores políticamente a los ricos, aunque estos últimos sean más numerosos, tampoco se podrá decir que ésta sea una oligarquía, si los otros ciudadanos, los ricos, están alejados del gobierno. Ciertamente, es más exacto decir que hay democracia allí donde la soberanía reside en todos los hombres libres, y oligarquía, donde pertenece exclusivamente a los ricos. Que los pobres estén en mayoría o que estén en minoría los ricos, son circunstancias secundarias; pero la mayoría es libre, y es la minoría la que es rica. Si el poder se repartiera según la estatura y la hermosura, como se dice que se hace en Etiopía, resultaría una oligarquía, porque la hermosura y la elevada estatura son condiciones muy poco comunes. No sería error menos grave el fundar únicamente los derechos políticos sobre bases tan deleznables. Como la democracia y la oligarquía encierran muchas clases de elementos, es preciso proceder con cautela en este punto. No hay democracia allí donde cierto número de hombres libres que están en minoría mandan sobre una multitud que no goza de libertad. Citaré a Apolonia, situada en el golfo jónico, y a Tera. En estas dos ciudades pertenecía el poder a algunos ciudadanos de nacimiento ilustre, que eran los fundadores de las colonias, con exclusión de la inmensa mayoría. Tampoco hay democracia cuando la soberanía reside en los ricos, ni aun suponiendo que al mismo tiempo estén en mayoría, como sucedió hace tiempo en Colofón, donde antes de la guerra de Lidia los más de los ciudadanos poseían fortunas considerables. No hay verdadera democracia sino allí donde los hombres libres, pero pobres, forman la mayoría y son soberanos. No hay oligarquía más que donde los ricos y los nobles, siendo pocos en número, ejercen la soberanía.

Estas consideraciones bastan para probar que las constituciones pueden ser numerosas y diversas, y por qué lo son. A esto debe añadirse que hay muchas especies en las constituciones de que hablamos aquí. ¿Cuáles son estas formas políticas? ¿Cómo nacen? Es lo que vamos a examinar, partiendo siempre de los principios que antes hemos expuesto.

Se nos concede que todo Estado se compone, no de una sola parte, sino de muchas; pues bien, cuando en historia natural se quieren conocer todas las especies del reino animal, se comienza por determinar los órganos indispensables de todo animal; por ejemplo, algunos de los sentidos que tienen, los órganos de la nutrición que reciben y digieren los alimentos, como la boca y el estómago, y, además, el aparato locomotor de cada especie. Suponiendo que no haya más órganos que éstos, pero que fuesen semejantes entre sí, esto es que, por ejemplo, la boca, el estómago, los sentidos y también el aparato de la locomoción no se pareciesen, el número de las combinaciones de los mismos que se dieran en la realidad daría lugar a otras tantas especies distintas de animales; porque es imposible que una misma especie tenga un mismo órgano, boca u oído, de muchas y diferentes clases. Todas las combinaciones posibles de estos órganos bastarán para constituir especies nuevas de animales, y estas especies serán, precisamente, tan múltiples cuanto puedan serlo las combinaciones de los órganos indispensables.

Esto se aplica exactamente a las formas políticas de que tratamos aquí; porque el Estado, como he dicho muchas veces, se compone, no de un solo elemento, sino de elementos muy numerosos.

De un lado, una clase numerosa, la de los labradores, prepara las subsistencias para la sociedad; de otro, los artesanos forman otra clase dedicada a todas las artes sin las cuales la ciudad no podría existir y que son, unas absolutamente necesarias, otras de adorno y de las que nos procuran ciertos goces. Una tercera clase es la de los comerciantes, en otros términos, la de los que venden y compran en los grandes mercados y establecimientos; una cuarta clase se compone de mercenarios, una quinta de guerreros, clase tan indispensable como las precedentes, si el Estado quiere defenderse de las invasiones y evitar el caer en la esclavitud; porque ¿es posible suponer que un Estado, verdaderamente digno de este nombre, pueda nunca ser considerado como esclavo por naturaleza? El Estado se basta necesariamente a sí mismo; el esclavo, no.

En la República de Platón se trata de esta cuestión de una manera ingeniosa, pero insuficiente. Sócrates da en ella por sentado que el Estado se compone de cuatro clases completamente indispensables: tejedores, labradores, zapateros y albañiles. Encontrando después esta asociación incompleta, añade el herrero, el pastor y, por último, el negociante y el mercader, y con esto cree que ha llenado todos los vacíos de su plan primitivo. Así que a sus ojos todo Estado se forma solamente para satisfacer las necesidades materiales, y no en primer término para un fin moral, el cual, según Platón, no es más indispensable que los zapateros y labradores. Sócrates ni aun quiere la clase de guerreros, sino para el momento en que el Estado, una vez aumentado su territorio, se encuentre en contacto y en guerra con los pueblos vecinos. Pero entre estas cuatro clases o más de asociados que enumera Platón, es absolutamente preciso que haya un individuo que administre justicia y regule los derechos de cada uno; y si se admite que en el ser animado el alma es la parte esencial con preferencia al cuerpo, ¿no deberá reconocerse también que sobre estos elementos necesarios para la satisfacción de las necesidades inevitables de la existencia se encuentra también en el Estado la clase de guerreros y la de los árbitros de la justicia social? ¿Y no debe añadirse a estas dos la clase que decide los intereses generales del Estado, atribución especial de la inteligencia política? Que todas estas funciones estén aisladas y repartidas entre ciertos individuos o que se ejerzan todas por las mismas manos, poco importa a nuestro razonamiento, porque muchas veces la función del guerrero y la del labrador se encuentran reunidas; pero si es preciso admitir como elementos del Estado a los unos y a los otros, no es, en verdad, el elemento guerrero el menos necesario. A éstas añado yo una séptima clase, que contribuye con su fortuna a los servicios públicos, que es la de los ricos; después, una octava, la de los administradores de Estado, de aquellos que se consagran al desempeño de las magistraturas, puesto que el Estado no puede existir sin magistrados, y, por consiguiente, necesita de ciudadanos que sean capaces de mandar a los demás y que se consagren a este servicio público, sea por toda la vida, sea temporal y alternativamente. Queda, en fin, esta porción del Estado, de que acabamos de hablar, que decide los negocios generales y juzga en las contiendas particulares.

Si es, por tanto, una necesidad para el Estado la equitativa y justa organización de todos estos elementos, lo será igualmente que haya entre todos los hombres llamados al poder cierto número de ellos que estén dotados de virtud.

Se supone, generalmente, que muchas funciones pueden sin inconveniente acumularse y que un mismo individuo puede ser a la vez guerrero, labrador, artesano, juez y senador. Además, todos los hombres reivindican su parte de mérito y se creen capaces de desempeñar casi todos los empleos; pero las únicas cosas que no se pueden acumular son la pobreza y la riqueza, y por esto los ricos y los pobres son las dos porciones más distintas del Estado. Por otra parte, como ordinariamente los pobres están en mayoría y los ricos en minoría, se les considera como dos elementos políticos completamente opuestos. Consecuencia de esto es que el predominio de los unos o de los otros constituye la diferencia entre las constituciones, que por tanto quedan, al parecer, reducidas solamente a dos: la democracia y la oligarquía.

Hemos, pues, demostrado que existen muchas especies de constituciones, y hemos expresado la causa; y ahora vamos a probar que hay también muchas especies de democracias y de oligarquías.

Capítulo IV

Especies diversas de democracia

Esta multiplicidad de especies en la democracia y en la oligarquía es una consecuencia evidente de los razonamientos que preceden, puesto que hemos reconocido que en la clase inferior hay muchos grados y que la que se llama clase distinguida no los tiene menos. En la clase inferior pueden reconocerse los labradores, los artesanos, los comerciantes, ya vendan o compren, y las gentes de mar, ya sean militares, navegantes costaneros o pescadores. Muchas veces, cada una de estas profesiones diversas comprende una infinidad de individuos. Bizancio y Tarento están pobladas de pescadores; Atenas, de marineros; Egina y Quíos, de negociantes; Ténedos, de comerciantes de cabotaje. También pueden comprenderse en la clase inferior los obreros, las personas que no tienen bastante fortuna para vivir sin trabajar, los que son ciudadanos y libres sólo por el lado del padre o de la madre, y, en fin, todos aquellos cuyos medios de existencia se aproximan a los de los que acabamos de enumerar. En la clase elevada, las distinciones se fundan en la fortuna, la nobleza, el mérito, la instrucción, y en otras circunstancias análogas.

La igualdad es la que caracteriza la primera especie de democracia y la igualdad fundada por la ley en esta democracia significa que los pobres no tendrán derechos más extensos que los ricos, y que ni unos ni otros serán exclusivamente soberanos, sino que lo serán todos en igual proporción. Por tanto, si la libertad y la igualdad son, como se asegura, las dos bases fundamentales de la democracia, cuanto más completa sea esta igualdad en los derechos políticos, tanto más se mantendrá la democracia en toda su pureza; porque siendo el pueblo en este caso el más numeroso, y dependiendo la ley del dictamen de la mayoría, esta constitución es necesariamente una democracia. Esta es la primera especie de democracia.

Después de ella viene otra, en la que las funciones públicas se obtienen con arreglo a una renta, que de ordinario es muy moderada. Los empleos en esta democracia deben ser accesibles a todos los que tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los demás. En una tercera especie de democracia, todos los ciudadanos cuyo derecho no se pone en duda obtienen las magistraturas, pero la ley reina soberanamente. En otra, basta para ser magistrado ser ciudadano con cualquier título, dejándose aún la soberanía a la ley. Una quinta especie tiene las mismas condiciones, pero traspasa la soberanía a la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia de los demagogos.

En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es un verdadero monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no individualmente, sino en cuerpo. Homero ha censurado la multiplicidad de jefes, pero no puede decirse si quiso hablar, como hacemos aquí, de un poder ejercido en masa o de un poder repartido entre muchos jefes, ejercido por cada uno en particular. Tan pronto como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el yugo de la ley y se hace déspota, y desde entonces los aduladores del pueblo tienen un gran partido. Esta democracia es en su género lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos casos encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias. Además, el demagogo y el adulador tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado; el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrupto. Los demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle. Por otra parte, todos los que creen tener motivo para quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo del pueblo; éste acoge de buen grado la reclamación, y todos los poderes legales quedan destruidos. Con razón puede decirse que esto constituye una deplorable demagogia, y que no es realmente una constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la soberanía de las leyes. Es preciso que la ley decida los negocios generales, como el magistrado decide los negocios particulares en la forma prescrita por la constitución. Si la democracia es una de las dos especies principales de gobierno, el Estado donde todo se resuelve de plano mediante decretos populares no es, a decir verdad, una democracia, puesto que tales decretos no pueden nunca dictar resoluciones de carácter general legislativo.

He aquí lo que teníamos que decir sobre las formas diversas de la democracia.

Especies diversas de oligarquía

El carácter distintivo de la primera especie de oligarquía es la fijación de un censo bastante alto, para que los pobres, aunque estén en mayoría, no puedan aspirar al poder, abierto sólo a los que poseen la renta fijada por la ley. En una segunda especie, el censo exigido para tomar parte en el gobierno es de consideración, y el cuerpo de magistrados tiene el derecho de elegir sus propios miembros. Sin embargo, es preciso decir que si la elección ha de recaer entre todos los incluidos en el censo, la institución parece más bien aristocrática; y sólo es oligárquica cuando el círculo de la elección es limitado. Una tercera especie de oligarquía se funda en la sucesión, a manera de herencia, en los empleos que pasan de padre a hijo. En otra, la cuarta, se une a este principio hereditario el de la soberanía de los magistrados, la cual sustituye al reinado de la ley. Esta última forma corresponde perfectamente a la tiranía en los gobiernos monárquicos; y en las democracias, a la especie de que últimamente hemos hablado. Esta especie de oligarquía se llama dinastía o gobierno de la fuerza.

Tales son las formas diversas de oligarquía y de democracia. Es preciso, sin embargo, añadir aquí una observación importante, y es que muchas veces, aunque la constitución no sea democrática, el gobierno, efecto de la tendencia de las costumbres y de los espíritus, es popular; y recíprocamente en otros casos, aunque la constitución legal sea más bien democrática, la tendencia de las costumbres y de los espíritus es oligárquica. Pero esta discordancia es casi siempre el resultado de una revolución, y nace de que se evita hacer innovaciones bruscas; y prefiriendo contentarse con usurpaciones progresivas y de poca consideración, se dejan en pie las leyes anteriores; pero los jefes de la revolución no son por eso menos dueños del Estado.

Es una consecuencia evidente de los principios antes sentados que no hay otras especies de democracias y de oligarquías que las que hemos dicho. En efecto, necesariamente, los derechos políticos han de pertenecer a todas las partes del pueblo enumeradas más arriba, o sólo a algunas de ellas con exclusión de las demás. Cuando los agricultores y los hombres de mediana fortuna son soberanos en el Estado, éste debe ser regido por la ley, puesto que los ciudadanos ocupados en los trabajos a que deben su subsistencia no tienen el tiempo de sobra necesario para dedicarse a los negocios públicos; ellos se remiten para esto a la ley, y no se reúnen en la asamblea política sino en los casos absolutamente indispensables. Por lo demás, los derechos pertenecen, sin ninguna distinción, a todos los empadronados en el censo legal; porque si no se hiciera esta prerrogativa completamente general, se constituiría una oligarquía. Pero como la mayor parte de los ciudadanos no tiene una renta segura, les falta tiempo para ocuparse de los asuntos generales; y he aquí cómo se establece esta primera especie de democracia.

La especie que viene en segundo lugar en el orden que hemos trazado es aquella en la que todos los ciudadanos de cuyo origen no se duda tienen derechos políticos, aunque realmente sólo los gozan los que pueden vivir sin trabajar. En esta democracia, las leyes son todavía soberanas, porque los ciudadanos, en general, no son bastante ricos, ni tienen bastantes rentas propias.

En la tercera especie, basta ser libre para poseer derechos políticos. Pero aquí también la necesidad de trabajar impide a casi todos los ciudadanos el ejercerlos: y la soberanía de la ley no es menos indispensable que en las dos primeras especies.

La cuarta es la más moderna, cronológicamente hablando. Habiendo alcanzado más extensión los Estados, que la tenían escasa en un principio, y aumentado su bienestar con el crecimiento de las rentas públicas, la multitud adquirió, a causa de su importancia, todos los derechos políticos; y los ciudadanos pudieron entonces consagrarse en común a la dirección de los negocios generales, porque tenían tiempo de sobra, y se procuró a los menos acomodados, por medio de indemnizaciones, el tiempo necesario para consagrarse también a la cosa pública. Estos mismos ciudadanos pobres son los más desocupados, puesto que no tienen intereses particulares de que cuidar, circunstancia que con tanta frecuencia no permitía a los ricos concurrir a las asambleas del pueblo y a los tribunales de que son miembros, y así la multitud se hace soberana, ocupando el lugar de las leyes.

Tales son las causas necesarias que determinan el número y las diversidades de las democracias.

La primera especie de oligarquía es aquella en la que la mayoría de los ciudadanos posee riquezas inferiores a las de que acabamos de hablar, y que son de poca consideración. El poder se atribuye a todos aquellos que tienen la renta legal; y el ser tantos los ciudadanos que adquieren de esta manera los derechos políticos ha sido causa de que se haya atribuido la soberanía a la ley y no a los hombres. Estando muy distantes a causa de su número de la unidad monárquica, y siendo muy poco ricos para vivir en un ocio absoluto, y no bastante pobres para deber vivir a expensas del Estado, tienen necesidad de proclamar la ley soberana, en vez de hacerse ellos mismos soberanos. Si suponemos que los poseedores de renta son menos numerosos que en la primera hipótesis, y las fortunas más pingües, tendremos la segunda especie de oligarquía. La ambición entonces se aviva con el poder, y los ricos nombran ellos mismos entre los demás ciudadanos a los que habrán de desempeñar los empleos del gobierno. Poco poderosos aún para reinar sobre la ley, lo son bastante, sin embargo, para hacer dictar la que les concede estas inmensas prerrogativas. Concentrando en un número de manos todavía menor las fortunas que han llegado ya a ser demasiado grandes, se llega al tercer grado de la oligarquía, en el cual los miembros de la minoría desempeñan personalmente las funciones, pero conforme a la ley que las hace hereditarias. Suponiendo en los miembros de la oligarquía un nuevo aumento de riquezas y de partidarios, este gobierno hereditario se aproxima mucho a la monarquía. Los hombres, no la ley, reinan en él. Esta cuarta forma de oligarquía corresponde a la última forma de democracia.

Al lado de la democracia y de la oligarquía existen otras dos formas políticas, una de las cuales, según reconocen todos los autores y nosotros también, forma parte de las cuatro principales constituciones, si se admite, siguiendo la opinión común, que estas constituciones son la monarquía, la oligarquía, la democracia y la llamada aristocracia. Una quinta forma política es aquella que recibe el nombre genérico de todas las demás, y que se llama comúnmente república; como es muy rara, pasa desapercibida a los ojos de los autores que pretenden enumerar las especies diversas de gobierno y que sólo reconocen las cuatro que acabamos de indicar, como ha hecho Platón en sus dos repúblicas.

Con razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que hemos tratado precedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia sólo se aplica verdaderamente con toda exactitud al Estado compuesto de ciudadanos que son virtuosos en toda la extensión de la palabra, y que no se limitan a tener sólo alguna virtud particular. Este Estado es el único en que el hombre de bien y el buen ciudadano se confunden en una identidad absoluta. En todos los demás sólo se tiene la virtud que está en relación con la constitución particular bajo que se vive. También hay otras combinaciones políticas que, diferenciándose de la oligarquía y de lo que se llama república, reciben el nombre de aristocracias; estos son los sistemas en que los magistrados son escogidos tomando en cuenta el mérito, por lo menos tanto como la riqueza. Este gobierno entonces se aleja de la oligarquía y de la república, y toma el nombre de aristocracia; y es que, en efecto, no hay necesidad de que la virtud sea el objeto especial del Estado mismo, para que encierre en su seno ciudadanos tan distinguidos por sus virtudes como pueden serlo los de la aristocracia. Así pues, cuando la riqueza, la virtud y la multitud tienen derechos políticos, la constitución puede ser todavía aristocrática, como en Cartago; y cuando la ley se limita, como en Esparta, a los dos últimos elementos, la virtud y la multitud, la constitución es una mezcla de democracia y de aristocracia. Y así, la aristocracia, además de su primera y más perfecta especie, tiene también las dos formas que acabamos de decir, y hasta una tercera que presentan todos los Estados que se inclinan más que la república propiamente dicha hacia el principio oligárquico.

Capítulo VI

Idea general de la república

No nos quedan ya más que dos gobiernos de que ocuparnos: del que se llama vulgarmente república y de la tiranía. Si coloco aquí la república, aunque no sea un gobierno degradado, como no lo son tampoco las aristocracias de que acabamos de hablar, lo hago porque, a decir verdad, todos los gobiernos sin excepción no son más que corrupciones de la constitución perfecta. Pero se clasifica ordinariamente la república entre estas aristocracias; ella da, como éstas, origen a otras formas menos puras aún, como dije al principio. La tiranía debe, necesariamente, ocupar el último puesto, porque no es un verdadero gobierno; lo es menos aún que cualquiera otra forma política; y nuestras indagaciones sólo tienen por fin el estudio de los gobiernos. Después de haber indicado los motivos de nuestra clasificación, pasemos al examen de la república. Ahora conoceremos mejor su verdadero carácter, después del examen que hemos hecho de la democracia y de la oligarquía; porque la república no es más que una combinación de estas dos formas.

Es costumbre dar el nombre de república a los gobiernos que se inclinan a la democracia, y el de aristocracia a los que se inclinan a la oligarquía; y esto consiste en que la ilustración y la nobleza son ordinariamente patrimonio de los ricos; los cuales, además, se ven colmados ampliamente con aquellos dones que muchas veces compran otros por medio del crimen, y que aseguran a sus poseedores un renombre de virtud y una alta consideración. Como el sistema aristocrático tiene por fin dar la supremacía política a estos ciudadanos eminentes, se ha pretendido deducir de aquí que las oligarquías se componen, en general, de hombres virtuosos y apreciables. Parece imposible que un gobierno dirigido por los mejores ciudadanos no sea excelente, no debiendo darse un mal gobierno sino en Estados regidos por hombres corruptos. Y, recíprocamente, parece imposible que donde la administración no es buena el Estado sea gobernado por los mejores ciudadanos. Pero es preciso observar que las buenas leyes no constituyen por sí solas un buen gobierno, y que lo que importa, sobre todo, es que estas leyes buenas sean observadas. No hay, pues, buen gobierno sino donde en primer lugar se obedece la ley, y después, la ley a que se obedece, está fundada en la razón; porque podría también prestarse obediencia a leyes irracionales. La excelencia de la ley puede, por lo demás, entenderse de dos maneras: la ley es la mejor posible, relativamente a las circunstancias; o la mejor posible de una manera general y en absoluto.

El principio esencial de la aristocracia consiste, al parecer, en atribuir el predominio político a la virtud; porque el carácter especial de la aristocracia es la virtud, como la riqueza es el de la oligarquía, y la libertad el de la democracia. Todas tres admiten, por otra parte, la supremacía de la mayoría, puesto que, en unas como en otras, la decisión acordada por el mayor número de miembros del cuerpo político tiene siempre fuerza de ley. Si los más de los gobiernos toman el nombre de república, es porque casi todos aspiran únicamente a combinar los derechos de los ricos y de los pobres, de la fortuna y de la libertad; pues la riqueza, al parecer, ocupa casi en todas partes el lugar del mérito y de la virtud.

Tres elementos se disputan en el Estado la igualdad: la libertad, la riqueza y el mérito. No hablo de otro que se llama nobleza, porque no es más que la consecuencia de otros dos, puesto que la nobleza es una antigüedad en riqueza y en talento. Pues bien, la combinación de los dos primeros elementos produce evidentemente la república, y la combinación de todos tres produce la aristocracia más bien que ninguna otra forma. Téngase en cuenta que yo siempre clasifico y pongo aparte la verdadera aristocracia de que he hablado al principio.

Hemos demostrado, pues, que al lado de la monarquía, de la democracia y de la oligarquía, existen otros sistemas políticos. Hemos explicado la naturaleza de estos sistemas, las distintas aristocracias y las diferencias que hay entre las repúblicas y las aristocracias; pudiendo verse claramente que todas estas formas están menos distantes las unas de las otras de lo que podría creerse.

Capítulo VII

Más sobre la república

En vista de estas primeras consideraciones, examinaremos ahora cómo la república propiamente dicha se establece al lado de la oligarquía y de la democracia, y cómo debe constituirse. Esta indagación tendrá, además, la ventaja de que mediante ella podremos fijar claramente los límites de la oligarquía y de la democracia; porque, tomando algunos principios de estas dos constituciones tan opuestas, hemos de formar la república como se forma un símbolo amistoso, uniendo las partes separadas.

Hay tres modos posibles de combinación y de mezcla. En primer lugar, puede reunirse la legislación de la oligarquía y la de la democracia relativa a una materia dada, por ejemplo, al poder judicial. Así en la oligarquía se condena al rico a una multa si no concurre al tribunal, y no se da nada al pobre cuando concurre; en las democracias, por el contrario, hay indemnización para los pobres y no hay multa para los ricos. La reunión de ambas es un término medio y común de estas instituciones diversas: multa para los ricos, indemnización para los pobres; y esta institución nueva es republicana, porque no es más que la mezcla de las otras dos. Este es el primer modo de combinación. El segundo consiste en tomar un término medio entre las disposiciones adoptadas por la oligarquía y las de la democracia. En un lado, por ejemplo, el derecho de entrar en la asamblea política se adquiere sin ninguna condición de riqueza, o, por lo menos, con arreglo a un censo moderado; en otro, por el contrario, se exige una renta extremadamente elevada; el término medio consiste en no adoptar ninguna de estas dos tasas y tomar el medio proporcional entre las dos.

