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323, adobo: «El afeite o aderezo con que se procura que parezca hermoso el rostro de la mujer que no lo es» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Piensa que alabo su cara / cuando digo que la adoro / y estoy loando la tienda / de donde sacó el adobo» (Quevedo, Musa VI, Romance LII).

 

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325, Franceses eran, en efecto, la mayoría de los buhoneros y traficantes de baratijas. La literatura, traspasada íntegramente de una ininterrumpida problemática nacional, acusa nítidamente su existencia. El extranjero se dedicaba a toda suerte de menesteres productivos, que, por lo general, eran desdeñados altivamente por el español. Pedro Fernández de Navarrete dice que «todo lo que los españoles traen de las Indias, adquirido con largas, prolijas y peligrosas navegaciones, y lo que juntaron con sudor y trabajo, lo trasladan los extranjeros a su patria con descanso y regalo» (Conservación de monarquías, discurso XVII). Dentro de estas actividades socaliñadoras -comp. lo dicho sobre los genoveses, pág. 97-, los franceses se dedicaban, como queda indicado, a la menuda quincallería. En El abanillo, de Lope de Vega, el gracioso Fabio hace un papel análogo al de nuestra comedia, oculto también bajo el marchamo de la buhonería francesa. Es muy ilustrador el testimonio -traído y llevado, es cierto- de Quevedo: «Venían tres franceses por las montañas de Vizcaya a España: el uno con un carretoncillo de amolar tijeras y cuchillos por babador; el otro, con dos corcovas de fuelles y ratoneras, y el tercero, con un cajón de peines y alfileres». Con estos útiles de trabajo se logra todo cuanto se persigue. El primero, con el carretoncillo y la muela ha «mascado a Castilla mucho y grande número de pistolas», es decir, de doblones. Con el «edificio de cuatro trancas» y la «piedra de amolar, y con los peines y alfileres derramados por todos los reinos, aguzamos, peinamos y sangramos poco a poco las venas de las Indias» (Sueños, Clás. Cast., XXXIV, pág. 175 y ss.). Gracián insiste sobre tal manera de ver las actividades de los franceses: «¿Qué Indias para Francia como la misma España? Venid acá: [se dirige a los franceses] lo que los españoles executan con los indios, ¿no lo desquitáis vosotros con los españoles? Si ellos los engañan con espejillos, cascabeles y alfileres, sacándoles con cuentas los tesoros sin cuento, vosotros con lo mismo, con peines, con estuchitos y con trompas de París, ¿no les volvéis a chupar a los españoles toda la plata y todo el oro? Y esto sin gastos de flotas, sin disparar una bala, sin derramar una gota de sangre, sin labrar minas, sin penetrar abismos, sin despoblar vuestros reinos, sin atravesar mares». Los franceses, añade, «no pudieron negar esta verdad tan clara» (Gracián, Criticón, Parte II, crisi III; ed. R.-N., tomo II, pág. 87).

Tirso de Molina nos da idéntico dato: «... los próvidos franceses, que vendiendo hilo portugués en nuestra patria y amolando tiseras, sin ser alquimistas convierten el yerro en oro a costa de malas comidas y peores cenas» (Cigarrales de Toledo, edic. S.-A., pág. 90). Los franceses se ocupaban tamén en otros oficios bajos, manuales, etc.

 

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330, red: «Una labor que hazen las mugeres, de hilo, para colgaduras y otras cosas» (Covarrubias). Comp.: «La mano que a mí me ha muerto, / de una vuelta se adornaba / de red» (Tirso de Molina, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, pág. 134 c).

 

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332, randa: «Adorno que se suele poner en vestidos y ropas, y es una especie de encaxe, labrado con aguja o texido, el qual es más gruesso, y los nudos más apretados que los que se hacen con palillos. Las hai de hilo, lana o seda» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas...» (Cervantes, Don Quijote, II, XVIII; Clás. Cast., V, pág. 325). «Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros...» (Ibídem, II, LII; Clás. Cast., VII, pág. 305). «Y Porcia despierta, / de la cama sale / naguas de Cambray / con randas flamencas» (Lope de Vega, La boba para los otros y discreta para sí, Bib. Aut. Esp., II, pág. 532 b).

 

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332, valona: «cuello de raso, seda, o análogo, de gran sencillez, que caía blandamente sobre los hombros, y que sustituyó a los complicados [“lechuguillas”] de antes». Con valona encontramos, por ejemplo, el Felipe IV cazador, del Prado, por Velázquez. La valona se armaba, a veces, sobre un cartón, con lo que adquiría una rigidez característica: es la golilla. Golilla lleva, por ejemplo, el busto velazqueño de Felipe IV armado. La valona era considerada como una moda extranjera. Comp.: «Éste venía dando voces con el otro, que traía valona por no tener cuello...» (Quevedo, Buscón, Clás. Cast., V; véanse las eruditas notas de Américo Castro, páginas 62 y 170, en las que se registran las varias leyes refrenadoras del lujo en los cuellos). «Lleva la valona untada, / o la mano, con cebolla, / y haz que te limpias, que basta / para que llores seis días» (Lope de Vega, La esclava de su galán, Bib. Aut. Esp., XXXIV, pág. 489 c). «¿No somos acá personas, / aunque andemos sin valonas, / libres las caras de mudas, [“afeites”], / y sin sayas campanudas, / como aquesas fanfarronas? (Tirso de Molina, Averígüelo Vargas, Clás. Cast., CXXXI, pág. 157). «Toca y valona azulada, / banda que el pecho atraviesa, / vueltas y guantes de achiote...» (Ídem, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, pág. 130 a).