En tercer lugar, se puede tomar, a la vez, de la ley oligárquica y de la democrática. Y así el uso de la suerte para la designación de los magistrados es una institución democrática. El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico; así como no exigir renta para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo es oligárquico. La aristocracia y la república aceptarán estas dos disposiciones, tomando de la oligarquía la elección y de la democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse la oligarquía y la democracia.

Mas para que el resultado de estas combinaciones sea una mezcla perfecta de oligarquía y de democracia, es preciso que al Estado, producto de la misma, se le pueda llamar indiferentemente oligárquico o democrático, porque esto es evidentemente lo que se entiende por una mezcla perfecta. Ahora bien, el término medio tiene esta cualidad, porque en él se encuentran los dos extremos. Se puede citar como ejemplo la constitución de Lacedemonia. Por una parte, muchos afirman que es una democracia, porque, efectivamente, se descubren en ella muchos elementos democráticos; por ejemplo, la educación común de los hijos, que es exactamente la misma para los de los ricos que para los de los pobres, educándose aquéllos precisamente como podrían serlo éstos; la igualdad, que continúa hasta en la edad siguiente y cuando son ya hombres, sin distinción alguna entre el rico y el pobre; después, la igualdad perfecta en las comidas en común; la identidad de trajes, que hace que el rico ande vestido como un pobre cualquiera; en fin, la intervención del pueblo en las dos grandes magistraturas, la de los senadores, que son por él elegidos, y la de los éforos, que salen de su seno. Por otra parte, se sostiene que la constitución de Esparta es una oligarquía, porque realmente encierra muchos elementos oligárquicos; así los cargos públicos son todos electivos y no se confiere ni uno sólo a la suerte; y algunos magistrados, pocos en número, acuerdan soberanamente el destierro o la muerte, aparte de otras instituciones no menos oligárquicas.

Una república en la que se combinan perfectamente la oligarquía y la democracia debe parecer, a la vez, una y otra cosa, sin ser precisamente ninguna de las dos. Debe poder sostenerse por sus propios principios, y no mediante auxilios extraños; y cuando digo que ha de sostenerse por sí misma, no entiendo que deba hacerlo rechazando de su seno la mayor parte de los que quieren participar del poder, cosa que puede alcanzar lo mismo un gobierno bueno que uno malo, sino consiguiendo el acuerdo unánime de todos los ciudadanos, ninguno de los cuales querrá mudar de gobierno.

No hay para qué llevar más adelante estas observaciones sobre los medios de constituir la república y todas las demás formas políticas llamadas aristocráticas.

Capítulo VIII

Breves consideraciones sobre la tiranía

Nos falta hablar de la tiranía, de que debemos ocuparnos, no porque merezca que nos detengamos en ella mucho tiempo, sino tan sólo para completar nuestras indagaciones, en las cuales debe ser comprendida, puesto que la hemos incluido entre las formas posibles de gobierno. Hemos tratado antes del reinado, fijándonos sobre todo en el reinado propiamente dicho, es decir, en el reinado absoluto; y hemos hecho ver sus ventajas y sus peligros, su naturaleza, su origen y sus aplicaciones diversas. En el curso de estas consideraciones sobre el reinado hemos indicado dos formas de tiranía, porque estas dos formas se aproximan bastante al reinado, y tienen, como ésta, en la ley su fundamento. Hemos dicho que algunas naciones bárbaras escogen jefes absolutos, y que en tiempos muy remotos los griegos se sometieron a monarcas de este género, llamados esimenetas. Entre estos poderes había, por otra parte, algunas diferencias: eran reales, en cuanto debían a la ley y a la voluntad de los súbditos su existencia; pero eran tiránicos en cuanto su ejercicio era despótico y completamente arbitrario. Queda una tercera especie de tiranía, que, al parecer, merece más particularmente este nombre, y que corresponde al reinado absoluto. Esta tiranía no es otra que la monarquía absoluta, la cual, sin responsabilidad alguna y sólo en interés del señor, gobierna a súbditos que valen tanto o más que él sin consultar para nada los intereses particulares de los mismos. Este es un gobierno de violencia, porque no hay corazón libre que sufra con paciencia una autoridad semejante. Creemos haber dicho bastante sobre la tiranía, el número de sus formas y las causas que las producen.

Capítulo IX

Continuación de la teoría de la repúblicapropiamente dicha

¿Cuál es la mejor constitución? ¿Cuál es la mejor organización para la vida de los Estados en general y de la mayoría de los hombres, dejando a un lado aquella virtud que es superior a las fuerzas ordinarias de la humanidad, y aquella instrucción que exige disposiciones naturales y circunstancias muy felices, y sin pensar tampoco en una constitución ideal, sino limitándonos, respecto de los individuos, a la vida que los más de ellos pueden hacer, y respecto de los Estados, a aquel género de constitución que casi todos ellos pueden darse? Las aristocracias vulgares, de que deseamos hablar aquí, o están fuera de las condiciones de la mayor parte de los Estados existentes, o se aproximan a eso que se llama república. Examinaremos, pues, estas aristocracias y la república como si formasen un solo y mismo género; los elementos del juicio que hemos de formar sobre ambas son perfectamente idénticos.

Si hemos tenido razón para decir en la Moral que la felicidad consiste en el ejercicio fácil y permanente de la virtud, y que la virtud no es más que un medio entre dos extremos, se sigue de aquí, necesariamente, que la vida más sabia es la que se mantiene en este justo medio, contentándose siempre con esta posición intermedia que cada cual puede conseguir.

Conforme a los mismos principios, se podrá juzgar evidentemente la excelencia o los vicios del Estado o de la constitución, porque la constitución es la vida misma del Estado. Todo Estado encierra tres clases distintas: los ciudadanos muy ricos, los ciudadanos muy pobres y los ciudadanos acomodados, cuya posición ocupa un término medio entre aquellos dos extremos. Puesto que se admite que la moderación y el medio es en todas las cosas lo mejor, se sigue evidentemente que en materia de fortuna una propiedad mediana será también la más conveniente de todas. Ésta, en efecto, sabe mejor que ninguna otra someterse a los preceptos de la razón, a los cuales se da oídos con gran dificultad cuando se goza de alguna ventaja extraordinaria en belleza, en fuerza, en nacimiento o en riqueza; o cuando es uno extremadamente débil, oscuro o pobre. En el primer caso, el orgullo que da una posición tan brillante arrastra a los hombres a cometer los mayores atentados; en el segundo, la perversidad se inclina del lado de los delitos particulares; los crímenes no se cometen jamás sino por orgullo o por perversidad. Las dos clases extremas, negligentes en el cumplimiento de sus deberes políticos en el seno de la sociedad o en el senado, son igualmente peligrosas para la ciudad.

También es preciso decir que el hombre que tiene la excesiva superioridad que proporcionan el influjo de la riqueza, lo numeroso de los partidarios o cualquiera otra circunstancia, ni quiere ni sabe obedecer. Desde niño contrae estos hábitos de indisciplina en la casa paterna; el lujo en medio del cual ha vivido constantemente no le permite obedecer ni aun en la escuela. Por otra parte, una extrema indigencia no degrada menos. Y así, la pobreza impide saber mandar y sólo enseña a obedecer a modo de esclavo; la extrema opulencia impide al hombre someterse a una autoridad cualquiera, y sólo le enseña a mandar con todo el despotismo de un señor. Entonces es cuando no se ven en el Estado otra cosa que señores y esclavos, ningún hombre libre. De un lado, celos y envidia; de otro, vanidad y altanería; cosas todas tan distantes de esta benevolencia recíproca y de esta fraternidad social que es consecuencia de la benevolencia.

¡Y quién gustaría de caminar con un enemigo al lado ni por un instante! Lo que principalmente necesita la ciudad son seres iguales y semejantes, cualidades que se encuentran, ante todo, en las situaciones medias; y el Estado está necesariamente mejor gobernado cuando se compone de estos elementos, que, según nosotros, forman su base natural. Estas posiciones medias son también las más seguras para los individuos: no codician, como los pobres, la fortuna de otro, y su fortuna no es envidiada por nadie, como la de los ricos lo es ordinariamente por la indigencia. De esta manera se vive lejos de todo peligro y en una seguridad completa, sin fraguar ni temer conspiraciones. Y así, Focílides decía muy sabiamente:

«Un puesto modesto es el objeto de mis aspiraciones.»


Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando la forman ciudadanos de regular fortuna. Los Estados bien administrados son aquellos en que la clase media es más numerosa y más poderosa que las otras dos reunidas o, por lo menos, que cada una de ellas separadamente. Inclinándose de uno a otro lado, restablece el equilibrio e impide que se forme ninguna preponderancia excesiva. Es, por tanto, una gran ventaja que los ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para atender a todas sus necesidades. Dondequiera que se encuentren grandes fortunas al lado de la extrema indigencia, estos dos excesos Jan lugar a la demagogia absoluta, a la oligarquía pura o a la tiranía; pues la tiranía nace del seno de una demagogia desenfrenada o de una oligarquía extrema con más frecuencia que del seno de las clases medias y de las clases inmediatas a éstas. Más tarde diremos el porqué, cuando hablemos de las revoluciones.

Otra ventaja no menos evidente de la propiedad mediana es que sus poseedores son los únicos que no se insurreccionan nunca. Donde las fortunas regulares son numerosas, hay muchos menos disturbios y disensiones revolucionarias. Las grandes ciudades deben su tranquilidad a la existencia de las fortunas medias, que son en ellas tan numerosas. En las pequeñas, por el contrario, la masa entera se divide muy fácilmente en dos campos sin otro alguno intermedio, porque todos, puede decirse, son pobres o ricos. Por esto también la propiedad mediana hace que las democracias sean más tranquilas y más durables que las oligarquías, en las que aquélla está menos extendida y tiene menos poder político, porque aumentando el número de pobres, sin que el de las fortunas medias se aumente proporcionalmente, el Estado se corrompe y llega rápidamente a su ruina.

Debe añadirse también, como una especie de comprobación de estos principios, que los buenos legisladores han salido de la clase media. Solón se encontraba en este caso, como lo atestiguan sus versos; Licurgo pertenecían a esta clase, puesto que no era rey; con Carondas y con otros muchos sucede lo mismo.

Esto debe, igualmente, hacernos comprender la razón de que la mayor parte de los gobiernos son o demagógicos u oligárquicos, y es porque, siendo en ellos las más de las veces rara la propiedad mediana, todos los que dominan, sean los ricos o los pobres, estando igualmente distantes del término medio, se apoderan del mando para sí solos y constituyen la oligarquía o la demagogia. Además, siendo frecuentes entre los pobres y los ricos las sediciones y las luchas, nunca descansa el poder, cualquiera que sea el partido que triunfe de sus enemigos, sobre la igualdad y sobre los derechos comunes. Como el poder es el premio del combate, el vencedor que se apodera de él crea necesariamente uno de los dos gobiernos extremos, la democracia o la oligarquía. Así, los mismos pueblos que han tenido alternativamente la suprema dirección de los negocios de la Grecia sólo han consultado a su propia constitución para hacer predominar en los Estados a ellos sometidos, ya la oligarquía, ya la democracia, celosos siempre de sus intereses particulares y nada de los intereses de sus tributarios. Tampoco se ha visto nunca entre estos dos extremos una verdadera república, o, por lo menos, se ha visto raras veces y siempre por muy poco tiempo. Sólo ha habido un hombre entre los que en otro tiempo alcanzaron el poder, que haya establecido una constitución de este género. Desde muy atrás los hombres políticos han renunciado a buscar la igualdad en los Estados; o tratan de apoderarse del poder, o se resignan a la obediencia cuando no son los más fuertes.

Estas consideraciones bastan para mostrar cuál es el mejor gobierno y lo que constituye su excelencia.

En cuanto a las demás constituciones, que son las diversas formas de las democracias y de las oligarquías admitidas por nosotros, es fácil ver en qué orden deben ser clasificadas, una primero, otra después, y así sucesivamente, según que son mejores o menos buenas y en comparación con el tipo perfecto que hemos expuesto. Necesariamente, serán tanto mejores cuanto más se aproximan al término medio, y tanto peores, cuanto más se alejen de él. Exceptúo siempre los casos especiales; quiero decir, aquellos en que tal constitución, aunque preferible en sí, sin embargo, es menos buena que otra para un pueblo dado.

Principios generales aplicables a estas diversas especies de gobierno

Pasemos a tratar una cuestión que tiene íntima conexión con las anteriores, y que se refiere a la especie y naturaleza de los gobiernos en relación a los pueblos que hayan de gobernarse. Hay un primer principio general que se aplica a todos los gobiernos: la porción de la ciudad que quiere el mantenimiento de las instituciones debe ser siempre más fuerte que la que quiere el trastorno de las mismas. En todo Estado es preciso distinguir dos cosas: la cantidad y la calidad de los ciudadanos. Por calidad entiendo la libertad, la riqueza, las luces, el nacimiento; por cantidad entiendo la preponderancia numérica. La calidad puede estar en una parte de los elementos políticos, y la cantidad encontrarse en otra; y así las gentes de nacimiento oscuro pueden ser más numerosas que las de nacimiento ilustre; los pobres más numerosos que los ricos, sin que la superioridad del número pueda compensar la diferencia en calidad. Conviene mucho tener en cuenta todas estas relaciones proporcionadas. En dondequiera que, aun teniendo en cuenta esta relación, la multitud de los pobres tiene la superioridad, la democracia se establece naturalmente con todas sus combinaciones diversas, según la importancia relativa de cada parte del pueblo. Por ejemplo, si los labradores son los más numerosos, tendremos la primera de las democracias, si lo son los artesanos y los mercaderes, tendremos la última; las demás especies se clasifican igualmente entre estos dos extremos. Dondequiera que la clase rica y distinguida supera en calidad más que en número, la oligarquía se constituye de la misma manera con todos sus matices según la tendencia particular de la masa oligárquica que predomina. Pero el legislador no debe tener en cuenta más que la propiedad mediana. Si hace leyes oligárquicas, esta propiedad es la que ha de tener presente, si hace leyes democráticas, también en ellas debe tener cabida esta propiedad. Una constitución no se consolida sino donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases extremas, o, por lo menos, que cada una de ellas. Los ricos nunca urdirán tramas temibles de concierto con los pobres; porque ricos y pobres temen igualmente el yugo a que se someterían mutuamente. Si quieren que haya un poder que represente el interés general, sólo podrán encontrarlo en la clase media. La desconfianza recíproca que se tienen mutuamente les impedirá siempre aceptar un poder alternativo; sólo se tiene confianza en un árbitro; y el árbitro en este caso es la clase media. Cuanto más perfecta sea la combinación política según la que se constituya el Estado, tanto más serán las probabilidades de permanencia que ofrezca la constitución. Casi todos los legisladores, hasta los que han querido fundar gobiernos aristocráticos, han cometido dos errores casi iguales: primero, al conceder demasiado a los ricos, y después al engañar a las clases inferiores. Con el tiempo, resulta necesariamente de un bien falso un mal verdadero; porque la ambición de los ricos ha arruinado más Estados que la ambición de los pobres. Los especiosos artificios con que se pretende engañar al pueblo en política hacen referencia a cinco cosas: a la asamblea general, a las magistraturas, a los tribunales, a la posición de las armas y a los ejercicios de gimnasia. Respecto a la asamblea general, se da a todos los ciudadanos el derecho de asistir a ella; pero se tiene cuidado de imponer una multa a los ricos, si no concurren, o por lo menos es mucho más fuerte la que se exige a ellos que la que pagan los pobres; respecto a las magistraturas, se prohíbe a los ricos, que tienen la renta legal, la facultad de no aceptarlas, y se deja libre esta facultad a los pobres; respecto a los tribunales, se impone una multa a los ricos que se abstienen de juzgar y se concede la impunidad a los pobres, o si no la multa es enorme para aquéllos y casi nula para éstos, como sucede en las leyes de Carondas. A veces basta estar inscrito en los registros civiles para tener entrada en la asamblea general y en el tribunal; pero, una vez inscrito, si uno falta a estos dos deberes, está expuesto a que le impongan una multa terrible, que tiene por objeto hacer que los ciudadanos se abstengan de inscribirse; no estando inscrito, no se forma parte entonces ni de la asamblea ni del tribunal. El mismo sistema de leyes rige respecto del uso de armas y de los ejercicios gimnásticos; se permite a los pobres estar sin armas; se castiga con multa a los ricos que no las tienen; y en cuanto a los gimnasios, nada de multa a los pobres, y multa a los ricos que no asisten a ellos; éstos concurren por temor a la multa; aquéllos jamás se presentan, porque no tienen este temor. Tales son los ardides puestos en práctica por las leyes en las condiciones oligárquicas.

En las democracias el sistema de intriga y artificio es todo lo contrario; indemnización para los pobres que asisten al tribunal y a la asamblea general; impunidad para los ricos que no concurren.

Para que la combinación política sea equitativa, es preciso tomar algo de estos dos sistemas: salario para los pobres y multa para los ricos. Entonces todos sin excepción toman parte en los negocios del Estado; de otra manera, el gobierno sólo pertenecerá a los unos con exclusión de los otros. El cuerpo político sólo debe componerse de ciudadanos armados. En cuanto al censo, no es posible fijar la cantidad de una manera absoluta e invariable; pero debe dársele la base más ancha posible, para que el número de los que tengan parte en el gobierno sobrepuje al de los que queden excluidos de él. Los pobres, aun cuando se les excluya de las funciones públicas, no reclaman y permanecen tranquilos con tal que no se les ultraje ni se les despoje de lo poco que poseen. Esta equidad para los pobres no es, por lo demás, cosa tan fácil; porque los jefes de gobierno no siempre son los más considerados de los hombres. En tiempo de guerra, los pobres permanecerán en la inacción a consecuencia de su indigencia, a no ser que el Estado los alimente; pero si lo hace, marcharán con gusto al combate.

En algunos Estados, para disfrutar los derechos de ciudadanía, basta no sólo llevar las armas, sino también el haberlas llevado. En Malia, el cuerpo político se compone de todos los guerreros; y sólo se eligen los magistrados de entre los que pertenecen al ejército. Las primeras repúblicas que sucedieron en Grecia a los reinados se formaron sólo de los guerreros que llevaban las armas. En su origen, todos los miembros del gobierno eran caballeros; porque la caballería constituía entonces toda la fuerza de los ejércitos y aseguraba la vitoria en los combates. Verdaderamente, la infantería, cuando carece de disciplina, presta escaso auxilio. En aquellos tiempos remotos no se conocía aún por experiencia todo el poder de la táctica respecto de la infantería, y todas las esperanzas se cifraban en la caballería. Pero, a medida que los Estados se extendieron y que la infantería tuvo más importancia, el número de los hombres que gozaban de los derechos políticos se aumentó en igual proporción. Nuestros mayores llamaban democracia a lo que hoy llamamos nosotros república. Estos antiguos gobiernos, a decir verdad, eran oligarquías o reinados; entonces escaseaban demasiado en ellos los hombres para que la clase media pudiese ser numerosa. Como eran poco numerosos y estaban sometidos además a un orden severo, sabían soportar mejor el yugo de la obediencia.

En resumen, hemos visto por qué las constituciones son tan múltiples; por qué existen otras distintas que las que hemos nombrado, puesto que lo mismo la democracia que las otras especies de gobierno pueden ofrecer diversos matices; en seguida hemos estudiado las diferencias que hay entre estas constituciones y las causas que las han producido; y, en fin, hemos visto cuál era, en general, la forma política más perfecta y cuál era la mejor relativamente a los pueblos de cuya constitución se trate.

Capítulo XI

Teoría de los tres poderes en cada especie de gobierno: poder legislativo

Volvamos ahora al estudio de todos estos gobiernos en globo y uno por uno, remontándonos a los principios mismos en que descansan todos.

En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el legislador, si es entendido, ocuparse ante todo, arreglándolos debidamente. Una vez bien organizadas estas tres partes, el Estado todo resultará bien organizado; y los Estados no pueden realmente diferenciarse sino en razón de la organización diferente de estos tres elementos. El primero de estos tres elementos es la asamblea general, que delibera sobre los negocios públicos; el segundo, el cuerpo de magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de nombramiento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo judicial.

La asamblea general decide soberanamente en cuanto a la paz y a la guerra, y a la celebración y ruptura de tratados; hace las leyes, impone la pena de muerte, la de destierro y la confiscación, y toma cuentas a los magistrados. Aquí es preciso seguir necesariamente uno de estos dos caminos: o dejar las decisiones todas a todo el cuerpo político, o encomendarlas todas a una minoría, por ejemplo, a una o más magistraturas especiales; o distribuirlas, atribuyendo unas a todos los ciudadanos y otras a algunos solamente.

El encomendarlas a la generalidad es propio del principio democrático, porque la democracia busca sobre todo este género de igualdad. Pero hay muchas maneras de admitir la universalidad de los ciudadanos al goce de los derechos que se refieren a la asamblea pública. Pueden, en primer lugar, deliberar por secciones, como en la república de Telecles de Mileto, y no en masa. Muchas veces todos los magistrados se reúnen para deliberar; pero como son temporales sus cargos, todos los ciudadanos llegan a serlo cuando les llega su turno, hasta que todas las tribus y las fracciones más pequeñas de la ciudad los han desempeñado sucesivamente. El cuerpo todo de los ciudadanos se reúne entonces sólo para sancionar las leyes, arreglar los negocios relativos al gobierno mismo y oír la promulgación de los decretos de los magistrados. En segundo lugar, aun admitiendo la reunión en masa, se la puede convocar sólo cuando se trata de alguno de estos asuntos: de la elección de magistrados, de la sanción legislativa, de la paz o de la guerra, y de las cuentas públicas. Se deja entonces el resto de los negocios a las magistraturas especiales, cuyos miembros son, por otra parte, elegidos o designados por la suerte de entre la masa de los ciudadanos. Se puede, también, reservando a la asamblea general la elección de los magistrados ordinarios, las cuentas públicas, la paz y las alianzas, dejar los demás negocios, para cuya resolución son indispensables luces y experiencia, a magistrados especialmente escogidos para conocer de ellos. Resta, por último, un cuarto modo, según el cual la asamblea general tiene todas las atribuciones sin excepción, y los magistrados, no pudiendo decidir nada soberanamente, sólo tienen la iniciativa de las leyes. Este es el último grado de la demagogia, tal como existe en nuestros días, correspondiendo, como ya hemos dicho, a la oligarquía violenta y a la monarquía tiránica.

Estos cuatro modos posibles de asamblea general son todos democráticos.

En la oligarquía, la decisión de todos los negocios está confiada a una minoría, y este sistema admite igualmente muchos grados. Si el censo es muy moderado, y por lo mismo son muchos los ciudadanos que pueden inscribirse en él; si se respetan religiosamente las leyes sin violarlas jamás; y si todo individuo incluido en el censo tiene parte en el poder, la institución oligárquica en su principio, se convierte en republicana por la suavidad de sus formas. Si, por el contrario, no todos los ciudadanos pueden tomar parte en las deliberaciones, pero todos los magistrados son elegidos y observan las leyes, el gobierno es oligárquico como el primero. Pero si la minoría, dueña soberana de los negocios generales, se constituye por sí misma, haciéndose hereditaria y sobreponiéndose a las leyes, tendremos necesariamente el último grado de la oligarquía.

Cuando la decisión de ciertos asuntos, como la paz y la guerra, se pone en manos de algunos magistrados, quedando encomendado a la masa de los ciudadanos el derecho de intervenir en las cuentas generales del Estado, y estos magistrados tienen la decisión de los demás negocios, siendo, por otra parte, electivos o designados por la suerte, el gobierno es aristocrático o republicano. Si se acude a la elección para ciertos negocios y para otros a la suerte, ya entre todos, ya entre los candidatos incluidos en una lista, o si la elección y la suerte recaen sobre la universalidad de los ciudadanos, entonces el sistema es, en parte, republicano y aristocrático, y en parte, puramente republicano.

Tales son todas las modificaciones de que es susceptible la organización del cuerpo deliberante, y cada gobierno lo organiza según las relaciones que acabamos de indicar.

En la democracia, sobre todo en este género de democracia que se cree hoy más digno de este nombre que todos los demás, en otros términos, en la democracia en que la voluntad del pueblo está por encima de todo, hasta de las leyes, sería bueno, en interés de las deliberaciones, adoptar para los tribunales el sistema de las oligarquías. La oligarquía se sirve de la multa para obligar a concurrir al tribunal a aquellos cuya presencia estima necesaria. La democracia, que da una indemnización a los pobres que desempeñan funciones judiciales, debería seguir el mismo método respecto de las asambleas generales. Conviene a la deliberación que tomen parte en ella todos los ciudadanos en masa, para que se ilustre la multitud con las luces de los hombres distinguidos y éstos aprovechen lo que por instinto sabe la multitud. También podría tomarse un número igual de votantes por una y por otra parte, procediéndose después a su designación por elección o por suerte. En fin, en el caso en que el pueblo supere excesivamente en número a los hombres políticamente capaces, podría concederse la indemnización, no a todos, sino sólo a tantos pobres como sean los ricos, y eliminar a todos los demás.

En el sistema oligárquico es preciso, o escoger desde luego algunos individuos de entre la generalidad, o constituir una magistratura, que por cierto existe ya en algunos Estados, y cuyos miembros se llaman comisarios o guardadores de las leyes. La asamblea pública en este caso sólo se ocupa de los asuntos preparados por estos magistrados. Este es un medio de dar a las masas voz deliberativa en los negocios, sin que puedan atentar en lo más mínimo a la constitución. También es posible conceder al pueblo únicamente el derecho de sancionar las disposiciones que se le presenten, sin que pueda decidir nunca en sentido contrario. Por último, se puede conceder a las masas voz consultiva, dejando la decisión suprema a los magistrados.

En cuanto a las condenaciones, es preciso tomar un camino opuesto al adoptado al presente en las repúblicas. La decisión del pueblo debe ser soberana cuando absuelve y no cuando condena, debiendo recurrirse en este último caso a los magistrados. El sistema actual es detestable; la minoría puede soberanamente absolver; pero cuando condena, abdica de su soberanía y tiene siempre cuidado de someter el fallo al juicio del pueblo entero.

No diré más respecto del cuerpo deliberante, es decir, del verdadero soberano del Estado.

Capítulo XII

Del poder ejecutivo

A la cuestión de la organización de la asamblea general debe seguir la relativa a las magistraturas. Este segundo elemento de gobierno no presenta menos variedad que el primero desde el punto de vista del número de sus miembros, de su extensión y de su duración. Esta duración es tan pronto de seis meses o menos, como de un año o mayor. ¿Los poderes deben conferirse con carácter vitalicio, por largos plazos, o según otro sistema? ¿Es preciso que un mismo individuo pueda ser reelegido muchas veces, o podrá serlo sólo una vez, quedando para siempre incapacitado para optar a él? Y en cuanto a la composición de las magistraturas, ¿de qué miembros se han de componer?, ¿quién los nombrará?, ¿en qué forma se han de designar? Es preciso conocer todas las soluciones posibles de estas diversas cuestiones, y aplicarlas en seguida según el principio y la utilidad de los diferentes gobiernos. Por lo pronto, es difícil precisar lo que debe entenderse por magistraturas. La asociación política exige muchas clases de funcionarios, y sería un error considerar como verdaderos magistrados a todos aquellos que obtienen este o aquel poder, ya sea por elección, ya por la suerte. Los pontífices, por ejemplo, ¿no son una cosa distinta de los magistrados políticos? Los directores de orquestas, los heraldos, los embajadores, ¿no son también funcionarios electivos? Pero ciertos cargos son eminentemente políticos y obran en una esfera dada de hechos, o sobre el cuerpo entero de los ciudadanos, como, por ejemplo, el general que manda a todos los miembros del ejército, o sobre una porción solamente de la ciudad, como sucede con los inspectores de mujeres o de los niños. Otras funciones pertenecen, por decirlo así, a la economía pública; por ejemplo, la que desempeña el intendente de víveres, que es un funcionario también electivo. Otras, en fin, son serviles, y se confían a esclavos cuando el Estado es bastante rico para pagarles.

Por regla general, las funciones que dan derecho a deliberar, decidir y ordenar ciertas cosas, son las que constituyen las únicas y verdaderas magistraturas. Yo me fijo principalmente en la última condición, porque el derecho de ordenar es el carácter realmente distintivo de la autoridad. Esto, por otra parte, importa poco, por decirlo así, para la vida ordinaria; porque nunca se ha disputado sobre la denominación de los magistrados, quedando así reducida la cuestión a un punto de controversia puramente teórico.

¿Cuáles son las magistraturas esenciales a la existencia de la ciudad? ¿Cuál es su número? ¿Cuáles aquellas que, sin ser indispensables, contribuyen, sin embargo, a que tenga una buena organización el Estado? He aquí una serie de preguntas que pueden hacerse con motivo de cualquier Estado, por pequeño que se le suponga. En los grandes, cada magistratura puede y debe tener atribuciones que son propias y peculiares de ella. Lo numeroso de los ciudadanos permite multiplicar los funcionarios.

Entonces, ciertos empleos no son obtenidos por un mismo individuo sino mediando largos intervalos, y a veces sólo se alcanzan una vez. No puede negarse que un empleo está mejor desempeñado cuando la atención del magistrado se limita a un solo objeto, en vez de extenderse a una multitud de asuntos diversos. En los pequeños Estados, por el contrario, es preciso centralizar las diversas atribuciones en algunas manos; siendo los ciudadanos muy pocos, el cuerpo de los magistrados no puede ser numeroso. ¿Cómo sería posible encontrar sustitutos? Los pequeños Estados necesitan muchas veces las mismas magistraturas y las mismas leyes que los grandes; sólo que en los unos los cargos recaen frecuentemente en unas mismas manos, y en los otros esta necesidad sólo se reproduce de largo en largo tiempo. Pero no hay inconveniente en confiar a una misma persona muchas funciones a la vez, con tal que estas funciones no sean por su naturaleza contrarias. La escasez de ciudadanos obliga necesariamente a multiplicar las atribuciones conferidas a cada empleo, pudiendo entonces compararse los empleos públicos a esos instrumentos que prestan usos distintos y que sirven al mismo tiempo de lanza y de antorcha.

Podríamos determinar, ante todo, el número de los empleos indispensables en todo Estado y el de los que, sin ser absolutamente necesarios, son, sin embargo, convenientes. Partiendo de este dato será fácil descubrir cuáles son los que se pueden reunir sin peligro en una sola mano. También deberán distinguirse con cuidado aquellos de que puede encargarse un mismo magistrado según las localidades, y aquellos que en todas partes podrían reunirse sin inconvenientes. Y así, en cuanto a policía urbana, ¿debe establecerse un magistrado especial para la vigilancia del mercado público y otro magistrado para otro lugar, o basta un solo magistrado para toda la ciudad? La división de las atribuciones ¿debe hacerse teniendo en cuenta las cosas o las personas? Me explicaré: ¿es preciso que un funcionario, por ejemplo, se encargue de toda la policía urbana, y otros de la inspección de las mujeres y de los niños?

Examinando el punto con relación a la constitución, puede preguntarse si la clase de funciones es en cada sistema político diferente, o si es en todas partes idéntica. Así, ¿en la democracia, en la oligarquía, en la aristocracia, en la monarquía, las magistraturas elevadas son las mismas aunque no estén confiadas a individuos iguales y ni siquiera semejantes? ¿No varían según los diversos gobiernos? ¿En la aristocracia, por ejemplo, no están en manos de las personas ilustradas; en la oligarquía, en las de los hombres ricos; y en la democracia, en las de los hombres libres? ¿No deben algunas magistraturas organizarse sobre estas diversas bases? ¿No hay casos en que es bueno que sean las mismas, y casos en que es bueno que sean diferentes? ¿No conviene que, teniendo las mismas atribuciones, sea su poder unas veces restringido y otras muy amplio?

Es cierto que algunas magistraturas son exclusivamente peculiares de un sistema: tal es la de las comisiones preparatorias tan contrarias a la democracia que reclama un senado. Ni tampoco es menos cierto que se necesitan funcionarios análogos encargados de preparar las deliberaciones del pueblo, a fin de economizar tiempo. Pero si estos funcionarios son pocos, la institución es oligárquica; y como los comisarios no pueden ser nunca muchos, la institución pertenece esencialmente a la oligarquía. Pero dondequiera que existen simultáneamente una comisión y un senado, el poder de los comisarios está siempre por encima del de los senadores. El senado procede de un principio democrático; la comisión, de un principio oligárquico. El poder del senado queda también reducido a la nulidad en aquellas democracias en que el pueblo se reúne en masa para decidir por sí mismo todos los negocios. El pueblo toma ordinariamente este cuidado cuando es rico, o cuando con una indemnización se retribuye su presencia en la asamblea general; entonces, gracias al tiempo desocupado de que dispone, se reúne frecuentemente y juzga de todo por sí mismo. La pedonomía, la gineconomía y cualquiera otra magistratura especialmente encargada de vigilar la conducta de los jóvenes y de las mujeres son instituciones aristocráticas y no tienen nada de populares; pues ¿cómo se va a prohibir a las mujeres pobres salir de sus casas? Tampoco tiene nada de oligárquica; porque ¿cómo se puede impedir el lujo a las mujeres en la oligarquía?

Pongamos aquí fin a estas consideraciones, y veamos ahora de tratar de la institución de las magistraturas de una manera fundamental.

Las diferencias sólo pueden recaer sobre tres términos diversos, cuyas combinaciones deben dar todos los modos posibles de organización. Estos tres términos son: primero, los electores; segundo, los elegibles; por último, la manera de hacer los nombramientos. Estos términos pueden presentarse bajo tres aspectos diferentes. El derecho de nombrar a los magistrados puede pertenecer, o a la universalidad de los ciudadanos, o sólo a una clase especial. La elegibilidad puede ser el derecho de todos, o un privilegio unido a la riqueza, al nacimiento, al mérito o a cualquier otra condición; en Megara, por ejemplo, estaba reservado este derecho a los que habían conspirado y combatido para destruir la democracia. En fin, la forma del nombramiento puede variar desde la suerte hasta la elección. Además, pueden combinarse estos modos de dos en dos; con lo cual quiero decir que para sus magistraturas puede hacerse el nombramiento por una clase especial, al mismo tiempo que para otras por la universalidad de los ciudadanos; o bien que la elegibilidad será, respecto de unas un derecho general, al mismo tiempo que será, respecto de otras, un privilegio; o, en fin, que para éstas serán nombrados a la suerte los que las han de desempeñar, y para aquéllas, por elección. Cada una de estas tres combinaciones puede ofrecer cuatro modos: primero, todos los magistrados son tomados de la universalidad de los ciudadanos por medio de la elección; segundo, todos los magistrados son tomados de la universalidad de los ciudadanos por medio de la suerte; tercero y cuarto, aplicándose la elegibilidad a todos los ciudadanos a la vez, puede verificarse esto sucesivamente por tribus, por cantones, por fratrias, de manera que todas las clases vayan pasando por turno; quinto y sexto, o bien la elegibilidad puede aplicarse a todos los ciudadanos en masa, adoptando uno de estos modos para unas funciones y otro modo para otras. Por otra parte, siendo el derecho de nombrar privilegio de ciertos ciudadanos, los magistrados pueden tomarse, y es el séptimo modo, del cuerpo entero de ciudadanos por medio de la elección; octavo, del cuerpo entero de ciudadanos, por medio de la suerte; noveno, de entre cierta parte de ciudadanos, por medio de elección; décimo, de cierta porción de ciudadanos, por medio de la suerte; undécimo, se puede nombrar para ciertas funciones, según la primera forma; y duodécimo, para otras según la segunda, es decir, aplicar al cuerpo entero de los ciudadanos la elección para unas funciones, la suerte para otras. He aquí, pues, doce modos de instituir las magistraturas, sin contar las combinaciones compuestas.

De todos estos modos de organización sólo dos son democráticos: la elegibilidad para todas las magistraturas concedida a todos los ciudadanos, sea por suerte, sea por elección; o, simultáneamente, designando para una función por suerte y para otra por elección. Si son llamados a nombrar todos los ciudadanos, no en masa, sino sucesivamente, y el nombramiento ha de recaer ya en uno de la generalidad de los ciudadanos, ya en algunos privilegiados, por suerte o por elección, o por los dos medios al mismo tiempo; o también si para unas magistraturas se nombra de entre la masa de ciudadanos, y otras están reservadas a ciertas clases privilegiadas, con tal que esto se haga por los dos modos a la vez, es decir, unas por suerte y por elección otras, la institución en todos estos casos es republicana. Si el derecho de nombrar de entre todos los ciudadanos pertenece solamente a algunos, y las magistraturas se proveen unas por suerte, otras por elección, o de ambos modos a la par, en este caso la institución es oligárquica, siéndolo el segundo modo más que el primero. Si la elegibilidad pertenece a todos para ciertas funciones, y sólo a algunos para otras, sea por suerte, sea por elección, el sistema en este caso es republicano y aristocrático. Cuando la designación y la elegibilidad están reservadas a una minoría, es un sistema oligárquico, si no hay reciprocidad entre todos los ciudadanos, ya se emplee la suerte o los dos modos simultáneamente; pero si los privilegiados se nombran de entre la universalidad de ciudadanos, el sistema no es ya oligárquico. El derecho de elección concedido a todos y la elegibilidad sólo a algunos constituyen un sistema aristocrático.

Tal es el número de combinaciones posibles, según las especies diversas de constitución. Podrá verse fácilmente qué sistema conviene aplicar a los diferentes Estados, qué modo de instituciones debe adoptarse para las magistraturas y qué atribuciones se les debe asignar. Entiendo por atribuciones de una magistratura el que corra una, por ejemplo, con las rentas del Estado, y otra con su defensa. Las atribuciones pueden ser muy variadas, desde el mando de los ejércitos hasta la jurisdicción para entender en los contratos que se celebren en el mercado público.

Capítulo XIII

Del poder judicial

De los tres elementos políticos antes enumerados, sólo nos resta hablar de los tribunales. Seguiremos los mismos principios al hacer el estudio de sus diversas modificaciones.

Las diferencias entre los tribunales sólo pueden recaer sobre tres puntos: su personal, sus atribuciones, su modo de formación. En cuanto al personal, los jueces pueden tomarse de la universalidad o sólo de una parte de los ciudadanos; en cuanto a las atribuciones, los tribunales pueden ser de muchos géneros; y, en fin, respecto al modo de formación, pueden ser creados por elección o a la suerte.

Determinemos, ante todo, cuáles son las diversas especies de tribunales. Son ocho: primera, tribunal para entender en las cuentas y gastos públicos; segunda, tribunal para conocer de los daños causados al Estado; tercera, tribunal para juzgar en los atentados contra la constitución; cuarta, tribunal para entender en las demandas de indemnización, tanto de los particulares como de los magistrados; quinta, tribunal que ha de conocer en las causas civiles más importantes; sexta, tribunal para las causas de homicidio; séptima, tribunal para los extranjeros. El tribunal que entiende en las causas de homicidio puede subdividirse, según que unos mismos jueces o jueces diferentes conozcan del homicidio premeditado o involuntario, según que el hecho es o no confesado, aunque haya duda sobre el derecho del acusado. En el tribunal criminal puede admitirse una cuarta subdivisión para los homicidas que vengan a purgar su contumacia; tal es, por ejemplo, en Atenas el tribunal de los Pozos. Por lo demás, estos casos judiciales se presentan muy raras veces, hasta en los Estados muy grandes. El tribunal de los extranjeros puede dividirse según que conoce de las causas entre extranjeros y nacionales. En fin, la octava y última especie de tribunal entenderá en todas las causas de menor cuantía, cuyo valor sea de una a cinco dracmas o poco más. Estas causas, por ligeras que sean, deben ser sustanciadas como las demás, y no pueden someterse a la decisión de los jueces ordinarios.

No creemos necesario extendernos más sobre la organización de estos tribunales y de los encargados de las causas de homicidio y de las de los extranjeros; pero hablaremos algo de los tribunales políticos, cuya viciosa organización puede producir tantos disturbios y revoluciones en el Estado.

Si la universalidad de los ciudadanos es apta para el desempeño de todas las funciones judiciales, los jueces pueden ser nombrados todos por suerte o todos por medio de la elección. Si está limitada su aptitud a algunas jurisdicciones especiales, los jueces pueden ser nombrados unos por suerte y otros por elección. Además de estos cuatro modos de formación, en los que figura todo el cuerpo de ciudadanos, hay igualmente otros cuatro para el caso en que la entrada en el tribunal sea el privilegio de una minoría. La minoría, que conoce de todas las causas, puede ser igualmente nombrada por elección o por suerte, o también puede, a la vez, proceder de la suerte respecto de unos asuntos y de la elección respecto de otros. En fin, algunos tribunales, aun teniendo atribuciones en todo semejantes, pueden formarse unos por suerte y otros por elección. Tales son los cuatro nuevos modos que corresponden a los que acabamos de indicar.

Aún pueden combinarse de dos en dos estas diversas hipótesis. Por ejemplo, los jueces para ciertas causas pueden tomarse de la masa de los ciudadanos, y los jueces para otras pueden tomarse de determinadas clases, o bien pueden tomarse de ambos modos a la vez, componiéndose los miembros de un mismo tribunal, de modo que salgan unos de la masa, otros de las clases privilegiadas, ya por suerte, ya por elección, o ya por ambos modos simultáneamente.

He aquí todas las modificaciones de que es susceptible la organización judicial. Las primeras son democráticas, porque todas ellas conceden la jurisdicción general a la universalidad de los ciudadanos; las segundas son oligárquicas, porque limitan la jurisdicción general a ciertas clases de ciudadanos; y las terceras, por último, son aristocráticas y republicanas, porque admiten a la vez a la generalidad y a una minoría privilegiada.

De la organización del poder en la democracia y en la oligarquía

De la organización del poder en la democracia

Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan en el Estado la asamblea deliberante, o sea el soberano, las magistraturas y los tribunales; hemos demostrado cómo la organización de estos elementos se modifica según los principios mismos de la constitución; además hemos tratado anteriormente de la caída y estabilidad de los gobiernos, y hemos dicho cuáles son las causas que producen la una y aseguran la otra. Pero como hemos reconocido muchos matices en la democracia y en los demás gobiernos, creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado a un lado, y determinar el modo de organización más ventajoso y especial de cada uno de ellos. Examinaremos, además, todas las combinaciones a que pueden dar lugar los diversos sistemas de que hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros, pueden alterar el principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo, a la aristocracia oligárquica, o lanzar las repúblicas a la demagogia. Ved lo que yo entiendo que son estas combinaciones compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han sido aún estudiadas: constituidas la asamblea general y la elección de los magistrados según el sistema oligárquico, la organización judicial puede ser aristocrática; o, también, organizados oligárquicamente los tribunales y la asamblea general, la elección de los magistrados puede serlo de una manera completamente aristocrática. Podría suponerse todavía algún otro modo de combinación, con tal que las partes esenciales del gobierno no estén constituidas según un sistema único.

Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo puede consentir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según los casos, las ventajas de los demás sistemas. Pero no basta saber cuál es el sistema que debe, según las circunstancias, preferirse para los Estados; lo que es preciso conocer, sobre todo, es el medio de establecer tal o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta cuestión. Hablemos, en primer lugar, de la democracia, y nuestras explicaciones bastarán para hacer comprender bien la forma política diametralmente opuesta a ésta y que comúnmente se llama oligarquía.

No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios democráticos, ni tampoco ninguna de las consecuencias que de ellos se desprenden; porque de su combinación nacen los matices de la democracia, que son tan numerosas y tan diversos. En mi opinión son dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como ya he dicho, es la variedad misma de las clases que la componen: por un lado, los labradores; por otro, los artesanos; por aquel los mercaderes. La combinación del primero de estos elementos con el segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una democracia mejor o peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a la segunda causa, hela aquí: las instituciones que se derivan del principio democrático y que parecen una consecuencia peculiar de los mismos, cambian completamente mediante sus diversas combinaciones la naturaleza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos numerosas en este Estado, más en aquel, o, en fin, encontrarse reunidas en otro. Importa conocerlas todas sin excepción, ya se trate de establecer una constitución nueva, ya de reformar una antigua. Los fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en torno de su principio general todos los especiales que de él dependen; pero se engañan en la aplicación, como ya he hecho observar al tratar de la destrucción y prosperidad de los Estados. Expongamos ahora las bases en que se apoyan los diversos sistemas, los caracteres que presentan ordinariamente, y el fin a cuya realización aspiran.

El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría creerse que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los partidarios de la democracia una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad.

Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las únicas combinaciones de que es susceptible son las siguientes. Todos los ciudadanos deben ser electores y elegibles. Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos los cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no exigen experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna condición de riqueza, y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos muy rara vez, y sólo los menos importantes, exceptuando, sin embargo, las funciones militares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos, por lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos los ciudadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las cuentas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en los convenios particulares. La asamblea general debe ser soberana en todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe quitar todo poder a las magistraturas secundarias, dejándoselo sólo en cosas insignificantes. El senado es una institución muy democrática allí donde la universalidad de los ciudadanos no puede recibir del tesoro público una indemnización por su asistencia a las asambleas; pero donde se da este salario el poder del senado queda reducido a la nulidad. El pueblo, una vez rico, merced al salario que le da la ley, todo lo quiere avocar a sí, como queda dicho en la parte de este tratado que precede inmediatamente a ésta. Pero, previamente, es preciso hacer, ante todo, que todos los empleos sean retribuidos; asamblea general, tribunales, magistraturas inferiores; o, por lo menos, es preciso retribuir a los magistrados, jueces, senadores, miembros de la asamblea y funcionarios que están obligados a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son el nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este privilegio en medio de la revolución democrática, es preciso limitar sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por elección.

Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se desprenden directamente del principio que se considera como democrático, es decir, de la igualdad perfecta de todos los ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del número, condición que parece esencial a la democracia y querida a la multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo sean todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad.

Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso distribuir los ciudadanos de manera que la renta que posean mil de entre ellos sea igual a la que tengan otros quinientos distintos, y conceder entonces a la suma de los primeros tantos derechos como a los segundos? o, en otro caso, si se desecha esta especie de igualdad, ¿se debe tomar de entre los quinientos de una parte y los mil de la otra un número igual de ciudadanos, los cuales tendrán el derecho de elegir los magistrados y de asistir a los tribunales? ¿Es este el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o es preciso dar la preferencia al que no tiene absolutamente en cuenta otra cosa que el número? Al decir de los partidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la justicia está en la decisión de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos juntos, es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico, que este individuo sea soberano, porque solamente él tiene el derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro lugar. Para encontrar una igualdad que uno y otro partido puedan admitir, es preciso buscarla en el principio mismo en que ambos fundan su derecho político, pues que por una y otra parte se sostiene que la voluntad de la mayoría debe ser soberana. Admito este principio, pero le pongo una limitación. El Estado se compone de dos partes, los ricos y los pobres; pues que la decisión de unos y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay disentimiento, que prevalezca el dictamen de los que sean más numerosos o de aquellos que tengan más renta. Supongamos que son diez los ricos y veinte los pobres; que seis ricos piensan de una manera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que disienten, a los quince pobres, y los cinco pobres que quedan a los seis ricos. Pues bien, digo yo que debe prevalecer el dictamen de aquellos cuya renta acumulada, la de los pobres y la de los ricos, sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más embarazoso que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los votos en la asamblea pública o en el tribunal. Entonces se deja que decida la suerte, o se apela a cualquier otro expediente del mismo género. Cualquiera que sea, por otra parte, la dificultad de alcanzar la verdad en punto a igualdad y justicia, siempre será este recurso mucho menos trabajoso que el convencer a gentes que son bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes deseos. La debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida para nada de esto.