 

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334, hablar paso equivale a «hablar en voz baja». Comp.: «Él respondió -aunque paso- en voz que lo pude conocer que era mi contrario» (Espinel, Marcos de Obregón, Clás. Cast., LI, pág. 28). «Y en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala, y le dijo muy paso...» (Cervantes, Quijote, II, XLIX; Clás. Cast., XIX, pág. 241). «No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque...» (Ibídem, II, LX; Clás. Cast., XXII, pág. 121). «Don Antonio: ¿Pues no es muy justo mi zelo? / ¿No está muy puesto en razón? / Busco yo a Marcela acaso / sino para ser mi esposa? / ¿Della pretendo otra cosa? / Don Francisco: O vámonos, o habla passo: / que no sabes quien te escucha» (Ídem, La entretenida, S.-B., III, pág. 14).

 

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352, El Beato Simón de Rojas nació en Valladolid, en 1525. Fue fraile trinitario, de virtudes reconocidas, y llegó a confesor de los reyes. Su popularidad fue extraordinaria. He aquí cómo cuenta su entierro un testigo presencial: «... El venerable Padre fray Simón de Rojas, confesor de la Reina Doña Isabel de Borbón nuestra señora, varón insigne en todo género de virtud: murió en veinte y ocho de setiembre de mil y seiscientos y veinte y cuatro; acudió a su entierro toda la Corte con pública aclamación de Santo; hizo el oficio don Diego de Guzmán, Patriarca de las Indias, al presente Arzobispo de Sevilla, asistieron todos los Grandes y la casa de la Reina, siendo necesaria la guarda para detener el ímpetu del pueblo, que, desvalido, con lágrimas en los ojos iba a venerarle... Están hechas a orden a su beatificación las informaciones en virtud de las remisoriales que vinieron de Roma...» (Jerónimo de la Quintana, Historia de la antigüedad, grandeza y nobleza de la villa de Madrid, Madrid, 1629, folio 419 a). Lope de Vega dedicó una comedia al personaje que nos ocupa: La niñez del Padre Rojas (Edic. Acad., V), que ilustra muchos pormenores de la vida del beato, y en la que no es raro encontrar trozos análogos al transcripto anteriormente: «Por ministro y Provincial, / religiosas preeminencias, / no habrá diferencia en él / de lo que sin ellos era; / y aunque ha de ver a sus pies / a Isabel, de España reyna, / en su trato y humildad / no admitirá diferencia; / será su dichosa vida / un ejemplo a cuantas almas / el sacerdocio profesan; / calificará su muerte / su vida, viéndose en ella / el más general concurso / que se haya visto ni pueda / encarecer lengua o pluma» (pág. 309 a). Los rosarios del Padre Rojas de nuestro texto evocarán, sin duda alguna, el clima de popular milagrería que debió rodear al Trinitario.

 

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353, camándula: «El rosario que tiene sólo tres decenarios [o uno], cada uno con su paternoster» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Yo tendré cuenta y rosario, / y camándula y diez. Basta» (Moreto, La fuerza de la ley, jornada I; ejemplo del Dicc. Autoridades). «Chapín con vira de plata, / crugiendo ropa de seda, / la camándula en la mano» (Tirso de Molina, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, 130 a).

 

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464, Los guantes eran de varias clases: de achiote, de polvillo, de ámbar. Los nombres aluden a la preparación y adobo de las pieles. De todos ellos los más preciados, por la valía del perfume, eran los de ámbar, «una pasta de suavíssimo olor, tan estimado como a todos es notorio, pues se vende por onças, y la onça en buenos ducados» (Covarrubias). El ámbar se empleaba en una difusa área de farmacopea: «Fortifica el celebro y el coraçón, con su olor suavíssimo conforta los miembros debilitados, despierta y aviva el sentido... desopila la madre, sana con su perfume el espasmo, la perlesía y la gota coral, corrige el aire pestífero, y, lo que importa mucho al bien público, es proprio para perfumar guantes» (Laguna, Dioscórides, I, XX). Los guantes de ámbar surgen frecuentemente entre el vistoso ropaje de las damas: «Delante venía su sobrina, moza al parecer de dieciocho años, de rostro mesurado y grave... guantes olorosos, y no de polvillo, sino de ámbar» (Cervantes, La tía fingida, Biblioteca Clásica, pág. 24). «El Comendador de Ocaña / servirá dama de estima, / no con sayuelo de grana, / ni con saya de palmilla; / copete traerá rizado... / Olerále a guantes de ámbar, / a perfumes y pastillas, / no a tomillo ni a cantueso, / poleo y zarzas floridas» (Lope de Vega, Peribáñez y el Comendador de Ocaña, Bib. Aut. Esp., XLI, pág. 201 b). «Un mes serví no cumplido, / a un médico muy barbado, / belfo, sin ser alemán, / guantes de ámbar, gorgorán...» (Tirso de Molina, Don Gil de las calzas verdes, Bib. Aut. Esp., V, pág. 403 b).

 

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370, maula: «Engaño y artificio encubierto, con que se pretende engañar y burlar a alguno» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Temo, siendo maula, / que en carbón me lo conviertan / los duendes desta posada» (Tirso de Molina, Amar por señas, Bib. Aut. Esp., V, pág. 472 c). «Aquí hay maula; no era el hombre / mercero que a vender vino, / sino un gentil alcahuete» (Tirso de Molina, Quien no cae no se levanta, Nueva Bib. Aut. Esp. IX, pág. 146 a).

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