Capítulo II

Organización del poder en la democracia (continuación)

De las cuatro formas de democracia que hemos reconocido, la mejor es la que he puesto en primer lugar en las consideraciones que acabo de presentar; y es también la más antigua de todas. Digo que es la primera, atendiendo a la división que he indicado en las clases del pueblo. La clase más propia para el sistema democrático es la de los labradores; y así la democracia se establece sin dificultad dondequiera que la mayoría vive de la agricultura y de la cría de ganados. Como no es muy rica, trabaja incesantemente y no puede reunirse sino raras veces; y como además no posee lo necesario, se dedica a los trabajos que le proporcionan el alimento, y no envidia otros bienes que éstos. Trabajar vale más que gobernar y mandar allí donde el gobierno y el mando no proporcionan grandes provechos; porque los hombres, en general, prefieren el dinero a los honores. Prueba de ello es que antiguamente nuestros mayores soportaron la tiranía que sobre ellos pesaba, y hoy mismo se sufren sin murmurar las oligarquías existentes, con tal que cada cual pueda entregarse libremente al cuidado de sus intereses sin temor a las expoliaciones. Entonces se hace rápidamente fortuna, o por lo menos se evita la miseria. Muchas veces se ve que el simple derecho de elegir los magistrados y de intervenir en las cuentas basta para satisfacer la ambición de los que pueden tenerla, puesto que en más de una democracia, la mayoría, sin tomar parte en la elección de los jefes y dejando el ejercicio de este derecho a algunos electores tomados sucesivamente en la masa de ciudadanos, como se hace en Mantinea, la mayoría, digo, se muestra satisfecha porque es soberana respecto de las deliberaciones. Preciso es reconocer que esta es una especie de democracia y Mantinea era en otro tiempo un Estado realmente democrático. En esta especie de democracia, de que ya he hablado anteriormente, es un principio excelente y una aplicación bastante general el incluir entre los derechos concedidos a todos los ciudadanos la elección de los magistrados, el examen de cuentas y la entrada en los tribunales, y exigir para las funciones elevadas condiciones de elección y de riqueza, acomodando este último requisito a la importancia misma de los empleos, o también prescindiendo de esta condición de la renta respecto de todas las magistraturas, escoger a los que pueden, merced a su fortuna, llenar cumplidamente el puesto a que son llamados. Un gobierno es fuerte cuando se constituye conforme a estos principios. De esta manera, el poder pasa siempre a las manos de los más dignos, y el pueblo no recela de los hombres merecedores de estimación, a quienes voluntariamente ha colocado al frente de los negocios. Esta combinación basta también para satisfacer a los hombres distinguidos. No tienen nada que temer para sí mismos de la autoridad de gentes que serían inferiores a ellos; y personalmente gobernarán con equidad, porque son responsables de su gestión ante ciudadanos de otra clase distinta de la suya. Siempre es bueno para el hombre que haya alguno que le tenga a raya y que no le permita dejarse llevar de todos sus caprichos, porque la independencia ilimitada de la voluntad individual no puede ser una barrera contra los vicios que cada uno de nosotros lleva en su seno. De aquí resulta necesariamente para los Estados la inmensa ventaja de que el poder es ejercido por personas ilustradas, que no cometen faltas graves, y que el pueblo no está degradado y envilecido. Esta es sin duda alguna la mejor de las democracias, ¿Y de dónde nace su perfección? De las costumbres mismas del pueblo por ella regido. Casi todos los antiguos gobiernos tenían leyes excelentes para hacer que el pueblo fuera agricultor, o limitaban de una manera absoluta la posesión individual de las tierras, fijando cierta cantidad, de la que no se podía pasar; o fijaban el emplazamiento de las propiedades, tanto en los alrededores de la ciudad, como en los puntos más distantes del territorio. A veces hasta se añade a estas primeras precauciones la absoluta prohibición de vender los lotes primitivos. Se cita también como cosa parecida aquella ley que se atribuye a Oxilo y que prohibía prestar con la garantía de hipoteca constituida sobre bienes raíces. Si hoy se intentara reformar muchos abusos, se podría recurrir a la ley de los afiteos, que tendría excelente aplicación al caso que nos ocupa. Aunque la población de este Estado es muy numerosa y su territorio poco extenso, sin embargo, todos los ciudadanos sin excepción cultivan en ella un rincón de tierra. Se tiene cuidado de no someter al impuesto más que una parte de las propiedades; y las heredades son siempre bastante grandes para que la renta de los más pobres exceda de la cuota legal.

Después del pueblo agricultor, el pueblo más propio para la democracia es el pueblo pastor que vive del producto de sus ganados. Este género de vida se aproxima mucho a la agrícola; y los pueblos pastores son maravillosamente aptos para las penalidades de la guerra, están dotados de un temperamento robusto, y son capaces de soportar las fatigas de campaña. En cuanto a las clases diferentes de éstas, y de que se componen casi todas las demás especies de democracias, son muy inferiores a las dos primeras; su existencia aparece degradada, y la virtud no juega papel alguno en las ocupaciones habituales de los artesanos, de los mercaderes y de los mercenarios. Sin embargo, es preciso observar que, bullendo esta masa sin cesar en los mercados y calles de la ciudad, se reúne sin dificultad, si puede decirse así, en asamblea pública. Los labradores, por el contrario, diseminados como están por los campos, se encuentran raras veces y no sienten tanto la necesidad de reunirse. Pero si el territorio está distribuido de tal manera que los campos destinados al cultivo estén muy distantes de la ciudad, en este caso se puede establecer fácilmente una excelente democracia y hasta una república. La mayoría de los ciudadanos se vería entonces precisada a emigrar de la ciudad e iría a vivir al campo, y podría estatuirse que la turba de mercaderes no pudiera reunirse nunca en asamblea general sin que estuviera presente la población agrícola.

Tales son los principios en que debe descansar la institución de la primera y mejor de las democracias. Se puede, sin dificultad, deducir de aquí la organización de todas las demás, cuyas degeneraciones tienen lugar según las diversas clases de pueblo hasta llegar a aquella que es preciso excluir siempre.

En cuanto a esta última forma de la demagogia, en la que la universalidad de los ciudadanos toma parte en el gobierno, no es dado a todos los Estados sostenerla; y su existencia es muy precaria, como no vengan las costumbres y las leyes a la par a mantenerla. Hemos indicado más arriba la mayor parte de las causas que destruyen esta forma política y los demás Estados republicanos. Para establecer esta especie de democracia y transferir todo el poder al pueblo, los que lo intentan en secreto procuran generalmente inscribir en la lista civil el mayor número de personas que les es posible; comprendiendo sin vacilar en el número de ciudadanos, no sólo a los que son dignos de este título, sino también a todos los ciudadanos bastardos y a todos los que lo son sólo por un lado, quiero decir, por la línea paterna o por la materna. Todos estos elementos son buenos para formar un gobierno bajo la dirección de tales hombres. Estos son los medios que están por completo al alcance de los demagogos. Sin embargo, tengan cuidado de no hacer uso de ellos sino hasta conseguir que las clases inferiores superen en número a las clases elevadas y a las clases medias; que se guarden bien de pasar de aquí, porque traspasando este límite se crea una multitud indisciplinada y se exaspera a las clases elevadas, que sufren muy difícilmente el imperio de la democracia. La revolución de Cirene no reconoció otras causas. No se nota el mal mientras es ligero; cuando se aumenta, entonces llama la atención de todos.

Consultando el interés de esta democracia, se pueden emplear los medios de que se valió Clístenes en Atenas para fundar el poder popular, y que aplicaron igualmente los demócratas de Cirene. Es preciso crear gran número de nuevas tribus, de nuevas fratrias; es preciso sustituir los sacrificios particulares con fiestas religiosas poco frecuentes, pero públicas; es preciso, en fin, amalgamar cuanto sea posible las relaciones de unos ciudadanos con otros, teniendo cuidado de deshacer todas las asociaciones anteriores. Todas las arterias de los tiranos pueden tener cabida en esta democracia; por ejemplo, la desobediencia permitida a los esclavos, cosa útil hasta cierto punto, y la licencia de las mujeres y de los jóvenes. Además, se concederá a cada cual la facultad de vivir como le acomode. Con esta condición, serán muchos los que quieran sostener un gobierno semejante, porque los hombres, en general, prefieren una vida sin orden ni disciplina a una vida ordenada y regular.

Capítulo III

Continuación de lo relativo a la organización del poder en la democracia

No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno democrático la única ni la mayor dificultad la de instituir o crear el gobierno; lo es mucho mayor el saber hacerlo duradero. Un gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la prosperidad y de la ruina de los Estados se pueden deducir de este examen garantías de estabilidad política, descartando con cuidado todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o tácitas que encierren todos los principios en que descansa la duración de los Estados. Es preciso, además, guardarse bien de tomar por democrático u oligárquico todo lo que fortifique en el gobierno el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo fijarse más en lo que contribuya a que el Estado tenga la mayor duración posible. Hoy los demagogos, para complacer al pueblo, hacen que los tribunales acuerden confiscaciones enormes. Cuando se tiene amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema completamente opuesto, haciendo que la ley disponga que los bienes de los condenados por crímenes de alta traición no pasen al tesoro público, sino que se consagren a los dioses. Este es el medio de corregir a los culpables, que no resultan de este modo menos castigados, y de impedir al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar en estos casos, condene tan frecuentemente a los acusados sometidos a su jurisdicción. Es necesario, además, evitar la multiplicidad de estos juicios públicos imponiendo fuertes multas a los autores de falsas acusaciones, porque ordinariamente los acusadores atacan más bien a la clase distinguida, que a la gente del pueblo. Es preciso que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la constitución, o, por lo menos, que no miren como enemigos a los mismos soberanos del Estado.

Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en los Estados muy populosos, en los cuales es difícil reunir asambleas públicas sin pagar a los que a ellas concurren. Además, las clases altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene rentas propias; porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de contribuciones especiales, sea por confiscaciones que acuerdan tribunales corruptos. Pues bien, todas estas son causas de perdición en muchas democracias. Allí donde el Estado no tiene rentas es preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y los miembros de los tribunales sean muy numerosos, pero congregándose para administrar justicia muy pocos días. Este sistema tiene dos ventajas: primera, que los ricos no tendrán que temer grandes gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres a quienes haya de darse el salario judicial; y segunda, que así la justicia será mejor administrada, porque los ricos nunca gustan de abandonar sus negocios por muchos días, y sólo se avienen a dejarlos por algunos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso guardarse de imitar a los demagogos de nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el sobrante de los ingresos y toman parte como los demás en la repartición; pero las necesidades continúan siendo siempre las mismas, porque socorrer de este modo a la pobreza es querer llenar un tonel sin fondo. El amigo sincero del pueblo tratará de evitar que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea permanente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola vez entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que se habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o, por lo menos, para el establecimiento de un comercio o de una explotación agrícola. Si no pueden alcanzar a la vez a todas estas distribuciones, se procederá por tribus o conforme a cualquier otra división. Los ricos deben necesariamente en este caso contribuir al sostenimiento de las cargas precisas del Estado; pero que se renuncie a exigir de ellos gastos que no reportan utilidad. El gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios análogos, ganarse el afecto del pueblo; así envía constantemente a algunos a las colonias a que se enriquezcan. Las clases elevadas, si son hábiles e inteligentes, procurarán ayudar a los pobres y facilitarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien, asimismo, estas clases en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder a los pobres el uso común de las propiedades, se ha granjeado este gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte, ha hecho que fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a la suerte, valiéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener los cargos públicos, y de la elección para que éstos sean bien desempeñados. También se puede obtener el mismo resultado haciendo que los miembros de una misma magistratura sean designados los unos por la suerte y los otros por la elección.

Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el planteamiento de la democracia.

Capítulo IV

De la organización del poder en las oligarquías

Puede fácilmente verse, una vez conocidos los principios que preceden, cuáles son los de la institución oligárquica. Para cada especie de oligarquía será preciso tomar lo opuesto a lo concerniente a la especie de democracia que corresponde a aquélla. Esto es, sobre todo, aplicable a la primera y mejor combinada de las oligarquías, la cual se aproxima mucho a la república propiamente dicha. El censo debe ser vario, más alto para unos, más bajo para otros; más moderado para las magistraturas vulgares y de utilidad indispensable, más elevado para las magistraturas de primer orden. Desde el momento en que se posee la renta legal se deben obtener los empleos; y el número de individuos del pueblo que en virtud del censo hayan de entrar en el poder debe estar combinado de manera que la porción de la ciudad que tenga los derechos políticos sea más fuerte que la que no los tenga. Por lo demás, deberá cuidarse de que lo más distinguido del pueblo sea admitido a participar del poder.

Es preciso restringir un poco estas bases para obtener la oligarquía que sucede a esta primera especie. En cuanto al matiz oligárquico que corresponde al último matiz de la democracia y que, como ella, es el más violento y tiránico, este gobierno exige tanta más prudencia cuanto que es más malo. Los cuerpos sanamente constituidos, las naves bien construidas y perfectamente tripuladas con marinos hábiles pueden cometer, sin riesgo de perecer, la más graves faltas; pero los cuerpos enfermizos, las naves ya deterioradas y puestas en manos de marinos ignorantes, no pueden, por el contrario, soportar los menores errores. Lo mismo sucede con las constituciones políticas: cuanto más malas son, tantas más preocupaciones exigen.

En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso de su población. El derecho del número reemplaza entonces al derecho del mérito. La oligarquía, por el contrario, no puede vivir y prosperar sino mediante el buen orden. Componiéndose casi toda la masa del pueblo de cuatro clases principales: labradores, artesanos, mercenarios y comerciantes, y siendo necesarias para la guerra cuatro clases de gente armada: caballería, infantería pesada, infantería ligera y gente de mar, en un país acomodado para la cría de caballos, la oligarquía puede sin dificultad constituirse muy poderosamente: porque la caballería, que es la base de la defensa nacional, exige siempre para su sostenimiento muchos recursos. Donde la infantería pesada es muy numerosa puede muy bien establecerse la segunda especie de oligarquía, porque esta infantería pesada se compone generalmente de ricos más bien que de pobres. Por el contrario, la infantería ligera y la gente de mar son elementos completamente democráticos. En los Estados en que estos dos elementos se encuentran en masa, los ricos, como puede verse en nuestros días, están en baja cuando se enciende la guerra civil. Para poner remedio a este mal, puede imitarse la conducta de los generales que en el combate procuran mezclar con la caballería y la infantería pesada una sección proporcionada de tropas menos pesadas. En las sediciones, los pobres muchas veces superan a los ricos, porque, armados más a la ligera, pueden combatir con ventaja contra la caballería y la infantería pesada. Por tanto, la oligarquía, que toma su infantería ligera de las últimas clases del pueblo, se crea ella misma un elemento adverso. Es preciso, por el contrario, aprovechándose de la diversidad de edades y sacando partido así de los de más edad como de los más jóvenes, hacer que los hijos de los oligarcas se ejerciten desde los primeros años en todas las maniobras de la infantería ligera, y dedicarlos desde que salen de la infancia a los más rudos trabajos, como si fueran verdaderos atletas.

La oligarquía, por otra parte, procurará conceder derechos políticos al pueblo, sea mediante el establecimiento del censo legal, como ya he dicho, sea como hace la constitución de Tebas, exigiendo que se haya cesado desde cierto tiempo en el ejercicio de toda ocupación liberal; sea como en Marsella, donde se designa a aquellos que por su mérito pueden obtener los empleos, ya formen parte del gobierno, ya estén fuera de él. En cuanto a las principales magistraturas, reservadas necesariamente a los que gozan de los derechos políticos, será preciso prescribir los gastos públicos que para obtenerlas deberán hacerse. El pueblo, entonces, no se quejará de no poder alcanzar los empleos, y en medio de sus recelos perdonará sin dificultad a los que deben comprar tan caro el honor de desempeñarlos. Al tomar posesión, los magistrados deberán hacer sacrificios magníficos y construir algunos monumentos públicos; entonces el pueblo, que tomará parte en los banquetes y las fiestas, y verá la ciudad espléndidamente dotada de templos y edificios, deseará el sostenimiento de la constitución; y esto será para los ricos un soberbio testimonio de los gastos que hubieren hecho. En la actualidad, los jefes de las oligarquías, lejos de obrar así, hacen precisamente todo lo contrario: buscan el provecho con el mismo ardor que los honores; y puede decirse con verdad que estas oligarquías no son más que democracias reducidas a algunos gobernantes.

Tales son las bases sobre las que conviene instituir las democracias y las oligarquías.

De las diversas magistraturas indispensables o útiles a la ciudad

Después de lo que precede, debemos determinar con exactitud el número de las diversas magistraturas, sus atribuciones y las condiciones necesarias para su desempeño. Anteriormente hemos dicho algo sobre este asunto. Ante todo, un Estado no puede existir sin ciertas magistraturas, que le son indispensables, puesto que no podría ser bien gobernado sin magistraturas que garanticen el buen orden y la tranquilidad. También es necesario, como ya he dicho, que los cargos sean pocos en los pequeños Estados y numerosos en los grandes, siendo muy importante saber cuáles son los que pueden acumularse y cuáles los que son incompatibles.

Con respecto a las necesidades indispensables de la ciudad, el primer objeto de vigilancia es el mercado público, que debe estar bajo la dirección de una autoridad que inspeccione los contratos que se celebren y su exacta observancia. En casi todas las ciudades sus miembros tienen la precisión de comprar y vender para satisfacer sus mutuas necesidades, siendo esta, quizá, la más importante garantía de bienestar que al parecer han deseado obtener los miembros de la ciudad al reunirse en sociedad. Otra cosa que viene después de ésta, y que tiene con ella estrecha relación, es la conservación de las propiedades públicas y particulares. Este cargo comprende el régimen interior de la ciudad, el sostenimiento y la reparación de los edificios deteriorados y de los caminos públicos, el reglamento relativo a los deslindes de cada propiedad, para prevenir las disputas, y además todas las materias análogas a éstas. Todas estas son funciones, como se dice ordinariamente, de policía urbana. Ahora bien, siendo muy variadas en los Estados muy poblados se pueden distribuir entre muchas manos. Así, hay arquitectos especiales para las murallas, inspectores de aguas y fuentes, y otros del puerto. Hay otra magistratura análoga a aquélla y de igual modo necesaria, que tiene a su cargo las mismas obligaciones, pero con relación a los campos y al exterior de la ciudad. Los funcionarios que la desempeñan se llaman inspectores de los campos o conservadores de los bosques. Ya tenemos aquí tres órdenes de funciones indispensables. Una cuarta magistratura, que no lo es menos, es la que debe percibir las rentas públicas, custodiar el tesoro del Estado y repartir los caudales entre los diversos ramos de la administración pública. Estos funcionarios se llaman receptores o tesoreros. Otra clase de funcionarios está encargada del registro de los actos que tienen lugar entre los particulares, y de las sentencias dictadas por los tribunales, siendo estos mismos los que deben actuar en los procedimientos y negocios judiciales. A veces esta última magistratura se divide en otras muchas, pero sus atribuciones son siempre estas mismas que acabo de enumerar. Los que desempeñan estos cargos se llaman archiveros, escribanos, conservadores, o se designan con otro nombre semejante.

La magistratura que viene después de ésta y que es la más necesaria y también la más delicada de todas, está encargada de la ejecución de las condenas judiciales, de la prosecución de los procesos y de la guarda de los presos. Lo que la hace sobre todo penosa es la animadversión que lleva consigo. Y así, cuando no promete gran utilidad, no se encuentra quien la quiera servir o, por lo menos, quien quiera desempeñarla con toda la severidad que exigen las leyes. Esta magistratura es, sin embargo, indispensable, porque sería inútil administrar justicia si las sentencias no se cumpliesen, y la sociedad civil sería tan imposible sin la ejecución de los fallos como lo sería sin la justicia que los dicta. Pero es bueno que estas difíciles funciones no recaigan en una magistratura única. Es preciso repartirlas entre los miembros de los diversos tribunales y según la naturaleza de las acciones y de las reclamaciones judiciales. Además, las magistraturas que son extrañas al procedimiento podrán encargarse de la ejecución; y en las causas en que figuran jóvenes, las ejecuciones deberán confiarse con preferencia a los magistrados jóvenes. En cuanto a los procedimientos que afectan a los magistrados públicos, debe procurarse que la magistratura que ejecuta sea distinta de la que ha condenado; que, por ejemplo, los inspectores de la ciudad ejecuten las providencias de los inspectores de los mercados, así como las providencias de los primeros deberán ejecutarse por otros magistrados. La ejecución será tanto más completa cuanto más débil sea la animadversión que excite contra los agentes encargados de la misma. Se duplica el aborrecimiento cuando se pone en unas mismas manos la condenación y la ejecución; y cuando se extiende a todas las cosas las funciones de juez y de ejecutor, dejándolas siempre en unas mismas manos, se provoca la execración general. Muchas veces se distinguen las funciones del carcelero de las del ejecutor, como sucede en Atenas con el tribunal de los Once. Esta separación de funciones es oportuna, y deben discurrirse medios a propósito para hacer menos odioso el destino de carcelero, el cual es tan necesario como todos los demás de que hemos hablado. Los hombres de bien se resisten con todas sus fuerzas a aceptar este cargo, y es peligroso confiarle a hombres corruptos, porque se debería más bien guardarlos a ellos que no encomendarles la guarda de los demás. Importa, por tanto, que la magistratura encargada de estas funciones no sea la única ni perpetua. Se encomendarán a jóvenes allí donde la juventud y los guardas de la ciudad estén organizados militarmente; y las diversas magistraturas deberán encargarse sucesivamente de estos penosos cuidados.

Tales son las magistraturas que parecen ser más necesarias en la ciudad.

En seguida vienen otras funciones que no son menos indispensables, pero que son de un orden más superior, porque exigen un mérito reconocido, y sólo la confianza es la que motiva su obtención. De esta clase son las concernientes a la defensa de la ciudad y a todos los asuntos militares. Lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra, es preciso velar igualmente por la guarda de las puertas y de las murallas, y por su sostenimiento. También es preciso formar los registros de ciudadanos y distribuirlos entre los diversos cuerpos de ejército. Las magistraturas a que corresponden todas estas atribuciones son más o menos numerosas según las localidades; así en las pequeñas ciudades un solo funcionario puede cuidar de todas estas cosas. Los magistrados que desempeñan estos empleos se llaman generales, ministros de la guerra. Además, si el Estado tiene caballería, infantería pesada, infantería ligera, arqueros, gente de mar, cada grupo de éstos tiene precisamente funcionarios especiales, llamados jefes de la marinería, de la caballería, de las falanges; o también, siguiendo la subdivisión de estos primeros cargos, se les llama jefes de galera, jefes de batallón, jefes de tribu, jefes de cualquier otro cuerpo que sea sólo una parte de los primeros. Todas estas funciones son ramas de la administración militar, que encierra todos los matices que acabamos de indicar. Manejando de continuo algunas magistraturas, y podría decirse quizá todas, los fondos públicos, es absolutamente preciso que el que recibe y depura las cuentas de los demás esté totalmente separado de éstos, y no tenga exclusivamente otro cuidado que aquél. Los funcionarios que desempeñan este cargo se llaman ya interventores, ya examinadores, identificadores o agentes del tesoro.

Sobre todas estas magistraturas, y siendo la más poderosa de todas, porque de ella dependen las más de las veces la fijación y la recaudación de los impuestos, está la magistratura que preside la asamblea general en los Estados en que el pueblo es soberano. Para convocar al soberano en asamblea se necesitan funcionarios especiales. Se les llama ya comisarios preparadores, porque preparan las deliberaciones, ya senadores, sobre todo en los Estados en que el pueblo decide en última instancia.

Tales son, poco más o menos, todas las magistraturas políticas.

Falta aún que hablemos de un servicio muy diferente de todos los precedentes, que es el relativo al culto de los dioses, el cual está a cargo de los pontífices e inspectores de las cosas sagradas, que cuidan del sostenimiento y reparación de los templos y de otros objetos consagrados a los dioses. Unas veces esta magistratura es única, y esto es lo más común en los Estados pequeños; otras se divide en muchos cargos, completamente distintos del sacerdocio, que están confiados a los ordenadores de las fiestas religiosas, a los inspectores de templos y a los tesoreros de las rentas sagradas. Después viene otra magistratura totalmente distinta, a la cual está confiado el cuidado de todos los sacrificios públicos que la ley no encomienda a los pontífices, y cuya importancia sólo nace de su carácter nacional. Los magistrados de esta clase toman aquí el nombre de arcontes, allá el de reyes, en otra parte el de pritaneos.

En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al Estado tienen por objeto el culto, la guerra, las contribuciones y gastos públicos, los mercados, la policía de la ciudad, los puertos y los campos, así como también los tribunales, las convenciones entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de los juicios, la custodia de los penados, el examen, comprobación y liquidación de las cuentas públicas; y por último, las deliberaciones sobre los negocios generales del Estado.

En las ciudades pacíficas en que, por otra parte, la opulencia general no impide el buen orden, es donde principalmente se establecen magistraturas encargadas de velar por las mujeres y los jóvenes, por el mantenimiento de los gimnasios y por el cumplimiento de las leyes. También pueden citarse los magistrados encargados de la vigilancia en los juegos solemnes, en las fiestas de Baco y en todos los de la misma naturaleza. Algunas de estas magistraturas son evidentemente contrarias a los principios de la democracia; por ejemplo, la vigilancia de las mujeres y de los jóvenes, pues, en la imposibilidad de tener esclavos, los pobres se ven precisados a asociar a sus trabajos a sus mujeres e hijos; y de los tres sistemas de magistraturas, entre las que se distribuyen mediante la elección las funciones supremas del Estado: guardadores de las leyes, comisarios, senadores, el primero es aristocrático; el segundo, oligárquico, y el tercero, democrático.

En esta rápida indagación hemos examinado todas o casi todas las funciones públicas.

Teoría general de las revoluciones

Procedimientos de las revoluciones

Todas las partes del asunto de que nos proponemos tratar aquí están, si puede decirse así, casi agotadas. Como continuación de todo lo que precede, vamos a estudiar, de una parte, el número y la naturaleza de las causas que producen las revoluciones en los Estados, los caracteres que revisten según las constituciones y las relaciones que más generalmente tienen los principios que se abandonan con los principios que se adoptan; de otra, indagaremos cuáles son, para los Estados en general y para cada uno en particular, los medios de conservación; y, por último, veremos cuáles son los recursos especiales de cada uno de ellos. Hemos enunciado ya la causa primera a que debe atribuirse la diversidad de todas las constituciones, que es la siguiente: todos los sistemas políticos, por diversos que sean, reconocen ciertos derechos y una igualdad proporcional entre los ciudadanos, pero todos en la práctica se separan de esta doctrina. La demagogia ha nacido casi siempre del empeño de hacer absoluta y general una igualdad que sólo era real y positiva en ciertos conceptos; porque todos son igualmente libres se ha creído que debían serlo de una manera absoluta. La oligarquía ha nacido del empeño de hacer absoluta y general una desigualdad que sólo es real y positiva en ciertos conceptos, porque siendo los hombres desiguales en fortuna han supuesto que deben serlo en todas las demás cosas y sin limitación alguna. Los unos, firmes en esta igualdad, han querido que el poder político con todas sus atribuciones fuera repartido por igual; los otros, apoyados en esta desigualdad, sólo han pensado en aumentar sus privilegios, porque esto equivalía a aumentar la desigualdad. Todos los sistemas, bien que justos en el fondo, son, sin embargo radicalmente falsos en la práctica. Y así los unos como los ogros, tan pronto como no han obtenido, en punto a poder político, todo lo que tan falsamente creen merecer, apelan a la revolución. Ciertamente, el derecho de insurrección a nadie debería pertenecer con más legitimidad que a los ciudadanos de mérito superior, aunque jamás usen de este derecho; realmente, la desigualdad absoluta sólo es racional respecto a ellos. Lo cual no impide que muchos, sólo porque su nacimiento es ilustre, es decir, porque tienen a su favor la virtud y la riqueza de sus antepasados a que deben su nobleza, se crean en virtud de esta sola desigualdad muy por encima de la igualdad común.

Tal es la causa general, y también puede decirse el origen de las revoluciones y de las turbulencias que ellas ocasionan. En los cambios que producen proceden de dos maneras. Unas veces atacan el principio mismo del gobierno, para reemplazar la constitución existente con otra, sustituyendo, por ejemplo, la oligarquía a la democracia, o al contrario; o la república y la aristocracia a una u otra de aquéllas; o las dos primeras a las dos segundas. Otras, la revolución, en vez de dirigirse a la constitución que está en vigor, la conserva tal como la encuentra; y a lo que aspiran los revolucionarios vencedores es a gobernar personalmente, observando la constitución. Las revoluciones de este género son muy frecuentes en los Estados oligárquicos y monárquicos. A veces la revolución fortifica o relaja un principio; y así, si rige la oligarquía, la revolución la aumenta o la restringe; si la democracia, la fortifica o la debilita; y lo mismo sucede en cualquier otro sistema. A veces, por último, la revolución sólo quiere quitar una parte de la constitución, por ejemplo, fundando o suprimiendo una magistratura dada; como cuando, en Lacedemonia, Lisandro quiso, según se asegura, destruir el reinado, y Pausanias, la institución de los éforos. De igual modo, en Epidamno sólo se alteró un punto de la constitución, sustituyendo el senado a los jefes de las tribus. Hoy mismo basta el decreto de un solo magistrado para que todos los miembros del gobierno estén obligados a reunirse en asamblea general; y en esta constitución el arconte único es un resto de oligarquía. La desigualdad es siempre, lo repito, la causa de las revoluciones, cuando no tienen ninguna compensación los que son víctimas de ella. Un reinado perpetuo entre iguales es una desigualdad insoportable; y en general puede decirse que las revoluciones se hacen para conquistar la igualdad. Esta igualdad tan ansiada es doble. Puede entenderse respecto del número y del mérito. Por la del número entiendo la igualdad o identidad en masa, en extensión; por la del mérito entiendo la igualdad proporcional. Y así, en materia de números, tres es más que dos, como dos es más que uno; pero proporcionalmente cuatro es a dos como dos es a uno. Dos, efectivamente, está con cuatro en la misma relación que uno con dos; es la mitad en ambos casos. Puede estarse de acuerdo sobre el fondo mismo del derecho y diferir sobre la proporción en que debe concederse. Ya lo dije antes: los unos, porque son iguales en un punto, se creen iguales de una manera absoluta; los otros, porque son desiguales bajo un solo concepto, quieren ser desiguales en todos sin excepción.

De aquí procede que la mayor parte de los gobiernos son oligárquicos o democráticos. La nobleza y la virtud son el patrimonio de pocos; y las cualidades contrarias, el de la mayoría. En ninguna ciudad pueden citarse cien personas de nacimiento ilustre, de virtud intachable; pero casi en todas partes se encontrarán masas de pobres. Es peligroso pretender constituir la igualdad real o proporcional con todas sus consecuencias; los hechos están ahí para probarlo. Los gobiernos cimentados en esta base jamás son sólidos, porque es imposible que el error que se cometió en un principio no produzca a la larga un resultado funesto. Lo más prudente es combinar la igualdad relativa al número con la igualdad relativa al mérito. Sea lo que fuere, la democracia es más estable y está menos sujeta a trastornos que la oligarquía. En los gobiernos oligárquicos la insurrección puede nacer de dos puntos, según que la minoría oligárquica se insurreccione contra sí misma o contra el pueblo; en las democracias sólo tiene que combatir a la minoría oligárquica. El pueblo no se insurrecciona jamás contra sí propio, o, por lo menos, los movimientos de este género no tienen importancia. La república en que domina la clase media, y que se acerca más a la democracia que a la oligarquía, es también el más estable de todos estos gobiernos.

Capítulo II

Causas diversas de las revoluciones

Puesto que queremos estudiar de dónde nacen las discordias y trastornos políticos, examinemos, ante todo, en general, su origen y sus causas. Todas estas pueden reducirse, por decirlo así, a tres principales, que nosotros indicaremos en pocas palabras y que son: la disposición moral de los que se rebelan, el fin de la insurrección y las circunstancias determinantes que producen la turbación y la discordia entre los ciudadanos. Ya hemos dicho lo que predispone en general los espíritus a una revolución; y esta causa es la principal de todas. Los ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igualdad, cuando considerándose iguales se ven sacrificados por los privilegiados; ya por el deseo de la desigualdad y predominio político, cuando, no obstante la desigualdad en que se suponen, no tienen más derechos que los demás, o sólo los tienen iguales, o acaso menos extensos. Estas pretensiones pueden ser racionales, así como pueden también ser injustas. Por ejemplo, uno que es inferior se subleva para obtener la igualdad; y una vez obtenida la igualdad, se subleva para dominar. Tal es, en general, la disposición del espíritu de los ciudadanos que inician las revoluciones. Su propósito, cuando se insurreccionan, es alcanzar fortuna y honores, o también evitar la oscuridad y la miseria; porque con frecuencia la revolución no ha tenido otro objeto que el librar a algunos ciudadanos o a sus amigos de alguna mancha infamante o del pago de una multa.

En fin, en cuanto a las causas e influencias particulares que determinan la disposición moral y los deseos que hemos indicado, son hasta siete, y, si se quiere, más aún. Por lo pronto, dos son idénticas a las causas antes indicadas, por más que no obren aquí de la misma manera. El ansia de riquezas y de honores, de que acabamos de hablar, puede encender la discordia, aunque no se pretenda adquirir para sí semejantes riquezas ni honores y se haga tan sólo por la indignación que causa ver estas cosas justa o injustamente en manos de otro. A estas dos primeras causas puede unirse el insulto, el miedo, la superioridad, el desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas parcialidades de la ciudad. También se puede, desde otro punto de vista, contar como causas de revoluciones las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y, en fin, la diversidad de origen.

Se ve sin la menor dificultad y con plena evidencia toda la importancia política que pueden tener el impulso y el interés, y cómo estas dos causas producen revoluciones. Cuando los que gobiernan son insolentes y codiciosos, se sublevan las gentes contra ellos y contra la constitución que les proporciona tan injustos privilegios, ya amontonen sus riquezas a costa de los particulares, ya a expensas del público. No es más difícil comprender la influencia que pueden ejercer los honores y cómo pueden ser causa de revueltas. Se hace uno revolucionario cuando se ve privado personalmente de todas aquellas distinciones de que se colma a los demás. Igual injusticia tiene lugar cuando, sin guardar la debida proporción, unos son honrados y otros envilecidos, porque, a decir verdad, sólo hay justicia cuando la repartición del poder está en relación con el mérito particular de cada uno.

La superioridad es igualmente un origen de discordias civiles en el seno del Estado o del gobierno mismo, cuando hay una influencia preponderante, sea de un solo individuo, sea de muchos, porque, ordinariamente, da origen a una monarquía o a una dinastía oligárquica. Y así, en algunos Estados se ha inventado contra estas grandes fortunas políticas el medio del ostracismo, de que se ha hecho uso en Argos y en Atenas. Pero vale más prevenir desde su origen las superioridades de este género que curarlas con semejantes remedios, después de haberlas dejado producirse.

El miedo causa sediciones cuando los culpables se rebelan por temor al castigo, o cuando, previendo un atentado, los ciudadanos se sublevan antes de ser ellos víctimas de él. De esta manera, en Rodas los principales ciudadanos se insurreccionaron contra el pueblo para sustraerse a los fallos que se habían dictado contra ellos.

El desprecio también da origen a sediciones y a empresas revolucionarias; en la oligarquía, cuando la mayoría excluida de todos los cargos públicos reconoce la superioridad de sus propias fuerzas; y en la democracia, cuando los ricos se sublevan a causa del desdén que les inspiran los tumultos populares y la anarquía. En Tebas, después del combate de los enófitos, fue derrocado el gobierno democrático porque su administración era detestable; en Megara la demagogia fue vencida por su misma anarquía y sus desórdenes. Lo mismo sucedió en Siracusa antes de la tiranía de Gelón, y en Rodas antes de la defección.

El aumento desproporcionado de algunas clases de la ciudad causa, igualmente, trastornos políticos. Sucede en esto como en el cuerpo humano, cuyas partes deben desenvolverse proporcionalmente, para que la simetría del conjunto se mantenga firme, porque correría gran riesgo de perecer si el pie aumentase cuatro codos y el resto del cuerpo tan sólo dos palmos. Hasta podría mudar el ser completamente de especie si se desenvolviese sin la debida proporción, no sólo respecto a sus dimensiones sino también a sus elementos constitutivos. El cuerpo político se compone también de diversas partes, algunas de las cuales alcanzan en secreto un desarrollo peligroso; como, por ejemplo, la clase de los pobres en las democracias y en la repúblicas. Sucede a veces que este resultado es producto de circunstancias enteramente eventuales. En Tarento, habiendo perecido la mayoría de los ciudadanos distinguidos en un combate contra los japiges, la demagogia reemplazó a la república, suceso que tuvo lugar poco después de la guerra Médica. Argos, después de la batalla de Eudómada o de los Siete, en la que fue destruido su ejército por Cleomenes el espartano, se vio precisada a conceder el derecho de ciudadanía a los siervos. En Atenas, las clases distinguidas perdieron parte de su poder porque tuvieron que servir en la infantería, después de las pérdidas que experimentó esta arma en las guerras contra Lacedemonia. Las revoluciones de este género son más raras en las democracias que en los demás gobiernos; sin embargo, cuando el número de los ricos crece y las fortunas aumentan, la democracia puede degenerar en oligarquía violenta o templada.

En las repúblicas, la cábala basta para producir, hasta sin movimientos tumultuosos, el cambio de la constitución. En Herea, por ejemplo, se abandonó el procedimiento de la elección por el de la suerte, porque la primera sólo había servido para elevar al poder a intrigantes.

La negligencia también puede causar revoluciones cuando llega hasta tal punto que se deja ir el poder a manos de los enemigos del Estado. En Orea fue derrocada la oligarquía sólo porque Heracleodoro había sido elevado a la categoría de magistrado, lo cual dio origen a que éste sustituyera la república y la democracia al sistema oligárquico.

A veces tiene lugar una revolución como resultado de pequeños cambios; con lo cual quiero decir que las leyes pueden sufrir una alteración capital mediante un hecho que se considera como de poca importancia, y que apenas se percibe. En Ambracia, por ejemplo, el censo, al principio, era muy moderado, y al fin se le abolió por entero, tomando como pretexto el que un censo tan bajo valía tanto o casi tanto como no tener ninguno.

La diversidad de origen puede producir también revoluciones hasta tanto que la mezcla de las razas sea completa; porque el Estado no puede formarse con cualquier gente, como no puede formarse en una circunstancia cualquiera. Las más veces estos cambios políticos han sido consecuencia de haber dado el derecho de ciudadanía a los extranjeros domiciliados desde mucho tiempo atrás o a los recién llegados. Los aqueos se unieron a los trezenos para fundar Síbaris; pero habiéndose hecho éstos más numerosos, arrojaron a los otros, crimen que más tarde los sibaritas debieron expiar. Y éstos no fueron, por lo demás, mejor tratados por sus compañeros de colonia en Turio, puesto que se les arrojó porque pretendieron apoderarse de la mejor parte del territorio, como si les hubiese pertenecido en propiedad. En Bizancio, los colonos recién llegados se conjuraron secretamente para oprimir a los ciudadanos, pero fueron descubiertos y batidos y se les obligó a retirarse. Los antiseos, después de haber recibido en su seno a los desterrados de Quíos, tuvieron que libertarse de ellos dándoles una batalla. Los zancleos fueron expulsados de su propia ciudad por los samios, que ellos habían acogido. Apolonia del Ponto Euxino tuvo que sufrir las consecuencias de una sedición, por haber concedido a colonos extranjeros el derecho de ciudad. En Siracusa, la discordia civil no paró hasta el combate, porque después de derrocar la tiranía, se habían convertido en ciudadanos los extranjeros y los soldados mercenarios. En Amfípolis, la hospitalidad dada a los colonos de Calcis fue fatal para la mayoría de los ciudadanos, que fueron expulsados de su territorio.

En las oligarquías la multitud es la que se insurrecciona; porque, como ya he dicho, se supone herida por la desigualdad política y se cree con derecho a la igualdad. En las democracias, son las clases altas las que se sublevan, porque no tienen derechos iguales, no obstante su desigualdad.

La posición topográfica basta a veces por sí sola para provocar una revolución: por ejemplo, cuando la misma distribución del suelo impide que la ciudad tenga una verdadera unidad. Y así, ved en Clazomenes la causa de la enemistad entre los habitantes de Chitre y los de la isla; y lo mismo sucede con los colofonios y los nocios. En Atenas hay desemejanza entre las opiniones políticas de las diversas partes de la ciudad; y así los habitantes del Pireo son más demócratas que los de la ciudad. En un combate basta que haya algunos pequeños fosos que salvar u otros obstáculos menores aún, para desordenar las falanges; así en el Estado una demarcación cualquiera basta para producir la discordia. Pero el más poderoso motivo de desacuerdo nace cuando están la virtud de una parte y el vicio de otra; la riqueza y la pobreza vienen después; y, por último, vienen todas las demás causas, más o menos influyentes, y entre ellas la causa puramente física de que acabo de hablar.

Capítulo III

Continuación de la teoría precedente

El verdadero objeto de las revoluciones es siempre muy importante, por más que el hecho que la ocasione pueda ser fútil; nunca se apela a la revolución, sino por motivos muy serios. Las cosas más pequeñas, cuando afectan a los jefes del Estado, son quizá de la mayor gravedad. Puede verse lo que sucedió hace tiempo en Siracusa. Una cuestión de amor, que arrastró a dos jóvenes a la insurrección, produjo un cambio en la constitución. Uno de ellos emprendió un viaje, y el otro, aprovechando su ausencia, supo ganar el cariño de la joven a quien aquél amaba. Éste, a su vuelta, queriendo vengarse, consiguió seducir a la mujer de su rival, y ambos, comprometiendo en la querella a los miembros del gobierno, dieron lugar a una revolución. Es preciso, por tanto, vigilar desde el origen con el mayor cuidado esta clase de querellas particulares, y apaciguar los ánimos tan pronto como surgen entre las personas principales y más poderosas del Estado. Todo el mal está en el principio, porque como dice aquel sabio proverbio: «Una cosa comenzada, está medio hecha.» En todas las cosas, la más ligera falta, cuando radica en la base, reaparece proporcionalmente en todas las demás partes de la misma. En general, las divisiones que se suscitan entre los principales ciudadanos, se extienden al Estado entero, que concluye bien pronto por tomar parte en ellas. Hestiea nos ofrece un ejemplo de ello poco después de la guerra Médica. Dos hermanos se disputaban la herencia paterna, y el más pobre pretendía que su hermano había ocultado el dinero y el tesoro que había descubierto su padre, y comprometieron en esta querella, el pobre a todo el pueblo, y el rico, que lo era mucho, a todos los ricos de la ciudad. En Delfos, una querella que tuvo lugar con ocasión de un matrimonio causó las turbulencias que duraron tan largo tiempo. Un ciudadano, al ir al lado de la que había de ser su esposa, tuvo un presagio siniestro, y con este motivo se negó a tomarla por mujer. Los parientes, heridos por este desaire, ocultaron en su equipaje algunos objetos sagrados mientras él hacía un sacrificio, y, descubierto que fue, le condenaron a muerte como sacrílego. En Mitilene, la sedición verificada con ocasión de algunas jóvenes herederas fue el origen de todas las desgracias que después ocasionaron y de la guerra contra los atenienses, en la que Paqués se apoderó de Mitilene. Un ciudadano rico, llamado Timófanes, había dejado dos hijas; y Doxandro, que no había podido conseguirlas para sus hijos, inició la sedición, excitando la cólera de los atenienses, de cuyos negocios estaba encargado en aquel punto. En Focea, el matrimonio de una rica heredera fue también lo que produjo la querella entre Mnaseo, padre de Mnesón, y Eutícrates, padre de Onomarco, y como consecuencia la guerra sagrada tan funesta a los focenses. En Epidauro, un asunto matrimonial produjo asimismo un cambio en la constitución. Un ciudadano había prometido su hija a un joven, cuyo padre, siendo magistrado, condenó al padre de la prometida al pago de una multa; y para vengarse éste de lo que consideraba como un insulto, hizo que se sublevaran todas las clases de la ciudad que no tenían derechos políticos.

Para ocasionar una revolución que convierta el gobierno en una oligarquía, en una democracia o en una república, basta que se concedan honores o atribuciones exageradas a cualquier magistratura o a cualquier clase de Estado. La consideración excesiva que obtuvo el Areópago en la época de la guerra Médica pareció dar demasiada fuerza al gobierno. Y en otro sentido, cuando la flota, cuya tripulación estaba compuesta de gente del pueblo, consiguió la victoria de Salamina y conquistó para Atenas, a la vez que la preponderancia marítima, el mando de la Grecia, la democracia no dejó de sacar provecho de esto. En Argos, los principales ciudadanos, orgullosos con el triunfo que alcanzaron en Mantinea contra los lacedemonios, quisieron aprovecharse de esta circunstancia para echar abajo la democracia. En Siracusa, el pueblo, que consiguió por sí solo la victoria sobre los atenienses, sustituyó la democracia a la república. En Calcis, el pueblo se hizo dueño el poder desde el momento en que quitó la vida al tirano Foxos al mismo tiempo que a los nobles. En Ambracia, el pueblo arrojó igualmente al tirano Periandro y a los conjurados que conspiraban contra él, atribuyéndose a sí mismo todo el poder. Es preciso tener en cuenta que, en general, todos los que han adquirido para su patria algún nuevo poder, sean particulares o magistrados, tribus u otra parte de la ciudad, cualquiera que ella sea, son para el Estado un foco perenne de sedición. O se rebelan los demás contra ellos por la envidia que tienen a su gloria; o ellos, enorgullecidos con sus triunfos, intentan destruir la igualdad que ya no quieren.

Es también origen de revoluciones la misma igualdad de fuerzas entre las partes del Estado, que parecen entre sí enemigas; por ejemplo, entre los ricos y los pobres, cuando no hay entre ellos una clase media, o es poco numerosa la que hay. Pero tan pronto como una de las dos partes adquiere una superioridad incontestable y perfectamente evidente, la otra se libra muy bien de arrostrar inútilmente el peligro de una lucha. Por esto, los ciudadanos que se distinguen por su mérito nunca provocan, por decirlo así, las sediciones, porque están siempre en una excesiva minoría relativamente a la generalidad.

Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas y todas las circunstancias de los desórdenes y de las revoluciones en los diversos sistemas de gobierno.

Las revoluciones proceden empleando ya la violencia, ya la astucia. La violencia puede obrar desde luego y de improviso, o bien la opresión puede venir paulatinamente; y la astucia puede obrar también de dos maneras, pues primero, valiéndose de falsas promesas, obliga al pueblo a consentir en la revolución, y no recurre sino más tarde a la fuerza para sostenerla contra su resistencia. En Atenas, los Cuatrocientos engañaron al pueblo, persuadiéndole de que el Gran Rey suministraría al Estado medios para continuar la guerra contra Esparta, y como les saliera bien este fraude, procuraron retener el poder en sus manos. En segundo lugar, la simple persuasión basta a veces para que la astucia conserve el poder con el consentimiento de los que obedecen, así como fue bastante para que lo adquiriesen.

Podemos decir que, en general, las causas que hemos indicado producen revoluciones en los gobiernos de todos los géneros.

Capítulo IV

De las causas de las revoluciones en las democracias

Veamos ahora a qué especies de gobiernos se aplica especialmente cada una de estas causas, teniendo en cuenta la división que acabamos de hacer.

En la democracia las revoluciones nacen principalmente del carácter turbulento de los demagogos. Con relación a los particulares, los demagogos con sus perpetuas denuncias obligan a los mismos ricos a reunirse para conspirar, porque el común peligro aproxima a los que son más enemigos; y cuando se trata de asuntos públicos, procuran arrastrar a la multitud a la sublevación. Fácil es convencerse de que esto ha tenido lugar mil veces.

En Cos, los excesos de los demagogos produjeron la caída de la democracia, poniendo a los principales ciudadanos en la necesidad de coligarse contra ella. En Rodas, los demagogos, que administraban los fondos destinados al pago de los sueldos, impidieron satisfacer el préstamo que se debía a los comandantes de las galeras, los cuales, para evitar las vejaciones de los tribunales, no tuvieron otro recurso que conspirar y derrocar al gobierno popular. En Heraclea, poco tiempo después de la colonización, los demagogos también ocasionaron la destrucción de la democracia. Con sus injusticias precisaron a los ciudadanos ricos a abandonar la ciudad; pero se reunieron todos los expatriados, volvieron a la ciudad y arrancaron al pueblo todo su poder. En Megara desapareció poco más o menos la democracia de la misma manera. Los demagogos, para multiplicar las confiscaciones, condenaron a destierro a muchos de los principales ciudadanos, con lo cual en poco tiempo llegó a ser crecido el número de los desterrados; pero éstos volvieron de nuevo a la ciudad, y, después de derrotar al pueblo en batalla campal, establecieron un gobierno oligárquico. La misma fue en Cumas la suerte de la democracia, que destruyó Trasímaco. Estos hechos y otros muchos demuestran que el camino que habitualmente siguen las revoluciones en la democracia es el siguiente: o los demagogos, queriendo congraciarse con la multitud, llegan a irritar a las clases superiores del Estado a causa de las injusticias que con ellas cometen, pidiendo el repartimiento de tierras y haciéndoles que corran a su cargo todos los gastos públicos, o se contentan con calumniarlos, para obtener la confiscación de las grandes fortunas. Antiguamente, cuando un mismo personaje era demagogo y general, el gobierno degeneraba fácilmente en tiranía, y casi todos los antiguos tiranos comenzaron por ser demagogos. Estas usurpaciones eran en aquel tiempo mucho más frecuentes que lo son hoy, por una razón muy sencilla: en aquella época, para ser demagogo, era indispensable proceder de las filas del ejército, porque entonces no se sabía todavía utilizar hábilmente la palabra. En la actualidad, gracias a los progresos de la retórica, basta saber hablar bien para llegar a ser jefe del pueblo; pero los oradores no se convierten nunca o raras veces en usurpadores, a causa de su ignorancia militar.

Lo que hacía también que fueran las tiranías en aquel tiempo más frecuentes que en el nuestro, era que se concentraban poderes enormes en una sola magistratura, como sucedía con el pritaneo de Mileto, donde el magistrado que estaba revestido de tal autoridad reunía numerosas y poderosas atribuciones. También debe añadirse que en aquella época los Estados eran muy pequeños. Ocupado el pueblo en las labores del campo, que le proporcionaban la subsistencia, dejaba que los jefes nombrados por él alcanzaran la tiranía a poco que fueran hábiles militares. Para realizar su propósito, les bastaba ganarse la confianza del pueblo; y para ganarla, les bastaba declararse enemigos de los ricos. Véase lo que hizo Pisístrato en Atenas cuando excitó a la rebelión contra los habitantes de la llanura; véase lo que hizo Teágenes en Megara, después que hubo degollado los rebaños de los ricos, que sorprendió a orillas del río. Acusando a Dafneo y a los ricos, Dionisio consiguió que se decretara a su favor la tiranía. El odio que profesó a los ciudadanos opulentos le sirvió para ganar la confianza del pueblo, que le consideraba como su amigo más sincero.

A veces una forma más nueva de democracia sustituye a la antigua. Cuando los empleos son de elección popular y no es necesario para obtenerlos condición alguna de riqueza, los que aspiran al poder se hacen demagogos, y todo su empeño se cifra en hacer al pueblo soberano absoluto, hasta por cima de las leyes. Para prevenir este mal, o por lo menos hacerle menos frecuente, deberá procurarse que el nombramiento de los magistrados se haga separadamente por tribus, en vez de reunir al pueblo en asamblea general.

Tales son, sobre poco más o menos, las causas que producen las revoluciones en los Estados democráticos.

De las causas de las revoluciones en las oligarquías

En la oligarquías, las causas más ostensibles de trastorno son dos: una es la opresión de las clases inferiores, que aceptan entonces al primer defensor, cualquiera que él sea, que se presente en su auxilio; la otra, más frecuente, tiene lugar cuando el jefe del movimiento sale de las filas mismas de la oligarquía. Esto sucedió en Naxos con Lígdamis, que supo convertirse bien pronto en tirano de sus conciudadanos.

En cuanto a las causas exteriores que derrocan la oligarquía, pueden ser muy diversas. A veces los oligarcas mismos, aunque no los que ocupan el poder, producen el cambio, cuando la dirección de los negocios está concentrada en pocas manos, como en Marsella, en Istros, en Heraclea y en otros muchos Estados. Los que estaban excluidos del gobierno se agitaban hasta conseguir el goce simultáneo del poder, primero, para el padre y el primogénito de los hermanos y, después, hasta para los hermanos más jóvenes. En algunos Estados la ley prohíbe al padre y a los hijos ser al mismo tiempo magistrados; en otros se prohíbe también serlo a dos hermanos, uno más joven y otro de más edad. En Marsella la oligarquía se hizo más republicana; en Istros, concluyó por convertirse en democracia; en Heraclea, el cuerpo de los oligarcas se extendió hasta tal punto, que se componía de seiscientos miembros. En Cnido la revolución nació de una sedición provocada por los mismos ricos en su propio seno, porque el poder no salía de algunos ciudadanos, y porque el padre, como acabo de decir, no podía ser juez al mismo tiempo que su hijo, y de los hermanos sólo el mayor podía ocupar los puestos públicos. El pueblo, aprovechándose de la discordia de los ricos y escogiendo un jefe entre ellos, supo apoderarse bien pronto del poder, quedando victorioso, porque la discordia hace siempre débil al partido en que se introduce. En Eritrea, bajo la antigua oligarquía de los Basílides, a pesar de la exquisita solicitud de los jefes del gobierno, cuya falta única consistía en ser pocos, el pueblo, indignado con la servidumbre, echó abajo la oligarquía.

Entre las causas de revolución que las oligarquías abrigan en su seno debe contarse el carácter turbulento de los oligarcas, que se hacen demagogos, porque la oligarquía tiene también sus demagogos, que pueden serlo de dos maneras. En primer lugar, el demagogo puede encontrarse entre los oligarcas mismos, por poco numerosos que sean; y así, en Atenas, Caricles fue un verdadero demagogo entre los Treinta, y Frínico hizo el mismo papel entre los Cuatrocientos. O también pueden los miembros de la oligarquía hacerse jefes de las clases inferiores, como en Larisa, donde los guardadores de la ciudad se hicieron los aduladores del pueblo, que tenía el derecho de nombrarles. Esta es la suerte de todas las oligarquías en que los individuos del gobierno no tienen el poder exclusivo de nombrar para todos los cargos públicos, y donde estos cargos, sin dejar de ser privilegio de las grandes fortunas y de algunas clases, están, sin embargo, sometidos a la elección de los guerreros o del pueblo. Puede servir de ejemplo la revolución de Abidós. También es este el peligro que amenaza a las oligarquías cuando los mismos miembros del gobierno no constituyen los tribunales, porque entonces la importancia de las providencias judiciales da lugar a que se halague al pueblo y a que se eche por tierra la constitución, como en Heraclea del Ponto. En fin, esto sucede también cuando la oligarquía intenta concentrarse demasiado, porque los oligarcas, que reclaman para sí la igualdad, no tienen más remedio que llamar al pueblo en su auxilio.

Otra causa de revolución en las oligarquías puede nacer de la mala conducta de los oligarcas, que han dilapidado su propia fortuna en medio de sus excesos. Una vez arruinados, sólo piensan en la revolución, y entonces, o se apoderan por sí mismos de la tiranía, o la preparan para otros, como Hiparino la preparó para Dionisio en Siracusa. En Amfípolis, el falso Cleotino supo introducir en la ciudad colonos de Calcis, y una vez establecidos en ella, los lanzó contra los ricos. En Egina, el deseo de reparar las pérdidas de fortuna del individuo que dirigió la conspiración contra Cares, fue la causa de haber querido cambiar la forma de gobierno. A veces, en lugar de derrocar la constitución, los oligarcas arruinados roban el tesoro público, y entonces, o la discordia se introduce en sus filas, o la revolución sale de las de los ciudadanos, que repelen a los ladrones por la fuerza. De esta clase fue la revolución de Apolonia del Ponto.

Cuando hay unión en la oligarquía, corre ésta poco riesgo de destruirse a sí propia, y la prueba la tenemos en el gobierno de Farsalia. Los miembros de aquella oligarquía, aunque en excesiva minoría, saben, gracias a su sabia moderación, mandar sobre grandes masas.

Pero la oligarquía está perdida cuando dentro de su seno nace otra oligarquía. Esto tiene lugar cuando, estando el gobierno todo compuesto sólo de una débil minoría, los miembros de ésta no tienen todos parte en las magistraturas soberanas, de lo cual es testimonio la revolución de Elis, cuya constitución, muy oligárquica, no permitía la entrada en el senado más que a un escasísimo número de oligarcas, porque noventa de estos puestos eran vitalicios, y las elecciones, limitadas y entregadas a las familias poderosas, no eran mejores que en Lacedemonia.

La revolución lo mismo tiene lugar en las oligarquías en tiempo de guerra que en tiempo de paz. Durante la guerra, el gobierno se arruina a causa de su desconfianza respecto del pueblo del cual se ve precisado a valerse para rechazar al enemigo. Entonces, o el jefe único, en cuyas manos se pone el poder militar, se apodera de la tiranía, como Timófanes en Corinto; o si los jefes del ejército son muchos, crean para sí una oligarquía por medio de la violencia. A veces, por temor a estos dos escollos, las oligarquías han concedido derechos políticos al pueblo, cuyas fuerzas estaban precisadas a emplear.

En tiempo de paz, los oligarcas, a consecuencia de la desconfianza que recíprocamente se inspiran, encomiendan la guarda de la ciudad a soldados que ponen a las órdenes de un jefe que no pertenece a ningún partido político, pero que con frecuencia sabe hacerse dueño de todos. Esto es lo que en Larisa hizo Simo, bajo el reinado de los Aleuadas, que le habían encomendado el mando; y lo que sucedió en Abidós, bajo el reinado de las asociaciones, una de las cuales era la de Ifíades.

Muchas veces la sedición reconoce como causa las violencias que los mismos oligarcas ejercen unos sobre otros. Los enlaces y los procesos les dan ocasión bastante para trastornar el Estado. Ya hemos citado algunos hechos del primer género. En Eretria, Diágoras acabó con la oligarquía de los caballeros, por creerse desairado con motivo de sus legítimas pretensiones de matrimonio. La providencia de un tribunal causó la revolución de Heraclea; y una causa de adulterio, la de Tebas. El castigo era merecido, pero el medio fue sedicioso, lo mismo el seguido en Heraclea contra Euetion, que el empleado en Tebas contra Arquias. El encarnizamiento de los enemigos fue tan violento, que ambos fueron expuestos al público en la picota.

Muchas oligarquías se han perdido a causa del exceso de su propio despotismo, y han sido derrocadas por miembros del gobierno mismo, quejosos por haber sido objeto de alguna injusticia. Esta es la historia de las oligarquías de Cnido y de Quíos. A veces un hecho puramente accidental produce una revolución en la república y en las oligarquías. En estos sistemas se exigen condiciones de riqueza para entrar en el senado y formar parte de los tribunales y para el ejercicio de las demás funciones. Ahora bien, el primer censo se ha fijado con frecuencia atendiendo a la situación del momento, de lo cual ha resultado que correspondía el poder sólo a algunos ciudadanos en la oligarquía, y a las clases medias en la república. Pero cuando el bienestar se hace más general, como resultado de la paz o de cualquiera otra circunstancia favorable, entonces las propiedades, si bien son las mismas, aumentan mucho en valor, y pasan con exceso la renta legal o el censo, de tal manera que todos los ciudadanos concluyen por poder aspirar a todos los destinos. Esta revolución se verifica, ya por grados y poco a poco, sin apercibirse de ello, ya más rápidamente.

Tales son las causas de las revoluciones y de las sediciones en las oligarquías, debiendo añadirse que en general las oligarquías y las democracias pasan a los sistemas políticos de la misma especie con más frecuencia que no a los sistemas opuestos. Y así, las democracias y las oligarquías legales se hacen oligarquías y democracias violentas, y viceversa.

Capítulo VI

De las causas de las revoluciones en las aristocracias

En las aristocracias la revolución puede proceder, en primer lugar, de que las funciones públicas son patrimonio de una minoría demasiado reducida. Ya hemos visto que esto mismo era un motivo de trastorno en las oligarquías; porque la aristocracia es una especie de oligarquía; pues en una como en otra el poder pertenece a las minorías, si bien éstas tienen en uno y otro caso caracteres diferentes. Por esta razón, a veces se considera la aristocracia como una oligarquía. El género de revolución de que hablamos se produce necesariamente sobre todo en tres casos. El primero, cuando está excluida del gobierno una masa de ciudadanos, los cuales, en su altivez, se consideran iguales en mérito a todos los que le rodean; como, por ejemplo, los que en Esparta se llamaban partenios, y cuyos padres no valían menos que los demás espartanos. Como se descubriera una conspiración entre ellos, el gobierno les envió a fundar una colonia en Tarento. En segundo lugar, ocurre la revolución cuando hombres eminentes y que a nadie ceden en mérito se ven ultrajados por gentes colocadas por cima de ellos: esto sucedió con Lisandro, a quien ofendieron los reyes de Lacedemonia. Por último, cuando se excluye de todos los cargos a un hombre de corazón como Cinadón, que intentó tan atrevida empresa contra los espartanos bajo el reinado de Agesilao.

La revolución, en las aristocracias, nace igualmente de la miseria extrema de los unos y de la opulencia excesiva de los otros; y estas son consecuencias bastante frecuentes de la guerra. Tal fue la situación de Esparta durante las guerras de Mesenia, como lo atestigua el poema de Tirteo, llamado la Eunomía; algunos ciudadanos, arruinados por la guerra, habían pedido el repartimiento de tierras. En ocasiones la revolución tiene lugar en la aristocracia porque hay algún ciudadano que es poderoso, y que pretende hacerse más con el fin de apoderarse del gobierno para sí solo. Es lo que se dice que intentaron, en Esparta, Pausanias, general en jefe de la Grecia durante la guerra Médica, y Hannon en Cartago.

Lo más funesto para las repúblicas y las aristocracias es la infracción del derecho político, consagrado en la misma constitución. Lo que causa la revolución entonces es que, en la república, el elemento democrático y el oligárquico no se encuentran en la debida proporción; y, en la aristocracia, estos dos elementos y el mérito están mal combinados. Pero la desunión se muestra sobre todo entre los dos primeros elementos, quiero decir, la democracia y la oligarquía, que intentan reunir las repúblicas y la mayor parte de las aristocracias. La fusión absoluta de estos tres elementos es precisamente lo que hace a las aristocracias diferentes de las llamadas repúblicas, y que les da más o menos estabilidad; porque se incluyen entre las aristocracias todos los gobiernos que se inclinan a la oligarquía, y entre las repúblicas todos los que se inclinan a la democracia. Las formas democráticas son las más sólidas de todas, porque en ellas es la mayoría la que domina, y esta igualdad de que se goza hace cobrar cariño a la constitución que la da. Los ricos, por el contrario, cuando la constitución les garantiza la superioridad política, sólo quieren satisfacer su orgullo y su ambición. Por lo demás, de cualquier lado que se incline el principio del gobierno, degeneran siempre la república en demagogia y la aristocracia en oligarquía, merced a la influencia de los dos partidos contrarios, que sólo piensan en el acrecentamiento de su poder. O también sucede todo lo contrario, y la aristocracia degenera en demagogia cuando los más pobres, víctimas de la opresión, hacen que predomine el principio opuesto; y la república en oligarquía, porque la única constitución estable es la que concede la igualdad en proporción del mérito y sabe garantizar los derechos de todos los ciudadanos.

El cambio político de que acabo de hablar se verificó en Turio; en primer lugar, porque, teniendo en cuenta que las condiciones de riqueza exigidas para obtener los cargos públicos eran demasiado elevadas, fueron disminuidas éstas y aumentado el número de las magistraturas; y en el segundo, porque los principales ciudadanos, a pesar del deseo del legislador, habían acaparado todos los bienes raíces, porque la constitución, que era completamente oligárquica, les permitía enriquecerse cuanto quisieran. Pero el pueblo, aguerrido en los combates, se hizo bien pronto más fuerte que los soldados que le oprimían y redujo las propiedades de todos los que las tenían excesivas.

Esta mezcla de oligarquía, que encierran todas las aristocracias, es precisamente lo que facilita a los ciudadanos el hacer fortunas inmensas. En Lacedemonia todos los bienes raíces están acumulados en unas cuantas manos, y los ciudadanos poderosos pueden conducirse allí absolutamente como quieran y contraer vínculos de familia según convenga a su interés personal. Lo que perdió a la república de Locres fue el haber permitido que Dionisio se casara allí. Semejante catástrofe nunca hubiera tenido lugar en una democracia, ni en una aristocracia prudente y templada.

Las más veces las revoluciones se realizan en las aristocracias sin que nadie se aperciba de ello y mediante una destrucción lenta e insensible. Recuérdese que, al tratar del principio general de las revoluciones, dijimos que era preciso contar entre las causas que las producen, las desviaciones, hasta las más ligeras, de los principios. Se comienza por despreciar un punto de la constitución, que al parecer no tiene importancia; después se llega con menos dificultad a mudar otro, que es un poco más grave; hasta que por último se llega a mudar su mismo principio y por entero. Citaré de nuevo el ejemplo de Turio. Una ley limitaba a cinco años las funciones de general; algunos jóvenes belicosos, que gozaban de un gran influjo entre los soldados y que, mirando con desprecio a los gobernantes, creían poder suplantarlos fácilmente, intentaban ante todo reformar esta ley y obtener del sufragio del pueblo, demasiado dispuesto a dárselo, que declarara la perpetuidad de los empleos militares. Al principio, los magistrados, a quienes tocaba de cerca la cuestión, y que se llamaban cosenadores, quisieron resistirlo; mas, imaginando que esta concesión garantizaría la estabilidad de las demás leyes, cedieron, como todos; y cuando más tarde quisieron impedir nuevos cambios, fueron impotentes, y la república se convirtió bien pronto en una oligarquía violenta en manos de los que habían intentado la primera innovación.

Puede decirse en general de todos los gobiernos que sucumben, ya por causas internas de destrucción, ya por causas exteriores; como, por ejemplo, cuando tienen a sus puertas un Estado constituido conforme a un principio opuesto al suyo, o bien cuando este enemigo, por distante que esté, es muy poderoso. Véase la lucha entre Esparta y Atenas; los atenienses destruían por todas partes las oligarquías, mientras que hacían lo mismo los lacedemonios con todas las constituciones democráticas.

Tales son, sobre poco más o menos, las causas de los trastornos y de las revoluciones en las diversas especies de gobiernos republicanos.

Capítulo VII

Medios generales de conservación y de prosperidad en los Estados democráticos, oligárquicos y aristocráticos

Veamos ahora cuáles son, para los Estados en general y para cada uno de ellos en particular, los medios de conservación. Es cosa evidente que si conocemos las causas que arruinan los Estados, debemos conocer igualmente las causas que los conservan. Lo contrario produce siempre lo contrario, y la destrucción es lo opuesto a la conservación.

En todos los Estados bien constituidos, lo primero de que debe cuidarse es de no derogar ni en lo más mínimo la ley, y evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra ella ni en poco ni en mucho. La ilegalidad mina sordamente al Estado, al modo que los pequeños gastos muchas veces repetidos concluyen por minar las fortunas. No se hace alto en las pérdidas que se experimentan, porque no se hacen los gastos en grande; escapan a la observación y engañan al pensamiento, como lo hace esta paradoja de los sofistas: «si cada parte es pequeña, el todo debe ser también pequeño», idea que es a la vez en parte verdadera y en parte falsa, porque el conjunto, el todo mismo, no es pequeño; pero se compone de partes que son pequeñas. En este caso es preciso prevenir el mal desde el origen. En segundo lugar, es necesario no fiarse de estos ardides y sofismas que se urden contra el pueblo; pues ahí están los hechos para condenarlos altamente. Ya hemos dicho antes lo que entendíamos por sofismas políticos, por estos manejos que pasan por ingeniosos. Pero es preciso convencerse de que muchas aristocracias y también muchas oligarquías deben su duración, no tanto a la bondad de la constitución, como a la prudente conducta que observan los gobernantes, así con los simples ciudadanos como con sus colegas, los cuales procuran cuidadosamente evitar toda injusticia respecto a los que están excluidos de los empleos, pero sin dejar nunca de contar con los jefes para la dirección de los negocios; se guardan de herir las preocupaciones relativas a la consideración social de los ciudadanos que aspiren a obtenerla, y de lastimar a las masas en sus intereses materiales; y sobre todo conservan en las relaciones que mantienen entre sí y con los que toman parte en la administración formas completamente democráticas; porque, entre iguales, este principio de igualdad, que los demócratas creen encontrar en la soberanía del mayor número, es no sólo justo, sino también útil. Así pues, si los miembros de la oligarquía son numerosos, será bueno que muchas de las instituciones que la constituyen sean puramente populares; que, por ejemplo, las magistraturas sólo duren seis meses, para que todos los oligarcas, que son iguales entre sí, puedan desempeñarlas por turno. Por lo mismo que son iguales, forman una especie de pueblo; y esto es tan cierto, que, como ya he dicho, pueden salir de su propio seno los demagogos. Esta breve duración de las funciones es además un medio de prevenir en las aristocracias y en las oligarquías la dominación de las minorías violentas. Cuando se desempeñan por poco tiempo las funciones públicas, no es tan fácil causar el mal como cuando se permanece en ellas mucho tiempo. La duración demasiado prolongada del poder es únicamente la que causa la tiranía en los Estados oligárquicos y democráticos. O son ciudadanos poderosos los que aspiran a la tiranía, aquí los demagogos, allí los miembros de la minoría hereditaria; o son magistrados investidos de un gran poder después de haberlo disfrutado por mucho tiempo.

Los Estados se conservan no sólo porque las causas de destrucción están distantes, sino también a veces porque son inminentes; pues entonces el miedo obliga a ocuparse con doble solicitud del despacho de los negocios públicos. Así, los magistrados que se interesan por el sostenimiento de la constitución deben a veces, suponiendo próximos peligros que son lejanos, producir pánicos de este género, para que los ciudadanos velen y estén alerta por la noche, y no descuiden la vigilancia de la ciudad. Además es preciso prevenir siempre las luchas y disensiones de los ciudadanos poderosos por medios legales, y estar a la mira de los que son extraños a las mismas, antes que tomen parte en ellas personalmente. Pero el reconocer de este modo los síntomas del mal no es propio de espíritus vulgares; tal perspicacia sólo es propia del hombre de Estado.

Para impedir en la oligarquía y en la república las revoluciones que la cuantía del censo puede producir, cuando permanece fija en medio del aumento general del numerario, conviene revisar las cuotas comparándolas con las del pasado todos los años en los Estados en que el censo es anual, y cada tres o cinco en los grandes Estados. Si las rentas se han aumentado o disminuido comparativamente a las que han servido primero de base a la concesión de derechos políticos, es preciso poder en virtud de una ley elevar o rebajar el censo: elevarlo proporcionadamente al nivel que tenga la riqueza pública, si ésta ha aumentado; y reducirlo de igual modo, si ha disminuido. Si no se toma esta precaución en los Estados oligárquicos y republicanos, bien pronto se establecerá aquí la oligarquía, allí el gobierno hereditario y violento de una minoría; o la demagogia sucederá a la república, y la república o la demagogia a la oligarquía.

Un punto igualmente importante en la democracia y en la oligarquía, en una palabra, en todo gobierno, es cuidar de que no surja en el Estado alguna superioridad desproporcionada; así como dar a los cargos públicos poca importancia y mucha duración más bien que conferirles de golpe una autoridad muy extensa; porque el poder es corruptor, y no todos los hombres son capaces de mantenerse puros en medio de la prosperidad. Si no ha podido organizarse el poder sobre estas bases, debe por lo menos guardarse bien de retirarle toda la autoridad de una vez y tan imprudentemente como se le había dado; es preciso, por el contrario, ir restringiéndolo poco a poco. Pero es sobre todo por medio de las leyes como conviene evitar la formación de estas superioridades temibles, que se apoyan ya en la gran riqueza, ya en las fuerzas de un partido numeroso. Cuando no se ha podido impedir su formación, es preciso trabajar para que vayan a probar sus fuerzas al extranjero. Por otra parte, como las innovaciones pueden introducirse, en primer término, en las costumbres de los particulares, debe crearse una magistratura encargada de vigilar a todos aquellos cuya vida no guarde conformidad con la constitución: en la democracia, con el principio democrático; en la oligarquía, con el oligárquico. Esta institución es aplicable a todos los demás gobiernos. Por la misma razón es preciso no perder de vista el acrecentamiento de prosperidad y de fortuna que pueden adquirir las diversas clases de la sociedad; mal que se puede prevenir poniendo el poder y la gestión de los negocios en manos de los elementos opuestos del Estado, y al hablar de elementos opuestos me refiero de un lado a los hombres distinguidos y al vulgo, y de otro a los pobres y a los ricos. Debe procurarse: o confundir en una unión perfecta a pobres y a ricos, o aumentar la clase media, que sólo así se impiden las revoluciones que nacen de la desigualdad.

Veamos otro punto capital en todo Estado. Es preciso que, valiéndose de la legislación o empleando cualquier otro medio poderoso, se impida que los cargos públicos enriquezcan a los que los ocupan. En las oligarquías, sobre todo, esta medida es de la más alta importancia. A la masa de los ciudadanos no irrita tanto el verse excluida de los empleos, exclusión que quizá está compensada con la ventaja de poderse dedicar a sus propios negocios, como le indigna el pensar que los magistrados puedan robar los caudales públicos, porque entonces tienen un doble motivo de queja, puesto que se ven privados a la vez del poder y de las utilidades que él proporciona. Una administración pura, si es posible establecerla, es el único medio para hacer que coexistan en el Estado la democracia y la aristocracia, es decir, para poner en acuerdo las respectivas pretensiones de los ciudadanos distinguidos y de la multitud. En efecto, el principio popular es la facultad de poder obtener los empleos concedida a todos: el principio aristocrático consiste en confiarlos sólo a los ciudadanos eminentes. Esta combinación podrá ser realizada si los empleos no pueden ser lucrativos. Entonces los pobres, como nada podrían ganar, no querrán el poder, y se ocuparán con preferencia de sus intereses personales; los ricos podrán aceptar el poder, porque ninguna necesidad tienen de aumentar con la riqueza pública la propia. De esta manera, además, los pobres se enriquecerán dedicándose a sus propios negocios, y las clases altas no se verán obligadas a obedecer a gente sin fundamento.

Por lo demás, para evitar la dilapidación de las rentas públicas, que se obligue a cada cual a rendir cuentas en presencia de todos los ciudadanos reunidos, y que se fijen copias de aquéllas en las fratrias, en los cantones y en las tribus; y para que los magistrados sean íntegros, que la ley procure recompensar con honores a los que se distingan como buenos administradores.

En las democracias es preciso impedir, no sólo el repartimiento de los bienes de los ricos, sino hasta que se haga esto con los productos de aquéllos; lo cual se hace en algunos Estados por medios indirectos. También es conveniente no conceder a los ricos, aun cuando lo pidan, el derecho de subvenir a aquellos gastos públicos que son muy costosos, pero que no tienen ninguna utilidad real, tales como las representaciones teatrales, las fiestas de las antorchas y otros gastos del mismo género. En las oligarquías, por el contrario, debe ser muy eficaz la solicitud del gobierno por los pobres, a los cuales es preciso conceder aquellos empleos que son retribuidos. También debe castigarse toda ofensa hecha por los ricos a los pobres con más severidad que las que se hagan los ricos entre sí. El sistema oligárquico tiene también gran interés en que las herencias se adquieran sólo por derecho de nacimiento y no a título de donación, y que no puedan nunca acumularse muchas. Por este medio, en efecto, las fortunas tienden a nivelarse y son más los pobres que llegan a adquirir medios de vivir.

Es igualmente ventajoso en la oligarquía y en la democracia el reconocer un derecho igual, y hasta superior, a todos aquellos empleos que no son de suma importancia en el Estado, a los ciudadanos que sólo tienen una pequeña parte en el poder político; en la democracia, a los ricos; en la oligarquía, a los pobres. En cuanto a las funciones elevadas, deben ser todas, o, por lo menos, la mayor parte, puestas exclusivamente en manos de los ciudadanos que tienen derechos políticos. El ejercicio de las funciones supremas exige en los que las obtienen tres cualidades: amor sincero a la constitución, gran capacidad para los negocios y una virtud y una justicia de un carácter análogo al principio especial sobre que cada gobierno se funda, porque, variando el derecho según las diversas constituciones, es de toda necesidad que la justicia se modifique en la misma forma. Pero aquí ocurre una cuestión. ¿Cómo se ha de elegir y escoger cuando no se encuentran todas las cualidades requeridas reunidas en el mismo individuo? Por ejemplo, si un ciudadano dotado de gran talento militar no es probo y es poco afecto a la constitución, y otro es muy hombre de bien y partidario sincero de la constitución, pero sin capacidad militar, ¿cuál de los dos se escogerá? En este caso, es preciso fijarse bien en dos cosas: cuál es la cualidad vulgar y cuál es la cualidad rara. Y así, para nombrar un general es preciso mirar a la experiencia más bien que a la probidad, porque la probidad se encuentra mucho más fácilmente que el talento militar. Para elegir el guardador del tesoro público es preciso seguir otro camino. Las funciones del tesorero exigen mucha más probidad que la que se halla en la mayor parte de los hombres, mientras que el grado de inteligencia necesario para su desempeño es muy común. Pero podrá decirse: si un ciudadano es a la vez capaz y adicto a la constitución, ¿para qué exigirle, además, la virtud? ¿Las dos cualidades que posee no le bastarán para cumplir bien? No, sin duda, porque al lado de estas dos cualidades eminentes puede tener pasiones desenfrenadas. Si los hombres, hasta cuando se trata de sus propios intereses, que estiman y conocen, no se sirven muy bien a sí propios, ¿quién responde de que, cuando se trata de intereses públicos, no harán lo mismo?

En general, conforme a nuestras teorías, todo lo que contribuye mediante la ley al sostenimiento del principio mismo de la constitución es esencial a la conservación del Estado. Pero lo que más importa, como repetidas veces hemos dicho, es hacer que sea más fuerte la parte de los ciudadanos que apoya al gobierno que el partido de los que quieren su caída. Es preciso, sobre todo, guardarse mucho de despreciar lo que en la actualidad todos los gobiernos corruptos desprecian, que es la moderación y la mesura en todas las cosas. Muchas instituciones que en apariencia son democráticas son precisamente las que arruinan la democracia; y muchas instituciones que parecen oligárquicas destruyen la oligarquía. Cuando se cree haber encontrado el principio único verdadero en política, se le lleva ciegamente hasta el exceso, en lo cual se comete un grosero error. En el rostro humano, la nariz, aunque se separe de la línea recta, que es la forma más bella, y se aproxime un tanto a la aguileña o a la roma, puede, sin embargo, tener un aspecto bastante bello y agradable; pero si se lleva al exceso esta desviación, por lo pronto se quitaría a esta facción las proporciones que debe tener y perdería, al cabo, toda apariencia de nariz, a causa de sus propias dimensiones, que serían monstruosas, y de las dimensiones excesivamente pequeñas de las facciones que la rodean; observación que lo mismo podría aplicarse a cualquier otra parte de la cara. Lo mismo sucede absolutamente con toda clase de gobiernos. La democracia y la oligarquía, al alejarse de la constitución perfecta, pueden constituirse de manera que puedan sostenerse; pero si se exagera el principio de la una o de la otra, al pronto se convertirán en malos gobiernos y concluirán por no ser siquiera gobiernos. Es preciso que el legislador y el hombre de Estado sepan distinguir, entre las medidas democráticas u oligárquicas, las que conservan y las que destruyen la democracia o la oligarquía. Ninguno de estos dos gobiernos puede existir ni subsistir sin encerrar en su seno ricos y pobres. Pero cuando llega a establecerse la igualdad en las fortunas, la constitución tiene que cambiar; y al querer destruir las leyes hechas teniendo en cuenta ciertas superioridades políticas, se destruye con ellas la constitución misma. Las democracias y las oligarquías cometen en esto una falta igualmente grave. En las democracias, en que la multitud puede hacer soberanamente las leyes, los demagogos, con sus continuos ataques contra los ricos, dividen siempre la ciudad en dos campos, mientras que deberían en sus arengas sólo ocuparse del interés de los ricos; lo mismo que en las oligarquías el gobierno sólo debía tener en cuenta el interés del pueblo. Los oligarcas deberían, sobre todo, renunciar a prestar juramento del género de los que prestan actualmente; porque he aquí los que en nuestros días hacen en algunos Estados: Yo seré enemigo constante del pueblo, le haré todo el mal que pueda.

Sería preciso hacer lo contrario, y, cambiando de disfraz, decir resueltamente en los juramentos de esta especie: No haré nunca daño al pueblo.

El punto más importante entre todos aquellos de que hemos hablado respecto de la estabilidad de los Estados, si bien hoy no se hace aprecio de él, es el de acomodar la educación al principio mismo de la constitución. Las leyes más útiles, las leyes sancionadas con aprobación unánime de todos los ciudadanos, se hacen ilusorias si la educación y las costumbres no corresponden a los principios políticos, siendo democráticas en la democracia y oligárquicas en la oligarquía; porque es preciso tener entendido que si un solo ciudadano vive en la indisciplina, el Estado mismo participa de este desorden. Una educación conforme a la constitución no es la que enseña a hacer todo lo que parezca bien a los miembros de la oligarquía o a los partidarios de la democracia; sino que es la que enseña a poder vivir bajo un gobierno oligárquico o bajo un gobierno democrático. En las oligarquías actuales los hijos de los que ocupan el poder viven en la molicie, mientras que los hijos de los pobres, endurecidos con el trabajo y la fatiga, adquieren el deseo y la fuerza para hacer una revolución. En las democracias, sobre todo en las que están constituidas más democráticamente, el interés del Estado está muy mal comprendido, porque se forman en ellas una idea muy falsa de la libertad. Según la opinión común, los dos caracteres distintivos de la democracia son la soberanía del mayor número y la libertad. La igualdad es el derecho común; y esta igualdad consiste en que la voluntad de la mayoría sea soberana. Desde entonces libertad e igualdad se confunden en la facultad que tiene cada cual de hacer lo que quiera: «todo a su gusto», como dice Eurípides. Este es un sistema muy peligroso, porque no deben creer los ciudadanos que vivir conforme a la constitución es una esclavitud; antes, por el contrario, deben encontrar en ella protección y una garantía de felicidad.

Hemos enumerado casi todas las causas de revolución y de destrucción, de prosperidad y de estabilidad en los gobiernos republicanos.

Capítulo VIII

De las causas de revolución y de conservación en las monarquías

Queda que veamos cuáles son las causas más frecuentes de trastorno y de conservación en la monarquía. Las consideraciones que habremos de hacer respecto del destino de los reinados y tiranías se aproximan mucho a las que hemos indicado con relación a los Estados republicanos. El reinado se aproxima a la aristocracia, y la tiranía se compone de los elementos de la oligarquía extrema y de la demagogia, así que para los súbditos es el más funesto de los sistemas, porque está formado de dos malos gobiernos y reúne las faltas y los vicios de ambos.

Por lo demás, estas dos especies de monarquía son completamente opuestas hasta en su mismo punto de partida. El reinado se establece por las clases altas, a las cuales está obligado a defender contra el pueblo, y el rey sale del seno mismo de estas clases elevadas, entre las que se distingue aquél por su virtud superior, por las acciones brillantes que ésta le inspira o por la fama no menos merecida de su raza. El tirano, por el contrario, sale del pueblo y de las masas para ponerse enfrente de los ciudadanos poderosos, de cuya opresión está obligado a defender al pueblo. Todo esto se justifica con hechos. Puede decirse que casi todos los tiranos han sido primero demagogos que han ganado la confianza del pueblo calumniando a los principales ciudadanos. Algunas tiranías se han formado de esta manera cuando los Estados eran ya poderosos. Otras más antiguas no han sido sino reinados que violaban todas las leyes del país, aspirando a una autoridad despótica. Otras han sido fundadas por hombres que en virtud de una elección han llegado a las primeras magistraturas, porque, en otro tiempo, el pueblo confería por largo tiempo todos los grandes empleos, todas las funciones públicas. Otras, en fin, han salido de los gobiernos oligárquicos, que fueron bastante imprudentes para investir a un solo individuo con atribuciones políticas de la más alta importancia. Gracias a estas circunstancias, la usurpación ha sido cosa fácil para todos los tiranos, pues les ha bastado querer para serlo, a causa de poseer con antelación el poder real o el que proporciona una alta consideración. De ello son ejemplo Fidón de Argos y todos los demás tiranos que comenzaron por ser reyes; todos los tiranos de Jonia y Falaris, que habían obtenido ambos elevadas magistraturas; Panecio en Leoncium, Cipseles en Corinto, Pisístrato en Atenas, Dionisio en Siracusa, y tantos otros que, como ellos, han salido de la demagogia.

El reinado, repito, se clasifica al lado de la aristocracia, en cuanto es, como ésta, el premio de la consideración personal, de una virtud eminente, del nacimiento, de grandes servicios hechos o de todas estas circunstancias unidas a la capacidad. Todos los que han hecho grandes servicios a las ciudades y a los pueblos, o que eran bastante poderosos para poder hacerlos, han obtenido esta alta distinción: los unos por haber evitado con sus victorias que el pueblo cayera en esclavitud, como Codro; otros por haberles devuelto su libertad, como Ciro; y otros por haber fundado el Estado mismo y ser poseedores del territorio; como los reyes de los espartanos, de los macedonios y de los molosos. El rey tiene la misión especial de velar por que los que poseen no experimenten daño alguno en su fortuna, ni el pueblo ningún ultraje en su honor. El tirano, por el contrario, como he dicho ya más de una vez, no tiene en cuenta los intereses comunes y sí sólo el suyo personal. La aspiración del tirano es el goce; la del rey, la virtud. Así también en punto a ambición, el tirano piensa principalmente en el dinero; el rey, antes que nada en el honor. La guardia de un rey se compone de ciudadanos, la de un tirano, de extranjeros.

Por lo demás, es muy fácil ver que la tiranía tiene todos los inconvenientes de la democracia y de la oligarquía. Como ésta, sólo piensa en la riqueza, que es la única que verdaderamente puede garantirle la felicidad de su guardia y los placeres del lujo. La tiranía también desconfía de las masas y les arranca el derecho de llevar armas. Hacer daño al pueblo, alejar a los ciudadanos de la población, dispersarlos, son procedimientos comunes a la oligarquía y a la tiranía. De la democracia adopta la tiranía el sistema de guerra continua contra los ciudadanos poderosos, la lucha secreta y pública para destruirlos, los destierros a que se les condena, pretextando que son facciosos y enemigos del poder; porque sabe bien la tiranía que de las filas de las clases altas han de salir las conspiraciones contra ella, urdidas por unos con el fin de hacerse dueños del poder en provecho propio, y por otros para sustraerse a la esclavitud que los oprime. Esto era lo que significaba el consejo de Periandro a Trasíbulo; aquella nivelación de las espigas desiguales quería decir que era preciso deshacerse de los ciudadanos eminentes.

Todo lo que acabo de decir prueba claramente que las causas de las revoluciones deben ser, sobre poco más o menos, las mismas en las monarquías que en las repúblicas. La injusticia, el miedo, el desprecio han sido casi siempre causa de las conspiraciones de los súbditos contra los monarcas. Sin embargo, la injusticia las ha causado con menos frecuencia que el insulto, y algunas veces menos que las expoliaciones individuales. El fin que se proponen los conspiradores en las repúblicas es el mismo que en los Estados sometidos a un tirano o a un rey, y tienen lugar las revoluciones porque el monarca está colmado de honores y de riquezas que todos los demás envidian.

Las conspiraciones se dirigen ya contra la persona que ocupa el poder, ya contra el poder mismo. El sentimiento producido por un insulto arrastra sobre todo a las primeras, y como el insulto puede ser de muchos géneros, el resentimiento a que da lugar puede tener otros tantos caracteres diferentes. En los más de los casos la cólera, cuando conspira, sólo piensa en la venganza, porque la cólera no es ambiciosa. De lo cual es un testimonio la suerte de los Pisistrátidas: habían deshonrado a la hermana de Harmodio; Harmodio conspiró para vengar a su hermana, y Aristogitón para sostener a Harmodio. La conspiración tramada contra Periandro, tirano de Ambracia, no tuvo otro origen que una chanza del tirano, que en una orgía preguntó a uno de sus queridos si le había hecho madre. Pausanias mató a Filipo porque éste había permitido que le insultaran los partidarios de Atalo. Derdas conspiró contra Amintas el Pequeño, que se había alabado de haber gozado la flor de su juventud. El Eunuco mató a Evágoras de Chipre, cuyo hijo le había hecho el ultraje de robarle la mujer. Muchas conspiraciones no han tenido otra causa que los atentados de los monarcas contra la persona de algunos de sus súbditos. De este género fue la conspiración urdida contra Arquelao por Crateo, que miraba con horror las indignas relaciones que le ligaban a aquél; así que para llevar a cabo la rebelión se aprovechó del primer pretexto, aunque era menos grave que el motivo dicho. Arquelao, después de haberle prometido una de sus hijas, faltó a su palabra, casando las dos que tenía, una con el rey Elimea, de resultas de la derrota que sufrió en la guerra contra Sirra y Arrebeus, y la otra, que era más joven, con Amintas, hijo de dicho rey, contando por este medio apaciguar todo resentimiento entre Crateo y el hijo de Cleopatra. Pero el verdadero motivo de su enemistad fue la indignación que causaban a este joven los lazos vergonzosos que le ligaban con el rey. Helanócrates de Larisa entró en la conspiración a consecuencia de un ultraje semejante. Al ver Helanócrates que el tirano, que había abusado de su juventud, no le permitía volver a su patria, aunque se lo había prometido, se convenció de que esta intimidad del rey no procedía de una verdadera pasión, y que sólo había tenido el propósito de deshonrarle. Parrón y Heráclides, ambos de Ænos, mataron a Cotis para vengar a su padre; y Adamas hizo traición a Cotis para vengarse de la mutilación vergonzosa que le había hecho sufrir en su infancia.

Muchas veces se conspira a impulsos de la cólera producida por los malos tratamientos de que uno ha sido personalmente objeto. Ha habido hasta magistrados y miembros de las familias reales que han quitado la vida a los tiranos, o por lo menos han conspirado, movidos por resentimientos de este género. En Mitilene, por ejemplo, los pentálides, que tenían gusto en recorrer la ciudad dando palos a los que encontraban, fueron degollados por Negacles, auxiliado por algunos amigos; y más tarde Esmerdis mató a Pentilo, que le había maltratado, a cuya venganza le impulsó su mujer. Si en la conspiración contra Arquelao, Decámnico, lleno de furor, se hizo jefe de los conjurados, siendo el primero en excitarlos, fue porque Arquelao le había entregado al poeta Eurípides, quien hizo que le azotaran cruelmente por haberse burlado de lo mal que le olía el aliento. A muchos monarcas han costado semejantes ultrajes la vida o el reposo. El miedo, que hemos indicado como una causa de trastornos en las repúblicas, no lo es menos en las monarquías. Así Artabanes mató a Jerjes sólo por el temor de que llegara a su noticia que había hecho colgar a Darío, a pesar de la orden en contrario que había recibido; pues Artabanes había alimentado al pronto la esperanza de que Jerjes habría olvidado esta prohibición, que había hecho en medio de un festín. El desprecio produce también revoluciones en los Estados monárquicos. Sardanápalo fue muerto por uno de sus súbditos, el cual, si hemos de creer la tradición, le había visto con la rueca en la mano en medio de sus mujeres. Admitiendo que este hecho sea falso respecto a Sardanápalo, puede muy bien ser verdadero con relación a otro cualquiera. Dión no conspiró contra Dionisio el Joven sino a causa del desprecio que le inspiraba al ver que todos sus súbditos hacían de él tan poco caso, y que estaba sumido en una continua embriaguez. Motivos de este género son los que principalmente mueven a veces a los amigos del tirano a obrar contra éste; la confianza que tienen con él les inspira el desdén y la esperanza de ocultar sus conspiraciones. Con frecuencia, cuando uno se cree en posición de hacer suyo el poder, cualquiera que sea la manera, el despreciar al tirano es ya conspirar contra él, porque cuando uno es poderoso y, teniendo conciencia de sus fuerzas, desprecia el peligro, fácilmente se decide a obrar. Muchas veces los generales no tienen otros motivos para conspirar contra los reyes que se sirven de ellos. Por ejemplo, Ciro destronó a Astiages, cuya conducta y cuya autoridad despreciaba, como que había renunciado a desempeñar por sí el poder, para entregarse a todos los excesos del placer. Seutes el Tracio conspiró también contra Amódoco, de quien era general. Pueden reunirse muchos motivos de ese género para determinar las conspiraciones. A veces la codicia se une al desprecio, de lo cual es un ejemplo la conspiración de Mitrídates contra Ariobarzanes. Estos sentimientos obran poderosamente en aquellos hombres de carácter atrevido que han sabido obtener al lado de los monarcas un elevado cargo militar. El valor, cuando cuenta con el auxilio de recursos poderosos, se convierte en audacia; y cuando se unen estos dos motivos de decisión se conspira porque se cree seguro el éxito.

Las conspiraciones por deseos de gloria tienen un carácter distinto de las que hasta aquí hemos examinado. No desconocen como móviles ni el afán de inmensas riquezas, ni el ansia de los honores supremos que goza el tirano, y que tantas veces son ocasión de que se conspire contra él. No son las consideraciones de este género las que toma en cuenta el hombre ambicioso al afrontar los peligros de la conspiración. Abandona a los demás los motivos viles y bajos de que acabamos de hablar; pero así como se aventuraría a intentar una empresa inútil con tal que le diera renombre y celebridad, así conspira contra el monarca, ávido, no de poder, sino de gloria. Los hombres de este temple son excesivamente raros, porque tales resoluciones suponen siempre un desprecio absoluto de la vida, si llega el caso de que la empresa se malogre. El único pensamiento de que en tales casos se debe estar animado es el que animaba a Dión; pero es difícil que pueda tener cabida en muchos corazones. Dión, cuando marchó contra Dionisio, sólo tenía consigo algunos soldados, y les arengó diciendo que cualquiera que fuera el resultado, a él le bastaba haber dado principio a esta empresa, y que aun cuando muriese en el momento de tocar el territorio de Sicilia, su muerte sería siempre honrosa.

La tiranía puede ser derrocada, como cualquier otro gobierno, por un ataque exterior que venga de un Estado más poderoso que ella y constituido bajo un principio completamente opuesto. Es claro que este gobierno vecino, a causa de la oposición misma de su principio, sólo espera el momento oportuno para atacar; y cuando se puede, se hace siempre lo que se desea. Los Estados fundados en principios diferentes son siempre enemigos: la democracia, por ejemplo, es enemiga de la tiranía, tanto como el alfarero puede serlo del alfarero, como dice Hesíodo; lo cual no impide que la demagogia, llevada al extremo, sea también una verdadera tiranía. El reinado y la aristocracia son enemigos a causa del diferente principio que les sirve de base. Los lacedemonios han seguido el sistema constante de derrocar las tiranías, como lo hicieron igualmente los siracusanos mientras fueron regidos por un buen gobierno.

La tiranía encuentra en su propio seno otra causa de ruina cuando la insurrección procede de los mismos de quienes ella se vale. De ello son ejemplos la caída de la tiranía fundada por Gelón y la de Dionisio en nuestros días. Trasíbulo, hermano de Hierón, se propuso halagar todas las insensatas pasiones del hijo que Gelón había dejado, y le tenía sumido en los placeres para reinar él con su nombre. Los familiares del joven príncipe conspiraron, no tanto para derrocar la misma tiranía, como para suplantar a Trasíbulo; pero los asociados a que se unieron aprovecharon la ocasión para arrojarlos a todos. En cuanto a la tiranía de Dionisio, su pariente Dión fue el que marchó contra él, y pudo, antes de morir, expulsar al tirano con el auxilio del pueblo sublevado.

De las dos pasiones que son con más frecuencia causa de las conspiraciones contra las tiranías, el odio y el desprecio, los tiranos son siempre, por lo menos, acreedores al uno, que es el odio. Pero el desprecio que inspiran produce con frecuencia su caída. Lo prueba el que los que han ganado personalmente el poder han sabido conservarlo, y que los que lo han recibido por herencia, casi todos lo han perdido muy pronto. Degradados por los excesos y desórdenes de su vida, caen fácilmente en el desprestigio y proporcionan numerosas y excelentes ocasiones a los conspiradores. También puede colocarse la cólera al lado del odio, puesto que éste como aquélla impulsan a cometer acciones completamente semejantes, sólo que la cólera es todavía más activa que el odio, porque conspira con tanto más ardor cuanto que la pasión no reflexiona. Sobre todo el resentimiento producido por un insulto es el que excita en los corazones los arrebatos de la cólera, como lo muestra la caída de Pisistrátidas y de otros muchos. Sin embargo, el odio es más temible. La cólera va siempre acompañada de cierto sentimiento de dolor, que no deja lugar a la prudencia; la aversión no tiene dolor que la turbe en sus empresas.

Resumiendo diremos que todas las causas de las revoluciones que hemos asignado a la oligarquía exagerada y a la demagogia extrema, se aplican igualmente a la tiranía, porque tales formas de gobierno son verdaderas tiranías repartidas entre muchas manos.

El reinado tiene que temer mucho menos los peligros de fuera, y es lo que garantiza su duración. En ella misma es donde deben buscarse las causas de su destrucción, que pueden reducirse a dos: la conjuración de los agentes de que se vale y la tendencia al despotismo, cuando los reyes pretenden aumentar su poder hasta a costa de las leyes.

En nuestros días no vemos que se formen reinados, y los que se forman son más bien monarquías absolutas y tiranías que reinados. El verdadero reinado es un poder libremente consentido con prerrogativas superiores. Pero como hoy los ciudadanos valen lo mismo en general, y ninguno tiene una superioridad tan grande que pueda aspirar exclusivamente a tan alta posición en el Estado, se sigue que no se presta asentimiento a la creación de un reinado; y si alguno intenta reinar, valiéndose de la astucia o de la violencia, se le mira al momento como un tirano. En los reinados hereditarios es preciso añadir otra causa especial de destrucción, y es que la mayor parte de estos reyes que lo son por herencia se hacen bien pronto despreciable o, y no se les consiente ningún poder excesivo, teniendo en cuenta que poseen, no una autoridad tiránica, sino una simple dignidad real. Es muy fácil derrocar un reinado, porque no hay rey desde el momento que no se lo quiere tener; mientras que el tirano, por lo contrario, se impone a pesar de la voluntad general.

Tales son las principales causas de ruina para las monarquías, dejando a un lado algunas otras parecidas a estas.

Capítulo IX

De los medios de conservación en los estados monárquicos

En general, los Estados monárquicos deben evidentemente conservarse a virtud de causas opuestas a las de que acabamos de hablar, según la naturaleza especial de cada uno de ellos. El reinado, por ejemplo, se sostiene por la moderación. Cuanto menos extensas son sus atribuciones soberanas, tanta más probabilidad tiene de mantenerse en toda su integridad. Entonces el rey no piensa en hacerse déspota; respeta más en todas sus acciones la igualdad común; y los súbditos, por su parte, están menos inclinados a tenerle envidia. Esto explica la larga duración del reinado de los molosos. Entre los lacedemonios se ha sostenido tanto tiempo, porque desde un principio el poder se dividió entre dos personas, y porque más tarde Teopompo suavizó el reinado creando otras instituciones, sin contar con el contrapeso que le impuso con el establecimiento de los éforos. Debilitando el poder del reinado, le dio más duración; le agrandó de cierta manera, lejos de reducirlo, y cuando su mujer le dijo que si no le daba vergüenza transmitir a sus hijos el reinado con menos poder de aquel con que lo había recibido de sus mayores, le contestó con razón: «No, sin duda; porque se lo dejo mucho más durable».

Por lo que hace a las tiranías, se sostienen de dos maneras absolutamente opuestas; la primera es bien conocida y empleada por casi todos los tiranos. A Periandro de Corinto se atribuyen todas aquellas máximas políticas de que la monarquía de los persas nos presenta numerosos ejemplos. Ya hemos indicado algunos de los medios que la tiranía emplea para conservar su poder hasta donde es posible. Reprimir toda superioridad que en torno suyo se levante; deshacerse de los hombres de corazón; prohibir las comidas en común y las asociaciones; ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la cultura; es decir, impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza en sí mismo; poner obstáculos a los pasatiempos y a todas las reuniones que proporcionan distracción al público, y hacer lo posible para que los súbditos permanezcan sin conocerse los unos a los otros, porque las relaciones entre los individuos dan lugar a que nazca entre ellos una mutua confianza. Además, saber los menores movimientos de los ciudadanos, y obligarles en cierta manera a que no salgan de las puertas de la ciudad, para estar siempre al corriente de lo que hacen, y acostumbrarles, mediante esta continua esclavitud, a la bajeza y a la pusilanimidad: tales son los medios puestos en práctica entre los persas y entre los bárbaros, medios tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he aquí otros: saber todo lo que dicen y todo lo que hacen los súbditos; tener espías semejantes a las mujeres que en Siracusa se llaman delatoras; enviar, como Hierón, gentes que se enteren de todo en las sociedades y en la reuniones, porque es uno menos franco cuando se teme el espionaje, y si se habla, todo se sabe; sembrar la discordia y la calumnia entre los ciudadanos; poner en pugna unos amigos con otros, e irritar al pueblo contra las clases altas, que se procura tener desunidas. A todos estos medios se une otro procedimiento de la tiranía, que es el empobrecer a los súbditos, para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra, ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiempo para conspirar. Con esta mira se han elevado las pirámides de Egipto, los monumentos sagrados de los Cipsélides, el templo de Júpiter Olímpico por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos, trabajos que tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el empobrecimiento del pueblo. Puede considerarse como un medio análogo el sistema de impuestos que regía en Siracusa: en cinco años, Dionisio absorbía mediante el impuesto el valor de todas las propiedades. También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente de ellos, porque sabe muy bien que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los que, sobre todo, están en posición de hacerlo.

Los vicios que presenta la democracia extrema se encuentran también en la tiranía: el permiso a las mujeres, en el interior de las familias, para que hagan traición a sus maridos, y la licencia a los esclavos para que denuncien a sus dueños; porque el tirano nada tiene que temer de los esclavos y de las mujeres; y los esclavos, con tal que se les deje vivir a su gusto, son muy partidarios de la tiranía y de la demagogia. El pueblo también a veces hace de monarca; y por esto el adulador merece una alta estimación, lo mismo de la multitud que del tirano. Al lado del pueblo se encuentra el demagogo, que es para él un verdadero adulador; al lado del tirano se encuentran viles cortesanos, que no hacen otra cosa que adular perpetuamente. Y así, la tiranía sólo quiere a los malvados, precisamente porque gusta de la adulación, y no hay corazón libre que se preste a esta bajeza. El hombre de bien sabe amar, pero no adula. Además, los malos son útiles para llevar a cabo proyectos perversos; pues «un clavo saca otro clavo», como dice el proverbio. Lo propio del tirano es rechazar a todo el que tenga un alma altiva y libre, porque cree que él es el único capaz de tener estas altas cualidades; y el brillo que cerca de él producirían la magnanimidad y la independencia de otro cualquiera anonadaría esta superioridad de señor que la tiranía reivindica para sí sola. El tirano aborrece estas nobles naturalezas, que considera atentatorias a su poder. También es costumbre del tirano convidar a su mesa y admitir en su intimidad a extranjeros más bien que a ciudadanos; porque éstos son a sus ojos enemigos, mientras que aquéllos no tienen ningún motivo para hacer nada contra su autoridad.

Todas estas maniobras y otras del mismo género que la tiranía emplea para sostenerse son profundamente perversas.

En resumen, se las puede clasificar desde tres puntos de vista principales, que son los fines permanentes de la tiranía: primero, el abatimiento moral de los súbditos, porque las almas envilecidas no piensan nunca en conspirar; segundo, la desconfianza de unos ciudadanos respecto de otros, porque no se puede derrocar la tiranía mientras los ciudadanos no estén bastante unidos para poder concertarse; y así es que el tirano persigue a los hombres de bien como enemigos directos de su poder, no sólo porque éstos rechazan todo despotismo como degradante, sino porque tienen fe en sí mismos y obtienen la confianza de los demás, y además son incapaces de hacer traición ni a sí mismos ni a nadie; por último, el tercer fin que se propone la tiranía es la extenuación y el empobrecimiento de los súbditos; porque no se emprende ninguna cosa imposible, y por consiguiente el derrocar a la tiranía, cuando no hay medios de hacerla. Por tanto, todas las precauciones del tirano pueden clasificarse en tres grupos, como acabamos de indicar, pudiendo decirse que todos sus medios de salvación se agrupan alrededor de estas tres bases: producir la desconfianza entre los ciudadanos, debilitarles y degradarlos moralmente.

Tal es, pues, el primer método de conservación para las tiranías.

En cuanto al segundo, los cuidados que él pide son radicalmente opuestos a todos los que acabamos de indicar. Pueden deducirse muy bien de lo que hemos dicho sobre las causas que arruinan a los reinados; porque lo mismo que el reinado compromete su autoridad queriendo hacerla más despótica, así la tiranía asegura la suya, haciéndola más real. Sólo que hay aquí un punto esencial que ésta no debe olvidar: hay que tener siempre la fuerza necesaria para gobernar, no sólo con el asentimiento público, sino también a pesar de la voluntad general. Renunciar a esto sería renunciar a la tiranía misma; pero una vez asegurada esta base el tirano puede en todo lo demás conducirse como un verdadero rey, o, por lo menos, tomar diestramente todas las apariencias de tal.

Ante todo, aparentará que se ocupa de los intereses públicos, y no disipará locamente las ricas ofrendas que el pueblo le ofrece haciendo tanto sacrificio y que el tirano saca de las fatigas y del sudor de sus súbditos, para prodigarlas a cortesanos, extranjeros y artistas codiciosos. El tirano rendirá cuenta de los ingresos y de los gastos del Estado, cosa que, por cierto, algún tirano ha hecho; porque esto tiene la ventaja de parecer más bien un administrador que un déspota; no debiendo temer, por otra parte, que falten nunca fondos al Estado mientras sea dueño absoluto del gobierno. Si tiene que viajar lejos de su residencia, vale más tener ya empleado de este modo su dinero que dejar tras de sí tesoros acumulados; porque entonces aquellos a cuya custodia él se confía no se sentirán tentados por sus riquezas. Cuando el tirano hace expediciones teme más a los que le acompañan que a los demás ciudadanos, porque aquéllos le siguen en su marcha, mientras que éstos se quedan en la ciudad. Por otra parte, al exigir los impuestos y tributos es preciso que indique que lo hace consultando el interés de la administración pública y con el solo objeto de proporcionarse recursos para el caso de una guerra; en una palabra, debe aparecer como el guardador y tesorero de la fortuna pública y no de la suya personal.

El tirano no debe ser inaccesible, y en las entrevistas con sus súbditos debe mantenerse grave, para inspirar, no temor, pero sí respeto. Esto es muy delicado porque el tirano está siempre expuesto al desprestigio, y para inspirar respeto debe procurar mucho adquirir tacto político y en este concepto crearse una inatacable reputación, aunque sea descuidando otras condiciones. Además, debe guardarse mucho de insultar a la juventud de uno y otro sexo, e impedir cuidadosamente que lo hagan los que lo rodean; y las mujeres de que disponga deben mostrar la misma reserva con las demás mujeres, porque las querellas femeninas han perdido a más de un tirano. Si gusta del placer, que no se entregue a él nunca como lo hacen ciertos tiranos de nuestra época, los cuales, no contentos con sumirse en los placeres desde que amanece y durante muchos días seguidos, quieren, además, hacer alarde de su prostitución a la vista de todos los ciudadanos, para que admiren de esta manera su fortuna y su felicidad. En esto, sobre todo, es en lo que principalmente debe mostrar moderación el tirano; y si no puede hacerlo, que por lo menos sepa ocultarse a las miradas de la multitud. No es fácil sorprender ni despreciar al hombre sobrio y templado, pero sí al que se embriaga; porque no se sorprende al que vela, sino al que duerme.

El tirano deberá adoptar máximas opuestas a las antiguas, que, según se dice, tiene en cuenta la tiranía. Es preciso que embellezca la ciudad como si fuera administrador de ella y no su dueño. Sobre todo ha de procurar con el mayor esmero dar pruebas de una piedad ejemplar. No se teme tanto la injusticia de parte de un hombre a quien se cree religiosamente cumplidor de todos los deberes para con los dioses; y es más difícil atreverse a conspirar contra él, porque se supone que el cielo es su aliado. Sin embargo, es preciso que el tirano se guarde de llevar las apariencias hasta una ridícula superstición. Cuando un ciudadano se distingue por alguna acción buena, es preciso colmarle tanto de honores, que crea que no podrá obtener más de un pueblo independiente. El tirano distribuirá él mismo las recompensas de este género y dejará a los magistrados inferiores y a los tribunales lo relativo a los castigos. Todo gobierno monárquico, cualquiera que él sea, debe guardarse de aumentar excesivamente el poder de un individuo; y si es inevitable, debe en tal caso prodigar las mismas dignidades a otros muchos, como medio de mantener entre ellos el equilibrio. Si obliga la necesidad a crear una de estas brillantes posiciones, que el tirano no se fije en un hombre atrevido, porque un corazón lleno de audacia está siempre dispuesto a todo; y si hay necesidad de derrocar alguna alta influencia, que proceda por grados y cuide de no destruir de un solo golpe los fundamentos en que la misma descanse.

El tirano no debe permitirse nunca ultraje de ningún género, y sobre todo ha de evitar dos: el poner la mano en nadie, quienquiera que sea, y el insultar a la juventud. Esta circunspección es necesaria, particularmente con los corazones nobles y altivos. Si las almas codiciosas sufren con impaciencia que se les perjudique en sus intereses pecuniarios, las almas altivas y honradas toleran menos un ataque a su honor. Una de dos cosas: o es preciso renunciar a toda venganza respecto de hombres de este carácter, o los castigos que se les imponga deben tener un carácter paternal, y sin que arguyan desprecio. Si el tirano tiene relaciones con la juventud, es preciso que parezca que cede a la pasión y que no abusa de su poder. En general, siempre que haya trazas de algo deshonroso, es preciso que la reparación supere en mucho a la ofensa.

Entre los enemigos que puedan atentar contra la vida del tirano, los más peligrosos y los que deben ser más vigilados son aquellos a quienes importa poco su propia vida, con tal que puedan disponer de la del tirano. Así, es preciso guardarse con el mayor cuidado de los hombres que creen haber sido insultados o que lo han sido las personas de su cariño. Cuando uno conspira por resentimiento, no se cuida de sí mismo, y como dice Heráclito: «el resentimiento es difícil de combatir, porque entonces se juega la cabeza». Como el Estado se compone siempre de dos partidos muy distintos, los pobres y los ricos, es preciso convencer a unos y a otros de que sólo encontrarán seguridad en el poder, y procurar prevenir entre ellos toda mutua injusticia. Pero de estos dos partidos, el que es preciso tomar como instrumento de poder es el más fuerte, a fin de que si llega un caso extremo el tirano no se vea obligado a dar la libertad a los esclavos o quitar las armas a los ciudadanos. Este partido por sí solo basta para defender la autoridad, de la que es apoyo, y para asegurar al tirano el triunfo contra los que le ataquen.

Por lo demás, nos parece inútil entrar en más pormenores.

El objeto esencial de este capítulo es bien evidente. Es preciso que el tirano aparezca ante sus súbditos no como déspota, sino como un administrador, como un rey; no como un hombre que hace su propio negocio, sino como un hombre que administra los negocios de los demás. Es preciso que en su conducta muestre moderación y no cometa excesos. Es preciso que admita a su trato a los ciudadanos distinguidos, y que con sus maneras se capte el afecto de la multitud. De este modo podrá, con infalible seguridad, no sólo hacer su autoridad más bella y más querida, porque sus súbditos serán mejores y no estarán envilecidos, y por su parte no excitará odios y temores, sino hacer también más durable su autoridad. En una palabra, es preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo menos nunca tanto como se puede ser. Y, sin embargo, y a pesar de todas estas precauciones, los gobiernos menos estables son la oligarquía y la tiranía.

La tiranía más larga fue la de Ortógoras y sus descendientes en Sición, que duró cien años; y duró porque supieron manejar hábilmente a sus súbditos y someterse ellos mismos en muchas cosas al yugo de la ley. Clístenes evitó el desprestigio gracias a su capacidad militar, y puso todo su empeño en granjearse el amor del pueblo; llegando, según se dice, hasta coronar con sus propias manos al juez que falló contra él y en favor de su antagonista; y si hemos de creer la tradición, la estatua que se halla en la plaza pública es la de este juez independiente. También se cuenta que Pisístrato consintió que le citaran ante el Areópago. La más larga tiranía que viene en seguida es la de los Cipsélides en Corinto, que duró setenta y tres años y seis meses. Cipsélides reinó treinta años, y Periandro cuarenta y cuatro. Psamético, hijo de Gordio, reinó tres años. Aquellas mismas causas mantuvieron también por tan largo tiempo la tiranía de Cipsélides, porque era demagogo y durante todo su reinado no quiso nunca tener satélites. Periandro era un déspota, pero era un gran general. Después de estas dos primeras tiranías, es preciso poner en tercer lugar la de los Pisistrátidas en Atenas, pero ésta tuvo ciertos intervalos. Pisístrato, mientras permaneció en el poder, se vio obligado a apelar por dos veces a la fuga, y en treinta y tres años sólo reinó realmente diecisiete, que con dieciocho que reinaron sus hijos hacen treinta y cinco. Vienen después las tiranías de Hierón y de Gelón en Siracusa. Esta última no fue larga, y entre ambas duraron dieciocho años. Gelón murió en el octavo año de su reinado; Hierón reinó diez años; Trasíbulo fue derrocado a los once meses. Tomadas en conjunto, puede decirse que las más de las tiranías han tenido una brevísima existencia.

Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas de destrucción que amenazan a los gobiernos republicanos y a las monarquías, y tales son los medios de salvación que pueden mantenerlos.

Capítulo X

Crítica de la teoría de Platón sobre las revoluciones

Sócrates habla también en la República de las revoluciones, pero no trata bien esta materia. No fija ninguna causa especial de las mismas en la república perfecta, en el gobierno modelo. A su parecer, las revoluciones proceden de que nada en este mundo puede subsistir eternamente, y que todo debe mudar pasado cierto tiempo; y añade que «aquellas perturbaciones cuya raíz, aumentada en una tercera parte más cinco, da dos armonías, sólo comienzan cuando el número ha sido geométricamente elevado al cubo, mediante a que la naturaleza crea entonces seres viciosos y radicalmente incorregibles». Esta última parte de su razonamiento no es quizá falsa, porque hay hombres naturalmente incapaces de educación y de hacerse virtuosos. Pero ¿por qué esta revolución de que habla Sócrates se aplicaría a esa república que nos presenta como perfecta, más especialmente que a otro cualquier Estado o a cualquier otra cosa? ¿Es que en este instante que asigna a la revolución universal hasta las cosas que no han comenzando a existir a la par mudarán, sin embargo, a la vez? ¿Es que un ser nacido el primer día de la catástrofe estará comprendido en ella lo mismo que los demás? Podría también preguntarse por qué la república perfecta de Sócrates pasa, al cambiar, al sistema lacedemonio. Un sistema político, cualquiera que él sea, se transforma más ordinariamente en el que es diametralmente opuesto a él que en el que es más próximo. Otro tanto puede decirse de todas las revoluciones que admite Sócrates cuando asegura que el sistema lacedemonio se transforma en oligarquía, la oligarquía en demagogia, y ésta, por último, en tiranía. Pero lo que sucede es, precisamente, todo lo contrario. La oligarquía, por ejemplo, sucede a la demagogia con más frecuencia que la monarquía. Además, Sócrates no dice si la tiranía está o no expuesta a tener revoluciones, ni dice las causas que producen éstas, ni habla del gobierno que reemplaza a aquélla. Se concibe sin dificultad este silencio, que no le costaba gran trabajo guardar; debía quedar este punto completamente oscuro, porque, dadas las ideas de Sócrates, es preciso que de la tiranía se pase a esa primera república perfecta, que él ha concebido, único medio de recorrer el círculo sin fin de que habla. Pero la tiranía sucede también a la tiranía, de lo cual es testimonio la de Clístenes, sucediendo a la de Mirón en Sicione. La tiranía puede también convertirse en oligarquía, como aconteció con la de Antileón en Calcis; o en demagogia, como la de Gelón en Siracusa; o en aristocracia, como la de Carilao en Lacedemonia, y como sucedió en Cartago. La oligarquía de otro lado se convierte en tiranía, que es lo que sucedió en otro tiempo con la mayor parte de las oligarquías sicilianas. Recuérdese también que en Leoncium a la oligarquía sucedió la tiranía de Panecio; en Gela, la de Cleandro; en Reges, la de Anaxilas, y que podrían citarse muchas más. También es un error creer que la oligarquía nazca de la codicia y de las ocupaciones mercantiles de los jefes de Estado. Más importa averiguar el origen de la opinión de los hombres que tienen gran fortuna, los cuales creen que no es justa la igualdad política entre los que tienen y los que no tienen. Casi en ninguna oligarquía los magistrados pueden dedicarse al comercio, y la ley se lo prohíbe. Pero más aún: en Cartago, que es un Estado democrático, los magistrados comercian, y, sin embargo, el Estado no ha experimentado ninguna revolución.

También es muy singular el suponer que en la oligarquía el Estado se divide en dos partidos, el de los pobres y el de los ricos; ¿es que, por ventura, es esta condición más propia de la oligarquía que de la república de Esparta, por ejemplo, o de cualquier otro gobierno cuyos ciudadanos no poseen una fortuna igual o no son todos igualmente virtuosos? Aun suponiendo que nadie se empobrezca, el Estado no por eso deja de pasar menos de la oligarquía a la demagogia, si la masa de los pobres se aumenta; y de la democracia a la oligarquía, si los ricos se hacen más poderosos que el pueblo, según que los unos se abandonan y que los otros se aplican al trabajo. Sócrates desprecia todas estas diversas causas que producen las revoluciones, para fijarse en una sola, al atribuir la pobreza exclusivamente a la mala conducta y a las deudas, como si todos los hombres o casi todos naciesen de la opulencia. Es este un error grave; y lo cierto es que los jefes de la ciudad, cuando han perdido su fortuna, pueden apelar a la revolución; y que cuando ciudadanos oscuros pierden la suya, el Estado no se conserva por eso menos tranquilo. Estas revoluciones no dan lugar a la demagogia con más frecuencia que a cualquier otro sistema. Basta una exclusión política, una injusticia, un insulto, para que tenga lugar una insurrección y un trastorno en la constitución, sin que las fortunas de los ciudadanos se resientan en lo más mínimo. La revolución muchas veces no reconoce otro motivo que esta facultad que se concede a cada cual de vivir como le acomode, facultad cuyo origen atribuye Sócrates a un exceso de libertad. En fin, en medio de estas numerosas especies de oligarquías y de democracias, Sócrates habla de sus revoluciones como si cada una de aquéllas fuese única en su género.